La quimera de la redistribución fiscal

Publica hoy el Boletín Oficial del Estado la nueva ley del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, en compañía de la reforma parcial de otros impuestos, como el de sociedades o el de patrimonio. Se trata de una más de las reformas que, anunciadas a bombo y platillo, acostumbran los gobiernos a hacer con periodicidad cuatrienal (si las elecciones son cada cinco años, como las presidenciales en Francia, puede ser quinquenal) para rebajar un poco los impuestos a los trabajadores (lo mínimo para que contribuyan a deflactar el tipo medio) y, ya que nos ponemos, rebajar la presión impositiva para las rentas más altas. Está pasando así en España desde hace años, gobierne el Partido Popular (que fue el que, justo es reconocerlo, marcó la tendencia en este sentido que ahora se impone) o el Partido Socialista. Y lo mismo ocurre en el resto de Europa y en los Estados Unidos, lo que habitualmente se llama, como es sabido, resto del mundo civilizado. Por supuesto, de consuno, se rebajan las cargas fiscales y sociales que soportan las empresas (especialmente, por supuesto, las grandes empresas; y más especialmente, todavía más por supuesto, las dedicadas no a la producción de bienes o comercialización de servicios sino a la inversión).

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Dos millones de maltratadas

Por lo visto, en España hay dos millones de mujeres que padecen violencia machista. Es la razón que mueve a todos los partidos políticos a vivir instalados en un cenagoso consenso que quedó plasmado en la Ley integral contra la violencia de género. Los resultados logrados por la norma son tan espectaculares que los apologetas del texto están teniendo que revisar el discurso: cada vez hay más casos de violencia de género. Y no puede alegarse que la ley haya hecho aflorar las denuncias (es obvio que lo ha hecho, muchas de ellas denuncias falsas). Porque de lo que estamos hablando es, además, de asesinatos. Ahora, sencillamente, hay más que antes. No se trata de que estén apareciendo cadáveres que antes, por miedo a qué dirán los vecinos, se guardasen en el ámbito doméstico por eso de lavar los paños sucios en casa. No, se trata de que, a pesar de la ley (o gracias a ciertos efectos colaterales de todo el show jurídico y mediático que tenemos ahora montado), el número de asesinatos no para de crecer. Es tanto más sorprendente cuanto que hace unos años estaba estabilizado.

Cualquier sociedad sana tiene un índice de crímenes. También de asesinatos. En una frase antológica, el ya ex-secretario de Defensa estadounidense Donald Rumsfeld lo definió, por una vez, a la perfección: «Freedom is untidy« dijo (se refería a los desórdenes que se produjeron en Irak a gran escala tras la «liberación). Tenía, en sentido amplio, toda la razón. Porque pretender la paz y tranquilidad absolutas, si acaso hay alguien que crea que es posible, sólo podría conseguirse por el directo expediente de apelar a la paz de los cementerios. Por eso tienen toda la razón en exculpar a la ley del aumento de los crímenes quienes han señalado, con acierto, que no porque siga habiendo robos se deroga el Código penal, que en absoluto que siga habiendo asesinatos demuestra que éstos son algo aceptable y que hay que revisar las normas que los prohiben.

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Expropiaciones y valor del suelo

El Tribunal Supremo parece que está por la labor de continuar con su tarea de rectificación de su propia jurisprudencia, que en los últimos años venía alentando algunas de las tradicionales bajas pasiones de los españoles terratenientes respecto de ese objeto de atención, deseo y ocupación que son los terrenitos de nuestras entretelas.

Radica el origen del problema en la brutal incomprensión de qué es y a qué fines sirve una expropiación. Aunque, como es natural, a nadie hace gracia que le expropien tierras, tampoco ha de escaparse al entendimiento de cualquier persona racional que se trata de un mal socialmente necesario para acometer obras e infraestructuras públicas que, si quedaran al albur de la voluntad de los propietarios del suelo necesario para construirlas, serían directamente imposibles de llevar a cabo (en no pocos casos) o directamente inasumibles económicamente. Imaginemos no ya las consecuencias de una (perfectamente legítima y entendible) negativa a vender de quien está especialmente unido a una propiedad sino los resultados de que quien se sabe propietario de unos terrenos absolutamente cruciales para la construcción de una infraestructura absolutamente básica pudiera permitirse fijar su precio.

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La plusvalía, para quien se la trabaja

En este país nuestro de euforia ladrillista fuera de toda lógica y medida empiezan a aparecer propuestas de embridamiento jurídico a lo que, fíjate tú qué cosas, ha alcanzado tal grado de desmesura que empieza a inquietar a la ciudadanía. El régimen de tolerancia respecto de las edificaciones o las obras ilegales a pequeña escala, que tanto ha beneficiado históricamente a las clases medias españolas; la actuación anómica de los poderes públicos respecto de las prácticas predatorias de esos prohombres «creadores de riqueza»; la complacencia general con la subvención directa, a costa de los bolsillos de todos, para ciertos clubes de fútbol y la fauna que copa sus palcos… son episodios que se toleran muy bien… hasta cierto punto.

