COVID-19: La batalla jurídica contra la pandemia y los estados de alarma ‘territorializados’

Durante lo que llevamos de año hemos ido aprendiendo poco a poco, como sociedad, a lidiar con la compleja situación sanitaria, pero también social y económica, derivada de la pandemia de COVID-19 que se ha ido extendiendo por todo el mundo. En este proceso de aprendizaje, como es fácil de entender, la mejora de la respuesta médica y científica es absolutamente clave. Pero no es la única que hemos de ir perfeccionando. También desde las instituciones se ha de ir mejorando la respuesta, así como puliendo el empleo de las herramientas jurídicas –mejorando las ya existentes o incluso haciendo acopio de algunas nuevas– que se utilizan para ello. 

De hecho, muchas veces la posibilidad de poner en marcha la respuesta epidemiológica necesaria en cada momento dependerá de la existencia y buen uso de los medios jurídicos a disposición de las autoridades para su más correcto y eficaz despliegue. A estos efectos, y aunque haya sido poco a poco, parece que ya tenemos una idea clara de cuáles son los instrumentos básicos con los que contamos en el Derecho español y cómo pueden y deben ser afinados para sacarles un mejor rendimiento. 

Como explicaremos a continuación, hasta la fecha hemos desarrollado dos alternativas bien diferentes en distintos momentos de la crisis: el estado de alarma, por un lado, y la gestión ordinaria de las Comunidades Autónomas por otro, al que parece que se ha unido recientemente la propuesta del gobierno de España de poner en marcha estados de alarma “territorializados”. Analicemos brevemente lo que permite cada uno de ellos.

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El baile “agarrao” entre Estado, Comunidades Autónomas y jueces para una mejor gestión de la pandemia de Covid-19

En un artículo publicado en los momentos iniciales de expansión de la pandemia de Covid-19 por Europa y los Estados Unidos de América, todavía en marzo de 2020, el ingeniero estadounidense Tomas Pueyo comparaba la reacción pública necesaria para combatir la expansión de la enfermedad con un martillazo inicial para intentar como fuera “aplanar la curva” y minimizar los contagios en la fase de descontrol inicial -lo que exigiría medidas muy severas, incluyendo muy probablemente confinamientos estrictos y prolongados de la población- que debería ser seguido de un “baile” con el virus en el que las sociedades habían de aprender a hacer vida social y económica con ciertas restricciones y limitaciones para mantenerlo a raya -restricciones modulables según las necesidades de cada momento y lugar, adaptándose a la situación concreta según el momento de evolución de la pandemia-. El artículo “Coronavirus: The Hammer and the Dance”, que fue muy comentado en su momento, anticipó a la perfección la fase actual en la que muchas sociedades occidentales, y en concreto España, nos encontramos en estos momentos, semanas después de concluido el primer y necesario martillazo inicial para poner a raya una espiral de contagios que se descontroló durante la primavera pasada. La gestión de los focos de rebrotes producidos tras el fin del confinamiento y el levantamiento paulatino de las muy estrictas medidas iniciales de control, e incluso la constatación de que en ciertos lugares probablemente nunca haya dejado de haber transmisión comunitaria de la enfermedad que en esta nueva fase inevitablemente se incrementará, obligan a comenzar a ensayar ese tipo de “danza” con la enfermedad, de la que este verano estamos pudiendo tener una especie de primera aproximación.

En efecto, y mientras no exista vacuna efectiva o cura de la enfermedad, al ser esta muy contagiosa y cursar de forma grave un porcentaje significativo de enfermos -especialmente, pero no sólo, en personas mayores- la previsión es que el otoño y el invierno puedan traer rebrotes aún mayores de los que ya estamos teniendo. La apertura de escuelas y Universidades y el desarrollo de la actividad económica, que a partir de septiembre se aspira a que se retome con la mayor normalidad posible, pasa por que aprendamos a bailar cuanto antes y con eficacia, con pasos bien coordinados y rápida ejecución de las medidas necesarias para poder contener los contagios del modo más eficiente, a la vez que tratando de perturbar al mínimo la vida económica y social.

Para poder operar correctamente este baile es muy importante tener información lo más completa y actualizada posible, así como datos debidamente territorializados, con el mayor grado de transparencia y calidad, a fin de permitir no sólo la mejor toma de decisiones sino su contraste, estudio y, en su caso, crítica. Información que además ha de ser muy completa y de calidad a una escala regional e incluso local, dado que la danza con los brotes y rebrotes se ha de hacer muy cerquita y “agarrada”, atendiendo a las particularidades de cada lugar. No tiene sentido aplicar las mismas recetas para todo el país cuando la incidencia de la enfermedad varía notablemente dependiendo de regiones, ciudades e incluso barrios. La importancia de realizar este peculiar baile que hemos de afrontar con atención a la concreta situación de cada territorio pone en valor la existencia de instituciones de base territorial y sus funciones en esta materia. A partir del diseño institucional de cada sociedad, la adaptación de las mismas a la gestión de la pandemia puede ser más sencilla o más complicada. En el caso español, en principio, tenemos la suerte de que no debiera ser particularmente compleja una adaptación fácil, dado que contamos ya con un modelo de distribución territorial del poder de base territorial moderadamente avanzado. Aparecen aquí nuestras Comunidades Autónomas y sus instrumentos de coordinación en el despliegue de sus políticas sanitarias con los entes locales, llamados a tener un creciente protagonismo en las próximas fases de la crisis, como de hecho ya lo están teniendo en las últimas semanas. Y precisamente de esta experiencia inicial podemos extraer algunas lecciones sobre desajustes y el funcionamiento del marco jurídico español, en su interpretación más convencional, de indudable interés.

Jurídicamente, en definitiva, a esa danza entre nuestras sociedades y la pandemia para intentar poder dar cauce a nuestra cotidianidad con los menos trastornos posibles se une en nuestro caso otro baile, el que van a tener que desarrollar las distintas Administraciones públicas, empezando por el Estado y siguiendo por las Comunidades Autónomas, pero también el que deberán llevar a cabo con los jueces que han de controlar la proporcionalidad y necesidad de las diferentes decisiones adoptadas por los poderes públicos. Vamos a asistir a un “baile agarrao” donde Estado, Comunidades Autónomas y jueces han de moverse muy juntitos y a la par: de su correcta coordinación y de una ejecución precisa de sus pasos, tanto en lo epidemiológico como en lo jurídico, dependerá que pueda desarrollarse con éxito. Y de ese éxito dependerá en gran parte que podamos aspirar a retomar en el próximo otoño e invierno la vida social y económica con la mayor normalidad posible, tan necesaria para minimizar los ya severos trastornos que la pandemia de Covid-19 ha generado durante lo que llevamos de 2020 y que éstos no vayan a más.

En este breve comentario voy a intentar de explicar, tratando de normalizarlas o “naturalizarlas” -como es común decir estos días-, cómo han de funcionar esas relaciones y cómo establece nuestro ordenamiento jurídico que puedan llevarse a cabo, a la luz de lo que ya estamos viendo y del marco legal y constitucional de que disponemos. Para ello, y frente a lo que ha sido frecuente hasta la fecha, trataré de explicar que los problemas de articulación en punto a la adopción de medidas a escala regional o local por las Comunidades Autónomas debieran ser mucho menores de lo que habitualmente se ha dicho, así como señalar cómo la propia evolución de los acontecimientos está llevando de modo natural a un entendimiento más razonable y acorde con lo que son las reglas de interpretación en Derecho de estas posibilidades de actuación de las Comunidades Autónomas, en contraste con la reacción inicial de nuestras instituciones, fuertemente condicionada por los tradicionales reflejos centralistas del gobierno central y el aparato mediático, que parecía entender que más allá de una reacción articulada por un mando único estatal, igual para toda España, y articulada por medio de un estado de alarma, nada había que hacer. 

A estos efectos, en un primer lugar, trataré de exponer de forma sucinta cuál es la relación entre Estado y Comunidades Autónomas a la hora de ejercer competencias en esta materia y cómo habrían de articularse para adoptar medidas frente a la pandemia en esta fase posterior a la desescalada. A continuación, me ocuparé también brevemente de las relaciones de las Administraciones Públicas con los jueces en su función de control de las decisiones tomadas por aquéllas, pero atendiendo a ambas direcciones: a la hora de ejecutar los pasos de ese “baile agarrado” del que hablamos les corresponden a unos el control sobre las primeras, pero también hemos de atender a los pasos de la parte administrativa de esta peculiar pareja de baile, que también puede y debe reaccionar frente a decisiones judiciales que se estimen incorrectas a efectos de no perder pie. Elemento este último que, en contra de lo que muchos parecen creer, forma parte también de la partitura habitual de cualquier Estado de Derecho, donde los jueces difícilmente tienen la última palabra en cuestiones generales que afectan al interés público si su postura no es compartida por el conjunto de la ciudadanía.

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Las competencias autonómicas durante el estado de alarma y la desescalada

Tras doce semanas, prácticamente tres meses ya, de vigencia del estado de alarma que ha vehiculado la respuesta española a la crisis provocada por la pandemia de COVID-19, podemos extraer algunas conclusiones sobre cómo ha respondido nuestro sistema constitucional a esta “prueba de estrés”. Un análisis que es tanto más interesante cuanto es justamente en situaciones de crisis como las que hemos vivido cuando afloran los posibles problemas y debilidades de los sistemas institucionales y jurídicos, así como todas las cosas que quizás estaban rotas sin que nos hubiéramos dado cuenta. En este caso, la respuesta del sistema permite entender bastante bien hasta qué punto la descentralización en España es menos intensa de lo que en ocasiones queremos creer y cómo de intensos son las reacciones reflejas de corte centralizador a la mínima que se presenta un problema. Veámoslo.

Como es sabido, el Decreto 463/2020 declaró el estado de alarma para tratar de garantizar una más eficaz respuesta a la crisis tras unas semanas previas de cierta pasividad por parte de las autoridades sanitarias estatales. Hasta ese momento, en ejercicio de sus funciones tanto de coordinació y centralización de la información, como de adopción de las medidas para el control de epidemias que puedan afectar a todo el territorio nacional (competencias que le reconocen tanto la Ley 14/1986 General de Sanidad (LGS) como la Ley 33/2011 General de Salud Pública (LGSP) y que se han desplegado siempre que ha sido necesario sin mayores problemas de forma generosa, sin que ninguna Comunidad Autónoma haya puesto nunca objeción alguna al protagonismo en estas funciones del Centro Nacional de Epidemiología y del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias) habían actuado de una forma que podría calificarse, siendo generosos, de prudente: estableciendo protocolos de contención que debían seguir las diferentes Comunidades Autónomas, en tanto que competentes para estas cuestiones, así como transmitiendo información a la población sobre la pandemia y recomendaciones de prevención que, por lo demás, no se han demostrado a posteriori excesivamente precisas.

Por su parte, y en ese estado inicial de la crisis, tampoco la actuación de las administraciones autonómicas en ejercicio de sus competencias en materia sanitaria había sido particularmente intensa, aunque sí algo más que la que venía del Estado. De hecho, algunas Comunidades Autónomas ya habían establecido restricciones para algunas actividades o espectáculos que podían suponer un riesgo de propagación. Por ejemplo, la Generalitat Valenciana obligó a la celebración de un partido de fútbol entre el Valencia CF y el Atalanta a puerta cerrada o anunció la cancelación de fiestas populares como les Falles de València o la Magdalena de Castelló. Estas medidas incluyeron confinamientos selectivos en algunas Comunidades Autónomas como Canarias (confinando a un millar de clientes de un hotel) pero también otros que ya afectaban a barrios (en este caso, a propuesta de las autoridades estatales, en Haro, La Rioja), poblaciones (Arroyo de la Luz, en Extremadura) o incluso comarcas (la Conca de l’Òdena, Cataluña) enteras, siendo el más importante el que declaró el gobierno de la Región de Murcia respecto de varias localidades costeras, que suponía el confinamiento de casi 350.000 personas. Como puede constatarse, las Comunidades Autónomas, con mejor o peor tino, habían ido actuando haciendo uso de las competencias que les reconocen tanto las referidas LGS 1986 y LGSP 2011 y, sobre todo, la Ley Orgánica 3/1986 de Medidas Especiales en Materia de Salud Públicas (LOMEMSP), que es la norma que habilita para la adopción de decisiones limitativas. Es interesante constatar, además, que hasta ese momento nadie cuestiona que las Comunidades Autómomas puedan actuar en este sentido, y que además son muchas de ellas (y de muy diversas características y signo político) las que hacen uso de estas competencias.

La decisión del gobierno estatal de declarar el estado de alarma por medio del mencionado Decreto 463/2020 supone una cesura clara en la respuesta jurídica frente a la situación, que podría quizás haber seguido siendo realizada con protagonismo autonómico y coordinación federal (a la manera de lo planeado desde el principio por la República Federal de Alemania, que luego han respetado durante toda la crisis, por ejemplo) pero que a partir de este momento pasa a ser liderada y centralizada por el gobierno central, con mando único a cargo del Presidente del gobierno que, según el propio decreto, delega algunas de las funciones en cuatro ministros (todos ellos, también, miembros del gobierno del España, sin que, por ejemplo, se optara por nombrar como autoridades delegadas a los presidentes de las Comunidades Autónomas, algo que habría sido jurídicamente posible pero que se desestima). Es decir, a partir de ese momento, y en lo que es en realidad la más importante transformación jurídica que supone la aprobación del mencionado decreto de estado de alarma, la respuesta pasará a ser responsabilidad única y excluiva del gobierno central, que por medio de este instrumento jurídico asume todos los poderes y competencias.

Es interesante señalar que esta elección es perfectamente posible y constitucional a partir del modelo de respuesta a situaciones de emergencia del artículo 116 de la Constitución y, en concreto, de lo contenido en el art. 116.2 CE para el estado de alarma. De hecho, la Ley Orgánica de desarrollo, LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio (LOEAES) regula el estado de alarma como un instrumento expresamente adecuado para hacer frente a situaciones de crisis provocadas por epidemias y pandemias. La activación del mismo depende pues de la decisión del gobierno, que ha de ser en todo caso necesaria y proporcional a la situación existente, y que ha de decidir qué tipo de medidas al amparo del estado de alarma adoptar de modo que se respeten esos criterios (sobre estas cuestiones, pueden consultarse los interesantes e informativos comentarios realizados por Vicente Álvarez, Flor Arias y Enrique Hernández que ha ido publicando el INAP o el análisis sobre esta cuestión de la interesante serie que ha publicado Miguel Ángel Presno en su blog). Para controlar que así es, por una parte, y como es evidente, el Tribunal Constitucional podrá revisar esta cuestión, aunque también es obvio que este control ha de ser deferente con el gobierno y enmendarle la plana en caso únicamente de una manifiesta arbitrariedad o una falta de proporción tan excesiva que desnaturalice la respuesta. Junto a este control, la Constitución impide que el estado de alarma se prolongue más de 15 días sin que haya una intervención del parlamento, que ha de aprobar las posibles prórrogas, en lo que supone un control adicional, en este caso de tipo político, que se añade al estricto control jurídico que lleva a cabo el Tribunal Constitucional.

Ahora bien, que declarar un estado de alarma para hacer frente a una situación como la que hemos vivido sea perfectamente constitucional no implica, ni mucho menos, que sea además constitucionalmente obligado. Como ya se ha dicho, y como hemos visto que ha sido el caso en la respuesta frente a la pandemia protagonizada por otros Estados descentralizados (en la Unión Europea puede constatarse que el recurso a los poderes de emergencia del ejecutivo ha sido una constante para hacer frente a la crisis, aunque no con tanta intensidad como en España, pero, y sobre todo, que la pauta en los estados descentralizados, a diferencia de lo ocurrido aquí, ha sido no alterar el orden constitucional de competencias y seguir permitiendo a las autoridades subestatales ejercerlas con normalidad), habría sido perfectamente posible jurídicamente tratar de afrontar la crisis sin recurrir a este instrumento pero, y sobre todo, habría sido también posible una respuesta por medio de un estado de alarma declinado de forma diferente al que efectivamente desarrolla el Decreto 463/2020 que entró en vigor el pasado 14 de marzo. De estas elecciones realizadas por el gobierno de España, y avaladas por una mayoría del parlamento en las sucesivas prórrogas que se han venido aprobando desde entonces y hasta bien entrado el mes de junio de 2020 (la última de ellas, aprobada esta misma semana), se pueden extraer muchas conclusiones jurídicas sobre el funcionamiento de nuestro sistema jurídico, algunas de ellas particularmente interesantes en relación al Estado autonómico y las competencias de las Comunidades Autónomas, en las que me voy a centrar y que creo que merecen ser referenciadas. A saber:

  1. La presente crisis ha demostrado de forma muy clara que, por defecto, en nuestro sistema (o al menos en los actores políticos que lo protagonizan), y a pesar de que la totalidad de los Estatutos de Autonomía han aprovechado la posibilidad que les brindaba el juego de los arts. 148 y 149 CE para asumir competencias exclusivas en materia de sanidad y de protección civil, se considera que ante una crisis sanitaria de la suficiente gravedad sólo el Estado puede reaccionar eficazmente. Esto explicaría que prácticamente nadie, y tampoco las propias autoridades autonómicas (con la única excepción del Govern catalán), haya considerado criticable que el estado asumiera la respuesta frente a la pandemia orillando totalmente a las Comunidades Autónomas, a pesar de ser en principio las competentes. En esta misma línea, las voces que propusieron de inicio una respuesta al estilo alemán (con una Federación/Estado central centralizando información y coordinando la respuesta, pero dejando que tanto las decisiones concretas para actuar frente a la pandemia como su ejecución fueran responsabilidad de los Länder/CCAA) fueron escasas, por no decir inexistentes, en medios de comunicación, responsables políticos (basta ver las enormes mayorías políticas con las que se aprueban en el Congreso de los Diputados las primeras prórrogas del estado de alarma así declinado, a la que sólo se oponen las CUP y Junts per Catalunya) e incluso en el mundo académico (véase, como excepción, la muy interesante visión crítica de Alba Nogueira en el monográfico sobre la materia de El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho o este vídeo donde yo mismo trataba de poner el acento sobre la cuestión)
  2. Es interesante señalar que este recelo afecta incluso a la interpretación de las normas, que se ha realizado con unos anteojos centralistas que en ocasiones han rozado lo jurídicamente esperpéntico. De hecho, el acuerdo no solo sobre la incpacidad de las Comunidades Autónomas para hacer frente a la crisis sino, también, sobre la falta de base jurídica para que pueda actuar ha sido casi general, por sorprendente que ello pueda parecer cuando hace tan poco como hace unas semanas, como hemos señalado antes, teníamos a gobiernos autonómicos confinando a poblaciones sin mayor problema ni discusión.
    En cambio, sí ha generado discusión jurídica la cuestion referida a si el estado de alarma permite la suspensión absoluta y general de derechos fundamentales (con un generalizado consenso, respetuoso con el tenor literal de la ley vigente, en el sentido de que no es posible hacerlo con este instrumento y que para ello sería necesaria la declaración de un estado de excepción) y, sobre todo, en torno a si las medidas que se habían adoptado, especialmente en las semanas iniciales de confinamiento, suponían tal suspensión (en cuyo caso habrían sido inconstitucionales) o no, cuestión esta última sobre la que ha habido mucho debate (por ejemplo, aquí).
    Sin embargo, no ha sido apenas cuestionado el dogma de que lo que el estado aprobó al amparo del estado de alarma, en el caso de que fuera una mera limitación y por ello constitucional, no habría sido posible haberlo puesto en marcha caso de que no se hubiera declarado el Estado de alarma y la competencia hubiera seguido residenciada en las Comunidades Autónomas. La fortaleza del dogma es tanto más curiosa cuanto la ya referida LOEAES, en su artículo 11, permite de acuerdo con el estado de alarma “limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos”, lo que no es una habilitación normativa para la limitación de derechos fundamentales como los afectados por el confinamiento particularmente potente. El Tribunal Constitucional, por ejemplo, en su STC 83/2016 (FJ 8 in fine), relativa al único precedente de estado de alarma que tenemos, pareció entender también que al amparo de este precepto las limitaciones podían ser más bien puntuales y, valga la redundancia, limitadas. De hecho, la verdadera capacidad de limitación de derechos de forma más intensa dentro de un estado de alarma viene reconocida, en realidad, por el art. 12.1 LOEAES, pero sólo para los casos de estados de alarma declarados para hacer frente a pandemias o epidemias (justamente, pues, nuestro caso). Lo hace por la vía de establecer que en tales supuestos se podrán operar las restricciones previstas en la legislación en materia de sanidad. Unas restricciones que encontramos en el art. 3 de la ya mencionada LOMEMSP, que de forma muy general y amplia, como es habitual en el derecho para hacer frente a emergencias, permite, a efectos de poder controlas enfermedades transmisibles, que las autoridades sanitarias, más allá de todas las medidas de prevención necesarias, puedan también “adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible”. Medidas, como se ve, que pueden abarcar todo lo necesario para impedir el contagio y que, desde 2000, tras la reforma del art. 8.6 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-administrativa, exigen de la inmediata ratificación por un juez de lo contencioso administrativo cuando supongan una “limitación o restricción” de derechos fundamentales.
    Es evidente que esta habilitación, permita o no medidas tan severas como las adoptadas en el momento inicial de la pandemia, las ha de permitir en idéntica medida para las Comunidades Autónomas cuando son éstas las que ejercen sus competencias sanitarias ordinarias como para el mando único del gobierno del Estado que ha tomado las decisiones en caso de estado de alarma, con una habilitación que remite explícitamente a aquellas mismas normas. Sin embargo, esta cuestión jurídica no ha siso apenas resaltada. Incluso en el debate sobre cómo afrontar la atenuación de las medidas de confinamiento propias de la desescalada, de hecho, ha sido frecuente escuchar como mantra que «sólo por medio del estado de alarma se puede limitar la movilidad» como argumento ritual para apuntalar la necesidad de su mantenimiento. Las anteojeras centralistas con las que se analiza nuestro ordenamiento jurídico por casi todos, las más de las veces, e incluso contra la más deslumbrante literalidad del mismo, tendrán pocas ocasiones de exihirse con tanto esplendor como en este caso.
  3. Igualmente orilladas han sido las Comunidades Autónomas en la gestión de toda la llamada “desescalada”, diseñada estando aún vigente el estado de alarma por el gobierno de España a partir de unos informes (por cierto, sorprendentemente secretos todavía a día de hoy) de un comité de expertos (cuya identidad sólo conocemos parcialmente por una nota de EFE). Estas medidas de «desescalada», atenuando poco a poco las limitaciones iniciales, se han articulado a partir de la petición de datos por parte del Estado a las Comunidades Autónomas en forma de informes que posteriormente responsables del Ministerio de Sanidad evaluaban para decidir unilateralmente si iban permitiendo o no relajar limitaciones paulatinamente. Todo ello a partir de unos informes que, aunque no desde el principio, se han acabado por hacer públicos debido a la presión ciudadana y de las Comunidades Autónomas afectadas (no así la identidad de sus autores), de una gran inconcreción y sin que los parámetros empleados se expliciten claramente. A la postre, de ellos se deducía con meridiana claridad que la decisión sobre si las propuestas autonómicas eran adecuadas o no resultaba ser, en el fondo, absolutamente discrecional… e incluso política (respecto del País Vasco, por ejemplo, el voto de algunos diputados vascos en el Congreso ha valido relajaciones adicionales). Este sistema, donde el control de los tiempos, la concreta relajación de las limitaciones e incluso la dimensión territorial en que aplicarlas venía totalmente determinado por el Estado (por mucho que hubiera margen de propuesta autonómica, quien no se adaptaba a lo que el Estado prefería, incluyendo absurdas obsesiones con dimensionar a escala provincial todo el proceso respecto de la que tampoco se ha dado mayor explicación, pagaba las consecuencias) ha generado muchos conflictos y ha vuelto a poner de manifiesto la aproximación extraordinariamente centralista con la que se ha gestionado, innecesariamente, toda la crisis. También en este punto la comparación con otro modelos descentralizados europeos resulta odiosa, porque permite comprobar cómo aquellos países donde se ha permitido a las entidades subestatales el control sobre estas cuestiones han gestionado de manera menos conflictiva y más armónica todo el proceso de atenuación de las restricciones. En general, la corresponsabilidad funciona mucho mejor en este tipo de situaciones, pero para ello, como es evidente, hace falta que haya una efectiva capacidad de decisión en todas las partes, que las responsabilice. Lo que no ha sido el caso en España.
    Sólo a partir de la necesidad de lograr suficientes apoyos para las sucesivas prórrogas del estado de alarma, y sólo por cuestiones de equilibrio parlamentario, ha acabado el gobierno por admitir una paulatina mayor participación autonómica en la toma de estas decisiones, que parece que finalmente garantizará cierto protagonismo de las Comunidades Autónomas en la toma de decisiones en la fase inmediatamente anterior a la desaparición del estado de alarma, debido a las contrapartidas que a cambio de sus votos se han ofrecido a los nacionalismos vasco (PNV, Bildu) y catalán (ERC).
  4. Por último, hay que resaltar que el Decreto 463/2020 impuso también un mando único no sólo respecto de las medidas de paliación de la epidemia sino en lo referido a la respuesta en materia de orden público o, también, en cuestiones de aprovisionamiento. De los problemas del mando único en materia de orden público y protección civil, con incorporación de las Fuerzas Armadas a estas funciones, no hace falta mencionar mucho más allá de constatar que fue el propio gobierno de España el que hubo de acabar retirando a los militares y policías de las ruedas de prensa diarias de seguimiento de la pandemia tras los diversos episodios entre absurdos, ridículos e inquietantes protagonizados (sobre las deficiencias jurídicas de las previsiones del estado de alarma en esta materia, es un clásico ya la crítica al modelo de represión policial «fast and furious» del colega Carlos Amoedo). Aun más rápida aún fue la rectificación respecto de la centralización de compras de material sanitario, donde tras unas iniciales requisas de material destinado a hospitales andaluces que llevó a un corte en las cadenas de suministro que agravó aún más la situación el propio gobierno asumió que su plan inicial de centralización de esta cuestión no tenía sentido, pasando a permitir con naturalidad que cada Comunidad Autónoma siguiera aprovisionándose con normalidad. El gobierno del Estado, a partir de ese momento, pasó ser un agente más en la compra y acopio de material, que luego ha distribuido de acuerdo con sus peculiares criterios, pero ya no aspiró a impedir que las CCAA pudieran también actuar. Así pues, las pretensiones de mejorar la eficiencia gracias a las supuestas virtudes de la centralización han acabado en fiasco, sin que se haya reconocido debidamente que, una vez más, obsesiones y prejuicios sobre las virtudes del mando único frete a consideraciones de eficacia han dificultado más que ayudado en la gestión de la crisis.
    Mención especial merece, en este sentido, el manifiesto desastre en materia de información pública sobre la pandemia, que ya merece incluso atención de la prensa extranjera, hecho por el Ministerio de Sanidad a la hora de comunicar los datos más básicos sobre la evolución de la COVID-19: ni siquiera ha sido capaz Sanidad de centralizar adecuadamente la información sobre el número de muertos. Llama la atención que casi tres meses después la calidad de los datos y la información centralizada sea tan pobre, máxime cuando Comunidades Autónomas como Cataluña llevan dos meses publicando diariamente todos los datos de manera solvente. Datos estos últimos que, por cierto, coinciden a la perfección con los que acaba de publicar el Instituto Nacional de Estadística, poniendo de manifiesto que son las Comunidades Autónomas las que han estado suministrando los datos correctos y completos, mientras que el Estado, increíblemente, ha optado por aprovechar la gestión centralizada de la información para ocultarlos.
    Un último elemento de centralización absurda, y ciertamente peculiar, ha tenido que ver con los protocolos y autorizaciones para realizar pruebas diagnósticas, que el Centro Nacional de Epidemiología, desde el Instituto de Salud Carlos III, ha pretendido centralizar y sólo muy poco a poco ha ido aceptando dar autorizaciones (cuya necesidad se me escapa todavía a adía de hoy) para que otros centros puedan hacerlas. Por poner un ejemplo paradigmático, el centro de investigación de referencia en materia sanitaria de la Comunitat Valenciana, FISABIO, no recibió hasta ¡mediados de abril! atorización desde el Instituto Carlos III para hacer pruebas PCR, cuando ya llevábamos dos meses de pandemia y el pico de la misma, de hecho ya había pasado. Que un centro de investigación de prestigio, al que de hecho el Instituto Carlos III emplea para obtener los datos que luego utiliza en sus estudios, deba esperar a obtener una autorización desde una institución central para realizar pruebas como estas (que cualquier centro privado ha estado haciendo sin problemas previo pago) demuestra un grado de ceguera centralista difícilmente igualable. Una ceguera, recordemos, con consecuencias: la no realización de pruebas suficientes a tiempo ha sido considerada por casi todos como una de las claves por las que la pandemia se descontroló en España mientras países sin estas obsesiones controladoras como Alemania (cuyas Universidades y administraciones regionales han hecho tests desde un primer momento sin ninguna limitación) han podido contenerla mucho mejor.

En definitiva, la gestión de la propia declaración del estado de alarma y, en general, de toda la respuesta a la pandemia por parte del gobierno de España se ha realizado, como hemos podido ver, a partir de unos reflejos pavlovianos automáticos y muy potentes de corte claramente centralista. Como hemos visto, parece que vivimos en un país donde, ante una situación de emergencia (y ello incluso al margen de consideraciones de eficacia, de conveniencia política e incluso jurídicas) el sistema institucional y político muestra una extraordinaria querencia hacia este tipo de soluciones. Incluso frente a situaciones que en nuestro entorno comparado ningún país descentralizado ha resuelto optando por este mismo expediente. Llegando al extremo de aceptar y asumir evidentes problemas de eficacia como peaje a pagar gustosamente a cambio de conservar, contra viento y marea, todas las atribuciones del mando único en manos del gobierno central. Y, todo ello, en un país que se describe a sí mismo habitualmente como «el más centralizado de Europa» (recientemente el presidente del gobierno explicó en sede parlamentaria que los estudios de varios científicos sociales demostraban que éramos el «segundo país más descentralizado del mundo») o como «federal en la práctica»… y contra el reparto constitucional de competencias o contra la literalidad de las normas jurídicas que regulan todas estas cuestiones. Tiene, la verdad, mucho mérito.

Sólo al final ha sido la inevitable lógica política derivada de la necesidad de lograr apoyos parlamentarios, antes que cualquier reflesión jurídica o de eficacia, la que ha obligado a una cierta reconsideración de esta aproximación totalmente centralista. En todo caso, confiemos en que de esta prueba de estrés extraigamos al menos el aprendizaje de cara al futuro de que esos actos reflejos centralistas de nuestro sistema parasimpático constitucional pueden no ser siempre los más convenientes (de hecho, en esta situación es poco osado afirmar que han costado bastantes vidas) y que, de cara al futuro, haríamos mejor en articular respuestas más respetuosas con el marco constitucional ordinario de competencias, el principio de subsidiariedad y, muy especialmente, que sean además mucho más eficaces para afrontar este tipo de crisis que las que se han producido en esta crisis, tan centralistas como, snif, manifiestamente mejorables.

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Bonus track: material audiovisual sobre la declaración del estado de alarma y sus consecuencias:



Gobernar por decreto: ¡feliz 40º aniversario de la Constitución del 78!

El gobierno de España, tras los fastos sobre la celebración del 40º aniversario de la Constitución española que se celebraron ayer mismo, ha decidido conmemorar a su manera la fecha, sólo un día después, con un nuevo Decreto-ley de veintitantas páginas repleto de medidas de extraordinaria y urgente necesidad (en este caso, sobre ordenación del sector energético y algunas medidas pedidas por algunas grandes industrias, a las que con esto de legislar a la carta y por decreto pues se les apaña fácil el tema). Se trata del XVII Decreto-ley del gobierno de Pedro Sánchez (@victorbethen lleva la cuenta religiosamente cada viernes y sábado en Twitter), a una media prácticamente de uno a la semana si descontamos el período estival. ¡Y es que está visto, oiga, que hay mucha extraordinaria y urgente necesidad por ahí!

Como supongo que a estas alturas no hace falta repetir, la Constitución española de 1978 ha cumplido 40 años. No está nada mal, la verdad, en un país con la historia constitucional del nuestro, lo logrado en este período, como ya hemos comentado otras veces (por ejemplo, aquí). Y ello a pesar de las sombras que convendría no perder de vista, porque los homenajes constitucionales inteligentes son más constructivamente críticos que lo que nos hemos dado aquí. Basta ver tanto las comparecencias que estamos teniendo en el Congreso en la comisión de actualización del texto (bastante modestas en su dimensión crítica), el especial editado por el CEPC para conmemorar y analizar nuestra Carta Magna (que no se ha caracterizado por ser abierto a las críticas o propuestas de mejora ni por buscar voces no alineadas con los grandes partidos) o sencillamente los discursos y tratamiento público de la celebración hechos estos últimos días para constatar que, en nuestro caso, en cambio, no parece que el espíritu crítico haya hecho excesivo acto de presencia. En todo caso, las reflexiones sobre la necesaria actualización del texto, las reformas posibles del mismo a corto plazo o el modo de afrontar un problema territorial que habría que abordar sí o sí de una vez, como ya se han hecho en otras ocasiones en este blog, no voy a reiterarlas. Hoy me interesa hablar de otra cuestión: el desprecio de nuestras elites sociales, políticas e institucionales a nuestra Constitución cuando establece reglas del juego que no les resultan cómodas. Como el escandaloso uso y abuso del Decreto-ley de estas últimas semanas pone de manifiesto de manera clara. El problema, sin embargo, va más allá, porque no estamos ante un problema puntual, sino ante una manifestación más de esa actitud de desprecio.

En efecto, el abiertamente anómalo uso del Decreto-ley que tenemos en España por normalizado y que estas semanas se viene extremando pone de manifiesto, al menos, tres graves problemas. En primer lugar, la existencia de unas elites y actores institucionales que desprecian las garantías y las reglas del juego democrático constitucional de manera flagrante y reiterada. En segundo término, la inexistencia de controles efectivos, debido a una mezcla de incapacidad y pereza por parte de quienes han de actuar ante estos abusos y muy especialmente de nuestro Tribunal Constitucional. Por último, un preocupante estado de adormecimiento entre la opinión pública, pero también de los «expertos» y de parte del mundo académico, que parece contemplar con beatífica satisfacción estos excesos… siempre y cuando los protagonicen «los buenos» (es decir, «los suyos»).

1. El escandaloso abuso del Decreto-ley en España. Que en España se hace un uso abusivo del Decreto-ley no es ninguna novedad. Afortunadamente, requiere ya de poca argumentación, a estas alturas, señalarlo. Desde hace más o menos una década tenemos, por fin, sentencias del Tribunal Constitucional que han ido dejando meridianamente claro que este tipo de legislación «de necesidad» por medio de la cual el gobierno puede dictar normas con rango de ley sólo está disponible para casos tasados por la propia Constitución, de «extraordinaria y urgente necesidad», y que la apreciación de la misma, aunque sea realizada por el gobierno, no excluye que ésta deba concurrir y que haya de presentar una serie de muy concretos perfiles fácticos y jurídicos. En concreto, como es razonable y los mejores tratadistas de las situaciones de necesidad han señalado desde siempre, apoyándose en la jurisprudencia europea en la materia (Vicente Álvarez tiene un libro ya antiguo pero fantástico sobre el tema), no hay extraordinaria y urgente necesidad cuando lo que se hace es legislar sobre cuestiones ordinarias para responder a problemas o retos políticos no acuciantes ni especialmente graves para la ordenación de la convivencia, por muy importantes que puedan ser políticamente para el gobierno de turno. Y tampoco la hay, como es obvio, cuando la respuesta jurídica que se da a un problema se hace frente a realidades no imprevistas o que pueden ser respondidas sin mayor trastorno por medio del procedimiento legislativo ordinario. Nada demasiado difícil de comprender, la verdad. Además de ser lo común en el tratamiento de esta misma cuestión en el Derecho comparado (mucho menos proclive, por cierto, a dejar que los gobiernos emitan normas con rango de ley en situaciones de urgencia, aunque sí permiten, con controles semejantes a los nuestros, órdenes ejecutivas y demás).

Estas restricciones son, además de bastante claras, particularmente importantes y necesarias porque los Decretos-ley, al alterar el reparto constitucional de competencias para la producción legislativa, permiten al gobierno hacer lo que en principio hace y debe hacer sólo el parlamento: aprobar normas con rango de ley. Toda aprobación de un Decreto-ley, por ello, implica una subversión excepcional del reparto constitucional de competencias y de la distribución del poder. En favor del gobierno, por supuesto. Es por ello esencial contener e interpretar muy restrictivamente esta habilitación constitucional. De otro modo, estaríamos eliminado gran parte de la capacidad política efectiva del parlamento. Y ello por mucho que luego los Decretos-ley sean convalidados parlamentariamente. Como es obvio, el procedimiento de convalidación, incluso cuando se vehicula por medio de la conversión del Decreto-ley en una ley, tiene muchas restricciones e impide al parlamento hacer uso de sus capacidades normales de propuesta, enmienda y deliberación. ¿Recordamos lo deficiente democráticamente que nos pareció a todos la falta de «garantías democráticas» asociadas a un debate parlamentario pleno en casos como la aprobación de las leyes de desconexión catalanas? Pues más a o menos a un debate así de capitidisminuido se ve condenado el parlamento cada vez que decide si convalida o no un Decreto-Ley. Es decir, se le quita en la práctica casi toda su capacidad legislativa, que queda reducida a bendecir o no lo hecho ya (y que ya se está aplicando) por el gobierno. Una especie de situación deliberativa «entre la espada y la pared» que deja muy poca, por no decir nula, capacidad de maniobra. En esos casos, sencillamente, el Parlamento no legisla sino que avala (o no), más o menos a regañadientes, lo hecho por el gobierno.

Que el parlamento no legisle no es lo que quiere la Constitución, como es obvio, pero parece que aquí a todo el mundo le da bastante igual cuando interesa pasarse por alto la regla. Por ejemplo, nos la hemos pasado por alto en casi todos los Estatutos de Autonomía amparando que se extienda a ellos la posibilidad excepcional de limitar los poderes de los parlamentos que en la Constitución sólo se prevé en favor del gobierno del Estado (algo que a mi juicio es inconstitucional, como además demuestra la práctica posterior de uso de estos instrumentos). Y nos la pasamos por alto de manera regular en lo que hace a la producción jurídica del gobierno del Estado. Pero pocas situaciones tan escandalosas y reveladoras como la que vivimos en la actualidad, con un gobierno que abiertamente ha reconocido su voluntad de «gobernar por Decreto» ante la falta de mayorías parlamentarias suficientes que apoyen de manera natural sus políticas.

La situación que está viviendo España en estos momentos, pues, lejos de ser coyuntural o muestra de deficiencias o problemas de constitucionalidad puntuales, es estructural: tenemos un gobierno que no es que gobierne por decreto, sino que legisla por decreto, para lograr así aprobar sus medidas de modo mucho más rápido, completo y a su gusto de como lo serían si hubieran de ser adoptadas por medio del procedimiento legislativo ordinario y tal y como está previsto en la Constitución: con el parlamento legislando. Que la situación se repita semana tras semana, que abarque ya a estas alturas varios centenares de páginas de legislación sobre los más variopintos temas -desde exhumar a Franco a dar ayudas a industrias para evitar deslocalizaciones-, que el gobierno la tenga totalmente asumida como fórmula para paliar su debilidad parlamentaria… todo ello debería hacer sonar todas las alarmas.

Lo que está pasando, sencillamente, es que estamos asistiendo a un continuado ejercicio inconstitucional de la capacidad de normar y legislar en nuestro sistema. Sorprendentemente, a nadie parece preocupar en exceso. Y menos que a nadie, a nuestro Tribunal Constitucional.

2. Un Tribunal Constitucional indolente y complaciente con el poder. Cuando en un Estado de Derecho se dan este tipo de situaciones, tan escandalosamente antidemocráticas e inconstitucionales, lo normal es que salten todas las alarmas y, sobre todo, que haya remedios para contener el problema o, incluso, atajarlo y solucionarlo definitivamente. Obviamente, para situaciones como ésta es clave la respuesta del Tribunal Constitucional o institución equivalente. Un órgano que, de nuevo queda demostrado en este caso, no está en España a la altura de las circunstancias por esa mezcla suya tan característica de ser servicial y complaciente con el poder (hemos vivido ejemplos recientes muy bochornosos, con un Tribunal Constitucional incluso enmendando la plana al propio órgano consultivo interno del Gobierno del Reino de España para rescatar a este último) y a la vez bastante vago y malo técnicamente.

