Taxis, VTCs y el papel de la regulación pública

La semana pasada el Congreso de los Diputados convalidó, finalmente como proyecto de ley, el Decreto-ley aprobado por el gobierno de España a la vuelta del verano que pretendía solventar el “conflicto” entre quienes prestan servicios en el mercado del transporte de viajeros en vehículos turismo como taxistas (con la correspondientes concesión administrativa tradicional, convertidas hace unos años en autorizaciones) y los que lo hacen por medio de autorizaciones para operar como Vehículos de Transporte con Conductor (VTC).

El referido “conflicto”, básicamente, se fundamenta en la pretensión de quienes tienen autorizaciones de taxi (unas 60.000 personas en toda España, número, además, que ha permanecido extraordinariamente estable desde hace 40 años, a pesar del incremento poblacional o del desarrollo económico) de seguir prestando estos servicios de transporte de viajeros en exclusiva, como ha sido tradicional hasta la fecha, gracias a un ordenamiento jurídico que no permite a nadie que no posea una autorización de taxi o equivalente entrar en este mercado. La única brecha existente desde hace años eran las licencias VTC, que la ley básica estatal y su reglamento de desarrollo concebían como servicios premium y de lujo, el clásico alquiler de un coche con conductor por unas horas o días, y que en todo caso limitaban también en número (la famosa proporción de una licencia de VTC por cada 30 licencias que no se habían de superar en ningún caso).

Dos factores han alterado el referido ecosistema en los últimos años. Por una parte, la aparición de mecanismos de intermediación digital (plataformas que usan apps y la omnipresencia de los móviles en nuestras vidas para ofrecer estos servicios de modo muy eficiente) que han reducido los costes de transacción y mejorado la eficiencia de la actividad de los VTC, que ahora, aun siendo un servicio más selecto, pueden contratarse por minutos y para un desplazamiento concreto de forma muy sencilla, incrementando así su rentabilidad y la variedad de servicios que pueden ofrecer. Por otra, los desajustes normativos que se produjeron en España como consecuencia de la adaptación de la norma básica y de su reglamento en materia de transportes a las reglas europeas derivadas de la Directiva de Servicios de 2006, una norma liberalizadora que en principio, y salvo excepción expresa y justificada, ampara la prestación de servicios económicos sin autorización administrativa previa. Estos desajustes provocaron que durante unos años la limitación de autorizaciones VTC a un máximo de una por cada 30 taxis desapareciera, con lo que ciudadanos avisados y empresas avispadas pudieron en ese paréntesis temporal solicitar autorizaciones en gran número que, aunque fueron en su mayoría denegadas por las diferentes Administraciones públicas implicadas, han acabado siendo reconocidas por los tribunales de justicia. Aunque el legislador español taponó el boquete regulatorio unos años después, las VTCs ya concedidas (y las que quedan por ser reconocidas por los tribunales) han alterado el equilibrio regulatorio de forma notable (la proporción entre taxis y VTCs en España ya no es de 1 a 30, sino más bien de 1 a 10, y aún puede reducirse más, como por lo demás ha ocurrido en la mayor parte de los países europeos con regulaciones semejantes a la nuestra, como Francia o Alemania, donde están ya casi a la par).

Obviamente,  la aparición de competencia (y de una competencia muy eficiente, además) en un sector donde, como hemos visto, durante cuatro décadas las autorizaciones de taxi garantizaban el disfrute de un mercado cautivo y en el que la oferta no ha crecido a pesar de que sí lo ha hecho la demanda, perjudica notablemente a los taxistas, habituados a que sus títulos jurídicos valieran muchísimo en el mercado (porque así lo provocaba esa regulación restrictiva… y así lo permitían las normas al consentir la transmisión de los títulos habilitantes). El valor de mercado del privilegio regulatorio concedido a esos 60.000 taxistas variaba dependiendo de zonas, pero como es sabido no era inhabitual que se hubieran de pagar 200.000 o 300.000 euros por una licencia de taxi en nuestras grandes ciudades. El cambio del ecosistema referido provocó la disminución de las posibilidades de rentabilización de la actividad y, en consecuencia, del valor de los mismos. Algo que ha hecho a los taxistas reaccionar con protestas numerosas, algunas especialmente visibles antes del verano, lo que ha llevado tanto al gobierno como a una mayoría del parlamento a adoptar una modificación legal en el sentido por ellos perseguido.

Esta modificación legal, intervenida por el Decreto-ley 13/2018, que ha sido analizado brillantemente por Gabriel Doménech, es una victoria indudable de los taxistas. Supone, en un plazo de 4 años, volver más o menos al equilibrio regulatorio anterior, pero no tanto por la vía de eliminar el exceso de autorizaciones VTC como convirtiendo las mismas en inútiles, pues a partir de ese momento sólo habilitarán para realizar servicios interurbanos (también se consideran urbanos los servicios dentro de un área de prestación conjunta del taxi que abarque varios municipios, como son las de las grandes conurbaciones españolas). Más allá de los numerosos problemas que plantea esta norma, tanto en su constitucionalidad formal (es dudoso que concurriera la urgencia que habilita para acudir al Decreto-ley) como también en lo competencial (la competencia para regular estas cuestiones es autonómica, y no estatal, sin que pueda intervenir el Estado para imponer una solución a las CCAA que éstas, además, no pueden alterar en lo sustancial por mucho que luego la norma pretenda decir que se delega en ellas la competencia) y respecto del fondo de la cuestión (las autorizaciones de VTC se están expropiando, en el fondo, sin que haya una indemnización mínima; y ello por no mencionar los problemas que esto supone desde la perspectiva del Derecho de la Unión en materia de prestación de servicios) hay una conclusión evidente y que nadie puede discutir: supone una victoria indudable de los taxistas, que han demostrado hasta qué punto su capacidad de presión es grande y cómo ésta les permite lograr soluciones regulatorias en su propio beneficio erradicando la incipiente competencia a la que tenían que hacer frente desde hace unos años.

Ahora bien, además de ser beneficioso para los taxistas, ¿esta cambio normativo sobrevenido es bueno para los intereses generales y los de la ciudadanía? Resulta bastante dudoso que así sea. Baste recordar algo obvio a estos efectos: que la razón de ser de las limitaciones cuantitativas en la prestación de estos servicios, tan tradicionales y con las que hemos convivido desde hace tantos años, nunca se han reconocido o concedido en beneficio de los taxistas, sino del interés general y de los consumidores. En otro contexto social y, sobre todo, tecnológico, el Estado entendía (en España y en todos los países de nuestro entorno) que esa limitación cuantitativa, siempre y cuando no fuera tan grande como para impedir que hubiera servicios suficientes para satisfacer la demanda, era la necesaria compensación a los taxistas, a quienes así se garantizaban unas rentas mínimas, a cambio de que éstos asumieran muchas cargas y obligaciones que las normas imponían para garantizar la calidad y la continuidad del servicio en beneficio del interés general y de los consumidores: tarifas fijas para evitar abusos, normas que obligaban a que hubiera un número mínimo de taxis en las calles en todo momento, reglas sobre emisiones o accesibilidad de los vehículos, etc. Por así decirlo, el Estado aceptaba ese oligopolio a favor de los que tenían una licencia de taxi porque a cambio obtenía unas garantías sobre cómo se podría prestar el servicio que, de otro modo, no habrían existido, comprometiendo la continuidad y calidad mínima del mismo.

