El control de las fake news y la calidad del debate público en las sociedades democráticas

Llevamos al menos un par de años escuchando hablar de fake news y de las injerencias en los procesos deliberativos propios de nuestras democracias prácticamente a diario. No hay proceso electoral, desde la elección de Donald Trump a finales de 2016, que no se vea salpimentado con acusaciones de intentos de manipulación tecnológica, ya sea porque potencias extranjeras actuarían intoxicando a los ciudadanos, ya porque se teme del poder enorme de las redes sociales a la hora de identificar sesgos políticos y emocionales en los ciudadanos que pueden ser empleados por éstas para influirles electoralmente, o incluso por las prevenciones que suscita el hecho cierto de que las campañas más capacitadas tecnológicamente y con más medios económicos tienen a día de hoy a su alcance posibilidades de actuación que hace años eran impensables. Escándalos como el de la empresa Cambridge Analytica, por ejemplo, cuando se descubrió que esta compañía empleó minería de datos extraídos de redes sociales para diseñar campañas de microtargeting político en procesos electorales como el de las últimas elecciones a la presidencia de los Estados Unidos, llevan coleando desde hace meses. La preocupación es grande por estas cuestiones, no sólo en partidos políticos y medios de comunicación, sino que ya ha llegado en las instituciones nacionales e internacionales. Es quizás más una preocupación de las elites que algo socialmente sentido como alarmante, al menos por el momento. Pero que los actores más relevantes en nuestras democracias sí consideran estas prácticas, en general, un riesgo para la democracia y llevan un tiempo estudiando las medidas que han de ser adoptadas para prevenir la contaminación del debate público es algo incuestionable.

Obviamente, tienen algo de razón en ello. Otra cosa es que su estrategia para combatir el problema sea certera y no contenga elementos notables de hipocresía. Pero, como cuestión de principio, nada que objetar al planteamiento de base. Dado que las democracias funcionan precisamente como sistemas de toma de decisiones construidos para ser lo participativos que sea posible, la deliberación informada, a partir de un libre flujo de noticias y de un debate público debidamente vehiculado y suficientemente plural, es esencial para la legitimación del sistema como tal. La existencia de este tipo de injerencias, de posibles manipulaciones del mismo a gran escala o incluso la mera transformación por degradación del debate público de manera que ya no sirva al contraste efectivo de opiniones ponen en riesgo el mismo fundamento de las bases políticas de nuestras sociedades. Estas preocupaciones, como es lógico, son si cabe mayores durante los períodos electorales, respecto de los que una voluntaria contaminación del proceso con fake-news u otras formas de influencia espuria, si fueran exitosas, podrían llegar a poner en riesgo la misma conformación «libre» de mayorías que reflejen de verdad el consenso social. Un pueblo manipulado informativamente con éxito y al que se logre condicionar emocionalmente para que vote en contra de sus intereses y a favor de quien tiene la capacidad e instrumentos para conseguirlo es, como casi nadie puede poner en duda, un pueblo para quien la democracia estaría siendo un muy mal negocio (cuestión distinta es cómo de lejos estamos de esa realidad… o si en verdad hemos estado hasta ahora todo lo lejos que creíamos).

Como el tema es, qué duda cabe, no sólo actual sino importante hemos celebrado en Valencia un congreso (muchísimas gracias a Lorenzo Cotino Hueso y a Jorge Castellanos, activos compañeros de la UVEG, por el trabajazo que han desarrollado) sobre estas cuestiones: «Elecciones, gobierno abierto, información y fake news», con la participación de numerosos académicos y especialistas que llevan ya un tiempo trabajando estas cuestiones. En el fondo, toda la organización reposaba sobre le idea, bastante egoísta, de que gente que sabía mucho más que nosotros del tema viniera a explicarnos cómo estaban las cosas. Gracias a eso, uno puede irse haciendo una composición de lugar. A modo de breve resumen de algunas de las cosas que aprendí y cómo me han servido para ir formándome una opinión sobre las ideas y algunos prejuicios con los que ya llegaba yo al asunto, os dejo aquí algunas de las ideas y conclusiones, necesariamente muy personales, sobre el problema de la respuesta pública a la desinformación y manipulación informativa política y electoral:

1.La manipulación son siempre los otros. En primer lugar, creo necesario recordar, aunque sea brevemente, que esto de la manipulación que altera la democracia y las elecciones es siempre muy malo cuando lo hacen los demás… y no digamos si además va y resulta que a la postre ganan las elecciones (dado que son los otros, y son los malos, que hayan ganado tiende a resultarnos, a la postre, una poderosa prueba de que seguro que han hecho trampas). Pero claro, si ganan los nuestros, el problema se ve desde otro prisma. No hace tantos años todos los medios de comunicación nos explicaban con entusiasmo y veneración las maravillas tecnológicas de las campañas de Obama y cómo eran capaces de segmentar lemas y campañas, identificar votantes a partir de sus perfiles en redes sociales y prepararles mensajes específicos, así como lo buenas que eran estas herramientas en términos de movilización popular. En cambio, si lo hace Donald Trump, como al parecer lo hizo con ayuda de Cambridge Analityca en una versión necesariamente corregida y aumentada (porque habían pasado ocho años y los avances en estas y otras materias han sido enormes) pues ya no nos parece tan bien. Lo que era genio político e incentivación de la participación involucrando a la población para que fueran más activa y formara parte de verdad del proceso democrático ha pasado, de golpe, a ser un avieso uso de técnicas avanzadas de manipulación del votante.

De alguna manera, en toda la reacción que estamos viendo por parte de instituciones nacionales e internacionales, medios de comunicación y partidos políticos ya instalados, es obvio que hay, en realidad, buena parte de hipocresía. La manipulación de medios, el control del debate público y la orientación de las preferencias de los electores no es que sea mala en sí misma, ¡sino que es mala cuando la hacen las personas no adecuadas! Durante décadas, y empleando los medios tradicionales a su alcance, todas estas elites sociales, políticas y económicas que hoy claman contra la desinformación y las campañas de manipulación de que somos objeto los ciudadanos han pastoreado confortablemente, gracias a todos los recursos públicos y medios de comunicación privados, a las opiniones públicas occidentales. Simplemente, en su caso, ellos estaban seguros de que con su control se contribuía sin duda a incrementar el nivel del debate, preservarlo de populismos y de derivas emocionales interesadas. Sin embargo, y visto desde fuera, no está tan claro que no se pueda responder que simplemente eran sus derivas emocionales y sus intereses los únicos presentes, con un control de la tecnología y los medios de admitía pocas réplicas (lo que generaba, sin duda, mucha estabilidad), pero que ello no hacía, precisamente, al resultado más democrático.

Haciendo un repaso acelerado e inevitablemente «cuñado» a la relación de las elites tradicionales con los medios de comunicación como vehículos para la conducción (y encuadramiento) del debate público en estos dos siglos de democracias liberales que tenemos a nuestras espaldas, de hecho, podemos ver que esta pauta de indignada preocupación ante la manipulación se repite siempre que se ha producido una cierta ampliación de los actores con capacidad no ya de tener reconocida la libertad de prensa reconocida constitucionalmente de manera formal, sino de hacer uso efectivo de una prensa porque pasaban a tener por fin los medios económicos para ello. Así, a finales del siglo XIX, a medida que los costes de disponer de prensas se reducían y se generalizaban panfletos y diarios con creciente difusión por medio de los que se ponían en circulación ideas entonces tenidas por subversivas, como las de la causa obrera, también se produjo una primera reacción institucional promovida por las elites tendente a imponer un mayor control sobre los medios de comunicación escritos, con incrementos de los controles previos y de la censura. Se trataba, como es sabido, de evitar que las «fake news» y el adoctrinamiento pudieran contaminar al buen pueblo y a la clase trabajadora con ideas peligrosas y contrarias al legítimo orden democrático y a las debidas formas de participación reglada y ordenada en el debate público y en esas democracias, censatarias, por supuesto, que nos dimos entre todos.

