|
||||
Esta semana ha venido marcada por el psicodrama, tan propio de nuestro tiempo, a cuenta de cómo un multimillonario, rico y famoso, estrella del tenis mundial, ha visto cómo sus deseos de jugar un campeonato de primer nivel en un país con reglas muy estrictas para entrar en el mismo se veían frustrados por no estar vacunado contra la COVID-19 ni poder atestiguar estar dentro de alguna de las excepciones restantes. El embrollo político y mediático, con seguimiento en directo en Twitter de cada nuevo episodio, ha sido seguido en todo el planeta con esa mezcla de morbosa pasión por el lío, cuanto más surrealista mejor, y una enconada discusión sobre la cuestión de fondo a cuenta de la consideración del personaje, estúpido egoísta para algunos, héroe defensor de la libertad individual para otros, en el que se mezclaba además la rivalidad deportiva. En fin, cosas de nuestro tiempo, de las tonterías de las celebridades y de su hipermediatización… y de cómo las redes degradan el debate público, ya se sabe.
O no. Porque si hablamos de degradación, mientras tanto, Emmanuel Macron, en una reciente entrevista con el diario Le Parisien dentro de su serie de apariciones públicas para lanzar su campaña de reelección a la Presidencia de la República francesa, nos exponía con grosera claridad que su prioridad en estos momentos era (en traducción aproximada) “joder la vida” a los no vacunados como fórmula para incentivar la inoculación de los escépticos. Será que también en este caso es culpa de las redes y del populacho la degradación del debate público, ¿verdad?
El problema de este tipo de planteamientos es que, al margen de su zafiedad, resultan profundamente contraproducentes. Es difícil no entender el atractivo rebelde de quienes, como la gran estrella del tenis abanderada de la libertad individual, optan por no vacunarse alegando que las autoridades no nos tratan con el debido respeto ni nos tienen en cuenta como elemento de sospecha, cuando lo que nos dan los poderes públicos no son datos completos sobre la eficacia de la vacuna y sus efectos adversos, así como la posibilidad de compararlos con la información, lo más transparente y precisa que sea posible, sobre le enfermedad, sino lecciones de superioridad moral y de autoritarismo (por muy ilustrado que sea) aderezadas con ese desagradabilísimo tono macroniano de macarra pasado de rosca.
La sensatez y razonabilidad de medidas como pseudo-obligar a la vacunación en ciertos ámbitos, que es la consecuencia indirecta de exigir el pasaporte COVID, como ya se hace en España, pasa por entender y ponderar con cuidado sus posibles beneficios (para lo cual la transparencia y el rigor en los datos disponibles es, de nuevo, esencial) respecto de las evidentes mermas de libertad individual y ejercicio de derechos que supone (que sólo pueden negarse si tratamos por idiotas a los ciudadanos, lo que es desgraciadamente harto frecuente, como demuestran las declaraciones de Macron y el hecho de que, además, sin duda las hace porque sabe que van a beneficiarle en su inminente contienda electoral, así de tristes son las cosas). Es lo que, por ejemplo, hizo en estas mismas páginas, certeramente, Gabriel Doménech, con una explicación didáctica y clara que se echa muy en falta en el discurso de nuestras autoridades.
Frente al generalizado cansancio de buena parte de la sociedad con la pandemia, sus estragos y, muy especialmente, respecto de las restricciones de todo tipo a que nos ha obligado, cada vez cunde más la tentación de tirar para adelante, en la medida de lo posible, y hacer una vida lo más normal que nos dejen las circunstancias y las autoridades. Para ello, es evidente (y tenemos sobradas evidencias al respecto) que las vacunas son de indudable ayuda. Crece pues la confianza en ellas, al menos si estamos en uno de los países que se las pueden permitir, y en fiar la recuperación de la normal actividad social y económica a que exista un porcentaje de población vacunada cuanto más alto, mejor. Y con ello aumentan la tensión frente a las personas que prefieren no vacunarse, las diferentes formas de presión desde muchos flancos para que lo hagan, las declaraciones manifiestamente impresentables y, junto a todo ello, un debate perfectamente legítimo pero que por culpa de esta dinámica queda muy desenfocado: la cuestión de la obligatoriedad de la vacunación.
Aunque jurídicamente, como casi todo en esta vida, una medida como ésta sería sin duda objeto de mucha discusión y es posible darle muchas vueltas a muy diversos aspectos del tema porque presenta aristas de todo tipo, los dos elementos centrales en cualquier sociedad liberal a la hora de obligar a un ciudadanoa a disponer de su cuenta que se han de tener en cuenta son: 1) si el objetivo buscado es social o individual, por un lado (porque el sentido de obligar a alguien a ser vacunado no puede ser la protección de quien es así forzado, sino la de los demás); y 2) si, además, tenemos certezas suficiente sobre la eficacia de la medida para lograr los objetivos pretendidos (unas mayores tasas de vacunación que, a su vez, redunden en una mejor protección de todos frente a la pandemia).
Resulta bastante obvio, en coherencia con los valores de autonomía y libertad individual, pero también de dignidad de la persona, que poco a poco hemos ido interpretando en nuestros Estados de Derecho de maneras que cada vez más responsabilizan al individuo de su propio destino y decisiones, que una obligación de vacunación a quienes no quieren estarlo que aspire únicamente a proteger a estas personas, cuando hablamos de sujetos dueños de sus propios destinos, es difícilmente aceptable en una sociedad democrática liberal. Las mismas razones que nos impiden prohibir el suicidio serían plenamente de aplicación, en el peor de los casos, para entender que la vacunación obligatoria de adultos va contra algunos de los valores básicos en los que fundamentamos la convivencia. Cuestión distinta puede ser la protección de niños o personas que, por la razón que sea, estén en una situación de dependencia respecto de otros, donde la decisión última puede ser la que la sociedad en su conjunto considere más beneficiosa para ellos. Pero en el resto de casos sólo es posible quebrar la voluntad del sujeto de no vacunarse si, con ello, se consiguen claros beneficios para otros ciudadanos, para el resto de la sociedad que, en consecuencia, justifiquen esta restricción evidente (y muy intensa, por afectar a la capacidad de disponer sobre nuestro propio cuerpo) de la libertad y autonomías individuales.
Así pues, un primer elemento central para poder establecer esta obligación con carácter general, más allá de cuestiones jurídicas como que, evidentemente, debería ser impuesta por ley, es que exista una clara finalidad de protección de terceros. Y, para que esta finalidad permita válidamente aprobar una ley en este sentido hay que tener datos suficientes, fehacientes y sólidos (y proporcionarlos a expertos y opinión pública) sobre la eficacia de la vacuna para prevenir la enfermedad y, como consecuencia de ello, para quebrar la cadena de contagios de un modo suficientemente relevante como para los efectos de una vacunación obligatoria sean perceptibles y supongan una clara diferencia a mejor sin la que, como es obvio, no quedaría justificada la imposición de la obligación. Los países que establecen la vacunación obligatoria para niños contra ciertas enfermedades (por cierto, Francia entre ellos, lo que permitiría decirle a Macron que, a la vista de la tradición jurídica de su país, podría dedicarse más a trabajar para poder construir con rigor una justificación para vacunar obligatoriamente a la población si de verdad lo cree necesario antes que insultar a quienes no quieren hacerlo), de hecho, así lo hacen ya. Y, si esta primera evidencia es clara, no es demasiado problemático así establecerlo si se considera necesario. Para lo que es importante que, además, se cumpla la segunda condición.
Porque un segundo elemento que hay que tener en cuenta es si obligar a vacunarse a la población va a ser o no la estrategia más eficaz en la práctica. Para lo cual, por supuesto, la evidencia epidemiológica ha de acompañar, en primer término, como ya se ha dicho. Pero, y también, hay que tener en cuenta y realizar una evaluación sincera y rigurosa respecto de qué va a significar esa “obligación”, cómo se va a controlar y perseguir a quienes no cumplan con ella, los costes que ello supone si se pretende de verdad llevarlo a cabo y, muy especialmente, si existen otras estrategias menos restrictivas (información a la ciudadanía por muchas vías, fomento y facilitación de la vacunación, llevar las vacunas a quienes pueden tener menos acceso a las mismas o están en situación de vulnerabilidad socioeconómica…) que puedan lograr los mismos o incluso mejores resultados, lo que las haría sin duda mucho más aconsejables. Por ejemplo, que un país como Francia tenga en estos momentos tasas de vacunación infantil, respecto de sus vacunas obligatorias, bastante peores que España nos da una idea clara de que a veces la estrategia aparentemente más audaz y agresiva, establecer la obligatoriedad, no tiene por qué ser necesariamente la mejor.
Con la vacunación respecto de la COVID-19 estamos muy probablemente en una tesitura similar. Tenemos datos suficientes para pensar que la vacunación es útil para combatir la enfermedad y evitar sus mayores complicaciones y, en menor medida, que además sirve para dificultar los contagios (aunque también hemos vivido esta última ola de diciembre 2021-enero2022, que nos demuestra que ni siquiera unas muy altas tasas de vacunación eliminan del todo los contagios), por lo que da la sensación de que sus efectos más claros son a día de hoy de protección más bien individual y sólo en segunda instancia e indirectamente, coadyuvar con ello a la protección social frente al virus. Adicionalmente, sin duda, la presión hospitalaria que generan las altas tasas de contagios entre no vacunados, y la mayor incidencia entre éstos de casos graves, con el consiguiente efecto de colapsa sobre el sistema sanitario puede indirectamente, por ello, poner en riesgo a otras personas, lo que también es un elemento de beneficio social no desdeñable, aunque de nuevo indirecto. Así pues, habiendo beneficios sociales claros, probablemente éstos no son a día de hoy los más importantes (o no lo son aún) y la vacunación, sobre todo, está siendo orientada a proteger a quienes se vacunan. Esta primera constatación obliga a ser especialmente cuidadoso con el establecimiento de una obligación de vacunación si hay medidas de incentivación indirecta de la misma que puedan ser igualmente efectivas. Que en España un 85% de la población esté ya vacunada y que con medidas indirectas como el pasaporte COVID para ciertas actividades no esenciales (de ocio en lugares cerrados, esencialmente) se esté logrando su incremento hace pensar que probablemente esta estrategia sea más acertada a medio y largo plazo, además de más respetuosa. En parte porque la obligatoriedad de las vacunas, como vemos en otros países, genera reacciones de sospecha y rechazo que, en cambio, desaparecen cuando los efectos de las vacunas son claros, la información sobre los mismos transparente y, sobre todo, los poderes públicos le ponen muy fácil a los ciudadanos acceder a éstas.
Es por ello completamente razonable que la OMS siga insistiendo en que la obligatoriedad de la vacuna deba ser el último recurso. En países como España, donde queda aún trabajo por hacer en cuanto a la transmisión de información y, sobre todo, en que el sistema público de salud lleve la vacuna proactivamente a sectores de la población en riesgo de exclusión, se debería poder incrementar la tasa de vacunación, ya alta, todavía más. Es quizás menos sencillo que acudir al cómodo expediente de la obligatoriedad. Requiere de más esfuerzos. Y, sobre todo, requiere de una voluntad pedagógica poco en boga en nuestros días sobre la solidaridad e interdependencia que conlleva vivir en sociedades como las nuestras, así como sobre las obligaciones (aunque no sean jurídicas siempre) que ello nos genera inevitablemente respecto de los demás. Pero, si se hace bien, y tenemos datos que así lo avalan, esta aproximación acaba siendo infinitamente más útil. Y más garante de la libertad individual y del respeto que nos han de merecer el resto de ciudadanos que no piensas como nosotros. Cuestión ni mucho menos menor si, a la postre, de lo que vamos a hablar con una hipotética obligatoriedad de la vacuna es de pasar de un 90% a un 100% de población vacunada, lo que supone incrementar el porcentaje desde unas cotas que, a poco que se conozcan los modelos sobre inmunidad de grupo y transmisión de enfermedades contagiosas, deberían ser más que suficientes, con vacunas que sean realmente efectivas, para minimizar sobremanera los problemas sociales y las afecciones negativas a los demás que pudiera generar una concreta decisión individual de no vacunarse. Decisión que, por inadecuada e incorrecta que nos parezca a casi todos a la vista de los datos, no deja de ser íntima, personal y referida al propio cuerpo, por lo que, en ese contexto, y si son así las cosas, parece mucho mejor que sea respetada. También para el resto de la sociedad, para todos nosotros, a medio y largo plazo. Porque supongo que a todos nos conviene que se vayan sentando precedentes de relieve, y en casos difíciles y controvertidos, a favor el respeto a nuestra autonomía, libertad y dignidad individuales. Que es algo que, aunque a veces no lo parezca, también está en juego en tiempos de pandemia y cuya bandera no hemos de dejar enarbolar sólo a supuestos rebeldes sin más causa que cierto egoísmo en gran parte originado por poder disfrutar muchas veces de una mayor seguridad personal por su situación socioeconómica, de salud o simplemente de edad. No dejemos que puedan llegar a tener un ápice de razón y, sencillamente, hagámoslo bien.
– – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – –
Publicado orginalmente en Valencia Plaza el 9 de enero de 2022
No se trata de hacer leer | RSS 2.0 | Atom | Gestionado con WordPress | Generado en 0,881 segundos
En La Red desde septiembre de 2006