El Tribunal Constitucional tardó «sólo» unos treinta años en empezar a controlar la existencia o no de la «extraordinaria y urgente necesidad» de los Decretos-ley, cuando la constatación de que el cachondeo en que se había convertido la cosa empezó a ser incluso demasiado obscena. Desde entonces, y periódicamente, nos contenta con sentencias que constatan lo obvio: que tal o cual gobierno empleó el Decreto-ley de manera incorrecta y abusiva, invocando una situación de supuesta urgencia que no era tal, y que en consecuencia la norma en cuestión no era válida. Hasta aquí, todo bien. ¡Se ha tardado en empezar a controlar la cosa pero al menos ya se hace! Albricias.

Lamentablemente, para no incomodar demasiado a los gobiernos, el Tribunal Constitucional ha adoptado la costumbre de hacer esto, eso sí, «a gobierno pasado». Mientras gobernaba Rodríguez Zapatero iba revisando los Decretos-ley de la época de Aznar y señalando de vez en cuando algún problema, luego cuando gobernó Rajoy alguna anulación de Decretos-ley de Rodríguez Zapatero cayó y ha sido llegar Pedro Sánchez al poder y ya hemos tenido un par de sentencias que nos dicen que el gobierno de Rajoy empleó mal el instrumento y que anulan el Decreto-ley correspondiente. Todo bien, si no fuera porque esta anulación no lleva anudada la de la convalidación parlamentaria del mismo, de manera que, por intervenir tan tarde, acaba por no tener más efecto que la «sanción política» y de imagen al gobierno de turno (¡qué suerte que sea siempre a gobiernos que ya han dejado el poder!). Y poco más.

Como puede comprenderse la situación es totalmente insatisfactoria y no desincentiva el empleo desviado del instrumento. Como, por otro lado, el gobierno de Pedro Sánchez nos demuestra cada semana que tiene muy claro. «Gobernar por decreto» es en España posible siempre y cuando se logre luego la convalidación parlamentaria poniendo a los posibles socios entre la espada y la pared con la suficiente pericia. Y lo es, sencillamente, porque el Tribunal constitucional lo permite.

¿Qué habría de hacer el Tribunal Constitucional? No es tan difícil, batería con ser diligente, rápido y actuar para no dar rienda suelta a las inconstitucionalidades. Así, aprovechando las potestades de ordenación de su agenda de que dispone, y del mismo modo que ha hecho en otros casos cuando ha considerado que la situación requería de una respuesta rápida (las leyes catalanas de desconexión e incluso meras declaraciones parlamentarias sobre la independencia son anuladas a la velocidad del rayo, por poner sólo un ejemplo muy reciente conocido por todos), debería garantizar que cualquier recurso de inconstitucionalidad planteado por los habilitados para ello frente a un decreto-ley que cuestionara su extraordinaria y urgente necesidad fuera resuelto inmediatamente, de modo preferente y sumario, de manera que, si ésta no existiere, el Decreto-ley fuera declarado nulo y expulsado del ordenamiento jurídico antes de la votación parlamentaria para decidir su convalidación, que pasaría a ser directamente imposible si el Decreto-ley carecía la debida base constitucional.

Sólo de esta manera, como es obvio, se lograría una efectiva garantía del cumplimiento del reparto de poderes y del modelo de ejercicio de la potestad legislativa que prevé la Constitución (y se establecería un claro desincentivo para que los gobiernos aprobaran Decretos-ley sin que exista una situación que lo justifique). Mientras no sea así, lo que tenemos en estos momentos es una abierta y reiterada violación de la Constitución, sorprendentemente consentida por todos y, en primer lugar, por el Tribunal Constitucional.

¿Por qué no adopta este órgano esta sencilla medida? Pues porque por lo visto no debe de entender tan grave que se den estas violaciones de la Constitución cuando son las elites políticas e institucionales que mandan las que las cometen. Aunque sea de manera sistemática y reiterada. Por eso, como decía al principio, muy probablemente la causa última de esta situación esté en el carácter indolente, en su perfil técnico lamentable y, sobre todo, en la tendencia manifiesta a la obediencia política del Tribunal Constitucional. Una pena, sin duda. Eso sí, tampoco es que haya mucha presión política para que actúe de otra manera. Y he ahí el tercer problema.

3. Una opinión pública, y unas elites, que asumen como perfectamente normal el desprecio a la Constitución vigente siempre y cuando sea en su beneficio. En definitiva, esta situación, que sería escandalosa en casi cualquier otro país democrático y con cierto apego a su Constitución y sus reglas del juego democrático, es en cambio posible en España. No parece, por ejemplo, que ni siquiera tener un gobierno aprobando un Decreto-ley a la semana de más que dudosa constitucionalidad por no concurrir los presupuestos mínimos exigidos para aprobarlos suponga demasiado trastorno para nadie (incluso hay editoriales por ahí analizando la cuestión a partir de lo que eso supone como dinámica política, pero que validan la fórmula de «gobernar por decreto» sin inmutarse). Todo esto es posible, incluso, mientras las mismas elites que violan sistemáticamente un aspecto tan central del texto constitucional como es la ordenación de la potestad de hacer leyes y el establecimiento de sus fundamentos y reglas democracias están de festejo del texto constitucional y predicando, hacia fuera, la importancia del respeto al mismo. Y lo es, sobre todo, porque ni las elites políticas que controlan las instituciones ni las elites socioeconómicas que (junto a las primeras) controlan los medios de comunicación procesan la situación como demasiado grave ni escandalosa. Probablemente ni siquiera la tengan por anómala, sino como parte de «lo normal»: algo a lo que debemos de estar acostumbrados y asumir como un elemento más de la pugna política entre esas elites por ser las que vayan mandando en cada momento. Así, quienes no están en el poder se quejan cuando los otros lo hacen, y viceversa. Pero con poca convicción, algo lógico porque saben que harán lo mismo cuando las tornas cambien y el reparto de papeles sea diferente. Basta a estos efectos constatar cuántas manifestaciones articuladas de preocupación por esta cuestión se pueden leer en los medios de comunicación, ya sean públicos o concertados, o incluso en los espacios de reflexión recientemente surgidos donde (y es una buena noticia) participan cada vez más académicos, pero (y es una mala noticia) de forma muy controlada también, me temo, por el poder (aunque sea a base de dar dinero y cargos, según a quién toque mandar en cada momento, en recompensa a los que se portan bien, que a la vista está que son mayoría).

La Constitución española de 1978 ha sido un instrumento muy útil para mejorar la convivencia y hacer de España un país (mucho) mejor. No reconocer sus problemas y necesidad de reformas es hacerle un flaco favor, un tanto obtuso cuando además se justifica y explica esta cerrazón en la necesidad de «proteger y respetar la Constitución». Que esto, además, lo argumenten quienes a la vez están violando algunos de los elementos básicos de la arquitectura institucional y democrática de la Constitución española de 1978 sólo demuestra la desfachatez de ciertas elites, que únicamente defienden la Constitución cuando de ello obtienen un beneficio directo pero que tienen en cambio muy, claro, y lo demuestran día a día «por decreto», que no se sienten vinculados al texto constitucional cuando las obligaciones que del mismo se derivan les pueden suponer algún perjuicio o pequeño quebranto político o económico.

Que no haya una denuncia general de esta situación, por lo demás, sólo demuestra que cuarenta años después estamos, sin duda, mucho mejor que estábamos, pero que queda mucho, pero mucho, por mejorar en nuestra sociedad y capacidad de respuesta cívica frente a los abusos del poder. Así que ¡feliz 40º aniversario a nuestra Constitución de 1978… y a ver si somos capaces entre todos de mejorarla y de incrementar nuestras exigencias democráticas y cívicas respecto de nuestras instituciones y sus intérpretes!



Serie propuestas de reforma constitucional 3: De la reforma constitucional necesaria… y de la que parece a día de hoy posible

Serie sobre Propuestas de Reforma constitucional (3): De la reforma constitucional necesaria… y de la que parece a día de hoy posible

 

a) En torno a la evidente necesidad de una reforma constitucional en España

La Constitución española acaba de entrar en su cuadragésimo año de existencia con la melancolía y autocuestionamiento que, pasada la alegría infantil y la ambiciosa confianza de la juventud, suelen considerarse asociados a la asunción de la madurez. Por primera vez desde 1978 el consenso sobre sus insuficiencias y la necesidad de su reforma parece casi general. Y ello con independencia de que se reconozca con más o menos generosidad el papel positivo jugado tanto por el texto constitucional como por el consenso del que éste es consecuencia, que permitieron un tránsito, la por esta razón llamada “transición” a la democracia, por medio del cual, a cambio de muchas renuncias y transacciones, se logró el establecimiento en España de una democracia liberal y un Estado social y democrático de Derecho plenamente homologables a los europeos, sin excesiva violencia política (Baby, 2018, ha revisado recientemente las cifras y datos demostrando que el carácter enteramente pacífico de la transición española es un mito, pero sus datos globales no dejan de ilustrar un proceso que, en lo sustancial, no es violento) y con un período de asentamiento relativamente corto en el tiempo.

Durante la mayor parte de estos años el relato dominante en la España democrática ha sido la celebración del éxito que supuso esa normalización democrática, culminada con la entrada de España en 1986, menos de una década después de la entrada en vigor del texto constitucional, en las entonces Comunidades Europeas (hoy Unión Europa) certificando así la plena equiparación de la democracia española con el resto de Europa occidental, tras décadas de excepcionalidad (Boix Palop, 2013: 88-90). Las posiciones más críticas, o que señalaban algunas de las carencias e insuficiencias del pacto constitucional y de su traslación jurídica, eran más bien excepcionales y marginales, bien por provenir de los extremos (poco representativos) del espectro político, bien por ser la consecuencia de reflexiones académicas cuya traslación al debate público era relativamente inhabitual (respecto de las críticas académicas surgidas en los primeros 25 años de vigencia de la Constitución española de 1978 puede consultarse la síntesis contenida en Capella, 2003). Sin embargo, la crisis económica de la última década, cuyos primeros síntomas empiezan a aparecer en torno a 2007-2008, de una dureza y duración desconocidas hasta la fecha en la democracia española, ha hecho aflorar muchas de las deficiencias del sistema que hasta ese momento no se percibían como tales o a las que, por diversas razones, no se les daba la importancia que, en cambio, en este otro contexto, sí han merecido. Desde el papel de las instituciones y sus relaciones con el poder económico, algunos clásicos privilegios jurídicos de gobernantes (como los aforamientos, por ejemplo), la insuficiencia de controles o de transparencia, hasta el propio papel de la Jefatura del Estado, y todo ello en medio de la aparición de numerosos escándalos, la crisis económica ha provocado un replanteamiento general de las insuficiencias de la democracia española (véase, por ejemplo, la repercusión inmediata pública como consecuencia del cambio de clima social producto de la reciente crisis de esfuerzos colectivos por sintetizar modernamente estas críticas como el coordinado por Gutiérrez Gutiérrez, 2014). Lo cual ha ido unido a una crisis de los mecanismos de representatividad democrática (Simón Cosano, 2018), que se juzgan de forma creciente como insuficientes o defectuosos, algo que ha llevado a un replanteamiento crítico del modelo partidista español, incluyendo la aparición de nuevos partidos de masas (Campabadal y Miralles, 2015; Fernández Albertos, 2015), hasta el punto de que el clásico bipartidismo matizado que había dominado hasta 2015 la escena política española (casi cuatro décadas, desde las primeras elecciones de 1977) ha sido sustituido por un modelo donde, al menos, hay cuatro partidos políticos de ámbito nacional con una representación considerable, así como mayorías políticas diferenciadas en clave territorial en varias Comunidades Autónomas (con partidos nacionalistas o regionalistas en los gobiernos en algunas de ellas, y no sólo, casi por primera vez en cuarenta años, en Cataluña y el País Vasco). Como factor adicional de desestabilización, el siglo XXI ha visto ya dos conflictos entre los representantes de algunas Comunidades Autónomas y las instituciones del Estado respecto de su acomodo en el marco constitucional español: uno primero con el País Vasco (con la aprobación del “Plan Ibarretxe” que buscaba un nuevo y más ambicioso Estatuto de autonomía, finalmente abortado por el Tribunal Constitucional, Vírgala Foruria, 2006, y abandonado tras la pérdida por parte de los nacionalistas vascos del gobierno autonómico durante una legislatura como consecuencia de la ilegalización de partidos políticos a los que se consideró instrumento político de la banda terrorista ETA, aunque posteriormente lo hayan recuperado) y uno segundo en Cataluña, inicialmente reconducido por medio de la aprobación de un nuevo Estatuto de Autonomía en 2006 pero recrudecido tras la anulación de partes sustanciales (que afectaban a la función de blindaje competencial que pretendía suponer) del mismo en 2010 por medio de una controvertida Sentencia del Tribunal Constitucional (STC 31/2010), profusamente comentada en estos últimos años por numerosos juristas (por todos, Muñoz Machado, 2014: 139-158). Esta anulación, intervenida en medio de la ya referida crisis económica, ha servido a la postre de catalizador político y detonante de una crisis larvada que a la postre refleja un distanciamiento cada vez más acusado entre las posiciones de parte de la sociedad catalana (y sus mayorías parlamentarias), que ante la constatación de la inconstitucionalidad de algunas de sus aspiraciones políticas ha optado por tratar de lograr la independencia de esta parte del territorio, y la visión dominante en el resto del Estado (y de sus mayorías políticas), que entienden que el grado de descentralización alcanzado en España es ya más que suficiente, cuando no excesivo. Todo ello ha degenerado en un conflicto de gravedad con el Estado, donde han intervenido consultas o referéndums que han pretendido ser pactados con el gobierno central y, ante la negativa de éste, realizados unilateralmente, prohibiciones y anulaciones de normas y posicionamientos del parlamento catalán y, en una fase ulterior, incluso el encarcelamiento de parte los miembros del gobierno catalán o de la presidenta de su parlamento, así como líderes sociales, acusados por delito de rebelión (el tipo penal que el ordenamiento jurídico español contiene para castigar los levantamientos violentos y armados; para un análisis del tipo en su entendimiento clásico previo a la actual situación, García Rivas, 2016) tras considerar, al menos en fase de instrucción, el Tribunal Supremo español que la convocatoria de un referéndum ilegal puede considerarse análogamente equivalente a un levantamiento armado que busque propiciar una guerra civil.

En definitiva, todas estas situaciones, combinadas, han puesto de manifiesto que el ordenamiento constitucional español, como es manifiesto, no está logrando ser cauce para el acuerdo o la exitosa composición de las pretensiones de la ciudadanía ni instrumento para la resolución pacífica y dialogada de los conflictos políticos. La crisis, así, pasa a ser no sólo política sino también jurídico-constitucional, pues es el propio marco constitucional el que se demuestra incapaz de cumplir con una de sus más esenciales funciones (Boix Palop, 2017a). De manera que la tradicional negativa de muchos sectores sociales y políticos a aceptar que una reforma constitucional fuera necesaria en España ha dado paso a la generalizada constatación de que en estos momentos es preciso una novación del consenso y del pacto, tanto para lograr solucionar algunas de las insuficiencias referidas como a efectos relegitimizadores. Incluso, y a iniciativa del Partido socialista y como compensación a dar su apoyo indirecto vía abstención a la elección de un presidente del gobierno del Partido Popular en 2015, se ha puesto en marcha en el Congreso de los Diputados una comisión parlamentaria para evaluar el funcionamiento del modelo autonómico y reflexionar sobre la conveniencia de introducir algunos cambios respecto del reparto del poder en España entre Estado y los entes subestatales que se han ido conformando como Comunidades y ciudades autónomas, lo que sin ninguna duda constituye una significativa novedad en nuestros cuarenta años de historia constitucional reciente.

En este breve texto vamos a tratar de analizar hasta qué punto esta reforma, si finalmente se da, puede aspirar a cumplir con los objetivos que se deducen de las necesidades expuestas. Téngase en cuenta que el mero hecho de que exista, en mayor o menor medida, consenso sobre la conveniencia de un cambio, derivado de ese malestar más o menos fundado, no significa sin embargo que la vocación de cambio sea siempre necesariamente sincera ni profunda. Tampoco que todos los actores identifiquen exactamente los mismos problemas como prioritarios o aventuren soluciones semejantes para éstos. Tiene por ello interés repasar mínimamente en qué terreno de juego se puede dar, o al menos se está jugando en estos momentos, la partida política que inevitablemente va asociada a la apertura de un proceso de estas características. Como veremos, de este rápido repaso se deducirá con claridad la conclusión de que los márgenes de la reforma constitucional posible, aquélla sobre la que hay ciertos acuerdos de base que permitirían desarrollarla, no son ni mucho menos los que probablemente harían posible la reforma constitucional necesaria para desatascar la cuestión territorial. Los consensos logrados hasta la fecha son mucho más limitados y se ciñen a cuestiones diferentes. Véamoslo.

 

b) Los consensos existentes para una posible reforma constitucional en la España de 2018

A partir de los diversos documentos hasta la fecha producidos y publicados, es relativamente sencillo identificar una serie de elementos respecto de los que, para bien o para mal, hay ya un notable consenso en España en punto a las deficiencias de nuestra Constitución. En ocasiones, estos consensos se dan a la hora de descartar la conveniencia o posibilidad de operar cualquier cambio (por ejemplo, respecto de la cuestión de la monarquía, pues tras la experiencia fallida del intento de reforma incoado por Rdríguez Zapatero en 2006 es claro que cualquier posible reforma constitucional que afecte a la institución, siquiera tangencialmente, queda por el momento descartada dado que esta cuestión actúa como inhibidor de cualquier cambio o propuesta de reforma que se pretenda seria). Pero, en otros casos, se articulan en forma de un acuerdo muy general sobre la conveniencia de incorporar en la Constitución mejoras democráticas, nuevos valores o innovaciones institucionales. Son casi todos estos acuerdos reflejo, por lo demás, de la evolución de la sociedad y muchos de los elementos que se proponen constitucionalizar por medio de ellos ya están legislativamente asumidos por el ordenamiento jurídico español o podrían estarlo sin mayores problemas. En estos casos, la reforma constitucional no opera como un instrumento esencial para lograr un cambio (bien porque éste ya se ha producido y sólo quedaría blindado, bien porque podría realizarse de modo más sencillo por medio de una mera modificación legislativa), pero la misma posibilidad de llegar a amplios acuerdos a estos respectos puede aconsejar su blindaje constitucional, de importancia simbólica, además, no menor. Por ejemplo, es lo que puede ocurrir en breve con la propuesta de reforma lanzada por el presidente del gobierno Pedro Sánchez a fin de reducir la cobertura constitucional al aforamiento de políticos. En la medida en que encaja con ciertos acuerdos previos, su declinación en sede constitucional (sea más o menos importante la cuestión, lo que ya es cuestión más política que jurídica) puede ser relativamente fácil y, en definitiva, posible, incluso en un país tan poco dado hasta la fecha a las reformas constitucionales como España.

– Elementos simbólicos

Toda Constitución contiene elementos simbólicos que, aunque no sean necesariamente esenciales a la hora de articular la convivencia ni desplieguen efectos jurídicos directos, aportan un valor legitimador –o deslegitimador, según los casos- indudable. Ha de señalarse que, por su propia naturaleza, modificar elementos simbólicos es poco costoso en términos pragmáticos. Al menos, cuando la modificación se queda exclusivamente en ese plano y no se traduce en otros cambios concretos inmediatos. Desde este punto de vista, y más en un contexto de crisis de legitimidad del sistema para muchos ciudadanos, actuar sobre estos elementos puede ser una manera sencilla de lograr cierto maquillaje que se traduzca en una mejor integración de algunos colectivos sociales y una renovación del pacto constitucional con participación de las nuevas generaciones, a quienes se ofrendarían algunos de estos elementos que, a fin de cuentas, tampoco son necesariamente tan importantes ni se traducen inmediatamente en cambios tangibles. Y, sin embargo, como lo simbólico cuenta, se acaba filtrando indirectamente a soluciones jurídicas concretas, legitima o deslegitima un sistema… sería un error minusvalorar este plano. Al final, no sólo cuenta, sino que incluso puede contar mucho. Precisamente por esta razón, no siempre es sencillo llegar a acuerdos sobre estos elementos… porque, del mismo modo que ganar valor simbólico por un lado puede llevar a concitar nuevas lealtades, es también posible alterar viejos consensos y defraudar a quienes se habían adherido con entusiasmo al orden ya establecido.