Ocurre, sin embargo, que en la actualidad la tecnología permite cruzar de modo muy eficiente oferta y demanda, y el ejemplo comparado nos permite saber que en los ordenamientos donde no hay límites cuantitativos no suele haber problemas en este punto (antes al contrario, los problemas se dan más habitualmente en los países con límites al número de licencias). También sabemos cómo fijar precios justos, o limitar la variabilidad de los criterios algorítmicos que lo fijan en las modernas apps y plataformas de intermediación, sin necesidad de recurrir a regulaciones que limiten el número de prestadores. Y, por supuesto, es posible establecer medidas ambientales (por no hablar de las impositivas o las referidas a las condiciones laborales de los conductores) por medio del ordenamiento jurídico que garanticen las condiciones de prestación que consideramos adecuadas, siempre, y en todo caso. Todo ello sin alterar los equilibrios de mercado o las condiciones de rentabilización global del mismo, en beneficio de los consumidores. Pero, y como es obvio, sí afectando profundamente a la posición de quienes tenían autorizaciones de taxi.

La cuestión, pues, es que la regulación no ha de defender ni proteger a los taxistas, sino establecer unas condiciones de prestación que sean lo mejor posibles para toda la sociedad y, también, para cualquier persona que desee trabajar en este sector. En este sentido, además, la normativa habría de ser muy exigente en temas fiscales, ambientales y laborales, pero, y como es obvio, para cualquier vehículo que preste estos servicios. No se puede admitir que parte de las transacciones realizadas en España para contratar servicios tributen en paraísos fiscales, pero tampoco que quienes realizan estos servicios tributen a módulos, por ejemplo. Y las condiciones laborales de los empleados han de ser en todo caso exigentes y garantistas, pero para todos los prestadores por igual. La clave última que no hemos de perder de vista es que desde ningún punto de vista se puede defender que la consecución de estos objetivos públicos pase, a día de hoy, por restringir la actividad de las autorizaciones VTC… y menos aún  por la eliminación a efectos prácticos de toda capacidad de actuar en el mercado relevante, que es el del transporte urbano en las zonas de prestación conjunta, a las autorizaciones VTC ya concedidas. De hecho, y significativamente, en el debate público que se ha producido estos meses, tanto desde los sectores que han abanderado las protestas como desde los partidos políticos que tan receptivos a las mismas se han mostrado, estas cuestiones, sencillamente, no aparecen en el debate. Pareciera como si la regulación pública del taxi y de los mercados de prestación de servicios de transporte se hubiera de hacer atendiendo únicamente a cómo afecta la misma a un colectivo, el de los taxistas, sin que ni el interés general o el de los consumidores fueran elementos, siquiera a tener en la más mínima consideración.

A estos efectos, y como he defendido en otros trabajos con más extensión, solucionar este conflicto, si se hiciera desde una perspectiva de maximización del bienestar y de los intereses públicos, no habría de ser en absoluto complicado.  Bastaría con garantizar la libre prestación a todos los interesados en competir en este mercado con exigencias ambientales, de accesibilidad y de control de precios máximos que todos hubieran de cumplir en las mismas condiciones, así como estableciendo el mismo régimen fiscal y laboral a todos los prestadores. Junto a ello, si en algunos centros urbanos se apreciara un problema de congestión, se podrían establecer medidas de restricción del acceso a los mismos diversas y, en última instancia, incluso una limitación del número de autorizaciones en esos casos excepcionales y debidamente justificados, pero que debería solventarse empleando las reglas de la Directiva europea de servicios en estos casos. Por último, y dada la pérdida de valor de las autorizaciones de taxi, se podrían establecer mecanismos de compensación temporales que sirvieran para paliar los costes de transición a la competencia, como se ha hecho en otros sectores en España y se está haciendo en otros países en estos mismos mercados.

Ninguna de esas medidas es difícil de poner en marcha y todas ellas incrementarían el bienestar social, además de ser mucho más acordes a nuestro marco constitucional y el Derecho europeo en la materia. Lamentablemente,  gobierno y el legislador estatales han optado por regular esta cuestión, impidiendo que las Comunidades Autónomas, que son las competentes, puedan hacerlo en este sentido, de un modo totalmente contrario a los intereses públicos. Tarde o temprano habremos de rectificar estas normas. Eso sí, da la sensación de que habrán de pasar varios años, y habremos de padecer sus perniciosos efectos de forma intensa hasta que sean tan patentes que no puedan obviarse, antes de que las fuerzas políticas mayoritarias en España vayan a enmendar el error cometido.



El futuro de las pensiones: breves reflexiones y una propuesta

Una de las cuestiones políticas más importantes de nuestros días, por cuanto afecta de lleno a las políticas de reparto de riqueza (esto es, al alma misma de la política) y porque además tiene profundas repercusiones sociales y sobre el modelo de convivencia, es la referida al futuro de las znsiones. Sin embargo, aunque se habla de vez en cuando sobre el tema, lo cierto es que se debate muy poco, aplicando ese curioso mantra de las democracias occidentales de nuestros días de que cuanto más básica es alguna disyuntiva de organización o reparto, menos hay que debatir sobre el tema, no sea que nos llevemos algún disgusto. De manera que sobre las pensiones, al menos en España, hablamos relativamente poco (así por encima se comentan cosillas, sobre su sostenibilidad, sobre cómo pagarlas, sobre el fondo de reserva, sobre planes de futuro más o menos vaporosos…), reformamos sin debate a golpe de decisión tecnocrática (como ha sido el caso con las últimas reformas, que más allá de retoques nimios para las pensiones del presente han ampliado las exigencias de años cotizados y reducido las pensiones para quienes todavía estamos a años de jubilarnos, y que han sido además «recomendadas» de forma bastante evidente por la UE) pero, y sobre todo, no discutimos ni debatimos nada sobre el fondo del problema.

El pseudo-debate sobre pensiones que tenemos montado en España

Esta ausencia de discusión se debe a que, en realidad, aunque las escaramuzas políticas del día a día traten de ocultarlo como buenamente pueden, hay un sorprendente consenso  bipartidista en materia de pensiones sólido como pocos. Por parte de lo que podríamos llamar «derecha tradicional» y los poderes económicos que le son afines, que en España han dejado esta labor en tiempos recientes a FEDEA y sus blogs, nutridos por economistas y politólogos afines, se hace hincapié en que el actual sistema no es sostenible y, por ello, en la necesidad de recortar prestaciones e incrementar las exigencias para acceder a las pensiones máximas (como mecanismo evidente de incentivo para que se alleguen más fondos al sistema). Por parte de lo que suele entenderse como «izquierda clásica», en cambio, se plantea la conveniencia de garantizar las prestaciones como mecanismo de solidaridad y cohesión social y se apela a la posibilidad de incrementar para ello las cotizaciones sociales o, incluso, completar cada vez más los recursos del sistema por vía fiscal como mecanismo para que, en unas sociedades ricas como las nuestras, las pensiones puedan mantenerse en términos semejantes a los que hemos vivido hasta ahora, dado que a mayor riqueza, más porcentaje de la misma podría dedicarse a estos menesteres sin que otros se resientan demasiado. Ésta es más o menos la postura «oficial» en estos momentos de la izquierda institucional, con matices más bien menores según las sensibilidades.

