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Serie sobre Propuestas de Reforma constitucional (3): De la reforma constitucional necesaria… y de la que parece a día de hoy posible
a) En torno a la evidente necesidad de una reforma constitucional en España
La Constitución española acaba de entrar en su cuadragésimo año de existencia con la melancolía y autocuestionamiento que, pasada la alegría infantil y la ambiciosa confianza de la juventud, suelen considerarse asociados a la asunción de la madurez. Por primera vez desde 1978 el consenso sobre sus insuficiencias y la necesidad de su reforma parece casi general. Y ello con independencia de que se reconozca con más o menos generosidad el papel positivo jugado tanto por el texto constitucional como por el consenso del que éste es consecuencia, que permitieron un tránsito, la por esta razón llamada “transición” a la democracia, por medio del cual, a cambio de muchas renuncias y transacciones, se logró el establecimiento en España de una democracia liberal y un Estado social y democrático de Derecho plenamente homologables a los europeos, sin excesiva violencia política (Baby, 2018, ha revisado recientemente las cifras y datos demostrando que el carácter enteramente pacífico de la transición española es un mito, pero sus datos globales no dejan de ilustrar un proceso que, en lo sustancial, no es violento) y con un período de asentamiento relativamente corto en el tiempo.
Durante la mayor parte de estos años el relato dominante en la España democrática ha sido la celebración del éxito que supuso esa normalización democrática, culminada con la entrada de España en 1986, menos de una década después de la entrada en vigor del texto constitucional, en las entonces Comunidades Europeas (hoy Unión Europa) certificando así la plena equiparación de la democracia española con el resto de Europa occidental, tras décadas de excepcionalidad (Boix Palop, 2013: 88-90). Las posiciones más críticas, o que señalaban algunas de las carencias e insuficiencias del pacto constitucional y de su traslación jurídica, eran más bien excepcionales y marginales, bien por provenir de los extremos (poco representativos) del espectro político, bien por ser la consecuencia de reflexiones académicas cuya traslación al debate público era relativamente inhabitual (respecto de las críticas académicas surgidas en los primeros 25 años de vigencia de la Constitución española de 1978 puede consultarse la síntesis contenida en Capella, 2003). Sin embargo, la crisis económica de la última década, cuyos primeros síntomas empiezan a aparecer en torno a 2007-2008, de una dureza y duración desconocidas hasta la fecha en la democracia española, ha hecho aflorar muchas de las deficiencias del sistema que hasta ese momento no se percibían como tales o a las que, por diversas razones, no se les daba la importancia que, en cambio, en este otro contexto, sí han merecido. Desde el papel de las instituciones y sus relaciones con el poder económico, algunos clásicos privilegios jurídicos de gobernantes (como los aforamientos, por ejemplo), la insuficiencia de controles o de transparencia, hasta el propio papel de la Jefatura del Estado, y todo ello en medio de la aparición de numerosos escándalos, la crisis económica ha provocado un replanteamiento general de las insuficiencias de la democracia española (véase, por ejemplo, la repercusión inmediata pública como consecuencia del cambio de clima social producto de la reciente crisis de esfuerzos colectivos por sintetizar modernamente estas críticas como el coordinado por Gutiérrez Gutiérrez, 2014). Lo cual ha ido unido a una crisis de los mecanismos de representatividad democrática (Simón Cosano, 2018), que se juzgan de forma creciente como insuficientes o defectuosos, algo que ha llevado a un replanteamiento crítico del modelo partidista español, incluyendo la aparición de nuevos partidos de masas (Campabadal y Miralles, 2015; Fernández Albertos, 2015), hasta el punto de que el clásico bipartidismo matizado que había dominado hasta 2015 la escena política española (casi cuatro décadas, desde las primeras elecciones de 1977) ha sido sustituido por un modelo donde, al menos, hay cuatro partidos políticos de ámbito nacional con una representación considerable, así como mayorías políticas diferenciadas en clave territorial en varias Comunidades Autónomas (con partidos nacionalistas o regionalistas en los gobiernos en algunas de ellas, y no sólo, casi por primera vez en cuarenta años, en Cataluña y el País Vasco). Como factor adicional de desestabilización, el siglo XXI ha visto ya dos conflictos entre los representantes de algunas Comunidades Autónomas y las instituciones del Estado respecto de su acomodo en el marco constitucional español: uno primero con el País Vasco (con la aprobación del “Plan Ibarretxe” que buscaba un nuevo y más ambicioso Estatuto de autonomía, finalmente abortado por el Tribunal Constitucional, Vírgala Foruria, 2006, y abandonado tras la pérdida por parte de los nacionalistas vascos del gobierno autonómico durante una legislatura como consecuencia de la ilegalización de partidos políticos a los que se consideró instrumento político de la banda terrorista ETA, aunque posteriormente lo hayan recuperado) y uno segundo en Cataluña, inicialmente reconducido por medio de la aprobación de un nuevo Estatuto de Autonomía en 2006 pero recrudecido tras la anulación de partes sustanciales (que afectaban a la función de blindaje competencial que pretendía suponer) del mismo en 2010 por medio de una controvertida Sentencia del Tribunal Constitucional (STC 31/2010), profusamente comentada en estos últimos años por numerosos juristas (por todos, Muñoz Machado, 2014: 139-158). Esta anulación, intervenida en medio de la ya referida crisis económica, ha servido a la postre de catalizador político y detonante de una crisis larvada que a la postre refleja un distanciamiento cada vez más acusado entre las posiciones de parte de la sociedad catalana (y sus mayorías parlamentarias), que ante la constatación de la inconstitucionalidad de algunas de sus aspiraciones políticas ha optado por tratar de lograr la independencia de esta parte del territorio, y la visión dominante en el resto del Estado (y de sus mayorías políticas), que entienden que el grado de descentralización alcanzado en España es ya más que suficiente, cuando no excesivo. Todo ello ha degenerado en un conflicto de gravedad con el Estado, donde han intervenido consultas o referéndums que han pretendido ser pactados con el gobierno central y, ante la negativa de éste, realizados unilateralmente, prohibiciones y anulaciones de normas y posicionamientos del parlamento catalán y, en una fase ulterior, incluso el encarcelamiento de parte los miembros del gobierno catalán o de la presidenta de su parlamento, así como líderes sociales, acusados por delito de rebelión (el tipo penal que el ordenamiento jurídico español contiene para castigar los levantamientos violentos y armados; para un análisis del tipo en su entendimiento clásico previo a la actual situación, García Rivas, 2016) tras considerar, al menos en fase de instrucción, el Tribunal Supremo español que la convocatoria de un referéndum ilegal puede considerarse análogamente equivalente a un levantamiento armado que busque propiciar una guerra civil.
En definitiva, todas estas situaciones, combinadas, han puesto de manifiesto que el ordenamiento constitucional español, como es manifiesto, no está logrando ser cauce para el acuerdo o la exitosa composición de las pretensiones de la ciudadanía ni instrumento para la resolución pacífica y dialogada de los conflictos políticos. La crisis, así, pasa a ser no sólo política sino también jurídico-constitucional, pues es el propio marco constitucional el que se demuestra incapaz de cumplir con una de sus más esenciales funciones (Boix Palop, 2017a). De manera que la tradicional negativa de muchos sectores sociales y políticos a aceptar que una reforma constitucional fuera necesaria en España ha dado paso a la generalizada constatación de que en estos momentos es preciso una novación del consenso y del pacto, tanto para lograr solucionar algunas de las insuficiencias referidas como a efectos relegitimizadores. Incluso, y a iniciativa del Partido socialista y como compensación a dar su apoyo indirecto vía abstención a la elección de un presidente del gobierno del Partido Popular en 2015, se ha puesto en marcha en el Congreso de los Diputados una comisión parlamentaria para evaluar el funcionamiento del modelo autonómico y reflexionar sobre la conveniencia de introducir algunos cambios respecto del reparto del poder en España entre Estado y los entes subestatales que se han ido conformando como Comunidades y ciudades autónomas, lo que sin ninguna duda constituye una significativa novedad en nuestros cuarenta años de historia constitucional reciente.
En este breve texto vamos a tratar de analizar hasta qué punto esta reforma, si finalmente se da, puede aspirar a cumplir con los objetivos que se deducen de las necesidades expuestas. Téngase en cuenta que el mero hecho de que exista, en mayor o menor medida, consenso sobre la conveniencia de un cambio, derivado de ese malestar más o menos fundado, no significa sin embargo que la vocación de cambio sea siempre necesariamente sincera ni profunda. Tampoco que todos los actores identifiquen exactamente los mismos problemas como prioritarios o aventuren soluciones semejantes para éstos. Tiene por ello interés repasar mínimamente en qué terreno de juego se puede dar, o al menos se está jugando en estos momentos, la partida política que inevitablemente va asociada a la apertura de un proceso de estas características. Como veremos, de este rápido repaso se deducirá con claridad la conclusión de que los márgenes de la reforma constitucional posible, aquélla sobre la que hay ciertos acuerdos de base que permitirían desarrollarla, no son ni mucho menos los que probablemente harían posible la reforma constitucional necesaria para desatascar la cuestión territorial. Los consensos logrados hasta la fecha son mucho más limitados y se ciñen a cuestiones diferentes. Véamoslo.
b) Los consensos existentes para una posible reforma constitucional en la España de 2018
A partir de los diversos documentos hasta la fecha producidos y publicados, es relativamente sencillo identificar una serie de elementos respecto de los que, para bien o para mal, hay ya un notable consenso en España en punto a las deficiencias de nuestra Constitución. En ocasiones, estos consensos se dan a la hora de descartar la conveniencia o posibilidad de operar cualquier cambio (por ejemplo, respecto de la cuestión de la monarquía, pues tras la experiencia fallida del intento de reforma incoado por Rdríguez Zapatero en 2006 es claro que cualquier posible reforma constitucional que afecte a la institución, siquiera tangencialmente, queda por el momento descartada dado que esta cuestión actúa como inhibidor de cualquier cambio o propuesta de reforma que se pretenda seria). Pero, en otros casos, se articulan en forma de un acuerdo muy general sobre la conveniencia de incorporar en la Constitución mejoras democráticas, nuevos valores o innovaciones institucionales. Son casi todos estos acuerdos reflejo, por lo demás, de la evolución de la sociedad y muchos de los elementos que se proponen constitucionalizar por medio de ellos ya están legislativamente asumidos por el ordenamiento jurídico español o podrían estarlo sin mayores problemas. En estos casos, la reforma constitucional no opera como un instrumento esencial para lograr un cambio (bien porque éste ya se ha producido y sólo quedaría blindado, bien porque podría realizarse de modo más sencillo por medio de una mera modificación legislativa), pero la misma posibilidad de llegar a amplios acuerdos a estos respectos puede aconsejar su blindaje constitucional, de importancia simbólica, además, no menor. Por ejemplo, es lo que puede ocurrir en breve con la propuesta de reforma lanzada por el presidente del gobierno Pedro Sánchez a fin de reducir la cobertura constitucional al aforamiento de políticos. En la medida en que encaja con ciertos acuerdos previos, su declinación en sede constitucional (sea más o menos importante la cuestión, lo que ya es cuestión más política que jurídica) puede ser relativamente fácil y, en definitiva, posible, incluso en un país tan poco dado hasta la fecha a las reformas constitucionales como España.
– Elementos simbólicos
Toda Constitución contiene elementos simbólicos que, aunque no sean necesariamente esenciales a la hora de articular la convivencia ni desplieguen efectos jurídicos directos, aportan un valor legitimador –o deslegitimador, según los casos- indudable. Ha de señalarse que, por su propia naturaleza, modificar elementos simbólicos es poco costoso en términos pragmáticos. Al menos, cuando la modificación se queda exclusivamente en ese plano y no se traduce en otros cambios concretos inmediatos. Desde este punto de vista, y más en un contexto de crisis de legitimidad del sistema para muchos ciudadanos, actuar sobre estos elementos puede ser una manera sencilla de lograr cierto maquillaje que se traduzca en una mejor integración de algunos colectivos sociales y una renovación del pacto constitucional con participación de las nuevas generaciones, a quienes se ofrendarían algunos de estos elementos que, a fin de cuentas, tampoco son necesariamente tan importantes ni se traducen inmediatamente en cambios tangibles. Y, sin embargo, como lo simbólico cuenta, se acaba filtrando indirectamente a soluciones jurídicas concretas, legitima o deslegitima un sistema… sería un error minusvalorar este plano. Al final, no sólo cuenta, sino que incluso puede contar mucho. Precisamente por esta razón, no siempre es sencillo llegar a acuerdos sobre estos elementos… porque, del mismo modo que ganar valor simbólico por un lado puede llevar a concitar nuevas lealtades, es también posible alterar viejos consensos y defraudar a quienes se habían adherido con entusiasmo al orden ya establecido.
Del aparataje simbólico de la Constitución es evidente que cualquier reforma constitucional a día de hoy posible incorporaría, si finalmente se llevara a término, nuevas y no necesariamente con consecuencias inmediatas por sí mismas –en ausencia de desarrollo- llamadas a la participación más intensa de los ciudadanos como fundamento del orden democrático, así como a la transparencia y a la rendición de cuentas. También apelaciones a la igualdad de género y a la sostenibilidad, dado que ambos paradigmas son muy ampliamente compartidos hoy en día por el grueso de la sociedad española (cuando menos, en sede de principio). Todas estas apelaciones y el reforzamiento de estos valores aparecen por ello en prácticamente todas las propuestas de cambio constitucional que se vienen realizando. No es pues osado afirmar el amplio consenso que generan y las fáciles condiciones de posibilidad para una reforma que los incluya. En sí mismas, estas ideas no generan a día de hoy sino acuerdo y muy probablemente vehicularían simbólicamente cualquier reforma constitucional presente, por nimia que fuera. Cuestión distinta es el concreto contenido jurídicamente obligatorio para el Estado y las Administraciones públicas, o en materia de derechos, que se pudiera acabar deduciendo efectivamente de las mismas. En todo caso, como relegitimación simbólica del texto constitucional tendrían un valor evidente y desplegarían indudables efectos principales e interpretativos, acordes a la sensibilidad social actual.
Más interesante a efectos de desencallar el problema territorial es analizar si otros elementos simbólicos como la noción constitucional de “nación” y sus derivados podrían reformularse a día de hoy en términos más inclusivos. Identificar España como una sola nación o, en cambio, definirla como nación de naciones no significa en sí mismo demasiado, pero es evidente que, para bien o para mal, altera los ánimos de muchos. En este sentido resulta interesante cómo la más importante de las propuestas concretas de reforma realizadas a día de hoy, la presentada por varios profesores de Derecho administrativo y constitucional, con Muñoz Machado a la cabeza (Muñoz Machado et alii, 2017), que es también sin duda la más atrevida y articulada de las presentadas hasta la fecha, declina este factor sin miedo, en una línea poco transitada fuera de Cataluña en estos últimos años, aunque sí hay algunas interesantes excepciones de trabajos previos que han transitado por esta línea (Romero, 2011; Martín Cubas et alii, 2014). Así, proponen llamar “Constituciones” a los Estatutos de Autonomía y que éstos, aun sometidos a la Constitución, ya no hayan de pasar por el filtro estatal para su aprobación. Y Muñoz Machado, incluso, ha señalado que nada habría de malo en reconocer ciertas “naciones sin soberanía” dentro de la nación española soberana y flexibilizar algunas de las ideas sobre el reparto territorial del poder a partir de la “tradición pactista” de la antigua Corona de Aragón (Muñoz Machado, 2013). Todos ellos constituyen intentos inteligentes de, simplemente a partir del juego de lo simbólico, lograr un texto más inclusivo sin que ello obligue o suponga nada concreto en punto al reparto constitucional efectivo de competencias o poderes (cuestión que, en todo, caso, habría de resolverse por otras vías). Es difícil aventurar hasta qué punto la asunción de estas tesis podría servir para que muchos ciudadanos catalanes -y de otros territorios españoles, que sin duda seguirían esa senda y pasarían a ser también naciones en no pocos casos- se sientan más cómodos en el marco constitucional, pero sin duda serían algunos de ellos. No en vano, el Estatuto catalán de 2006 ya reconoció, tras un intenso debate parlamentario y aunque sólo fuera en su preámbulo, que el sentimiento mayoritario entre la población catalana era considerar que Cataluña, en efecto, es una nación (pero incluso tan modesta afirmación, al menos en lo estrictamente jurídico, pues no es sino la constatación de un hecho sociológico, mereció inmediato reproche por parte del Tribunal Constitucional en su sentencia 31/2010). Así, pues, quizás no serían, pues, pocos. Además, otros muchos podrían pensar que lo simbólico y declarativo, a la postre, suele acabar teniendo consecuencias que se filtran poco a poco. Por lo que una propuesta inicialmente simbólica como ésta, al “esponjar” el régimen constitucional español, es posible que lo hiciera también menos rígido y más transitable por nuevas mayorías y acuerdos sociales, lo que atraería a más ciudadanos hoy en día críticos. Parece un buen punto de partida, por ello, para un acuerdo. De hecho, y como puede comprobarse sin dificultad, documentos de reforma constitucional como el presentado por la Generalitat Valenciana van en esta misma línea e incluso la ya algo más antigua Declaración de Granada del PSOE es interpretable de un modo que podría ser compatible con esta relectura en clave plurinacional.