Por lo general, la historia de nuestras democracias liberales es también la de una evolución con sucesivas olas de desconfianza hacia los riesgos de una mayor democratización que haría perder el control a las elites pero que, a la postre, éstas han de asumir y tratar de integrar de un modo u otro. A veces con mayor inteligencia, siempre teniendo que ampliar un poco el círculo de integrados en el sistema como consecuencia de ello, pero normalmente con una indudable capacidad para retener el control. Para ello, además, el disponer del poder estatal y sus posibilidades de ejercicio de la coacción cuando es necesario ayuda mucho. Pero el principal recurso para lograrlo es más poroso y requiere, esencialmente, del control de los medios de comunicación, que son a la postres los únicos instrumentos para intentar lograr este objetivo de manera estable. Por ello, en la medida en que el control efectivo sobre los que tienen un mayor alcance y penetración social esté en manos «responsables», como es obvio, los riesgos se minimizan. Por esta razón, una vez hubo que asumir que la libertad de la prensa escrita era difícil de contener pasó a ser tan importante el control sobre otros medios, como la radio o la televisión, que al requerir de fuertes inversiones permitían de nuevo aspirar a lograr una recentralización efectiva de los mensajes que iban a definir los estados de ánimo sociales.

Así hemos vivido más de medio siglo en el mundo occidental, con la prensa escrita contemplando el panorama para quienes deseaban algo más de profundidad y unos discursos y debates públicos a la postre muy centralizadamente encuadrados. Así hemos consolidado y construido las democracias liberales en que vivimos, con sus muchos defectos pero sus incuestionables virtudes. Y, más o menos, así eran las reglas del juego que estábamos habituados a aceptar (y, también, las reglas del juego sobre quién tenía la capacidad de controlar y, en su caso, manipular). Sin embargo, desaparecidos buena parte de esos viejos obstáculos económicos en la actualidad, con la pluralidad de emisores que ello ha generado, y dada la aparición de otras fuentes informativas gracias a Internet o a la importancia creciente de las redes sociales, que actúan en una dirección opuesta, al posibilitar la descentralización de fuentes informativas, es normal que vivamos una reacción. Por un lado, porque el panorama es nuevo, más complicado y mucho más incontrolado. También, por cierto, es más plural. Pero, por otro, y no conviene perderlo de vista, porque, en el fondo se aspira a lograr por las vías de siempre (jurídicas, y en ocasiones represivas) recuperar el control tradicional (o todo el control posible) sobre estos flujos informativos. Cuando analizamos las respuestas frente a os riesgos de fake-news o manipulaciones y algunas de las explicaciones que se nos dan, o algunas de las normas que se están aprobando como reacción, conviene no perder nunca de vista este elemento.

2. Poder público y poder privado. A diferencia de lo que ha pasado hasta hace poco, los grandes actores que controlan los flujos de información, así como cada vez más datos referidos a cómo cada usuario interacciona o reacciona frente a éstos, ya no son públicos (estatales) sino privados (grandes empresas multinacionales de sectores tecnológicos y además relativamente jóvenes). El poder que ello confiere a empresas como Google o Facebook, por mencionar sólo a los dos gigantes de los sectores más directamente implicados, es enorme y mucho mayor del que tienen la mayor parte de los Estados. Por esta razón, la gran obsesión de nuestros días en materia de regulación de los flujos de información pasa por intentar contener el poder de estos intermediarios, prohibirles que hagan cierto uso desviado de la información y datos que tienen… o garantizar de algún modo que hagan un buen uso de ellos (el problema que supone toda esta acumulación de datos es que, en general, disponer de la misma es muy bueno para mejorar plataformas y negocios y ganar en eficiencia social desde muchos puntos de vista, pero también permiten por ello abusos; incluso podría cuestionarse hasta qué punto la ganancia de eficiencias hecha a costa de que los ciudadanos desvelen más y más preferencias bastante íntimas por efecto de la acumulación de información sobre ellos y las viguerías que se pueden hacer con su tratamiento sin que ellos sean muy conscientes de ello es legítima). Pero claro, lograrlo no es nada sencillo. Máxime en un mundo y un ámbito en el que (véase el punto 1) el buen o mal uso depende demasiado, a la hora de la verdad, no del qué se haga sino de quién lo haga. Además, hay que tener en cuenta que estas empresas, por mucho poder que tengan, están sometidas a enormes presiones competitivas de las que no pueden sustraerse. A Facebook, por acudir al ejemplo más evidente, le interesa que los contenidos se compartan, así como promocionar y visibilizar aquellos mensajes con más potencial de interacción, por ejemplo. Mientras el modelo de negocio de estos intermediarios dependa de la cantidad de actividad generada, y es difícil que esto cambie sustancialmente, es complicado pretender que actúen contra aquello que les hace crecer y ganar peso relativo en su sector.