Del aparataje simbólico de la Constitución es evidente que cualquier reforma constitucional a día de hoy posible incorporaría, si finalmente se llevara a término, nuevas y no necesariamente con consecuencias inmediatas por sí mismas –en ausencia de desarrollo- llamadas a la participación más intensa de los ciudadanos como fundamento del orden democrático, así como a la transparencia y a la rendición de cuentas. También apelaciones a la igualdad de género y a la sostenibilidad, dado que ambos paradigmas son muy ampliamente compartidos hoy en día por el grueso de la sociedad española (cuando menos, en sede de principio). Todas estas apelaciones y el reforzamiento de estos valores aparecen por ello en prácticamente todas las propuestas de cambio constitucional que se vienen realizando. No es pues osado afirmar el amplio consenso que generan y las fáciles condiciones de posibilidad para una reforma que los incluya. En sí mismas, estas ideas no generan a día de hoy sino acuerdo y muy probablemente vehicularían simbólicamente cualquier reforma constitucional presente, por nimia que fuera. Cuestión distinta es el concreto contenido jurídicamente obligatorio para el Estado y las Administraciones públicas, o en materia de derechos, que se pudiera acabar deduciendo efectivamente de las mismas. En todo caso, como relegitimación simbólica del texto constitucional tendrían un valor evidente y desplegarían indudables efectos principales e interpretativos, acordes a la sensibilidad social actual.

Más interesante a efectos de desencallar el problema territorial es analizar si otros elementos simbólicos como la noción constitucional de “nación” y sus derivados podrían reformularse a día de hoy en términos más inclusivos. Identificar España como una sola nación o, en cambio, definirla como nación de naciones no significa en sí mismo demasiado, pero es evidente que, para bien o para mal, altera los ánimos de muchos. En este sentido resulta interesante cómo la más importante de las propuestas concretas de reforma realizadas a día de hoy, la presentada por varios profesores de Derecho administrativo y constitucional, con Muñoz Machado a la cabeza (Muñoz Machado et alii, 2017), que es también sin duda la más atrevida y articulada de las presentadas hasta la fecha, declina este factor sin miedo, en una  línea poco transitada fuera de Cataluña en estos últimos años, aunque sí hay algunas interesantes excepciones de trabajos previos que han transitado por esta línea (Romero, 2011; Martín Cubas et alii, 2014). Así, proponen llamar “Constituciones” a los Estatutos de Autonomía y que éstos, aun sometidos a la Constitución, ya no hayan de pasar por el filtro estatal para su aprobación. Y Muñoz Machado, incluso, ha señalado que nada habría de malo en reconocer ciertas “naciones sin soberanía” dentro de la nación española soberana y flexibilizar algunas de las ideas sobre el reparto territorial del poder a partir de la “tradición pactista” de la antigua Corona de Aragón (Muñoz Machado, 2013). Todos ellos constituyen intentos inteligentes de, simplemente a partir del juego de lo simbólico, lograr un texto más inclusivo sin que ello obligue o suponga nada concreto en punto al reparto constitucional efectivo de competencias o poderes (cuestión que, en todo, caso, habría de resolverse por otras vías). Es difícil aventurar hasta qué punto la asunción de estas tesis podría servir para que muchos ciudadanos catalanes -y de otros territorios españoles, que sin duda seguirían esa senda y pasarían a ser también naciones en no pocos casos- se sientan más cómodos en el marco constitucional, pero sin duda serían algunos de ellos. No en vano, el Estatuto catalán de 2006 ya reconoció, tras un intenso debate parlamentario y aunque sólo fuera en su preámbulo, que el sentimiento mayoritario entre la población catalana era considerar que Cataluña, en efecto, es una nación (pero incluso tan modesta afirmación, al menos en lo estrictamente jurídico, pues no es sino la constatación de un hecho sociológico, mereció inmediato reproche por parte del Tribunal Constitucional en su sentencia 31/2010). Así, pues, quizás no serían, pues, pocos. Además, otros muchos podrían pensar que lo simbólico y declarativo, a la postre, suele acabar teniendo consecuencias que se filtran poco a poco. Por lo que una propuesta inicialmente simbólica  como ésta, al “esponjar” el régimen constitucional español, es posible que lo hiciera también menos rígido y más transitable por nuevas mayorías y acuerdos sociales, lo que atraería a más ciudadanos hoy en día críticos. Parece un buen punto de partida, por ello, para un acuerdo. De hecho, y como puede comprobarse sin dificultad, documentos de reforma constitucional como el presentado por la Generalitat Valenciana van en esta misma línea e incluso la ya algo más antigua Declaración de Granada del PSOE es interpretable de un modo que podría ser compatible con esta relectura en clave plurinacional.

Aceptar estas propuestas permitiría, con poco “coste jurídico hard”, mejoras que podrían ayudar a resolver el problema existente a día de hoy en Cataluña. Como es evidente, sin embargo, el problema es que ese escaso coste no es así percibido por gran parte de la ciudadanía española y, sobre todo, de sus representantes y, muy especialmente, de parte de sus élites. Unas élites que se sitúan como clave de bóveda de la reforma y para quienes, al menos de momento, este tipo de propuestas, que tampoco ningún partido que hasta la fecha haya sido mayoritario ha osado abrazar (sólo Podemos transita de momento en esa línea), van mucho más allá de lo asumible. Con todo, a efectos de cartografiar la reforma constitucional posible, hay que notar que este tipo de propuestas existen y que, siendo relativamente poco costosas, pueden acabar siendo simbólicamente importantes y podrían servir para mitigar o desatascar parte del problema territorial. Por ello, aunque haya que tener presentes todas sus posibles implicaciones, es sencillo afirmar que, a la postre, una reformulación de este tipo, ya sea más o menos ambiciosa, formará sin duda parte del debate que se acabará efectivamente produciendo tarde o temprano.

Por último, el otro gran elemento simbólico para muchos ciudadanos en cuestión y que podría formar parte de una reforma constitucional es el referido a la Jefatura del Estado, conformada por Francisco Franco como una monarquía hereditaria a partir del sucesor designado por él mismo, y avalada en estos mismos términos por la Constitución de 1978. Hay una creciente parte de la ciudadanía española insatisfecha en diversos grados con este modelo de Jefatura del Estado, hasta el punto de que el Centro de Investigaciones Sociológicas, ya desde hace unos años, ha optado por no preguntar sobre esta cuestión ni sobre la valoración de la monarquía. Esta insatisfacción es muy clara en la mayoría de la población catalana, lo que ha llevado a todos los partidos independentistas a apostar por una República como elemento de renovación simbólica generador de adhesiones. Para la clase política española, por lo demás, y al menos en la medida en que la figura del Rey sea en verdad lo que constitucionalmente se dice que es en toda monarquía parlamentaria, esto es, un elemento representativo que ha de carecer de poder real, prescindir de la Monarquía para lograr sumar nuevas mayorías a un nuevo proyecto relegitimizador habría de ser poco costoso, pues a fin de cuentas no hay teóricamente relaciones de poder o económicas, ni sinergias entre quienes ocupan el poder por mandato popular y quienes lo hacen por razones hereditarias, que deban anudar el destino de la clase política representativa española al de la familia real. Al menos, no teórica ni aparentemente. Sin embargo, y sorprendentemente, es evidente que la cuestión monárquica está fuera del debate ahora mismo, con la única excepción de nuevo de Podemos (e incluso en este caso, con manifiesta sordina) y de algunas fuerzas políticas no estatales. El resto de partidos políticos de ámbito nacional, por razones que evidentemente tienen que ver con la real arquitectura del poder –sobre todo, económico- en la España de la tercera Restauración borbónica, consideran antes al contrario que es parte de su deber proteger a la Casa de Borbón y su derecho a ocupar la Jefatura del Estado. Y ello incluso asumiendo un no menor desgaste político y popular. Las razones por las que esta situación se produce son difíciles de entender, pero que ésta es la situación parece difícil de negar. Es más, la posibilidad de que un referéndum constitucional pueda convertirse en una consulta de facto sobre la institución ha frenado incluso reformas constitucionales compartidas por todo el arco parlamentario y probablemente la inmensa mayoría de la población, como fue el caso ya referido con la propuesta de Rodríguez Zapatero en 2006 de eliminación de la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión al trono. Ante tal situación política, y un estado de opinión que reproduce esta protección de la institución en todas las estructuras de poder –económico, mediático…- del país, resulta evidente que la eliminación de esta distorsión manifiesta en la igualdad de los ciudadanos, así como los efectos económicos y sociales asociadas a la misma, no va a ser una carta que los partidos mayoritarios vayan a jugar para lograr un nuevo consenso constitucional con nuevas inclusiones y valores simbólicos renovados.

Para acabar, hay que señalar que recientemente han aparecido en el debate otros elementos simbólicos, sin duda menores -por sus efectos-, pero que sí podrían aspirar a tener, de nuevo, algún efecto legitimizador y que podrían formar parte del perímetro de la reforma constitucional posible. Así, ha sido propuesto por algunos el traslado de ciertas instituciones del Estado fuera de Madrid, que a día de hoy es un paradójico ejemplo de capital institucional y financiera hipertrofiada sin ningún parangón en Estados no centralizados y donde, además, ni la población ni la actividad económica están espectacularmente concentradas en su área geográfica como para justificar este fenómeno. Ahora bien, si este traslado se limita a órganos como el Senado, como en ocasiones se ha propuesto, y no va más allá, esto es, si es meramente simbólico y no supone un traslado efectivo de poderes e instituciones con capacidad real de decisión, es dudoso que sea una carta que por sí sola vaya a concitar muchas adhesiones. Convendría pues analizar esta cuestión en sede de reformas reales sobre el modelo de reparto del poder territorial a partir de los efectivos cambios que se produzcan en esa materia (lo que nos sitúa de nuevo en la reforma constitucional necesaria, antes que en la hoy en día posible en España).

– Derechos fundamentales y libertades públicas

También con un valor simbólico evidente, pero en este caso sí con consecuencias prácticas directas e inmediatas que no hace falta aclarar, la parte dogmática de la Constitución podría ser objeto de reformas y retoques con relativa facilidad en términos de acuerdo político (no así procedimentalmente) en la actualidad. Hay que tener en cuenta, además, que el “coste jurídico” de operar en esta dirección es también relativamente menor porque España ya no es de factosoberana a la hora de determinar cuáles sean los derechos fundamentales mínimos y garantizados de sus ciudadanos una vez forma parte de un sistema complejo y completo de tratados y convenios internacionales y europeos dotados de tribunales y órganos de control que velan por su efectivo respeto. La Constitución española, que además reconoce esta fuerza superior a la interpretación externa a la misma en la materia en su art. 10.2 CE, podría por esta razón ser reformada con poco coste político y sin que ello supusiera excisivas pérdidas o concesiones reales más allá de las ya producidas por mor de la integración europea. Y además ello se podría hacer con un alto grado de acuerdo e importantes efectos legitimadores en algunos de sus puntos, simplemente, por medio del sencillo expediente de recoger y constitucionalizar algunas de las mejoras ya asumidas y venidas de fuera. Sin embargo, esta operación requiere de una reforma agravada de la Constitución siguiendo el cauce establecido en el art. 168 CE, con un procedimiento particularmente costoso, de modo que es de prever que sólo se busquen estos beneficios caso de que se entienda que no ha habido más remedio que reformar la Constitución por esta vía (por ejemplo, si se modifican cuestiones relativas a la idea de nación), pero en ningún caso se inicie con el solo fin de proceder a estos cambios.

Por concretar más, puede señalarse que no debería ser difícil, si se acometiera una reforma en estas materias, lograr acuerdos sobre la inclusión de nuevos derechos fundamentales que en Europa son ya moneda común y aquí hemos integrado por medio de leyes ordinarias sin problemas e incluso con antelación a otros países, como el derecho a la protección de datos de carácter personal frente a intrusiones estatales o privadas o la extensión explícita del derecho al matrimonio de modo que abarque todo tipo de relaciones y no sólo las heterosexuales. En la lista de las mejoras ampliamente compartidas y fáciles de llevar a cabo con mucho consenso, pero que no son imprescindibles en sí mismas, por estar el tema ya resuelto por medio de legislación ordinaria, pero que sin duda abundarían en una mayor legitimación del orden constitucional, estaría también la consagración del derecho a la asistencia sanitaria como un verdadero derecho fundamental con blindaje constitucional, tal y como ha sido la norma en España desde la Ley General de Sanidad de 1986 y hasta que las reformas de 2012 han excluido de esta universalidad a inmigrantes irregulares (situación que ha durado hasta 2018, momento en que se ha revertido), a ciertos ciudadanos desplazados al extranjero y a aquellas personas con rentas más altas.

Más conflictivas, aunque tampoco estarían de más, serían la mejora y ampliación de algunos de los derechos que más han debido ser reinterpretados por los tribunales europeos en la materia ante la parquedad constitucional española (y una práctica aplicativa más que insatisfactoria), como puedan ser los relacionados con los derechos y garantías de procesados o detenidos o los conflictos en materia de libertad de expresión. En ambos casos un fortalecimiento constitucional de las garantías sería muy bienvenido ante las amenazas constatadas recientemente, pero justamente estos conflictos dan una idea clara de que su mejor protección no sería pacífica. Asimismo, los perfiles de los derechos de sindicación y huelga podrían articularse para resolver problemas prácticos ya aparecidos (piénsese, por ejemplo, en las problemáticas huelgas de jueces).

Por último, es preciso señalar la creciente presión social que aspira a que la Constitución reconozca como verdaderos derechos sociales una serie de principios (derecho al trabajo, a la salud, a la vida digna, a la vivienda…) que a día de hoy son proclamas que se verifican o no a partir de su efectivo reconocimiento por medio de la legislación ordinaria. Como es obvio, una reforma de la Constitución en la línea de convertirlos en verdaderos derechos subjetivos fortalecería la exigibilidad de estas prestaciones y obligaría a los poderes públicos a disponer de recursos al efecto con más generosidad de lo que ha sido la norma hasta la fecha. No parece que sea sencillo un acuerdo político demasiado ambicioso en esta materia, aunque la evolución europea, tanto a nivel jurídico como político, acompañe en esta dirección. Por ello, avances de mínimos sí parecen, en cambio, fáciles de lograr, especialmente allí donde ya se han producido avances en la consolidación legal de los mismos en los últimos años. A la vista de la legislación autonómica en la cuestión, la mayor presión, pero también la mayor posibilidad de lograr un acuerdo amplio en alguna de estas materias, corresponde sin duda a derechos como vivienda, renta básica y prestaciones de dependencia, todas ellas ya cubiertas aunque sea de forma insuficiente y muy diversa según la financiación disponible en cada Comunidad autónoma. Frente a estas extensiones, en ocasiones se predica el problema de garantizar constitucionalmente derechos que suponen obligaciones de gasto, pero es evidente que ni esto es una novedad en el constitucionalismo (todos los derechos imponen obligaciones de gasto, aunque respecto de otros derechos estas sean quizás menos visibles… o es que sencillamente las tenemos ya totalmente asumidas) ni, además, es una mala cosa contar con cierto blindaje jurídico en punto a la garantía de la irreversibilidad de algunos derechos y conquistas sociales (Ponce Solé, 2013).

–  Mejoras institucionales y democráticas

El otro campo donde la reforma constitucional posible se ha ido perfilando ya de forma nítida en España es el de las mejoras institucionales y democráticas. Un consenso más o menos general ha emergido en los últimos en años en nuestro país como consecuencia de la crisis institucional y política en torno a la necesidad de mejorar los mecanismos de representatividad, transparencia y responsabilidad. Junto a debates como el de la conveniencia de mantener los aforamientos, respecto del que se ha fraguado un acuerdo general en punto a su eliminación o al menos para restringirlos mucho que ha dado pie a que el gobierno lance una propuesta de reforma constitucional exprés en septiembre de 2018 referida sólo a esta cuestión, podemos señalar también los amplios acuerdos sociales en materia de una mayor accountabilityque han germinado ya en reformas legislativas recientes en materia de buen gobierno y transparencia (como las diversas leyes estatales y autonómicas aprobadas a partir de 2013 en estas materias han mostrado).  Tanto a nivel estatal como autonómico, a lo largo de los últimos años se han sucedido reformas que han servido de banco de pruebas y, como consecuencia de ello, casi todas las propuestas que han aparecido en el debate público plantean cambios en esta línea. Igualmente, la propia dinámica política de los últimos años, en que se han sucedido investiduras de presidente de gobierno fallidas (la de Pedro Sánchez, PSOE, en 2015), repetición de elecciones ante la imposibilidad de formar gobierno (2016), un largo período de interinidad con un gobierno en funciones (el de Mariano Rajoy, PP, entre finales de 2015 y mediados de 2016) e incluso el éxito de una moción de censura constructiva provocando la sustitución de este último como presidente del gobierno por el primero de ellos, han puesto a prueba algunos de los mecanismos constitucionales (procedimiento de designación de candidatos, problemas de bloqueo en ausencia de debate de investidura, dudas sobre la posibilidad de dimisión en el transcurso de una moción de censura, etc.) que han favorecido la aparición de propuestas con mejoras técnicas a este respecto.

Otro elemento donde aparece el consenso en cuanto a qué elementos conviene reformar son, como ya hemos comentado, todas las propuestas diseñadas para avanzar en la profundización y mejora de la calidad democrática de nuestras instituciones. En este plano, las propuestas del Consell (Generalitat valenciana, 2018) son también concretas e interesantes, así como expresión de consensos que se han ido construyendo y generalizando en los últimos años, al socaire de la crisis política que hemos vivido: más exigencia de proporcionalidad en el sistema electoral (Simón Cosano, 2018), mejora de las posibilidades efectivas de control parlamentario al gobierno (véase el interesante resumen de Rubio Llorente sobre las posibilidades de mejora, publicado recientemente en Pendás, 2018), establecimiento de baterías de medidas para luchas contra la corrupción (Gavara de Cara, 2018), entre las que destacaría el reconocimiento constitucional de las obligaciones de transparencia (Wences Simón, 2018), facilidades para la iniciativa popular de reforma legal o constitucional (Presno Linera, 2012), adaptación de ciertas garantías a la transformación digital (Cotino Hueso, 2018) e introducción de una composición no sólo paritaria en términos de género (Carmona Cuenca, 2018), sino que además sea reflejo de la pluralidad a todos los niveles (también territoriales, rasgo típico del federalismo, Balaguer Callejón, 2018) en las instituciones estatales. De nuevo, son propuestas respecto de las que, en cuanto a prácticamente todas ellas, debiera ser posible alcanzar a día de hoy cierto nivel de acuerdo sin demasiados problemas (siempre y cuando no se pretenda llevar las soluciones a un grado de detalle que impida luego la acción legislativa de las mayorías políticas de turno a posteriori). En este sentido, por ejemplo, la propuesta de reforma constitucional del Consell valenciano es extraordinariamente aprovechable y útil, pues permite disponer de un documento a partir del cual sería sencillo empezar a hablar. Es, también, extraordinariamente significativa y reveladora de por dónde van ciertos consensos y del amplio grado de acuerdo alcanzado ya entre muchos sectores sociales en lo referido a todas estas cuestiones.