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Endogamia

Periódicamente aparecen en los medios de comunicación referencias a la conocida y perniciosa endogamia universitaria. Suelen coincidir los momentos álgidos de preocupación pública con la reforma de las leyes universitarias. No estamos en estos momentos ante una excepción. Pero sí que parece que, frente el retoque a la Ley Orgánica de Universidades que durante este período de sesiones ha de ser aprobado por las Cortes, ha cundido cierto desánimo entre quienes con tanta ferocidad criticaron la endogamia y los males que simboliza. Es una pena, porque siempre es sano que se abran debates sobre cuestiones de la importancia de ésta. Y ello más allá de que todas las críticas, diagnósticos o remedios sean sensatos. Porque lo que sí está claro es que lo que es una absoluta insensatez es mostrarse satisfecho con el actual sistema de selección del profesorado universitario, que no cumple de forma razonable con ninguna de las finalidades que se le presuponen, empezando por garantizar el cumplimiento del principio constitucional de mérito y capacidad. Que lo haga, además, a costa de imponer sacrificios y penurias a muchas personas (incluyendo a los «agraciados») de manera absolutamente gratuita, dibuja un panorama francamente insatisfactorio.

Las críticas a la endogamia subsiten en una vertiente más folclórico-verbenera que otra cosa. Recientemente daban cuenta los medios de comunicación de una especie de «congreso» de sedicentes agraviados por los turbios manejos corporativistas y para-mafiosos de la Universidad española. Es lamentable que el debate público se nutra únicamente de la visión en exceso simplista que de tal dibujo se deducía. Y provoca cosas como las que hoy me llevan a medio abordar algunos aspectos de lo que es el problema de fondo: que los vicerrectores encargados de explicar a los ciudadanos qué pasa y cómo funcionan las cosas se permitan dar explicaciones tan autocomplacientes, carentes del más mínimo sentido crítico y, lo que es peor, directa y conscientemente mentirosas como la que publica hoy El País en su edición de la Comunidad Valenciana.

Las respuestas de los responsables académicos y las asunciones del medio de comunicación permitirían realizar no pocos comentarios. Pero lo más llamativo es que están vertebradas por una más que llamativa incorrección en el enfoque. Que no puede sino ser voluntaria. Baste señalar que manejan datos asociados a un modelo de funcionamiento que desapareció hace años. Corresponden a un panorama, el posterior a la entrada en vigor de la LOU, donde se supone que las reglas del juego iban a ser diferentes y no crear los nefandos problemas tradicionales. Nadie parece dispuesto a afrontar con honradez un análisis que informe de las reales consecuencias del cambio de norma, de lo que se hizo antes y se ha hecho después, de las verdaderas pautas que informan un modelo que parece cómodamente asentado. A pesar de los pesares. Así, llama poderosamente la atención la ausencia de dudas que expresan los Vicerrectores, valga como muestra el botón valenciano, a la hora de enjuiciar la situación.

Otro día, con más tiempo y un servidor en mejores condiciones, analizamos qué comentan al respecto. Aunque, a lo mejor, ni hace falta y huelga todo comentario a las afirmaciones de quienes afirman no haber asistido nunca a la búsqueda del famoso «tercer voto» en un tribunal para poder colocar al candidato de casa.



El papel de la religión en la educación y en la regulación de la convivencia

Así como las reflexiones de Habermas a que hacíamos referencia hace poco obligaban a poner en relación el papel del sentimiento religioso, de la fe, con las exigencias cívicas a que obliga la convivencia en una sociedad moderna, el reciente artículo de Ronald Dworkin en The New York Review of Books trata de exponer de manera sencilla algunas nociones clave sobre el concreto espacio en que han de quedar recluidas las creencias personales para que éstas no interfieran con la dignidad de la persona o los derechos de los demás.

Three Questions for America, que ha publicado en español Claves de Razón Práctica en su último número, es una reflexión más de batalla que la más académica de Habermas, destinada a convencer sobre la conveniencia de reducir el peso de las consideraciones religiosas respecto de tres discusiones públicas que en los Estados Unidos tienen cierta importancia: el papel que en la enseñanza han de jugar las creencias religiosas (muy especialmente a la hora de enseñar biología, dada la creciente difusión, desde ciertos ámbitos, de las teorías basadas en la hipótesis antidarwinista del «diseño inteligente»), los problemas que supone la mezcla de patriotismo y religiosidad en algunas proclamaciones oficiales (en particular, desde la inclusión de una referencia a un Dios monoteísta en el conocido Pledge of Allegiance) y qué puede pintar la visión religiosa del matrimonio o de la familia a la hora de decidir cómo una sociedad ha de regular públicamente la institución (como es obvio, con los avances en materia de reconocimiento del derecho a contraerlo para los homosexuales en el punto de mira).

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