Cataluña y las demás Españas, de Santiago Muñoz Machado

Sólo dos años después de su Informe sobre España, donde analizaba los problemas de nuestro Estado constitucional y, sobre todo, de su modelo de reparto del poder territorial, avanzando ciertas propuestas y soluciones, Santiago Muñoz Machado ha publicado Cataluña y las demás Españas, una suerte de concreción de su anterior trabajo aplicado al problema que supone el famoso «encaje» de Cataluña en España… y también una suerte de evolución, más que interesante, respecto de algunas de las tesis expuestas en su previo Informe.

Resulta interesante esta rápida acotación-evolución- ¿rectificación? de Muñoz Machado, y es muy reveladora de hasta qué punto las cosas se han movido en estos dos años. De rápido… y en cuanto a la amplitud del movimiento. Como explicaba en su día al comentar el Informe,  éste fue acogido con mucho entusiasmo por gran parte de la doctrina y sus propuestas y soluciones, básicamente recentralizadoras, merecieron entusiastas elogios (por poner dos ejemplos de diverso cariz ideológico, aquí está lo que escribía en su momento Tomás Ramón Fernández sobre el libro, por ejemplo, y aquí lo que escribía Tomás de la Quadra Salcedo). Sin embargo, la evaluación del libro respecto de los problemas de España, muy centrada en los defectos del Título VIII de la Constitución, esto es, en los problemas referidos al reparto territorial del poder, se quedaba corta porque dejaba de lado otros muchos problemas de nuestro país y signos de manifiesto envejecimiento de la Constitución de 1978, por un lado. Por otro, y como también comenté en su día, el libro tenía un muy sugerente diagnóstico de los defectos de funcionamiento del modelo autonómico, pero era dudoso que lo que califiqué de «moderado centralismo» de las propuestas del autor fueran a permitir un adecuado encaje de las reivindicaciones catalanas posteriores al Estatut de 2006 y la Sentencia 31/2010 que lo hace jurídicamente añicos. Aunque en la obra de 2012 ya aparece la idea de que es posible, y quizás aconsejable, incrementar las asimetrías entre Comunidades Autónomas para dar cierta vía de escape a las mismas, la mayor parte de las soluciones pasaban en ese momento, todavía, casi exclusivamente por dar más poder al Estado, preeminencia federal a sus normas, aclarar/incrementar las competencias estatales y reforzar su carácter exclusivo en muchos casos, así como «redimensionar» las administraciones autonómicas y eliminar ciertas duplicidades asociadas a las mismas. La obra, por lo demás, también era muy crítica a todos los niveles con la idea de autodeterminación.

Con todas las virtudes del Informe sobre España, que las tenía y muchas, en su momento ya expresé mis dudas respecto a la capacidad de las soluciones allí expuestas de resolver el «problema catalán». Es significativo, en este sentido, que los parabienes, a derecha e izquierda, desde la política y desde la Universidad, para con las soluciones propuestas llegaran, aunque fuera de forma muy unánime, esencialmente del centro de España. En 2012, al parecer, todavía no se percibía en el mainstream español conciencia alguna de que lo de Cataluña no era un mero soufflé sino algo más de fondo. Medios de comunicación y grandes partidos apostaban por reformas y «regeneración» basadas en soluciones que buscaban más la mejora pretendidamente técnica de los mecanismos jurídicos que la acomodación política real. La Sentencia 31/2010 era, por entonces, todavía considerada en las Españas no catalanas como excelente aplicación del Derecho vigente. Políticamente era valorada en un rango que iba desde considerarla como muy sagaz y prudente hasta tenerla incluso por timorata e impresentablemente entreguista por no haber anulado, guadaña en mano, todo el Estatut. Sólo dos o tres años después es cierto que gran parte del establishment político y medíático sigue todavía ahí instalado, pero el consenso jurídico ha ido asumiendo tanto  la realidad de que en Cataluña hay un problema que no es de mero ajuste técnico como  que el modelo constitucional español tiene necesidad de muchos más ajustes que  los que se limitan a su Título VIII. Muñoz Machado avanza por esa senda en esta su nueva obra con originalidad y valentía, con un discurso que ha sido lógicamente menos aclamado en el centro de España pero que, precisamente por eso, es también mucho más interesante en tanto que solución posible y a tener en cuenta. De hecho, así está siendo en Cataluña y, en general, en el resto de las Españas que podríamos llamar «periféricas» (razón por la cual en este caso no es tan sencillo enlazar artículos laudatorios en El Mundo –Jorge de Esteban aquí alaba mucho el libro, pero deformando un tanto sus planteamientos, la verdad, para arrimar el ascua a su sardina-, El País ABC, pero sí pueden encontrarse muchas referencias a actos por toda la geografía española donde la presentación del libro ha suscitado gran interés).

Cataluña y las demás Españas resulta interesantísimo a muchos niveles. En primer lugar, como recopilación histórica: la obra es un ejercicio de erudición notable en lo que se refiere a la recopilación de análisis jurídicos, políticos e históricos sobre el proceso de nueva planta en Cataluña a partir de la derrota austracista (1714) en la Guerra de Sucesión española. En este sentido, hay que agradecer, además, el intento del autor por acercarse al estudio de la realidad institucional catalana, de los motivos por los que la resistencia en Cataluña y Barcelona llega hasta los extremos que llega, así como de las consecuencias políticas, sociales y jurídicas de la Nueva Planta borbónica desde perspectivas plurales, manejando tanto la bibliografía más «castiza» como a los autores que son significadamente empleados como apoyo de las tesis «indepes». Quien quiera aproximarse, sin ser historiador, a estas realidades tiene aquí una obra excelente para entender qué pasó, las razones por las que parte del territorio español luchaba en el bando inglés y austríaco en el contexto de una gran contienda europea contra el supuesto heredero de Carlos II avalado por Luis XIV, tiene aquí una obra excelente para hacerlo. En segundo lugar, el libro se preocupa en desarrollar el paralelismo con el caso escocés, comparando los procesos respectivos de pérdida (unión voluntaria de Escocia e Inglaterra para crear el Reino Unido en 1707 frente a la derrota por las armas de 1714 de Cataluña y otros territorios frente a la Castilla alineada con el Borbón) y de recuperación de un matizado autogobierno (Devolution Act escocesa frente al Estado Autonómico en España, ambos procesos acaecidos en el último cuarto del siglo XX), así como las actuales reivindicaciones y procesos independentistas en ambos países. El estudio del proceso escocés es extraordinariamente interesante y está muy bien trabajado, tanto en su parte histórico como en su desarrollo actual, aportando algunas claves de gran interés sobre la evolución comparada de problemas ciertamente similares. También lo son, claro está, las inevitables referencias al proceso canadiense.

