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Hoy se celebra en la Universidad Juan Carlos I de Madrid el X Congreso de la Asociación Española de Profesores de Derecho Administrativo (AEPDA). La asociación celebra el pasar ese momento simbólico que supone que ya no te basten los deditos de las manos para echar cuentas con un encuentro en la capital (algo que hasta la fecha no se había hecho) y, por estas razones, como es lógico, muy masivo y animado. La AEPDA se ha consolidado ya a todos los efectos como un punto de encuentro y es reflejo, en general, de nuestros defectos y virtudes como gremio. Entre las últimas está su indudable vitalidad o el creciente nivel técnico de los trabajos jurídicos en este país (del que las ponencias que se han ido presentado a lo largo de esta década creo que son buena prueba, aunque en plan disclaimer, para que no se diga que no exhibo mis posibles sesgos a la hora de emitir este juicio, conviene aclarar que a mí me invitaron amablemente hace unos años a preparar una sobre un tema siempre de moda como es el del valor de las expropiaciones y su efecto en la gestión del suelo). Entre los primeros que, la verdad, somos un gremio que peca de prudente y con mucha tendencia a comentar lo que pasa en vez de analizar problemas estructurales que habrá que atender sí o sí en el futuro. El tema elegido para la primera sesión del congreso, de hecho, es un buen ejemplo de que en demasiadas ocasiones los juristas españoles vamos en exceso a rebufo de la realidad.
El debate sobre la necesidad y conveniencia de una reforma constitucional, especialmente en su cuestión territorial, nos ha atropellado a los iuspublicistas españoles. Los estudios y análisis sobre sus insuficiencias y manifiestos problemas, que no era complicado prever que generarían tarde o temprano una crisis social y política de cierta profundidad, se han acabado imponiendo social y políticamente de espaldas a las reflexiones de nuestra doctrina, que en su mayor parte, y hasta fechas sorprendentemente recientes, negaba obcecadamente la obsolescencia de la Constitución en no pocos aspectos. Y, por supuesto, más allá de la efervescencia que sí se lleva produciendo en Cataluña y en el País Vasco desde hace ya décadas en torno al estudio de estas cuestiones (no es de extrañar por ello que el soporte técnico de las posturas que defienden aproximaciones más abiertas y flexibles del marco constitucional en cuanto a la distribución de poder territorial en el seno de nuestro país sea indudablemente más sólido y rico, sugerente y trabajado, que el tradicional, que va poco más allá de una interpretación en clave jurídica de la idea del «Santiago y cierra España»), lo más frecuente en estos años ha sido leer, hasta prácticamente antesdeayer, constantes y sentidas exposiciones alabando lo bien fundando de nuestra Constitución, su obvia modernidad, sus grandes virtudes y la absoluta capacidad de la misma para adaptarse a la realidad del siglo XXI (si acaso, eso sí, con algún retoque de vez en cuando, pero de los sensatos y democráticos…. que tampoco requieren de mucho debate por ser buenas y evidentes en sí misma, como el 135 cE). A día de hoy, en cambio, pocas dudas hay de que, bien sea por medio de una ruptura, bien por medio de una reforma (en el fondo, dados los procedimientos agravados de reforma de nuestra Constitución si se tocan ciertos temas, la diferencia es más de nombre que práctica); ya con un proceso constituyente, ya con una muy amplia transformación del texto actual siguiendo lo previsto en el art. 168 CE, hay que superar el actual marco constitucional, que se nos ha quedado estrecho y pequeño. Al menos, así se le ha quedado a una parte de la población cada vez mayor y muy probablemente a estas alturas, indudablemente mayoritaria. Pero, claro, esto es mi impresión, porque como en este país tampoco está bien visto preguntar a la gente… ¡vete tú a saber!