El debate político planteado en estos términos es apasionante para muchos, pero esconde difícilmente una realidad tan ampliamente compartida como obvia: que el sistema en los términos actuales es difícilmente sostenible. En el fondo, tanto la izquierda como la derecha clásica lo tienen bastante claro sin estar en demasía en desacuerdo, razón por la cual van llegando sin mayores dificultades a un punto de entente relativamente sencillo, más allá de las escaramuzas del día a día de la política, porque hay que contentar a la parroquia y permitir a economistas y politólogos de uno y otro bando llenar y llenar páginas discutiendo sobre pequeños matices sobre la temporalización y alcance de unas medias que siempre van en la misma línea: así, se van recortando poco a poco las prestaciones, sobre todo para los que han de disfrutarlas no en la actualidad o a corto plazo sino en un futuro medio y largo, que a fin de cuentas nos quejamos menos, mientras a la par se van incrementando poco a poco las aportaciones presupuestarias al sistema, sin que se note mucho ni se discuta en exceso, de modo que los recortes se hagan más soportables y sobrellevables y, sobre todo, a fin de que quienes tienen «generado» un derecho a muy buenas pensiones no se quejen en exceso. A fin de cuentas, en esas clases y edades es donde están quienes toman estas decisiones y sus familias, de modo que toda inyección impositiva para mantener sus niveles de disfrute no puede ser mala. Esta especie de hibridación de las posturas de la izquierda y de la derecha tiene cada vez, por lo demás, defensores académicos más explícitos, que picotean un poco de aquí y otro poquito de allá (la moda ahora es vender el tema, encima, como rebaja de las cotizaciones compensada con el IVA, para que se note menos aún el tocomocho), sin cuestionar en el fondo el consenso conservador de base. Y así, siguiendo esta vía con perfiles muy marcados ya, es como da la sensación que nuestros grandes partidos pretenden afrontar el futuro de los sistemas de provisión social para cuando debamos afrontar nuestra vejez quienes ahora estamos en edad (supuestamente) productiva.

El planteamiento, por tranquilizador, aun asumiendo cierta inevitabilidad de los recortes, que pueda ser para casi todos implicados con cierta capacidad de influencia y de acción (y de ahí, también, su éxito electoral, pues a los pensionistas actuales se les conservan sus derechos; mientras que a todos los demás se nos dice que, dentro de lo que cabe, mejor que no nos quejemos, que podría ser peor… a la vez que se blinda un reparto poco equitativo en beneficio de ciertas clases), no es sin embargo demasiado satisfactorio. No lo es, al menos, desde la perspectiva de un debate público maduro sobre rentas, redistribución e igualdad propio de una democracia avanzada y alfabetizada. Entre otras cosas porque acreciente y extrema soluciones crecientemente injustas, incoherentes con la propia esencia del sistema, a las que hemos dado carta de naturaleza pero que no son nada normales y que alguien habría de plantear de una vez.

Las incoherencias internas de un sistema que se basa en un supuesto modelo de cotización que se falsea y en una apelación a un reparto… que acaba siendo muy regresivo

En efecto, es cierto que el modelo actual no es sostenible. Nada que objetar a esa evaluación. Por lo demás, no es un problema estrictamente español, aunque en nuestro caso sea más exagerado. En lo que ha sido un rasgo generacional de lo que en España podríamos llamar «Generación T», que ha exacerbado una dinámica que por otro lado es común a toda Europa occidental, es cierto que el modelo actual de pensiones ha beneficiado desproporcionadamente, y todavía beneficia mucho, a quienes empezaron a jubilarse hace una década y media y a quienes se jubilarán en la próxima década. Son una generación que va a cobrar unas pensiones que nunca nadie tuvo (y muy superiores a lo que cotizaron) gracias al esfuerzo de sus hijos… que nunca cobrarán pensiones equivalentes en términos de poder de compra, entre otras cosas porque habrán habido de dedicar muchos recursos de las mismas a pagar las de esa generación. Todo ello, como es sabido, con base en un sistema supuestamente «de cotización» pero que se aleja de todo cálculo real actuarial para la determinación efectiva de las prestaciones a las que detiene derecho. Es decir, que se supone que se van a recibir pensiones «según lo que se ha cotizado» pero, a la postre, éstas son muy superiores a esa cifra, «por cuestión de justicia» social» y se determinan políticamente en una cantidad muy superior a lo que efectivamente se ha aportado y debiera por ello tocar (al menos, si fuéramos a un sistema de verdad «de cotización»: la diferencia la puede calcular cualquier persona tan fácilmente como viendo lo que le daría un plan de pensiones privado por unas cotizaciones mensuales equivalentes a las que ha hecho, y se ve con facilidad que estamos hablando de que en tal caso se recibiría entre un tercio y la mitad, de media, de lo que a la postre acaba poniendo el sistema público; otra forma de comprobar la diferencia entre uno y otro modelo es analizar los regímenes de Seguridad Social y los de las mutuas profesionales creadas en aquellos ámbitos de actividad donde no llegaba la Seguridad Social, mutuas todas ellas que han acabado por desaparecer de facto pues a medida que las pensiones públicas se iban haciendo generosas el equilibrio aportaciones-pensiones que podían ofrecer las mutuas era cada vez más difícil de lograr).

Así pues, la supuesta característica técnica del sistema de que sea «de cotización», pura y simplemente, no se cumple. Hay transferencias de unos sectores a otros y de unas generaciones otras, porque de alguna manera hay que cubrir las diferencias. Y ello comporta un determinado modelo «de reparto», que si se analiza de cerca es mucho menos agradable de lo que nos venden. Porque, a la postre, y expuesto de manera sencilla y simplificadora, ¿cómo llevamos desde hace años cubriendo esa diferencia? Pues con el esfuerzo extra, diferencial, de los cotizantes presentes, que aceptan contribuir para cubrir ese «sobrecoste» para garantizar a los actuales pensionistas sus niveles de prestaciones porque el pacto (implícito, aunque todo el mundo lo da ya por roto) es que, llegado el día, ellos recibirán también una sobreprestación. Sin embargo, para que un sistema como el señalado, que tiene todos los elementos de esquema piramidal, funcione, hace falta que lo que en cualquier esquema Ponzi: que sigan entrando, de forma continuada y regular, más rentas de las que salen, que se amplíe la base de la pirámide. En toda Europa occidental, y en España particularmente, ello se lograba gracias a la combinación de un crecimiento demográfico mediano y un crecimiento económico más o menos robusto: mientras ambos se mantuvieran era posible seguir pagando de más y mantener la esperanza de que en el futuro, a los que ahora ponían el dinero, se les recompensara también en mayor medida. Para ello, sin embargo, y como ya se ha dicho, ha de haber una masa salarial suficiente detrás y un crecimiento económico vigoroso. A día de hoy no tenemos ni lo uno ni lo otro desde hace, más o menos, unas dos o tres décadas. Y aunque no sabemos a ciencia cierta lo que nos deparará el futuro, no parece que ni la inmigración ni la mecanización vayan a ser suficientes como para paliar las necesidades de ampliar la base de la pirámide, por un lado, y el crecimiento económico, por otro, que tenemos. De ahí el recurso a ese modelo consensual de ir por una parte reduciendo poco a poco prestaciones, a ver si se nota poquito y conseguimos ir saliendo del lío (como en la vieja fábula explicativa de la rana a la que si se le sube la temperatura del agua de la pecera poco a poco no se entera y acaba, por esta razón, muerta, mientras que sí habría reaccionado y saltado ante cambio abrupto de temperatura) y, sobre todo, a ir cubriendo cada vez más parte del sistema de pensiones no con contribuciones sino con impuestos.

Y es a partir de aquí, y de la aparición y generalización de esta dinámica, cuando empiezan a aparecer no pocas contribuciones. El modelo de «reparto» clásico, por llamarlo de alguna manera, del sistema de pensiones vigentes es, sobre todo, como se ha explicado, generacional (quienes están trabajando transfieren muchas rentas a quienes están jubilados para que cobren pensiones muy por encima de lo que cotizaron), pero en el resto, al menos como ficción, se supone que lo que se recibe se corresponde a lo «cotizado». Por ello se hace que todo el tinglado se sufrague, en teoría, no con impuestos sino con cotizaciones. Quienes más aportan, como esto no son impuestos sino cotizaciones pues tienen derecho a recibir más. Supuestamente, así, «se contiene» una excesiva transferencia de rentas de los que tienen y aportan más a los que ganan menos, que se supone que tampoco sería plan, nos dicen. Y como ha de haber una equivalencia entre lo cotizado y lo recibido, pues desde siempre se han introducido elementos adicionales que no contienen los sistemas de impuestos para limitar aún más todo riesgo de reparto y progresividad excesivos, como que las contribuciones se «topean» (es decir, que cuando se llega al tope máximo de lo que se podría recibir a partir de la cotización fijada, pues también ha sido la regla general que se fijen límites máximos a lo que se cotiza y aporta al sistema). Por esta misa razón, como no estamos en un modelo de cubrir necesidades personales cuando uno llega a la vejez, sino ante, de alguna manera, un modelo que te «retribuye» según lo aportado, quien ha cotizado lo suficiente también generan pensiones incluso si mueren (viudedad, orfandad…) que serán tanto mayores no atendiendo a la situación de mayor o menos amparo o necesidad de quienes las reciban sino «a lo cotizado». Además, las cotizaciones a la Seguridad Social se pagan de un modo diferente a los impuestos, con una carga que se reparten trabajador y empleador. Y, por supuesto, a la postre, cada cual recibe «según ha aportado» (razón por la cual casi todo el mundo piensa que la pensión, y en su cuantía exacta, es algo que «se ha ganado» porque «lo ha cotizado»). Por último, y para cuadrar el sistema, hay pensiones de quienes no han contribuido, que inicialmente sufragaba el propio sistema, pero que muy rápidamente, en la medida en que empezaron a ser más generosas (aumente éste por razón de justicia social por lo demás bastante evidente), pasaron a ser inasumibles y a ser soportadas por el sistema tributario. Se argumenta para ello, con cierta razón, que la protección social de quienes no han cotizado es un asunto de interés general y que a todos concierne, con lo que se habrá de pagar con impuestos, como cualquier servicio público en razón del interés general.

El argumento es convincente, porque es cierto que hay razones de interés público evidentes en garantizarnos a todos una vejez digna, suficientemente tranquila y asistida. Una sociedad civilizada es, entre otras muchas cosas, la que no se preocupa en dejar en situación de necesidad a sus personas mayores. Así pues, hay que asumir que va a tener mucho futuro el argumento de que se completen las pensiones en el futuro, cuando sea necesario, por vía fiscal. De hecho, esta idea avanza con fuerza también en la izquierda: por ejemplo, el PSOE la planteó abiertamente y de manera ambiciosa en la pasada campaña electoral, proponiendo un impuesto específico para el pago de pensiones. Y desde posiciones conservadores se ha asumido además ya con toda naturalidad que además de los recortes, este es el sistema: por ejemplo, para orfandad o viudedad. Pero, además, se tiene claro que van a a ser necesarios los fondos recabados vía impuestos para completar las pensiones de forma que sean suficientemente dignas para que los partidos cuya base electoral está compuesta por ciertas capas de la población puedan respirar tranquilos. Lo hemos visto ya con las propuestas como la de emplear parte del IVA para reducir las cotizaciones. La dinámica está lanzada y ver la evolución de lo que nos espera en materia de pensiones, junto a recortes paulatinos para asegurar su sostenibilidad, no requiere de ser un gran analista: vamos a ir usando impuestos cada vez par cubrir más y más partes del sistema: primero fueron las no contributivas, luego viudedades y orfandades, luego alguna otra situación excepcional como la necesidad de bajar cotizaciones, y acabaremos en pagar así un porcentaje de las pensiones si queremos que sigan manteniendo poder adquisitivo… hasta que el final uno se acaba preguntando si no sería mejor pagarlas todas con impuestos, como sostiene cierta izquierda, y asunto resuelto.

A fin de cuentas, lo que distingue jurídicamente (y en términos económicos y sistémicos) a las cotizaciones e impuestos tampoco es tanto, se nos dice. Y no falta razón a quienes así lo defiende. ¿Supone muchas diferencias para el común de los mortales entre que nos detraigan salario para impuestos y la parte que va a la SS? Pues, la verdad, ninguna. Desde un cierto punto de vista, s el sistema sería más transparente así: eliminemos las cotizaciones a la Seguridad Social, que todo se recaude vía impuestos y que el sistema de pensiones se financie enteramente de este modo. ¿Acaso no sería mejor?

El problema es que al hacerlo así afloraría con toda su crudeza una de las realidad menos amables del modelo actual de pensiones, que genera una incoherencia que se multiplica y agrava conforme más y más parte del monto total de las prestaciones se pagan por vía fiscal: su carácter profundamente regresivo, y ello a pesar de que aparentemente debería contener transferencias de rentas de los que tienen más a los que tienen menos, aunque no fueran éstas excesivas. Si pagáramos todo con impuestos sería muy difícil seguir justificando una esencia del sistema, supuestamente «de cotización», que protege, aun hoy, y a pesar de las quiebras que ya se han producido a esa idea, el que siga pudiendo funcionar como un peculiar redistribuidor de recursos en favor de las rentas más altas. Como no son impuestos, no estamos ante un «reparto», sino que cada cual recibe «según ha cotizado», y no parece haber problema por ello en que unos cobren más (y durante bastantes más años: los datos sobre esperanza de vida según nivel de renta en España son casi secreto de Estado, para que la gente no se moleste demasiado, pero basta ver la distribución de la esperanza de vida por CCAA para que el patrón aflore de forma clara: Madrid, Navarra, País vasco encabezan la tabla… y es por una razón sencilla): ¡es simplemente que tengo derecho a ello porque lo he cotizado, me lo he ganado! En cambio, si el sistema pasa a ser totalmente sufragado vía impuestos, claro, es difícil seguir sosteniendo el peculiar reparto basado en la renta previa de los sujetos y que acaba provocando el peculiar efecto de que entre todos los de una generación comparativamente más pobre hemos de pagar pensiones más altas a los de una generación que ha estado y está mejor que quienes trabajan. Además, los más ricos reciben más, y lo hacen durante bastantes más años, con lo cual ellos son los que disfrutan de la parte del león de esa peculiar desproporción.

Sorprende mucho por ello, la verdad, que las propuestas de cierta «izquierda» (toda, en realidad) abunden en la solución de meter dinero vía impuestos en el sistema (como hacía el PSOE en la pasada campaña electoral) sin revisar la otra pata del supuesto modelo de cotización: y es que, desparecida la base del modelo de la «cotización» en cuanto a las entradas de dinero , ¿no había de desaparecer también la consecuencia de la misma, esto es, el hecho de recibir según lo cotizado?

Una propuesta sobre un modelo de pensiones futuras, sostenibles y ajustadas a la lógica de que el Estado ha de contribuir para proveer de servicios a sus ciudadanos en beneficio de todos

La primera idea base a partir de la cual habría que construir un nuevo modelo de pensiones es, por ello, muy sencilla: si se van a pagar con impuestos, y bien está que así sea para garantizar que el sistema sea estable y sostenible, para poder atender a un interés general obvio, como es garantizar una vejez digna a todos, el corolario debiera ser obvio: hay que garantizar la misma pensión estatal a todo el mundo.

Es, sencillamente, lo más justo y eficiente. Y ello porque sí, es cierto que los ciudadanos, aunque lo hagan vía impuestos, también aportan más (o mucho más) si ganan más, si tienen más rentas, que se tienen menos. Pero, si de lo que hablamos es de que un Estado civilizado y una sociedad avanzada ha de proveer para sus personas mayores un suficiente nivel de protección para garantizarles una vida digna, como ocurre con cualquier servicio público o cualquier política cuyo objetivo es el bienestar general, ¿desde cuándo es razonable asumir que por pagar más, por pagar más impuestos en este caso, se ha de recibir más? Expresado de forma clara y directa: no tiene ningún sentido que el Estado pague pensiones mayores a quienes han «aportado» más (ya sea vía impuestos, pero también lo habría de ser vía cotizaciones desde el momento en que éstas nunca lo fueron de verdad porque luego había reparto y transferencias, ocurre simplemente que si el modelo se basa en suficiencia vía impuestos la contradicción es mucho más visible y obvia). El mantenimiento teórico, a pesar de sus fallas y contradicciones, del sistema de «cotización» no sirve a día de hoy para nada más que para establecer una cortina de humo al respecto que aparentemente sirve a casi todos, aún, para justificar estas diferencias de trato en la pensión que se «tiene derecho a cobrar». Pero lo cierto es que éstas no se sostienen ni justifican, en el fondo, si hacemos un análisis mínimamente racional. Además, los argumentos para un cambio a un sistema de provisión social y protección de la vejez más equitativo son abundantes:

  • Desde la perspectiva del Estado y del conjunto de la sociedad, es evidente que cubrir las necesidades de las personas mayores es de indudable interés público, pero lo ha de ser cubrir (y lo mejor posible) las de todas las personas, y además de modo suficiente, algo que no tiene nada que ver con que el Estado se convierta en intermediario (como hace hasta ahora, siendo además un intermediario de apropiación de rentas intergeneracional) para garantizar por medio de su capacidad coactiva el mantenimiento de las mayores rentas de unas personas sobre otras: ahí no hay interés público alguno. En cambio, lo habría, y más que evidente, en una redistribución más igualitaria de todo el montante destinado a pensiones, pues de este modo se evitarían graves problemas de exclusión y de salud que a día de hoy aún tenemos, pero sólo en los pensionistas más desprotegidos. Una sociedad con menores niveles de exclusión y menores problemas sociales, en definitiva, es mejor para todos. Y justifica mejor el empleo de recursos públicos de todos para ello, logrados en proporción a lo que cada uno tiene.
  • Las personas que más han contribuido con impuestos tienen los mismos derechos a recibir servicios públicos y cobertura social que los demás, pero no más: no hay escuelas públicas para los hijos de quienes pagan más renta con mejores instalaciones y profesores premium ni hospitales de última generación para los que más han aportado al sistema nacional de salud a través de sus impuestos, afortunadamente. ¿Nos imaginamos una sociedad donde algo así ocurriera? Sería asquerosa y horrible y no la aceptaríamos. Llama mucho la atención que hayan conseguido, en cambio, con la muleta de la supuesta «cotización», que lo hagamos con toda naturalidad con el sistema de pensiones y que, incluso, las reformas que desde la izquierda llaman al sostenimiento fiscal de las mismas sigan empeñadas en conservar estas diferencias. Un sistema donde el poder público garantiza aquellos mínimos que consideramos imprescindibles para la vida en sociedad y no hace de garante de las diferencias sociales y de protector acérrimo de los más favorecidos, estableciendo sistema de reparto en su beneficio, es también mejor para todos. Porque el contenido ético de la actuación del Estado es esencial a la hora de legitimar su acción.
  • Además, son precisamente las personas que más ganan y las que en mejor situación económica están las que, durante sus años productivos, más posibilidades tienen de acumular rentas y de ahorrar para la vejez, de modo que caso de que pretendan conservar su nivel de vida diferenciado tras jubilarse lo pueden hacer con mucha más facilidad. Les basta ser más previsoras y cuidarse de ello. Lo cual no deja de ser, a la postre, un problema individual, una vez garantizado que sus mínimos van a estar cubiertos, no una preocupación pública. Por ello, no debería ser el Estado quien les hiciera ese papel. Y menos aún extrayendo rentas a otros para ello.

En definitiva, las pensiones del futuro están llamadas a ser pagadas por todos, como pagamos todos los servicios públicos, porque hay un interés público evidente en hacerlo: que esta sociedad se organice de moda que los mayores puedan (podamos, cuando nos toque) vivir con dignidad. Para ello, habrá que pagarlas con nuestros impuestos, según nuestras posibilidades presentes, lo que comportará transferencias, de ricos a pobres, y también generacionales. Pero, a cambio de todo ello, esta labor estatal ha de ser lo más eficiente y justa posible.

Para que sea eficiente, ha de dejar que sean los individuos privados los que se apañen, y asuman los riesgos y las consecuencias de sus posibles errores y aciertos, para querer diferenciarse teniendo una mejor situación y, además, ha de tratar de consumir lo menores recursos de todos posibles que garanticen lograr el objetivo de tener a todo el mundo bien cubierto (algo que también es mucho más fácil de lograr con un modelo de pensiones iguales para todos, que desinfla de presiones el sistema a cuenta de los colectivos depredadores, piénsese que una 600.000 personas cobran en España pensiones de más de 2.000 euros al mes, mientras que en toda Alemania son sólo unas 60.000 y extraigan conclusiones).

Además, y para ser justo, un sistema de pensiones público, como cualquier otro servicio público que emplea recursos de todos, ha de garantizar una misma prestación para todos, porque esa prestación se da por razón de consideraciones de ciudadanía, no económicas.Ésa y no otra es la función estatal, garantizar derechos de ciudadanía, no rentas privilegiadas y diferenciadas. Para eso otro, en su caso, ya está el mercado.

Así pues, la pensión del futuro, pagada por los impuestos de todos, debiera ser igual para todos. Y ya está. Así de sencillo. No entiendo cómo es posible que los partidos de izquierdas no lo planteen desde hace años. Supongo que es una consecuencia más de la captura explicativa que sufren a cuenta de esos relatos a los que ya nos hemos referido, al «yo lo he generado, lo he cotizado». Y, también, qué duda cabe, debe de ser resultado de que las elites estatales y de los partidos, también los de izquierdas, estén dominadas por personas a quienes el modelo descrito conviene fenomenalmente bien.

Obviamente, una transición al modelo señalado no se puede hacer de la noche a la mañana. Habría que, por ejemplo, y aunque sea injusto, garantizar a los actuales pensionistas su pensiones actuales (pero, por ejemplo, no permitir su actualización y mejora mientras sean superiores a lo efectivamente generado). También a las personas cercanas a la jubilación habría que respetarles probablemente la pensión con la que han organizado, más  menos, su vida próxima. A los demás, por ejemplo, no deberían tener en cuenta nuestra efectiva cotización hasta la fecha y, por ejemplo, «guardárnosla» como posible incremento de la pensión que el Estado determine en un futuro para todos o alguna medida equivalente. En todo caso, las medidas transitorias no empecen que la adopción del nuevo modelo es extraordinariamente sencilla de poner en marcha y que, además, y muy probablemente, según se prefiriera políticamente mantener o no los actuales recursos destinados al sistema, siendo ambas elecciones perfectamente legítimas, bien incrementaría mucho las pensiones a día de hoy más bajas, bien permitiría una rebaja de las actuales cargas (las cotizaciones, que desaparecerían sustituidas por impuestos nuevos que, poco a poco, y a medida que se hiciera la transición, serían mucho menos costosas de mantener, al menos mientras no hubiera un incremento muy sustancial de la pensión, por cuanto se eliminaría la carga que suponen para el sistema las pensiones altas y muy altas que a día de hoy, y por muchos años, todavía vamos a pagar).

Una última cuestión, y por supuesto clave, es determinar cuál debería ser ese nivel igual para todos de pensión pública en el que se basaría el nuevo modelo.  A mi juicio es claro que debiera ser el suficiente para que cualquiera pudiera mantener sin demasiados problemas una vida digna, teniendo eso sí en cuenta que al final de la vida, y en un Estado como el español (donde los servicios sociales y asistenciales a la vejez son los únicos que están no sólo a nivel europeo sino incluso por encima de la media, mientras en todo lo demás, infancia, discapacitados, inmigrantes, pobreza, gastamos menos de la mitad de la media, como explica magistralmente este libro de Borja Barragué et alii), las necesidades son normalmente menores que en momentos en que uno, por ejemplo, ha de sacar adelante una familia. Por esta razón me parece que esa pensión pública debiera ser, siempre, y como máximo, equivalente al salario mínimo mensual que consideramos socialmente suficiente y justa retribución para una persona que esté trabajando en nuestra sociedad para sacar adelante una actividad productiva. De hecho, que coincidan y así se determine explícitamente tiene muchas ventajas. De una parte, porque es obvio que nadie podrá quejarse y decir que no estamos fijando una prestación pública insuficiente o injusta, si consideramos que esa retribución es justa para quien trabaja y suficiente para vivir estando activo, habrá de serlo necesariamente para cuando se llega a mayor, máxime si cuestiones como la sanidad, el transporte o la asistencia social están, como es el caso en España, moderadamente bien cubiertas. Además, una medida  de vinculación como ésta, como es evidente, tendría un efecto indirecto evidente e inmediato más que positivo: todos los pensionistas tendrían un incentivo claro para apoyar subidas del salario mínimo y, con ello, de las retribuciones de todos aquellos que están efectivamente trabajando para producir la riqueza necesaria para que se cubran los recursos públicos de donde salen, en el fondo ya hoy, las pensiones y el resto de políticas públicas. Que, sinceramente, es algo que se echa mucho de menos en las prioridades políticas y de voto del colectivo a día de hoy en España, si no sabe mal ni se considera de mal gusto recordarlo, porque las cosas son como son y esto es así. Y si sólo tener a políticos (pasa en Podemos) cobrando con referencia al salario mínimo ha provocado que éstos tengan un enorme interés, tan legítimo como de parte gracias al «incentivo» que ello supone, imaginemos lo bueno que sería que todos los pensionistas tuvieran no sólo claro intelectualmente que sus pensiones dependen, como muchas otras cosas, del trabajo y del reparto de otros muchos, sino que, además, fueran muy conscientes, en sus propias carnes y cuentas corrientes, de cómo de íntima es esa vinculación.

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PS: De las repercusiones de un modelo así y de su lógica en un mundo de trabajo cada vez más escaso y donde las prestaciones alternativas e incluso los modelos de renta básica van, por ello, a  ser cada vez más frecuentes hablamos otro día. Pero es evidente, creo, que su cohonestación con el mismo es relativamente sencilla y muy fácil de estructurar de forma coherente. También, y de forma de nuevo fácil de cohonestar con esa realidad, una medida así cambiaría muy probablemente el mismo concepto de lo que es la jubilación y eliminaría algunos de los problemas jurídicos que ya se dan, y que están llamados a generalizarse a medida que las pensiones sean más precarias y vayamos a otro tipo de economía, como son los derivados de normas que impiden trabajar, aunque sea a tiempo parcial, mientras se percibe una pensión (entre otros muchos problemas parecidos, que tienen todos que ver con la obsolescencia de una visión de la jubilación y las pensiones que no acaba de cuadrar bien en una sociedad donde los límites entre trabajo, ocio, actividad, inactividad se diluyen y donde, además, las formas de obtener rentar van a variar mucho más aún de lo que ya estamos viendo ya).



Sectores regulados en España: hoy, la reforma eléctrica

Publica el BOE de ayer el Real Decreto-ley 9/2013, de 12 de julio, por el que se adoptan medidas urgentes para garantizar la estabilidad financiera del sistema eléctrico (por cierto, en el tanteo del año llevamos 9 leyes por 9 Decretos-ley, que están perdiendo fuerza, los pobres, como si esto fuera un país normal, aunque de vez en cuando aparezcan casos como éste, donde no hay NINGUNA justificación para acudir a esta forma de legislar, como queda claro por el hecho de que la reforma lleva meses preparándose, lo que hace que cualquier persona con dos dedos de frente dude de la efectiva existencia de esa supuesta urgencia que el texto del Decreto-ley tantas veces invoca). Se trata de una «pedazo de reforma», en palabras de la Vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáez de Santamaría, que cada vez que presenta reformas supuestamente ambiciosas que en realidad vienen a ser más de lo mismo se ve obligada a hacer fuegos de artificio verbales, como lo de los famosos 40.000 millones de euros del otro día, para tratar de tapar la triste realidad de la pobre acción reformadora del Gobierno.

La reforma que ha presentado el Gobierno es muy compleja (si se van al enlace de la norma en el BOE verán que la Exposición de Motivos ocupa casi 2/3 de extensión, lo que demuestra, además, la necesidad de aclarar qué intenciones tienen algunos preceptos y cómo han de interpretarse, sentida incluso por parte del propio Ejecutivo que ha preparado el Decreto-ley) y en aras a la brevedad que siempre se me recrimina que no cuido nada en este blog voy a intentar, de la manera más sencilla posible, explicar los dos problemas esenciales que parece querer afrontar la reforma y los problemas jurídicos de fondo que plantean y que ponen de relieve algunas de las dificultades de la moderna manera de hacer ordenación económica… Boletín Oficial del Estado en la mano. Se trata de la cuestión del precio de la electricidad en España y del tema de las primas a las renovables.

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Sábado, sabadete, Decreto-ley y….

Escribo hoy en mi columna quincenal de El País Comunitat Valenciana sobre los recortes y cuento algo que es estrictamente cierto. Somos cada vez más los juristas que, con una mezcla de incredulidad, morbo, cierta resignación y espíritu sadomasoquista nos conectamos los sábados por la mañana al Boletín Oficial del Estado, donde con precisión de reloj suizo aparecen, semana tras semana, Decretos-ley de todo pelaje y condición consecuencia de que ahora los Consejos de Ministros del viernes se aprovechan para aprobar normas con rango de ley, semana sí, semana también.

Esto del Decreto-ley como costumbre semanal es una cosa que quizás al no iniciado no llame demasiado la atención, pero a los juristas nos preocupa, cuando no indigna, por muchas razones. Porque el Decreto-ley supone que sea el Gobierno quien redacte una ley, en lugar del Parlamento, que es quien tiene atribuida esa función en un Estado de Derecho normal. ¿Y qué más da algo así en un contexto como el actual, donde el partido que Gobierna tiene una amplia mayoría absoluta en las Cortes que le permite aprobar todo lo que le parezca?, se preguntarán algunos. Pero la verdad es que sí da, sí importa. Y mucho. Porque no es lo mismo hacer las normas sin debate y confrontación de ideas a tener que pasar por un trámite parlamentario donde todo esto se produce. No es lo mismo la publicidad que una norma y sus matices y detalles reciben, por parte de la opinión pública y de los agentes implicados, si se tramita como ha de hacerse a la atención que suscita si se aprueba Decretazo mediante. Y tampoco es lo mismo el incentivo al pacto y la conciliación que supone tener que aprobar la Ley, porque aunque tengas mayoría absoluta siempre queda un poco mal pasar el rodillo una y otra vez, comparado con lo que supone poder decretar cualquier cambio en una rueda de prensa tras un «intenso debate» entre tu partido y tu gobierno. Aunque luego el Decreto-ley deba ser convalidado por el Parlamento o tramitado como ley el efecto provocado por el fait accompli es tremendo. Las normas así aprobadas suelen pasar por las Cortes sin más pena que gloria, suscitando poca atención y menos debate y son enmendadas poco o nada.

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La burbuja universitaria

La vuelta al cole es dura para todos siempre. Pero este año es un poquito más deprimente de lo habitual, dado que cuatro o cinco años después, y tras un verano agitadito, todo el mundo se ha dado cuenta de la enorme crisis que se nos ha venido encima, proporcional a la ingente burbuja en que durante muchos años hemos vivido instalados. Administraciones públicas, medios de comunicación, empresarios e incluso el ciudadano medio español que pinta en nuestra sociedad (el que tiene entre 45 y 75 años, trabajo fijo o pensión generosa y que ha cortado el bacalao desde la Transición) se han dado cuenta de que, en efecto, algo se ha hecho profundamente mal. Todos estamos ya convencidos. ¿Todos? ¿De verdad? No, existen todavía unos irreductibles que resisten aún y siempre al pesimismo y a todas las evidencias que apuntan a la necesidad de hacérnoslo mirar. Estamos hablando, claramente, de quienes formamos parte del sistema universitario español.

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Historias sobre la regulación de mercados en España (I)

A veces contar cosas que pasan en la vida real ejemplifica mejor que cualquier disquisición teórica cómo funciona en nuestro país eso de la liberalización de mercados, la libre competencia y lo de dejar que sean las empresas privadas las que actúen en ciertos sectores esenciales, mientras la Administración, no teman los ciudadanos, por medio de unos organismos independientes y trufados de técnicos neutrales, especializados y no politizados, velan por que todo vaya bien y no se produzcan desmanes ni nadie se aproveche de ciertas situaciones inherentes de superioridad. ¿Se saben la historia, verdad? ¿Le suena la música?

Pues pasemos a la letra, a la dura realidad. Esto es algo que ha empezado a circular por la Red. La carta y la respuesta demuestran bien a las claras cómo se las gastan las empresas españolas y hasta qué punto la actividad de «regulación» que debieran hacer nuestras autoridades es una tomadura de pelo:

I. Carta de Endesa a un usuario canario:

Estimado señor:

Endesa Distribución va a proceder próximamente a la
sustitución de su contador de electricidad por uno nuevo que
dispone de capacidad de Telegestión, en cumplimiento de la
normativa vigente (RD 1110/2007 de 24 de agosto y Orden
TC/3860/2007 de 28 de diciembre). El nuevo sistema de
Telegestión permitirá entre otras funciones la lectura a
distancia de su consumo.

A lo largo del próximo trimestre, un operario autorizado por
Endesa sustituirá el contador que usted tiene actualmente
instalado. Si su contador se encuentra en el cuarto de contadores o
es accesible desde el exterior de su vivienda, no será
necesario que usted esté presente. En caso contrario, el
operario se pondrá en contacto con usted para poder realizar
el cambio de contador.

El coste de la sustitución correrá a cargo de Endesa y
usted sólo tendrá que abonar una cantidad en concepto de
Derechos de Enganche, que según se establece en la
legislación actual asciende a 9,04 euros. Por otra parte, el
coste mensual de alquiler del contador a aplicar será de 0,81
euros.

Si necesita cualquier aclaración sobre esta sustitución o
desea realizar alguna consulta, puede contactar con nosotros
dirigiéndose al Teléfono de Atención de Endesa
Distribución Eléctrica 902 509 600. Estaremos encantados
de atenderle.

Agradeciendo de antemano su colaboración, reciba un cordial
saludo.

II . Respuesta del usuario:

        Estimados señores de Endesa Distribución:

He recibido su amable carta de fecha indeterminada (porque no la
ponen) en la que me comunican una serie de hechos consumados
basados, naturalmente, en que ustedes como monopolio hacen siempre
lo que les sale de los electrones y a nosotros, como miembros de la
honorable manada de borregos forzosamente consumidores, nos queda
la única opción gozosa de pagar.

Les dirijo esta carta porque en el texto que me han enviado, como a
otros muchos miles de consumidores, supongo, existen algunas
cuestiones que me han sumido en un estado de estupor, catatonia y
asombro. O dicho de otra forma, que me han fundido ustedes los
plomos.

Porque vamos a ver. Me dicen ustedes amablemente que van a proceder
a cambiarme «mi» contador de electricidad. Una cuestión
bastante curiosa porque resulta que en el desglose de la factura
que les pago a ustedes todos los meses les abono una cantidad en
concepto de alquiler de contador. Y digo yo, ¿cómo es
posible que les haya pagado un alquiler por algo que  era
mío? ¿Habrán incurrido ustedes, mi querido
monopolio, en un involuntario y pequeño error por el que me
han estado cobrando indebidamente una modesta pero significativa
cantidad a lo largo de los últimos años?

Sigo adelante con la carta y observo que me cuentan ustedes que el
nuevo contador permite la lectura a distancia (es decir, más
gente al paro, me temo, maldita tecnología) lo cual, como
fácilmente comprenderán, a los usuarios nos la
refanfinfla. Dicho de otra manera, que me da igual que lean ustedes
el contador a medio metro o desde las quintas chimbambas, a
condición de que las lecturas sean las reales.

Añaden que el coste de la sustitución -en cumplimiento de
la normativa legal- correrá a cargo de Endesa. Y digo yo que
faltaría más que nos cobraran a nosotros por algo que ni
hemos pedido ni maldita la falta que nos hace. O sea, que les
agradezco la información aunque me resulte irrelevante. Lo que
me llena de asombro es que me indiquen que «solo» tendré que
abonar «una cantidad en concepto de derechos de enganche que
según la legislación actual asciende a 9,04 euros». Vamos
a ver, querido monopolio, ¿cómo nos van a cobrar a los
usuarios un reenganche de un desenganche que ni hemos pedido, ni
hemos contratado? Porque digo yo que porque a ustedes les salga del
flujo de electrones cambiar los contadores, como les podría
dar por cambiar esas divertidas torretas eléctricas de
colorines con las que generosamente nos han adornado las autopistas
para mejorar nuestra imagen turística, ¿a mi que me
cuentan? Eso del derecho de enganche, que debe ser un asunto
más complejo que el derecho romano, es un devengo que se
produce cuando un usuario se da de alta en la red por primera vez o
lo vuelve a hacer después de que le hayan cortado la luz por
impago. ¿Pero cómo le pueden cobrar enganche a un
consumidor que no se ha desenganchado, que está al corriente
de sus pagos y que tiene un contrato vigente con ustedes para el
suministro en unas condiciones pactadas?

Es que si tenemos en cuenta que tienen ustedes, un suponer, 600.000
usuarios en Canarias, a casi diez euros por barba, se van a
embolsar así como quien no quiere la cosa unos seis millones
de euros, que hay meses que no los gana uno, créanme, aunque
sea expresidente de Gobierno y además de llevarse 80.000 del
ala al año limpios de polvo (aunque no me consta que de paja)
cobren por hacer de lobby para algunas de las grandes empresas
españolas.

Lo que ya me descalabra completamente es que añadan -supongo
que intentando convertir la carta en un relato kafkiano- que el
coste mensual del alquiler del contador a aplicar (un lapsus
sintáctico porque en todo caso querrán decir ustedes
·el costo mensual a aplicar del alquiler del
contador…·) será de 0,81 euros. A veeeeerrr. Si el
contador es mío ¿me van a pagar ustedes 0,81 euros
mensuales? ¿O será que realmente el contador es de quien
es -es decir, de ustedes- y amablemente me comunican que me van a
cobrar esa módica cantidad mensual?. Y si es de ustedes,
¿por qué principian hablando de «mi» contador?