Muñoz Machado utiliza inteligentemente estas dos referencias, por así decirlo, «externas» al problema de encaje del reparto territorial del poder entre la Cataluña y la España actuales (una, la histórica, por ser muy lejana; la otra, la comparada, por alejada en términos estrictos, geográficos y jurídicos, de nuestro caso) para ir introduciendo elementos que matizarán posteriormente su análisis. Un análisis que, en lo que se refiere al diagnóstico de los males de nuestro Título VIII de la Constitución bebe totalmente en las fuentes de lo que fue su Informe sobre España pero que pasa a aportar soluciones diferentes gracias a la modulación introducida por esos elementos comparados e históricos a los que hacía referencia antes. A saber:

1. Los referentes históricos y comparados permiten a Muñoz Machado, en primer lugar, desdramatizar y aportar un enfoque realista que se agradece mucho en un texto de estas características. No sólo en España tenemos un problema con ciertas regiones «díscolas» que pretenden independizarse, sino que esa misma situación se ha dado y se da en otros lugares y no ocurre nada porque se asuma con naturalidad y se trate de dar solución al mismo por medio del acuerdo. Un acuerdo que puede, incluso, acoger diversas formas de «autodeterminación» para tratar de darles salida. Así, Muñoz Machado reinterpreta incluso el modelo de Estado integral de la II república española y del Estado de las Autonomías de la Constitución de 1978 como formas que han permitido cierta «autodeterminación» encauzada (para lo que sus elementos dispositivos, por lo demás muy criticados, le sirven de ayuda en esta caracterización) e incluso asume con naturalidad que el dictamen de la Corte Internacional de Justicia sobre Kosovo, al declarar que nada en el Derecho internacional se opone a una declaración unilateral de independencia, ha dado carta de naturaleza a que la independencia lograda de hecho sea jurídicamente válida para el Derecho internacional. Todo ello se integra en el argumento de la obra con la finalidad de facilitar la justificación, con flexibilidad, de la búsqueda de soluciones aceptables para todas las partes y aptas para resolver este tipo de problemas. Muñoz Machado predica, así, que nos miremos en el ejemplo comparado y asumamos que mejor será tratar de buscar una salida frente a la pretensión de imponer medidas homogenizadoras y recentralizadoras a una sociedad que, sencillamente, y de forma recurrente, manifiesta su negativa a adaptarse a las mismas.

2. A partir del análisis del modelo de relaciones de poder y equilibrios institucionales de la Corona de Aragón, Muñoz Machado extrae una cierta esencia historicista «pactista» para esos territorios, que considera que hay que asumir y aprovechar a efectos de mejorar el actual «encaje». Es muy interesante, en este sentido, el esfuerzo de la obra y de su autor por navegar entre las referencias al modelo pretendidamente austracista y confederal avant la lettre, tan mitificado por los independentistas en muchos aspectos (manifiestamente anacrónicos, algunos de ellos), de la Corona de Aragón para extraer del mismo elementos aprovechables para la construcción de ese encaje flexible dentro de lo posible. Tras desechar sensatamente Muñoz Machado las supuestas virtudes democráticas y representativas de lo que no era sino un sistema institucional y de poder, a la postre, propio del siglo XVII, y por mucho que acepta que podría haber evolucionado sin duda a mejor y ser desarrollado de forma moderna y actualizada imitando, por ejemplo, la Gloriosa Revolución inglesa, se queda con la idea del «pactismo» en que se basaba el modelo, concepto genérico que permitiría una readaptación moderna del mismo y, a la vez, identificar ciertas «esencias» si es que ello se considera importante. Personalmente, no creo que sea necesario recurrir a supuestas esencias históricas o a instituciones y pautas arrastradas desde el pasado para ordenar la convivencia de modo flexible, pues a mi juicio basta la voluntad democrática de ordenar mejor la convivencia para poder introducir excepciones y cierta ductilidad a cualquier diseño institucional. Se entiende, sin embargo, muy bien que con ello Muñoz Machado lo que pretende es «fijar» ciertas bases que permitan establecer luego puntos de partida para que las soluciones que luego propone sean aceptables para los guardianes de las esencias nacionales y constitucionales españolas. ¡Si hay un hecho diferencial histórico la píldora pasa mejor! También, y como es obvio, le sirven para justificar la apuesta por soluciones asimétricas, ya apuntadas en su Informe sobre España y que ahora se apuntalan y desarrollan de forma clara y explícita, proponiendo una reforma constitucional específicamente pensada para Cataluña. A estos efectos, y del mismo modo que nuestro modelo constitucional ha interiorizado como naturales las soluciones forales para el País Vasco y Navarra por mero argumento histórico, y demostrando cierta empatía hacia aquellos nacionalistas catalanes que también hacen hincapié en aspectos históricos para reivindicar sus aspiraciones, Cataluña y las otras Españas acepta la premisa y desarrolla una original teoría sobre el «pactismo» como base de un supuesto «hecho diferencial jurídico» que permitiría justificar las reglas especiales y excepciones que pudieran pactarse para acomodar a Cataluña. Por cierto, que en este razonamiento no se acaba de saber muy bien si, dado que el «pactismo» en cuestión era de la Corona de Aragón, estos mismos argumentos servirían, en su caso, para reconocer reglas especiales también para otros territorios de la misma. Es manifiesto que Muñoz Machado no está pensando en ellas porque, a fin de cuentas, la verdadera razón por la que en su caso habría que mostrar flexibilidad y ductilidad para con Cataluña es por su peculiar dinámica política, aconsejados por puro pragmatismo, que es la mejor manera de ordenar la distribución territorial del poder. Pero esto del «pactismo» es una bonita forma de vestirlo que, quizás, pueda servir para poner a las partes de acuerdo. ¡Qué curioso es que años después tengamos a toda la España del Derecho público más preocupada por conservar la unidad de España convergiendo con las tesis tradicionales de Herrero de Miñón!