Esta evolución es muy patente en las ponencias presentadas por quienes han preparado los trabajos que han dado pie al debate en la AEPDA. La Asociación ha elegido a profesores que vivieron el proceso constituyente de 1978 para esta sesión, que además son algunos de los que tuvieron un indudable protagonismo en la época (por ejemplo, en la Comisión de expertos que presidió García de Enterría y que en 1981 acabó de sancionar algunas de las pautas que han conformado nuestro Estado Autonómico). Esta elección permite visualizar un aspecto atractivo: cómo ha podido cambiar la visión sobre el «tema» de la generación de juristas responsable del diseño que vemos aplicando en los últimos 35 años. Ahora bien, es cierto que ello conlleva ciertos costes, pues sacrifica la diversidad: faltan visiones «periféricas» (de eso que se pueden llamar «Españas forales y asimiladas», diferentes de la «España uniforme o constitucional», que decía el conocido mapa de 1854) y, como es obvio, esa opción convierte al plantel en bastante homogéneo generacionalmente (y por ejemplo, derivado de ello, ¡también queda muy masculino!). Con la indudable y muy humana tendencia de todos los seres humanos a barrer para casa, y del mismo modo que en 1978-1981 hubo una generación de gente (relativamente) joven (30-40 años) que participó activamente en el diseño del modelo para las siguientes décadas, una de las carencias más significativas que a mi juicio pueden detectarse en el presente debate es la ausencia de voces diferentes a las que han monopolizado el debate durante las últimas décadas (y, de nuevo, por cierto, ello es así en el discurso desde España, pero mucho más matizado en el caso catalán o vasco). Las recetas, como consecuencia de esta falta de renovación, inevitablemente, son también tendencialmente semejantes y, como es inevitable, no en exceso osadas ni originales o, si se quiere expresar de otra manera, fuertemente deudoras del esquema en que se basa la propia Constitución de 1978.
Con todo, y es un cambio significativo, todas las ponencias presentadas asumen, a día de hoy, la existencia de una «avería constitucional» de cierta gravedad. Lo hacen quienes defienden tanto la continuación del modelo de 1978, aunque sea con cierta depuración y mejora (en su mayor parte posible o deseable por vía legislativa), como es el caso de Luis Cosculluela (tendencialmente favorable a dejar las cosas como están pero acometiendo reformas legislativas para recentralizar competencias y dar más poder al Estado central) o de Tomás Ramón Fernández (que si bien en su ponencia preconizaba la necesidad de cierta reforma afianzadora de la capacidad de los poderes centrales del Estado en su intervención oral ha considerado que no es el momento de abrir la caja de los truenos ante la emergencia de fenómenos populistas). Pero también quienes, como Sosa Wagner, sí creen necesario un debate y discusión sobre la reforma constitucional (en clave federal-recentralizadora) o quienes también la ven necesaria pero en una clave más de orden federalista y, lo que es importante, asimétrica (Muñoz Machado o De la Quadra-Salcedo). Con la importante nota al pie de página de estas propuestas «federalistas» de que, de su atenta lectura, se deduce una cierta voluntad de resolver cuestiones como la fiscal y dar algo más de competencias a Cataluña o el País Vasco, así como avanzar en la línea, también importante, simbólica (Senado, instituciones del estado dispersas por la geografía española), pero también, y sobre todo, de dotar al Estado de más poderes y de una mayor capacidad de armonización/control/capacidad de predeterminación, por ejemplo, por el nuevo y exitoso mecanismos de convertir el art. 149.14ª a la luz de la reforma del 135 en una suerte de competencia horizontal que permitiría a los poderes centrales predeterminar en gran medida cómo han de ejercer sus competencias, por supuestamente exclusivas que sean, las Comunidades Autónomas.
A modo de resumen, puede concluirse que hay un cierta unanimidad en las ponencias en que, a estas alturas del debate:
– se considera que hay que hacer algo (ya sea por vía legal, ya constitucional) porque el problema es grave y de fondo;
– hay que «dar algo a Cataluña» para limitar el problema (asimetrías, mejoras fiscales…);
– avances simbólicos en descentralización de instituciones y reforma/desaparición de cosas como el Senado;
– convendría eliminar/fusionar/redmensionar Comunidades Autónomas;
– y necesidad de reforma de los mecanismos de «control o predeterminación federal» (e incluso de «coerción federal»).
