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Quien esto escribe imparte clase de Derecho de Comunicación a estudiantes de Periodismo. Durante estas semanas hemos estado explicando que la libertad de información (art. 20.1 d) de la Constitución española) ampara a los profesionales del periodismo cuando aquello que cuentan es veraz y de interés público, sin que en esos casos (y siempre y cuando se den esas dos notas) quepa oponer derechos como el honor de las personas para impedir la difusión de las noticias en cuestión. Pues bien, noticias como que han condenado a unos periodistas que han destapado un caso de corrupción en la gestión público-privada de la sanidad catalana, aparentemente por destapar toda una serie de informaciones y realizar las valoraciones anexas, en íntima relación con el caso en cuestión. Si en efecto es así, no puedo sino decir que la decisión me deja perplejo y, la verdad, me hace cuestionarme hasta qué punto lo que explico en clase tiene (o no) algo de sentido.
Pero juzguen por sí mismos. Se supone que la condena es por la intromisión en el derecho al honor del señor Via debido a este vídeo colgado por los periodistas:
He estado buscando la Sentencia en cuestión, porque sinceramente, a partir de lo que se escucha en el vídeo, es francamente llamativo que se condene y, además (lo que no siempre va de la mano), también es muy difícil comprender jurídicamente la decisión. Pero, de momento, no la he localizado (si alguien la tiene, por favor, me interesaría mucho poder leerla y rectificar en su caso lo aquí expuesto). Parece, más bien, y como publicó El País, un simple aval a la estrategia de personas implicadas en casos de posible corrupción que están siendo investigados por los Tribunales de atacar por medio de querellas a los informadores y a quienes destapan los escándalos como medio de defensa. En todo caso, no pasa nada tampoco por dar el beneficio de la duda a la sentencia. Quizás hay algún dato que no conozco o que se me escapa. De manera que, más allá de referirme a la decisión judicial, creo que tiene sentido hablar del vídeo en sí mismo. ¿Algo de esa índole ha de ser amparado por la libertad de información?
Analizando el vídeo con independencia de lo que puedan haber argumentado las partes y la sentencia, queda claro que al señor Via se le menciona sin imputarle delitos concretos, sino por su participación y comentarios públicos respecto de la situación (cómo se gestoiona la sanidad con intervención de empresas privadas en Cataluña y, sobre todo, la opacidad y falta de transparencia respecto de muchos contratos, que impiden fiscalizar el uso de dinero público), opiniones por las que es criticado, con dureza, en el vídeo. Es cierto que hay una pregunta retórica en la que, para ridiculizar y llevar al absurdo la posición defendida por Via, se lanza la hipótesis argumentativa de que quizás lo que le parecería sensato a Via es que le ingresaran directamente el dinero en las Islas Caimán. Es cierto, también, que el vídeo habla en su título de «robo» y la expresión se repite a lo largo del mismo para calificar algunos comportamientos y actitudes (pero no en referencia concreta al Señor Via). Puestos en la balanza esos, si se quiere, «excesos expresivos» (que a mí no me lo parecen, en el fondo, pues se explican a partir de la articulación del reportaje y que por esta razón nada tienen que ver con los excesos reprobables que el Tribunal Constitucional ha señalado, por ejemplo en sus Sentencias Comandante Patiño I (STC 171/1990) y Comandante Patiño II (STC 172/1990), que significan que se pierda el amparo de la libertad de información y no sea aceptable la inmisión en el honor de los ciudadanos aunque se traten asuntos veraces y de interés público pues una interpretación amplia de la exigencia de profesionalidad periodística que incluye la Constitución obliga a excluir ciertos excesos expresivos y calificativos innecesarios y que nada aportan) con el contenido material del reportaje y de la información periodística que se aporta, esto es, la denuncia de unos hechos que se han considerado no sólo de evidente interés público sino, además, veraces hasta el extremo de ser el origen de varias investigaciones judiciales, ¿tiene sentido que una democracia liberal y transparente, donde la fiscalización de los poderes públicos sea efectiva, no permita que se publique algo así?