A la postre, de este difícil equilibrio se derivan una serie de reglas tácitas para la regulación de estos sectores que ineluctablemente se cumplen en casi todos los países de nuestro entorno. En primer lugar, es inevitable que los Estados y sus sociedades muestren una mayor confianza hacia las empresas e intermediarios propios (por ejemplo, en EEUU hay menos desconfianza hacia sus empresas que en Europa, y no digamos que en países como China o Rusia), a las que se tiende a dejar mayor libertad y espacio a la autorregulación, que en las de fuera. No es casualidad, por ejemplo, que las más exigentes regulaciones europeas en materia de protección de datos o la regulación del derecho al olvido protejan a los ciudadanos europeos frente a la acción de empresas que son grandes gigantes estadounidenses mientras que, en cambio, en los EEUU se confía mucho más en la autorregulación de éstas y que será el efecto del mercado quien irá diluyendo los problemas y garantizando la efectiva protección de los ciudadanos. Es mucho más fácil confiar en el mercado en estos casos.

Por el contrario, en China estas empresas, por poner un ejemplo de un país tercero pero con capacidad efectiva para imponer reglas a este tipo de empresas por tener un mercado apetecible para ellas al que no quieren renunciar, sólo pueden operar si aceptan reglas estrictas sobre cómo gestionar los contenidos informativos que, además de imperativas, son mucho más rígidas. Y como de lo que se trata es de no perder negocio, en estos casos, los gigantes de internet las sumen y las aceptan. Obviamente, para poder aspirar a tener esta capacidad se ha de tener un Estado con un mercado suficientemente interesante y modular la intervención de modo que compense a los actores globales. Con las grandes empresas de Internet, a la postre, la regulación pública tiene que realizar una composición entre lo deseable y lo posible que depende, sencillamente, del peso de cada país. Dentro de esta tendencia global, la posición de Europa, en una posición intermedia, es en parte reflejo de la posición subordinada de sus empresas en estos mercados. Por eso tiende a imponer más reglas que los EEUU, como veremos que empieza a ocurrir ya en materia de fake-news. Reglas que, además, se puede permitir tratar de poner en práctica porque económica y poblacionalmente tiene suficiente peso de manera agrupada como para que las grandes empresas de Internet hayan de atender a sus exigencias. Pero, por otro lado, esa posición tecnológicamente subordinada y altamente dependiente en estos mercados, como es obvio, le priva de cierta capacidad de maniobra informal.

3. Movimientos internacionales para acotar las campañas de desinformación…y campañas desinformación sobre las propias fake news. Una de las cosas que más me ha sorprendido descubrir recientemente (en el Congreso nos comentó largamente esta cuestión la profesora Margarita Robles en una interesantísima ponencia) es que ya desde hace años hay un intenso debate internacional para tratar de lograr una regulación consensuada, aunque sea de mínimos, sobre fake-news y desinformación que pueda alterar procesos democráticos. Básicamente, por la poca información que, a su vez, tenemos los ciudadanos de este proceso…. y por lo sorprendente que es lo que está ocurriendo en la materia y de la que no parece que nuestros medios tengan muchas ganas de informarnos. Por ejemplo, quizás llame la atención al lector saber que en Naciones Unidas se han votado ya sendas propuestas para regular, aunque sea en parte, esta cuestión. Y llamativamente (o no tan llamativamente), ha pasado totalmente inadvertido entre nosotros el hecho de que la propuesta de más éxito, y que más acuerdo global ha generado, es una de la Federación Rusa que, recogiendo los trabajos previos realizados en el seno de la propia ONU, proponía medidas de transparencia y control sobre la actividad en redes que permitirían trazar los orígenes de ciertas campañas o posibles injerencias. Más sorprendente aún que el hecho de que esta propuesta sea la más exigente y perfilada es que, además, haya recibido un muy amplio apoyo por parte de la comunidad internacional. Sólo han votado en contra de la misma, prácticamente… EEUU y los países de la UE. Estos países, a su vez, han presentado una propuesta propia que prácticamente han votado sólo ellos, mucho menos exigente y con menos obligaciones de transparencia para las redes proveedores de servicios.