Aceptar estas propuestas permitiría, con poco “coste jurídico hard”, mejoras que podrían ayudar a resolver el problema existente a día de hoy en Cataluña. Como es evidente, sin embargo, el problema es que ese escaso coste no es así percibido por gran parte de la ciudadanía española y, sobre todo, de sus representantes y, muy especialmente, de parte de sus élites. Unas élites que se sitúan como clave de bóveda de la reforma y para quienes, al menos de momento, este tipo de propuestas, que tampoco ningún partido que hasta la fecha haya sido mayoritario ha osado abrazar (sólo Podemos transita de momento en esa línea), van mucho más allá de lo asumible. Con todo, a efectos de cartografiar la reforma constitucional posible, hay que notar que este tipo de propuestas existen y que, siendo relativamente poco costosas, pueden acabar siendo simbólicamente importantes y podrían servir para mitigar o desatascar parte del problema territorial. Por ello, aunque haya que tener presentes todas sus posibles implicaciones, es sencillo afirmar que, a la postre, una reformulación de este tipo, ya sea más o menos ambiciosa, formará sin duda parte del debate que se acabará efectivamente produciendo tarde o temprano.
Por último, el otro gran elemento simbólico para muchos ciudadanos en cuestión y que podría formar parte de una reforma constitucional es el referido a la Jefatura del Estado, conformada por Francisco Franco como una monarquía hereditaria a partir del sucesor designado por él mismo, y avalada en estos mismos términos por la Constitución de 1978. Hay una creciente parte de la ciudadanía española insatisfecha en diversos grados con este modelo de Jefatura del Estado, hasta el punto de que el Centro de Investigaciones Sociológicas, ya desde hace unos años, ha optado por no preguntar sobre esta cuestión ni sobre la valoración de la monarquía. Esta insatisfacción es muy clara en la mayoría de la población catalana, lo que ha llevado a todos los partidos independentistas a apostar por una República como elemento de renovación simbólica generador de adhesiones. Para la clase política española, por lo demás, y al menos en la medida en que la figura del Rey sea en verdad lo que constitucionalmente se dice que es en toda monarquía parlamentaria, esto es, un elemento representativo que ha de carecer de poder real, prescindir de la Monarquía para lograr sumar nuevas mayorías a un nuevo proyecto relegitimizador habría de ser poco costoso, pues a fin de cuentas no hay teóricamente relaciones de poder o económicas, ni sinergias entre quienes ocupan el poder por mandato popular y quienes lo hacen por razones hereditarias, que deban anudar el destino de la clase política representativa española al de la familia real. Al menos, no teórica ni aparentemente. Sin embargo, y sorprendentemente, es evidente que la cuestión monárquica está fuera del debate ahora mismo, con la única excepción de nuevo de Podemos (e incluso en este caso, con manifiesta sordina) y de algunas fuerzas políticas no estatales. El resto de partidos políticos de ámbito nacional, por razones que evidentemente tienen que ver con la real arquitectura del poder –sobre todo, económico- en la España de la tercera Restauración borbónica, consideran antes al contrario que es parte de su deber proteger a la Casa de Borbón y su derecho a ocupar la Jefatura del Estado. Y ello incluso asumiendo un no menor desgaste político y popular. Las razones por las que esta situación se produce son difíciles de entender, pero que ésta es la situación parece difícil de negar. Es más, la posibilidad de que un referéndum constitucional pueda convertirse en una consulta de facto sobre la institución ha frenado incluso reformas constitucionales compartidas por todo el arco parlamentario y probablemente la inmensa mayoría de la población, como fue el caso ya referido con la propuesta de Rodríguez Zapatero en 2006 de eliminación de la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión al trono. Ante tal situación política, y un estado de opinión que reproduce esta protección de la institución en todas las estructuras de poder –económico, mediático…- del país, resulta evidente que la eliminación de esta distorsión manifiesta en la igualdad de los ciudadanos, así como los efectos económicos y sociales asociadas a la misma, no va a ser una carta que los partidos mayoritarios vayan a jugar para lograr un nuevo consenso constitucional con nuevas inclusiones y valores simbólicos renovados.
Para acabar, hay que señalar que recientemente han aparecido en el debate otros elementos simbólicos, sin duda menores -por sus efectos-, pero que sí podrían aspirar a tener, de nuevo, algún efecto legitimizador y que podrían formar parte del perímetro de la reforma constitucional posible. Así, ha sido propuesto por algunos el traslado de ciertas instituciones del Estado fuera de Madrid, que a día de hoy es un paradójico ejemplo de capital institucional y financiera hipertrofiada sin ningún parangón en Estados no centralizados y donde, además, ni la población ni la actividad económica están espectacularmente concentradas en su área geográfica como para justificar este fenómeno. Ahora bien, si este traslado se limita a órganos como el Senado, como en ocasiones se ha propuesto, y no va más allá, esto es, si es meramente simbólico y no supone un traslado efectivo de poderes e instituciones con capacidad real de decisión, es dudoso que sea una carta que por sí sola vaya a concitar muchas adhesiones. Convendría pues analizar esta cuestión en sede de reformas reales sobre el modelo de reparto del poder territorial a partir de los efectivos cambios que se produzcan en esa materia (lo que nos sitúa de nuevo en la reforma constitucional necesaria, antes que en la hoy en día posible en España).
– Derechos fundamentales y libertades públicas
También con un valor simbólico evidente, pero en este caso sí con consecuencias prácticas directas e inmediatas que no hace falta aclarar, la parte dogmática de la Constitución podría ser objeto de reformas y retoques con relativa facilidad en términos de acuerdo político (no así procedimentalmente) en la actualidad. Hay que tener en cuenta, además, que el “coste jurídico” de operar en esta dirección es también relativamente menor porque España ya no es de factosoberana a la hora de determinar cuáles sean los derechos fundamentales mínimos y garantizados de sus ciudadanos una vez forma parte de un sistema complejo y completo de tratados y convenios internacionales y europeos dotados de tribunales y órganos de control que velan por su efectivo respeto. La Constitución española, que además reconoce esta fuerza superior a la interpretación externa a la misma en la materia en su art. 10.2 CE, podría por esta razón ser reformada con poco coste político y sin que ello supusiera excisivas pérdidas o concesiones reales más allá de las ya producidas por mor de la integración europea. Y además ello se podría hacer con un alto grado de acuerdo e importantes efectos legitimadores en algunos de sus puntos, simplemente, por medio del sencillo expediente de recoger y constitucionalizar algunas de las mejoras ya asumidas y venidas de fuera. Sin embargo, esta operación requiere de una reforma agravada de la Constitución siguiendo el cauce establecido en el art. 168 CE, con un procedimiento particularmente costoso, de modo que es de prever que sólo se busquen estos beneficios caso de que se entienda que no ha habido más remedio que reformar la Constitución por esta vía (por ejemplo, si se modifican cuestiones relativas a la idea de nación), pero en ningún caso se inicie con el solo fin de proceder a estos cambios.
Por concretar más, puede señalarse que no debería ser difícil, si se acometiera una reforma en estas materias, lograr acuerdos sobre la inclusión de nuevos derechos fundamentales que en Europa son ya moneda común y aquí hemos integrado por medio de leyes ordinarias sin problemas e incluso con antelación a otros países, como el derecho a la protección de datos de carácter personal frente a intrusiones estatales o privadas o la extensión explícita del derecho al matrimonio de modo que abarque todo tipo de relaciones y no sólo las heterosexuales. En la lista de las mejoras ampliamente compartidas y fáciles de llevar a cabo con mucho consenso, pero que no son imprescindibles en sí mismas, por estar el tema ya resuelto por medio de legislación ordinaria, pero que sin duda abundarían en una mayor legitimación del orden constitucional, estaría también la consagración del derecho a la asistencia sanitaria como un verdadero derecho fundamental con blindaje constitucional, tal y como ha sido la norma en España desde la Ley General de Sanidad de 1986 y hasta que las reformas de 2012 han excluido de esta universalidad a inmigrantes irregulares (situación que ha durado hasta 2018, momento en que se ha revertido), a ciertos ciudadanos desplazados al extranjero y a aquellas personas con rentas más altas.
Más conflictivas, aunque tampoco estarían de más, serían la mejora y ampliación de algunos de los derechos que más han debido ser reinterpretados por los tribunales europeos en la materia ante la parquedad constitucional española (y una práctica aplicativa más que insatisfactoria), como puedan ser los relacionados con los derechos y garantías de procesados o detenidos o los conflictos en materia de libertad de expresión. En ambos casos un fortalecimiento constitucional de las garantías sería muy bienvenido ante las amenazas constatadas recientemente, pero justamente estos conflictos dan una idea clara de que su mejor protección no sería pacífica. Asimismo, los perfiles de los derechos de sindicación y huelga podrían articularse para resolver problemas prácticos ya aparecidos (piénsese, por ejemplo, en las problemáticas huelgas de jueces).
Por último, es preciso señalar la creciente presión social que aspira a que la Constitución reconozca como verdaderos derechos sociales una serie de principios (derecho al trabajo, a la salud, a la vida digna, a la vivienda…) que a día de hoy son proclamas que se verifican o no a partir de su efectivo reconocimiento por medio de la legislación ordinaria. Como es obvio, una reforma de la Constitución en la línea de convertirlos en verdaderos derechos subjetivos fortalecería la exigibilidad de estas prestaciones y obligaría a los poderes públicos a disponer de recursos al efecto con más generosidad de lo que ha sido la norma hasta la fecha. No parece que sea sencillo un acuerdo político demasiado ambicioso en esta materia, aunque la evolución europea, tanto a nivel jurídico como político, acompañe en esta dirección. Por ello, avances de mínimos sí parecen, en cambio, fáciles de lograr, especialmente allí donde ya se han producido avances en la consolidación legal de los mismos en los últimos años. A la vista de la legislación autonómica en la cuestión, la mayor presión, pero también la mayor posibilidad de lograr un acuerdo amplio en alguna de estas materias, corresponde sin duda a derechos como vivienda, renta básica y prestaciones de dependencia, todas ellas ya cubiertas aunque sea de forma insuficiente y muy diversa según la financiación disponible en cada Comunidad autónoma. Frente a estas extensiones, en ocasiones se predica el problema de garantizar constitucionalmente derechos que suponen obligaciones de gasto, pero es evidente que ni esto es una novedad en el constitucionalismo (todos los derechos imponen obligaciones de gasto, aunque respecto de otros derechos estas sean quizás menos visibles… o es que sencillamente las tenemos ya totalmente asumidas) ni, además, es una mala cosa contar con cierto blindaje jurídico en punto a la garantía de la irreversibilidad de algunos derechos y conquistas sociales (Ponce Solé, 2013).
– Mejoras institucionales y democráticas
El otro campo donde la reforma constitucional posible se ha ido perfilando ya de forma nítida en España es el de las mejoras institucionales y democráticas. Un consenso más o menos general ha emergido en los últimos en años en nuestro país como consecuencia de la crisis institucional y política en torno a la necesidad de mejorar los mecanismos de representatividad, transparencia y responsabilidad. Junto a debates como el de la conveniencia de mantener los aforamientos, respecto del que se ha fraguado un acuerdo general en punto a su eliminación o al menos para restringirlos mucho que ha dado pie a que el gobierno lance una propuesta de reforma constitucional exprés en septiembre de 2018 referida sólo a esta cuestión, podemos señalar también los amplios acuerdos sociales en materia de una mayor accountabilityque han germinado ya en reformas legislativas recientes en materia de buen gobierno y transparencia (como las diversas leyes estatales y autonómicas aprobadas a partir de 2013 en estas materias han mostrado). Tanto a nivel estatal como autonómico, a lo largo de los últimos años se han sucedido reformas que han servido de banco de pruebas y, como consecuencia de ello, casi todas las propuestas que han aparecido en el debate público plantean cambios en esta línea. Igualmente, la propia dinámica política de los últimos años, en que se han sucedido investiduras de presidente de gobierno fallidas (la de Pedro Sánchez, PSOE, en 2015), repetición de elecciones ante la imposibilidad de formar gobierno (2016), un largo período de interinidad con un gobierno en funciones (el de Mariano Rajoy, PP, entre finales de 2015 y mediados de 2016) e incluso el éxito de una moción de censura constructiva provocando la sustitución de este último como presidente del gobierno por el primero de ellos, han puesto a prueba algunos de los mecanismos constitucionales (procedimiento de designación de candidatos, problemas de bloqueo en ausencia de debate de investidura, dudas sobre la posibilidad de dimisión en el transcurso de una moción de censura, etc.) que han favorecido la aparición de propuestas con mejoras técnicas a este respecto.
Otro elemento donde aparece el consenso en cuanto a qué elementos conviene reformar son, como ya hemos comentado, todas las propuestas diseñadas para avanzar en la profundización y mejora de la calidad democrática de nuestras instituciones. En este plano, las propuestas del Consell (Generalitat valenciana, 2018) son también concretas e interesantes, así como expresión de consensos que se han ido construyendo y generalizando en los últimos años, al socaire de la crisis política que hemos vivido: más exigencia de proporcionalidad en el sistema electoral (Simón Cosano, 2018), mejora de las posibilidades efectivas de control parlamentario al gobierno (véase el interesante resumen de Rubio Llorente sobre las posibilidades de mejora, publicado recientemente en Pendás, 2018), establecimiento de baterías de medidas para luchas contra la corrupción (Gavara de Cara, 2018), entre las que destacaría el reconocimiento constitucional de las obligaciones de transparencia (Wences Simón, 2018), facilidades para la iniciativa popular de reforma legal o constitucional (Presno Linera, 2012), adaptación de ciertas garantías a la transformación digital (Cotino Hueso, 2018) e introducción de una composición no sólo paritaria en términos de género (Carmona Cuenca, 2018), sino que además sea reflejo de la pluralidad a todos los niveles (también territoriales, rasgo típico del federalismo, Balaguer Callejón, 2018) en las instituciones estatales. De nuevo, son propuestas respecto de las que, en cuanto a prácticamente todas ellas, debiera ser posible alcanzar a día de hoy cierto nivel de acuerdo sin demasiados problemas (siempre y cuando no se pretenda llevar las soluciones a un grado de detalle que impida luego la acción legislativa de las mayorías políticas de turno a posteriori). En este sentido, por ejemplo, la propuesta de reforma constitucional del Consell valenciano es extraordinariamente aprovechable y útil, pues permite disponer de un documento a partir del cual sería sencillo empezar a hablar. Es, también, extraordinariamente significativa y reveladora de por dónde van ciertos consensos y del amplio grado de acuerdo alcanzado ya entre muchos sectores sociales en lo referido a todas estas cuestiones.