Entender que un vídeo de estas características no debe ser amparado por la libertad de información nos lleva a una interpretación restrictiva y pacata de la manera en que un profesional ha de ejercer como tal y del modo en que puede contar las noticias en los tiempos que corren, absolutamente desconectada de la realidad. Quizás, también, un juicio restrictivo es asimismo manifestación de profunda desconfianza hacia el trabajo periodístico de pequeños medios que usan Internet, del uso del vídeo y las redes sociales… o incluso del periodismo hecho por no profesionales (puesto que los periodistas del vídeo sí lo son, pero independientes… lo que nos hace pensar qué habría pasado si esto fuera una denuncia de un ciudadano). Las consecuencias de una visión semejante son evidentes: restringir el flujo de información de interés público.
Este efecto es, justamente, lo que todos los tribunales constitucionales en la materia dicen que hay que tratar de evitar si no queremos que, ante esas exigencias y requisitos excesivos, que cargan a los periodistas y a los ciudadanos que informan con responsabilidades desproporcionadas, acabe produciéndose un efecto «silenciador», el chilling effect del que ya hablara el Tribunal Supremo de los Estados Unidos: por miedo a ser condenado a la mínima, no informo; o sólo informo cuando un grado de certeza inalcanzable, a efectos prácticos, en la mayoría de los casos en la vida real; o no informo si soy pequeño, o si uso las redes sociales; o no informo empleando un lenguaje comprensible sino usando modismos jurídicos muy prudentes pero que hacen que la información ni se entienda ni fluya… Todo lo cual es muy perjudicial socialmente, porque nos empobrece, nos hace ignorantes de muchas cosas que están pasando y, en definitiva, por emplear la expresión clásica, bloque el libre flujo de noticias imprescindible para la formación de una opinión pública libre en una sociedad democrática.
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Actualización: aquí tienen la sentencia.
Una vez leída la sentencia, se puede confirmar que la misma es un desafortunadísimo ejemplo de cómo limitar la libertad de expresión e información de un modo que, si se generalizara, se cargaría la prensa libre tal y como la conocemos, así como la posibilidad de informar sobre asuntos públicos. La frase que la sentencia considera que supone una intromisión en el honor es «»vergonyós exemple» o «gent com voseé, com Bagó, com Manté i tanta altres que s’han enriquit a costa d’enfonsar la nostra Sanitat», que el juez entiende que no puede considerarse una «expresión de una idea o una opinió, sino más bien una atribución de hechos que no estaría, por lo tanto, amparada en la libertad de expresión sino, en su caso, en el derecho a la información» que para «prevalecer sobre el derecho al honor es necesario que cumpla con el requisito de veracidad».
La sentencia es lamentable, como confirma su lectura, desde cualquier punto de vista, pero también jurídicamente. En primer lugar porque, como resulta obvio, afirmar de un empresario de la sanidad que se ha enriquecido gestionando la sanidad pública y que el resultado ha sido hundirla tiene un contenido valorativo evidente. Un contenido que a partir de valoraciones genéricas muy semejantes se repite, día a día, en casi cualquier medio de comunicación («a base de dar dinero a sus amigos en la banca y empresas públicas en presidente del gobierno está hundiendo el país») sin que nadie en su sano juicio considere que la emisión de esas opiniones está fuera del legítimo derecho a la crítica política que pueden hacer medios de comunicación y ciudadanos. Es más, que es sano que hagan medios de comunicación y ciudadanos en una democracia normal.
En segundo lugar, porque si aceptáramos la tesis del juez, esto es, que esa frase contiene información que afecta al honor de una persona y que sólo puede emitirse legítimamente si se demuestra su veracidad, se imponen dos conclusiones:
– que el carácter genérico de la afirmación hace sencillo probar los únicos hechos sobre los que versa (enriquecerse con ese negocio y que esté relacionado con el estado de la sanidad catalana)
– que el juez, en ese caso, debería haber dejado a los imputados intentar probar esas afirmaciones, ¡algo que sorprendente les niega diciendo que el proceso no puede convertirse en un juicio a la sanidad catalana! O sea, que dice que la afirmación genérica ha de ser probada y antes, él mismo, había dicho que ese tipo de afirmaciones genéricas no tiene sentido probarlas ni pueden ser objeto del proceso. De locos.