Asimismo, una propuesta habitual de reforma y mejora democrática y de representatividad, indudablemente conectada con la cuestión territorial, tiene que ver con la modificación del papel político e institucional del Senado. El modelo bicameral español, en la práctica, ha preterido desde un primer momento a esta cámara, que ni ha ejercido de contrapoder efectivo del Congreso ni ha cumplido eficazmente con el papel teórico que la Constitución le atribuye de representación territorial. Por esta razón, y desde un momento muy temprano, el consenso académico sobre las insuficiencias del diseño constitucional en punto a su diseño, ha sido más o menos general (puede verse a este respecto, por ejemplo, la evolución de los diversos Informes sobre Comunidades Autónomas dirigidos por Eliseo Aja desde 1999, también Aja Fernández 2006; o, más reciente, en Cámara Villar, 2018). Fruto de este consenso se han sucedido las propuestas de reforma, que han ido desde quienes han propugnado directamente su supresión, apostando por convertir en unicameral el diseño constitucional, adecuándolo así a lo que ha sido la realidad política del ejercicio del poder y de la representación en la España de las últimas décadas, a quienes han propuesto su reforma para tratar de convertirlo en un contrapoder efectivo que complemente la labor del Congreso y que, efectivamente, contenga una visión territorial diferenciada. En general, las propuestas en esta línea han buscado un diseño similar al del Bundesrat alemán o modelos semejantes (como la segunda cámara austríaca), donde su acuerdo es necesario al menos para la aprobación de las leyes que tienen un componente territorial, por una parte, y en el que además la representación corresponda antes a los gobiernos autonómicos (con cierta ponderación por población) que a la ciudadanía. Por ejemplo, en las propuestas que se han ido perfilando más desarrolladas, como las de los profesores Muñoz Machado y otros (Muñoz Machado et alii, 2017) o la del gobierno valenciano (Generalitat Valenciana, 2018), pero también en los documentos del PSOE y la Declaración de Granada o gran parte de la producción científica de los últimos años en la materia, esta solución, a falta de concretar los perfiles exactos de cómo quedaría la institución (proporción entre población y votos, lista de materias en que el acuerdo de esta segunda cámara sea necesario), goza de un indudable predicamento (véase, por todos, Aja et alii, 2016). Por lo demás, esta solución se ubica en la profundización, muy necesaria, en los mecanismos de representación territorial (Aja Fernández, 2014; Balaguer Callejón, 2018: 253-254), aunque no es el único de ellos y sería necesario ir más allá. También el informe del Consejo de Estado realizado en 2006, por ejemplo, analizó esta misma cuestión y planteó esta opción como posible y aconsejable. Caso de que se acabe produciendo una reforma constitucional en España, sin duda, y junto a otras medidas simbólicas como la incorporación de nuevos valores y medidas de profundización democrática, es claro que una reforma del Senado en esta dirección sería sencilla de pactar y más que probable resultado del proceso. Un resultado cuya importancia no puede minusvalorarse, y que sin duda alteraría algunas de las dinámicas políticas y de representatividad que ha sido la tónica en la España constitucional desde 1978. Cuestión diferente es si sólo con ello es suficiente para lograr los reequilibrios necesarios a efectos de conseguir en nuevo y mejor reparto del poder territorial que pueda dar salida a la crisis constitucional actualmente en curso.

En general, esta misma conclusión puede predicarse de todo lo señalado. Siendo todos los elementos ya referidos aspectos y cuestiones donde la reforma constitucional podría ser perfectamente factible ya a día de hoy, e incluso relativamente sencilla en algunos casos, es dudoso que se trate de cuestiones o elementos de nuestro pacto de convivencia cuya revisión sea totalmente urgente o necesaria. La gran avería jurídico-institucional, la gran división política y social que el Derecho (y la novación del pacto constitucional) habrían de tratar de atender tiene que ver con el conflicto territorial y, especialmente, con su cristalización en un proceso político de búsqueda de la independencia por una creciente parte de la población catalana. La reforma constitucional necesaria para la España de nuestros días pasa por lograr articular un consenso en torno a esa cuestión. Algo mucho más complicado a día de hoy, donde los acuerdos distan de verse fáciles o próximos… y de la que nos tendremos que ocupar inevitablemente en el futuro en profundidad. Pero algo donde los desacuerdos priman sobre los acuerdos, al menos aún en la actualidad. De hecho, el apresurado listado de consensos ya existentes, que hemos tratado de realizar, muestra sistemáticamente una misma realidad: el consenso existe y es incluso fácilmente articulable en todo lo que no toca la cuestión del reparto del poder territorial. En cuanto ésta se ve afectada, siquiera sea tangencialmente, todo se hace mucho más difícil.

Sirva, en todo caso, la presente reflexión para identificar y trazar los acuerdos ya posibles y fáciles de articular como reforma constitucional. Otro día nos habremos de ocupar, en cambio, de la segunda y mucho más importante parte de la reforma constitucional hacia la que nos conducimos en España: la que tiene que ver con los actuales desacuerdos, profundos, a la hora de entender el pacto de convivencia y el reparto del poder. Pero, también, la que de una manera u otra habrá de alcanzarse porque es absolutamente necesaria para salir del impasse en el que estamos.

 

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Recursos en línea sobre las propuestas de reforma constitucional comentadas en el texto:

– Generalitat Valenciana (2018). Acord del Consell sobre la reforma constitucional. Disponible on-line (consulta 01/09/2018): http://www.transparencia.gva.es/documents/162282364/165197951/Acuerdo+del+Consell+sobre+la+reforma+constitucional.pdf/ecc2fe28-4b83-4606-97db-d582d726b27b

– Muñoz Machado, S. et alii (2017). Ideas para una reforma de la Constitución. Disponible on-line (consulta 01/09/2018): http://idpbarcelona.net/docs/actual/ideas_reforma_constitucion.pdf

 

– PSOE (2013). Declaración de Granada: Un nuevo pacto territorial. Una España de todos. Disponible on-line (consulta 01/09/2018):

http://web.psoe.es/source-media/000000562000/000000562233.pdf

 

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Referencias bibliográficas mencionadas en el texto:

 

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The Catalunya Conundrum, Part 2: A Full-Blown Constitutional Crisis for Spain


https://verfassungsblog.de/the-catalunya-conundrum-part-3-protecting-the-constitution-by-violating-the-constitution/

 

 

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Serie Propuestas de Reforma Constitucional 1: La propuesta de reforma territorial de los profesores Muñoz Machado et alii

Serie Propuestas de Reforma Constitucional 2: La propuesta de reforma constitucional de la Generalitat Valenciana



How democracies die? y la situación en España

Que en España estamos viviendo unos momentos de poca salud democrática y en materia de garantías es algo que parece evidente (y no creo que a ningún asiduo del blog le sorprenda a estas alturas saber que en mi opinión, además, la dinámica es más que preocupante). Las ya enormes dudas sobre la legitimidad (y constitucionalidad) de muchas acciones de estos últimos años, que hemos discutido aquí largamente, se han venido a solapar en estos últimos meses con el empleo de la represión penal contra los independentistas catalanes y sus líderes políticos de un modo que no es difícil calificar como una caída, de hoz y coz, en el Derecho penal del enemigo de rasgos schmittianos. La instrucción que está realizando el juez Llarena en el Tribunal Supremo, dejando irreconocibles todos los principios y garantías del Derecho penal de un Estado democrático (legalidad y taxatividad penales, culpabilidad, presunción de inocencia, uso de la prisión provisional, conciliación de la instrucción penal con los derechos fundamentales y muy especialmente los derechos políticos de los encausados…), es el caso más dramático, por sus perfiles y los revolcones que se suceden desde Europa o incluso desde la fría contabilidad del Ministerio de Hacienda del Reino de España, pero no es el único. Y es que, en todo caso, es ya una opinión bastante compartida entre la comunidad de juristas españoles comprometida con el Estado de Derecho y las libertades que estamos asistiendo a derivas, cuanto menos, inquietantes (si no directamente incompatibles con el respeto a los derechos fundamentales propios de un Estado democrático, como por ejemplo apunta aquí Julio González, pero viene siendo señalado cada vez por más gente).

La cuestión, con todo, es a mi juicio mucho más abiertamente política que jurídica a estas alturas. Lo que está en juego no son quiebras menores de garantías o que una instrucción pueda estar mal hecha, ni que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos haya de venir, una vez más, a enmendar la plana a nuestros tribunales por sus excesos reprimiendo las críticas al poder o encarcelando a disidentes. Todo ello es de suyo alarmante y merece un análisis jurídico, sin duda. Sin embargo, por encima de ello, lo que hay no es un problema de interpretación de Derecho sino una sociedad que apoya o consiente estos desmanes impropios de una democracia liberal. Somos una comunidad cívica que está demostrando carecer de anticuerpos para hacer frente a una situación de «estrés democrático» como ésta. Ni oposición política, ni medios de comunicación, ni  los»intelectuales» entronizados habituales de la opinión publicada (tan adictos a los manifiestos como son en cuanto alguien que manda lo pide, guardan un escandaloso silencio respecto de estas quiebras) han sido capaces de alertar, criticar o explicar debidamente estos excesos y por qué son muy peligrosos. Fuera del mundo académico, donde la crítica sí es constante y generalizada, y de algunas publicaciones humorísticas y las redes sociales, que no por casualidad son a su vez perseguidas penalmente con una intensidad y rigor inusitados y que plantean también enormes dudas jurídicas, ha primado el silencio cómplice cuando no el aplauso. Lo cual deja en mal lugar a una sociedad que, ante su primera prueba de esfuerzo severa, se ha demostrado incapaz de generar suficientes anticuerpos como para defender algunas de las más básicas líneas esenciales de toda convivencia democrática: los derechos políticos y expresivos de todos los ciudadanos y unas garantías penales mínimas frente a la persecución desde el poder. Afortunadamente, la pertenencia de España a un espacio jurídico y político como es Europa está llamada a ayudarnos a contener los daños. Lo está haciendo ya. Esperemos que sea suficiente. En todo caso, y hasta el momento, ha quedado claro que la debilidad de nuestras propias defensas hace que, desgraciadamente, la solución a estos excesos dependa del antibiótico que nos suministran desde fuera, ya sea en forma de TEDH, ya a través de jueces alemanes en Schleswig-Holstein, ya por medio de magistrados escoceses, suizos, belgas…. y a saber de cuántos países más como la cosa siga.

Esta mala prestación de nuestra democracia reinstaurada en 1977 o 1978, según gustos, con todo, y a pesar de responder a patologías propias de una situación que es exclusivamente española (el enquistado problema catalán) se relaciona con una crisis de los valores democráticos en todo el mundo occidental que, desde hace unos años, es muy comentada. En concreto, el mundo académico liberal anglosajón vive enormemente  alterado desde que la para ellos inconcebible sucesión de reveses electorales mayores en sus países (Brexit, Trump) ha puesto sobre el tapete la necesidad de una revisión del funcionamiento de los sistemas democráticos liberales occidentales. No sin demasiado disimulo, aparecen últimamente no pocas voces apuntando a la necesidad de preservar más espacios de la discusión democrática y sus riesgos «populistas», mientras se pone en valor, con indisimulada envidia, el funcionamiento «tecnocrático» de la Unión Europa, ejemplar en esto de alejar cuantas más decisiones del control directo de los ciudadanos, como es sabido. De hasta qué punto esta visión entraña no pocos riesgos, en cualquier caso, ya nos ocuparemos otro día.

Dentro de esta preocupación, es interesante hasta qué punto un libro de dos académicos norteamericanos (Steven Levitsky y Daniel Ziblatt) se ha convertido en el best-seller del año. En su How democracies die?, estos profesores de Ciencia Política en Harvard tratan de explorar cuáles son los mecanismos que ayudan a preservar la democracia allí donde está consolidada y cuáles los riesgos o pautas que suelen darse en los casos de degradación institucional que llevan a países con democracias instaladas y aparentemente funcionales al desastre. Básicamente, consideran esenciales para la preservación de las democracias tanto la tolerancia mutua entre los diversos rivales políticos con independencia de cuán enormes puedan ser sus divergencias en punto a las prioridades políticas de cada cual (mutual tolerance) como la autorrestricción de quienes mandan o ejercen poder institucional a la hora de emplear sus potestades, evitando hacer un uso extensivo de las mismas contra rivales políticos o las posiciones minoritarias, y no digamos ya un uso abusivo (institutional forbearance).

«How democracies die», o cómo unos pérfidos extranjeros se ponen a escribir este libro justo ahora para, como a nadie se le escapa, injuriar a España

No es que Levitsky y Ziblatt sean particularmente osados como tribunos del pueblo, ni ejemplos de radicalismo democrático. De hecho, el libro destila una profunda desconfianza hacia los «populismos», pero también hacia la intensificación de la participación ciudadana y hacia las dinámicas políticas poco mediadas desde las elites. Su receta para preservar la democracia pasa, en gran parte, por asumir que ha de haber unas clases profesionales dirigentes que han de ejercer una función moderadora antes que por creer que el debate democrático más liberal y de base pueda funcionar bien por sí mismo. Y, así, en el libro tenemos sorprendentes loas a ciertos mecanismos de control ejercidos tradicionalmente por grupos económicos y sociales privilegiados, e incluso pasajes que pueden antojarse como festejo en punto a las benéficas consecuencias que, por ejemplo, para los Estados Unidos tuvo el asesinato de algunos peligrosos populistas en el período de entreguerras. Tampoco es que sean analistas ayunos de sesgos, como demuestra la peculiar elección y atención que a lo largo del libro muestran hacia unos países y otros. No es ya que Venezuela represente a sus ojos un clásico ejemplo de democracia totalmente perdida sin igual en los últimos años, sino que también emiten ese juicio sobre, por ejemplo, países como Ecuador e incluso alertan sobre Bolivia. Mientras tanto, Brasil es mencionado únicamente para decir que a lo largo de 2017 ha conservado con todo su vigor unas instituciones exquisitamente democráticas, en lo que es una demostración de miopía fascinante. También en Europa, por ejemplo, habría quien podría cuestionar hasta qué punto su reiteradas críticas a la situación en Polonia o Hungría se compadecen sin incurrir en groseras incoherencias con la afirmación de que en España tampoco hay problema alguno. Y, respecto de nuestro país, el tratamiento que dan al conflicto que acabó con la II República tras el golpe de estado del general Franco en 1936, aunque sumario, refleja una visión profundamente influída por las visiones más conservadoras y sesgadas de quienes leen el conflicto anteponiendo una muy concreta ideología, y que no es que repartan culpas a ambos bandos (many sides!!!) sino que directamente consideran en última instancia más responsables a los partidos republicanos de la situación que acaba dando origen a una dictadura autoritaria de corte abiertamente fascista en sus primeros años que a los propios golpistas. Sin duda, la «provechosa» lectura de Linz, que ellos mismos reconocen en otros pasajes, les debe de haber influido mucho a la hora de interpretar el conflicto español.

Ahora bien, no es preciso estar de acuerdo con todo el libro para reconocer el interés en su evaluación de cuáles son los elementos y circunstancias que suelen anticipar los procesos de descenso a los infiernos de democracias otrora aparentemente exitosas y asentadas. Los diversos indicadores y pautas que se repiten en los casos en que una democracia liberal consolidada se viene abajo no por medio de un golpe de estado violento sino por los excesos, cada vez mayores, de sus autoridades e instituciones resultan de enorme interés para evaluar, por ejemplo, lo que está ocurriendo en España en estos momentos. O, si se prefiere, para ayudarnos a ser conscientes de si hemos de empezar a alarmarnos y reaccionar o no. Y ello incluso aunque los autores no hayan hecho esta evaluación (o la hayan hecho de un modo diferente al nuestro). Como los criterios y valores que aportan son todos ellos cualitativos y no cuantitativos, es inevitable que haya un punto subjetivo en la gravedad que cada uno de nosotros asociemos a cada situación. Asimismo, puede diferir la percepción que tengamos sobre cómo de mal (o de bien) estamos en relación a otros países. Pero incluso asumiendo esta inevitable disparidad de criterios, los indicadores que aporta How democracies die tienen la enorme ventaja de que, al menos, nos indican por dónde suelen venir los problemas. Como mínimo, debieran servirnos a todos para ser conscientes de si, sea la pendiente más o menos pronunciada y grave, estamos o no iniciando la senda que para Levitsky y Ziblatt ha llevado no pocas veces a la destrucción de democracias asentadas.

Una evaluación de la situación en España a partir de los criterios de Levitsky y Ziblatt en “How democracies die»

Lo primero que podemos usar del libro son los indicadores que, a juicio de ambos autores, deberían despertar todas las alertas cuando vemos a un actor político, y no digamos a una autoridad pública (ellos dedican mucha atención, por ejemplo, a la conducta de Donald Trump bajo este prisma), incurrir en ciertas conductas. Es interesante, por esta razón, reflexionar sobre si en España podemos considerar que, en mayor o menor medida, nuestras autoridades e instituciones incurren en algunos de ellos (o muchos) o no. Con todo, conviene hacer dos aclaraciones previas. La primera es que, como es obvio, podemos ir tratando de aplicar también los indicadores a las fuerzas independentistas catalanas (y algo diré también sobre el tema, aunque estas alertas son mucho más relevantes cuando va referidas a la actuación del poder que a la de los movimientos de crítica que están fuera de las instituciones). La segunda, que para hacer una evaluación que tenga algo de sentido hemos de fijarnos en actores institucionales y políticos de relieve, no en individuos marginales, pues en estos reductos más extremos será siempre sencillo encontrar excesos. Si los indicadores tienen algo de utilidad es para identificar cuándo los excesos pueden poner en peligro la democracia, y ello tiene, lógicamente, mucho más que ver con que incurran en estas conductas quienes tienen posiciones de poder político o institucional que con que pueda haber ocasionales estupideces en los márgenes del sistema por actores de segundo y tercer nivel. Hechas estas aclaraciones, podemos analizar los factores que en el libro se detallan como inquietantes. Son, esencialmente, cuatro bloques de conductas.

Como vemos, el primer indicador (ver cuadro adjunto) es lo que Levitsky y Ziblatt llaman «el rechazo a las reglas del juego democrático». En este punto, parece claro que, a día de hoy, en España, tanto las autoridades como el establishment político español no cumplen ni con el punto 1.1 (rechazo al orden establecido) ni con el 1.3 (uso de medios fuera del orden legal para lograr sus fines). Es más, es manifiesto su compromiso, declarativo y político, con el orden establecido y el marco constitucional vigente (otra cosa es que puedan aprovechar en más ocasiones de las deseables su poder para hacer lecturas desviadas del mismo o adulterar sus contenidos, incluso, en ocasiones; pero algo así, en su caso, sería una cuestión distinta y puntuaría en otros indicadores pero no en el de la falta de respeto formal al marco vigente).

En cambio, respecto de los puntos 1.2 (sugerencia de la conveniencia de suspender la vigencia del marco de elecciones y democracia ordinario) y 1.4 (deslegitimación de los resultados electorales cuando no gana quien se desea), a día de hoy, creo que podemos decir en estos momentos que, como mínimo, estamos en una situación de evidente riesgo de que se estén empezando a cumplir, si es que no se cumplen ya. No sólo es cada vez más frecuente la sugerencia, que viene de medios de comunicación establecidos y actores políticos clave, sobre la necesidad de cancelar ciertas reglas democráticas si los resultados no son los deseables, sino que en Cataluña, a la postre, la activación del 155 CE, en los perfiles en que se ha producido y tal y como ha evolucionado en paralelo a la instrucción del Tribunal Supremo, ha llevado finalmente a la práctica de entender que la autonomía en Cataluña sólo se devuelve y se acepta que haya gobierno si es un «gobierno que cumpla con las reglas del juego», aunque ello haya llevado a no permitir la investidura de quienes ganaron las elecciones, produciendo el efecto práctico de cancelar los efectos de las elecciones (al menos, por el momento). También se habla con frecuencia de la conveniencia de ilegalizar a los partidos políticos indepedentistas (o sólo a algunos de ellos, a los más irredentos), posición cada día más habitual, vinculando esta medida a sus posiciones políticas y no tanto al empleo de medios violentos. Es cierto, sin embargo, que el gobierno de España en sí mismo, hasta la fecha, ha mantenido cierta prudencia al respecto, aguantando las embestidas de parte de la opinión pública y ciertos partidos que exigen caer de lleno en lo que según Levitt y Ziblatt sería un rasgo paradigmático de gobierno autoritario de los que ponen en claro riesgo la democracia.

Por último, y respecto de las afirmaciones sobre la falta de legitimidad de las victorias es manifiesto que éstas son la norma desde hace tiempo respecto de las sucesivas victorias electorales independentista. Las apelaciones a que no participa todo el mundo y no se refleja bien el sentimiento del cuerpo electoral, a que el sistema electoral está adulterado o a que los resultados no debieran ser válidos porque hay un clima de amedrantamiento que impide votar con libertad, al supuesto adoctrinamiento en las escuelas o al que supuestamente hace a diario TV3, por muy ridículas que sean y fáciles de desmontar, son desgraciadamente reflexiones mainstream en la España de hoy. De nuevo, sin embargo, el gobierno de España, al menos hasta la fecha, ha sido más prudente en esta materia que una opinión pública y, sobre todo, publicada, absolutamente enloquecida y que con su actitud supone un claro y grave riesgo para la democracia, como nos dirían Levitsky y Ziblatt.

La conclusión respecto de este primer criterio es pues sencilla: cumplimos sin duda el punto 1  si atendemos a lo que leemos en los periódicos o nos fijamos en el debate político, con actores dominantes y medios de comunicación que exhiben un compromiso más bien débil con ciertas reglas básicas del juego democrático.  En cambio, el gobierno, al menos hasta la fecha, ha puesto un bemol a esta deriva, aunque se haya dejado arrastrar sin duda por ella mucho más de la cuenta y de lo que sería deseable. Respecto de los indepes, por su parte, es más que obvio que ellos sí quedarían claramente reflejados en el punto 1.1 (su rechazo a la Constitución es indubitado).