3. A partir de la referida indagación histórica se apunta también, y se hace desde el propio título de la obra (fantástico, por cierto, por la de matices que sugiere… y también por la mala baba irónica que a la hora de la verdad destila), que el problema de incardinación en el Estado en realidad no es sólo de «Cataluña» sino, por mucho que no lo sea en otros casos con la misma intensidad, de las diferentes «Españas», de todas ellas. Se trata de un hallazgo discursivamente interesante para introducir, dentro de las asimetrías que generan las evidentes diferencias del encaje político catalán, el hecho de fondo de que, a fin de cuentas, un Estado es un instrumento jurídico para integrar a todos y que a todos debiera satisfacer mínimamente. Incluso, si nos ponemos pejigueros como si diéramos valor a lo que pasó en Francia en 1798, que debiera hacerlo con unas condiciones mínimas de igualdad de todos los que somos parte de la comunidad política y todo. La gracia de lograr llegar a ese punto empleando una terminología historicista, que remite a esa idea de pacto dinástico de claras resonancias «herreromiñonescas» es que permite a su autor rebajar en cierta medida las aspiraciones de quienes pudieran colarse con demasiado ímpetu por la vía de la diferenciación que él mismo abre al aceptar para Cataluña un trato diferenciado. Lo hace acudiendo al ejemplo histórico, por ejemplo, al hecho de que la guerra de Sucesión española no fue estrictamente una guerra territorial (había tanto austracistas en el resto de España, en Castilla, como botiflers que apoyaban a los Borbones en los territorios de la Corona de Aragón) y a la evidencia de que no sólo Cataluña perdió sus fueros y leyes propias con la Nueva Planta. También los perdieron Aragón y Valencia, Mallorca… y los habían perdido décadas antes en Castilla, donde llega antes la uniformización absolutista. Por cierto, que también hay unos decretos de Nueva planta para las instituciones de Castilla, que suelen pasar inadvertidos, dado que en ese caso no tenían una dimensión política por haberse completado el proceso de uniformización con anterioridad, posteriores a los que Felipe V de Borbón impuso a los territorios vencidos militarmente en la guerra (en algunos casos, además, como fue para valencianos y aragoneses, esta imposición se fundamentó jurídicamente, entre otras razones, de forma expresa en el «justo derecho de conquista»). Esta idea de Muñoz Machado de ampliar el foco a «las Españas» en su propuesta  de reforma, personalmente, me parece de un enorme interés y creo que merecería más desarrollo por parte del autor… aunque él no la acomete porque no sería coherente con su propuesta de solución que, a fin de cuentas, no deja de ser introducir asimetrías en nuestro modelo constitucional de reparto del poder para integrar mejor a Cataluña. Sin embargo, a mí, y más por razones de comunidad nacional o ciudadana y de igualdad básica, con independencia de la historia o de los puntos de llegada dinásticos, la cuestión me parece esencial en todo caso. Y, puestos a pintarla tan bonita como la logra pintar este libro, habría aprovechado para conectar esa retórica con ese derecho a la igualdad derivado de forma parte de la comunidad como elemento básico de una integración exitosa.

Con estos mimbres, Muñoz Machado plantea una solución, su solución, consistente en acometer de verdad la profundización de lo que podríamos llamar el «federalismo material» combinadas con excepciones acotadas de encaje especial asimétrico. Esto es, por un lado federalismo de verdad, no de cambiar los nombres de la cosa y ya, como muchos regeneracionistas quieren hacer y como muchas reformas gatopardescas que se han generalizado en estos últimos tiempos proponen (de modo que tendríamos lo mismo pero con estados en vez de CCAA y Constituciones en vez de Estatutos de Autonomía), sino introducir garantías de reparto verdaderamente federales: normas supremas de los territorios no sometidas a revisión por las Cortes generales, reparto competencial basado en el principio de subsidiaridad y con ámbitos de exclusividad garantizados, competencias del Estado limitadas y bien definidas y perfiladas, posibilidad de ejecución territorial con controles estatales, etc. Algo que ya estaba en su Informe pero que ahora, siendo el esquema el mismo, está más escorado hacia cierta «comprensión» hacia las ideas de subsidiariedad y garantía competencial para los territorios. Él mismo señala explícitamente en la obra que las CCAA han sido esenciales para lograr avances no sólo en la prestación de servicios sino en la profundización del sistema democrático y la participación ciudadana y que esos avances sería un desastre desandarlos, una defensa explícita de las bondades del reparto territorial del poder a un nivel muy profundo que no aparecían explícitamente con semejante énfasis en su anterior obra. Este modelo, sobre el que Muñoz Machado, certeramente, recuerda que hay ya un «gran consenso académico» es el que serviría de matriz para encajar a las «Españas» en un nuevo reparto territorial del poder. Conseguido eso, idealmente, quedaría, sin embargo, todavía, Cataluña por encajar.