El Tribunal Constitucional español ha salido de su letargo veraniego (3 meses sin dictar una sola sentencia, que en España en estío hace mucha caló) y acaba de comunicar diversas decisiones. Algunas de ellas ciertamente interesantes, como ésta en materia de legalidad sancionadora, que es impecable y cuya generalización destrozaría la manera en la que actualmente la Adminstración española sanciona. Junto a estas sentencias, se ha conocido el auto en el que el Tribunal Constitucional rechaza revisar las anteriores actuaciones de la jurisdicción ordinaria española referidas a la negativa a revisar la condena a muerte de Miguel Hernández.
Por llamativo que pueda parecer, la decisión del Tribunal Constitucional es absolutamente correcta en Derecho e inobjetable jurídicamente. Vivimos en una democracia y un Estado de Derecho que considera legítimas, y por eso no susceptibles de ser revisadas, las sentencias que, como la que condenó a muerte al poeta oriolano, fueron dictadas por motivos políticos por la Dictadura del General Franco. Que sean consideradas legítimas no significa, como es obvio, que se entienda que son acordes con el sistema de valores actualmente defendido por nuestra Constitución (porque, como es evidente, no lo son). Pero sí significa que se consideran el producto jurídico correcto y pautado de un régimen legal que se entiende como válido en su totalidad y que no se considera, por ello, que pueda o deba ser revisado respecto de sus actuaciones concretas pasadas si eran correcta aplicación del mismo (cuestión diferente, como es sabido, son los efectos a partir de 1978, que sí han de adaptarse al marco axiológico constitucional, por lo que la Constitución derlo talas disposiciones opuestas a la misma).
Este tipo de sentencias, en la medida en que ponen de relieve esta situación, ciertamente llamativa y supongo que desconocida para más de uno (¡entendemos que el ordenamiento jurídico franquista era legítimo!), son interesantes porque ilustran a la perfección los límites de nuestra transición a la democracia y los fundamentos estructurales de nuestro ordenamiento jurídico.
Como es sabido, la Constitución española se realiza sobre la base formal de la reforma de la legalidad franquista. La Jefatura del Estado, por poner el más importante y primero de los ejemplos, la ostenta todavía hoy Juan Carlos de Borbón,, designado digitalmente por Franco, eso sí, «a título de Rey» (supongo que porque Caudillo mola más y había que dejar claro que sólo podía haber uno). La Constitución de 1978 se enmarca en un contexto jurídico de reforma pero inevitablemente también de legitimación del régimen jurídico anterior porque se basa en el reconocimiento de las instituciones y estructuras previas… lo que incluye a las decisiones judiciales, como lo son las condenas en cuestión.
En 1978 podríamos haber optado por la ruptura jurídica, como hizo, por ejemplo, Franco respecto de la legalidad republicana (creando, por ejemplo, enormes conflictos en cuestiones de Derecho privado, con herencias y demás, respecto de situaciones derivadas de divorcios y filiaciones en segundos matrimonios que no fueron reconocidos tras la Guerra Civil a pesar de haber estado desplegando efectos durante unos años). Pero no lo hicimos. Para bien o para mal, optamos por legitimar retroactivamente esa ruptura que convirtió en legítima a la legalidad franquista y no la republicana. Con todo lo que ello significa. En concreto, probablemente junto a muchas otras cosas buenas (estabilidad, posibilidad de pacto, facilidad para el tránsito institucional), implica asumir la continuidad del Jefe del Estado designado por Franco… y la de estas condenas.
No entro a valorar si la decisión reformista y no rupturista de 1978 era o no la adecuada. Es un debate largo y complejo. Quizás era difícil ir más allá entonces. Aunque 2012 no es 1978. Pero, como digo, estas sentencias son un excelente recordatorio de lo que supuso y significa jurídicamente ese pacto constitucional. Porque las cosas son lo que son. Y es bueno ser consciente de ello.
Así que conviene asumir que estade negativas a revisar condenas no debieran ser escándalo alguno. En su caso, lo que debiera escandalizarnos es que a estas alturas sigamos considerando legítimo, en los fundamentos mismos de nuestro orden constitucional, el Alzamiento Nacional de 1936. Por esta razón, y esto es una opinión muy personal, es hasta bueno que estas condenas no se revisen. Porque por mucho que jurídicamente sean condenas, desde otros muchos planos, mucho más importantes, son títulos honoríficos.
Una cuestión que comentamos recurrentemente, año tras año, en las clases de Derecho de la Comunicación, siempre en animado debate con las diversas generaciones de estudiantes de periodismo que pasan por las aulas de la Universitat de València, es la diferencia entre la censura clásica, entendida en sentido estricto, y las situaciones en que un periodista o un colaborador de un diario ve cómo un texto suyo no es publicado, o es retirado, por parte de los editores o directores del mismo. En esta última situación no estamos hablando de censura, estamos hablando de otra cosa. Tampoco es un problema de libertad de expresión, porque es éste un derecho que no abarca el publicar lo que uno quiera en un medio privado. Un periódico, una radio, una televisión… cualquier medio de comunicación, tiene un política editorial y es perfectamente legítimo que la haga cumplir. O que decida quiénes han de ser sus colaboradores, como ya tuvimos ocasión de comentar a cuenta de la polémica surgida en torno a unos comentarios del cineasta Nacho Vigalondo que provocaron que El País prescindiera de él. Ahora bien, que estas decisiones puedan ser perfectamente legítimas no impiden que puedan ser, también, criticadas atendiendo a muchos otros factores. Como en su momento, por ejemplo, yo hice respecto del affaire Vigalondo por entender que ahí el diario en cuestión (en el que como es sabido publico en ocasiones colaboraciones y que además contiene también este blog, lo que comento de forma explícita para que quede claro mi vínculo con el mismo) se equivocaba al dar cancha a dinámicas infantiles y que no ayudan a construir un espacio público maduro al «castigar» a alguien por una broma que, además, lejos de ser «negacionista del holocausto» era todo lo contrario.
Recientemente, se ha producido un fenómeno parecido a cuenta de la publicación en un blog colectivo de críticas a la decisión de la empresa editora y a su consejero delegado (Juan Luis Cebrián, quien fuera el primer director del diario) de acometer un ERE muy duro que afecta a una cuarta parte de la plantilla (en un contexto donde los ejecutivos del grupo de comunicación cobran sueldos ciertamente cuantiosos). ¿Es legítimo que un diario prefiera no publicar ese tipo de contenidos? De nuevo, sin duda, tiene todo el derecho del mundo a decidirlo así si lo entiende oportuno. De nuevo, no estamos ante una cuestión de censura, pues la línea editorial y los contenidos que se publican en un medio de comunicación los deciden sus directores y editores. Tampoco es un problema de libertad de expresión, dado que los autores del blog pueden sin ningún problema exponer esas mismas ideas en otros lugares y nadie ajeno o externo a esos lugares se lo debiera poder impedir ni, por supuesto, el Estado castigarles por ello. Ahora bien, ¿significa todo ello que el asunto quede zanjado? Pues no, la verdad. Hay muchas cuestiones adicionales que conviene tener en cuenta.
Una de ellas, y la hemos comentado ya en otras ocasiones (por ejemplo, y justamente, con el affaire Vigalondo), es la creciente importancia de los medios privados a la hora de vehicular el debate público y de contribuir a la formación de una opinión pública libre y formada. Lo cual nos obliga, como ciudadanos, a ser exigentes con nuestros medios de comunicación y a presionar para que sean lo más plurales, independientes, rigurosos y abiertos que sea posible. Para hacerlo contamos con los medios que, como consumidores, compradores a los que va destinado el producto, nos ofrecen las dinámicas difusas de presión y control. Es bueno que, de una manera u otra, los medios de comunicación noten que apostar por ser valientes, por aceptar críticas, por publicar opiniones discrepantes, renta también como proyecto mercantil. Porque sólo de esa manera habrá un entorno de incentivos adecuado para que quienes gestionan medios de comunicación los abran lo más posible.
