El Juez

Baltasar Garzón, que es a la judicatura española lo que Pío Moa a los diversos campos del saber universal, acapara, una vez más, portadas por el expeditivo procedimiento de mandar a la gente a la cárcel (huelga decir que sin juicio previo de ningun tipo, en aplicación de sus peculiares criterios para interpretar la figura de la prisión provisional). En estas ocasión, el show que ha montado, con despliegue de fotos, incluye a unos cuantos septagenarios esposados y encarcelados antes de cualquier juicio por cargos de corrupción y diversos delitos económicos. Por supuesto, los tabloides españoles especializados en subirse al carro del populismo, han jaleado en portada la medida: esposados y a la cárcel, proclama entusiasmada una de las portadas más vergonzosas de la historia del periodismo español (por lo visto, no poco del fervor se deriva de la supuesta convalidación retroactiva que el grotesco espectáculo de estos días supone en relación a previas exhibiciones vejatorias de detenidos que afectaron a políticos del PP).

Al margen del amplio abanico de irregularidades que las aventuras de El Juez suelen llevar asociadas y que son a la vez reflejo de problemas estructurales en materia de garantías de nuestro Estado de Derecho (que Él se limita a replicar) y punta de lanza de nuevas y agresivas técnicas procesales que otros jueces imitan (detenciones prolongadas más allá del plazo legal para presionar a los detenidos, abusivas declaraciones de secreto del sumario que dificultan el derecho de defensa, aplicación generalizada de medidas excepcionales previstas para casos de terrorismo a todo tipo de delitos, abuso de las escuchas telefónicas con dudosa cobertura, increíbles quiebras como grabar a los abogados de los sospechosos y sus estrategias de defensa, inicio de causas generales aplicando técnicas inquisitoriales, prisiones provisionales decretadas como en un festival, empleo de los medios de comunicación para propiciar juicios paralelos…), hay una cuestión que cada vez con más frecuencia se pregunta mucha gente. Si en España hay unos 5.000 jueces, ¿por qué parece que todos los casos le «tocan» a Garzón? ¿Cómo es posible que dé la sensación de que en España un solo juez sea el responsable, con todo el poder y el riesgo que ello supone, de decidir si han de acabar en la cárcel desde sospechosos de terrorismo a todo su entorno ideológico, desde narcotraficantes a corruptos de cualquier Comunidad Autónoma, desde dictadores de todo el mundo a espíritus de generales franquistas muertos hace años, pasando por Ministros o Presidentes del Gobierno? ¿Acaso no hay más jueces en España?

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Profesores por silencio administrativo

En el descacharrante mundo en que se está convirtiendo la Universidad española, donde casi cualquier caricatura crítica que se haga desde fuera se acerca inquietantemente a una descripción objetiva de la actual realidad, me entero a través del siempre recomendable blog contencioso.es de que hemos alcanzado un nuevo hito: la ANECA está empezando a certificar la acreditación de profesores universitarios por silencio administrativo.

Me remito al blog de Sevach para discutir este asunto, que de tan alucinante mueve a la carcajada antes de que uno, pensándolo mejor, se eche a llorar (como tantas cosas, últimamente, en una Universidad copada por señores que nos vemos a nosotros mismos muy importantes y serios pero que, a la hora de la verdad, nos dedicamos a todo tipo de actividades miserables sin apenas darnos cuenta y sin el más mínimo rubor, con el denominador común de que, además, si en una profesión vocacional como se supone que es la de profesor puede comportar una reducción de horas de clase, entonces cualquier salvajada que se haga estará doblemente justificada). Pero creo que convenía aprovechar este espacio para dar el aviso. Porque la verdad es que la cosa es de traca.

La figura del silencio administrativo, como es sabido, consiste, como prevé el art. 43 LRJAP-PAC, en que en caso de no respuesta en plazo de la Administración frente a una petición de un administrado, se entienda que la misma ha sido aceptada. Como norma general. Porque la ley puede prever excepciones (de hecho, la propia LRJAP-PAC establece algunas). Esta institución tiene mucho predicamento entre la doctrina y ha sido muy rentable políticamente, pues ha tenido siempre buena prensa (¡si la malvada administración lo le responde, no se preocupe, la ley determina en tal caso que Usted tenía razón!). Personalmente, prácticamente desde la primera cosilla que escribí (allá en 2002, un trabajo sobre licencias de obras menores, donde la jurisprudencia entiende que el silencio opera positivamente), me han parecido siempre más sensatas las posiciones críticas con la figura. Resumidamente, entiendo que si creemos que nos podemos permitir que, por la inacción de la Administración, una persona pueda obtener algo ésa es la mejor prueba de que, en tales casos, no es precisa una intervención administrativa a priori. Por el contrario, cuando creamos que hay intereses públicos en juegos de la suficiente relevancia y que toca a la Administración valorar cómo concurren en cada caso, ¿es razonable ponerlos en juego, dando la razón incondicionadamente a un particular por el solo hecho de que aquélla no haya hecho su trabajo bien y a tiempo?

La acreditación de profesores de Universidad es un ejemplo claro de los problemas de esta institución. Desde la aprobación del nuevo sistema el tema ha sido objeto de una de esas bromas para entendidos, ajena a las personas normales (esto del humor gremial es algo muy poco agradecido para la gente de tu entorno, que ni lo entiende ni le ve la gracia), que la ausencia de previsión expresa en sentido contarrio hacía teóricamente posible entender que uno podía lograrla por silencio administrativo. Pero en el fondo nadie pensaba que tal caso pudiera llegar a darse (y no por la serie de razones que apunta Sevach en su post, pues en el fondo todas ellas requieren de un cierto retorcimiento jurídico dado que, en ausencia de exclusión expresa por parte de una norma, no parece que las acreditaciones entren de modo evidente de lleno en alguno de los supuestos generales de silencio negativo, sino por puro sentido común), se trataba de una broma entre profesores de Derecho administrativo ociosos, dedicados a «jugar» con posibilidades teóricas descacharrantes de aplicación de leyes mal pergeñadas y peor desarrolladas.

Pues bien, la broma se ha hecho realidad. Permitiendo a una persona optar a la acreditación como profesor o catedrático de Universidad, si tiene la suerte de que la Administración pierda su solicitud o se retrase más de la cuenta en tramitarla, con total independencia de sus méritos. Habrá quien sostenga que, en el fondo, tampoco es una novedad que el currículo no sea tenido en cuenta para estas cosas. Y, de nuevo, como decía al principio, esa caricaturización de la Universidad española, cínica y desconsiderada, será trágicamente una aproximación bastante ajustada a la realidad.



Todos a la cárcel

Hablábamos hace apenas unos días sobre el alarmante clima de pérdida de garantías que tenemos en España. Antesdeayer, de nuevo, al dar cuenta del nuevo ejemplar de El Cronista,  hemos tocado el tema a cuenta de asuntos como las torturas o el serial «Riofrío». Lamentablemente, y eso da buena idea de cómo andan el país y los tiempos, vuelve a ser necesario referirnos a una cuestión aneja. Porque se da la causalidad de que he recibido la información que publicita el acto en pseudo-homenaje al juez Baltasar Garzón y sus aventuras contra el mal, que tendrá lugar el próximo jueves (y del que trataré de informar en su momento) prácticamente a la vez que tenía acceso a su más reciente hit jurídico: el alabadasímo auto, recibido con entusiasmo por prensa, público y crítica, que envía a la cárcel a Otegi, a un par de líderes del sindicato históricamente afín a Batasuna y a dos o tres jóvenes promesas del «entorno abertzale». En realidad, el asunto es más bien una reposición, pero especialmente grave si atendemos a la fundamentación del auto de prisión.

No voy a reiterar la preocupación, ya expresada en varias ocasiones, que me generan iniciativas como la conocida Ley de Partidos. Privar de facto de derechos políticos a todo un segmento de la población es una medida brutal y, por mucho que tanto el Tribunal Constitucional como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos hayan avalado la norma, ni creo que hayan estado demasiado finos ni, en cualquier caso, me parece que un juicio positivo de constitucionalidad equivalga necesariamente a un juicio positivo tout court. Y es que las medidas de excepción represoras son siempre contagiosas. De igual manera que de este tipo de polvos referidos a excepcionar garantías para terroristas vienen sin duda los lodos que pueden afectar a derechos de cualquier ciudadano, de lo sembrado al aceptar que se puedan ilegalizar opciones políticas que defiendan las mismas ideas que otras que previamente hayan sido ilegalizadas por haber colaborado con bandas armadas es el paso previo a recoger una cosecha cada vez más peligrosa: meter en la cárcel y entender directamente culpables de colaborar con ETA a cualquiera que desee montar un partido político que ocupe el espacio tradicional de la izquierda abertzale.

Porque así de alucinante es la cosa. La tan aplaudida y generosamente asumida como astuta, inteligente e inobjetable operación policial contra Otegi y compañía, de la mano del juez preferido por la Policía  para estos saraos (recordemos que estamos ante un jurista condecorado con la medalla al mérito policial y, como todo el mundo sabe ya a estas alturas, no es casualidad que casi siempre le «toquen» a él estas operaciones sino que esta sorprendente iteración de acciones supervisadas por el mismo juez responde a una realidad tan simple como que los mandos policiales, simplemente, esperan a que le toque a él estar de guardia), se resume, a poco que uno hurgue un poco, a eso: ciudadanos que libremente se reúnen para montar un partido político son considerados colaboradores de ETA y a su servicio porque ciertas pruebas indican conexiones tanto ideológicas como en los objetivos perseguidos con la banda. Como demuestra, esencialmente, según la fundamentación jurídica que sirve para enviarlos a la cárcel, que ya han participado en acciones basadas en esas premisas ideológicas y en su propio pasado. Tamaña locura parece increíble, pero basta con leer el auto del juez para darse cuenta de que no hay nada más, esto es, de la absoluta endeblez probatoria de la acusación más allá de estas consideraciones. Imaginemos que todo lo que dice el auto (que, por lo demás, también adolece de ciertos déficits en punto a la prueba de muchas afirmaciones) fuera cierto. ¿Alguien me puede explicar, en tal caso, qué pruebas hay de que quienes participaron en esa reunión estén al servicio de ETA, formen parte de la misma o la sirvan de algún modo para cometer delitos?

Creo que no tiene mucho sentido, más allá de denunciar una vez más la deriva totalitaria y sin frenos en que, con la excusa de luchar contra el terrorismo, se ha embarcado nuestra democracia, abundar en dar razones. Porque al auto y su surrealista argumentación hablan por sí mismos. Me limito, por ello, simplemente, a pegarlo íntegro a continuación. Y juzguen Ustedes mismos, yo ya me callo, recordando que esos indicios que menciona el auto se han entendido suficientes por un juez para enviar a ciudadanos a la cárcel, en medio de la ovación del respetable.

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El Cronista, nº 7

Con la vuelta al trabajo en septiembre empezamos a preparar el primer número de otoño de El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho (año 2009, nº 7), que acaba de aparecer y la mayoría de los suscriptores habrán recibido ya. Como es costumbre de la casa dejo aquí mismo un enlace al índice de este número y al formulario de suscripción para los interesados.

La revista de octubre se abre con un trabajo de Mario P. Chitti, de título «Am Deutschen Volke», donde analiza la reciente Sentencia del Tribunal Constitucional Federal alemán de Kalsruhe sobre la constitucionalidad, a la luz de la Ley Fundamental de Bonn de 1949, del Tratado de Lisboa. En este bloc hemos tenido ya ocasión de referirnos a la importancia de este envite, así como a la aparentemente europeísta solución del BVG. Lo que nosotros interpretamos como una «luz ámbar» al Tratado de Lisboa, y entendimos como un serio aviso para navegantes por parte del tribunal constitucional alemán, Chitti lo analiza directamente como una exhibición de músculo frente a la construcción europea, con la novedad de que, por primera vez, a su juicio, dejan claro desde Alemania que de ceder soberanía, nada de nada y que, en todo caso, la Constitución alemana prima sobre el Tratado. Se trata de un análisis muy interesante.

En otro trabajo del máximo interés, William E. Scheuerman se detiene en reflexionar «Sobre la tortura y las «nuevas guerras»». Se trata de un texto esencial, que entronca con preocupaciones que, de nuevo, han sido ya recogidas en este blog. Hace ya mucho tiempo alertábamos, junto a sectores jurídicos que entonces no encontraban demasiado eco en la sociedad estadounidense, de los peligros totalitarios que la deriva política y jurídica post-11-S estaba comportando en EE.UU. y, por extensión, en el mundo. Todavía entonces, aquí y más todavía en Estados Unidos, esas posiciones eran muy criticadas por quienes cabalgaban a lomos de consideraciones de necesidad mal entendidas. Las cosas han cambiado mucho desde entonces pero todavía tenemos que escuchar todo tipo de extravagantes justificaciones para tratar de convencernos de la necesidad de no se sabe qué nuevas tácticas y técnicas para enfrentarnos a nuevas y peligrosas realidades como la de Afganistán. Este trabajo deslegitima muchos de estos planteamientos y pone de manifiesto cuán antiguas son las amenazas a que en realidad nos enfrentamos y cuán mentirosas las razones que, con apoyo en supuestas novedades, incitan a arrumbar décadas de tradición jurídica grantista y civilizada.

Aurora Ribes Ribes, por su parte, nos brinda un trabajo de gran interés sobre «La irrelevancia penal de la prescripción tributaria». En materia de garantías, como es sabido, importa tanto lo macro como, por así decirlo, lo micro. Bien está ocuparse de la tortura pero también de cómo se articula el ejercicio del poder punitivo del Estado y de comprender cómo es posible y hasta qué punto el hecho de que ciertas inmunidades que puedan derivarse para el ciudadano en sede administrativa no signifiquen, sin embargo, la imposibilidad de la persecución penal caso de que se haya producido un ilícito.

También en relación directa con la actualidad más cercana y española, Patricia Laurenzo Copello se ocupa de «Aborto y derecho a la sexualidad» en un momento en que la tramitación parlamentaria del proyecto de reforma del Gobierno, que amplía los casos en que esta práctica queda, si es realizada con el consentimiento de la mujer, despenalizada está en la mente de muchos. También aquí nos hemos ocupado del tema. Es muy oportuno recordar, respecto de la respuesta penal que la sociedad entienda justificada frente a estas conductas, que estamos ante situaciones vinculadas a derechos de las mujeres tales como su libertad sexual y que un análisis riguroso  desde un punto de vista jurídico no puede desconocer esta vertiente. Por mucho que haya sido fácil y tradicional, desde los análisis jurídicos tradicionalmente hechos por hombres y para hombres, obviarla.

En relación (y, en parte, en respuesta) a cuestiones ya tratadas por El Cronista en otros números (Antonio Embid nos ilustró sobre el particular en el nº 4 y Benito Aláez escribió sobre el tema en el nº 5) Pablo de Lora se pregunta «¿Puede mi hijo ser utilitarista? (o neoliberal, para el caso)». Se trata de una reflexión inteligentísima, informada, provocadora, original y (sí, digámoslo) muy divertida en torno a la polémica asignatura de Educación para la ciudadanía, actualmente obligatoria en el currículo escolar de nuestros niños. Para quienes, como es quien escribe este bloc, estamos interesados por esta cuestión y nos alejamos un poco de la retórica oficial al uso, es un trabajo imprescindible.

Tomás de la Quadra-Salcedo Fernández del Castillo, en la línea ya comenzada por Luciano Parejo y José Carlos Laguna de Paz en el nº 6 de la revista, se ocupa de «La Directiva de servicios y la libertad de empresa». Y lo hace desde una perspectiva esencial. El panorama cartografiado de modo excelente por Laguna de Paz y justificado por las consideraciones que tan acertadamente exponía Parejo, ¿hasta qué punto planteao, por el contrario, elimina restricciones el ajercicio de un derecho fundamental como es la libertad de empresa cada día más vinculado a su definición por agentes comunitarios?

Por último, en trabajos básicos e interesantísimos para cualquier persona culta, Nicolás López Calera hace un repaso a la importancia del krausismo en España, al contenido de esta corriente y a su origen a partir de un análisis de quien da origen al movimiento en «Krause según Krause»; mientras que, por su parte, Lucio Pegoraro regala un análisis sobre «Derecho constitucional y Derecho público comparado» de alto interés dogmático con algunos ribetes deliciosos.

El número se cierra, como ha venido ocurriendo en 2009 en cada edición de al revista, con una nueva entrega del serial «Riofrío» (VII, en este caso), a cargo de Santiago Muñoz Machado. ¡Y es que es ya una constante que muchos de los lectores comiencen, en cuanto la reciben, la revista por el final! Pero por mucho que la serie «Riofrío» sea divertida y adictiva como novela conviene no perder de vista la denuncia que supone de una serie de prácticas que, por haber sido pocas veces aireadas y casi nunca tomadas demasiado en serio por la comunidad de los juristas y la sociedad en general no hacen sino repetirse, con todo lo que ello comporta para un Estado de Derecho. Desgraciadamente, como también hemos tenido ocasión de comentar en este blog, no faltan ejemplos recientes cada vez más preocupantes.

En cualquier caso, desde el consejo de la revista, esperamos que este número, como los anteriores, esté al nivel de nuestros lectores. Quedamos, como siempre, abiertos a cualquier crítica, sugerencia o propuesta para próximos números.

Sumario del número 7

Mario P. Chitti Am Deutschen Volke
William E. Scheuerman Sobre la tortura y las «nuevas guerras»
Aurora Ribes Ribes La irrelevancia penal de la prescripción tributaria
Patricia Laurenzo Copello Aborto y derecho a la sexualidad
Pablo de Lora ¿Puede mi hijo ser utilitarista? (o neoliberal, para el caso)
Tomás de la Quadra-Salcedo
Fernández del Castillo
La Directiva de servicios y la libertad de empresa
Nicolás López Calera Krause según Krause
Lucio Pegoraro Derecho constitucional y Derecho público comparado
Santiago Muñoz Machado Riofrío – VII

Números anteriores:

nº 6, junio de 2009.

nº 5, mayo de 2009.

nº 4, abril de 2009.

nº 3, marzo de 2009.

nº 2, febrero de 2009.

nº 1, enero de 2009

nº 0, 2008.



Derecho de defensa

En torno a la importancia de las garantías y el secreto de las comunicaciones abogado-cliente

En medio de la algarabía mediática que desde hace meses apabulla a los ciudadanos a cuenta de la sospecha de que ciertos cargos públicos del Partido Popular se hayan lucrado por vías ilegales o, incluso, de que el propio partido haya podido recibir fondos de diferentes empresas a cambio de favores de todo tipo, ha pasado lamentablemente inadvertida, y confundida por muchos como una alegación de parte sin demasiada base, lo que es sin duda uno de los ataques más brutales a las garantías procesales de cualquier procesado y al derecho de defensa que se han producido en España en los últimos años.

Casi cualquier jurista español habrá recibido estupefacto la noticia de que en el marco  de las investigaciones desarrolladas por el juez, muchas de ellas a petición del fiscal, se han interceptado comunicaciones de los imputados con sus abogados, transcribiéndolas e incorporándolas al sumario, y siendo empleadas tanto por la Fiscalía como por el juez instructor como elementos de convicción, como base que servía para proponer a su vez nuevas pruebas y como información que servía para preparar posteriores interrogatorios a los procesados. Se trata de una conducta, como cualquier jurista sabe y supongo que todo ciudadano medio con un mínimo de formación y sentido común puede intuir, gravísima. A lo largo del último siglo los Estados que han empleado su poder punitivo de esta forma y han despreciado hasta tal punto los derechos de los ciudadanos y el derecho de defensa son bien pocos. Abiertamente, esto es, entendiendo que tal comportamiento estaba justificado y era una medida razonable para defender mejor a la sociedad frente a los delincuentes, de hecho, bien pocos. Ni siquiera los totalitarismos más vergonzantes del siglo XX se han atrevido nunca a defender abiertamente su derecho a intervenir las comunicaciones cliente-abogado de manera generalizada. Excepcionalmente, eso sí, el Tercer Reich lo veía justificado en casos que ponían en riesgo la seguridad del Reich, por ejemplo.

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Huelga de jueces (2)

Hoy se ha producido una segunda huelga de jueces y magistrados, convocada por la Asociación Profesional de la Magistratura (APM), asociación mayoritaria del colectivo, pero que ha resultado menos apoyada que el paro del pasado enero.

No tiene sentido reproducir aquí los argumentos que en su momento, con motivo de las primeras movilizaciones, ya dejamos apuntadas. En resumen, que nos parece obvio que los jueces y magistrados, como otros colectivos podrían perfectamente (y sería plenamente constitucional) ver restringido su derecho de huelga si el Parlamento así lo aprobara por medio de una ley, pero que, en ausencia de una norma limitadora, es también muy complicado entender que un derecho constitucional como es el de huelga pueda quedar por vía interpretativa excluido para los jueces.

Ahora bien, esta segunda huelga sí permite apuntar una consideración adicional. Y es que, frente a los argumentos defendidos en este blog, así como por muchas otras personas, la versión más «oficial» y «oficialista» sigue sosteniendo que los jueces no tienen derecho de huelga porque «son un poder del Estado», porque «no son empleados», porque «nadie puede hacer huelga contra sí mismo» y porque «no lo tienen reconocido». Esta doctrina es reiterada desde medios de comunicación, desde el Gobierno, desde buena parte de la doctrina y, sobre todo, desde el Consejo General del Poder Judicial.

La postura del CGPJ es especialmente interesante, porque tienen la oportunidad de demostrar que no es una posición meramente retórica. Si tienen de verdad claro que los jueces no tienen derecho de huelga, los paros de hoy debieran suponer la inmediata apertura de expedientes disciplinarios. Con la movilización de enero, dado que las normas disciplinarias de los jueces entienden que sólo comete una falta el juez o magistrado que sin justificación abandona 2 días el puesto de trabajo. Esto es, que sólo con la primera huelga, en el caso de jueces que no hubieran faltado antes al trabajo, no podían sancionar. Pero, dado que desde enero hasta hoy todavía no ha prescrito la primera ausencia, una segunda, en el caso de los jueces que hayan seguido las dos huelgas, sí habría de comportar sanción caso de que, efectivamente, los jnueces no tengan derecho de huelga en nuestro ordenamiento jurídico.

El CGPJ, si efectivamente así lo entiende, debería sancionar las ausencias. Y si no lo hace está demostrando de manera mucho más reveladora que todas las declaraciones que puedan hacer en el sentido de afirmar su convicción de que la Constitución no contemploa el derecho de huelga de jueces y magistrados que, en contra del sentido de éstas, en realidad sí creen que, en ausencia de limitación contenida expresamente en una ley, no se puede pretender que los jueces carezcan de este derecho fundamental.



Secreto de sumario

La portada de El País digital dice en estos momentos, a «5 columnas digitales»:

El Tribunal de Justicia de Madrid ha hecho público parte del sumario de la investigación a la trama corrupta encabezada por Correa, Crespo y El Bigotes, y vinculada al Partido Popular.- Estas son algunas de las revelaciones contenidas en los 17.000 folios conocidos hoy

Una de esas cosas fascinantes que nos pasan a los juristas, al igual que supongo que les ocurrirá a los profesionales de otros muchos ámbitos, es comprobar hasta qué punto pueden diferir las imágenes y percepciones sociales sobre nuestra actividad, sobre algunos elementos de nuestro quehacer profesional y la realidad.