Personalmente, el marco enunciado en estos términos, y lo hemos comentado en otras ocasiones aquí (a partir de un libro de Tomás Ramón Fernández) o aquí (a partir de un libro de Santiago Muñoz Machado), me parece poco realista, por un lado (y por ello políticamente), pro además jurídicamente reductor en exceso. Ambas cuestiones se relacionan. Creo que falta en el debate dar mucha mayor importancia a la necesidad de que los ciudadanos sean oídos y decidan en cuestiones de organización, pues a fin de cuentas «la unidad de la Patria» no parece que tenga sentido jurídico alguno que se imponga a la voluntad de los ciudadanos. Una falta de porosidad democrática grave y no adaptada los tiempos, que debiera además extenderse a los procesos administrativos y a todos los niveles de gobierno. Grave porque, además, hace que las decisiones adoptadas por expertos, o históricamente arrastradas, no sean las mejores para proporcionar a los ciudadanos un marco funcional adecuado. Y gravísima, adicionalmente, porque desconoce la evolución de los modernos estados democráticos y de derecho, a escala tanto nacional como internacional (lo ha resaltado en el debate, por ejemplo, Álex Peñalver). Por último, me parece que parte de la base de entender a nuestro Estado como «muy descentralizado» por la cantidad de competencias transferidas y el dinero que gestionan las Comunidades Autónomas, pero como hemos comentado ya alguna vez, todas esas competencias y ese dinero, ¿de qué sirven si a la hora de la verdad el Estado pretende que sean ejercidas con una total predeterminación respecto de cómo orientarlas por parte de la legislación básica estatal, como por ejemplo demuestra la reciente reforma local de 2013 (en este sentido se ha expresado también Carlos Aymerich en el debate)? Gestores con ínfulas, coches oficiales y sedes en palacios pero con nula capacidad de decisión son una cosa, quizás mejor que un modelo descentralizado de verdad (o no, pero habría que debatirlo siendo consciente de cuál es la realidad, no ocultando conceptualmente de qué estamos hablando), pero en ningún caso «el país más descentralizado del mundo», como tantas y tantas veces oímos.
La segunda sesión del X Congreso de la AEPDA se ha hecho, conmemorando estos 10 años de la asociación y en parte inspirada en alguna de las sugerencias que hicieron Gabriel Doménech y Miguel Puchades en un artículo moderadamente crítico con los congresos tradicionales, se ha realizado por primera vez en modalidad multipanel, con tres sesiones diferenciadas en torno a la resolución extrajudicial de conflictos, la nueva regulación europea en materia de contratos públicos y la ponencia a la que yo he decidido asistir, centrada en las prestaciones patrimoniales de carácter público no tributario.
La cuestión es de un enorme interés, por mucho que quizás sea algo técnica, porque el moderno derecho público de la regulación económica cada vez usa (¿y abusa?) más de este instrumento, por medio del cual el legislador impone a ciertos agentes (por ejemplo a empresas, pero también a los propios consumidores) en beneficio de ciertos agentes económicos a fin de que con ello se financien actividades o garantías de carácter público. Aunque su régimen no es tributario (no dependen de la capacidad económica sino normalmente del uso, no son necesariamente retributivas, no buscan el sostenimiento de los gastos generales…) las garantías constitucionales son semejantes (art. 31.1 vs art. 31.3 CE) que se concretan, sobre todo, en la necesaria reserva de ley. La ponencia de Rafael Gómez-Ferrer tiene la gran virtud de exponer con gran tino las características de la categoría, mientras que Lavilla Rubira ha expuesto el régimen legal y las garantías constitucionales que enmarcan la posibilidad de imponerlas. Por último, Mariano Bacigalupo ha expuesto en concreto el funcionamiento de algunas de ellas, de los más polémicos, de hecho (aunque hay otros que han sido objeto de debate, como por ejemplo, el ya infaustamente famoso rescate de Castor): las que tienen que ver con la financiación del déficit del sistema eléctrico.