Asimismo, una propuesta habitual de reforma y mejora democrática y de representatividad, indudablemente conectada con la cuestión territorial, tiene que ver con la modificación del papel político e institucional del Senado. El modelo bicameral español, en la práctica, ha preterido desde un primer momento a esta cámara, que ni ha ejercido de contrapoder efectivo del Congreso ni ha cumplido eficazmente con el papel teórico que la Constitución le atribuye de representación territorial. Por esta razón, y desde un momento muy temprano, el consenso académico sobre las insuficiencias del diseño constitucional en punto a su diseño, ha sido más o menos general (puede verse a este respecto, por ejemplo, la evolución de los diversos Informes sobre Comunidades Autónomas dirigidos por Eliseo Aja desde 1999, también Aja Fernández 2006; o, más reciente, en Cámara Villar, 2018). Fruto de este consenso se han sucedido las propuestas de reforma, que han ido desde quienes han propugnado directamente su supresión, apostando por convertir en unicameral el diseño constitucional, adecuándolo así a lo que ha sido la realidad política del ejercicio del poder y de la representación en la España de las últimas décadas, a quienes han propuesto su reforma para tratar de convertirlo en un contrapoder efectivo que complemente la labor del Congreso y que, efectivamente, contenga una visión territorial diferenciada. En general, las propuestas en esta línea han buscado un diseño similar al del Bundesrat alemán o modelos semejantes (como la segunda cámara austríaca), donde su acuerdo es necesario al menos para la aprobación de las leyes que tienen un componente territorial, por una parte, y en el que además la representación corresponda antes a los gobiernos autonómicos (con cierta ponderación por población) que a la ciudadanía. Por ejemplo, en las propuestas que se han ido perfilando más desarrolladas, como las de los profesores Muñoz Machado y otros (Muñoz Machado et alii, 2017) o la del gobierno valenciano (Generalitat Valenciana, 2018), pero también en los documentos del PSOE y la Declaración de Granada o gran parte de la producción científica de los últimos años en la materia, esta solución, a falta de concretar los perfiles exactos de cómo quedaría la institución (proporción entre población y votos, lista de materias en que el acuerdo de esta segunda cámara sea necesario), goza de un indudable predicamento (véase, por todos, Aja et alii, 2016). Por lo demás, esta solución se ubica en la profundización, muy necesaria, en los mecanismos de representación territorial (Aja Fernández, 2014; Balaguer Callejón, 2018: 253-254), aunque no es el único de ellos y sería necesario ir más allá. También el informe del Consejo de Estado realizado en 2006, por ejemplo, analizó esta misma cuestión y planteó esta opción como posible y aconsejable. Caso de que se acabe produciendo una reforma constitucional en España, sin duda, y junto a otras medidas simbólicas como la incorporación de nuevos valores y medidas de profundización democrática, es claro que una reforma del Senado en esta dirección sería sencilla de pactar y más que probable resultado del proceso. Un resultado cuya importancia no puede minusvalorarse, y que sin duda alteraría algunas de las dinámicas políticas y de representatividad que ha sido la tónica en la España constitucional desde 1978. Cuestión diferente es si sólo con ello es suficiente para lograr los reequilibrios necesarios a efectos de conseguir en nuevo y mejor reparto del poder territorial que pueda dar salida a la crisis constitucional actualmente en curso.
En general, esta misma conclusión puede predicarse de todo lo señalado. Siendo todos los elementos ya referidos aspectos y cuestiones donde la reforma constitucional podría ser perfectamente factible ya a día de hoy, e incluso relativamente sencilla en algunos casos, es dudoso que se trate de cuestiones o elementos de nuestro pacto de convivencia cuya revisión sea totalmente urgente o necesaria. La gran avería jurídico-institucional, la gran división política y social que el Derecho (y la novación del pacto constitucional) habrían de tratar de atender tiene que ver con el conflicto territorial y, especialmente, con su cristalización en un proceso político de búsqueda de la independencia por una creciente parte de la población catalana. La reforma constitucional necesaria para la España de nuestros días pasa por lograr articular un consenso en torno a esa cuestión. Algo mucho más complicado a día de hoy, donde los acuerdos distan de verse fáciles o próximos… y de la que nos tendremos que ocupar inevitablemente en el futuro en profundidad. Pero algo donde los desacuerdos priman sobre los acuerdos, al menos aún en la actualidad. De hecho, el apresurado listado de consensos ya existentes, que hemos tratado de realizar, muestra sistemáticamente una misma realidad: el consenso existe y es incluso fácilmente articulable en todo lo que no toca la cuestión del reparto del poder territorial. En cuanto ésta se ve afectada, siquiera sea tangencialmente, todo se hace mucho más difícil.
Sirva, en todo caso, la presente reflexión para identificar y trazar los acuerdos ya posibles y fáciles de articular como reforma constitucional. Otro día nos habremos de ocupar, en cambio, de la segunda y mucho más importante parte de la reforma constitucional hacia la que nos conducimos en España: la que tiene que ver con los actuales desacuerdos, profundos, a la hora de entender el pacto de convivencia y el reparto del poder. Pero, también, la que de una manera u otra habrá de alcanzarse porque es absolutamente necesaria para salir del impasse en el que estamos.
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Recursos en línea sobre las propuestas de reforma constitucional comentadas en el texto:
– Generalitat Valenciana (2018). Acord del Consell sobre la reforma constitucional. Disponible on-line (consulta 01/09/2018): http://www.transparencia.gva.es/documents/162282364/165197951/Acuerdo+del+Consell+sobre+la+reforma+constitucional.pdf/ecc2fe28-4b83-4606-97db-d582d726b27b
– Muñoz Machado, S. et alii (2017). Ideas para una reforma de la Constitución. Disponible on-line (consulta 01/09/2018): http://idpbarcelona.net/docs/actual/ideas_reforma_constitucion.pdf
– PSOE (2013). Declaración de Granada: Un nuevo pacto territorial. Una España de todos. Disponible on-line (consulta 01/09/2018):
http://web.psoe.es/source-media/000000562000/000000562233.pdf
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Referencias bibliográficas mencionadas en el texto:
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The Catalunya Conundrum, Part 2: A Full-Blown Constitutional Crisis for Spain
https://verfassungsblog.de/the-catalunya-conundrum-part-3-protecting-the-constitution-by-violating-the-constitution/
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Serie Propuestas de Reforma Constitucional 1: La propuesta de reforma territorial de los profesores Muñoz Machado et alii
Serie Propuestas de Reforma Constitucional 2: La propuesta de reforma constitucional de la Generalitat Valenciana
Una de las cuestiones políticas más importantes de nuestros días, por cuanto afecta de lleno a las políticas de reparto de riqueza (esto es, al alma misma de la política) y porque además tiene profundas repercusiones sociales y sobre el modelo de convivencia, es la referida al futuro de las znsiones. Sin embargo, aunque se habla de vez en cuando sobre el tema, lo cierto es que se debate muy poco, aplicando ese curioso mantra de las democracias occidentales de nuestros días de que cuanto más básica es alguna disyuntiva de organización o reparto, menos hay que debatir sobre el tema, no sea que nos llevemos algún disgusto. De manera que sobre las pensiones, al menos en España, hablamos relativamente poco (así por encima se comentan cosillas, sobre su sostenibilidad, sobre cómo pagarlas, sobre el fondo de reserva, sobre planes de futuro más o menos vaporosos…), reformamos sin debate a golpe de decisión tecnocrática (como ha sido el caso con las últimas reformas, que más allá de retoques nimios para las pensiones del presente han ampliado las exigencias de años cotizados y reducido las pensiones para quienes todavía estamos a años de jubilarnos, y que han sido además «recomendadas» de forma bastante evidente por la UE) pero, y sobre todo, no discutimos ni debatimos nada sobre el fondo del problema.
El pseudo-debate sobre pensiones que tenemos montado en España
Esta ausencia de discusión se debe a que, en realidad, aunque las escaramuzas políticas del día a día traten de ocultarlo como buenamente pueden, hay un sorprendente consenso bipartidista en materia de pensiones sólido como pocos. Por parte de lo que podríamos llamar «derecha tradicional» y los poderes económicos que le son afines, que en España han dejado esta labor en tiempos recientes a FEDEA y sus blogs, nutridos por economistas y politólogos afines, se hace hincapié en que el actual sistema no es sostenible y, por ello, en la necesidad de recortar prestaciones e incrementar las exigencias para acceder a las pensiones máximas (como mecanismo evidente de incentivo para que se alleguen más fondos al sistema). Por parte de lo que suele entenderse como «izquierda clásica», en cambio, se plantea la conveniencia de garantizar las prestaciones como mecanismo de solidaridad y cohesión social y se apela a la posibilidad de incrementar para ello las cotizaciones sociales o, incluso, completar cada vez más los recursos del sistema por vía fiscal como mecanismo para que, en unas sociedades ricas como las nuestras, las pensiones puedan mantenerse en términos semejantes a los que hemos vivido hasta ahora, dado que a mayor riqueza, más porcentaje de la misma podría dedicarse a estos menesteres sin que otros se resientan demasiado. Ésta es más o menos la postura «oficial» en estos momentos de la izquierda institucional, con matices más bien menores según las sensibilidades.
El debate político planteado en estos términos es apasionante para muchos, pero esconde difícilmente una realidad tan ampliamente compartida como obvia: que el sistema en los términos actuales es difícilmente sostenible. En el fondo, tanto la izquierda como la derecha clásica lo tienen bastante claro sin estar en demasía en desacuerdo, razón por la cual van llegando sin mayores dificultades a un punto de entente relativamente sencillo, más allá de las escaramuzas del día a día de la política, porque hay que contentar a la parroquia y permitir a economistas y politólogos de uno y otro bando llenar y llenar páginas discutiendo sobre pequeños matices sobre la temporalización y alcance de unas medias que siempre van en la misma línea: así, se van recortando poco a poco las prestaciones, sobre todo para los que han de disfrutarlas no en la actualidad o a corto plazo sino en un futuro medio y largo, que a fin de cuentas nos quejamos menos, mientras a la par se van incrementando poco a poco las aportaciones presupuestarias al sistema, sin que se note mucho ni se discuta en exceso, de modo que los recortes se hagan más soportables y sobrellevables y, sobre todo, a fin de que quienes tienen «generado» un derecho a muy buenas pensiones no se quejen en exceso. A fin de cuentas, en esas clases y edades es donde están quienes toman estas decisiones y sus familias, de modo que toda inyección impositiva para mantener sus niveles de disfrute no puede ser mala. Esta especie de hibridación de las posturas de la izquierda y de la derecha tiene cada vez, por lo demás, defensores académicos más explícitos, que picotean un poco de aquí y otro poquito de allá (la moda ahora es vender el tema, encima, como rebaja de las cotizaciones compensada con el IVA, para que se note menos aún el tocomocho), sin cuestionar en el fondo el consenso conservador de base. Y así, siguiendo esta vía con perfiles muy marcados ya, es como da la sensación que nuestros grandes partidos pretenden afrontar el futuro de los sistemas de provisión social para cuando debamos afrontar nuestra vejez quienes ahora estamos en edad (supuestamente) productiva.
El planteamiento, por tranquilizador, aun asumiendo cierta inevitabilidad de los recortes, que pueda ser para casi todos implicados con cierta capacidad de influencia y de acción (y de ahí, también, su éxito electoral, pues a los pensionistas actuales se les conservan sus derechos; mientras que a todos los demás se nos dice que, dentro de lo que cabe, mejor que no nos quejemos, que podría ser peor… a la vez que se blinda un reparto poco equitativo en beneficio de ciertas clases), no es sin embargo demasiado satisfactorio. No lo es, al menos, desde la perspectiva de un debate público maduro sobre rentas, redistribución e igualdad propio de una democracia avanzada y alfabetizada. Entre otras cosas porque acreciente y extrema soluciones crecientemente injustas, incoherentes con la propia esencia del sistema, a las que hemos dado carta de naturaleza pero que no son nada normales y que alguien habría de plantear de una vez.
Las incoherencias internas de un sistema que se basa en un supuesto modelo de cotización que se falsea y en una apelación a un reparto… que acaba siendo muy regresivo
En efecto, es cierto que el modelo actual no es sostenible. Nada que objetar a esa evaluación. Por lo demás, no es un problema estrictamente español, aunque en nuestro caso sea más exagerado. En lo que ha sido un rasgo generacional de lo que en España podríamos llamar «Generación T», que ha exacerbado una dinámica que por otro lado es común a toda Europa occidental, es cierto que el modelo actual de pensiones ha beneficiado desproporcionadamente, y todavía beneficia mucho, a quienes empezaron a jubilarse hace una década y media y a quienes se jubilarán en la próxima década. Son una generación que va a cobrar unas pensiones que nunca nadie tuvo (y muy superiores a lo que cotizaron) gracias al esfuerzo de sus hijos… que nunca cobrarán pensiones equivalentes en términos de poder de compra, entre otras cosas porque habrán habido de dedicar muchos recursos de las mismas a pagar las de esa generación. Todo ello, como es sabido, con base en un sistema supuestamente «de cotización» pero que se aleja de todo cálculo real actuarial para la determinación efectiva de las prestaciones a las que detiene derecho. Es decir, que se supone que se van a recibir pensiones «según lo que se ha cotizado» pero, a la postre, éstas son muy superiores a esa cifra, «por cuestión de justicia» social» y se determinan políticamente en una cantidad muy superior a lo que efectivamente se ha aportado y debiera por ello tocar (al menos, si fuéramos a un sistema de verdad «de cotización»: la diferencia la puede calcular cualquier persona tan fácilmente como viendo lo que le daría un plan de pensiones privado por unas cotizaciones mensuales equivalentes a las que ha hecho, y se ve con facilidad que estamos hablando de que en tal caso se recibiría entre un tercio y la mitad, de media, de lo que a la postre acaba poniendo el sistema público; otra forma de comprobar la diferencia entre uno y otro modelo es analizar los regímenes de Seguridad Social y los de las mutuas profesionales creadas en aquellos ámbitos de actividad donde no llegaba la Seguridad Social, mutuas todas ellas que han acabado por desaparecer de facto pues a medida que las pensiones públicas se iban haciendo generosas el equilibrio aportaciones-pensiones que podían ofrecer las mutuas era cada vez más difícil de lograr).
Así pues, la supuesta característica técnica del sistema de que sea «de cotización», pura y simplemente, no se cumple. Hay transferencias de unos sectores a otros y de unas generaciones otras, porque de alguna manera hay que cubrir las diferencias. Y ello comporta un determinado modelo «de reparto», que si se analiza de cerca es mucho menos agradable de lo que nos venden. Porque, a la postre, y expuesto de manera sencilla y simplificadora, ¿cómo llevamos desde hace años cubriendo esa diferencia? Pues con el esfuerzo extra, diferencial, de los cotizantes presentes, que aceptan contribuir para cubrir ese «sobrecoste» para garantizar a los actuales pensionistas sus niveles de prestaciones porque el pacto (implícito, aunque todo el mundo lo da ya por roto) es que, llegado el día, ellos recibirán también una sobreprestación. Sin embargo, para que un sistema como el señalado, que tiene todos los elementos de esquema piramidal, funcione, hace falta que lo que en cualquier esquema Ponzi: que sigan entrando, de forma continuada y regular, más rentas de las que salen, que se amplíe la base de la pirámide. En toda Europa occidental, y en España particularmente, ello se lograba gracias a la combinación de un crecimiento demográfico mediano y un crecimiento económico más o menos robusto: mientras ambos se mantuvieran era posible seguir pagando de más y mantener la esperanza de que en el futuro, a los que ahora ponían el dinero, se les recompensara también en mayor medida. Para ello, sin embargo, y como ya se ha dicho, ha de haber una masa salarial suficiente detrás y un crecimiento económico vigoroso. A día de hoy no tenemos ni lo uno ni lo otro desde hace, más o menos, unas dos o tres décadas. Y aunque no sabemos a ciencia cierta lo que nos deparará el futuro, no parece que ni la inmigración ni la mecanización vayan a ser suficientes como para paliar las necesidades de ampliar la base de la pirámide, por un lado, y el crecimiento económico, por otro, que tenemos. De ahí el recurso a ese modelo consensual de ir por una parte reduciendo poco a poco prestaciones, a ver si se nota poquito y conseguimos ir saliendo del lío (como en la vieja fábula explicativa de la rana a la que si se le sube la temperatura del agua de la pecera poco a poco no se entera y acaba, por esta razón, muerta, mientras que sí habría reaccionado y saltado ante cambio abrupto de temperatura) y, sobre todo, a ir cubriendo cada vez más parte del sistema de pensiones no con contribuciones sino con impuestos.