El segundo grupo de situaciones que a juicio de los autores de How democracias die permite enjuiciar una democracia como en grave riesgo de desintegración tiene que ver con que se generalice la existencia o no de manifestaciones de rechazo de la legitimidad política de los oponentes (ver cuadro adjunto). En este caso, a diferencia de las salvedades que he hecho respecto del primer grupo de situaciones, hay pocas dudas, la verdad, sobre hasta qué punto la dinámica política española actual está gravemente envenenada. Podemos decir sin temor a correr demasiado riesgo de ser contradichos que a día de hoy gobierno, autoridades y establishment españoles, respeto de los independentistas catalanes, cumplen de lleno los puntos 2.1 (descripción del rival como subversivo), 2.2 (identificación del rival con un riesgo para la subsistencia de la nación), 2.3 (criminalización de los rivales políticos) y 2.4 (sugerencia de que los oponentes políticos trabajan para beneficiar a potencias extranjeras o por cuenta de ellas). Todas y cada una de estas perversiones, que en tan grave riesgo ponen la convivencia democrática, son moneda corriente hoy en España y forman parte de la descripción que de ordinario reciben los separatistas catalanes por medios y clase política españoles. Es obvio, como no puede ser menos, que podemos discutir sobre cómo de grave es la situación descrita y a qué grado de degradación hemos llegado, como también lo es que encontramos matices en estos juicios dependiendo de partidos y sensibilidades. Pero la línea general es más que obvia entre el establishment español de nuestros días (por su parte, los indepes respecto de esto parecen ser mucho más prudentes, la verdad, aunque también es indudable que muchos de ellos cumplen el 2.2 en sus versiones exaltadas).

Así, no parece que quepan muchas dudas sobre el cumplimiento del punto 2.1. El 2.2 también parece claro, basta con atender a todas las chorradas diarias que hemos de leer y escuchar sobre el deseo de los catalanes de “destruir España”. Del 2.3 mejor no hablar demasiado estos días, con las causas por rebelión por las que aquí se piden hasta 40 años de cárcel y por las que se tiene a varios políticos electos en la cárcel que, sencillamente, ¡ningún otro país de la UE ve legales ni defendibles ni siquiera indiciariamente (que ya tiene tela, la cosa, dada la normal deferencia entre Estados en estos casos! Y es que en este punto, por increíble que parezca, incluso cumplimos con el extravagante punto 2.4. Basta ver a estos efectos toda la ridícula obsesión de medios como El País y ministros como los actuales titulares de Defensa o de AAEE sobre la injerencia de Rusia en todo el proceso.

Conclusión: desgraciadamente a día de hoy en España podemos dar por verificados de lleno, claramente y sin frenos todos los elementos del segundo punto de riesgo de liquidación de la democracia que señalan Levitsky y Ziblatt, como consecuencia de haber caracterizado (y, además, ojo, lo que es mucho más grave, haber actuado a continuación en consecuencia) a los rivales políticos que están planteando un problema meramente político al poder establecido como posiciones políticas fuera del normal juego democrático y que merecen todo tipo de represión y evicción de la esfera pública. Por triste que sea tener que hacer esta evaluación, y por mucho que en esto, como en todo, puede haber grados y podríamos estar (o llegar a estar) todavía mucho peor (así como es cierto que hay países, no democráticos, claro, con situaciones mucho más graves), creo sinceramente que esta afirmación permite poca réplica.

El tercer grupo de indicios de hundimiento democrático que manejan los autores se refiere a la tolerancia o incentivo de la violencia política por parte de los políticos y autoridades. Afortunadamente, creo que es justo decir que a día de hoy en España no tenemos elites políticas o autoridades institucionales, ni en el lado español ni entre los líderes independentistas catalanes, que estén en ningún caso incentivando o justificando comportamientos de esa índole. Se trata, sin duda, de una muy buena noticia dentro del panorama deprimente general en que estamos, dado que es probablemente el único de los cuatro grandes grupos de indicadores donde se puede hacer esa afirmación. El rechazo a la violencia es, por ello, el más claro e importante valladar (por no decir también que el único) que ha demostrado tener nuestra democracia frente a una involución peligrosísima. Por esta razón es tan importante, a mi juicio, preservarlo a toda costa y condenar o alertar incluso frente a aquellos excesos que no vienen exactamente del poder que pueden parecer más nimios.

Porque sí es cierto que, sin haber violencia, hay de vez en cuando salidas de tono (y en ocasiones de gente relevante, como el artículo de El Mundo que no hace nada se vanagloriaba de tener a los independentistas catalanes atemorizados a base de palizas; o las recurrentes chorradas de Jiménez Losantos y alguna cosa más). Ahora bien, y afortunadamente, creo que es justo decir que la apelación a la violencia, más o menos velada o por el contrario más directa, contra el adversario político no es la norma en España. Hay un gen pacifista muy profundamente implantado en la sociedad española post 1975, lo que es sin duda una de las mejores cosas que tenemos como país, que haría que cualquier llamada a la violencia política sea rechazada casi instintivamente por casi toda la población (y también puede decirse lo mismo, claro, de los indepes, que en esto son profundamente españoles, y para bien). ¡Menos mal!

Con todo, y dado lo esencial que es conservar esta línea de defensa, hay que señalar algunas manifestaciones preocupantes, empezando por el discurso del Jefe del Estado del 3 de octubre de 2017 que, en un uso a todas luces políticamente inapropiado y probablamente excesivo en términos estrictamente constitucionales  de sus funciones, hizo un velado llamamiento a la justificación de la violencia si fuera necesaria para «restaurar el orden constitucional» (en su peculiar declinación de defensa a ultranza de la unidad de la patria) en Cataluña. Igualmente, que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado hayan hecho durante estos meses ciertas manifestaciones, con banderas y despedidas al grito de «a por ellos» es algo desafortunadísimo que habría que evitar a toda costa que se volviera repetir y por lo que deberían haberse tomado medidas internas inmediatamente. Asimismo, hay una manifiesta desproporción en el tratamiento que medios y, lo que es más grave, policías y jueces dan a algunos pequeños episodios de violencia frente a otros que debería atajarse cuanto antes. Porque, si no se condena y se comienza a analizar la violencia contra un bando y no se persigue a quienes así actúan cuando lo hacen contra los enemigos del poder, se está empezando a empedrar un camino que lleva a lugares muy inquietantes.

Con todo, afortunadamente y como decía, no creo que cumplamos en ningún caso con este tercer bloque de indicios (en gran parte porque, afortunadamente, el gobierno de España democráticamente elegido es quien dirige la política del país, así preservada de los impulsos de un Jefe del Estado manifiestamente poco ligado a consideraciones democráticas, también, en su visión de este conflicto y en cuanto a su visión sobre la legitimidad del recurso a la violencia para atajarlo). Y ello aunque es imperativo empezar a exigir a policías, jueces y medios de comunicación que se tomen con la seriedad debida la reacción y condena frente a los actos de violencia que ya se dan, aunque sean poco importantes de momento y aunque en ningún caso cuenten con el apoyo y aliento institucional.

Por último, el cuarto grupo de indicadores de peligro del libro se refiere a la facilidad y alegría con la que se está dispuesto a liquidar o restringir derechos políticos de los que no piensan como toca, como considera la mayoría o, más crudamente (que es lo que suele pasar), sencillamente como entiende oportuno el poder. De nuevo, y desgraciadamente, es bastante fácil afirmar que la España de nuestros días también cumple con creces este indicador y debiéramos estar extraordinariamente alarmados por ello.

El criterio 4.1 de Levitsky y Ziblatt (aprobación de leyes para reducir libertades tanto políticas como expresivas de los rivales políticos), de hecho, parece casi una descripción exacta del tipo de legislación que han estado aprobando PP, PSOE y C’s, por medio de sucesivos pactos de Estado y reformas varias en los últimos años. Todo ello ha producido un legado de normas represivas, ya en vigor, y que en su día, lamentablemente, sólo criticamos los «sospechosos habituales». Estas leyes, además, están siendo interpretadas de forma más que expansiva (y desequilibrada hacia sólo un lado) por nuestros tribunales, restringiendo con ello todo tipo de derechos civiles  políticos básicos en cualquier democracia… sólo a ciertos ciudadanos. Se trata de una situación muy, muy preocupante. Y más aún lo es, a mi juicio, y como he dicho al principio, la práctica inexistencia de anticuerpos que se han generado de forma natural, de momento, en nuestros medios de comunicación, opinión política u «opinadores» habituales (la opinión publicada en España es de una dependencia del poder y sus visiones absolutamente insólita en el entorno europeo) frente a esta situación.

Así, las acciones a que se refiere el punto 4.2 (amenaza de acciones legales contra los rivales políticos y los grupos sociales que los apoyan) no sólo es que sean también posibles en grado de amenaza, sino que ya se han llevado a la práctica. Las medidas penales adoptadas contra políticos electos catalanes, raperos o tuiteros críticos con el poder o la monarquía, manifestantes que exigían la libertad de ciertos presos o asociaciones independentistas, etc. son ya demasiadas como para poder conjurar una legítima y onda preocupación. Inquietud que es si cabe mayor si pensamos que todas ellas han sido adoptadas con amplio apoyo no sólo del gobierno y sus socios sino incluso de medios de comunicación en principio de otro espectro (El País o la Ser, por ejemplo, se han significado activamente en un apoyo cerrado a las tesis de la conveniencia de prohibir la acción política independentista, la expresión de estos objetivos y el encarcelamiento de sus líderes), partidos de la oposición (recientemente el mismísimo líder de la oposición, Pedro Sánchez, se pronunciaba contra los CDRs catalanes denunciándolos como sediciosos y violentos, p.ej., dando pábulo y cobertura así a una inmediata acción judicial de fiscalía contra algunos de sus miembros nada más ni nada menos que con cargos de terrorismo) e “intelectuales” orgánicos al uso. Como vemos, respecto de este punto, de nuevo, la capacidad de la sociedad civil española de generar “anticuerpos” frente a las derivas autoritarias ha sido muy limitada, por no decir nula.

Curiosamente, en cambio, el punto 4.3 (loas a modelos represivos extranjeros) no se cumple en ningún caso. Es una paradoja española muy interesante, de hecho, que cuando son otros los que en otros países desarrollan conductas autoritarias que aquí internamente, en cambio, son firmemente apoyadas… ¡suele verse como algo muy malo!)

Como conclusión respecto de este último grupo de indicios, el juicio no puede ser más deprimente. La criminalización de los rivales políticos ha llevado a la adopción de medidas, muy severas, de restricción de libertades y derechos políticos. El extremo máximo, de hecho, es mantener en prisión provisional a líderes electos e, incluso, vedarles la posibilidad de ejercer sus derechos políticos y presentarse a investiduras en contradicción con todo el Derecho español vigente y la jurisprudencia constitucional consolidada. En algunos casos, por ejemplo, el mero hecho de ser diputado o presentarse a la investidura ha llevado a la prisión. Incluso, como ocurrió con Jordi Turull, de una forma tan escandalosa como incrementando las medidas cautelares y decretado prisión provisional sólo cuando podía verificarse su investidura como president de la Generalitat (el juez dictó prisión provisional, cuando antes había considerado esta medida cautelar innecesaria, sólo tras un primer voto de investidura en el que no alcanzó la mayoría requerida, horas antes de que fuera a lograr la necesaria en una segunda sesión). Resulta difícil exagerar el escándalo democrático que este tipo de situaciones suponen. 

Una conclusión inquietante… y un modesto apunte sobre la búsqueda de posibles remedios

Con los matices que se quieran, es evidente que la situación democrática de España a día de hoy no es nada buena. Podemos discrepar respecto a cómo de empinada es la pendiente por la que nos estamos dejando llevar, o sobre cuánto camino llevamos recorrido y hasta qué punto estamos cerca de tocar fondo, pero que nos hemos adentrado por terreno resbaladizo está fuera de toda duda. Gobierno, autoridades, elites, medios, intelectuales orgánicos y los siempre dispuestos voceros de servicio cumplen a día de hoy con demasiados de los criterios que Levitsky y Ziblatt listan para ayudarnos a identificar cuándo han de saltar las alarmas. Que nos salve, de momento, el muy extendido y compartido rechazo entre la población española a la violencia y que el gobierno de España haya mantenido, dentro de lo que cabe, una actitud más prudente que la opinión publicada y las demandas de ciertas elites no es suficiente, aunque aporte elementos tranquilizadores y, quizás, pueda ayudar a atisbar un camino de salida, para evitar que el juicio haya de ser muy crítico.

Hay que tener en cuenta, además, que Levitsky y Ziblatt señalan también que las democracias, cuando son contaminadas por pulsiones autoritarias, suelen acabar teniendo líderes que cometen tres grandes pecados: comprar al árbitro (haciéndose con el control directo o indirecto de las instituciones de fiscalización, especialmente de las más importantes cortes de justiciad país  o de sus medios de comunicación más potentes), expulsar a las estrellas de los equipos rivales (por ejemplo, metiendo en la cárcel a los líderes políticos más populares de entre quienes defienden otras posiciones) y cambiando las reglas del juego a mitad de partido (modificando leyes electorales o reescribiendo el código penal para alterar lo que se puede o no hacer, lo que es legal o no, como manifestaciones de lucha y oposición política).

Si añadimos estas tres dimensiones a las consideraciones ya realizadas, el juicio que hemos de hacer sobre la situación en España y las posibilidades de salir con bien de la misma es si cabe más sombrío. No tanto porque el problema se agrave, que también, como porque la degradación en estos elementos elimina capacidad de defensa y respuesta a la democracia cuando es atacada (por ejemplo, Levitsky y Ziblatt se congratulan de cómo por esta vía se han contenido ciertos posibles excesos de Trump o cómo la opinión publicada de los Estados Unidos sí cuenta con grandes medios que expresan opiniones sustancialmente diferentes a las que pretende imponer allí su poder ejecutivo). Sin pretensión de exhaustividad, tengamos simplemente en cuenta que, en España, por contra:

– el control por parte del Gobierno y de sus aliados del sistema de designaciones de la cúpula del poder judicial (nombramientos clave en el Tribunal Supremo, vía Consejo General del Poder Judicial) y del Tribunal Constitucional es tan intenso que ni siquiera hace falta alterar reglas o cometer excesos para reforzarlo;
– no existe en España a día de hoy ningún medio de comunicación escrito de relieve, ni por supuesto ningún conglomerado mediático con licencias televisivas o radiofónicas, crítico con la estrategia del gobierno;
– la «expulsión del terreno de juego de algunos de los mejores jugadores rivales» se ha llevado al extremo de encarcelarlos (o, en el caso de Carles Puigdemont, incluso tras reclamarle intensamente que se presentara a las elecciones convocadas tras la toma del control de la Generalitat catalana por parte del gobierno central haciendo uso del 155 CE para que así se confrontara democráticamente al juicio de sus conciudadanos… se ha pasado a pedir su procesamiento y entrada en prisión por delitos que llevan aparejados hasta 40 años de cárcel en cuanto resultó vencedor de las elecciones en cuestión);
– las reformas de reglas que están incrementando el poder estatal y amparando más represión de la disidencia son constantes en los últimos años, y se han sucedido desde la primera consulta catalana de 2014, con la idea de impedir que se puedan llevar a cabo numerosas conductas hasta hace cuatro días perfectamente legales (y, además, con una interpretación judicial que retroactivamente está releyendo tipo penales en contra de los independentistas catalanes).

Todas estas señales de alarma debieran ser suficientes para que reflexionáramos seriamente sobre la necesidad de una respuesta política en la que hemos de ser protagonistas todos los ciudadanos que apreciamos y valoramos la democracia española frente a quienes la están destruyendo. Hemos de denunciar estos excesos y las defensas que día tras día se producen en tribunas públicas de medidas lisa y llanamente autoritarias, impropias de una democracia garantista y de un Estado liberal de Derecho. Para lo cual, como dicen los autores de How democracies die, resulta esencial asumir esa tolerancia mutua y cierta restricción en el ejercicio del poder contra el adversario político que ha de estar en la base de toda convivencia democrática.

Los españoles hemos de asumir que a los conflictos sociales como el que tenemos en España hay que darles cauce político, lo que requiere con urgencia  volver a aceptar resultados democráticos con normalidad, eliminar la persecución de rivales políticos y reconocerles legitimidad, derogar todas las restricciones de derechos civiles y políticos de los últimos tiempos… y lograr que una mayoría significativa de la sociedad vuelva a defender estos postulados. Porque una de las cosas más preocupantes de lo que cuentan Levitsky y Ziblatt en su libro es que si no hay respuesta desde la sociedad de oposición a las derivas autoritarias, si una amplia mayoría de voces autorizadas las apoyan, si no aparecen críticos y los controladores fallan (tribunales complacientes, medios adictos…), entonces las posibilidades de parar una deriva de esta naturaleza son mucho menores (aunque ellos no analizan en detalle casos de quiebras dentro de estructuras como la UE, que en principio debiera ser un importante freno para evitarlas). Es decir, que esto o lo paramos desde la propia sociedad española y asumimos que hemos de arreglarlo con diálogo, aceptando al adversario, y dándole voz… y voto, o se nos irá de las manos muy probablemente.

Obviamente, una vez solucionado el lío en que nos hemos metido solitos, habrá que acabar hablando respecto de cómo solucionar los problemas de fondo, y entre ellos los que han dado lugar a la crisis catalana. Que, a fin de cuentas, es de lo que va y para lo que sirve una democracia: de poder hablarlos, discutirlos, tratar de arreglarlos y, si no nos ponemos de acuerdo, pues votarlos y asumir con naturalidad que, respetados los derechos y garantías básicas de todos, a veces se gana y a veces se pierde y que nuestras preferencias no serán siempre las que se habrán de imponer, pero que mejor resolver los conflictos así a acabar en una espiral represiva, autoritaria y quién sabe si a la postre también violenta que siempre, pero siempre, acabará entre mal y muy mal.



Serie Propuesta de reforma constitucional (1): «Ideas para una Reforma de la Constitución» (a propósito de la propuesta de Muñoz Machado et alii)

Ayer varios juristas dedicados a la Universidad, compañeros de Derecho administrativo y Derecho constitucional, presentaron la que quizás es la primera propuesta de reforma constitucional «con cara y ojos», esto es, suficientemente clara en sus formulaciones e ideas-fuerza como para que podamos comentarla, y criticarla, con un mínimo fundamento. Los medios de comunicación han dado, por lo demás, un amplio tratamiento a la puesta de largo de la misma (la presentación de la propuesta es, por ejemplo, portada de la edición de hoy de El País), lo que quizás avala la intuición de que hay no poca necesidad social de empezar a hablar del tema de verdad. De que, como diría aquél, ya es hora de tomarnos la reforma constitucional en serio.

Estas Ideas para una Reforma de la Constitución, que pueden encontrarse aquí en su integridad, están colectivamente firmadas por Santiago Muñoz Machado, Eliseo Aja, Ana Carmona, Francesc de Carreras, Enric Fossas, Víctor Ferreres, Javier García Roca, Alberto López Basaguren, José Antonio Montilla Martos y Joaquín Tornos. Da la sensación, leído el texto y vistas las crónicas del evento, de que hay cierto protagonismo de Muñoz Machado liderando el grupo, no sólo porque figure como primer firmante (alterando el orden alfabético en que aparecen los demás) del texto o por su activismo reciente lanzando propuestas de reforma constitucional o comentarios sobre la cuestión catalana (como el reciente monográfico de El Cronista de El Estado Social y Democrático de Derecho, donde yo mismo realicé una modesta cronología del conflicto en sus planos jurídico y político), sino porque en muchas de las propuestas y líneas marcadas por el documento se atisban con claridad ecos de reflexiones y propuestas de reforma ya contenidas en su Informe sobre Españacon algunos de los matices y añadidos que aparecían en su libro posterior sobre Cataluña y las demás Españas (o quizás esto se debe a que mi juicio está contaminado por esas lecturas y reflexiones y veo relaciones donde a lo mejor no hay tales). En todo caso, creo que sí resulta interesante releer tanto los textos contenidos en ambas obras como las críticas que en su momento se les pudo hacer a efectos de entender algunos de los elementos de la propuesta o de intuir algo de su trasfondo y posible desarrollo. Más allá de ese posible origen, la propuesta, no obstante, es si cabe más potente políticamente de lo que eran esas obras y se ve sin duda muy enriquecida por venir completada por otros colegas, de más que notable trayectoria y profundidad analítica, primeros especialistas todos ellos, además, en algunas de las cuestiones que más desarrolla el documento. En definitiva, la propuesta es realizada y presentada por un grupo cuya relevancia hará, no me cabe duda, que algunas de las líneas marcadas por el documento articulen buena parte del debate político que sin duda tarde o temprano vendrá sobre esta cuestión.