Es enormemente chocante, al menos en primera instancia, que uno de los países acusados habitualmente de estar detrás de gran parte del flujo de información considerada como «fake-news» por los grandes medios de comunicación, como es Rusia, esté tratando de lograr que se apoye un instrumento internacional que obligaría a los estados a legislar para forzar a las empresas de intermediación digital a publicar y ofrecer mucha más transparencia sobre el origen de ciertas noticias, las dinámicas de propagación de las mismas y demás. Pero en realidad, si lo analizamos fríamente, tiene su lógica. Tanto Rusia como el resto de países que han apoyado este instrumento tienen poco o nulo control sobre estas empresas de intermediación informativa y muchos incentivos para desear una regulación garantice más transparencia. Mientras que son EEUU y al Unión Europea, que en el fondo son los que más se pueden aprovechar de las mismas, los más interesados en evitarla.

Este proceso, donde los actores no se comportan como nos suelen decir (y del que se nos mantiene en una sana ignorancia por nuestros mass media, que han olvidado informar sobre estos hechos a pesar de lo mucho que se dedican a hacer reportajes sobre fake news en tiempos recientes),nos da también una idea de hasta qué punto la información que recibimos sobre las propias fake-news y los problemas que generan está mediada por unos agentes con intereses propios, tanto nuestros propios Estados como los medios de comunicación, que no tienen demasiadas ganas, por ejemplo, de contar con una regulación que les obligue a desarrollar estas políticas de transparencia. Descubrir este tipo de cosas le hace a uno ser bastante escéptico cuando se encuentra luego con ciertas afirmaciones y textos que destilan supuesta preocupación pero respaldan las actuaciones de quienes vetan la transparencia en cuestión. Y, también, para ser sincero, analizar con otra luz las regulaciones que a escala nacional algunos estados andan aprobando y que, supuestamente, tienen como objetivo lograr esta mayor transparencia y control que, en cambio, no apoyan en demasía cuando se trata de pactar un instrumento internacional para ello.

4. La acción a escala nacional: medios de control y, en su caso, represión de contenidos informativos tenidos por inaceptables o que buscan desinformar y engañar. Ante la ausencia de efectiva capacidad para controlar de manera directa la difusión por medios de las redes sociales de información, los Estados, especialmente los que tienen menos acceso a posibles instrumentos de control informal de las mismas y los que más ajenas las ven (por ejemplo, es el caso de Rusia), están aprobando leyes para tratar de controlar estos flujos de información tanto más represivas y autoritarias (de nuevo, podemos incluir en esta categoría el caso de Rusia, pero también normas como la recientemente aprobada en Brasil) cuanto más acorde es ello con la tradición de sus sistemas jurídicos. Pero el fenómeno es más global de lo que parece. La Unión Europea, por ejemplo, ha puesto en marcha un Plan de Acción contra la Desinformación, que ha empezado a desplegarse por primera vez aprovechando la campaña europea de 2019. Se trata de una campaña de monitorización y evaluación acompañada de códigos de buenas prácticas para los medios de comunicación, que va de la mano del incentivo a mecanismos privados de verificación, muy de moda últimamente, a la manera de la respuesta tradicional estadounidense. Más allá de medidas de incentivo y de remisión a la autorregulación, la emisión de recomendaciones y el estudio de la situación, no hay pues, de momento, medidas hard de ámbito europeo (sobre esta misma cuestión publica hoy en Agenda Pública un artículo la compañera Susana de la Sierra).

Sin embargo, a escala nacional no sólo son países como la Federación Rusa o Brasil los que han aprobado leyes contra la desinformación con medidas más concretas y en ocasiones coactivas. Como es sabido tanto Alemania (con una ley que establece obligaciones concretas para las plataformas digitales en punto a la verificación del contenido y que permite forzar administrativamente la retirada de contenidos, que ya ha empezado a ponerse en práctica aunque con pocos efectos por el momento) como Francia (con una ley sobre el control de la información en períodos electorales que también ampara la retirada administrativa forzosa de ciertas informaciones cuando se consideran falsas y propagadas con voluntad de alterar coordinadamente el debate político, aunque en este caso sólo en períodos electorales) han aprobado ya leyes contra las fake-news que dotan a sus poderes públicos de capacidad para controlar, intervenir, obligar a crear mecanismos internos de control a estos intermediarios, pedir incluso la retirada de información que se considere engañosa a las plataformas y, llegado el caso, proceder también a imponer esta retirada de la información en cuestión, aunque sea sólo en casos excepcionales, que se difunde por redes sociales. En España, de momento, no contamos con una legislación equivalente (una propuesta del PSOE en la anterior legislatura de dotar a la Agencia Española de Protección de Datos de competencias en esta materia decayó y no se ha vuelto a plantear), pero las vías directas e indirectas para lograr un mayor control de las publicaciones se están multiplicando en tiempos recientes. Se trata, pues de una pauta global y que va en aumento respecto de la que hay que mantenerse en guardia porque puede plantear no pocos problemas de colisión con la libertad de expresión e información. No es uno menor de entre ellos, precisamente, el hecho de que el control sobre estos contenidos y parte de las decisiones sobre lo que es «desinformación» o cuándo hay una campaña o no en este sentido sean tomadas por organismos administrativos, con todo lo que ello supone (recordemos que las fake-news, por defecto, siempre son los otros). Tanto o más preocupante, como hemos señalado con el caso español, es cuando además de pretende aspirar a realizar esta función por vías indirectas.