Y es a partir de aquí, y de la aparición y generalización de esta dinámica, cuando empiezan a aparecer no pocas contribuciones. El modelo de «reparto» clásico, por llamarlo de alguna manera, del sistema de pensiones vigentes es, sobre todo, como se ha explicado, generacional (quienes están trabajando transfieren muchas rentas a quienes están jubilados para que cobren pensiones muy por encima de lo que cotizaron), pero en el resto, al menos como ficción, se supone que lo que se recibe se corresponde a lo «cotizado». Por ello se hace que todo el tinglado se sufrague, en teoría, no con impuestos sino con cotizaciones. Quienes más aportan, como esto no son impuestos sino cotizaciones pues tienen derecho a recibir más. Supuestamente, así, «se contiene» una excesiva transferencia de rentas de los que tienen y aportan más a los que ganan menos, que se supone que tampoco sería plan, nos dicen. Y como ha de haber una equivalencia entre lo cotizado y lo recibido, pues desde siempre se han introducido elementos adicionales que no contienen los sistemas de impuestos para limitar aún más todo riesgo de reparto y progresividad excesivos, como que las contribuciones se «topean» (es decir, que cuando se llega al tope máximo de lo que se podría recibir a partir de la cotización fijada, pues también ha sido la regla general que se fijen límites máximos a lo que se cotiza y aporta al sistema). Por esta misa razón, como no estamos en un modelo de cubrir necesidades personales cuando uno llega a la vejez, sino ante, de alguna manera, un modelo que te «retribuye» según lo aportado, quien ha cotizado lo suficiente también generan pensiones incluso si mueren (viudedad, orfandad…) que serán tanto mayores no atendiendo a la situación de mayor o menos amparo o necesidad de quienes las reciban sino «a lo cotizado». Además, las cotizaciones a la Seguridad Social se pagan de un modo diferente a los impuestos, con una carga que se reparten trabajador y empleador. Y, por supuesto, a la postre, cada cual recibe «según ha aportado» (razón por la cual casi todo el mundo piensa que la pensión, y en su cuantía exacta, es algo que «se ha ganado» porque «lo ha cotizado»). Por último, y para cuadrar el sistema, hay pensiones de quienes no han contribuido, que inicialmente sufragaba el propio sistema, pero que muy rápidamente, en la medida en que empezaron a ser más generosas (aumente éste por razón de justicia social por lo demás bastante evidente), pasaron a ser inasumibles y a ser soportadas por el sistema tributario. Se argumenta para ello, con cierta razón, que la protección social de quienes no han cotizado es un asunto de interés general y que a todos concierne, con lo que se habrá de pagar con impuestos, como cualquier servicio público en razón del interés general.
El argumento es convincente, porque es cierto que hay razones de interés público evidentes en garantizarnos a todos una vejez digna, suficientemente tranquila y asistida. Una sociedad civilizada es, entre otras muchas cosas, la que no se preocupa en dejar en situación de necesidad a sus personas mayores. Así pues, hay que asumir que va a tener mucho futuro el argumento de que se completen las pensiones en el futuro, cuando sea necesario, por vía fiscal. De hecho, esta idea avanza con fuerza también en la izquierda: por ejemplo, el PSOE la planteó abiertamente y de manera ambiciosa en la pasada campaña electoral, proponiendo un impuesto específico para el pago de pensiones. Y desde posiciones conservadores se ha asumido además ya con toda naturalidad que además de los recortes, este es el sistema: por ejemplo, para orfandad o viudedad. Pero, además, se tiene claro que van a a ser necesarios los fondos recabados vía impuestos para completar las pensiones de forma que sean suficientemente dignas para que los partidos cuya base electoral está compuesta por ciertas capas de la población puedan respirar tranquilos. Lo hemos visto ya con las propuestas como la de emplear parte del IVA para reducir las cotizaciones. La dinámica está lanzada y ver la evolución de lo que nos espera en materia de pensiones, junto a recortes paulatinos para asegurar su sostenibilidad, no requiere de ser un gran analista: vamos a ir usando impuestos cada vez par cubrir más y más partes del sistema: primero fueron las no contributivas, luego viudedades y orfandades, luego alguna otra situación excepcional como la necesidad de bajar cotizaciones, y acabaremos en pagar así un porcentaje de las pensiones si queremos que sigan manteniendo poder adquisitivo… hasta que el final uno se acaba preguntando si no sería mejor pagarlas todas con impuestos, como sostiene cierta izquierda, y asunto resuelto.
A fin de cuentas, lo que distingue jurídicamente (y en términos económicos y sistémicos) a las cotizaciones e impuestos tampoco es tanto, se nos dice. Y no falta razón a quienes así lo defiende. ¿Supone muchas diferencias para el común de los mortales entre que nos detraigan salario para impuestos y la parte que va a la SS? Pues, la verdad, ninguna. Desde un cierto punto de vista, s el sistema sería más transparente así: eliminemos las cotizaciones a la Seguridad Social, que todo se recaude vía impuestos y que el sistema de pensiones se financie enteramente de este modo. ¿Acaso no sería mejor?
El problema es que al hacerlo así afloraría con toda su crudeza una de las realidad menos amables del modelo actual de pensiones, que genera una incoherencia que se multiplica y agrava conforme más y más parte del monto total de las prestaciones se pagan por vía fiscal: su carácter profundamente regresivo, y ello a pesar de que aparentemente debería contener transferencias de rentas de los que tienen más a los que tienen menos, aunque no fueran éstas excesivas. Si pagáramos todo con impuestos sería muy difícil seguir justificando una esencia del sistema, supuestamente «de cotización», que protege, aun hoy, y a pesar de las quiebras que ya se han producido a esa idea, el que siga pudiendo funcionar como un peculiar redistribuidor de recursos en favor de las rentas más altas. Como no son impuestos, no estamos ante un «reparto», sino que cada cual recibe «según ha cotizado», y no parece haber problema por ello en que unos cobren más (y durante bastantes más años: los datos sobre esperanza de vida según nivel de renta en España son casi secreto de Estado, para que la gente no se moleste demasiado, pero basta ver la distribución de la esperanza de vida por CCAA para que el patrón aflore de forma clara: Madrid, Navarra, País vasco encabezan la tabla… y es por una razón sencilla): ¡es simplemente que tengo derecho a ello porque lo he cotizado, me lo he ganado! En cambio, si el sistema pasa a ser totalmente sufragado vía impuestos, claro, es difícil seguir sosteniendo el peculiar reparto basado en la renta previa de los sujetos y que acaba provocando el peculiar efecto de que entre todos los de una generación comparativamente más pobre hemos de pagar pensiones más altas a los de una generación que ha estado y está mejor que quienes trabajan. Además, los más ricos reciben más, y lo hacen durante bastantes más años, con lo cual ellos son los que disfrutan de la parte del león de esa peculiar desproporción.
Sorprende mucho por ello, la verdad, que las propuestas de cierta «izquierda» (toda, en realidad) abunden en la solución de meter dinero vía impuestos en el sistema (como hacía el PSOE en la pasada campaña electoral) sin revisar la otra pata del supuesto modelo de cotización: y es que, desparecida la base del modelo de la «cotización» en cuanto a las entradas de dinero , ¿no había de desaparecer también la consecuencia de la misma, esto es, el hecho de recibir según lo cotizado?
Una propuesta sobre un modelo de pensiones futuras, sostenibles y ajustadas a la lógica de que el Estado ha de contribuir para proveer de servicios a sus ciudadanos en beneficio de todos
La primera idea base a partir de la cual habría que construir un nuevo modelo de pensiones es, por ello, muy sencilla: si se van a pagar con impuestos, y bien está que así sea para garantizar que el sistema sea estable y sostenible, para poder atender a un interés general obvio, como es garantizar una vejez digna a todos, el corolario debiera ser obvio: hay que garantizar la misma pensión estatal a todo el mundo.
Es, sencillamente, lo más justo y eficiente. Y ello porque sí, es cierto que los ciudadanos, aunque lo hagan vía impuestos, también aportan más (o mucho más) si ganan más, si tienen más rentas, que se tienen menos. Pero, si de lo que hablamos es de que un Estado civilizado y una sociedad avanzada ha de proveer para sus personas mayores un suficiente nivel de protección para garantizarles una vida digna, como ocurre con cualquier servicio público o cualquier política cuyo objetivo es el bienestar general, ¿desde cuándo es razonable asumir que por pagar más, por pagar más impuestos en este caso, se ha de recibir más? Expresado de forma clara y directa: no tiene ningún sentido que el Estado pague pensiones mayores a quienes han «aportado» más (ya sea vía impuestos, pero también lo habría de ser vía cotizaciones desde el momento en que éstas nunca lo fueron de verdad porque luego había reparto y transferencias, ocurre simplemente que si el modelo se basa en suficiencia vía impuestos la contradicción es mucho más visible y obvia). El mantenimiento teórico, a pesar de sus fallas y contradicciones, del sistema de «cotización» no sirve a día de hoy para nada más que para establecer una cortina de humo al respecto que aparentemente sirve a casi todos, aún, para justificar estas diferencias de trato en la pensión que se «tiene derecho a cobrar». Pero lo cierto es que éstas no se sostienen ni justifican, en el fondo, si hacemos un análisis mínimamente racional. Además, los argumentos para un cambio a un sistema de provisión social y protección de la vejez más equitativo son abundantes:
- Desde la perspectiva del Estado y del conjunto de la sociedad, es evidente que cubrir las necesidades de las personas mayores es de indudable interés público, pero lo ha de ser cubrir (y lo mejor posible) las de todas las personas, y además de modo suficiente, algo que no tiene nada que ver con que el Estado se convierta en intermediario (como hace hasta ahora, siendo además un intermediario de apropiación de rentas intergeneracional) para garantizar por medio de su capacidad coactiva el mantenimiento de las mayores rentas de unas personas sobre otras: ahí no hay interés público alguno. En cambio, lo habría, y más que evidente, en una redistribución más igualitaria de todo el montante destinado a pensiones, pues de este modo se evitarían graves problemas de exclusión y de salud que a día de hoy aún tenemos, pero sólo en los pensionistas más desprotegidos. Una sociedad con menores niveles de exclusión y menores problemas sociales, en definitiva, es mejor para todos. Y justifica mejor el empleo de recursos públicos de todos para ello, logrados en proporción a lo que cada uno tiene.
- Las personas que más han contribuido con impuestos tienen los mismos derechos a recibir servicios públicos y cobertura social que los demás, pero no más: no hay escuelas públicas para los hijos de quienes pagan más renta con mejores instalaciones y profesores premium ni hospitales de última generación para los que más han aportado al sistema nacional de salud a través de sus impuestos, afortunadamente. ¿Nos imaginamos una sociedad donde algo así ocurriera? Sería asquerosa y horrible y no la aceptaríamos. Llama mucho la atención que hayan conseguido, en cambio, con la muleta de la supuesta «cotización», que lo hagamos con toda naturalidad con el sistema de pensiones y que, incluso, las reformas que desde la izquierda llaman al sostenimiento fiscal de las mismas sigan empeñadas en conservar estas diferencias. Un sistema donde el poder público garantiza aquellos mínimos que consideramos imprescindibles para la vida en sociedad y no hace de garante de las diferencias sociales y de protector acérrimo de los más favorecidos, estableciendo sistema de reparto en su beneficio, es también mejor para todos. Porque el contenido ético de la actuación del Estado es esencial a la hora de legitimar su acción.
- Además, son precisamente las personas que más ganan y las que en mejor situación económica están las que, durante sus años productivos, más posibilidades tienen de acumular rentas y de ahorrar para la vejez, de modo que caso de que pretendan conservar su nivel de vida diferenciado tras jubilarse lo pueden hacer con mucha más facilidad. Les basta ser más previsoras y cuidarse de ello. Lo cual no deja de ser, a la postre, un problema individual, una vez garantizado que sus mínimos van a estar cubiertos, no una preocupación pública. Por ello, no debería ser el Estado quien les hiciera ese papel. Y menos aún extrayendo rentas a otros para ello.
En definitiva, las pensiones del futuro están llamadas a ser pagadas por todos, como pagamos todos los servicios públicos, porque hay un interés público evidente en hacerlo: que esta sociedad se organice de moda que los mayores puedan (podamos, cuando nos toque) vivir con dignidad. Para ello, habrá que pagarlas con nuestros impuestos, según nuestras posibilidades presentes, lo que comportará transferencias, de ricos a pobres, y también generacionales. Pero, a cambio de todo ello, esta labor estatal ha de ser lo más eficiente y justa posible.
Para que sea eficiente, ha de dejar que sean los individuos privados los que se apañen, y asuman los riesgos y las consecuencias de sus posibles errores y aciertos, para querer diferenciarse teniendo una mejor situación y, además, ha de tratar de consumir lo menores recursos de todos posibles que garanticen lograr el objetivo de tener a todo el mundo bien cubierto (algo que también es mucho más fácil de lograr con un modelo de pensiones iguales para todos, que desinfla de presiones el sistema a cuenta de los colectivos depredadores, piénsese que una 600.000 personas cobran en España pensiones de más de 2.000 euros al mes, mientras que en toda Alemania son sólo unas 60.000 y extraigan conclusiones).
Además, y para ser justo, un sistema de pensiones público, como cualquier otro servicio público que emplea recursos de todos, ha de garantizar una misma prestación para todos, porque esa prestación se da por razón de consideraciones de ciudadanía, no económicas.Ésa y no otra es la función estatal, garantizar derechos de ciudadanía, no rentas privilegiadas y diferenciadas. Para eso otro, en su caso, ya está el mercado.
Así pues, la pensión del futuro, pagada por los impuestos de todos, debiera ser igual para todos. Y ya está. Así de sencillo. No entiendo cómo es posible que los partidos de izquierdas no lo planteen desde hace años. Supongo que es una consecuencia más de la captura explicativa que sufren a cuenta de esos relatos a los que ya nos hemos referido, al «yo lo he generado, lo he cotizado». Y, también, qué duda cabe, debe de ser resultado de que las elites estatales y de los partidos, también los de izquierdas, estén dominadas por personas a quienes el modelo descrito conviene fenomenalmente bien.
Obviamente, una transición al modelo señalado no se puede hacer de la noche a la mañana. Habría que, por ejemplo, y aunque sea injusto, garantizar a los actuales pensionistas su pensiones actuales (pero, por ejemplo, no permitir su actualización y mejora mientras sean superiores a lo efectivamente generado). También a las personas cercanas a la jubilación habría que respetarles probablemente la pensión con la que han organizado, más menos, su vida próxima. A los demás, por ejemplo, no deberían tener en cuenta nuestra efectiva cotización hasta la fecha y, por ejemplo, «guardárnosla» como posible incremento de la pensión que el Estado determine en un futuro para todos o alguna medida equivalente. En todo caso, las medidas transitorias no empecen que la adopción del nuevo modelo es extraordinariamente sencilla de poner en marcha y que, además, y muy probablemente, según se prefiriera políticamente mantener o no los actuales recursos destinados al sistema, siendo ambas elecciones perfectamente legítimas, bien incrementaría mucho las pensiones a día de hoy más bajas, bien permitiría una rebaja de las actuales cargas (las cotizaciones, que desaparecerían sustituidas por impuestos nuevos que, poco a poco, y a medida que se hiciera la transición, serían mucho menos costosas de mantener, al menos mientras no hubiera un incremento muy sustancial de la pensión, por cuanto se eliminaría la carga que suponen para el sistema las pensiones altas y muy altas que a día de hoy, y por muchos años, todavía vamos a pagar).