Por esta razón, resulta interesante, a mi juicio, ubicarlas también jurídicamente, y comentarlas un poco desde ese plano, siquiera sea brevemente y de forma muy sumaria, aprovechando su presentación. Los contenidos del documento son muchos, pero me voy a centrar en los que, al menos a mi entender, constituyen sus líneas esenciales en cuanto a propuestas concretas de cambio, más allá de otras interesantes y lúcidas reflexiones que contiene el texto. Éstas creo que pueden condensarse en:

  • Una propuesta de nueva redelimitación de las competencias entre el Estado y las CCAA en la Constitución, que parece esencialmente destinada a garantizar y asegurar la posición jurídica del Estado y que por ello se completa atribuyéndole más margen de maniobra en situaciones de conflicto competencial (empleando también algún mecanismo jurídico adicional para acabar de completar este efecto);
  • Diseño de un nuevo modelo de Senado, de naturaleza más ajustada a la que es propia de los sistemas verdaderamente federales de reparto del poder.
  • Tratamiento del hecho diferencial catalán dentro de los marcos ya conocidos, propios de la Constitución del 78, aunque abriendo la posibilidad de que una Disposición Adicional específica recoja algunas singularidades catalanas, lo que se completa con la necesidad de recuperar algunas de las novedades en su día contenidas en el malogrado Estatuto de Cataluña de 2006 que fueron expulsadas de nuestro ordenamiento jurídico por la STC 31/2010.
  • Negativa a considerar como posible dentro del orden constitucional de 1978, y tampoco conveniente al hilo de una posible reforma del mismo, la realización de un referéndum sobre la permanencia en España (o como España) de partes del territorio nacional. La pregunta a los catalanes sobre su comodidad o no dentro del pacto constitucional se ha de realizar, a juicio de los proponentes, al hilo de las reformas constitucionales y estatutarias que se puedan suceder, pero no cabría preguntar a la población sobre la cuestión más allá de en estos casos (en que se realizaría de forma, como es obvio, indirecta).

1. Redelimitación de las competencias entre Estado y Comunidades Autónomas

Quizás por deformación profesional, o por falta de gusto por la épica nacional y la retórica al uso, me parece relativamente poco importante que los Estatutos de Autonomía se llamen así o pasen a denominarse «Constituciones», que las Comunidades Autónomas puedan ser consideradas a partir de un momento dado como «Estados» o que la Nación sea Una, Trina o Plurinacional y Pluscuamperfecta. En cambio, me resulta más interesante y creo que es la verdadera clave de todo sistema de ordenación territorial del poder el concreto reparto del mismo que detrás de estas denominaciones se pueda esconder. Algo que, inevitablemente, pasa por la identificación (más o menos precisa y acertada, dentro de lo posible) de los ámbitos específicos en que el poder central y los entes territoriales tendrán reconocida capacidad efectiva para actuar y adoptar decisiones, articulando políticas propias. En este sentido, el informe considera urgente «clarificar» el reparto competencial en su §15. Para los autores de la propuesta, un elemento muy negativo del actual sistema es la supuesta inconcreción del reparto realizado por el art. 149.1 CE, así como la escasa claridad en la delimitación de las competencias compartidas bases-desarrollo, que han llevado, a su juicio, a que primero las CCAA se excedieran a la hora de regular pero también a que en la actualidad veamos una  «expansión ilimitada de dichas bases hasta agotar el Estado la regulación de materias de competencia autonómica». Todo ello con el añadido de que, a la postre, quien inevitablemente tiene la última palabra sobre quién es o no competente en cada caso y ante cada concreto conflicto acaba siendo, a la postre, siempre el Tribunal Constitucional. Para solucionar estos problemas su propuesta es sencilla:

(§15): Para superar este modelo podría plantearse la constitucionalización del reparto sobre la técnica federal clásica que fija en la Constitución las competencias que corresponden al Estado (Federación) y deja las restantes a las Comunidades Autónomas (Estados, Länder), sin perjuicio de algunas cláusulas generales, como la prevalencia, que reduzcan la conflictividad actual (art. 148, 149 y 150 CE). Una mayor concreción constitucional del reparto garantiza su estabilidad y, por ende, la seguridad jurídica.

A mi juicio, en un asunto tan nuclear como éste, donde en la práctica se acaba jugando la partida clave sobre qué es de verdad la autonomía de nuestras entidades subestatales y cuáles son sus posibilidades y límites, resulta difícil ver en la propuesta transcrita una mejora de fuste respecto de lo que ya nos ofrece la Constitución. En la práctica, el sistema del 149 CE ya funciona, de facto, y así viene siendo desde hace años, con la técnica federal arriba señalada. Las innumerables sentencias del Tribunal Constitucional que tenemos en materia de competencias, y que con cada vez más frecuencia en las dos últimas décadas invalidan normas autonómicas sin cuento, no lo hacen porque las CCAA hayan regulado esas cuestiones sin tener base competencial por no haberlas asumido en sus Estatutos, sino porque al hacerlo han invadido competencias que el TC entiende reservadas al Estado por formar parte de la interpretación de los contenidos del 149.1 CE que en cada momento realiza el propio órgano (o, alternativamente, de lo que en cada caso entiende como materia «básica» en las competencias compartidas). No acierto a ver ni las diferencias mínimamente relevantes con la situación actual que se derivarían de la propuesta ni tampoco logro entender en qué medida puede decirse que nos falte a día de hoy una lista «concreta» de competencias estatales en la CE.

En fin, por concretar mi posición, y a pesar de que soy consciente de que hay muchos partidos políticos españoles llevan años argumentando que hace falta una reforma constitucional que establezca tal lista, me parece complicado persuadir a nadie que lea con detenimiento el mencionado precepto de que ésta no existe ya. Cuestión diferente es que la lista en cuestión no guste. O que no se comparta cómo la interpreta, una vez ya existe, el Tribunal Constitucional. Por ejemplo, a los redactores del Estatuto catalán no les satisfacía cómo se estaba interpretando (expansivamente) el 149.1 CE y pretendieron «blindar», sin éxito, una lectura del mismo que dejara mucho más espacio a la acción autonómica. Algo que la STC 31/2010 se encargó de dejar claro que en modo alguno vinculaba al Tribunal Constitucional, desbaratando toda pretensión de blindaje. Del mismo modo, sería posible tratar de rectificar la lista actual, ampliando competencias estatales o restringiéndolas, intentando poner coto a lo que se considera «básico» o, por el contrario, dándole más recorrido. Todo ello se puede intentar, pero a la postre en ninguno de esos supuestos estamos negando que haya una lista, sino que no nos gusta cuál sea ésta o, las más de las veces, simplemente cómo se interpreta.

Pues bien, y respecto de esta cuestión, ¿en qué sentido opera a la postre la propuesta presentada? Lo cierto es que resulta fácil decirlo, dado que no aparece de forma clara y taxativa un juicio sobre la conveniencia de ir hacia un lado o hacia otro, pero lo que no da la sensación en ningún momento es de que al pedir mayor claridad se esté abogando por restringir o limitar las competencias estatales (en este sentido me guío, dado que la propuesta es modesta a la hora de aclarar este punto, por lo que por ejemplo ha venido publicado Muñoz Machado en su obra previa, arriba reseñada, muy coincidente en lo esencial con los planteamientos que ha acabado reflejando la propuesta). Tampoco la mención expresa a la importancia de la cláusula de prevalencia del Derecho estatal va en la dirección de garantizar un mayor ámbito de autonomía a las Comunidades Autónomas, sino más bien al contrario. A cambio, sí parece que los proponentes estiman excesivo el desarrollo de las competencias básicas estatales que hemos visto en los últimos tiempos, aceptado por el Tribunal Constitucional con entusiasmo, y que son conscientes del problema político que crea y hasta qué punto coarta el efectivo ejercicio de una autonomía política real, con las consecuencias vistas en Cataluña en forma de progresivo desapego de parte de la sociedad catalana a medida que se suceden las anulaciones de normas acordadas por sus representantes democráticos sobre las más variadas cuestiones. Para afrontar este problema proponen una solución imaginativa y civilizada, más procedimental y política que jurídica, en forma de sistema de delimitación de lo básico en el que el Estado habría de recabar, al menos, la opinión de las CCAA antes de aprobar las normas correspondientes. No tengo muy claro que el sistema pueda servir de efectivo límite a la expansión de las mismas, en las coordenadas políticas e institucionales de la España actual, pero algo es algo. Al menos, se identifica el problema en sus justos términos (problema que sigue sin ser asumido en muchos foros políticos aún a día de hoy, donde se cultiva la especie de un supuesto caos legislativo en España por culpa de la manga ancha con la que se consiente que las CCAA metan mano en casi cualquier materia con ligereza y sin constreñimiento alguno) y se trata de proponer una solución que muy probablemente funcionaria en un contexto en que todos los actores (y especialmente el Estado y el Tribunal Constitucional, que a fin de cuentas son quienes seguirían teniendo la sartén por el mango) se tomaran en serio eso de la lealtad federal. He ahí también, como es obvio, su mayor debilidad.

En todo caso, lo que sí resulta difícil, por no decir imposible, es pretender que el Tribunal Constitucional deje de ser el árbitro de estos conflictos. Es, sencillamente, inevitable que lo sea. Y, a la postre, su actuación no puede sino depender de los equilibrios políticos que determinan su composición y condicionan su trabajo. Sólo con un Tribunal con otra cultura federal y quizás con otra composición (en otra parte de la propuesta sus autores, muy sensatamente, hacen referencia a la necesidad de asumir que tenemos un problema de efectiva representación de las diversas sensibilidades territoriales en el órgano y que se habría de actuar cambiando cosas también ahí) se puede lograr que un esquema como el planteado funcione. Porque a la postre, y tanto con el actual texto de la Constitución como con cualquier otro que podamos tener sustituyendo al actual listado del art. 149.1 CE, la interpretación que haga el Tribunal de los títulos competenciales estatales siempre puede ser más generosa o menos, desentendiendo estos equilibrios y su visión como órgano federal o no. Por ejemplo, su más reciente doctrina, que no tiene visos de que vaya a cambiar en un futuro próximo, que da cada vez más y más poder al Estado por medio de una serie títulos competenciales horizontales (1491.1.1ª, 149.1.13ª, 149.1.14ª…) que permiten actuar sobre prácticamente cualquier materia, bien para proteger la igualdad de los ciudadanos, bien para garantizar la estabilidad económica o el equilibrio presupuestario, en lo que constituye el hit más potente de su reciente jurisprudencia, tiene un cariz recentralizador indudable cuyos efectos han permitido una mutación constitucional de nuestro sistema de gran profundidad (que explica en gran parte el Estatuto de Cataluña de 2006 como respuesta, fallida, a una dinámica constitucional que, además, desde 2010 no ha hecho sino acelerar). Pero, y es relevante recordarlo, esa mutación no ha necesitado de ninguna reforma, sino simplemente de un Tribunal cómodamente asentado en visiones cada vez más centralistas, apoyadas por los grandes partidos políticos que nombran a sus miembros y, a su vez, determinan también la evolución de la legislación básica del Estado. No se ve (o, al menos, yo soy incapaz de ver) cómo a partir de la propuesta de reforma presentada pueda contenerse, limitarse o controlarse esta evolución.

No me da la sensación, pues, y a fin de cuentas es uno de los elementos esenciales (si no, directamente, el elemento nuclear central) con el que será juzgada desde Cataluña cualquier propuesta de reforma constitucional, que con la presentada sea sencillo que se acaben deduciendo ni un mayor espacio para la acción autonómica, ni una mayor garantía de sus competencias, ni tampoco un mecanismo de contención de la conflictividad caso de que el Estado siga haciendo un uso generoso, y políticamente avalado por amplias mayorías políticas, de sus competencias horizontales para predeterminar con exhaustivo detalle prácticamente toda acción autonómica, incluso dentro del ámbito de sus supuestas competencias.

2. Un Senado federal

Mayor concreción tiene la propuesta a la hora de perfilar una reforma de la Cámara Alta que la convertiría en un Senado de tipo federal semejante al Bundesrat alemán. Lo que no se puede decir de la misma en este punto, eso sí, es que sea particularmente novedosa u original. Lo cual no es un defecto, sino una virtud, pues muestra que ha recogido, y bien, lo esencial de las muchas propuestas que se han venido haciendo sobre estas cuestiones por parte de muchos académicos desde hace ya muchos años. Y es que desde hace al menos dos décadas no son pocos los juristas que han venido proponiendo una reforma de este tipo y fundándola en muy buenas razones (por ejemplo, reiteradamente y con un estudio constitucional cuidadoso, lo ha hecho Eliseo Aja, uno de los firmantes, en obras como los Informes sobre CCAA que dirige desde los años 90). Básicamente, se suele apuntar, con toda la razón, que el Senado español no cumple otra función que duplicar innecesariamente debates que, por ya producidos en el Congreso, no tienen en la práctica relevancia alguna, mientras que por estar dedicado a y diseñado para ello no aporta nada a la hora de articular efectivamente el debate en clave territorial. Sirva a estos efectos de ilustración el reciente ejemplo proporcionado por la aplicación del 155 CE, que tantos comentaristas nos han recordado que es «sustancialmente idéntico a su equivalente alemán» (el art. 37 de la GG). Lo cual es, cómo no, cierto. Sin embargo, también lo es, y en cambio no se ha comentado tanto, que el órgano que autoriza al gobierno la adopción de las medidas correspondientes es totalmente distinto en España (una cámara parlamentaria que replica al Congreso pero, además, con un sesgo mayoritario considerable) y en Alemania (un consejo donde están representados los gobiernos de los diferentes Länder a partir de una lógica política intergubernamental y donde las mayorías pueden ser muy distintas a las del parlamento, como de hecho es frecuente que ocurra y, por ejemplo, habría sido el caso en España para decidir la aplicación del 155 si el Senado hubiera tenido esa estructura). Es decir, que por su propia composición, los debates y la toma de decisiones son diferentes, porque los actores son otros y operan en otro plano. En España, en cambio, la capacidad efectiva de interlocución, debate, parlamento o acuerdo de las CCAA fue y es inexistente en este y cualquier otro proceso. ¡Ni siquiera Cataluña y sus instituciones tuvieron nada que decir! Más allá de este caso concreto, pero que ilustra a la perfección el hecho de que, con la única diferencia de las mayorías políticas, que decida el Senado es políticamente equivalente a que lo haga el Congreso, sin aportar nada más, es obvio que no tenemos una segunda cámara que complete, y aporte una visión territorial diferenciada a, lo que decide la primera. A juicio de los proponentes, por ello, habría que modificar nuestro Senado para «federalizarlo», lo que permitiría suplir una de las grandes carencias de nuestro sistema constitucional:

(§17): En cambio, la función principal que puede corresponder a un Consejo territorial como el alemán es facilitar la participación de los territorios en las decisiones princi- pales del Estado y permitir la coordinación de éste con las Comunidades al máximo nivel de decisión. Justamente, cubrir la gran deficiencia del sistema autonómico: la falta de un sistema coherente de gobierno que relacione a las Comunidades Autónomas entre sí y no sólo a cada Comunidad con el gobierno central, como ha sucedido hasta ahora.

Se trata, sin duda, y como ya se ha dicho, de una reforma necesaria. La crítica de los proponentes es justa; su solución, sensata. Ahora bien ,y siendo importante una mejora de la coordinación y que exista un espacio de comunicación estable y funcional Estado-CCAA y de las CCAA entre sí (máxime si, además, se lograra que fuera una cámara que permitiera un efectivo trabajo común, esto es, si también se diseñara como órgano de trabajo y no sólo de discusión), esta reforma no deja de ser una mejora institucional indudable pero relativamente menor si de resolver (o aspirar a conllevar algo mejor) la «cuestión catalana» se trata. Al menos, menor a la vista de los retos existentes en estos momentos. La prueba, creo, es que todas estas propuestas son muy anteriores a que los mismos aparecieran, vienen del siglo XX y tienen que ver con problemas de diseño y funcionamiento institucional que, aunque importantes, qué duda cabe, no inciden sobre la almendra del lío constitucional y político que tenemos montado: cuál habría de ser la óptima distribución del poder efectivo de Estado y CCAA y, en declinación de la misma, hasta dónde habrían de llegar los perímetros del autogobierno catalán.

Contrasta, a estos efectos, la extensión con que se analiza este problema y la concisión con la que se desarrolla, en cambio, cómo habrían de constitucionalizarse los principios esenciales del modelo de reparto y de financiación autonómica (§18) . Y es que si hay algo que se refiere al poder efectivo esta cuestión es, junto al reparto de competencias, la de la financiación del ejercicio del mismo. En el fondo la propuesta es prudente en este punto muy probablemente porque, inteligentemente, saben que aquí sí hay lío. Lo hay porque es un asunto mucho más nuclear que la reforma del Senado desde la perspectiva de hacer frente a la actual crisis constitucional actual. Los proponentes, con mucha concisión, y concretando poco por ello, apelan a la necesidad de la solidaridad y la corresponsabilidad, pero sin ninguna propuesta novedosa más allá de la apuesta por recuperar la ordinalidad que ya contenía la propuesta de Estatuto catalán de 2006 y que nunca llegó a ver la luz como mandato jurídico en nuestro ordenamiento, pero que forma parte de las bases del modelo alemán decantado poco a poco, sentencia a sentencia, por el BVerfG alemán. Sinceramente, creo que a estas alturas cualquier propuesta de reforma constitucional que pretenda ser viable ha de afrontar con más detalle este elemento, que es a día de hoy mucho más importante para todos los actores (y también para los ciudadanos) que cualquier reforma institucional del Senado. Y no sólo para vascos (aunque la «pax constitucionalis» vasca tiene mucho que ver con el trato que reciben en este punto, como a nadie se escapa) o catalanes (por mucho que es sabido que un buen pacto fiscal a tiempo habría quizás evitado muchas cosas) sino para el conjunto de los españoles y para otras muchas regiones donde las lacerantes desigualdades existentes, y su constitucionalización en forma de cupos, privilegios varios y asimetrías escandalosas, requieren de una reforma mucho más urgente que cualquier modificación, por eficiente y razonable que sea, del funcionamiento de cualquier institución. Ocurre, eso sí, que lograr un acuerdo sobre la misma es mucho más complicado que sobre la reforma del Senado donde, a estas alturas, hay un acuerdo casi general, bien reflejado en la propuesta.

3. Sobre el federalismo ¿asimétrico? de la propuesta  y su apuesta por realizar ciertas «concesiones» para atraer a la población catalana al pacto constitucional 

La propuesta realizada por los juristas que presentan el documento que venimos comentando tiene también claro que es preciso, más allá de estas mejoras técnicas más bien poco «sexys» en términos de su traslado a la opinión pública (como puedan ser delimitar competencias o cambiar la naturaleza del Senado), ofrecer alguna renovación del pacto constitucional que apele a las reivindicaciones de parte de esa mayoría social catalana que, en número creciente, se ve tentada por el independentismo como única vía factible para sentirse mínimamente reconocida en sus aspiraciones de mayor autogobierno si éste no es viable dentro de la Constitución española. La cuestión es cómo hacerlo contentando a la vez a estos catalanes pero sin quebrar nociones básicas de igualdad inherentes a cualquier pacto de convivencia nuclear a la idea de nación, que suele partir del supuesto de que los ciudadanos que la componen son iguales en derechos y deberes, sin que unos puedan ser más que otros (de la insatisfactoria forma en que este fundamento de la soberanía nacional se da en la España de 1978 ya hemos hablado otras veces).

El informe, que es firmado también por quien es uno de los mayores expertos en el análisis jurídico de los «hechos diferenciales» en nuestro país (por no decir directamente el mayor de ellos en el Derecho público español, Juan Antonio Montilla Martos), es bastante prudente en este sentido y parece seguir la que ha sido la posición tradicional de este autor, coherente con un modelo de ¿federalismo? ¿autonomismo? en todo caso simétrico: hay hechos diferenciales que se presentan a partir de razones objetivas y a ellos hemos de atenernos… reconociéndoselos a todos aquellos que compartan los rasgos o cualidades que dan origen a los mismos. Sin embargo, y tras esta afirmación inicial, parecen apostar también por la introducción de ciertas asimetrías en favor de Cataluña, aunque las mismas queden por concretar y se vuelva a apelar a la necesidad de que se fundamenten en «justificaciones objetivas»:

(§20): En este sentido, algunos miembros del grupo han sugerido la incorporación de una Disposición Adicional específica para Cataluña en la que se aborden las cuestiones identitarias, competenciales y de relación con el Estado. Esto permitiría reconocer la singularidad de Cataluña sin necesidad de modificar el art. 2 de la Constitución y simplificar el procedimiento en cuanto no se modifica el marco constitucional común sino que se establece un régimen jurídico singular. No obstante, cualquier solución aceptable para Cataluña debe serlo para el resto de Comunidades, a partir del reconocimiento por todos de la diversidad de España. Para ello resulta importante que los tratamientos diferenciados puedan sustentarse en justificaciones objetivas.

