Reformas electorales post-indignados

Es curioso cómo la clase política asume e integra casi cualquier movimiento social o planteamiento reivindicativo que asome en los medios de comunicación, lo deglute y lo acaba logrando incorporar a un estado de cosas muy estable, legado de la transición, que hace que aquí casi todo pueda cambiar sin que, en el fondo, nada haya variado. Pero cuando se habla del sistema electoral es muy complicado tocar nada en serio sin que haya profundos equilibrios que se vean alterados. Por este motivo, y a salvo de que se trate de introducir meros retoques cosméticos, hay un punto de las reivindicaciones de los llamados «indignados» que es muy complejo que nuestra clase política asuma: cualquier cambio de una mínima profundidad respecto de cómo se traducen votos en poder real. Sería, más o menos, como que el Real Madrid y el Barça se avinieran de buenas a primeras a cambiar el modelo de reparto de derechos televisivos de nuestra Liga de Fútbol. Tanto en un caso como en otro, sólo veremos cambios de verdad si se produce una situación de crisis tal del modelo actual que no haya más remedio que cortar por  lo sano. Que sea tan evidente que el tinglado se desmorona que incluso el que ha disfrutado de una arquitectura que le ha situado, y apuntalado, bien alto sea consciente de que ya ni a él le conviene estar ahí arriba si todo se está viniendo abajo (o puede acabar así).

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Puestos a cerrar teles autonómicas, ¿por qué no cerrar TVE?

Una de las consecuencias más evidentes de la crisis económica que nos azota es que las autonomías están en el punto de mira como sospechosas por definición de ser causa de derroche e ineficiencia. En el fondo, es un viejo prejuicio, que resulta sencillo de entender si atendemos a los orígenes de las autonomías y a nuestro modelo de reparto de poder. En los Estados Unidos, donde el federalismo se ha construido desde otras coordenadas, el que suele ser sospechoso de tener cierta tendencia al derroche es el Estado federal. Y probablemente, tanto allí como aquí, este prejuicio en favor de unas Administraciones y en contra, sistemáticamente, de otras, tiene más que ver con la manera social y psicológica con la que se construye el debate público que con la realidad.

Lo cierto es que en nuestro país los datos no avalan el prejuicio de que las Administraciones derrochadoras por excelencia sean las Comunidades Autónomas. Globalmente, y excuida la Seguridad Social, las Comunidades Autónomas tienen a su disposición más o menos el mismo presupuesto en España que el Estado. Teniendo en cuenta que los dos grandes vectores de gasto y presión asistencial existentes, que son sanidad y educación (podría haber un tercero, asistencia social y dependencia, pero de momento no ha sido desarrollado en demasía, en parte porque el Gobierno central ha pretendido que la mayor parte del nuevo gasto que generaría su puesta en marcha lo asumieran también las propias CC.AA., ya bastante exprimidas), corren a cargo de las Comunidades Autónomas, es sencillo entender las razones por las que el Gobierno central, como hemos de reconocer si somos sinceros, suele ir siempre bastante más desahogado que las autonomías. Y se puede permitir, a la hora de la verdad, más gasto suntuorio, más derroche electoral, más cositas como enterrar 10 millones de euros en diccionarios históricos hechos con el único objetivo de repartir dinero entre amigotes, así como ser el único responsable de hacer grandes infraestructuras (lo que permite controlar con puño de hierro ciertos resortes importantes, pues a una comunidad poblada y rica como por ejemplo la Comunidad Valenciana plantearse hacer y pagar 50 kilómetros de vía férrea de prestaciones modernas le cuesta hipotecar cualquier otra obra pública en 10 años)… así como, también, recortar gasto con más facilidad cuando vienen mal dadas. Las Comunidades Autónomas, en cambio, como no se pongan a recortar en Sanidad o Educación (ya vemos qué está pasando desde hace meses en Cataluñam en anticipio de por dónde irán los recortes en breve en todas partes) mal tienen esto de meter la tijera y que la cosa tenga efectos económicos apreciables.

Frente a esta situación, en los últimos tiempos se empieza a escuchar un unánime coro que lo tiene claro. Si no hay dinero, pues que se cierren las televisiones autonómicas, caray, que cuestan una pasta y, a la hora de la verdad, no sirven de nada. Son gasto superfluo, nos dicen, que lo único que pretende es servir a objetivos electorales de los dirigentes regionales cuando no, directamente, a construir y alentar sentimientos antiespañoles sin cumplir con ningún objetivo público a cambio del dinero enterrado en ellas. Para dar servicio público, además, ya está TVE, ¿verdad? Que hace lo mismo o más que las autonómicas y mucho mejor. Pues eso, que se cierren.

La propuesta, sin embargo, desconoce muchas realidades que no conviene perder de vista. La primera, que TVE es mucho más cara que las cadenas autonómicas. La segunda, que es dudoso que competencialmente, desde un punto de vista estrictamente jurídico, TVE esté más legitimada constitucionalmente que las autonómicas, sino más bien al contrario. Y la tercera y principal, que además el hecho de que la Constituciónvaya en esa línea tiene un sentido, y éste es que, por definición, los objetivos de un servicio público audiovisual de calidad y moderno, en un Estado como el nuestro, se cumplen mucho mejor con televisiones autonómicas que con una gran televisión estatal. Veámoslo por partes.

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