Aquí, Muñoz Machado, con los mimbres históricos y pactistas que ha ido tejiendo, avanza claramente una solución asimétrica, con una Cataluña que, como le ocurre ya al País Vasco, tendría un estatuto jurídico diferenciado (ya sea logrado antes o después de esa reforma federal). Se justificaría en ese elemento histórico pactista pero, sobre todo, en la voluntad política reiteradamente expresada de los catalanes de tener un encaje diferente y la necesidad de darle una salida pragmática y no autodestructiva. Y se articularía con una reforma estatutaria que, como la fallida de 2006, desbordaría los márgenes constitucionales pero que, en este caso, y previo pacto con el Estado (las fuerzas políticas mayoritarias en España, vamos), iría acompañada de una reforma constitucional añadida a la autonómica para dar cauce a estas singularidades. No con una previsión foral genérica como ocurre ya con el País Vasco sino, según su propuesta, con una mayor concreción y expresión en la propia Constitución de cuáles serían estas soluciones. No avanza Muñoz Machado en este sentido mucho más sobre el concreto contenido de las mismas, pero nos lo podemos imaginar: especialidades organizativas (al igual que las ha podido desarrollar el País Vasco), cuestiones en materia de financiación (¿incluyendo la posibilidad de modelo de cupo?), listados competenciales ampliados a lo que el Estatuto de 2006 pretendía e, incluso, aunque Muñoz Machado no se pronuncia al respecto, ¿reconocimiento del carácter nacional de Cataluña? En todo caso, la obra no baja a concretar estos aspectos, sólo traza el camino a seguir para su concreción: un pacto Cataluña-España y la consagración de la referida asimetría. He ahí el programa «político» que invita a recorrer a los políticos españoles (y catalanes) con su libro. Un camino, sin duda, ambicioso.

Personalmente, me aparecen algunas objeciones de matiz a la propuesta, que creo que vale la pena dejar reseñadas para concluir esta revisión del libro:

– La viabilidad de la solución aportada por Muñoz Machado me parece, en estos momentos, o si se quiere «a estas alturas», dudosa. Sin duda, una propuesta así, si hubiera sido asumida por las fuerzas políticas españolas mayoritarias  (PP y PSOE) en su momento, habría dado una salida osada, valiente y elegante al problema jurídico del Estatut de 2006. Años después, y por mucho que estos 10 años hayan sido el tiempo que ha necesitado parte de las elites españolas (y no todas aún) para comprender que algo hay que hacer, quizás ya no sea suficiente y el planteamiento mínimo para una convivencia posible en nuestro país que integre a todas las «Españas» pase ya por un confederalismo a la Pi y Margall donde, como mínimo, el derecho de autodeterminación entendido en un sentido más generoso que el de Muñoz Machado sí tenga también, y llegado el caso, un espacio.

– En este sentido, y en relación a la sentencia Kosovo, me parece que no pasaría nada por asumir que el sacrosanto principio de unidad de la patria y de su indisolubilidad, que para Muñoz Machado ha de mantenerse, ha pasado a mejor vida fácticamente si es que alguna vez ha existido y, por ello, es mejor que el Derecho lo asuma con naturalidad. De hecho, los ejemplos que usa Muñoz Machado para blindar el principio de indisolubilidad de la nación son curiosos: la Constitución francesa de 1958 (que, como es sabido, apenas tres años después vio cómo se aprobaba en referéndum permitir a parte de la nación, Argelia, votar libremente y en referéndum donde sólo participaban los habitantes de esa parte de la nación sobre su independencia, cosa que finalmente hicieron en 1962) o el caso de los EE.UU. con su conocida sentencia Texas v. White de 1869, que podemos considerar a día de hoy un tanto desfasada, por mucho que el Tribunal Supremo la haya citado como precedente para no aceptar un referéndum de independencia en Alaska (en sentencia de 20 de enero de 2010): resulta evidente que el hecho de que el partido que lo reclama no logre ni un 5% de los votos es una razón de mucho más peso para no tener en cuenta la pretensión… y que si lograra mayorías claras y reiteradas como ha pasado en otros tiempos en Quebec u ocurre ahora en Escocia o Cataluña otro gallo cantaría. No parece, en definitiva, y más tras la sentencia Kosovo, que sea irrazonable admitir como posibilidad la independencia de partes del territorio democráticamente vehiculadas, como demuestrarían, precisamente, los ejemplos escocés o canadiense a los que alude constantemente el texto. En una democracia occidental desarrollada la forma de resolver problemas con el voto parece la más civilizada y no hay que olvidar que si la demanda existe, tarde o temprano, de un modo u otro, no resolverla no hará sino enconar el conflicto. De hecho, ciertos ejemplos que Muñoz Machado apunta y que suelen ser tenidos por pruebas de lo difícil que es recurrir a la democracia (el caso de la independencia del Jura suizo respecto del cantón de Berna para crear un nuevo cantón y los subsiguientes referéndums para clarificar el estatuto de pertenencia de ciertas zonas limítrofes) son justamente muestras de que por medio de mecanismos democráticos es perfectamente posible establecer un canal de solución a este tipo de problemas.

