¿Qué hacer con la Constitución?: Ruptura o reforma

Esta tarde, en el marco del Seminari Permament de Ciències Socials que organizan desde hace ya tres años unos compañeros de la Facultad, vamos a discutir sobre las posibilidades de reforma constitucional o sobre si, directamente, conviene marcar un punto de inflexión más radical e iniciar un movimiento de ruptura con el sistema nacido en 1978 (pero enraizado hasta cierto punto en lo que había antes) y poner en marcha un proceso constituyente que logre una transformación, siquiera sea simbólica, más más radical, con una verdadera cesura constitucional que marque con claridad un antes y un después.

Razones para pensar que quizás ha llegado el momento de iniciar el esfuerzo para lograr un cambio profundo y dar la vuelta al país como a un calcetín es cierto que, en estos momentos, no faltan. El «catacrac» institucional, social y económico en que se encuentra España en la actualidad creo que no es apenas discutido por nadie. Tampoco lo es que entre las causas del mismo hay muchas que tienen que ver con el Derecho, esto es, con la forma en que hemos decidido organizarnos. Y algunas de ellas, qué duda cabe, seguro que tienen que ver con las normas que regulan en un nivel muy básico nuestras instituciones, esto es, la Constitución.

Por otro lado, es evidente que, en ocasiones, y sobre todo cuando hablamos de dinámicas sociales, los cambios, sean más o menos profundos, no necesitan sólo de ser acometidos. También tienen que «notarse», tienen que verse y sentirse como importantes. Es muy probable que España no necesite sólo cambiar algunas reglas, dar una mano de pintura a la superficie del invento y aspirar con esos retoques a que todo vaya mejorando a partir de unas bases ya alcanzadas. No es descabellado pensar que hace falta algo más, algo que sirva como instrumento catárquico para que, más allá del Derecho, de las normas, de las reglas e incentivos que suponen, se renueve una especie de pacto social 2.0, nos comprometamos una ética pública mejorada y, también, más optimista. Para ello una ruptura constitucional aporta componentes emocionales y simbólicos que una mera lista de retoques, más o menos afortunados, no puede aspirar a proporcionar. Es, por ejemplo, y salvando las distancias, uno de los atractivos del llamado «proceso» catalán que cada vez suma más adeptos a la independencia. La idea no ya de empezar de cero sino de que lo parezca, al menos, un poco, de que quede casi todo por hacer y diseñar, de poder programar aspirando a hacerlo todo mejor, de que incluso los errores queden (como algo siempre posible, inevitable en cierta medida) en el futuro más que en el pasado, es indudablemente atractiva. Todo ello, también, apoya los argumentos en favor de iniciar un proceso constituyente. O de intentarlo, al menos.

Y, sin embargo, personalmente, no creo que sea en estos momentos adecuado trabajar por una ruptura. Muchas razones, desde las más pragmáticas a las que se refieren a una evaluación que pretende ser más objetiva de la situación, me hacen personalmente decantarme por pensar que va a ser más rentable, en estos momentos, trabajar pensando en una (buena) reforma constitucional. Allá van, sintetizadas, algunas de estas razones.

1. ¿Estamos en un momento que permita aglutinar a la sociedad en favor de superar el actual marco constitucional? Sinceramente, no lo creo. Y no lo creo, básicamente, porque casi todos los grandes hartazgos sociales tienen que ver con la economía (este contexto de desilusión general que vivimos, de hecho, no es una excepción a esta regla), pero a día de hoy una gran mayoría de la población española está más asustada respecto de lo que pueda deparar el futuro en materia de pérdidas de derechos o de nivel de vida y cómo proteger lo que queda de bienestar a la europea (entendido en términos de la segunda mitad del siglo XX) que de luchar por lograr nuevas cotas en esos dominios. Vamos, que no es tanto que la sociedad mire al futuro sino que piensa en un «Virgencita. virgencita…», lo que revela más pasión por conservar lo que se pueda de lo que ya hay que por transformar en profundidad nada. En este sentido, la crisis económica, por dura que esté siendo, no ha llegado (ni es de esperar que llegue, tampoco de desear) a unas cotas de pobreza tales que genere un malestar social tan intenso como para que se produzca un deseo de cambio radical y total. Los niveles de riqueza alcanzados en Occidente, especialmente en Europa, y por ello en España, en las últimas décadas permiten la existencia de redes de seguridad económicas y sociales que, también, son mecanismos de seguridad jurídicos respecto de la estabilidad del régimen y de las instituciones. Sinceramente, sin este necesario caldo de cultivo, es muy difícil pensar realistamente en una voluntad popular que pueda apoyar una ruptura.

2. ¿No hay nada aprovechable en la Constitución de 1978? Pues claro que lo hay. Antes al contrario, hay mucho. Casi todo. No tendría sentido desaprovecharlo y, aunque en un proceso constituyente no hay razones para no aprovecharlo, no pasa nada por visualizar que muchas cosas de la Constitución de 1978 están bien y han sido útiles. Es más, si analizamos las razones del descontento social, a la hora de la verdad, tampoco tantas de ellas (aunque algunas sí, quizás señaladamente las que se concretan en el grito «no nos representan») tienen su trasunto constitucional. Parece, por esta razón, más sensato aprovechar la experiencia, usar lo que nos han enseñado estos años de régimen constitucional y construir a partir de lo bueno que ya tenemos, y habiendo detectado fallos y problemas, ponernos manos a la obra para reparar esos concretos problemas, sin dilapidar esfuerzos en otras cosas. Lo cual tiene la ventaja de ser más fácil desde todos los puntos de vista. Es más fácil ponernos de acuerdo, seguro, técnicamente, sobre los necesarios retoques que son precisos en tres o cuatro parcelas concretas; pero también políticamente (y una reforma constitucional es ante todo algo político) va a ser mucho más sencillo que se alcance el acuerdo de mínimos necesario para algo así (que es un acuerdo de mínimos amplio, por cierto, como es lógico) para poner algún parche y hacer las debidas reparaciones antes que para cambiarlo todo.

3. La Constitución española de 1978, además, tiene cosas bastante buenas, entre otras cosas que, por el momento en que fue pactada y redactada, a finales de los años setenta, permitió recoger un importante consenso jurídico en materia de garantías destilado a lo largo de todo el siglo XX y, sobre todo, después de la II Guerra Mundial. También, por esto de llegar los últimos, pudimos ponernos a copiar soluciones, lo que hace que, por ejemplo, en materia de derechos fundamentales y sus mecanismos de protección y defensa sea bastante completa y avanzada. Todo este legado debe ser valorado y protegido. Es más fácil hacerlo con una reforma más limitada. Por ejemplo, en materia de derechos fundamentales, vista la experiencia, se pueden plantear cambios que aporten a partir de la experiencia añadida (simbólicamente, por ejemplo, el derecho a la asistencia sanitaria universal podría introducirse, por mucho que las consecuencias prácticas de la introducción serían más bien escasas, al menos si nos comportamos con los inmigrantes irregulares como ha sido costumbre en España hasta hace bien poco) o que mejoren técnicamente preceptos con necesidad de clarificación en el propio texto (derecho de huelga, por ejemplo, o cuestiones técnicas como la protección de datos, mal resueltas en estos momentos aunque sean más un problema técnico que político) o incluso que eliminen derechos que no tiene sentido que sean fundamentales (referencia a los tribunales de honor del art. 26, e incluso el derecho de petición dela rt. 29), lo que podría ¡dejar sitio para algún derecho funadamental más!

4. La reforma, sobre todo si no toca contenidos del art. 168 CE (esto es, si no tocamos los primerso artículos, con la definición de las pautas básicas de convivencia, para bien o para mal; ni los derechos fundamentales; ni la Corona) puede ser extraordinariamente sencilla de acometer si hay consenso político para ello, como reformas express como la del art. 135 CE han demostrado. Se trata de una ventaja adicional, más allá de su empleo muy desafortunado hasta la fecha, que conviene no perder de vista, para dar curso a un sentir social y político mayoritario en un determinado sentido, en una determinada dirección. Porque que la Constitución se pueda reformar con facilidad si existe el suficiente respaldo para ello no sólo no es malo sino que es bueno. Aprovechemos la demostrada posibilidad que nos brinda nuestro modelo constitucional de poder hacerlo.

5. La Constitución española de 1978 también tiene carencias evidentes, y sobre ellas habría que detenerse. Lo cual, dicho sea de paso, es mucho mucho más fácil de acometer si nos centramos en las mismas en lugar de iniciar un proceso mucho más amplio y ambicioso. Más allá de carencias simbólicas (continuidad con el antiguo régimen y ciertos elementos representativos icónicos), podemos listar ciertos aspectos donde sí parece que urge una reforma constitucional. Todos tienen que ver con el principal pecado original de la Constitución de 1978, su carácter dirigista, su elaboración «desde arriba» y con muy poca confianza en la participación popular «desde abajo». Tienen además todos ellos la gracia de que podrían reformarse sin tocar las materias del artículo 168 (esto es, reforma procedimentalmente fácil, caso de que haya acuerdo político previo suficientemente amplio), si se quisiera:
– cuestión territorial, es decir, el famoso Título VIII, respecto del que hay cada vez más propuestas de reforma y parece que podemos acabar teniendo una cualquier día de estos; una reforma que sí o sí deberá incluir reformas en materia de financiación autonómica que la haga más sencilla, justa y corresponsable.
– participación ciudadana en la conformación de las decisiones legislativas, con más referéndums, posibilidades abrogatorias o más ámbito de la iniciativa legislativa popular, en la línea de las propuestas que, por ejemplo, ya han sido vehiculadas en algún parlamento autonómico con ayuda de algunos profesores universitarios;
– representación política y sistema electoral, donde quizás cambios profundos serían bienvenidos (más detalles sobre propuestas diversas que he hecho en algún momento al respecto aquí o aquí)

En el fondo, a mi juicio, tampoco habría que tocar mucho más de la Constitución porque creo mejor (y, en la práctica, la experiencia demuestra que difícilmente es de otro modo como se imponen ciertos derechos o medidas de reparto) que la Constitución se centre en las reglas del juego y que analicemos si son buenas y equilibradas o no.

6. Junto a ello, se podría plantear la conveniencia de reformas más de tipo simbólico, a efectos de lograr ese efecto de novación, vía reforma, que lo asemeje en algo al «chute» de optimismo social necesario que un proceso constituyente puede generar. Por ejemplo, reformando el Título II del texto constitucional, que sí requiere de acudir al procedimiento agravado de reforma del art. 168, y cambiando la forma de Estado. Vamos, liquidando de una vez una institución como la Monarquía, no sólo tóxica, sino encarnación de los problemas del régimen y de la ominosa continuidad del texto de 1978 con la dictadura franquista. La Constitución de 1978 tuvo muchas cosas buenas, también simbólicamente, y supuso el tránsito a un Estado democrático y de Derecho. Pero también, en este plano último, tuvo y tiene un principal pecado original: su dirigismo vertical y la poca confianza en el pueblo, heredada del régimen del que viene y del que no se quiso abjurar. Este pecado original, al estar esencialmente encarnado en la Monarquía y en la concreta dinastía designada por Franco para sucederlo en la Jefatura del Estado, tiene la ventaja, por ello, de tener fácil arreglo simbólico con una reforma que la sustituyera por una República. Y se obtendría el efecto purificador de la ruptura constituyente con una «simple» reforma.

7. Por último, mi opción posibilista y reformista, también, tiene que ver con el pragmatismo. Pragmatismo a dos niveles, por un lado porque me parece bueno que ciertos consensos constitucionales que se plasmaron en 1978 es mejor que no sean puestos en cuestión (sobre todo, en materia de garantías) y eso siempre es más fácil de blindar en un contexto de reformas parciales que caso de que todo sea puesto en cuestión en un proceso constituyente. Es decir, por expresarlo con franqueza, que no me siento muy inclinado a poner en riesgo muchos de los derechos y garantías que actualmente ofrece nuestro marco constitucional. Riesgo que, sin duda, existe cuando nos metemos en una reforma total porque, como es obvio, todo se vuelve a poner o no, a reescribir i reinterpretar. Sobre unas cosas habría más debate y se prestaría más atención. Otras muchas, en cambio, pasarían inadvertidas, quedarían en segundo plano y podrían ser cambiadas, para bien o para mal, con menos consenso y debate del que se requiere para actuar sobre ellas aisladamente. Sinceramente, prefiero no correr ese riesgo, no sea que algunas pérdidas acabaran por este camino por ser más dolorosas que magras ganancias. No hay que perder de vista que iniciar una reforma constitucional puede servir «para ir a mejor» pero, también, y siempre desde el punto de vista de cada cual, «para ir a peor». Pues bien, yo acepto que algo así ocurra en un contexto de debate público centrado y con posibilidades de que todos participen y presten atención a lo que se toca. Pero en un contexto de cambio masivo me da mucho miedo lo que se podría tocar por quienes más resortes controlan sin tener que pasar por los «peajes» democráticos y participativos que se derivan de tocar eso mismo si se hiciera más selectivamente.

Ahora bien, y sobre todo, mi oposición a reformar del todo el texto de nuestra Norma Fundamental se debe a que pienso que, más allá de un punto determinado, una Constitución no es tan importante. