¿Vacunación obligatoria en España?

Esta semana ha venido marcada por el psicodrama, tan propio de nuestro tiempo, a cuenta de cómo un multimillonario, rico y famoso, estrella del tenis mundial, ha visto cómo sus deseos de jugar un campeonato de primer nivel en un país con reglas muy estrictas para entrar en el mismo se veían frustrados por no estar vacunado contra la COVID-19 ni poder atestiguar estar dentro de alguna de las excepciones restantes. El embrollo político y mediático, con seguimiento en directo en Twitter de cada nuevo episodio, ha sido seguido en todo el planeta con esa mezcla de morbosa pasión por el lío, cuanto más surrealista mejor, y una enconada discusión sobre la cuestión de fondo a cuenta de la consideración del personaje, estúpido egoísta para algunos, héroe defensor de la libertad individual para otros, en el que se mezclaba además la rivalidad deportiva. En fin, cosas de nuestro tiempo, de las tonterías de las celebridades y de su hipermediatización… y de cómo las redes degradan el debate público, ya se sabe.

O no. Porque si hablamos de degradación, mientras tanto, Emmanuel Macronen una reciente entrevista con el diario Le Parisien dentro de su serie de apariciones públicas para lanzar su campaña de reelección a la Presidencia de la República francesa, nos exponía con grosera claridad que su prioridad en estos momentos era (en traducción aproximada) “joder la vida” a los no vacunados como fórmula para incentivar la inoculación de los escépticos. Será que también en este caso es culpa de las redes y del populacho la degradación del debate público, ¿verdad?

El problema de este tipo de planteamientos es que, al margen de su zafiedad, resultan profundamente contraproducentes. Es difícil no entender el atractivo rebelde de quienes, como la gran estrella del tenis abanderada de la libertad individual, optan por no vacunarse alegando que las autoridades no nos tratan con el debido respeto ni nos tienen en cuenta como elemento de sospecha, cuando lo que nos dan los poderes públicos no son datos completos sobre la eficacia de la vacuna y sus efectos adversos, así como la posibilidad de compararlos con la información, lo más transparente y precisa que sea posible, sobre le enfermedad, sino lecciones de superioridad moral y de autoritarismo (por muy ilustrado que sea) aderezadas con ese desagradabilísimo tono macroniano de macarra pasado de rosca. 

La sensatez y razonabilidad de medidas como pseudo-obligar a la vacunación en ciertos ámbitos, que es la consecuencia indirecta de exigir el pasaporte COVID, como ya se hace en España, pasa por entender y ponderar con cuidado sus posibles beneficios (para lo cual la transparencia y el rigor en los datos disponibles es, de nuevo, esencial) respecto de las evidentes mermas de libertad individual y ejercicio de derechos que supone (que sólo pueden negarse si tratamos por idiotas a los ciudadanos, lo que es desgraciadamente harto frecuente, como demuestran las declaraciones de Macron y el hecho de que, además, sin duda las hace porque sabe que van a beneficiarle en su inminente contienda electoral, así de tristes son las cosas). Es lo que, por ejemplo, hizo en estas mismas páginas, certeramente, Gabriel Doménech, con una explicación didáctica y clara que se echa muy en falta en el discurso de nuestras autoridades.

Frente al generalizado cansancio de buena parte de la sociedad con la pandemia, sus estragos y, muy especialmente, respecto de las restricciones de todo tipo a que nos ha obligado, cada vez cunde más la tentación de tirar para adelante, en la medida de lo posible, y hacer una vida lo más normal que nos dejen las circunstancias y las autoridades. Para ello, es evidente (y tenemos sobradas evidencias al respecto) que las vacunas son de indudable ayuda. Crece pues la confianza en ellas, al menos si estamos en uno de los países que se las pueden permitir, y en fiar la recuperación de la normal actividad social y económica a que exista un porcentaje de población vacunada cuanto más alto, mejor. Y con ello aumentan la tensión frente a las personas que prefieren no vacunarse, las diferentes formas de presión desde muchos flancos para que lo hagan, las declaraciones manifiestamente impresentables y, junto a todo ello, un debate perfectamente legítimo pero que por culpa de esta dinámica queda muy desenfocado: la cuestión de la obligatoriedad de la vacunación.

Aunque jurídicamente, como casi todo en esta vida, una medida como ésta sería sin duda objeto de mucha discusión y es posible darle muchas vueltas a muy diversos aspectos del tema porque presenta aristas de todo tipo, los dos elementos centrales en cualquier sociedad liberal a la hora de obligar a un ciudadanoa a disponer de su cuenta que se han de tener en cuenta son: 1) si el objetivo buscado es social o individual, por un lado (porque el sentido de obligar a alguien a ser vacunado no puede ser la protección de quien es así forzado, sino la de los demás); y 2) si, además, tenemos certezas suficiente sobre la eficacia de la medida para lograr los objetivos pretendidos (unas mayores tasas de vacunación que, a su vez, redunden en una mejor protección de todos frente a la pandemia).

Resulta bastante obvio, en coherencia con los valores de autonomía y libertad individual, pero también de dignidad de la persona, que poco a poco hemos ido interpretando en nuestros Estados de Derecho de maneras que cada vez más responsabilizan al individuo de su propio destino y decisiones, que una obligación de vacunación a quienes no quieren estarlo que aspire únicamente a proteger a estas personas, cuando hablamos de sujetos dueños de sus propios destinos, es difícilmente aceptable en una sociedad democrática liberal. Las mismas razones que nos impiden prohibir el suicidio serían plenamente de aplicación, en el peor de los casos, para entender que la vacunación obligatoria de adultos va contra algunos de los valores básicos en los que fundamentamos la convivencia. Cuestión distinta puede ser la protección de niños o personas que, por la razón que sea, estén en una situación de dependencia respecto de otros, donde la decisión última puede ser la que la sociedad en su conjunto considere más beneficiosa para ellos. Pero en el resto de casos sólo es posible quebrar la voluntad del sujeto de no vacunarse si, con ello, se consiguen claros beneficios para otros ciudadanos, para el resto de la sociedad que, en consecuencia, justifiquen esta restricción evidente (y muy intensa, por afectar a la capacidad de disponer sobre nuestro propio cuerpo) de la libertad y autonomías individuales.

Así pues, un primer elemento central para poder establecer esta obligación con carácter general, más allá de cuestiones jurídicas como que, evidentemente, debería ser impuesta por ley, es que exista una clara finalidad de protección de terceros. Y, para que esta finalidad permita válidamente aprobar una ley en este sentido hay que tener datos suficientes, fehacientes y sólidos (y proporcionarlos a expertos y opinión pública) sobre la eficacia de la vacuna para prevenir la enfermedad y, como consecuencia de ello, para quebrar la cadena de contagios de un modo suficientemente relevante como para los efectos de una vacunación obligatoria sean perceptibles y supongan una clara diferencia a mejor sin la que, como es obvio, no quedaría justificada la imposición de la obligación.  Los países que establecen la vacunación obligatoria para niños contra ciertas enfermedades (por cierto, Francia entre ellos, lo que permitiría decirle a Macron que, a la vista de la tradición jurídica de su país, podría dedicarse más a trabajar para poder construir con rigor una justificación para vacunar obligatoriamente a la población si de verdad lo cree necesario antes que insultar a quienes no quieren hacerlo), de hecho, así lo hacen ya. Y, si esta primera evidencia es clara, no es demasiado problemático así establecerlo si se considera necesario. Para lo que es importante que, además, se cumpla la segunda condición.

Porque un segundo elemento que hay que tener en cuenta es si obligar a vacunarse a la población va a ser o no la estrategia más eficaz en la práctica. Para lo cual, por supuesto, la evidencia epidemiológica ha de acompañar, en primer término, como ya se ha dicho. Pero, y también, hay que tener en cuenta y realizar una evaluación sincera y rigurosa respecto de qué va a significar esa “obligación”, cómo se va a controlar y perseguir a quienes no cumplan con ella, los costes que ello supone si se pretende de verdad llevarlo a cabo y, muy especialmente, si existen otras estrategias menos restrictivas (información a la ciudadanía por muchas vías, fomento y facilitación de la vacunación, llevar las vacunas a quienes pueden tener menos acceso a las mismas o están en situación de vulnerabilidad socioeconómica…) que puedan lograr los mismos o incluso mejores resultados, lo que las haría sin duda mucho más aconsejables. Por ejemplo, que un país como Francia tenga en estos momentos tasas de vacunación infantil, respecto de sus vacunas obligatorias, bastante peores que España nos da una idea clara de que a veces la estrategia aparentemente más audaz y agresiva, establecer la obligatoriedad, no tiene por qué ser necesariamente la mejor.

Con la vacunación respecto de la COVID-19 estamos muy probablemente en una tesitura similar. Tenemos datos suficientes para pensar que la vacunación es útil para combatir la enfermedad y evitar sus mayores complicaciones y, en menor medida, que además sirve para dificultar los contagios (aunque también hemos vivido esta última ola de diciembre 2021-enero2022, que nos demuestra que ni siquiera unas muy altas tasas de vacunación eliminan del todo los contagios), por lo que da la sensación de que sus efectos más claros son a día de hoy de protección más bien individual y sólo en segunda instancia e indirectamente, coadyuvar con ello a la protección social frente al virus. Adicionalmente, sin duda, la presión hospitalaria que generan las altas tasas de contagios entre no vacunados, y la mayor incidencia entre éstos de casos graves, con el consiguiente efecto de colapsa sobre el sistema sanitario puede indirectamente, por ello, poner en riesgo a otras personas, lo que también es un elemento de beneficio social no desdeñable, aunque de nuevo indirecto. Así pues, habiendo beneficios sociales claros, probablemente éstos no son a día de hoy los más importantes (o no lo son aún) y la vacunación, sobre todo, está siendo orientada a proteger a quienes se vacunan. Esta primera constatación obliga a ser especialmente cuidadoso con el establecimiento de una obligación de vacunación si hay medidas de incentivación indirecta de la misma que puedan ser igualmente efectivas. Que en España un 85% de la población esté ya vacunada y que con medidas indirectas como el pasaporte COVID para ciertas actividades no esenciales (de ocio en lugares cerrados, esencialmente) se esté logrando su incremento hace pensar que probablemente esta estrategia sea más acertada a medio y largo plazo, además de más respetuosa. En parte porque la obligatoriedad de las vacunas, como vemos en otros países, genera reacciones de sospecha y rechazo que, en cambio, desaparecen cuando los efectos de las vacunas son claros, la información sobre los mismos transparente y, sobre todo, los poderes públicos le ponen muy fácil a los ciudadanos acceder a éstas. 

Es por ello completamente razonable que la OMS siga insistiendo en que la obligatoriedad de la vacuna deba ser el último recurso. En países como España, donde queda aún trabajo por hacer en cuanto a la transmisión de información y, sobre todo, en que el sistema público de salud lleve la vacuna proactivamente a sectores de la población en riesgo de exclusión, se debería poder incrementar la tasa de vacunación, ya alta, todavía más. Es quizás menos sencillo que acudir al cómodo expediente de la obligatoriedad. Requiere de más esfuerzos. Y, sobre todo, requiere de una voluntad pedagógica poco en boga en nuestros días sobre la solidaridad e interdependencia que conlleva vivir en sociedades como las nuestras, así como sobre las obligaciones (aunque no sean jurídicas siempre) que ello nos genera inevitablemente respecto de los demás. Pero, si se hace bien, y tenemos datos que así lo avalan, esta aproximación acaba siendo infinitamente más útil. Y más garante de la libertad individual y del respeto que nos han de merecer el resto de ciudadanos que no piensas como nosotros. Cuestión ni mucho menos menor si, a la postre, de lo que vamos a hablar con una hipotética obligatoriedad de la vacuna es de pasar de un 90% a un 100% de población vacunada, lo que supone incrementar el porcentaje desde unas cotas que, a poco que se conozcan los modelos sobre inmunidad de grupo y transmisión de enfermedades contagiosas, deberían ser más que suficientes, con vacunas que sean realmente efectivas, para minimizar sobremanera los problemas sociales y las afecciones negativas a los demás que pudiera generar una concreta decisión individual de no vacunarse. Decisión que, por inadecuada e incorrecta que nos parezca a casi todos a la vista de los datos, no deja de ser íntima, personal y referida al propio cuerpo, por lo que, en ese contexto, y si son así las cosas, parece mucho mejor que sea respetada. También para el resto de la sociedad, para todos nosotros, a medio y largo plazo. Porque supongo que a todos nos conviene que se vayan sentando precedentes de relieve, y en casos difíciles y controvertidos, a favor el respeto a nuestra autonomía, libertad y dignidad individuales. Que es algo que, aunque a veces no lo parezca, también está en juego en tiempos de pandemia y cuya bandera no hemos de dejar enarbolar sólo a supuestos rebeldes sin más causa que cierto egoísmo en gran parte originado por poder disfrutar muchas veces de una mayor seguridad personal por su situación socioeconómica, de salud o simplemente de edad. No dejemos que puedan llegar a tener un ápice de razón y, sencillamente, hagámoslo bien. 

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Publicado orginalmente en Valencia Plaza el 9 de enero de 2022



COVID-19: La batalla jurídica contra la pandemia y los estados de alarma ‘territorializados’

Durante lo que llevamos de año hemos ido aprendiendo poco a poco, como sociedad, a lidiar con la compleja situación sanitaria, pero también social y económica, derivada de la pandemia de COVID-19 que se ha ido extendiendo por todo el mundo. En este proceso de aprendizaje, como es fácil de entender, la mejora de la respuesta médica y científica es absolutamente clave. Pero no es la única que hemos de ir perfeccionando. También desde las instituciones se ha de ir mejorando la respuesta, así como puliendo el empleo de las herramientas jurídicas –mejorando las ya existentes o incluso haciendo acopio de algunas nuevas– que se utilizan para ello. 

De hecho, muchas veces la posibilidad de poner en marcha la respuesta epidemiológica necesaria en cada momento dependerá de la existencia y buen uso de los medios jurídicos a disposición de las autoridades para su más correcto y eficaz despliegue. A estos efectos, y aunque haya sido poco a poco, parece que ya tenemos una idea clara de cuáles son los instrumentos básicos con los que contamos en el Derecho español y cómo pueden y deben ser afinados para sacarles un mejor rendimiento. 

Como explicaremos a continuación, hasta la fecha hemos desarrollado dos alternativas bien diferentes en distintos momentos de la crisis: el estado de alarma, por un lado, y la gestión ordinaria de las Comunidades Autónomas por otro, al que parece que se ha unido recientemente la propuesta del gobierno de España de poner en marcha estados de alarma “territorializados”. Analicemos brevemente lo que permite cada uno de ellos.

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El baile “agarrao” entre Estado, Comunidades Autónomas y jueces para una mejor gestión de la pandemia de Covid-19

En un artículo publicado en los momentos iniciales de expansión de la pandemia de Covid-19 por Europa y los Estados Unidos de América, todavía en marzo de 2020, el ingeniero estadounidense Tomas Pueyo comparaba la reacción pública necesaria para combatir la expansión de la enfermedad con un martillazo inicial para intentar como fuera “aplanar la curva” y minimizar los contagios en la fase de descontrol inicial -lo que exigiría medidas muy severas, incluyendo muy probablemente confinamientos estrictos y prolongados de la población- que debería ser seguido de un “baile” con el virus en el que las sociedades habían de aprender a hacer vida social y económica con ciertas restricciones y limitaciones para mantenerlo a raya -restricciones modulables según las necesidades de cada momento y lugar, adaptándose a la situación concreta según el momento de evolución de la pandemia-. El artículo “Coronavirus: The Hammer and the Dance”, que fue muy comentado en su momento, anticipó a la perfección la fase actual en la que muchas sociedades occidentales, y en concreto España, nos encontramos en estos momentos, semanas después de concluido el primer y necesario martillazo inicial para poner a raya una espiral de contagios que se descontroló durante la primavera pasada. La gestión de los focos de rebrotes producidos tras el fin del confinamiento y el levantamiento paulatino de las muy estrictas medidas iniciales de control, e incluso la constatación de que en ciertos lugares probablemente nunca haya dejado de haber transmisión comunitaria de la enfermedad que en esta nueva fase inevitablemente se incrementará, obligan a comenzar a ensayar ese tipo de “danza” con la enfermedad, de la que este verano estamos pudiendo tener una especie de primera aproximación.

En efecto, y mientras no exista vacuna efectiva o cura de la enfermedad, al ser esta muy contagiosa y cursar de forma grave un porcentaje significativo de enfermos -especialmente, pero no sólo, en personas mayores- la previsión es que el otoño y el invierno puedan traer rebrotes aún mayores de los que ya estamos teniendo. La apertura de escuelas y Universidades y el desarrollo de la actividad económica, que a partir de septiembre se aspira a que se retome con la mayor normalidad posible, pasa por que aprendamos a bailar cuanto antes y con eficacia, con pasos bien coordinados y rápida ejecución de las medidas necesarias para poder contener los contagios del modo más eficiente, a la vez que tratando de perturbar al mínimo la vida económica y social.

Para poder operar correctamente este baile es muy importante tener información lo más completa y actualizada posible, así como datos debidamente territorializados, con el mayor grado de transparencia y calidad, a fin de permitir no sólo la mejor toma de decisiones sino su contraste, estudio y, en su caso, crítica. Información que además ha de ser muy completa y de calidad a una escala regional e incluso local, dado que la danza con los brotes y rebrotes se ha de hacer muy cerquita y “agarrada”, atendiendo a las particularidades de cada lugar. No tiene sentido aplicar las mismas recetas para todo el país cuando la incidencia de la enfermedad varía notablemente dependiendo de regiones, ciudades e incluso barrios. La importancia de realizar este peculiar baile que hemos de afrontar con atención a la concreta situación de cada territorio pone en valor la existencia de instituciones de base territorial y sus funciones en esta materia. A partir del diseño institucional de cada sociedad, la adaptación de las mismas a la gestión de la pandemia puede ser más sencilla o más complicada. En el caso español, en principio, tenemos la suerte de que no debiera ser particularmente compleja una adaptación fácil, dado que contamos ya con un modelo de distribución territorial del poder de base territorial moderadamente avanzado. Aparecen aquí nuestras Comunidades Autónomas y sus instrumentos de coordinación en el despliegue de sus políticas sanitarias con los entes locales, llamados a tener un creciente protagonismo en las próximas fases de la crisis, como de hecho ya lo están teniendo en las últimas semanas. Y precisamente de esta experiencia inicial podemos extraer algunas lecciones sobre desajustes y el funcionamiento del marco jurídico español, en su interpretación más convencional, de indudable interés.

Jurídicamente, en definitiva, a esa danza entre nuestras sociedades y la pandemia para intentar poder dar cauce a nuestra cotidianidad con los menos trastornos posibles se une en nuestro caso otro baile, el que van a tener que desarrollar las distintas Administraciones públicas, empezando por el Estado y siguiendo por las Comunidades Autónomas, pero también el que deberán llevar a cabo con los jueces que han de controlar la proporcionalidad y necesidad de las diferentes decisiones adoptadas por los poderes públicos. Vamos a asistir a un “baile agarrao” donde Estado, Comunidades Autónomas y jueces han de moverse muy juntitos y a la par: de su correcta coordinación y de una ejecución precisa de sus pasos, tanto en lo epidemiológico como en lo jurídico, dependerá que pueda desarrollarse con éxito. Y de ese éxito dependerá en gran parte que podamos aspirar a retomar en el próximo otoño e invierno la vida social y económica con la mayor normalidad posible, tan necesaria para minimizar los ya severos trastornos que la pandemia de Covid-19 ha generado durante lo que llevamos de 2020 y que éstos no vayan a más.

En este breve comentario voy a intentar de explicar, tratando de normalizarlas o “naturalizarlas” -como es común decir estos días-, cómo han de funcionar esas relaciones y cómo establece nuestro ordenamiento jurídico que puedan llevarse a cabo, a la luz de lo que ya estamos viendo y del marco legal y constitucional de que disponemos. Para ello, y frente a lo que ha sido frecuente hasta la fecha, trataré de explicar que los problemas de articulación en punto a la adopción de medidas a escala regional o local por las Comunidades Autónomas debieran ser mucho menores de lo que habitualmente se ha dicho, así como señalar cómo la propia evolución de los acontecimientos está llevando de modo natural a un entendimiento más razonable y acorde con lo que son las reglas de interpretación en Derecho de estas posibilidades de actuación de las Comunidades Autónomas, en contraste con la reacción inicial de nuestras instituciones, fuertemente condicionada por los tradicionales reflejos centralistas del gobierno central y el aparato mediático, que parecía entender que más allá de una reacción articulada por un mando único estatal, igual para toda España, y articulada por medio de un estado de alarma, nada había que hacer. 

A estos efectos, en un primer lugar, trataré de exponer de forma sucinta cuál es la relación entre Estado y Comunidades Autónomas a la hora de ejercer competencias en esta materia y cómo habrían de articularse para adoptar medidas frente a la pandemia en esta fase posterior a la desescalada. A continuación, me ocuparé también brevemente de las relaciones de las Administraciones Públicas con los jueces en su función de control de las decisiones tomadas por aquéllas, pero atendiendo a ambas direcciones: a la hora de ejecutar los pasos de ese “baile agarrado” del que hablamos les corresponden a unos el control sobre las primeras, pero también hemos de atender a los pasos de la parte administrativa de esta peculiar pareja de baile, que también puede y debe reaccionar frente a decisiones judiciales que se estimen incorrectas a efectos de no perder pie. Elemento este último que, en contra de lo que muchos parecen creer, forma parte también de la partitura habitual de cualquier Estado de Derecho, donde los jueces difícilmente tienen la última palabra en cuestiones generales que afectan al interés público si su postura no es compartida por el conjunto de la ciudadanía.

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Las competencias autonómicas durante el estado de alarma y la desescalada

Tras doce semanas, prácticamente tres meses ya, de vigencia del estado de alarma que ha vehiculado la respuesta española a la crisis provocada por la pandemia de COVID-19, podemos extraer algunas conclusiones sobre cómo ha respondido nuestro sistema constitucional a esta “prueba de estrés”. Un análisis que es tanto más interesante cuanto es justamente en situaciones de crisis como las que hemos vivido cuando afloran los posibles problemas y debilidades de los sistemas institucionales y jurídicos, así como todas las cosas que quizás estaban rotas sin que nos hubiéramos dado cuenta. En este caso, la respuesta del sistema permite entender bastante bien hasta qué punto la descentralización en España es menos intensa de lo que en ocasiones queremos creer y cómo de intensos son las reacciones reflejas de corte centralizador a la mínima que se presenta un problema. Veámoslo.

Como es sabido, el Decreto 463/2020 declaró el estado de alarma para tratar de garantizar una más eficaz respuesta a la crisis tras unas semanas previas de cierta pasividad por parte de las autoridades sanitarias estatales. Hasta ese momento, en ejercicio de sus funciones tanto de coordinació y centralización de la información, como de adopción de las medidas para el control de epidemias que puedan afectar a todo el territorio nacional (competencias que le reconocen tanto la Ley 14/1986 General de Sanidad (LGS) como la Ley 33/2011 General de Salud Pública (LGSP) y que se han desplegado siempre que ha sido necesario sin mayores problemas de forma generosa, sin que ninguna Comunidad Autónoma haya puesto nunca objeción alguna al protagonismo en estas funciones del Centro Nacional de Epidemiología y del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias) habían actuado de una forma que podría calificarse, siendo generosos, de prudente: estableciendo protocolos de contención que debían seguir las diferentes Comunidades Autónomas, en tanto que competentes para estas cuestiones, así como transmitiendo información a la población sobre la pandemia y recomendaciones de prevención que, por lo demás, no se han demostrado a posteriori excesivamente precisas.

Por su parte, y en ese estado inicial de la crisis, tampoco la actuación de las administraciones autonómicas en ejercicio de sus competencias en materia sanitaria había sido particularmente intensa, aunque sí algo más que la que venía del Estado. De hecho, algunas Comunidades Autónomas ya habían establecido restricciones para algunas actividades o espectáculos que podían suponer un riesgo de propagación. Por ejemplo, la Generalitat Valenciana obligó a la celebración de un partido de fútbol entre el Valencia CF y el Atalanta a puerta cerrada o anunció la cancelación de fiestas populares como les Falles de València o la Magdalena de Castelló. Estas medidas incluyeron confinamientos selectivos en algunas Comunidades Autónomas como Canarias (confinando a un millar de clientes de un hotel) pero también otros que ya afectaban a barrios (en este caso, a propuesta de las autoridades estatales, en Haro, La Rioja), poblaciones (Arroyo de la Luz, en Extremadura) o incluso comarcas (la Conca de l’Òdena, Cataluña) enteras, siendo el más importante el que declaró el gobierno de la Región de Murcia respecto de varias localidades costeras, que suponía el confinamiento de casi 350.000 personas. Como puede constatarse, las Comunidades Autónomas, con mejor o peor tino, habían ido actuando haciendo uso de las competencias que les reconocen tanto las referidas LGS 1986 y LGSP 2011 y, sobre todo, la Ley Orgánica 3/1986 de Medidas Especiales en Materia de Salud Públicas (LOMEMSP), que es la norma que habilita para la adopción de decisiones limitativas. Es interesante constatar, además, que hasta ese momento nadie cuestiona que las Comunidades Autómomas puedan actuar en este sentido, y que además son muchas de ellas (y de muy diversas características y signo político) las que hacen uso de estas competencias.

La decisión del gobierno estatal de declarar el estado de alarma por medio del mencionado Decreto 463/2020 supone una cesura clara en la respuesta jurídica frente a la situación, que podría quizás haber seguido siendo realizada con protagonismo autonómico y coordinación federal (a la manera de lo planeado desde el principio por la República Federal de Alemania, que luego han respetado durante toda la crisis, por ejemplo) pero que a partir de este momento pasa a ser liderada y centralizada por el gobierno central, con mando único a cargo del Presidente del gobierno que, según el propio decreto, delega algunas de las funciones en cuatro ministros (todos ellos, también, miembros del gobierno del España, sin que, por ejemplo, se optara por nombrar como autoridades delegadas a los presidentes de las Comunidades Autónomas, algo que habría sido jurídicamente posible pero que se desestima). Es decir, a partir de ese momento, y en lo que es en realidad la más importante transformación jurídica que supone la aprobación del mencionado decreto de estado de alarma, la respuesta pasará a ser responsabilidad única y excluiva del gobierno central, que por medio de este instrumento jurídico asume todos los poderes y competencias.

Es interesante señalar que esta elección es perfectamente posible y constitucional a partir del modelo de respuesta a situaciones de emergencia del artículo 116 de la Constitución y, en concreto, de lo contenido en el art. 116.2 CE para el estado de alarma. De hecho, la Ley Orgánica de desarrollo, LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio (LOEAES) regula el estado de alarma como un instrumento expresamente adecuado para hacer frente a situaciones de crisis provocadas por epidemias y pandemias. La activación del mismo depende pues de la decisión del gobierno, que ha de ser en todo caso necesaria y proporcional a la situación existente, y que ha de decidir qué tipo de medidas al amparo del estado de alarma adoptar de modo que se respeten esos criterios (sobre estas cuestiones, pueden consultarse los interesantes e informativos comentarios realizados por Vicente Álvarez, Flor Arias y Enrique Hernández que ha ido publicando el INAP o el análisis sobre esta cuestión de la interesante serie que ha publicado Miguel Ángel Presno en su blog). Para controlar que así es, por una parte, y como es evidente, el Tribunal Constitucional podrá revisar esta cuestión, aunque también es obvio que este control ha de ser deferente con el gobierno y enmendarle la plana en caso únicamente de una manifiesta arbitrariedad o una falta de proporción tan excesiva que desnaturalice la respuesta. Junto a este control, la Constitución impide que el estado de alarma se prolongue más de 15 días sin que haya una intervención del parlamento, que ha de aprobar las posibles prórrogas, en lo que supone un control adicional, en este caso de tipo político, que se añade al estricto control jurídico que lleva a cabo el Tribunal Constitucional.

Ahora bien, que declarar un estado de alarma para hacer frente a una situación como la que hemos vivido sea perfectamente constitucional no implica, ni mucho menos, que sea además constitucionalmente obligado. Como ya se ha dicho, y como hemos visto que ha sido el caso en la respuesta frente a la pandemia protagonizada por otros Estados descentralizados (en la Unión Europea puede constatarse que el recurso a los poderes de emergencia del ejecutivo ha sido una constante para hacer frente a la crisis, aunque no con tanta intensidad como en España, pero, y sobre todo, que la pauta en los estados descentralizados, a diferencia de lo ocurrido aquí, ha sido no alterar el orden constitucional de competencias y seguir permitiendo a las autoridades subestatales ejercerlas con normalidad), habría sido perfectamente posible jurídicamente tratar de afrontar la crisis sin recurrir a este instrumento pero, y sobre todo, habría sido también posible una respuesta por medio de un estado de alarma declinado de forma diferente al que efectivamente desarrolla el Decreto 463/2020 que entró en vigor el pasado 14 de marzo. De estas elecciones realizadas por el gobierno de España, y avaladas por una mayoría del parlamento en las sucesivas prórrogas que se han venido aprobando desde entonces y hasta bien entrado el mes de junio de 2020 (la última de ellas, aprobada esta misma semana), se pueden extraer muchas conclusiones jurídicas sobre el funcionamiento de nuestro sistema jurídico, algunas de ellas particularmente interesantes en relación al Estado autonómico y las competencias de las Comunidades Autónomas, en las que me voy a centrar y que creo que merecen ser referenciadas. A saber:

  1. La presente crisis ha demostrado de forma muy clara que, por defecto, en nuestro sistema (o al menos en los actores políticos que lo protagonizan), y a pesar de que la totalidad de los Estatutos de Autonomía han aprovechado la posibilidad que les brindaba el juego de los arts. 148 y 149 CE para asumir competencias exclusivas en materia de sanidad y de protección civil, se considera que ante una crisis sanitaria de la suficiente gravedad sólo el Estado puede reaccionar eficazmente. Esto explicaría que prácticamente nadie, y tampoco las propias autoridades autonómicas (con la única excepción del Govern catalán), haya considerado criticable que el estado asumiera la respuesta frente a la pandemia orillando totalmente a las Comunidades Autónomas, a pesar de ser en principio las competentes. En esta misma línea, las voces que propusieron de inicio una respuesta al estilo alemán (con una Federación/Estado central centralizando información y coordinando la respuesta, pero dejando que tanto las decisiones concretas para actuar frente a la pandemia como su ejecución fueran responsabilidad de los Länder/CCAA) fueron escasas, por no decir inexistentes, en medios de comunicación, responsables políticos (basta ver las enormes mayorías políticas con las que se aprueban en el Congreso de los Diputados las primeras prórrogas del estado de alarma así declinado, a la que sólo se oponen las CUP y Junts per Catalunya) e incluso en el mundo académico (véase, como excepción, la muy interesante visión crítica de Alba Nogueira en el monográfico sobre la materia de El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho o este vídeo donde yo mismo trataba de poner el acento sobre la cuestión)
  2. Es interesante señalar que este recelo afecta incluso a la interpretación de las normas, que se ha realizado con unos anteojos centralistas que en ocasiones han rozado lo jurídicamente esperpéntico. De hecho, el acuerdo no solo sobre la incpacidad de las Comunidades Autónomas para hacer frente a la crisis sino, también, sobre la falta de base jurídica para que pueda actuar ha sido casi general, por sorprendente que ello pueda parecer cuando hace tan poco como hace unas semanas, como hemos señalado antes, teníamos a gobiernos autonómicos confinando a poblaciones sin mayor problema ni discusión.
    En cambio, sí ha generado discusión jurídica la cuestion referida a si el estado de alarma permite la suspensión absoluta y general de derechos fundamentales (con un generalizado consenso, respetuoso con el tenor literal de la ley vigente, en el sentido de que no es posible hacerlo con este instrumento y que para ello sería necesaria la declaración de un estado de excepción) y, sobre todo, en torno a si las medidas que se habían adoptado, especialmente en las semanas iniciales de confinamiento, suponían tal suspensión (en cuyo caso habrían sido inconstitucionales) o no, cuestión esta última sobre la que ha habido mucho debate (por ejemplo, aquí).
    Sin embargo, no ha sido apenas cuestionado el dogma de que lo que el estado aprobó al amparo del estado de alarma, en el caso de que fuera una mera limitación y por ello constitucional, no habría sido posible haberlo puesto en marcha caso de que no se hubiera declarado el Estado de alarma y la competencia hubiera seguido residenciada en las Comunidades Autónomas. La fortaleza del dogma es tanto más curiosa cuanto la ya referida LOEAES, en su artículo 11, permite de acuerdo con el estado de alarma “limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos”, lo que no es una habilitación normativa para la limitación de derechos fundamentales como los afectados por el confinamiento particularmente potente. El Tribunal Constitucional, por ejemplo, en su STC 83/2016 (FJ 8 in fine), relativa al único precedente de estado de alarma que tenemos, pareció entender también que al amparo de este precepto las limitaciones podían ser más bien puntuales y, valga la redundancia, limitadas. De hecho, la verdadera capacidad de limitación de derechos de forma más intensa dentro de un estado de alarma viene reconocida, en realidad, por el art. 12.1 LOEAES, pero sólo para los casos de estados de alarma declarados para hacer frente a pandemias o epidemias (justamente, pues, nuestro caso). Lo hace por la vía de establecer que en tales supuestos se podrán operar las restricciones previstas en la legislación en materia de sanidad. Unas restricciones que encontramos en el art. 3 de la ya mencionada LOMEMSP, que de forma muy general y amplia, como es habitual en el derecho para hacer frente a emergencias, permite, a efectos de poder controlas enfermedades transmisibles, que las autoridades sanitarias, más allá de todas las medidas de prevención necesarias, puedan también “adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible”. Medidas, como se ve, que pueden abarcar todo lo necesario para impedir el contagio y que, desde 2000, tras la reforma del art. 8.6 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-administrativa, exigen de la inmediata ratificación por un juez de lo contencioso administrativo cuando supongan una “limitación o restricción” de derechos fundamentales.
    Es evidente que esta habilitación, permita o no medidas tan severas como las adoptadas en el momento inicial de la pandemia, las ha de permitir en idéntica medida para las Comunidades Autónomas cuando son éstas las que ejercen sus competencias sanitarias ordinarias como para el mando único del gobierno del Estado que ha tomado las decisiones en caso de estado de alarma, con una habilitación que remite explícitamente a aquellas mismas normas. Sin embargo, esta cuestión jurídica no ha siso apenas resaltada. Incluso en el debate sobre cómo afrontar la atenuación de las medidas de confinamiento propias de la desescalada, de hecho, ha sido frecuente escuchar como mantra que «sólo por medio del estado de alarma se puede limitar la movilidad» como argumento ritual para apuntalar la necesidad de su mantenimiento. Las anteojeras centralistas con las que se analiza nuestro ordenamiento jurídico por casi todos, las más de las veces, e incluso contra la más deslumbrante literalidad del mismo, tendrán pocas ocasiones de exihirse con tanto esplendor como en este caso.
  3. Igualmente orilladas han sido las Comunidades Autónomas en la gestión de toda la llamada “desescalada”, diseñada estando aún vigente el estado de alarma por el gobierno de España a partir de unos informes (por cierto, sorprendentemente secretos todavía a día de hoy) de un comité de expertos (cuya identidad sólo conocemos parcialmente por una nota de EFE). Estas medidas de «desescalada», atenuando poco a poco las limitaciones iniciales, se han articulado a partir de la petición de datos por parte del Estado a las Comunidades Autónomas en forma de informes que posteriormente responsables del Ministerio de Sanidad evaluaban para decidir unilateralmente si iban permitiendo o no relajar limitaciones paulatinamente. Todo ello a partir de unos informes que, aunque no desde el principio, se han acabado por hacer públicos debido a la presión ciudadana y de las Comunidades Autónomas afectadas (no así la identidad de sus autores), de una gran inconcreción y sin que los parámetros empleados se expliciten claramente. A la postre, de ellos se deducía con meridiana claridad que la decisión sobre si las propuestas autonómicas eran adecuadas o no resultaba ser, en el fondo, absolutamente discrecional… e incluso política (respecto del País Vasco, por ejemplo, el voto de algunos diputados vascos en el Congreso ha valido relajaciones adicionales). Este sistema, donde el control de los tiempos, la concreta relajación de las limitaciones e incluso la dimensión territorial en que aplicarlas venía totalmente determinado por el Estado (por mucho que hubiera margen de propuesta autonómica, quien no se adaptaba a lo que el Estado prefería, incluyendo absurdas obsesiones con dimensionar a escala provincial todo el proceso respecto de la que tampoco se ha dado mayor explicación, pagaba las consecuencias) ha generado muchos conflictos y ha vuelto a poner de manifiesto la aproximación extraordinariamente centralista con la que se ha gestionado, innecesariamente, toda la crisis. También en este punto la comparación con otro modelos descentralizados europeos resulta odiosa, porque permite comprobar cómo aquellos países donde se ha permitido a las entidades subestatales el control sobre estas cuestiones han gestionado de manera menos conflictiva y más armónica todo el proceso de atenuación de las restricciones. En general, la corresponsabilidad funciona mucho mejor en este tipo de situaciones, pero para ello, como es evidente, hace falta que haya una efectiva capacidad de decisión en todas las partes, que las responsabilice. Lo que no ha sido el caso en España.
    Sólo a partir de la necesidad de lograr suficientes apoyos para las sucesivas prórrogas del estado de alarma, y sólo por cuestiones de equilibrio parlamentario, ha acabado el gobierno por admitir una paulatina mayor participación autonómica en la toma de estas decisiones, que parece que finalmente garantizará cierto protagonismo de las Comunidades Autónomas en la toma de decisiones en la fase inmediatamente anterior a la desaparición del estado de alarma, debido a las contrapartidas que a cambio de sus votos se han ofrecido a los nacionalismos vasco (PNV, Bildu) y catalán (ERC).
  4. Por último, hay que resaltar que el Decreto 463/2020 impuso también un mando único no sólo respecto de las medidas de paliación de la epidemia sino en lo referido a la respuesta en materia de orden público o, también, en cuestiones de aprovisionamiento. De los problemas del mando único en materia de orden público y protección civil, con incorporación de las Fuerzas Armadas a estas funciones, no hace falta mencionar mucho más allá de constatar que fue el propio gobierno de España el que hubo de acabar retirando a los militares y policías de las ruedas de prensa diarias de seguimiento de la pandemia tras los diversos episodios entre absurdos, ridículos e inquietantes protagonizados (sobre las deficiencias jurídicas de las previsiones del estado de alarma en esta materia, es un clásico ya la crítica al modelo de represión policial «fast and furious» del colega Carlos Amoedo). Aun más rápida aún fue la rectificación respecto de la centralización de compras de material sanitario, donde tras unas iniciales requisas de material destinado a hospitales andaluces que llevó a un corte en las cadenas de suministro que agravó aún más la situación el propio gobierno asumió que su plan inicial de centralización de esta cuestión no tenía sentido, pasando a permitir con naturalidad que cada Comunidad Autónoma siguiera aprovisionándose con normalidad. El gobierno del Estado, a partir de ese momento, pasó ser un agente más en la compra y acopio de material, que luego ha distribuido de acuerdo con sus peculiares criterios, pero ya no aspiró a impedir que las CCAA pudieran también actuar. Así pues, las pretensiones de mejorar la eficiencia gracias a las supuestas virtudes de la centralización han acabado en fiasco, sin que se haya reconocido debidamente que, una vez más, obsesiones y prejuicios sobre las virtudes del mando único frete a consideraciones de eficacia han dificultado más que ayudado en la gestión de la crisis.
    Mención especial merece, en este sentido, el manifiesto desastre en materia de información pública sobre la pandemia, que ya merece incluso atención de la prensa extranjera, hecho por el Ministerio de Sanidad a la hora de comunicar los datos más básicos sobre la evolución de la COVID-19: ni siquiera ha sido capaz Sanidad de centralizar adecuadamente la información sobre el número de muertos. Llama la atención que casi tres meses después la calidad de los datos y la información centralizada sea tan pobre, máxime cuando Comunidades Autónomas como Cataluña llevan dos meses publicando diariamente todos los datos de manera solvente. Datos estos últimos que, por cierto, coinciden a la perfección con los que acaba de publicar el Instituto Nacional de Estadística, poniendo de manifiesto que son las Comunidades Autónomas las que han estado suministrando los datos correctos y completos, mientras que el Estado, increíblemente, ha optado por aprovechar la gestión centralizada de la información para ocultarlos.
    Un último elemento de centralización absurda, y ciertamente peculiar, ha tenido que ver con los protocolos y autorizaciones para realizar pruebas diagnósticas, que el Centro Nacional de Epidemiología, desde el Instituto de Salud Carlos III, ha pretendido centralizar y sólo muy poco a poco ha ido aceptando dar autorizaciones (cuya necesidad se me escapa todavía a adía de hoy) para que otros centros puedan hacerlas. Por poner un ejemplo paradigmático, el centro de investigación de referencia en materia sanitaria de la Comunitat Valenciana, FISABIO, no recibió hasta ¡mediados de abril! atorización desde el Instituto Carlos III para hacer pruebas PCR, cuando ya llevábamos dos meses de pandemia y el pico de la misma, de hecho ya había pasado. Que un centro de investigación de prestigio, al que de hecho el Instituto Carlos III emplea para obtener los datos que luego utiliza en sus estudios, deba esperar a obtener una autorización desde una institución central para realizar pruebas como estas (que cualquier centro privado ha estado haciendo sin problemas previo pago) demuestra un grado de ceguera centralista difícilmente igualable. Una ceguera, recordemos, con consecuencias: la no realización de pruebas suficientes a tiempo ha sido considerada por casi todos como una de las claves por las que la pandemia se descontroló en España mientras países sin estas obsesiones controladoras como Alemania (cuyas Universidades y administraciones regionales han hecho tests desde un primer momento sin ninguna limitación) han podido contenerla mucho mejor.

En definitiva, la gestión de la propia declaración del estado de alarma y, en general, de toda la respuesta a la pandemia por parte del gobierno de España se ha realizado, como hemos podido ver, a partir de unos reflejos pavlovianos automáticos y muy potentes de corte claramente centralista. Como hemos visto, parece que vivimos en un país donde, ante una situación de emergencia (y ello incluso al margen de consideraciones de eficacia, de conveniencia política e incluso jurídicas) el sistema institucional y político muestra una extraordinaria querencia hacia este tipo de soluciones. Incluso frente a situaciones que en nuestro entorno comparado ningún país descentralizado ha resuelto optando por este mismo expediente. Llegando al extremo de aceptar y asumir evidentes problemas de eficacia como peaje a pagar gustosamente a cambio de conservar, contra viento y marea, todas las atribuciones del mando único en manos del gobierno central. Y, todo ello, en un país que se describe a sí mismo habitualmente como «el más centralizado de Europa» (recientemente el presidente del gobierno explicó en sede parlamentaria que los estudios de varios científicos sociales demostraban que éramos el «segundo país más descentralizado del mundo») o como «federal en la práctica»… y contra el reparto constitucional de competencias o contra la literalidad de las normas jurídicas que regulan todas estas cuestiones. Tiene, la verdad, mucho mérito.

Sólo al final ha sido la inevitable lógica política derivada de la necesidad de lograr apoyos parlamentarios, antes que cualquier reflesión jurídica o de eficacia, la que ha obligado a una cierta reconsideración de esta aproximación totalmente centralista. En todo caso, confiemos en que de esta prueba de estrés extraigamos al menos el aprendizaje de cara al futuro de que esos actos reflejos centralistas de nuestro sistema parasimpático constitucional pueden no ser siempre los más convenientes (de hecho, en esta situación es poco osado afirmar que han costado bastantes vidas) y que, de cara al futuro, haríamos mejor en articular respuestas más respetuosas con el marco constitucional ordinario de competencias, el principio de subsidiariedad y, muy especialmente, que sean además mucho más eficaces para afrontar este tipo de crisis que las que se han producido en esta crisis, tan centralistas como, snif, manifiestamente mejorables.

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Bonus track: material audiovisual sobre la declaración del estado de alarma y sus consecuencias:



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