Corporativismo judicial

Hasta esta semana me había resisitido a comentar nada respecto de las manifestaciones de protesta que todo tipo de jueces y secretarios judiciales vienen realizando en protesta por la injerencia política en sus actuaciones y, sobre todo, por la cacería organizada contra algunos de sus compañeros. Pero la insistencia del ministro Bermejo en lanzar a la opinión pública contra los jueces, leída con atención la entrevista que este fin de semana le concedía a El País (o, más bien, dada la útil plataforma que supone disponer de dos páginas del periódico un domingo para hacer llegar a la opinión pública el mensaje demagógico de turno, que El País le concedía al Ministro), obliga a decir algo, al fin, sobre este asunto. Con la inevitable vergüenza que supone salir a la palestra a apuntar lo obvio. Uno tiene la sensación, en tal caso, de hacer un poco el ridículo. Porque, ¿acaso no es un poco pretencioso asumir que hace falta que alguien lo diga? ¿Uno más? ¡Como si no se hubiera explicado esto mismo ya lo suficiente, prácticamente por cualquier persona que sabe de qué va el asunto!

Arriesgándome a descubrir el Mediterráneo de turno, me limito a señalar que, como cualquier persona dedicada a esto del Derecho, asisito alucinado a la persecución desatada contra un juez y una secretaría judicial y a la surrealista competición de Gobierno, oposición y medios de comunicación por dejar claro que cada uno de ellos es quien más «ejemplaridad» en la sanción exige. Sin ser, creo, en absoluto sospechoso de albergar demasiadas simpatías hacia la clase judicial española, justamente criticada muchas veces por su corporativismo o por su falta de sensibilidad social en no pocas parte ocasiones, no se me escapa, como a casi nadie mínimamente informado, que aquí no estamos refiriéndonos a nada que tenga que ver con que los jueces trabajen mucho o poco, con que persigan esencialmente sus intereses antes que los de la sociedad, o con que tengan en su mayoría una extracción y posicionamientos que reflejan muy escasamente su equivalente en el resto de la sociedad. Aquí estamos hablando de un problema que se produce en un determinado juzgado como podría haberse producido en cualquier otro, porque la causa última del mismo no tiene nada que ver con la manera en que desempeñaron sus funciones los responsables a los que el azar quiso poner en medio del trágico suceso. Al igual que, por ejemplo, la culpa de que a Rodríguez Menéndez, estando condenado, le dieran el pasaporte que le permitió huir de España, no fue del policía concreto que se lo entregó. Se trata de cuestiones, de fallos, de defectos de nuestro sistema judicial o policial, más profundos y estructurales. Subirse a la ola de pública indignación contra el juez al que la casualidad ha puesto en medio de todo este fregado para tratar de sacar réditos políticos con todo el asunto es de una obsecenidad sólo atemperada porque, la verdad, nos vamos acostumbrando a que estas cosas pasen. Asistir a la reiterada obcecación del Ministro por coronarse como desfacedor de entuertos judiciales por la vía de sancionar ejemplarmente al juez empieza a pasar de castaño oscuro. Más que nada por la reiteración y el empeño en hacer el ridículo, conscientemente de que la actuación es impresentable, pero en la esperanza de que aunque ésta sea la opinión de todos los que nos medio enteramos de cómo son estas cosas, eso no tiene demasiada importancia si, a cambio, se logra que el 90% restante de los ciudadanos se queden con la imagen de que los jueces son malvados y vagos, que no hacen su trabajo y se defienden entre ellos, ¡incluso cuando su incompetencia y descuido derivan en la muerte de una niña de 5 años!

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Cambiar el pasado – Miguel Azpitarte

Cambiar el pasado es excelente un libro que acaba de publicar Miguel Azpitarte, profesor de Derecho constitucional en Granada, en la editorial Tecnos. La obra versa sobre una de las cuestiones asociada a más problemas prácticos pero, a pesar de ello, menos tratada en nuestro Derecho: la retroactividad de la ley no punitiva. Y es que, si bien hay una abundante bibliografia y una sólida y precisa jurisprudencia en lo que se refiere a la ley penal (y por extensión a cualquier norma sancionadora), resulta llamativo hasta que punto, en cambio, subsisten las vacilaciones en lo que respecta a los concretos perfiles y, muy especialmente, límites constitucionales a la retroactividad fuera de ese ámbito.