El caso del diario El País, de hecho, es un excelente ejemplo de un medio de comunicación que, además de rentable, ha contribuido a mejorar ese espacio de debate público. Y lo ha hecho durante años, en gran parte, precisamente porque ha encarnado unos valores de apertura, de crítica, de compromiso que ha generado una comunidad de lectores que sienten que el diario se debe, también, a unos valores. Probablemente por esta razón un ERE en El País (un periódico que en 2011 seguía ganando dinero, como ha hecho siempre) genera un profundo desagrado entre quienes somos su lectores y una polémica que no hemos visto en otros casos (donde la indignación y crítica de los afectados o de los colectivos profesionales eran altas pero el tema pasaba con más pena que gloria entre el público en general e incluso entre los consumidores del producto). Porque no se nos hace justo ni razonable (y menos en los términos planteados) y porque, por mucho que nada tengamos que decir al respecto desde un punto de vista mercantil y de gestión de los mejores intereses de la empresa, éstos sí nos importan. Y mucho más de lo que pudiera parecer. Nos importan porque nos preocupa cómo será el periódico del futuro y porque es inquietante pensar que no vaya a poder cumplir con la función pública y social de la que hablábamos antes.
Ahora bien, y sobre todo, ese sentimiento colectivo en torno a ciertos valores, generado por actitudes y compromisos que se remontan a muchos años en el tiempo, es un activo enorme que el diario ha tenido y todavía tiene. Precisamente por esta razón, y desde la perspectiva de la presión difusa de la que hablábamos antes, es increíble que, haya libertad de expresión en juego o no, estemos ante un caso de censura o no, nadie parezca ser consciente de que hay decisiones que, por muy legítimas que sean, rompen complicidades y, a medio y largo plazo, es dudoso que sean, desde un punto de vista editorial, rentables no sólo en términos de imagen sino, incluso, y a la postre, económicos… y a fin de cuentas, ¿no se trata justamente de que el producto, además de cumplir con sus funciones informativas y sociales, permita ganar dinero?
La libertad de expresión es importante, pero no lo es sólo cuando está claramente afectada y puesta en riesgo por los poderes públicos. También es esencial preservarla con todos los medios a nuestro alcance, indirectamente, cuando lo que está en juego es cómo acabe perfilada en la práctica a partir de esa conformación del espacio público realizada por medios privados. Cada vez, de hecho, lo es más. Ocurre, sin embargo, que las reglas del mercado son las que son. Y tenemos que acostumbrarnos a que la libertad de expresión, a veces, cuando no estamos hablando de un ámbito de autonomía y no injerencia no ya frente al Estado sino frente a empresas, tiene, lógicamente, un precio. En muchos sentidos. ¡Por eso es tan importante entender bien cómo funcionan esos mercados! Mercados donde para vender periódicos también cotizan, y es esencial recordarlo, los valores que se vehiculan con el producto periodístico que se vende. Que no es neutro. Que no puede serlo. Y que no sólo es mucho mejor sino que es más atractivo como producto cuanto más libre, crítico y plural.
Un fuerte abrazo desde aquí para los periodistas de El País y para los compañeros blogueros que, en el fondo, sintiéndose libres para hacer su trabajo, en un caso, y para hablar con libertad de lo que estiman oportuno, en el otro, nos hacen un favor a todos.
Con motivo del pasado Dia del País Valencià (9 d’octubre) escribí en Agenda Pública sobre los problemas de financiación autonómica que, como es ya evidente a estas alturas para todos, padece la Comunidad Valenciana, muy similares a los que han acabado de colmar la paciencia de tantos ciudadanos de Cataluña. No puede discutirse en estos momentos la gravedad de los efectos de un sistema que funciona muy mal y que, llegados a este punto, han empezado a provocar efectos no sólo económicos sino políticos. Por esta razón, más allá de los casos concretos de Cataluña o Valencia conviene reflexionar sobre el modelo de financiación en sí mismo, que necesita de una urgente transformación en profundidad. Es un tema sobre el que ya se ha discutido en este blog (incluso tratando de esbozar hace ya cuatro años una propuesta que ahora quedará algo rectificada en sus detalles), pero al que, inevitablemente, hay que volver.