Una última cuestión, y por supuesto clave, es determinar cuál debería ser ese nivel igual para todos de pensión pública en el que se basaría el nuevo modelo. A mi juicio es claro que debiera ser el suficiente para que cualquiera pudiera mantener sin demasiados problemas una vida digna, teniendo eso sí en cuenta que al final de la vida, y en un Estado como el español (donde los servicios sociales y asistenciales a la vejez son los únicos que están no sólo a nivel europeo sino incluso por encima de la media, mientras en todo lo demás, infancia, discapacitados, inmigrantes, pobreza, gastamos menos de la mitad de la media, como explica magistralmente este libro de Borja Barragué et alii), las necesidades son normalmente menores que en momentos en que uno, por ejemplo, ha de sacar adelante una familia. Por esta razón me parece que esa pensión pública debiera ser, siempre, y como máximo, equivalente al salario mínimo mensual que consideramos socialmente suficiente y justa retribución para una persona que esté trabajando en nuestra sociedad para sacar adelante una actividad productiva. De hecho, que coincidan y así se determine explícitamente tiene muchas ventajas. De una parte, porque es obvio que nadie podrá quejarse y decir que no estamos fijando una prestación pública insuficiente o injusta, si consideramos que esa retribución es justa para quien trabaja y suficiente para vivir estando activo, habrá de serlo necesariamente para cuando se llega a mayor, máxime si cuestiones como la sanidad, el transporte o la asistencia social están, como es el caso en España, moderadamente bien cubiertas. Además, una medida de vinculación como ésta, como es evidente, tendría un efecto indirecto evidente e inmediato más que positivo: todos los pensionistas tendrían un incentivo claro para apoyar subidas del salario mínimo y, con ello, de las retribuciones de todos aquellos que están efectivamente trabajando para producir la riqueza necesaria para que se cubran los recursos públicos de donde salen, en el fondo ya hoy, las pensiones y el resto de políticas públicas. Que, sinceramente, es algo que se echa mucho de menos en las prioridades políticas y de voto del colectivo a día de hoy en España, si no sabe mal ni se considera de mal gusto recordarlo, porque las cosas son como son y esto es así. Y si sólo tener a políticos (pasa en Podemos) cobrando con referencia al salario mínimo ha provocado que éstos tengan un enorme interés, tan legítimo como de parte gracias al «incentivo» que ello supone, imaginemos lo bueno que sería que todos los pensionistas tuvieran no sólo claro intelectualmente que sus pensiones dependen, como muchas otras cosas, del trabajo y del reparto de otros muchos, sino que, además, fueran muy conscientes, en sus propias carnes y cuentas corrientes, de cómo de íntima es esa vinculación.
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PS: De las repercusiones de un modelo así y de su lógica en un mundo de trabajo cada vez más escaso y donde las prestaciones alternativas e incluso los modelos de renta básica van, por ello, a ser cada vez más frecuentes hablamos otro día. Pero es evidente, creo, que su cohonestación con el mismo es relativamente sencilla y muy fácil de estructurar de forma coherente. También, y de forma de nuevo fácil de cohonestar con esa realidad, una medida así cambiaría muy probablemente el mismo concepto de lo que es la jubilación y eliminaría algunos de los problemas jurídicos que ya se dan, y que están llamados a generalizarse a medida que las pensiones sean más precarias y vayamos a otro tipo de economía, como son los derivados de normas que impiden trabajar, aunque sea a tiempo parcial, mientras se percibe una pensión (entre otros muchos problemas parecidos, que tienen todos que ver con la obsolescencia de una visión de la jubilación y las pensiones que no acaba de cuadrar bien en una sociedad donde los límites entre trabajo, ocio, actividad, inactividad se diluyen y donde, además, las formas de obtener rentar van a variar mucho más aún de lo que ya estamos viendo ya).
Unos ¡veinte días! después de que fuera anunciada por medio de una nota de prensa (aunque la decisión ya había sido adelantada un par semanas antes por La Vanguardia), la web del Tribunal Constitucional ha colgado por fin a lo largo de esta semana la sentencia que anula la ley catalana de protección de los animales que prohibía las corridas de toros en Cataluña, junto a sus votos particulares (hay uno de Xiol Ríos y otro de Asua Batarrita y Valdés Dal-Ré). Recordemos que el art. 1 de la Ley catalana 28/2010 modificaba el art. 6 del Texto refundido de la Ley catalana de protección de los animales (RDL 2/2008, de 15 de abril) introduciendo un nuevo apartado f) que extendía la ya vigente prohibición de empleo de animales en determinadas actividades que pueden ocasionarles sufrimiento a las corridas de toros:
Art. 6.1 Ley catalana de protección de los animales: Se prohíbe el uso de animales en peleas y en espectáculos u otras actividades si les pueden ocasionar sufrimiento o pueden ser objeto de burlas o tratamientos antinaturales, o bien si pueden herir la sensibilidad de las personas que los contemplan, tales como los siguientes:
(…)
f) Las corridas de toros y los espectáculos con toros que incluyan la muerte del animal y la aplicación de las suertes de la pica, las banderillas y el estoque, así como los espectáculos taurinos de cualquier modalidad que tengan lugar dentro o fuera de las plazas de toros, salvo las fiestas con otros a que se refiere el apartado 2.
Se trata de una sentencia muy interesante por muchas cuestiones: porque supone un nuevo jalón del proceso recentralizador que las instituciones «centrales» del Estado llevan desde hace años acometiendo contra las instituciones «periféricas» de, recordemos, este mismo Estado; porque resultará sin duda en un agravamiento de las tensiones políticas entre Cataluña y el resto de España y en un incremento de la zanja emocional que separa al grueso de la sociedad catalana, tendencialmente animalista, con la del resto del país; y también porque el fondo del asunto plantea cuestiones jurídicas de un enorme interés sobre los límites que el legislador puede imponer legítimamente a los ciudadanos que desean desarrollar ciertas actividades privadas de tipo económico o artístico. Es interesante que una vez más estas tensiones se vehiculen a partir de discrepancias jurídicas, y no menores, sobre el modelo de reparto territorial del poder de la Constitución de 1978 y cómo lo interpretamos. Es una pauta que desde la STC 31/2010 sobre el Estatuto catalán de 2006 no ha habido manera de frenar y que, además, parece que el Tribunal Constitucional vive con agrado, como por ejemplo demuestra la casi coetánea STC anunciada ayer mismo que avala la legislación estatal recientemente aprobada que permite al propio TC actuar como órgano político de sanción a y suspensión de cargos públicos (autonómicos, por supuesto).
En realidad, más bien, se trataba de un caso muy interesante porque en él se mezclaban todos estos vectores. La sentencia, en cambio, lo es mucho menos porque deja sin tratar (o trata de forma muy simplista y apodíctica) la mayor parte de las cuestiones comentadas.
En efecto, podría decirse que el Tribuna Constitucional ha acabado por construir una sentencia «jurídicamente desganada» o lo que en términos taurinos suele considerarse una «faena de aliño». Por una amplia mayoría, conformada por el bloque de magistrados que lleva ya unos meses actuando de forma coordinada y que sentencia tras sentencia está imponiendo una visión recentralizadora más que notable respecto de cómo se relación Estado y Comunidades Autónomas a la hora de legislar, opta por resolver el recurso por el atajo de entender que consideraciones competenciales bastan para declarar la inconstitucionalidad de la pretensión catalana de prohibir las corridas de toros. Lo hace, además, con una argumentación extraordinariamente descuidada y simplista, que se puede resumir en que el Tribunal Constitucional considera que la competencia estatal ha de cubrir esta materia porque así lo considera el propio legislador estatal, sin necesidad de ulterior explicación ni de justificación respecto de la evidente alteración de la anterior jurisprudencia constitucional respecto de estos mismos títulos competenciales que ello supone. En consecuencia, y también sin aportar mayores explicaciones sobre por qué esa consecuencia es la única posible a la hora de articular la ley estatal con las autonómicas, la ley catalana queda anulada. La sentencia es pues de una importancia indudable, pues no podemos obviar que, resumiéndolo mucho, el Tribunal Constitucional nos está diciendo, una vez más, que el Estado puede aprobar leyes que dejen sin ningún efecto ni contenido normas aprobadas por las Comunidades Autónomas respecto de materias inequívocamente de su competencia exclusiva (como son, en este caso, tanto la legislación para la protección animal como la legislación en materia cultural).
Junto a las críticas jurídicas que pueda merecer esta manera de cubrir el expediente jurídico para dar carta de naturaleza no demasiado disimulada a una decisión muy claramente política (y que tendrá consecuencias indudables que quizás no se perciben del todo bien en la calle Doménico Scarlatti y aledaños), hay que señalar que al actuar así el Tribunal Constitucional nos priva, además, de poder enmarcar el debate en torno a dos cuestiones de un enorme interés jurídico. Ni analiza la creciente importancia de la protección jurídica de los animales y su bienestar por el Derecho, y cómo ello se ha producido por vías constitucionales muchas veces no convencionales pero a las que hay y habrá que atender cada vez más; ni se digna a considerar la cuestión, absolutamente clave, de hasta qué punto (y por qué mecanismos) puede el Estado impedir a los ciudadanos el desarrollo de actividades amparadas en derechos fundamentales (libertad de empresa, libertad de creación artística) a partir de la invocación por parte del legislador de bienes y valores constitucionales como el referido (la protección del bienestar animal) que se han incorporado a nuestra «conciencia constitucional» por las señaladas vías.
1. La cuestión competencial en la STC de 20 de octubre de 2016 sobre la prohibición de las corridas de toros en Cataluña
El recurso interpuesto por 50 senadores del Partido Popular consideraba, en primer lugar, que la ley catalana invadía los espacios competencialmente reservados al Estado por los arts. 149.1.28ª y 149.1.29ª CE, así como la competencia estatal del 149.2 CE.
En concreto, el precepto impugnado es una medida que los representantes de las instituciones catalanas consideran que se ampara en los títulos competenciales que el Estatut d’autonomia de Catalunya de 2006 contiene en materia de «protección de los animales» (art. 116. 1 d) EAC) o «juego y espectáculos» (art. 141.3 EAC), entre otros. El Tribunal Constitucional, en el Fundamento Jurídico Tercero de su sentencia reconoce sin problemas, como por lo demás es inevitable en Derecho (esas competencias fueron declaradas constitucionales en la STC 31/2010 del propio Tribunal y, por otro lado, es evidente que no se encuentran en el listado de materias competencialmente reservadas al Estado por el art. 149.1. de la Constitución), dado que materialmente es obvio que la ley catalana regula, al prohibir las corridas de toros, cuestiones íntimamente ligadas tanto al bienestar animal como a la ordenación de espectáculos públicos, que ambos títulos competenciales son en principio válidos para establecer una regulación como la analizada. Eso sí, tal conclusión provisional sólo será válida, a juicio del Tribunal Constitucional, si luego no va y resulta que tenemos alguna competencia estatal que pueda entenderse implicada. Y ya se sabe que, sobre todo últimamente, a las competencias estatales interpretadas por los gobiernos del Estado y el Tribunal Constitucional se les reconoce una vis expansiva cada vez mayor.
STC de 20 de octubre de 2016 (FJ3): En definitiva, la prohibición de espectáculos taurinos que contiene la norma impugnada podría encontrar cobertura en el ejercicio de las competencias atribuidas a la Comunidad Autónoma en materia de protección de los animales [art. 116.1.d) EAC] y en materia de espectáculos públicos (art. 141.3 EAC). La materia relativa a la protección del bienestar animal se proyecta sobre espectáculos concretos cuya exteriorización se quiere prohibir. Sin embargo, dicho ejercicio ha de cohonestarse con las competencias reservadas constitucionalmente al Estado (…)
Los posibles títulos competenciales estatales que el recurso de inconstitucionalidad invoca y que el Tribunal Constitucional analiza son los arts. 149.1.28ª, 149.1.29ª y 149.2 CE. Se trata de títulos competenciales que afectan a diversas cuestiones, y de ellos el Tribunal descarta rápidamente que el 149.1.29ª pueda considerarse afectado. Este precepto establece que el Estado es en todo caso competente en materia de «(s)eguridad pública, sin perjuicio de la posibilidad de creación de policías por las Comunidades Autónomas en la forma que se establezca en los respectivos Estatutos en el marco de lo que disponga una ley orgánica». Con cita en la jurisprudencia constitucional en la materia, que es muy clara al respecto (el voto particular de Xiol Ríos se detendrá más en resaltar hasta qué punto la jurisprudencia del Tribunal y la propia evolución normativa de todas las Comunidades Autónomas han dejado muy claro desde hace ya muchos años que en materia de seguridad y orden público asociadas a todo tipo de espectáculos, y también los taurinos, las competencias son claramente autonómicas y así son ejercidas, además, de forma pacífica e incuestionada), el FJ4 de la sentencia concluye sin mayores digresiones que «el carácter exclusivo de la competencia autonómica en materia de espectáculos junto con la existente en materia de protección animal puede comprender la regulación, desarrollo y organización de tales eventos, lo que podría incluir, desde el punto de vista competencial, la facultad de prohibir determinado tipo de espectáculo por razones vinculadas a la protección animal«.
Van a ser los otros dos títulos competenciales, el 149.1.28 y el 149.1.29, ambos relacionados con cierta capacidad estatal de tipo residual y muy concreta en materias culturales, los que permitirán al Tribunal Constitucional, sorprendentemente, declarar inconstitucional la norma catalana por violación de las competencias estatales. Conviene en este punto, para entender hasta qué punto es peculiar la decisión, transcribirlos y recordar, siquiera sea brevemente, el entendimiento constitucional que hasta esta semana había sido consolidado por jurisprudencia y doctrina sobre los mismos, que ha quedado totalmente transformado tras esta sentencia.
art. 1491.1 CE: El Estado tiene competencia exclusiva sobre las siguientes materias:
(…)
28ª. Defensa del patrimonio cultural, artístico y monumental español contra la exportación y la expoliación; museos, bibliotecas y archivos de titularidad estatal, sin perjuicio de su gestión por parte de las Comunidades Autónomas.art. 149.2 CE: Sin perjuicio de las competencias que podrán asumir las Comunidades Autónomas, el Estado considerará el servicio de la cultura como deber y atribución esencial y facilitará la comunicación cultural entre las Comunidades Autónomas, de acuerdo con ellas.
Como cualquier lector puede constatar, se trata de competencias en materia cultural bastante residuales, por mucho que luego el Estado español haya considerado que el protagonismo de la administración estatal en la cultura, por la vía de los hechos y del talonario (que se reserva para sí, como es por lo demás habitual), haya de ser mucho. En primer lugar, el Estado es competente para defender el patrimonio cultural frente a la exportación y expoliación ilegales. Además, la Constitución permite al Estado, por mucho que las competencias exclusivas en la materia puedan ser asumidas (como así ha sido) por las Comunidades Autónomas, tener museos, bibliotecas y archivos de titularidad estatal, opción ésta que como es sabido se ha empleado profusamente, dotando a ciertas ciudades de España de impresionantes equipamientos culturales que tienen la consideración de «nacionales». Por último, el art. 149.2 CE parece querer decir, y así se ha interpretado siempre, que el Estado, más allá de lo que hicieran las CC.AA., y dada la importancia de la labor de fomento público en materia cultural, puede ir más allá y superponer su acción a la autonómica. De hecho, así ha sido interpretado siempre, como mecanismo de complemento y mejora al que iban asociadas capacidades de colaboración… y como mecanismo para garantizar que el Estado, si bien no a la hora de legislar, sí tenía un gran protagonismo a la hora de gastar y promocionar ciertos valores culturales por medio de todo tipo de mecanismos de fomento.