En conclusión, parece claro que los Estados, enfrentados a una situación donde por un lado es cierto que aparecen nuevos riesgos tecnológicos que pueden alterar el debate público y permiten manipulaciones peligrosas, pero por otro donde se ve con cierta claridad que en parte su preocupación no viene tanto de que se pueda manipular el debate como de que se haya perdido la capacidad casi exclusiva de antaño para manipularlo en el propio beneficio y que en cambio ahora quienes puedan hacerlo sean también otros, han optado por incrementar los controles sobre la libre expresión por diversas vías. Y, lo que es más interesante, y peligroso, por hacerlo dotando de mayores controles administrativos sobre la libre expresión a las Administraciones Públicas. Una tendencia, por lo demás, que en España cuenta ya con cierta tradición y que, a mi juicio, como he tenido ocasión de explicar extensamente, es bastante peligrosa.

5. La viabilidad de los remedios liberales clásicos. Llama la atención en toda esta descripción la ausencia de propuestas de remedios liberales que podríamos llamar «clásicos», a la manera de lo que, por ejemplo, propondría alguien en la senda de Stuart Mill: ¿no sería posible combatir la desinformación con, sencillamente, mejor información? Pues parece que las democracias occidentales actuales han llegado a la conclusión de que no. O, al menos, da la sensación de que, a estas alturas, nadie se acaba de creer esto del todo o que sea suficiente sólo con eso. Es más, si uno ve la reacción de las elites establecidas lo que es obvio es que frente a los riesgos derivados de un debate público contaminado por sensacionalismo y desinformación interesada su primera e inicial respuesta ha sido no tanto proveer de mejor información a la sociedad como buscar desesperadamente cómo capitalizar la emisión de desinformación basura, en la confianza (a mi juicio loca e infundada) de que si la «basura informativa buena» es lo suficientemente difundida y preeminente, problema resuelto. Porque el problema, por lo visto, no es la desinformación en sí o que el debate se degrade, sino que las conclusiones a las que llega la población no sean las adecuadas. Si logramos que la población piense mayoritariamente lo que toca, aunque sea empleando todas las técnicas que decimos reprobar, ningún problema.

Por ejemplo, si nos ceñimos al ejemplo español (pero no es muy distinta la cosa en el resto de países de nuestro entorno, me temo, como puede verse en la manera en que el establishment mediático tradicional canaliza su oposición a Donald Trump), la reacción de los grandes medios de comunicación otrora hegemónicos y de las grandes cabeceras de prestigio de la prensa clásica ante la avalancha de información de dudosa calidad y procedencia no ha sido producir información de más calidad sino, de manera muy evidente, tratar de competir con productos cada vez más sensacionalistas y superficiales. Probablemente hay razones de mercado difíciles de soslayar detrás de esta elección (como suele decirse, la información de calidad es cara y, además, atrae a corto plazo a menos audiencia que otro tipo de contenidos más llamativos), pero el caso es que la dinámica es clara. Ello no sólo resta a los grandes medios de legitimidad para criticar la desinformación y las fake-news, sino que además deja a la sociedad, lamentablemente, sin la posibilidad de contrarrestrarlas debidamente acudiendo a otras fuentes disponibles que sí sean de calidad, dado que éstas son más bien escasas.. y se van haciendo más y más raras.