Otra posibilidad también planteada es que esa Disposición Adicional remita al Estatuto la regulación de determinadas cuestiones, en una enumeración que debe contenerse en la propia Constitución.

Esta exposición es bastante representativa de un estado de opinión que, en los últimos tiempos, parece ir gozando de creciente predicamento, al menos, en parte de las Españas. Sorprendentemente, o no tanto, gusta a sectores de la sociedad catalana (que verían compensado que su autogobierno no fuera a la postre tan ambicioso como algunos querrían con el hecho de que, al menos, tendrían más que otros territorios del país)… y también en núcleos más o menos cercanos al poder político estatal radicado en Madrid, desde donde se emiten cada vez más mensajes en este sentido (quizás porque se percibe como una posible solución que permitiría zanjar el problema «conservando territorio» aunque sea a costa de tener que compartir algo más de lo deseable ciertos poderes y privilegios asociados a los mismos). Es, sin embargo, si nos fiamos por lo que expresan líderes políticos y sociales de otras regiones y CCAA, mucho menos popular en el resto del país, donde se ve con escepticismo que puedan existir posibles diferenciaciones adicionales a las ya existentes que se basen en «justificaciones objetivas».

Es más, en el resto del país es cada vez más difícil explicar la persistencia de alguna de las diferencias y asimetrías todavía aceptadas por el «constitucionalismo» defensor del statu quo y que fueron blindadas por la Constitución en 1978 con base en la Historia (o en una cierta lectura de la misma) y en el arrastre tradicional, plasmadas en forma de cupos económicos que distorsionan el reparto de recursos y causan graves quiebras de equidad o en soluciones tan curiosas como que la posibilidad de que las CCAA tengan o no competencias en materia civil dependa de que el régimen franquista tuviera a bien ofertar a esa región una codificación por circunstancias y avatares, a veces, sólo dependientes de la casualidad o el mero voluntarismo de algunos. Todo lo que sea ahondar en esa vía, e introducir más diferenciaciones, aunque se busque para cada una de ellas alguna «razón objetiva» como las que fundamentan diferencias económicas o respecto de las capacidades de codificación civil, está llamado a causar más problemas que a solucionar los ya existentes, al menos, en mi modesta opinión (que viene, hay que señalarlo porque supongo que genera un inevitable sesgo, de la periferia española a la que se otorga la financiación per cápita más baja de todo el Estado, siendo contribuyentes netos al sistema a pesar de ser una región pobre y a la que se ha negado reiteradamente por el Tribunal Constitucional la posibilidad de legislar en materia civil por mucho de que amplísimas mayorías parlamentarias y estutarias así habían acordado hacerlo).

Pero, incluso si se tratara de apelar a diferenciaciones historicistas y si aceptáramos esa lógica tan cara a la Constitución del 78 de entender como «objetivas» razones basadas en exhumar viejos cadáveres jurídicos, es obvio que podría hacerse mejor y de manera más integradora. Llama la atención que, por ejemplo, puestos como digo a seguir esa lógica, se pretenda o se conciba la introducción de excepciones sólo para Cataluña cuando podría aspirarse a resolver algunas de sus demandas de modo que se permitiera también ampliar opciones para otros. Así, una opción flexibilizadora podría pasar por asumir lo que en algún otro texto Muñoz Machado ha llamado «tradición pactista de la Corona de Aragón» y aceptar diferencias institucionales, en la línea de las que contenían los viejos pactos y modelos forales que amparaban su diferenciación institucional (que la CE78 ya ha actualizado para el País Vasco y Navarra). Pero, en tal caso, ¿por qué ceñirla sólo a Cataluña? Puestos a aceptar una nueva Disposición Adicional, ¿por qué no incluir en la misma, por ejemplo, también al resto de territorios que compartieron esta misma tradición para, y es una mera posibilidad pero cuya exploración podría resultar  interesante, permitirles cierta diferenciación institucional y mayor margen regulatorio también a todos ellos si así lo quisieran? En este sentido, hay ya alguna propuesta realizada desde Valencia de aprobación de una DA para la actualización dentro de la Constitución de algunos elementos compartidos por todos los regímenes forales de la Corona de Aragón que permitiría abrir puertas a ciertos experimentos jurídico-constitucionales con Cataluña, si la población de allí mayoritariamente lo desea, pero también daría esa opción, modulada según sus respectivas preferencias, a los ciudadanos de las Islas Baleares, País Valenciano o Aragón.

Y, por último, si otras regiones de España expresaran su deseo de ir también, en todo o en parte, con mayor o menor ambición, por ese mismo camino de la diversificación institucional y la profundización en el autogobierno, ¿en serio la lógica de la Constitución española para aceptarlo o no ha de continuar siendo una pseudo fundamentación histórica? Personalmente, me gustaría mucho más (y creo que a medio y largo plazo sería más útil para resolver nuestros problemas, la verdad) un modelo simétrico donde la diferenciación institucional y competencial dependiera, sencillamente, de la voluntad expresada por los ciudadanos de cada territorio (que no tiene por qué ser la misma, siempre y cuando el sistema esté diseñado de tal forma que obligue a internalizar, como debe ser, tanto los beneficios de estas decisiones… como sus posibles costes).

En otro orden de cosas, pero relacionado con este punto en la propuesta, pues se trata de otra forma de hacer «guiños» a la población catalana, sí resulta muy interesante que los autores de la misma tengan tan clara la necesidad de recuperar algunos de los contenidos del malogrado Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006:

(§21):Es el caso del reconocimiento de la participación autonómica en las decisiones del Estado, tanto en el ejercicio de competencias estatales (comisión bilateral, informe previo), como en la designación de integrantes de órganos constitucionales (Tribunal Constitucional y Consejo General del Poder Judicial); a la inclusión de principios en el sistema de financiación autonómica; a la organización federal del poder judicial; a la definición constitucional de las diversas categorías competenciales (exclusivas, básicas, de ejecución) de forma que se respete el espacio competencial autonómico o a la flexibilización de la organización del territorio (veguerías).

Se trata de un planteamiento absolutamente razonable e inteligente, que demuestra hasta qué punto la STC 31/2006, en su innecesario «talibanismo constitucional», provocó un problema jurídico y político donde no tendría por qué haberlo habido. Muchas de las cosas que anuló habrían podido ser perfectamente asumidas y, de hecho, sería bueno que se integraran en el futuro en la Constitución abriendo posibilidades no sólo a Cataluña sino también a otras CCAA, como bien señalan los autores de la propuesta. Y ello va desde los principios en materia de financiación (la ordinalidad, por ejemplo, aparece de nuevo como una solución ponderada a la vista del ejemplo comparado) y fiscalizad propia, a la organización del poder judicial, o a la posibilidad de que cada CCAA tenga margen para adaptar su organización institucional interna a su gusto. Esta parte es, a mi juicio, la más interesante y valiente de la propuesta, aunque esté poco desarrollada y deba aún ser muy concretada y perfilada. Pero lo es (valiente y necesaria), y hay que agradecerlo mucho, porque apunta en una dirección más que interesante: asumir que la reforma catalana de 2006 respondía a la detección de problemas reales de nuestro sistema constitucional, y que contenía muchas y muy buenas ideas para afrontarlos que podrían ser positivas para arreglar al menos algunos de ellos, no sólo en beneficio de Cataluña sino de todos los territorios de España. Más allá de los que son mencionados por los autores de la propuesta, que ya de por sí supondrían una transformación con una indudable profundidad del actual Estado español, podrían proponerse incluso algunos otros caso de que efectivamente esta vía quedara abierta. En todo caso, y como habrían de ser perfilados y concretados más en el futuro, tendremos ocasión de comentarlo con más detalle en próximos posts. Quede dicho aquí simplemente, y de momento, que en este punto, y aunque quede quizás un poco disimulado en medio de otras aportaciones de la propuesta y pueda pasar inadvertido, hay que reconocer a los autores que abren un camino interesantísimo. Ojalá los partidos políticos españoles mayoritarios se atrevan a recorrerlo.

4. Referéndums y consultas, sólo para validar reformas, pero no para preguntar sobre la independencia

Por último, la propuesta se pronuncia sobre la conveniencia de permitir dentro de la Constitución, o por medio de una reforma que así lo prevea, que los catalanes (o los ciudadanos de cualquier otra región de España) puedan votar en referéndum sobre si desean o no seguir siendo parte de España. Los autores de la misma son tajantes en su negativa a considerar esta opción. A su juicio, ni se puede a día de hoy  realizar un referéndum de esa índole ni es conveniente que algo así pueda producirse en el futuro (se atisban aquí ecos de posiciones como las que ha venido defendiendo recientemente Muñoz Machado en esta materia, quien viene señalando que es estructuralmente imposible aceptar dentro de una Constitución un referéndum que pueda conducir a la disolución del demos que es el soporte mismo del pacto constitucional en cuestión). Como Dios aprieta, pero no ahoga, los ciudadanos, y lógicamente también los catalanes, sí podrán expresarse de alguna manera pero, eso sí, sólo cuando se vote la reforma constitucional en referéndum, o bien a la hora de aprobar (o no) un hipotético nuevo estatuto de autonomía (llámese como se quiera) adaptado a la misma. Empero, eso sí, sólo en esos casos y en ningún otro:

(§22). Una última cuestión, aunque no la menos importante, es la relativa a la aspiración mantenida, según las encuestas de opinión, por muchos catalanes, de votar en un referéndum para expresar su voluntad sobre una nueva articulación de las relaciones de integración de Cataluña en el Estado. Esta aspiración no tiene un cauce viable a través de una consulta sobre la independencia, como hemos constatado al inicio de este documento. Pero es posible (e incluso constitucionalmente preceptivo) una consulta sobre una ley de Cataluña que adapte el Estatuto, lo reforme y mejore.

A mi juicio, como he tenido ocasión de explicar y escribir en no pocas ocasiones, no creo que hubiera problema alguno en poder aceptar con naturalidad un referéndum de estas características a partir de una lectura liberal y democrática de cualquier pacto de convivencia constitucional (e, incluso, de la propia Constitución de 1978, por mucho que es obvio que ésta no es a día de hoy la opinión de nuestra doctrina mayoritaria ni de nuestro Tribunal Constitucional). No creo que admitir con normalidad esta posibilidad plantee serios problemas de convivencia, ni mucho menos jurídico-constitucionales, sino más bien al contrario: a la vista está que los efectos de no permitirlo no han sido precisamente saludables ni para la convivencia ni para la legitimidad de nuestro orden constitucional, necesitado de urgentes reformas por las heridas autoinfligidas por esta interpretación rígida y un punto demófoba del mismo. En todo caso, y como es obvio, no deja de ser ésta una cuestión de opinión y, por ende, muy subjetiva. Lo que sí creo una afirmación más fácilmente objetivable es que no permitir una consulta de estas características conlleva eliminar la posibilidad de jugar una carta simbólica de mucha potencia que se podría emplear para facilitar aunar voluntades y consensos para una futura reforma a un coste, en mi modesta opinión, relativamente bajo. De una forma u otra, si la ciudadanía está descontenta, en una democracia siempre tiene vías, afortunadamente y por muy indirectas que éstas puedan ser, para hacerlo saber. Cegar la más clara y directa sólo recrudece los conflictos y las dificultades. Abrirla, por el contrario, y más tras todo lo que hemos vivido en tiempos recientes, permitiría dar mucha legitimidad a un hipotético nuevo pacto constitucional que la asumiera con normalidad como lógico cauce de expresión a la voluntad democráticamente expresada de los ciudadanos sin la que cualquier pacto constitucional no deja de ser letra muerta (o algo peor, si ha de ser mantenido con vida por mecanismos alternativos sobre los que mejor no extendernos).

5. Una valoración, rápida y tras una primera lectura, global de la propuesta

En primer lugar, hay que agradecer a los autores de la propuesta su esfuerzo y su contribución. Como decía al principio, es la primera de este tipo verdaderamente trabajada, seria, concreta, que se realiza con sinceras aspiraciones de abrir el debate y que, no me cabe duda, va a ser por ello merecidamente importante para articularlo en en futuro próximo. Cuestión distinta es que pueda servir para resolver el problema a día de hoy planteado. Para lograrlo habría de ser capaz, a la vez, de resultar admisible para los «constitucionalistas» españoles más empáticos con el actual statu quo pero logrando convencer a una mayoría de catalanes de que supone un avance e incorpora mejoras suficientes como para respaldarla.

A estos efectos, y en mi modesta opinión, hay partes que deberían ser fácilmente admisibles para las visiones más «estatalistas».  Éstas son curiosamente (o no, porque es donde resulta más sencillo trabajar e ir sentando bases a partir de las cuales lanzar el debate y tratar de articular posteriores consensos más ambiciosos) las más desarrolladas en la propuesta: la «redelimitación» de las competencias (con pinta de ligera centralización y un punto un tanto cosmético a la hora de vender que limitaría la conflictividad), dado que en el fondo tampoco cambiaría tanto la cosa; y la reforma del Senado (con ese modelo federal de inspiración alemana que tanto consenso genera entre juristas), porque es algo ya muy madurado a estas alturas por parte de académicos, fuerzas políticas y opinión pública. Sin embargo, es justamente este carácter más o menos limitado de lo que son sus propuestas más perfiladas que hace fácil su admisibilidad para un sector lo que en mi opinión convierte en dudoso que sólo con ellas se pueda lograr convencer a una mayoría sustancial de la población catalana de que estamos ante un cambio con una mínima profundidad. Hace falta, pues, algo más.

Un segundo grupo de reformas son las que en el fondo no son tan importantes pero pueden aspirar a apelar a ciertos elementos simbólicos o afectivos, que aparecen también en el informe, en ocasiones implícitamente: reconocimiento de una cierta «estatalidad» a algunos territorios, llamar «Constituciones» a los actuales Estatutos, etc. Reconozco que estas reformas no me parecen tan importantes y que, quizás por ello, soy incapaz de juzgar cómo de inadmisibles puedan ser para una parte… así como tampoco tengo ni idea de si serían importantes o no (y cuánto, en su caso) para la otra.

El tercer grupo de reformas son las que me parecen realmente claves, pero son también las que están menos perfiladas en la propuesta, quizás porque sus autores son perfectamente conscientes de que es en torno a éstas donde aparecerían, si se plantearan en detalle y con profundidad, las inmediatas reticencias de los sectores del «constitucionalismo» español clásico: asunción de contenidos del Estatuto de 2006 en materia de justicia, de principios en materia de reparto del poder y de la financiación y cuestiones fiscales, aceptación de mayor autonomía interna de las CCAA… A mi juicio (aunque puedo equivocarme), sólo con reformas valientes de esta índole, combinadas con cambios en otras partes de la Constitución que profundizaran en vías más democráticas y garantizadoras de derechos hasta la fecha poco desarrollados (esencialmente sociales), se podría conseguir un apoyo suficientemente amplio en Cataluña a las reformas. La cuestión es que es dudoso, y da la sensación de que los autores de la propuesta lo tienen muy claro (y por ello son particularmente prudentes a la hora de plantearlas), que sea  fácil o incluso posible conciliar ese nivel de profundidad con un mínimo apoyo a esas medidas en el resto de España.

La solución que parecen proponer los autores al embrollo derivado de este desacompasamiento estructural pasa por admitir cierta asimetría en la Constitución, aunque de nuevo tampoco detallan hasta qué punto y con qué límites. Da la sensación de que, a su juicio, una posible salida a que aparentemente no haya un punto de equilibrio que sea a la vez suficientemente avanzado para las mayorías catalanas hoy incómodas con el orden constitucional pero admisible para las mayorías del resto de España que sí están a gusto en el mismo podría ser aceptar algunos de esos avances, más o menos diluidos (o medidas descentralizadoras), pero sólo para Cataluña, minimizando así la afección estructural al orden constitucional producida por los mismos. Como ya he explicado, y en este caso con más razones, me parece complicado que, si los cambios en cuestión son de la suficiente relevancia (si no lo fueran, su capacidad de resolver el conflicto sería limitada), esta asimetría sea admisible o, expresado mejor, deseable. Las asimetrías en los modelos federales funcionan bien cuando son consecuencia de la voluntad democrática diferenciada de las poblaciones de unos territorios y otros. Pero no suelen ser fáciles de gestionar a medio y largo plazo (como vemos en España en materia de financiación, por ejemplo) cuando, sencillamente, permiten a unos lo que a otros, aunque también puedan haber afirmado democráticamente preferirlo, niegan.

Es cierto que los autores se enfrentan en este punto a una situación de una enorme dificultad, semejante a la que cualquier otra propuesta va a tener que tratar de solventar: es prácticamente imposible conciliar a día de hoy las posiciones de las mayorías catalana y española en este punto. La búsqueda de una salida por medio del reconocimiento de algunas asimetrías puede ser una solución si políticamente los grandes partidos españoles logran «contener» las reivindicaciones de igualación de otras regiones del país. Parece evidente cuáles son las razones por las que en ciertos ámbitos institucionales asociados a las estructuras del Estado algo así (como ya el cupo vasco-navarro en el pasado) puede consentirse como «pago» a mantener la «unidad de la Patria». Sin embargo, es dudoso que la importancia de esta finalidad en sí misma sea comprensible para los ciudadanos, especialmente para los de aquellas regiones que pagan la factura o se ven minusvalorados con soluciones de esta índole. En todo caso, si el gambito pudiera llegar a funcionar políticamente, nada que decir a este respecto. Habría que reconocerle su indudable mérito para resolver una situación muy difícil y donde los equilibrios políticos y las muy diversas preferencias expresadas consistentemente por las poblaciones de diferentes territorios del Estado hacen muy complicado alcanzar un punto que pueda satisfacer a una mayoría suficiente en ambos sectores a la vez.

Curiosamente, y para acabar con esta ya larga reflexión, la reforma renuncia a aceptar una consulta o referéndum sobre la independencia, cuando su mera celebración sería una «concesión» que, por el mero hecho de darse, podría facilitar, a cambio, una reforma menos profunda de algunas de las estructuras constitucionales en cuestión. La posibilidad expresa de «salir» permite a cambio, si se ofrece, forzar un poco la mano en otras esferas. Pero, de nuevo, el principio de unidad de la patria parece imponerse, con su rigidez, al desarrollo y aceptación de soluciones más pragmáticas. Este fundamentalismo último es tanto más curioso cuanto, a la postre, y si la propuesta que comentamos finalmente tuviera éxito, tendríamos que acabar afrontando igualmente sí o sí un referéndum constitucional (o constitucional-estatutario, si se realizaran ambos conjuntamente en Cataluña). Caso de que la reforma finalmente votada fuera aceptada en el resto de España, pero rechazada allí, la situación llevaría a un callejón político y constitucional de muy incierta salida, donde, verificado que no hay un punto de equilibrio (o que el alcanzado no lo era) en que se puedan encontrar las mayorías políticas de un signo y de otro, a la postre casi cualquier pregunta acabaría convirtiéndose, de facto e implícitamente, en una pregunta sobre la independencia.

A la postre, la clave es si, efectivamente, existe o no ese punto de equilibrio en que una determinada reforma de la Constitución en un sentido tendencialmente federalizante pueda llegar a serlo en suficiente medida y con la debida ambición como para convencer a una mayoría de catalanes sin que, por el hecho de avanzar en esa dirección, pase a ser inasumible para la mayoría del resto de españoles. No tengo muy claro que esta concreta propuesta realizada por algunos de nuestros colegas logre encontrarlo, esencialmente porque en las partes claves donde habría de reposar el mismo es aún, como no puede ser de otro modo, muy inconcreta. Ni siquiera tengo claro si ese equilibrio, a día de hoy, es posible. Lo que sí me parece evidente es que, si no existe o no se puede encontrar, ya sea por incapacidad, por falta de voluntad o porque no existe, dará igual que se permita o no preguntar a la población de Cataluña sobre la independencia porque, inevitablemente, la imposibilidad de llegar a un acuerdo de convivencia que nos sirva a todos acabará imponiendo sus consecuencias.



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