Hay una serie de aspectos técnicos, muy bien explicados en las ponencias, de enorme interés. Llama la atención la generalización de esta figuras (recuerdo que cuando estudié la carrera, hace dos décadas, el profesor que nos explicaba nos valoró el art. 31.3 CE como un artículo al que no prestar atención «porque el Derecho actual ya no emplea las prestaciones patrimoniales y menos aún las personales salvo en situaciones muy excepcionales» debido a no ser generales por no tener esa naturaleza tributaria y no servir para financiar gastos generales. Salvo ejemplos muy peculiares (la obligación personal alemana típica de Streupflicht, obligación de esparcir sal delante de casa, que es sabido que en ese país tiene una intensa regulación; la obligación más o menos equivalente de algunas ordenanzas locales de baldear la acera delante de un local comercial o inmueble de viviendas) y de los que era complicado encontrar de tipo económico, en esa época el sistema jurídico occidental parecía ir evolucionando hacia llevar todo lo que se entendía que albergaba un interés público a prestaciones hechas por la administración (o en gestión indirecta) sufragadas con impuestos. Sin embargo, la crisis del servicio público y la creciente importancia de sectores de actividad económica liberalizados pero que actúan sobre mercados que se consideran claves y estratégicos para la igualdad y la cohesión social ha alterado la ecuación. El Estado opta por regular la actividad de estas empresas de modo intenso y establece mecanismos de todo tipo, incluyendo estas prestaciones, para garantizar ciertos valores y bienes jurídicos protegidos de importancia pública. Por ejemplo, un supuesto paradigmático es la regulación y financiación del servicio universal (por ejemplo, de telecomunicaciones, pero también postal o el que cubre el servicio de RTVE).
El problema es que esta intervención modifica las relaciones de los actores privados en el mercado, altera sus equilibrios, puede generar problemas de competencia y además presenta evidentes riesgos de que favorezca que ciertos agentes capten rentas con el bazooka jurídico que supone tener al Derecho público detrás, en muchas ocasiones dejando cautivos y desarmados a los ciudadanos afectados (o indirectamente afectados por la subida de tarifas que ciertas empresas aprobarán para repercutir estas prestaciones). Ni la doctrina ni la CNMC hemos estudiado estos problemas aún, pero acabaremos tiendo que hacerlo, así como analizando muy bien y con cuidado los efectos de esta «internalización dentro del sector de ciertos costes» por ministerio de la ley que indirectamente suponen. El problema es (o los problemas son) que dista de estar claro que esa internalización sea adecuada y razonable (ha recordado Rafael Gómez-Ferrer que si se trata de garantizar objetivos públicos lo razonable es que se financiaran con cargo a los presupuestos generales), al margen de la alteración del mercado por decisión del legislador que puede invalidar las ventajas y eficiencia que se suponen al mercado. Y ello por no mencionar los riesgos de (e incentivos a la) captura del regulador que provoca un sistema en el que un supuesto régimen de mercado acaba provocando un equilibrio de costes e ingresos no real y de mercado sino jurídicamente sostenido a partir de un esquema legal.
Sinceramente, el esquema parece intelectualmente cuestionable, pues aúna defectos del mercado (acumulación de capital y beneficio más allá de lo razonable, incentivos a la subinversión) limitando o eliminando sus ventajas (responsabilización del agente, siquiera sea a partir del riesgo empresarial, que desaparece en gran parte con estas regulaciones, como casos como Castor ponen de manifiesto). Esta intuición teórica, además, empieza a acumular evidencias empíricas que demuestran que no sería tan descabellado desconfiar del modelo. Sin embargo, la desaparición de facto del orden constitucional español de un determinado modelo económico, sustituido in toto por el modelo europeo en 1986 con la entrada en las Comunidades Europeas, nos deja sin demasiada capacidad de reacción y respuesta jurídica. Pero eso es cuestión que merece un análisis propio (y detallado) en otro momento.
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