– Por completar la visión «confederalista» en mode Pi y Margall ON, tampoco soy partidario del establecimiento de diferenciaciones basadas en la Historia, como creo que ya ha quedado claro de la lectura de lo que vengo diciendo. En esta línea, y justamente por asumir como mejor la posibilidad de que el encaje sea no sólo de Cataluña sino de todas las Españas, como muy sugerentemente apunta el libro de Muñoz Machado, me parece que la Constitución habría de obviar hechos diferenciales historicistas, pactistas o no, y extender las soluciones flexibles y dúctiles, basadas en el acuerdo, a todos. Todo lo que tiene reconocido el País Vasco, o en su caso se le podría reconocer a Cataluña en el modelo propuesto en este libro, debiera poder ser generalizable a cualquier territorio español. Lo cual implica construir un modelo de profundización federal muy ambicioso, o si se quiere confederal (dado que no veo problema en dejar que se vote la independencia de partes del estado), donde todas las competencias, si han de ser operativas, requieren de dos requisitos. El primero, que sean generalizables sin trastornos. Así, por ejemplo, un modelo de cupo y su cálculo son válidos si, y sólo si, pueden generalizarse, esto es, si, y sólo si, de su extensión a todos los territorios no se derivara la quiebra inmediata del Estado. El segundo, que las competencias y extensiones de potestades públicas en los territorios han de implicar corresponsabilidad, esto es, su asunción como conjunto de beneficios y también cargas, generando dinámicas de lealtad federal y de madurez política. Esto es, que si se pretende tener muchas competencias para lo bonito (gastar o inaugurar) también se han de tener para lo feo (recaudar y exigir coactivamente a los ciudadanos). Es decir, que el mayor autogobierno no ha de ser un «chollo» al que todos se apuntarían sino que el verdadero hecho diferencial radicaría en que, establecido en esas condiciones, quizás no todos los querrían (o, por ejemplo, comenzaría a ser necesario un tamaño mínimo para sacarle partido, forzando a ciertas CCAA a plantearse su fusión). Y, en cualquier caso, si finalmente lo quisieran, ¿acaso pasaría algo? Probablemente si tal situación se diera, si todas las actuales CCAA quisieran ir en ese modelo a un techo competencial de máximos, ello significaría sencillamente que es mejor repartir así el poder y que por ello en todas partes se prefiere la gestión de proximidad de esas concretas cuestiones y con ese margen generoso de autonomía. Y en tal caso el germen de la envidia y de la emulación malsana, que a Muñoz Machado preocupa mucho porque lo considera rasgo del carácter español (yo en esto también tengo mis dudas, creo que en todas partes cuecen habas), aun asumiendo que esté presente en nuestro país en mayor medida que en otros, no podría dedicarse más que a una competencia entre «estados federados de las Españas» por ofrecer mejores servicios que el de al lado y demostrar tener una mejor administración, en «ser más y mejores» por la única vía que quedaría: currar más y mejor en la gestión de los asuntos públicos. No me parece una mala forma de diseñar el sistema de competencia y emulación entre poderes territoriales, la verdad. Puestos a asumir vicios privados, mejor tener un diseño que fuerce a que operen en beneficio común estimulando la competencia en positivo entre territorios. Y no sólo entre ellos, pues, de hecho, es  seguro que esta dinámica afectaría también muy positivamente a la Administración del Estado.

 



La «viejoven» regulación del procedimiento administrativo y de las AAPP (las nuevas ley 39/2015 y ley 40/2015)

El Boletín Oficial del Estado de hoy publica finalmente las dos leyes que sustituyen a la no tan vieja pero venerable Ley 30/1992 de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (tan venerable es que, caramba, ¡si es la ley que me enseñaron en la carrera, cuando estudiaba yo Administrativo I con José Luis Martínez Morales!). Por alguna razón, que muy probablemente tiene que ver con las cosas de este gobierno, que por un lado quiere dar imagen de que reforma (y piensa que da más imagen de haber reformado más si aprueban dos leyes, oiga, dos, ni más ni menos, que una) y por otro tienen una extraña querencia emocional por repetir esquemas burocrático-tecnocráticos de la época gloriosa de los diferentes cuerpos de administrativistas de la función pública, allá por los años 50 del siglo pasado, volvemos a una regulación en dos leyes: una norma para regular cómo han de funcionar las Administraciones públicas a efectos más internos y su régimen jurídico (Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público) y otra que pauta el procedimiento a seguir tanto cuando lo inicia la Administración como cuando lo hace un particular (Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas).

En definitiva, puede decirse que hoy, 2 de octubre de 2015, es fiesta grande para los administrativistas españoles. Si ya en 1992 el exceso editorial fue de escándalo, lo que nos espera a partir de hoy mismo (tengo para mí que la semana que viene tendremos ya en la calle los primeros sesudos comentarios a la ley, acabados a toda prisa en la jornada de hoy metiendo las referencias exactas al número de las leyes y su día de publicación, en una loca carrera por inundar el mercado cuanto antes) va a ser impresionante. Sólo con estas dos leyes el gobierno va a dar trabajo a la industria editorial y a los profesores de la disciplina por un lustro o así. Y todos contentos, oiga. ¡Los sexenios evaluando positivamente la «actividad investigadora» van a caer como moscas con tanto interés editorial! Tanto esfuerzo, ya de por sí llamativo, contrasta mucho con los contenidos de la ley, que de revolucionarios tienen, la verdad, bien poco. Este gobierno quiere presentarse a las elecciones con un listado de normas reformadas, que los candidatos del PP recitarán en campaña como los abogados del estado recitan temas en la oposición, pretendiendo hacer pasar esa lista cuantitativa de leyes aprobadas por un esfuerzo reformador ingente por parte del gobierno y su mayoría parlamentaria. Algo propio de un ejecutivo que, por formación y por cierta miopía general ante la vida, confunde aprobar muchas leyes con cambiar el país. Tanto por su fe del carbonero en la capacidad del Derecho para hacer cosas que, bueno, la verdad, tampoco es para tanto… como por algo más sencillo: si pretendes cambiar algo por medio de alguna ley mejor que en la misma haya algo más que una simple refundición más o menos acertada y técnicamente presentable de lo que ya está en vigor. En todo caso, y para que no se diga, allá va mi valoración, muy general, muy a vuelapluma aún, dentro de esta carrera de toda la doctrina por ser el primer en decir algo al respecto (¡aunque sea en formato blog!):

1. El proyecto es poco innovador, con no demasiados cambios concretos más allá de matices (responsabilidad es quizás lo más interesante de lo que tocan en procedimiento) y más pinta de refundición que de otra cosa, sin aparentemente ningún cambio demasiado sustancial de fondo y, eso sí. técnicamente consistente. Muy consistente. Vamos, que está bien hecho. Al respecto se pueden plantear dos posiciones: no pasa nada por montar todo este pollo para conseguir pequeñas reformas y mejoras técnicas. Todo avance es bueno, ergo vamos a debatirlo o a mejorarlo. O bien, alternativamente, si tiene sentido meterse en este berenjenal para tan poca cosa. Cada cual puede tener su opinión. Parece claro, eso sí, que la opinión pública y la prensa ya han emitido la suya pasando totalmente del tema, algo que nos impacta a los administrativistas. ¡Cómo puede ser que la gente y la opinión pública pase de algo tan importante, tan básico, tan esencial como esto del procedimiento administrativo, verdadera columna vertebral del Estado de Derecho! Pues pasan, y con toda el sentido, porque muy probablemente tienen razón en que a día de hoy ya no es tan importante, por consolidado, y porque no tiene mucho sentido prestar una excesiva atención a refundiciones técnicas muy poco originales. Falta de originalidad, por cierto, que es una norma de nuestras reformas legislativas y que afecta por igual al Estado y a las Comunidades Autónomas (aquí lo analizaba en relación a la planta administrativa, por extenso), con muy pocas excepciones y que, por mucho que al gobierno de Rajoy le parezca guay esto de «no dar sorpresas», la verdad, podríamos mirárnoslo un poco.

 2. Claramente, y dado quiénes las han preparado y salpimentado, que son funcionarios de ahí dentro que saben de lo que hablan y con qué trabajan, ambas normas están pensadas en las escasas reformas que van introduciendo a medida que refunden para resolver problemas de gestión y del día de a día de los funcionarios y de la Administración. Eso es en general bueno, y sigue la tradición de la ley 30/1992, que es muy flexible y pargmática para casi todo, permitiendo soluciones funcionales a casi cualquier necesidad cuando conoces la norma y sus recovecos y posibilidades, pero tiene un lado oscuro. Una norma de procedimiento, la del sector público plantea menos problemas en este sentido, ha de lograr un equilibrio entre esa funcionalidad y el respeto a los derechos y garantías de los ciudadanos. Es manifiesto que esta reforma está muy «desequilibrada» en este sentido en favor del primer valor, como por ejemplo sostenía José María Baño en el Seminario Permanente sobre la reforma del Estado que dirige en el INAP Santiago Muñoz Machado y que fue dedicado hace unos meses a analizar la ley (aquí la publicación en Documentación Administrativa de los textos de las ponencias), lo cual es muy criticable. Hay muchos ejemplos de ello. Así, por mencionar uno de ellos, la regulación del procedimiento electrónico, que en general me parece necesaria y correcta (y muy positivo que esté en la propia ley de procedimiento, y no como hasta ahora, en una ley diferenciada, la ley 11/2007, derogada por la nueva ley), y sensata e inteligente para afrontar las necesidades y problemas que plantea, olvida sistemáticamente, en cambio, dar un traslado «digital» a las garantías analógicas tradicionales. Algo de lo que yo he tenido ocasión de ocuparme y que ya era un problema en la situación anterior, pero que casi una década después no se ha arreglado en casi ningún aspecto, lo que es llamativo y preocupante. Hay reglas clamorosamente despreocupadas de las necesidades de ciudadanos y colectivos especiales, como las que prevén el generosísimo incremento de las obligaciones de actuar electrónicamente (art. 14) sin medidas de apoyo para colectivos que puedan tener problemas (pensemos en una asociación de jubilados, no sé, por muy persona jurídica que sea). Algunos colegas expertos en estas cuestiones analizaron el proyecto de ley respecto de estas cuestiones en jornadas previas de gran interés. Es una pena que sus aportaciones y matizaciones a las pretensiones del legislador hayan sido poco o nada tenidas en cuenta.

En un sentido parecido, de nuevo relacionado con este juego de equilibrios entre los poderes otorgados a la Administración y las garantías de los ciudadanos, es verdaderamente salvaje el art. 18 sobre el deber de colaboración con la administración y la inspección, donde parece que ningún derecho fundamental que sí pueden oponerse, por ejemplo, a una investigación penal (derecho a no declarar contra uno mismo, al secreto de ciertas comunicaciones) puedan en cambio ser válidos para limitar esta genérica declaración, que tiene la gravedad de que se extiende a todo el ordenamiento jurídico (hace poco en este mismo blog comentábamos este problema por extenso, con referencia a la regla contenida en lo que entonces era un mero proyecto de ley). Puede ser planteable si estos deberes tan extensos, que se han generalizado en temas fiscales, por ejemplo, son necesarios en ámbitos concretos como aquéllos. Pero caso a caso y ponderando ventajas y riesgos. Una habilitación genérica es una salvajada. En esta misma línea, fue comentado en el seminario antes referido que el art. 56 permite a la Administración imponer medidas provisionales, de nuevo en cualquier procedimiento (una cosa es que para cosas ambientales, por ejemplo, o yo qué sé, de supervisión bancaria, pueda ser imprescindible este omnímodo poder de respuesta inmediata parta evitar males mayores y otra su extensión a todas las esferas de la acción administrativa). Son sólo los ejemplos más claros e importantes de este desequilibrio. Se podrían extraer más y desarrollar más estos. Pero, de momento, lo dejo aquí porque creo que queda claro a qué me refiero y dónde veo los riesgos. En mi opinión, todas esas cláusulas generales de empoderamiento a la Administración de tipo incondicional habrían de desaparecer y debieran ser sustituidas por la correlativa aparición de listados con concretas barreras y limitaciones a la acción administrativa deducidas a partir de derechos fundamentales (intimidad, inviolabilidad de domicilio, secreto de las comunicaciones, derecho a no declarar contra uno mismo, presunción de inocencia…).

3. Otra orientación de las leyes a mi juicio muy criticable, en una la línea ya apuntada por ejemplo en el voto particular del informe del CGPJ sobre la ley de procedimiento administrativo (y que no es sorprendente que no formara parte del consenso mayoritario, pues la dinámica estos años es la que es), es el centralismo de la ley. La regulación exhaustiva de todo el procedimiento hasta el más mínimo detalle convierte a la competencia del Estado para fijar las bases del procedimiento administrativo y del régimen general de las AAPP del art. 149.1.18ª en una competencia que lo puede, a la postre, todo. A mi juicio este punto de llegada no es ni mucho menos lo querido por el texto constitucional (parece evidente que las bases han de dejar espacio de diversificación y desarrollo), mucho mejor entendido en la jurisprudencia inicial del TC. Pero es que, además, no es tampoco conveniente. Habría, pues, que aligerar enormemente las leyes, por un lado, en la línea de lo que dice el voto. Nada que añadir en ese sentido a lo muy atinado de esa crítica. Pero el voto olvida un reverso igualmente importante que tiene que ver con el carácter básico de la norma. Si la norma es básica de verdad, ¿por qué se sigue consintiendo que el Estado pueda separarse de este procedimiento administrativo supuestamente común cuando quiere? Obviamente, la respuesta es muy evidente y las propias normas hoy aprobadas dan algunos ejemplos: porque ni la Seguridad Social ni la gestión tributaria, ni el Estado gestionando procedimientos de tráfico o extranjería quieren depender de reglas tan exhaustivas fijadas desde fuera, dado que ello les impediría dar soluciones específicas que entienden necesarias… ¡y probablemente con toda la razón! Pero si ello es así, si de verdad hace falta ese espacio de autodeterminación, que en estos casos sí le reconoce la norma -siempre, curiosamente, al Estado, claro (DA 1ª)-, si de verdad es bueno en esos casos tener la posibilidad de separarse de las normas supuestamente comunes y básicas que deberían ser el alfa y omega del buen funcionamiento administrativo, ¿no significa eso justamente que esa normas no han de ser el alfa y omega de nuestro Derecho público?, ¿no es posible que necesiten también ese mismo espacio las CC.AA.? ¿No pueden darse también supuestos donde a las CCAA les venga bien esa libertad para poder establecer procedimientos y criterios alternativos en beneficio del interés general? Piénsese que esto de que haya una ley de procedimiento común, por mucho que sea una ocurrencia española a la que estamos muy acostumbrados, no es una solución habitual por ahí. La muy centralista Francia, sin ir más lejos, no tiene una ley de procedimiento administrativo obligatorio para todas sus Administraciones. La Unión Europea, tampoco tiene una norma equivalente (aunque están en ello, al parecer). Y piénsese también que reducir lo básico y dejar desarrollos legislativos tanto por parte del Estado como de las CCAA proporciona más diversidad y experimentación, más soluciones a problemas que son testadas y que poco a poco van demostrando sus ventajas e inconvenientes, acabando por generalizarse las mejores por medio de un procedimiento de ensayo-error y de copia de lo que funciona. En definitiva, el mejor ejemplo de que la ley va más allá de lo básico, incurriendo en lo que si fuéramos exigentes debiéramos concluir que es una clara inconstitucionalidad de esas normas pero además dando una solución inapropiada y poco útil, es la propia DA1ª cuando preserva y prolonga la posibilidad de que subsistan diferencias en todos estos procedimientos, ajenos al común (que es sólo «supletorio» en esos casos). Una norma básica bien hecha y constitucionalmente irreprochable debiera poder serlo sin problemas de verdad, obligando a todos y no sólo a las CCAA. Si no, no es en puridad ni básica ni procedimiento común sino otra cosa, una de esas aportaciones a la inventiva jurídica de nuestro «Estado más descentralizado del mundo».

4. La ley, bueno, las dos leyes, comparten también una retórica muy criticable, a mi juicio, por su reiteración y abuso de la visión de la vida y del Derecho en plan «economicista». El mejor ejemplo de esta mentalidad eran los anteproyectos, que hablaban siempre de «ciudadanos y empresas», como señaló en el seminario, Javier Bermúdez, desde sus propias exposiciones de motivos, para referirse a  los sujetos a los que se dirigen. Es una chorrada, quizás, más simbólica que importante y afortunadamente corregida. Pero las empresas son personas jurídicas creadas por ciudadanos y a través de las cuales actúan. Es decir, que en última instancia la ley regula las relaciones de los ciudadanos con la Administración y punto. Y así debería explicarlo la Exposición de Motivos, sin poner aparentemente en pie de igualdad a personas y empresas como valores o entes equivalentes.  Estas cosas tienen que ver con una visión muy peculiar que se está instalando, que nada tiene que ver con el verdadero análisis económico del Derecho, que puede ser muy útil como se empeña en demostrarnos Gabriel Doménech, y que acaba pariendo reformas absurdas a partir de la obsesión financiera como ya fue la de la Administración local de 2013 (cuyos efectos han sido por ello a la postre los que han sido: nulos) o engendros dedicados a la reforma administrativa como la CORA, que informe de seguimiento de sus propuestas de reforma tras informe demuestra que todas sus obsesiones economicistas quedan a la postre en nada más que documentos y documentos de cambio que supuestamente transforman y regeneran y que, a la postre, dejan todo sustancialmente igual.

5. Como he dicho antes, la  integración de las medidas de procedimiento electrónico en la ley está bien hecha, y tiene sentido que por fin se haga, en general (y más allá de la crítica anterior) pero sorprende que no se integre también, ya puestos, la transparencia en la ley de procedimiento y, no sólo eso, sino que además de no integrarla… ¡ni siquiera coincidan exactamente las excepciones a la transparencia del art. 14 de la ley de transparencia con los supuestos de protección de los datos y no acceso a los mismos a los que se refiere el proyecto! A mi juicio habría que haber integrado todo lo relacionado con transparencia y reutilización de datos en la ley de procedimiento, aprovechado este procedimiento de refundición (y, ya que estamos, eliminar muchas de las excepciones y concretar los mecanismos de ponderación por protección de datos, como he tenido ocasión de proponer y criticar ya en este blog). Por cierto, que es muy divertido, y significativo, cómo sin hacer esta integración, y aprovechando que nadie mira con mucha atención, la ley de procedimiento le pega también un tijeretazo de impresión al derecho de acceso de los ciudadanos a los archivos y registros administrativos, que en la ley de transparencia ya se definía como vinculado a los expedientes, por la vía de clarificar qué es y qué no es un expediente administrativo, qué cosas forman parte del mismo y qué cosas no. Hay un artículo 70 que excluye del mismo muchas cosas, incluyendo informes no preceptivos y demás notas o trabajo interno previo. Puede respirar tranquila mucha gente. ¡No habrá que destruir todo una vez se haga! Y no es que la regla general sea irrazonable, aunque quizás el precepto se pasa sin duda de frenada al listar la cantidad de cosas que pueden quedar fuera. Los letrados al servicio de las Administraciones públicas tienen ahí una arma más, y muy potente, para hacer diabluras negando el derecho de acceso.