Queridos amigos del monopolio. No se líen. El contador es de
ustedes. Lo era antes y lo es ahora. Por eso me cobraban antes el
alquiler y me lo van a cobrar ahora. Y lo cambian ustedes por
imperativo legal, con lo que esa pretensión de cobrarles diez
euros a los usuarios me parece sencillamente que es sacar las patas
del tiesto y echarle un poco de morro al asunto. Sobre todo porque
lo que realmente se callan en su amable carta -en las cartas, como
en la vida, es más importante lo que se calla que lo que se
cuenta- es que el nuevo contador tecnológicamente avanzado que
nos están cascando por decisión unilateral les va a
permitir a sus señorías detectar a aquellos usuarios
-viviendas, oficinas, bares, restaurantes y otros- que están
consumiendo ligeramente por encima de la potencia contratada. O
dicho de otra manera, que aquellos consumidores que tienen con
ustedes un contrato de potencia de 5 kw y resulta que de media
están consumiendo un poco por encima -que como bien saben son
un porrón- van a tener que pagarles esa energía extra con
un sustancioso recargo y, de propina, estarán obligados a
realizar un nuevo contrato de mayor potencia. Es decir, que con
esos nuevos contadores van a detectar ustedes los pequeños
sobreconsumos que ahora se les escapan, van a cobrarlos con
banderillas y van a hacer el negocio redondo aumentando el rango de
potencia de los contratos. Ustedes lo saben. Yo lo sé. Los
usuarios no lo sabían.

Resulta descorazonador que mientras hacen ustedes todo esto, la
gente que se supone que representa los intereses de los ciudadanos
sigan discutiendo del sexo de los galgos y los podencos. Si esto
fuera un libre mercado, allá penas porque estarían
ejerciendo con toda legitimidad sus derechos como empresa y los
usuarios estarían en condiciones de elegir. Como resulta que
tienen ustedes el monopolio real de la distribución no estamos
hablando de un mercado libre y las reglas del juego deben ser
distintas. Desde luego no deberían pasar porque ustedes hagan
lo que les salga del forro de los cajones de los electrones y a los
usuarios, forzosos, no les quede otra que tragar.

Les agradezco su amable y distorsionada información en torno a
sus planes para apretarnos un poco más los bolsillos, les
recomiendo encarecidamente que su grupo de producción compre
energías renovables de los nuevos parques eólicos del
Cabildo de Tenerife (y de paso quesos, vino, yogures, piensos,
vacas… o jugarse incluso unas perritas en los casinos de la casa)
y les aseguro que como se les ocurra cobrarme diez euros por un
reenganche que no he pedido, pienso acudir a la Organización
de Consumidores y Usuarios para que no me hagan ni puñetero
caso, perder el tiempo, frustrarme y pensar una vez más que
estamos indefensos ante los monopolios, los mercados intervenidos y
los ineptos que se suponen que tienen que defendernos.

Reciban un cordial saludo.

PD. El número de información al que me indican en la
carta que debo llamar (el 902 509 600 de Atención al Cliente
de Endesa Distribución Eléctrica) es un call center -como
dicen los modernos- que está en Madrid (me gustaría que
creen puestos de trabajo donde yo pago, no sé si me
entienden). Te atiende primero un sistema robotizado y luego una
amable persona que solo acierta a repetir el manual de la
compañía que viene a ser: «Le entendemos, pero le vamos a
cobrar. Esto es lo que hay». Ah. Y el número es de
tarificación especial, de pago, con lo cual además de
esperar, preguntar y no tener respuesta, también terminamos
pagando. Por cierto, por mucho que me he leído las
disposiciones legales que citan en su carta -y otras- sobre el
cambio en los equipos de medidas básicos, por ninguna parte he
visto otra interpretación que la de que son ustedes los que
deben instalarlos y pagar el coste de la instalación. 

Creo que no hace falta añadir mucho más porque se entiende todo perfectamente. O bueno, sí. Que han tenido que ser respuestas como ésta, de los ciudadanos, las que han hecho reaccionar a Industria para que recuerde a las empresas del sector algo evidente: que la sustitución del contador ha de ser a cargo de la empresa.



Menos tonterías y más escuela

Mi colaboración de la semana pasada con la edición de la Comunidad Valenciana de El País versó sobre un tema clásico pero que, desgraciadamente, hay que revisitar. Porque probablemente nada más tópico y ritual, desde un cierto punto de vista, que denunciar la situación de nuestro modelo público de escuela. Y es lamentable que, quizás, me temo, suene incliso tan obvia y evidente la queja como que nada hay que hacer para arreglar el problema. Que nada se puede hacer. Mientras tanto, la degradación continua. Y en la Comunidad Valencia, de manera acelerada (los ejemplos son numerosos y se suceden a toda velocidad, el último de ellos en forma de suelo público regalado de manera infame a los empresarios, y a la Iglesia, especializados en la enseñanza privada y concertada).

La escuela pública no sólo es mejor y esencial para construir una sociedad más justa, más igualitaria y más eficiente, por mucho que las dinámicas sociales de los últimos años nos cieguen y nos hagan no darnos cuenta. Es, además, la única que permite que poco a poco una sociedad avance y se desarrolle, alcance cuotas de libertad y de pluralismo modernas y, además, logre, aunque sea en parte, igualar las oportunidades de todos.  Que algo va mal en España, mucho peor que en otros países, se ve, mejor que en ningún otro sitio, en lo mal que va la escuela pública en España. Porque la educación pública no sólo es mejor, más importante y a medio y largo plazo más eficiente. Es que, si se me permite copiar la broma de un profesor de mi Facultad, es algo más. Es la única y verdadera.

Mientras no seamos plenamente conscientes de ello las cosas no mejorarán. Pero no basta ser consciente. Porque, a día de hoy, me temo, creo que casi todos lo somos. Hay, además, que rebelarse contra el sentimiento de que, aunque la cosa dé vergüenza ajena y propia, como uno solo nada puede hacer, lo mejor es seguir la corriente general y buscar, dentro del desastre, salvar a tu familia y a tus hijos. La triste realidad española es que todo el mundo, con muy contadas excepciones, es consciente del suicidio colectivo que supone fomentar que con dinero público, de todos, se incentive la enseñanza privada. Pero las clases medias, e incluso las bajas, a pesar de ser conscientes de ello, plenamente conscientes, y de sentir vergüenza por participar en el juego, piensan que el tema no tiene arreglo. Y que, por ello, lo que hay que hacer es tratar de minimizar problemas dentro de ese contexto y, si se puede, lograr que sea a ellos y a sus hijos a quienes el Estado financie, en lugar de una escuela pública de calidad e integradora (quimera a la que se renuncia por imposible), una escuela privada, pagada por todos, pero que excluya a las clases sociales más desfavorecidas. Así el niño va con las monjitas, pero sin pagar, como si esto fuera un público. Pero sin moros, ni gitanos, ni inmigrantes (o con muy poquitos, y muy seleccionados) gracias a unos apaños infames que entre todos consentimos y alentamos. El hecho de que a nadie se le escape lo asqueroso del modelo que construimos y que a pesar de eso tenga la fuerza que tiene hace que la cosa sea más deprimente si cabe.

En fin, que allá va lo que escribí. Sin mucha esperanza de que a corto plazo vayamos a asistir a un cambio, pero con la convicción de que, al menos, hay que decir estas cosas en voz alta a ir tratando de ayudar a que cambien.

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