Desde un punto de vista general y abstracto, que es como vale la pena afrontar el diseño general de un sistema si uno aspira a que tenga sentido (en lo que no deja de ser sino una burda aproximación a trabajar partiendo de una posición semejante al velo de la ignorancia del que hablara Rawls), parece importante definir qué efectos serían deseables y cómo parece más lógico intentar conseguirlos. Para ello, además, hay que definir previamente qué fines nos parecen deseables. Pero eso no parece demasiado difícil de hacer. Tenemos un sistema cada vez más complicado y, la verdad, sería mucho mejor que fuera más sencillo. Tenemos un sistema que nunca ha logrado un reparto de los recursos más o menos igualitario entre la población y, la verdad, al menos mientras seamos un único país y vivamos como ciudadanos en un mismo marco estaría bien que el resultado tendiera a asignar los mismos recursos a todos. Por último, tenemos un sistema que desincentiva la corresponsabilidad fiscal y, la verdad, estaría bien que el gasto público se hiciera por entes que, a su vez, estuvieran obligados a dar la cara democráticamente para recaudar, de modo que como sociedad las decisiones sobre esfuerzo fiscal estuvieran influidas por las repercusiones directas sobre el dinero disponible por parte de las Administraciones implicadas.
Todo ello es lo que ya traté de abordar en 2008, como propuesta sobre las cuestiones claves que debieran haber sido motivo de intenso debate político con motivo de las elecciones que se realizaron ese año. Increíblemente (o no tan increíblemente dado que el problema no se abordó) estamos casi 5 años después en las mismas. Así pues, veamos qué se proponía en ese momento y cómo tendría sentido, en su caso, matizar algo de lo dicho entonces (añadidos y matizaciones en cursiva).
Continúa leyendo A vueltas con la financiación autonómica…
Tenemos una buena montada en España a cuenta, como es sabido, de una parte de un auto de un juez de la Audiencia Nacional, Santiago Pedraz (que se puede consultar aquí), que al enjuiciar la admisibilidad del procedimiento por delitos contra las instituciones del Estado de ciertas personas que convocaron una concentración para rodear el Congreso el pasado 25 de septiembre afirma, entre otras cosas, a efectos de argumentar que no hay tal delito, lo siguiente:
“……pues hay que convenir que no cabe prohibir el elogio o la defensa de ideas o doctrinas, por más que éstas se alejen o incluso pongan en cuestión el marco constitucional, ni, menos aún, de prohibir la expresión de opiniones subjetivas sobre acontecimientos históricos o de actualidad, máxime ante la convenida decadencia de la denominada clase política”.
La referencia a la «decadencia de la denominada clase política» ha incendiado muchos ánimos en un país donde la casta política, además de dedicarse a sus cositas, es muy susceptible. Así, se han sucedido los comentarios más o menos indignados, con diputados que han llegado a insultar al juez (ante lo que Jueces para la Democracia ha pedido el amparo para el magistrado por parte del CGPJ). Y, por otro lado, mucha gente saluda que el juez no sólo ponga coto a los excesos policiales y del Ministerio del Interior, que está enviando a la gente a los calabozos con excesiva pasión sin entender cómo funciona el derecho de reunión en un país democrático sino que, además, reflexione sobe la decadencia de esa casta política.
El asunto, a pesar de la polémica, me parece menor, la verdad, pero permite extraer algunas conclusiones sobre diversos temas:
– En primer lugar, sobre la legalidad de una manifestación frente al Congreso que no impide el normal desarrollo de una sesión. ¿Es o no delito? Parece sensato pensar, a partir de la redacción del tipo penal, y la conveniencia de ser estrictos y restrictivos en su interpretación, que no estamos ante un delito si no se produce el resultado exigido por el Código penal: la perturbación de la sesión plenaria. Está muy bien explicado aquí y es más o menos lo que acaba diciendo el Auto del juez Pedraz. De hecho, ese tipo de análisis, técnico y aséptico, es el que habría sido deseable, la verdad.