Es ésta una cuestión, además, a la que me tuve que enfrentar en su día, de forma tangencial, cuando estudié los problemas de constitucionalidad de las leyes de convalidación. En la medida en que, por definición, una convalidación legislativa despliega efectos retroactivos, es obvio que constitucionalmente no será posible aprobarlas allí donde haya un límite a la retroactividad. Así, como es evidente, no podrá haber convalidación legislativa cuando estemos dentro del ámbito proscrito por el art. 9.3 de la Constitución, esto es, referidas a «disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales». Y, como decía, si bien es más o menos posible aprehender qué entiende nuestro Derecho por «disposiciones sancionadoras no favorables» (con lo que respecto de éstas no cabrá convalidación legislativa alguna) no es, ni mucho menos, fácil ni pacífico concluir de manera categórica qué es lo que la Constitución española entiende por «restrictivas de derechos individuales». Aunque esté claro, pues, que no habrá convalidación legislativa, como no habrá ley retroactiva de otro orden, que genere tal efecto de «privación» sobre lo que sean «derechos individuales», la discusión en torno a qué signifique exactamente aquélla y a cuál es el concreto ámbito de los derechos individuales dista de estar zanjada (pueden consultarse aquí algunas conclusiones al respecto, necesariamente sintetizadas).

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Apostasía

El Tribunal Supremo ha zanjado definitivamente, al menos por el momento, la cuestión respecto de la naturaleza del registro de bautismo que la Iglesia Católica históricamente ha llevado y donde, para bien o para mal, figuramos casi todos. Y lo ha hecho, por medio de una Sentencia de su Sala Tercera, siendo Margarita Robles la ponente de la misma, que considera que la inscripción del bautismo se corresponde con un archivo que atestigua un hecho histórico y no con un fichero que almacene datos personales para permitir su posterior tratamiento y consulta, de lo que se derivaría que tales datos podrían ser rectificados y cancelados por sus titulares. Esto es, el Tribunal Supremo ha dado la razón a la Iglesia Católica, que había visto cómo la Agencia de Protección de Datos y la Audiencia Nacional habían aceptado las tesis de algunos de los muchos ciudadanos que, deseosos de apostatar, y ante la imposibilidad (o enormes dificultades) planteadas por la Iglesia Católica española para hacerlo, optaron por argüir que estábamos ante un fichero con datos de carácter personal y que, en consecuencia, la legislación en materia de protección de estos datos les protegía y amparaba en sus reclamaciones, en concreto, por la vía de exigir la cancelación del registro o, al menos, la anotación junto al mismo de la intención de «darse de baja» (o como queramos llamar, en términos de «ficheros», a esta peculiar manera de apostatar).

La sentencia del Tribunal Supremo (por cierto, colgada desde ayer en su integridad en el esencial repositorio documental jurídico a cargo de Lorenzo Cotino) es, a mi juicio, muy interesante. Pone de manifiesto un par de cuestiones conflictivas de evidente actualidad sobre las que merece hacer algún comentario pero, además, permite reflexionar mínimamente sobre ciertos usos instrumentales del Derecho y de los derechos, sobre su conveniencia y sobre sus límites: en definitiva, sobre si cierto uso alternativo del Derecho (de los derechos, en este caso) ha de ser admitido, por muy nobles que sean las finalidades perseguidas con ello, o si por el contrario corremos en tales casos el riesgo de caer, más bien, en abusos, alternativos o no, en la interpretación de los mismos. Y a la larga, por muy evidente que se nos pueda antojar a corto plazo la ganancia, los abusos no traen nada bueno. Porque igual que las instituciones jurídicas pueden malearse en un sentido que nos es caro, conviene no olvidar que también lo podrán ser, en tal caso, con orientaciones diferentes, a poco que la correlación de fuerzas políticas, o que el juez de turno, tengan otro parecer. Y, si así ocurriera, ¿cómo podríamos criticar semejantes desviaciones si, cuando más o menos nos gustaba a dónde conducían en otros casos, hemos aceptado sin problemas que se funcionara, por así decirlo, de forma «jurídicamente imaginativa»?

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