Así, por ejemplo, estamos hasta tal punto acostumbrados a que cualquier sumario judicial se filtre en cuestión de segundos a los medios de comunicación que no le damos la menor importancia a que algo así ocurra. Y la Fiscalía, por supuesto, hace tiempo que dejó de perder el tiempo investigando esas conductas. ¿Para qué, si no hay manera de detener estos comportamientos? ¿Para qué, si no se puede encontrar fácilmente a los culpables, en la medida en que los receptores de las filtraciones, periodistas, se amparan en el secreto profesional para no revelar sus fuentes (a lo que tienen todo el derecho) y de esta forma se hace muy difícil (ojo, ni mucho menos es una actividad imposible, como es evidente) seguir el rastro a los culpables, por lo que el esfuerzo se suele abandonar de antemano sin haberlo siquiera incoado? Vamos, el caso es que se percibe como lo más normal del mundo.

Pero lo que me tiene fascinado es hasta qué punto ha cambiado la percepción social sobre un acto (filtrar una información secreta, a la que sólo han de tener acceso las partes, el juez, la policía y las personas que dependen de todos ellos y puedan tener un acceso justificado por colaborar profesionalmente con algunos de ellos) que es delictivo como consecuencia del reiterado incumplimiento de las previsiones legales sobre el asunto. De tal modo que, cuando un juez levanta el secreto de sumario no se trata ya de que no nos escandalemos de que en cuestión de minutos esté la documentación en todas las ediciones digitales de los periódicos. No, es que va y resulta que todo el mundo equipara ese levantemiento del secreto a que, como titula El País, «el Tribunal de Justicia de Madrid ha(ya) hecho público parte del sumario». Haya hecho público. Vamos, que el propio juez lo que hace es publicar los datos y que de eso va, precisamente, lo de levantar el secreto de sumario.

La declaración de un sumario como secreto es una medida absolutamente excepcional, justificada para tratar de proteger el buen fin de la investigación, y que restringe el acceso a ese sumario, declarado secreto, a las partes. Es una medida, como digo, excepcional, en la medida en que limita enormemente el derecho de defensa, dado que los abogados de los imputados, por ejemplo, no pueden conocer qué pruebas se han practicado y cuáles son los indicios en que se basa el juez instructor para imputar a saber qué delitos. Por este motivo ha de levantarse en cuanto sea posible y sólo se ha de decretar cuando sea absolutamente imprescindible para proteger pruebas o el buen curso de la investigación.

Levantar el secreto del sumario significa, simplemente, eliminar estas restricciones a las partes y abandonar el «estado de excepción» durante la instrucción. A partir de ese momento las partes ya pueden acceder al sumario, pero éste sigue siendo secreto en el sentido de que no se puede difundir. Y hacerlo sigue estando prohibido, estando previstas muy severas sanciones para quien lo haga (supongo que no hace falta incidir, porque es obvio, en que esta previsión tiene su sentido en que se entiende que la difusión pública de un sumario en un estadio tan poco avanzado es nefasta para la investigación judicial y, además, condiciona gravemente el derecho de defensa así como puede afectar gravemente a la honorabilidad de los ciudadanos imputados). Ocurre que, lamentablemente, es tan habitual que en cuanto las partes tengan acceso a la documentación ésta acabe en las redacciones de todos los periódicos, que ya se ha acabado por pensar que los sumarios sólo son «secretos» cuando hay una declaración de secreto de sumario. Y que, levantado éste, dado que en la práctica hay vía libre para filtrar y que nadie lo investigará en exceso, lo que se produce es que el Tribunal de turno «ha publicado» la información.

Ya digo que no seré yo quien, a estas alturas, se rasgue las vestiduras. Pero no deja de ser curioso cuán deformada es la percepción social sobre lo que es el «secreto de sumario» y lo que significa su levantamiento.



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