Una consideración aneja a esta cuestión tiene que ver con la misma independencia de los grandes medios. Sometidos a presiones de mercado, en entornos cada vez más competitivos, y dado que la información de calidad es cara de producir y tiene poca demanda a corto plazo, la independencia económica de los medios de comunicación se ve cada vez más comprometida. O, quizás, se ve cada vez más visiblemente comprometida (hay quienes han estudiado que hubo desde la segunda guerra mundial un entorno económico y paradigma tecnológico que permitió cierta independencia económica a los grandes medios de comunicación, pero no hay que descartar que tampoco fuera nunca tanta como se suele decir y que lo que simplemente ocurre ahora es que todo es más transparente). En cualquier caso, no es éste un tema fácil de resolver, si los condicionantes son los que son, a no ser que se asuma que estamos ante un «fallo de mercado» y se opte por emplear fondos públicos para mejorar el mercado informativo y de las ideas por medio de una intervención sustraída a esta lógica de mercado y sus condicionantes.

Pero esta posibilidad, que a mi juicio debiera contemplarse con seriedad (y que, por ejemplo, daría una nueva justificación a medios y corporaciones públicas de televisión), está lejos de ser tenida en cuenta a día de hoy como una opción realista. De hecho, y tomando de nuevo el ejemplo de España, no sólo los grandes medios de comunicación sino también las ayudas institucionales a los mismos, lejos de haberse destinado a potenciar mejor información, más rigor y más calidad, se han dedicado recientemente, sobre todo, una muy nociva alianza con una nueva generación de opinólogos profesionales y pseudo-expertos de muy bajo nivel directamente vinculados a intereses de partido que, en estos momentos, por omnipresentes, contaminan cualquier debate público con opiniones sesgadísimas y que, pasando por informadas, no lo suelen ser tanto. Por su parte, los medios públicos son empleados por lo general como mera correa de transmisión, en esta caso directa, del partido en el poder, sin preocupación alguna por emplearlos como instrumento para diferenciar contenidos y calidad informativa ni para introducir pluralidad. Unamos a todo ello ciertas subvenciones finalistas o la dinámica muy española de crear todo tipo de premios (premio de la Guardia Civil a la mejor, información sobre el cuerpo, premio del Ministerio de Asuntos exteriores y de la Marca España a los medios extranjeros que mejor informen sobre España, etc.) con intenciones muy evidentes que los periodistas sorprendentemente aceptan sin problemas, y el panorama que nos queda es bastante desolador.

No parece, en definitiva, que haya a día de hoy en nuestras sociedades ninguna voluntad real por parte de los poderes públicos y de las elites económicas y sociales por ayudar a construir un mejor debate público, ajeno a las fake-news y a las desinformaciones. La reacción a la que estamos asistiendo, al menos a corto plazo, está siendo intentar controlar lo más posible el flujo de supuesta desinformación por la vía de hacer lo que haya que hacer y repitiendo cualquier esquema sensacionalista, siempre y cuando ello sea para trasmitir los valores o ideas que se consideran correctos por ser los propios. Basta ver la evolución de las secciones de opinión de los grandes medios españoles, las firmas que los han ido ocupando o la pléyade de «blogs de expertos» subvencionados por grandes empresas, el sector financiero o directamente administraciones públicas para comprobar hasta qué punto el debate no sólo superficial sino obscenamente falseado a cargo de profesionales y pseudoacadémicos que viven de introducir mensajes y marcos políticos según los intereses del partido o del financiador de turno se ha convertido en la pauta. A partir de esta evolución, como es lógico, no inspiran demasiada confianza, por no decir ninguna, las propuestas que surgen de estos entornos pidiendo mayor dureza y control contra las «fake-news» de la competencia. Más bien, dan bastante miedo. Más aún si estas propuestas lo que piden es el empleo de medidas de Derecho hard» para que desde los poderes públicos se controlen y retiren contenidos cuando son juzgados como «desinformativos».

y 6. Una humildísima propuesta. Por acabar, de toda esta reflexión y de lo debatido y comentado estos días con varios colegas en el Congreso, pero también a la vista de por dónde va el debate público, me surgen algunas ideas no demasiado evolucionadas que quizás puedan ser útiles para marcar ciertas posiciones frente a las propuestas que tenemos ya sobre la mesa. Se trata casi de meras planteamientos de principio, pero que quizás podrían ayudar a clarificar el panorama si se tomaran como base para cualquier acción o regulación:

  • Transparencia: la propuesta rusa ante la Organización de Naciones Unidas, apoyada por una gran mayoría de miembros de la misma con la excepción de los occidentales, va en la buena dirección: un desinfectante imprescindible es poder tener accesible y al alcance de todos los daros sobre quiénes emiten la información, la difunden por redes sociales, la crean, cómo la transmiten, etc. Que esta información sea de obligatoria publicación para las redes sería una primera y necesaria buena medida. Y no se entiende la prudencia estadounidense y europea en esta materia (o quizás sí se entiende, claro, pero no es agradable intuir las razones que hay detrás de la misma).
  • Mercado: el mercado de la información, y también el de las redes sociales, es privado y libre, de manera que hay que asumir con naturalidad la libre competencia dentro del mismo y que ésta va a funcionar, nos guste más o menos, con arreglo a sus propios criterios. Para alterar sus equilibrios hay que formar a la audiencia e incentivar otro tipo de demanda y, quizás, confiar en que cuestiones como las reputacionales tengan algún efecto, pero en general parece sensato confiar en la autorregulación en este ámbito e ir asumiendo que ahí los poderes públicos han de tener más bien poco que decir. Normas como la francesa o la alemana, o algunas intervenciones que ya tenemos en España, son a la postre tan ineficaces para controlar la «veracidad» de las informaciones transmitidas como peligrosas por los riesgos que una intervención administrativa conlleva, y que superan con mucho sus posibles beneficios.
  • Acción pública: si creemos de verdad que hay «fallos de mercado» en el sector de la información que llevan a que la desinformación y el sensacionalismo renten estructuralmente más y acaben condicionando el debate público democrático habrá que actuar con medios públicos para paliar, pues, justamente esos fallos de mercado (y no otras coas). Ahora bien, y como es obvio, esta intervención ha de ser muy cuidadosa. En primer lugar, tiene que ser totalmente transparente (no se debe hacer pasar información pública por privada, como pasa demasiadas veces en España; véase el ejemplo de los blogs y medios concertados). En segundo lugar, sólo funciona en un entorno ambicioso y profesional muy independiente y jurídicamente blindado (por ejemplo, al modo en que hemos blindado a las Universidades públicas), de manera que se pueda actuar de verdad como contrapoder informativo que introduzca pluralidad en los mercados privados. A día de hoy, lamentablemente, pretender algo así parece no ya poco realista, sino que en países como España es directamente ciencia ficción. En coordenadas europeas (Alemania, Reino Unido), en cambio, podría ser una idea a explorar. Con todo, y si se tiene curiosidad y el grado de optimismo necesario para pensar que podríamos también aquí intentar ir en esta dirección, aquí va una propuesta de cómo podrían ser y organizarse unos medios públicos independientes que cumplieran esa función.
  • Reglas especiales en campaña: las campañas a día de hoy son permanentes (en realidad, intuyo, así han sido casi siempre), de modo que en mi opinión lo que hay que hacer es asumir de una vez esta realidad e ir retirando la mayor parte de las normas especiales que disciplinan la información en campaña, por no decir todas ellas. En España, además, estas reglas son particularmente absurdas y ridículas, hasta el punto de ser a veces contraproducentes, desde las que se refieren a la limitación de publicación de encuestas a las absurdas prohibiciones a la hora de pedir el voto. En otros casos, las restricciones son directamente peligrosas, como es el caso de las que pretenden obligar a los medios de comunicación (públicos e incluso privados) a repartir tiempos de palabra al margen de consideraciones informativas y según criterios administrativos. La mejor solución, y esta sí es fácil, es irlas retirando todas.

No es que sea mucho, como propuesta, lo arriba expresado. Pero sí creo que sirve para ir balizando una hoja de ruta sobre cómo afrontar los riesgos ciertos de desinformación y enervamiento del debate democrático en nuestras sociedades. Interesantemente, además, parecen apuntar todas ellas en una dirección no demasiado parecida a la que están adoptando nuestros poderes públicos (y otras elites sociales asociadas). Así que no es difícil intuir que, por decirlo suavemente, no es que sea yo muy entusiasta de lo que estamos viendo. A ver si en el futuro lo logramos arreglar un poco.



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