Es cierto que, más allá de la reducida competencia para regular la exportación de bienes culturales (que manifiestamente nada tiene que ver en este caso) o de garantizar la protección de éstos frente a posibles expolios, el Tribunal Constitucional aceptó desde la STC 17/1991 una dudosa ampliación de la idea de «expolio» contenida en la Ley de Patrimonio Histórico estatal que, básicamente, permitía entender como «expolio», también, la destrucción (o riesgo de) de cualesquiera bienes culturales. Con todo, el desarrollo de esta posibilidad ha sido escaso y se ha limitado hasta la fecha a situaciones de colonialismo jurídico muy evidente (sustitución de la apreciación superior y del criterio del órgano del Estado a la determinación inferior y equivocada si no acorde con la misma del órgano en principio competente), como la ocurrida en el «caso Cabanyal» en Valencia, claramente motivada, además, por razones políticas: Unos gobiernos autonómico y local (ambos del PP) plantean una operación urbanística que es declarada en reiteradas sentencias ajustada a Derecho y plenamente conciliable con la protección de los bienes culturales y patrimoniales existentes en la zona. Frente a ello, un gobierno del Estado de signo político opuesto (PSOE) y contrario a la medida decide activar la cláusula de la protección frente al «expolio» entendiendo que jurídicamente lo constituye que un gobierno y un parlamento no den la debida protección a los bienes que ellos mismos han considerado que la han de merecer (y que podrían, perfectamente, haber considerado que no la merecían). Esta activación ha sido absolutamente excepcional y, aunque validada por el Tribunal Supremo, plantea no pocas dudas. En cualquier caso, y como ya he dicho, ha sido algo absolutamente excepcional, al menos hasta la fecha. Y la citada STC 17/1991 ya señaló, en todo caso, que «(e)l Estado ostenta, pues, la competencia exclusiva en la defensa de dicho patrimonio contra la exportación y la expoliación, y las Comunidades Autónomas recurrentes en lo restante, según sus respectivos Estatutos» (FJ3).
Adicionalmente, la competencia del art. 149.2 CE, como recuerdan Asua Batarrita y Valdés Dal-Ré en su voto particular, no era entendida hasta hace una semana como una competencia legislativa. Algo sobre lo que no cabe extenderse en exceso, pues resulta (o resultaba) bastante obvio, simplemente analizando el listado del 1491.1 CE y contrastándolo con el 149.2 CE: En definitiva, que estamos hablando de un ámbito en el que, en principio, y salvo estas capacidades jurídicamente excepcionales pero muy limitadas del Estado, el protagonismo era y debiera ser, según nuestra Constitución y su reparto de competencias, autonómico. El propio Tribunal Constitucional, en la sentencia que analizamos, con cita en parte de su jurisprudencia anterior, reconoce que éste ha sido el entendimiento tradicional y, como señala casi al final de su FJ 5, recuerda que «el Estado y las Comunidades Autónomas pueden ejercer competencias sobre cultura con independencia el uno de las otras, aunque de modo concurrente en la persecución de unos mismos objetivos genéricos o, al menos, de objetivos culturales compatibles entre sí.»
Sin embargo, en el FJ6 el Tribunal Constitucional, a partir de la constatación de que el Estado ha aprobado una serie de normas (posteriores a la ley catalana) en defensa de la tauromaquia, a la que declara como patrimonio cultural por medio de la ley estatal 18/2013, acaba saliendo al quite con notable desparpajo jurídico. Con base en que el Estado haya optado por realizar legislativamente esa declaración, que puede entenderse vagamente amparada por el art. 149.2 CE (como lo es la declaración de ciertos patrimonios culturales inmateriales), siempre y cuando se entienda como una medida de fomento o de acción conjunta con la de las Comunidades Autónomas, el Tribunal Constitucional acaba entendiendo que de la misma (capacidad para colaborar, para fomentar, para ayudar) se deduce una combinación-síntesis (no explicitada ni explicada, por lo demás, cómo se opera esta combinación y síntesis jurídica) con el art. 149.1.28ª CE que provoca que la norma estatal en la materia pase a desplazar a las normas competentes, que son las autonómicas, si éstas tienen un contenido diferente.
La pirueta acaba de operarse en el Fundamento Jurídico 7 de la Sentencia, que de jurídico tiene muy poco. No explica ahí el TC, en efecto, ni cómo se fusionan los títulos competenciales para provocar este mágico efecto, ni hace referencia a la lógica constitucional de reparto de competencias, sino que simplemente se limita a recordar la «dimensión cultural de las corridas de toros» (que por lo visto le parece muy obvia y consustancial, previa además a que así haya sido declarada por ley estatal) y a establecer que, por ser así declarada en ley estatal, ello hace que su «salvaguarda incumb(a) a todos los poderes públicos en el ejercicio de sus respectivas competencias«, conclusión tanto más sorprendente cuanto que absolutamente apodíctica y, sobre todo, nada matizada ni modulada. Con bastante sinceridad, por lo demás, remata la faena explicando que «se comparta o no, no cabe ahora desconocer la conexión existente entre las corridas de toros y el patrimonio cultural español, lo que, a estos efectos, legitima la intervención normativa estatal«. Es decir, que el reparto constitucional de competencias queda alterado en favor del Estado simplemente porque el Estado así lo considera. El bajonazo jurídico merece ovación y vuelta al ruedo. Y se culmina, como no puede ser de otra manera, con esta misma unilateralidad y falta de argumentación. Las cosas son como son:
STC de 20 de octubre de 2016 (FJ 7): «Por esa razón la norma autonómica, al incluir una medida prohibitiva de las corridas de toros y otros espectáculos similares adoptada en el ejercicio de la competencia en materia de espectáculos, menoscaba las competencias estatales en materia de cultura, en cuanto que afecta a una manifestación común e impide en Cataluña el ejercicio de la competencia estatal dirigida a conservar esa tradición cultural, ya que, directamente, hace imposible dicha preservación, cuando ha sido considerada digna de protección por el legislador estatal en los términos que ya han quedado expuestos».
Curiosamente, y de forma incoherente, el propio FJ 7 de la Sentencia, a continuación, y tras explicarnos que como el Estado declara que los toros son patrimonio cultural eso hace que el reparto competencial de la Constitución quede desplazado hacia el Estado y que sea éste quien haya de determinar lo que se ha de hacer y lo que no para protegerlos, impidiendo así la prohibición de corridas de toros en Cataluña, nos expone también que el Estado, en cambio, no puede llegar al extremo de obligar vía 149.2 CE (o vía art. 149.2 remix con 149.1.28ª) a las Comunidades Autónomas a promocionar y fomentar la tauromaquia. Magnánimo, el Tribunal Constitucional se saca de la manga una matización ponderativa, sin argumentarla y razonarla tampoco en exceso, que devuelve el art. 149.2 CE a su posición original en el ordenamiento constitucional en todo lo referido al fomento activo de la lidia del toro bravo. Esta matización, sin embargo, no hace sino poner más de manifiesto el exceso (y la nula argumentación con la que se opera el mismo) de que de repente, y a efectos de impedir la prohibición catalana, pase a entenderse que, en cambio, para esos casos sí sea título compentencial legislativo mayorcito de edad. Es decir, un título con capacidad para legislar, como el del art. 149.128ª CE… que, a pesar de ser invocado al principio como clave al transubstanciarse en título general con aspiraciones de operar en todo el ámbito del 149.2 CE, luego va y resulta que no aparece en toda el resto de la argumentación. La sentencia es extraordinariamente tramposa en esta parte. Lo denuncian en su voto particular Asua Batarrita y Valdés Dal-Ré de forma certera y concisa:
«Los títulos competenciales que amparan la acción legislativa del Estado están en el art. 149.1 CE. Si el Estado no tiene competencia para legislar con arreglo al art. 149.1 CE, no puede acudir como segunda opción al art. 149.2 CE, con la finalidad de “constatar” la existencia de una manifestación cultural presente en la sociedad española y, sobre esa base, desplegar una intervención estatal de contenido regulatorio que constriña las competencias autonómicas».
La sentencia, por último, y como bien destacan de nuevo Asua Batarrita y Valdés Dal-Ré en su voto, ni siquiera se preocupa de explicar, una vez llegada a esa conclusión, por qué asumiendo que el Estado pueda tener competencia para imponer la protección de la tauromaquia en España eso haría imposible una norma autonómica catalana que la prohíba exclusivamente, en ciertas formas, en su territorio (donde es manifiesta la falta de tradición reciente en esa suerte y donde, además, a lo largo del último lustro previo a la prohibición, sólo se celebraban corridas de toros en una única plaza, y en un número muy limitado). De nuevo apodícticamente, el Tribunal Constitucional considera que la norma catalana estaría impidiendo la subsistencia de la tauromaquia en España y por ello oponiéndose a lo pretendido por la ley estatal, afirmación evidentemente fuera de la realidad, pero que es el único soporte a partir del cual subsume los hechos del caso en su nueva y revolucionaria doctrina general sobre el reparto de competencias.
En definitiva, el Tribunal Constitucional vuelva a sorprender (o ya no tanto, a estas alturas) concediendo al legislador estatal orejas, rabo y una competencia legislativa nuevecita que le permite desplazar a su gusto y según su mejor criterio, cuando lo considere oportuno, todas aquellas competencias autonómicas exclusivas (a estas alturas, el adjetivo parece más una buena que otra cosa) en la materia que le incomoden. La decisión es muy criticable jurídicamente porque altera el reparto constitucional con una argumentación cuestionable (tirando a inexistente), porque modifica toda la jurisprudencia constitucional anterior sin dar cuenta de ello ni explicar el giro habido y, por último, porque se inserta en una línea de recentralización operada desde este órgano que tiene muy magro soporte en la Constitución. La recentralización operada es tan salvaje, por lo demás, que está afectando ya a todas las Comunidades Autónomas (que por lo visto andan todas equivocadas, como no hace mucho comprobó también, por ejemplo, la Comunidad de Madrid con la anulación de su nueva ley de patrimonio cultural), y no sólo a las habitualmente consideradas como «díscolas» o «sospechosas». Sentencia tras sentencia, parlamentos y ejecutivos autonómicos ven cómo a las razones que aportan, en Derecho, para defender sus competencias, el Estado central les opone simplemente un Tribunal Constitucional totalmente entregado a la causa recentralizadora que, como vemos en esta sentencia, se siente ya totalmente eximido de toda obligación de argumentar y apoyar en Derecho sus giros argumentales recentralizadores.
2. La cuestión material: ¿puede el legislador prohibir los toros o eso supone una lesión inconstitucional de derechos fundamentales?
Una razón adicional por la que esta Sentencia del Tribunal Constitucional decepciona es porque, al zanjar la cuestión de una manera tan tajante, con bajonazo infame resolviendo la referida faena de aliño, como es la referida argumentación competencial, nos priva de un análisis de fondo sobre la cuestión, que habría resultado de un enorme interés. Básicamente, porque la prohibición de las corridas de toros nos sitúa ante un ejercicio jurídico de conciliación de derechos individuales y protección de valores como el bienestar animal que no tiene una solución clara y sencilla en nuestro Derecho. O, al menos, y ésa es mi opinión, que no la tenía hasta hace no mucho tiempo.
Junto a la apelación a bienes y derechos cuya afección era manifiestamente absurda (como el derecho a la educación del art. 27 CE, que los senadores recurrentes consideraban, con notable sentido del humor, que podía verse afectado por la prohibición de las corridas de toros) y que ni siquiera desarrollaron en su recurso, o al margen de la mención ritual a nuevos tótems recentralizadores como la invocación del riesgo para la ahora siempre sacrosanta unidad de mercado, la prohibición de la corridas de toros sí afecta, y de forma clara, a derechos fundamentales. Esencialmente, a dos de ellos: la libertad de empresa y la libertad de creación artística. Son, de hecho, los derechos habitualmente conflictivos y en colisión cuando hay legislación en materia de maltrato animal (junto a la libertad religiosa, en algunos casos), como estudió detalladamente mi compañero de la Universitat de València Gabriel Doménech.
Dado que el Tribunal Constitucional no se ha detenido en esta cuestión y que ya la hemos comentado en otros lugares de forma más detallada, no tiene mucho sentido analizarla en extenso. Pero sí creo que hay que dejar constancia de que la crítica que habitualmente se podía hacer a medidas de esta índole, a saber, que no contaban con respaldo constitucional (el bienestar animal no aparece como valor en nuestra Constitución), ha decaído por la evolución misma de nuestro Derecho. No se trata sólo de la existencia de normas europeas en la materia, aunque sean parcas y establezcan excepciones por razones culturales, como la Directiva 93/119/CE. Una existencia que, como las excepciones son posibilidades a las que se acogen o no, según consideren, los Estados, sí permite ya fundamentar, si por contra eso es lo que se quiere, que el valor «protección del bienestar animal» ha impregnado nuestro Derecho con rango de valor constitucional. Es que, además, como recuerda el voto particular de Xiol Ríos de forma pormenorizada, tenemos ya legislación de protección ambiental a nivel autonómico e incluso estatal (con la inclusión de delitos de maltrato de animales domésticos en el Código penal) más que suficiente como para entender totalmente integrado, por distintas vías (interpretativas, influencia del Derecho europeo e internacional, mutación constitucional) en nuestro ordenamiento jurídico ese valor. Una vez asumido el mismo, es decisión del legislador emplearlo para limitar válidamente derechos fundamentales. De una manera mucho más extensa, argumenté esta posición ya en su día, cuando el parlament de Catalunya prohibió las corridas de toros. Considero, además, que desde esa fecha la evolución legislativa y constitucional en la materia, tanto en España como en Europa, no hace sino reforzar el argumento. Las leyes que establecen límites de esta índole, penales o administrativas, no han hecho sino sucederse. A día de hoy no creo que pueda argumentarse, siendo coherente y sistemático, que nuestro Derecho no le reconozca valor constitucional al bienestar animal y que, en consecuencia, no sea posible limitar derechos fundamentales exclusivamente en atención a su protección. Y en nada contradice esta opinión el que en determinados países (también en España, como es notorio), los toros sean constitucionales (así lo declaró recientemente Francia) si el legislador lo acepta: una cosa es no estar obligado a declarar algo como prohibido por respeto al bienestar animal y otra muy distinta que el legislador no pueda perfectamente, de forma válida y constitucional, hacerlo si así lo considera oportuno.
En este punto, por cierto, creo que es mucho más sensato, como casi siempre, permitir que sea el legislador quien «pondere» esta necesidad y opte por impedir o no espectáculos como los taurinos a partir de tomar el pulso a la evolución de la opinión social y el sentir ético y estético mayoritario, antes que a permitir a los juristas determinar, en cada caso, lo que resulta imperioso o no prohibir. Se trata de una forma sana y natural de permitir una evolución natural en estas cuestiones. Evolución que, además, se produce de forma dialogada y debatida cuando en un Estado compuesto se permite a las Comunidades Autónomas, a diferencia de lo que aparentemente parecen pretender Gobierno estatal y Tribunal Constitucional, que las diferentes asambleas legislativas de los distintos territorios vayan legislando de manera diferenciad a partir de sus peculiaridades a. Es lo que venía pasando, de forma pacífica, en España. Primero Canarias prohibió, sin polémica ni conflicto, la práctica de corridas de toros en esas islas, en coherencia con la falta de tradición en la región. Posteriormente fue Cataluña, donde ya habían prácticamente desaparecido de facto también, quien se unió a la prohibición. Parece una forma razonable de articular un debate social como éste: dejando que las diversas evoluciones sociales y políticas de diversas regiones y sensibilidades interactúen y se convenzan unas a otras. Sin embargo, el Estado y el Tribunal Constitucional han decidido cortar por lo sano y rigidificar jurídicamente la cuestión hasta el extremo. Se trata de un nuevo error.