– En segundo lugar, respecto de la pertinencia o conveniencia de que un juez expresa ideas políticas en sus sentencias. Resulta bastante evidente que un juez ha de reprimir la expresión de sus ideas políticas. Especialmente en sus sentencias. Yo tampoco creo que más allá de su trabajo pierdan sus derechos a la libertad de expresión los jueces y no creo que sea bueno restringirles más de lo que una elemental prudencia por su parte aconseja. Que no hablen de casos judiciales y de sus colegas estaría bien, pero de todo lo demás, ¿por qué no? Y, en cualquier caso, incluso para jueces imprudentes (o que no compartan mi idea de prudencia), hay que tener claro que el límite es, obviamente, hablar de sus casos por ahí, ir contando cosas, dar opiniones sobre una instrucción o un juicio… Ahora bien, una cosa es que esa libertad de expresión e ideológica subsista en general y otra que lo haga cuando hablan en tanto que jueces, ejerciendo la función jurisdiccional y hablando en nombre de la ley y el Derecho. En esos casos, en cambio, es obvio que el juez ha de limitarse a aplicar la ley y a analizar únicamente las circunstancias del caso que tengan consecuencias legales. Cualquier extralimitación, introduciendo comentarios u opiniones personales, es criticable.
Dicho lo cual, lo que hace el juez Pedraz es una referencia muy de pasada a la decadencia de la clase política para encuadrar un análisis sobre la legitimidad de una protesta. A mi entender es un error, y la expresión quizás desafortunada, pero en realidad no es tan grave, ni tan anómalo, ni tan impertinente. La frase está sacada de su correcto contexto. Por mucho que, la verdad, a mí me parezca una reflexión que bordea lo criticable y, sobre todo, que forma parte de un argumento innecesario para la exégesis jurídica que se le requería. Más que nada porque que las protestas sean más o menos encuadrables en ideas compartidas por mucho o que puedan ayudar a las ideas y valores constitucionales, o que sean «sensatas» o «entendibles», es absolutamente irrelevante para que estén cubiertas o no por el derecho constitucional de reunión.
La polémica, pues, está francamente sobredimensionada. Y llama la atención que se lancen medios de comunicación y políticos en tromba contra un juez que quizás comete un mínimo error de prudencia al hacer esa reflexión, genérica y en el desarrollo de un argumento, cuando día a día estamos leyendo autos de jueces, normalmente jaleados, con severas impertinencias respecto de testigos o acusados (me viene a la mente ahora, por ejemplo, el que admitió a trámite en la Audiencia Nacional la querella contra consejeros de Bankia). O la transcripción de interrogatorios francamente agresivos y bordeando el insulto personal como lo son los que los medios de comunicación publican respecto del juez que instruye el caso Urdangarín. Pero en esos casos, aparentemente, a nadie ofende el comportamiento de los jueces. Será porque se meten con «malos» oficiales.
Conviene recordar que, en realidad, la razón por la que, en el ejercicio de sus funciones, es bueno tener «acotada» la libertad del juez es porque no es bueno que su criterio sustituya al de los ciudadanos expresado en la ley. Los jueces que son alegres intérpretes de su libertad para desligarse del marco jurídico o para interpretarlo imaginativamente suelen ser jaleados por algunas personas que piensan como ellos. Se equivocan quienes así actúan. Porque nada les asegura que si dejamos que los jueces juzguen quién merece respeto y quién no (o qué ideas lo merecen) y actúen en consecuencia no llegará el día en que esa misma libertad pueda ser usada para defender (o atacar) a personas o ideas que nos caen simpáticas. Y ese día no nos haría tanta gracia. Así que mejor pedir a los jueces que, cuando escriban o se expresen como tales en ejercicio de la función jurisdiccional, mejor si lo hacen de una manera lo más aséptica posible y ciñéndose al análisis jurídico de las circunstancias del caso.
Es verdad que Pedraz no ha siso muy aséptico, pero también que su expresión se inserta en un argumento más amplio y que, necesario o no (a mí no me lo parece), está jurídicamente construido. Así que emplearíamos mucho mejor nuestro tiempo analizando otras actuaciones judiciales que, como he comentado, son excesos mucho más criticables.
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