6. El procedimiento administrativo sancionador se toca poco, pero en la línea de ir desvalorizando las garantías a partir del entendimiento, cada vez más dominante, de que el derecho administrativo sancionador ha de liberarse de las «rémoras» que suponen las «garantías» penales para hacer una acción administrativa eficaz. Esto no sólo es una salvajada sino que da mucho miedo. Máxime cuando las sanciones administrativas, aunque económicas, tienen muchas veces una entidad mayor que las penales y son más que suficientes para destrozarle la vida a mucha gente. Cualquier procedimiento sancionador ha de respetar todas las garantías, todas, porque es un ejercicio del poder punitivo que hay que controlar y asegurar que no genere destrozos. No se pueden relativizar ideas como culpabilidad, tipicidad, proporcionalidad en el procedimiento administrativo. Hacerlo es muy peligroso. Basta ya de alegar que el procedimiento administrativo sancionador ha de tener garantías «en pequeñito» porque sus efectos son «pequeñitos» comparados con los de un procedimiento penal. Sencillamente, porque no es verdad que sea así siempre. De hecho, cada vez es más frecuente que sea lo contrario, como todo el mundo ha descubierto ya, por ejemplo con recientes reformas como la llamada «Ley Mordaza» donde la ciudadanía entendió por primera vez que una de las razones por las que los gobiernos son cada vez más fans de las sanciones administrativas es que pueden ser de tanta o mayor gravedad que las penales (y hundirle a uno económicamente la vida) y además permiten obviar al juez (al menos al principio). Únase a ella la pretensión, en la que avanza la ley, de que las garantías, ya tal… que ya las iremos ponderando. Es una línea de avance peligrosísima, como ya he dicho, y aunque en la norma sólo se vea in fieri, da toda la sensación de que por ahí van a ir los tiros.

Y, por cierto, habría que aprovechar la ley para aclarar lo que es una denuncia y lo que no, lo que puede activar la acción administrativa y lo que no (puestas en conocimiento anónimas). En este punto hay una novedad importante, trasladada de la ley de defensa de la competencia, con los llamados «programas de clemencia» que se extienden a toda la administración. Innovación de tipo inquisitorial, importada de EE.UU. vía UE, de enormes riesgos que aquí vamos generalizando a la buena de Dios sin ninguna reflexión de fondo sobre su conveniencia más allá de la moda.

7. Otra cuestión, que daría para mucho, son las cosas que faltan en las leyes, que en el fondo siguen no sólo el esquema de las viejas normas de hace casi un siglo (procedimiento, régimen jurídico) sino que estructuralmente se parecen en casi todo, todavía, a la vieja ley del 58 con pocas o ninguna modificación de fondo. De esto hablaron en el Seminario mencionado mucho sus ponentes, y especialmente José María Baño y Manuel Rebollo, y tienen mucha razón. Una vez, más, en la línea con la poca originalidad de la que ya he hablado antes, tan habitual en España, parece imposible salir de ciertos esquemas mentales no ya clásicos sino absurdamente rígidos y periclitados, que hacen que las leyes creen una ficción de funcionamiento constantemente desbordada por la práctica. Ha llegado el momento de empezar a cuestionar algunos aspectos nucleares: ¿actúa la administración sólo por medio del procedimiento y los actos?, ¿son necesarios cauces pautados de participación de terceros para defender sus intereses o seguimos confiando en que de esto deberá encargarse vicarialmente la administración en tanto que ha de velar por los intereses generales y también por la regularidad jurídica y protección de terceros afectados?, ¿el modelo de elaboración de normas reglamentarias que tenemos, que sigue siendo el del franquismo, es el apropiado en una sociedad democrática más o menos avanzada?, ¿hay que regular, pautar o limitar la «desadministrativización» de cada vez más funciones públicas?, ¿tiene sentido el modelo de recursos ante la administración actual o hay que ir a órganos distintos e independientes como ya se hace en contratación?, ¿tiene sentido que la Admisnistración sancione o habría que ir a un juez? Pero todo ello son debates mucho más complejos y amplios que la actual reforma, mucho más humilde, no abre. Así pues hoy, que de lo que se trata es de hablar de la ley, mejor si los dejamos a un lado. Ya habrá tiempo en el futuro. ¡Total, nos aprueban leyes como churros!

PS: Voy listando aquí otros comentarios interesantes a la ley que vayan saliendo en blogs y revistas de los que me entere. El primero, cómo no, el de Sevach:

– «El Boe alumbra siamesas administrativas: Ley 39/2015 de procedimiento y ley 40/2015 de régimen jurídico«, de José Ramón Chaves (Magistrado de lo Contencioso-administrativo, TSJ de Galicia), en contencioso.es

– «Derogación de la ley 30/1992 y sustitución por dos nuevas leyes para las AAPP«, de Julio González (Prof. Dcho. Administrativo, Univ. Complutense de Madrid) en globalpoliticsandlaw.com

– «Especial Ley de Procedimiento Administrativo #LPA«, de Víctor Almonacid (Secretario Ajuntament d’Alzira) en nosoloaytos.wordpress.com

– «Novedades de la ley 39/2015 en materia de ejecutoriedad y suspensión cautelar de actos sancionadores«, de Emilio Aparicio (abogado) en emilioapariciosantamaria.blogspot.com

– «La ley 39/2015 de 1 de octubre del Procedimiento Administrativo Común: la benevolencia de la Administración consigo misma«, de Monsieur de Villefort (abogado) enmonsieurdevillefort.wordpress.com

ESPECIAL DE LA REVISTA DOCUMENTACIÓN ADMINISTRATIVA CON LAS PONENCIAS DE LOS PARTICIPANTES EN EL SEMINARIO DE REFORMAS DEL ESTADO QUE ANALIZÓ LOS PROYECTOS



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