Por último, y para cerrar este comentario acelerado y de urgencia, no me parece que sea razonable hacer reposar la constitucionalidad o no de una medida como la prohibición de las corridas de toros, en última instancia, en una ponderación bien respecto de si la competencia es o no en realidad invasiva a partir de un análisis de proporcionalidad (voto particular de Xiol Ríos), bien respecto de si tal prohibición es materialmente arbitraria o no en cada caso (como hace Gabriel Doménech en su comentario). Considero, como el voto particular de Asua Batarrita y Valdés Del-Ré, que la competencia se tiene o no se tiene a partir de reglas previas que nada tienen que ver con ello y que, sencillamente, en este caso, estamos ante una competencia autonómica, sin que el reparto competencial deba «modularse» o entenderse de un modo u otro a partir de una «ponderación» sobre los efectos de las normativas aprobadas por unos u otros. ¿O en serio vamos a aceptar que sea el contenido de una normativa, y si sus efectos nos parecen mejores o peores, lo que determine la competencia? Tampoco me parece que, en este caso, haya de extremarse el juicio de coherencia de la ley catalana de prohibición incluyendo elementos de «ponderación». Si la ley es objetivamente irracional y arbitraria por tratar de forma diferente situaciones materialmente idénticas, anúlese. Pero exigir, como hace Gabriel Doménech, al legislador catalán un ejercicio de justificación adicional porque no prohibe todos los espectáculos taurinos sino sólo aquellos en que se da muerte al animal es, a mi juicio, expandir innecesaria e inconvenientemente la posibilidad que tiene el Tribunal Constitucional de controlar la arbitrariedad del legislador. Hacerlo con argumentaciones de tipo «ponderativo», además, tiene el riesgo de que ocurra, como en este caso, que donde Doménech ve elementos sospechosos (el trato desigual a «correbous» y corridas de toros) Xiol entiende que lo que hay, por el contrario, son elementos positivos que hablan bien en términos ponderativos de la ley (la prudencia del legislador que sólo ha prohibido aquello que no cuenta con apoyo social y ha preferido ir poco a poco). Entiendo que no tiene sentido que concedamos a los juristas y tribunales constitucionales esta enorme capacidad de revisar con estos parámetros tan poco jurídicos las decisiones políticas y legislativas. Mejor dejemos, en mi opinión, estas «ponderaciones» (¿es bueno prohibir una actividad para proteger otro valores?) al legislador si estamos dentro de los márgenes de lo constitucionalmente determinado como su margen de actuación (es decir, si hay otro valor constitucional que requiera del sacrificio para su mejor protección).
Una nota más personal para acabar: la sentencia del Tribunal Constitucional es muy criticable por muchas razones. No es la menor de ellas, a mi juicio, su patente desprecio al bienestar animal, que no es ni siquiera tenido en cuenta frente a razones supuestamente culturales y de primacía estatal. No tengo ninguna duda de que dentro de unas décadas esta sentencia se considerará una aberración jurídica y un atentado a la propia dignidad de los seres humanos, que se resiente enormemente cuando se consiente y jalea el maltrato de seres que no se pueden defender. Aberración tanto mayor cuanto el Tribunal la emite en un momento histórico en que, lejos de ser esta sensibilidad algo exótico, es ya a día de hoy muy mayoritaria en nuestra sociedad. Frente a ello, el autismo de un Tribunal donde la extracción de sus miembros (social, territorial y también generacional) probablemente explica muchas cosas sobre esta sentencia, pasará a la Historia, me temo, junto a lamentables manifestaciones de otros tribunales que también fueron contra el signo de los tiempos, cuando ya empezaba a atisbarse muy claramente hacia donde iban las cosas, empeñándose en no reconocer dignidad o derechos a colectivos o seres que posteriormente la han visto reconocida. Porque, se quiera o no se quiera, y aunque jurídicamente no sea ése el tema tratado (en parte porque el propio Tribunal se niega a hacerlo) esta sentencia será recordada como la que pretendió obligar a un territorio del Estado que se negaba a ello a validar y reconocer actividades consistentes en tratar como espectáculo la tortura y muerte de un animal indefenso y digno.
Cuando un organismo sano sufre una enfermedad, sus defensas funcionan adecuadamente y generan los anticuerpos necesarios para combatir la agresión. Cuando una persona o grupo humano tiene problemas y las cosas le van mal, si es dinámico y está en forma generará también «anticuerpos» frente a esa situación. Por ejemplo, detectará la fuente de los problemas y tratará de ponerle remedio, cambiando reglas y dinámicas si es preciso. Lo cual requiere, por supuesto, de cierta capacidad de análisis, en primer lugar. De ser capaz de ver el problema y su gravedad, cuando éste se da. Una sociedad sana, por fin, en esos casos, será capaz de adoptar medidas.
Probablemente, la más fascinante prueba de la gravedad de los problemas de la España 1978 y del agotamiento del modelo jurídico-político puesto entonces en marcha para dar cobertura y continuidad con algún pequeño tuneado al modelo socioeconómico anterior es la escasa calidad de los anticuerpos generados para dar respuesta a la actual situación. No parece, en primer lugar, que haya a día de hoy en España demasiada conciencia de que las condiciones económicas se han modificado estructuralmente y para mucho tiempo. O, si la hay, se prefiere no afrontar demasiado ese molesto asunto. La receta para afrontar lo que venga en este ámbito, por lo demás, seguirá siendo sustancialmente la misma mientras estemos en la Unión Europea en las actuales condiciones y nadie parece tener muchas ganas -0 ninguna- de ponerse a pensar qué podría pasar fuera o si cabe plantear algún cambio sustancial en este punto. Mejor dejarlo pasar sin que la cosa remueva demasiadas preocupaciones. En segundo lugar, y respecto de la parte del asunto que sí es en todo caso, incluso dentro de la Unión Europea, nuestra responsabilidad indeclinable, tampoco parece que haya mucha conciencia de la magnitud de la carcoma social que está instalada en nuestras instituciones y la regulación de la cosa pública. No se ve, o no se quiere ver, el catacrac institucional multinivel en que está España. O quizás sí se ve, a saber. Pero en tal caso, vista la ausencia de reacción, hay pocas dudas respecto a que nuestro cuerpo social está bastante enfermo y sin capacidad para generar buenas defensas, dada la incapacidad para generar respuestas más o menos articuladas y consistentes que puedan servir para mejorar y sanar, al menos en parte, algunas de las patologías más evidentes. En este sentido, es muy decepcionante, y significativo, el triste panorama de las propuestas regenerativas que han ido surgiendo a lo largo de estos últimos años. Asusta un poco pensar en el poco músculo social e institucional que hay en un país donde aparentemente quienes piensan sobre estas cosas sólo aparecen para explicarnos que sustancialmente lo que hay que hacer es seguir igual, con más o menos gracia, con más o menos citas extranjeras, con más o menos reverencias a la monarquía borbónica, según los casos.
Muy resumidamente, puede decirse (evidentemente, simplificando mucho) que tanto el PP como el PSOE, representantes del bipartidismo turnista responsable del cotarro desde hace décadas, han optado por enrocarse y bloquear cualquier pretensión de cambio mínimamente consistente. Relación con Europa, elementos fundamentales de la Constitución, modelo económico, institucional… nada de eso se toca. Las elites sociopolíticas que en torno a esos partidos han controlado las Administraciones públicas y los resortes del poder desde 1978, en su mayoría muy envejecidas y poco renovadas (más allá dela entrada de gente en esos entornos, muy claramente orientada a la búsqueda de ciertas salidas profesionales y poco más), parecen tener claro que la prioridad es lograr apuntalar todo lo posible el modelo. Sólo ante derrumbes totales se hacen estas elites el ánimo de, al menos, y dado que no hay más remedio, desescombrar un poquito, pero siempre sin saber muy bien qué edificar en su lugar. Pero mientras el derrumbe no sea total, la lógica hasta la fecha ha sido apuntalar como sea la cosa. Así, y tras casi una década de crisis económica muy importante que ha hecho aflorar tensiones sociales e institucionales hasta ese momento larvadas, tenemos el sorprendente resultado de «cero reformas» de un mínimo calado aprobadas hasta la fecha. ¿O alguien es capaz de afirmar que hay un solo ámbito, más allá de la aparición de nuevos partidos sobre lo que luego hablaremos, en que el panorama de la España de 2016 sea institucionalmente diferente a la España de 2006 gloriosa de la burbuja? Cuando no ha habido más remedio, o la Unión Europea lo ha impuesto, se han acometido pequeñas reformistas, algo de chapa y pintura. Pero nada más. Y, de hecho, si por los grupos sociales que se ubican en estas coordenadas fuera (como se ha dicho, bastante envejecidos, pero muy mayoritarios entre las clases medias que disfrutan de cierta seguridad y entre quienes controlan los resortes institucionales del país), así seguiríamos mientras el cuerpo aguante…
Por mucho que esta España institucional se empeñe en mantener inalterado el rumbo, las evidencias de que tenemos ciertos problemas de calado, y de fondo, tanto en lo económico como en lo institucional, se han instalado sin embargo en amplias capas de la población. Lógicamente, estar fuera de los resortes del poder y la edad ayudan a esta toma de conciencia. Normalmente, es la gente más joven la que, por poner un ejemplo, más es consciente de que el modelo de pensiones de la «Generación T» tiene muchas trampas y les va a perjudicar notablemente en un futuro, por lo que tiene incentivos, e intereses, para cambiarlo. La aparición de partidos políticos como Ciudadanos o Podemos se explica en gran parte por esta diferencia de intereses. No es nada anómalo ni malo que así sea, más bien al contrario. De hecho, su emergencia puede identificarse con la aparición de los anticuerpos sociales y políticos de los que hablaba antes frente a un sistema carcomido y la enrocada gestión de esa situación por parte de los partidos que han estado, y siguen, al mando.
Es, sin embargo, la calidad de las propuestas de unos y otros, en la medida en que deja mucho que desear, lo que nos informa más que otra cosa de la debilidad de nuestras instituciones y tejido social. Por su falta de ambición, por un lado (reflejo muy probablemente de que ni siquiera en esos entornos de la «nueva política» se es en verdad consciente de la gravedad y carácter estructural de la situación); pero también por su falta de calidad y recorrido. Dado que Podemos está de momento en fuera de juego, más allá de ir buscando cómo replicar el programa tradicional del PSOE a todos los niveles y del modo menos rupturista posible para no asustar mucho a quienes están bien asentaditos, tiene sentido centrarse en la labor de Ciudadanos y sus planteamientos de reforma, más que nada porque la aritmética parlamentaria le ha llevado, durante este mes de agosto, a firmar con el boato que gusta a los que llevan las riendas en este partido, un sedimente «Pacto Anticorrupción» con el PP a cambio de apuntalar a este último en el poder. Al margen del que ya veremos si el pacto en cuestión es suficiente o no para investir de nuevo como presidente a Mariano Rajoy (faltan 6 diputados para lograr la mayoría que a saber de dónde saldrán o, en su defecto, varias abstenciones), es interesante analizar las condiciones impuestas por Ciudadanos, en un momento en que su capacidad política es mucha por ser sus votos necesarios, a cambio de este apoyo. ¿Qué es lo que pide este partido, supuestamente reformista y regeneracionista, en contraprestación por algo tan importante como dar apoyo al PP para seguir en el poder? Una mirada rápida mínimamente crítica a sus condiciones revela una falta de ambición y criterio que no puede ser más decepcionante. Son medidas todas ellas propias de ese regeneracionismo tan español de corte homeopático, que combina una abierta tendencia al autoengaño más o menos consciente con ganas de vender la cabra a los demás en la medida de lo posible y seguir con lo de siempre, pero sacando provecho. Son medidas típicas de unas elites que lo que persiguen es seguir a lo suyo sin que se les dé mucho la tabarra, muy en la línea de los manifiestos regeneracionistas desde arriba de corte lampedusiano que formaron parte, con propuestas también inocuas y a veces absurdas, de la primera reacción de nuestras elites a la crisis.
¿Es este juicio demasiado duro y crítico? ¿Es para tanto? ¿Es realmente tan malo el conjunto de medidas exigido por Ciudadanos a cambio de su apoyo? La verdad es que no es demasiado duro, porque sí es para tanto y sí es un conjunto de medidas bastante malo, aunque en realidad sean en su mayoría más inocuas y absurdas que graves o peligrosas. A fin de cuentas, son 6 condicioncitas de nada, la mayor parte de las cuales no van a cambiar nada, como sabe todo el mundo que se dedica a esto. Algunas de ellas, es cierto, son algo más y pueden ser directamente perjudiciales, solas o combinadas… pero sólo si alguien se las tomara en serio, que tampoco parece ser el caso. Veamos, en fin, y más en concreto, las rutilantes propuestas «anticorrupción» que toda una década de reflexión regeneracionista ha producido en España y que han acabado en este «pacto letizio» por antonomasia entre PP-C’s. Aquí están:
1. Separación inmediata de cualquier cargo público que haya sido imputado formalmente por delitos de corrupción política, hasta la resolución completa del procedimiento judicial. La primera y principal medida, de vocación claramente propagandística, genera a priori cierta perplejidad. En primer lugar, por lo impreciso y la incorrección terminológica. Que los que han cambiado el término «imputado» por «investigado» hace apenas unos meses sean incapaces de usar correctamente ahora el término dice mucho del nivel de los redactores del texto o de su abierta vocación publicitaria antes que de regeneración. Pero es que, además, la imprecisión es enorme respecto del propio supuesto de hecho que generaría la «separación inmediata» (que tampoco se sabe muy bien qué es). ¿Qué son «delitos de corrupción política? No es de extrañar que inmediatamente haya surgido una no por previsible menos divertida polémica respecto de qué delitos entran en esa categoría y qué delitos no (PP y C’s han esbozado una lista que básicamente trata de excluir de la misma aquellos delitos por los que están investigados en estos momentos muchos de sus miembros, así es el regenercionismo, y chimpún). Todo ello, sin embargo, tiene que ver con la parte más verbenara y politiquera de la propuesta, destinada a quedar bien de cara a la galería. Es decir, a la constatación de que, en la práctica, serviría más bien de poco para combatir la corrupción. A fin de cuentas los corruptos a día de hoy ya tratan de hacer sus cositas sin ser imputados, porque prefieren no serlo, por motivos obvios, con independencia de si eso conlleva separación inmediata del cargo o no. Lo normal, vamos. Con todo, los apóstoles de la regeneración nos están explicando que es muy importante que, aunque no haya medidas contra la corrupción reales y que sirvan en el pacto, lo esencial sería que la gente creyera que sí y dejara de dar la tabarra y que precisamente a ello está orientado el pacto en cuestión. Ni idea de si en ese sentido esta medida puede funcionar o no. Los «expertos» en el regeneracionismo ese consistente en vender cabras a la población sabrán.
Si vamos al fondo del asunto, a lo que en realidad propone la medida, el juicio sobre la misma no puede ser peor. Supone confundir totalmente responsabilidad penal y política, algo que ya es un problema del sistema español y que esta medida acabaría por imponer totalmente. No veo la ventaja que esta confusión aporta al supuestamente «incrementar la exigencia» y obligar a que abandone el cargo cualquier investigado, la verdad. Me parece, más bien, peligroso e impropio de una sociedad madura. Porque una sociedad madura ha de evaluar caso a caso (cómo de fundado está, cómo de grave es, sus concretas circunstancias…) y a partir de ahí exigir responsabilidad política o no. El automatismo es empobrecedor y da una excusa a una sociedad que declina sus responsabilidades. Pero es que, además, esta identificación absoluta entre responsabilidad política por corrupción y responsabilidad penal va a abundar en que se afiance la segunda consecuencia derivada de la misma: no habrá nunca responsabilidad política si no hay investigación o condena penal. No hace falta añadir mucho más sobre lo problemático que es esto. Tenemos en España una muy dilatada experiencia empírica al respecto.
2. Eliminación de los aforamientos ligados a cargos políticos y representantes públicos. Esta medida se enmarca en la reflexión que se ha realizado desde el regeneracionismo lampedusiano español en los últimos años, especializado en poner el acento en elementos menores y poco importantes, a fin de desviar la atención. Ya he comentado en el blog en otras ocasiones que sobre aforamientos, en efecto, habría mucho que decir en este país. Pero también que no es, en mi opinión, precisamente una reducción de los aforamientos lo que más nos debería preocupar. En primer lugar, porque no es exactamente verdad lo de que España tenga muchísimos y en otros países no haya (todo depende de cómo se analizan, de verdad, las peculiaridades procesales en ciertos supuestos y respecto de ciertas personas que, se llamen como se llamen, en casi cualquier país de nuestro entorno existen). Pero, además, porque los aforamientos, por mucho que sorprenda a casi todo el mundo tras años de raca-raca en sentido contrario, cumplen una función. Como ya está escrito en este blog, no tiene sentido reiterarlo de nuevo. Pero el pacto entre el PP y Ciudadanos sí tiene una cosa muy buena a estos efectos: permite ejemplificar mejor que casi cualquier reflexión teórica para qué sirven los aforamientos y su importancia. Precisamente, los aforamientos existen para que no ocurra lo que pasaría si las medidas propuestas por C’s se pusieran en marcha. Combinado con la separación inmediata del cargo para cualquier investigado, eliminar ciertas inmunidades procesales nos lleva directamente a la situación contra la que han luchado los constitucionalistas y los defensores de la soberanía popular desde hace décadas. Cualquier juez pasaría a tener el enorme poder de, simplemente aceptando cualquier querella presentada contra un cargo público, lograr que éste fuera separado del mismo inmediatamente. Desde el presidente del gobierno a cualquier concejal del último pueblo español, pasando por los parlamentarios nacionales o autonómicos, todos tendrían la espada de Damocles constantemente sobre su cabeza. Espada que bajaría a gusto de cualquier juez y que podría ser activada casi a demanda por cualquier ciudadano. Recordemos que lograr que alguien pase a estar «investigado» es procesalmente enormemente sencillo (y bien está que así sea) a efectos de poder desarrollar con garantías la investigación de cualquier delito alegado. Esta combinación de las dos primeras medidas propuesta por C’s y aceptada por el PP es pues muy fácil de describir: se trata de una absoluta barbaridad se mire por donde se mire. Llama mucho la atención el átono pulso de una sociedad como la española, por mucho que estemos en agosto, que ha sido incapaz de señalarlo así, muy probablemente debido a que la saturación de chorradas pseudoregeneracionistas lampedusianas que nos han embutido desde hace años debe de haber anulado cierta capacidad crítica y de reacción frente a la tontería. Da pereza tener que estar una y otra vez repitiendo lo obvio.
3. Nueva ley electoral, en la que se deberán integrar los siguientes principios: – incrementar la proporcionalidad. -listas desbloqueadas: establecer para la elección de diputados un sistema de listas desbloqueadas, que permita a los electores una mayor influencia final sobre la elección final de sus representantes e incentive una rendición de cuentas más personalizada entre la ciudadanía y sus representantes parlamentarios. -Reforzar el sistema de voto de la ciudadanía residente fuera de España para facilitar una mayor participación con medidas como la desaparición del voto rogado. Esta batería de medidas, simpáticamente llamadas «anticorrupción» porque el sentido del humor es lo último que ha de faltar en política española, son más bien inocuas, al menos en este estadio inicial de enorme indefinición. No hacen daño. Algo es algo. Otra cosa es que puedan suponer panacea alguna para la regeneración de nuestro sistema político. Preservar la proporcionalidad de la representación en nuestro sistema no es una mala orientación general, aunque es cierto que, con los matices derivados de la prima a los partidos mayoritarios y el perjuicio para terceras opciones, nuestro sistema electoral ya es bastante proporcional. Con todo, sería posible mejorar algo el mismo. En este blog hace ya muchos años que hice una propuesta que, por lo visto, va en una dirección no muy distinta a lo que algunos propugnan ahora e incluso a lo que ciertos estudiosos próximos a Ciudadanos han indicado. Eso sí, hay que recordar que esa propuesta, como en su día expliqué, es «constitucionalmente creativa» (pues repartir restos a nivel nacional supone un entendimiento flexible de la prescripción constitucional que impone que la circunscripción electoral en España sea la provincia). Y también lo serían, sin reforma constitucional previa, muchas otras. El PP y C’s, eximios representantes de la tendencia a interpretar la Constitución en términos literales rígidos, debieran explicar cómo afrontar en este caso el asunto. ¿Ya no consideran que la Constitución haya de interpretarse siempre y en todo caso de forma literal y rígida? ¿O, por el contrario, esta propuesta de reforma es un brindis al sol porque sin reforma constitucional no podrá ir más allá de pequeños retoques muy menores?
En lo que se refiere a desbloquear las listas, esta propuesta, de nuevo, es una medida que no hace daño. Eso sí, pretender que con ello se pueda alterar la dinámica de partidos que tenemos en España es bastante ingenuo. En el Senado, y desde siempre, tenemos listas abiertas y desbloqueadas sin que eso haya alterado lo más mínimo la capacidad prescriptiva de los partidos políticos a la hora de, según ubicaban en las listas a los candidatos, decidir quiénes debían ser los efectivamente elegidos. Bien está que se introduzcan medidas de este estilo, pero aspirar a que sean la clave para reformar nuestro sistema, para regenerar democráticamente España y para acabar con la corrupción no deja de ser, una vez más, un cuento chino propio de las tendencias a plantear medidas menores y cosméticas como las únicas necesarias para afrontar la crisis que vivimos, sirviendo de coartada para no ir más allá.
Por último, la medida sobre el voto rogado es más de lo mismo: publicidad cosmética llamada a excitar ciertos bajos impulsos y poco más, con evidentes tintes electoralistas dirigidos a un sector muy concreto de la población. Bien está que a quien se le reconoce el derecho al voto se le permita hacerlo efectivo. En este sentido, las dificultades que tienen muchos españoles con derecho al voto reconocido que residen en el extranjero son impresentables y buena muestra de lo mal que funcionan demasiadas veces nuestras instituciones. Ahora bien, no me parece que el derecho al voto de los españoles en el extranjero sea, la verdad, una prioridad de regeneración democrática. Más bien, lo alucinante es que ese asunto tape otros muchos más evidentes, como lo es el hecho de que haya millones de conciudadanos que viven en España, desde hace años en muchos casos, que trabajan aquí, que pagan impuestos aquí, que se ven afectados por las políticas decididas aquí… y que no pueden hacer nada para influir sobre las mismas porque les privamos de la posibilidad de votar. La prioridad democrática y de regeneración en España en esta materia debiera ser ampliar el derecho de sufragio activo y pasivo de los extranjeros residentes en España y hacerlo cuanto antes. Llama mucho la atención que, a estas alturas, los nuevos partidos regeneracionistas sigan anclados en posiciones etnicistas ¿y en parte racistas? a la hora de exigir, cuando tienen capacidad para hacerlo, la ampliación del cuerpo electoral.
4. Eliminar la posibilidad de indulto a condenados por delitos de corrupción política. De nuevo, el pacto se enfrentará en este punto a la divertida necesidad de definir qué entienden PP y C’s por «corrupción política». Pero, por lo demás, esta medida introduce una rigidez innecesaria en un instrumento, el indulto, cuya importancia radica precisamente en flexibilizar la aplicación de la ley penal cuando, dura lex sed lex, hay circunstancias evidentes que hacen aconsejable que, aunque la ley haya de aplicarse, sus efectos no se produzcan por ser manifiestamente injustos o perjudiciales. Por eso indultamos, y hacemos bien, a quienes han cometido delitos, menores o no tan menores, a partir de una situación y condiciones determinadas, por ejemplo socioeconómicas, y años después están totalmente integrados en la sociedad, han normalizado sus vidas y están reinsertados habiendo logrado superar condiciones de marginación, por ejemplo. Pensar que nunca se pueda dar el caso de que algo así sea conveniente en «delitos de corrupción política» es, simplemente, no saber cómo es la vida ni cómo de injusto y duro puede ser un proceso penal que llega cuando llega, a veces muy descontextualizado. Una medida mucho más sensata que resuelve mejor los problemas que pretende atajar esta propuesta (que los políticos indulten una y otra vez a sus compis condenados por corrupción una vez la sociedad ya no mira demasiado) es la que se aplica en Alemania desde hace tiempo y la que han propuesto hace ya unos años para España Doval Pais y Viana Ballester, que además es muy sencilla: que sólo pueda indultarse con el pronunciamiento favorable de los jueces que han condenado (y, si no se quiere que sea siempre así, al menos en ciertos casos).
5. Limitación de mandatos: limitación del ejercicio de responsabilidades de presidente del Gobierno a un máximo de ocho años o dos mandatos. Esta medida es el ejemplo paradigmático de la inanidad de las propuestas del pacto. En primer lugar, ya se sabe, es discutible que un modelo parlamentario combine bien con este tipo de reglas. Aunque, la verdad, por mucho que esto es lo que más preocupa por lo visto a muchos, tampoco es que los supuestos dogmas sobre cómo haya de ser un sistema parlamentario y cómo no deban ser lo que nos guíe. Yo no haría mucho caso a eso. El problema de la medida es que «desresponsabiliza» a quien ya no deberá rendir cuentas, como pudimos comprobar en España con Aznar y sus aventuras en la guerra de Irak o la propia gestión de los atentados del 11-M, probablemente muy condicionadas por el hecho de que el entonces presidente del gobierno ya no se consideraba necesitado de aval ciudadano sino sólo del que él consideraba le daría la Historia. En todo caso, imaginemos que tenemos a alguien que dirige muy bien y que todo el mundo está encantado de que mande un tiempo más. ¿Por qué privarnos de esa persona? Por ejemplo, ¿por qué iba a privarse de Albert Rivera su partido político, Ciudadanos, si todos están encantados con él aunque lleve más de 8 años ahí, mandando, en la poltrona? La mejor prueba de la escasa confianza que sus propios impulsores tienen en los efectos regeneradores y salvíficos de limitar mandatos es que, al parecer, sólo se lo pretenden aplicar a Rajoy. Si la limitación de mandatos fuera algo bueno, lo sería con carácter algo más general, digo yo. No parece, pues, que esta medida sea tampoco demasiado importante. Y además está limitadísima de origen. Por esa razón tampoco es que parezca que pueda hacer excesivo daño, pero arreglar lo que se dice arreglar algo…
6. Creación de una comisión de investigación parlamentaria sobre la presunta financiación irregular del Partido Popular. Más allá de que esta comisión pueda tener sentido o no, de que alguien aspire a que pueda servir de algo o no, sus efectos regeneracionistas son más bien dudosos. Lo cual no significa que no esté muy bien que se haga. Y si, ya puestos, se hiciera bien y todo, lo que sería una primicia histórica en el parlamentarismo español, no digamos. Pero dice mucho de la ambición política y regeneracionista de un partido político como Ciudadanos que pretenda imponer como condición al Partido Popular a cambio de su apoyo para la investidura que se cree una comisión parlamentaria en las Cortes que ya se iba a crear por existir una mayoría suficiente de partidos a favor de ello. Es más, que ya está en curso de creación por iniciativa parlamentaria de otro partido político en estos momentos. Pues eso…
En definitiva, el cuadro de medidas propuesto por Ciudadanos, o impuesto al PP a cambio de la investidura, si se prefiere expresarlo así, nos devuelve una imagen más bien triste de lo que este país ha logrado aportar y producir en la última década en cuanto al análisis respecto de qué está pasando y las medidas que deberían adoptarse para enderezar el rumbo. No es que sea sorprendente, visto lo visto hasta la fecha y leídas en los últimos años las aportaciones de las personas que han estado en la órbita del partido, de una muy llamativa inanidad, faltas de rigor marca de la casa en muchos casos y con el denominador común de una inexistente profundidad. Es lo que hay. Pero explica muchas cosas sobre la situación de nuestro país y la crisis política e institucional en que estamos sumidos. ¡Y lo que nos queda!
Con eso de que la Unión Europea ha propuesto para España, en plan informal pero que más o menos todos sabemos por estos lares de qué va el tema, que reformemos nuestro mercado laboral y sustituyamos los tropecientos modelos de contratación por uno solo, se ha vuelto a lanzar el debate en España sobre el contrato único. Afortunadamente, nuestro país ha hecho un frente común y sindicatos, patronal, Gobierno y oposición se han aprestado a decir que de eso nada, que si ellos tienen ONU nosotros tenemos dos, que nuestro modelo laboral funciona fenomenalmente (al menos, hasta que se haga necesaria la próxima reforma laboral, claro) y que no hay nada que ver aquí, circulen, circulen… Incluso desde LPD, aunque con otros argumentos mucho más atendibles (y que hay que leer), se ha alertado sobre el riesgo de que este contrato único sirva, a la postre, para hundirlos a todos.
Y, sin embargo, a mí me parece muy sensato ir hacia un contrato único. He aquí algunas razones, jurídicas y extrajurídicas:
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En las dos últimas semanas he estado en dos actos de diferente naturaleza pero similar temática hablando de nuestro modelo constitucional en materia de participación política y de los límites que el modelo actual de democracia representativa, en el caso español, supone. El primero de ellos, organizado por la Coalició Compromís en el Centre Octubre de València, giró en torno a muchos temas de actualidad (las manifestaciones de los últimos meses y los diversos conflictos con la policía, la emergencia de las redes como vehículo de amplificación del espacio público….). Fue un debate muy entretenido y animado en el que, sobre todo, dijeron cosas con mucho sentido Joan Subirats (a quien siempre es un placer escuchar y que es una de las voces más lúcidas a la hora de desentrañar por dónde van los tiros en esto de las nuevas formas de participación) y Carmen Castro (activista con muchísima experiencia en redes que sabe de lo que habla). Lamentablemente, me pilló con exámenes (actividad más exigente para los profesores de lo que muchos creen) y como consecuencia de no tener apenas tiempo ni lo reseñé ni lo comenté. Un pequeño desastre porque mereció mucho la pena.
La semana pasada, en un contexto más académico (la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid) pero con un ambiente distendido, relajado y combativo, nos juntamos varios profesores para hablar de «Crisis, recorte de derechos y Estado democrático» por iniciativa de Julio González (Catedrático de Derecho Administrativo de la UCM) y de Argelia Queralt (Profesora de Derecho Constitucional de la UB). El encuentro fue de lo más intenso, con público llegado incluso desde Twitter (¡un saludo a @alfonstwr desde aquí!) y merece la pena hacer una pequeña referencia al mismo, ahora que tengo un ratito, para no cometer el mismo error del otro día. Porque como podéis comprobar simplemente echando un vistazo programa preparado, la calidad de los ponentes hizo que aprendiéramos todos mucho y que valga la pena reseñar, aunque sea por encima, algo de lo que se dijo allí.
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Decir que la Monarquía en España está pasando por malos momentos a pesar del férreo apoyo de las elites socioeconómicas, políticas y mediáticas del país es una obviedad a estas alturas. Incluso
se habla abiertamente de la necesidad de que el Rey abdique en su hijo y presunto sucesor (al menos mientras no se apruebe una reforma constitucional sobre esto del sexo y la primogenitura que podría perfectamente alterar, si así se dispusiera, el actual status quo) por parte de muchos de los defensores del actual sistema, conscientes de que el grado de deterioro es tal que urge un lavado de cara (y un nuevo Rey bien puede servir para eso, al menos durante unos años, lo que permite usar la estrategia de patada a seguir tan habitual en rugby cuando estás a la defensiva).
Sin embargo, las opciones más sensatas hace tiempo que apuntan a un abanico de opciones más restringido. Conviene empezar a hablar de las más atractivas de entre ellas. A mi juicio, sin duda, estas se reducen a un par: Hendaya, como su tatarabuela o Cartagena, como su abuelo. Aunque también podríamos aceptar cualquier otro puesto fronterizo no empleado en el pasado (Port Bou, La Junquera…), puerto de mar con conexiones internacionales o, en plan moderno, alguno de los muchos aeropuertos que hemos construido estos años. O si quieren, los Borbones se pueden quedar y buscarse un trabajo (en fundaciones varias, consejos de administración y eso) donde sin duda todavía tendrían algo de predicamento aunque hubieran dejado de reinar por eso de que habría todavía muchos que querrían arrimarse a ellos y sus pasados contactos. No es imprescindible que salgan del país si prefieren quedarse. Porque de lo que se trata es de lo otro, de que dejen de reinar. Y de ir explorando la construcción jurídica de una III República española.
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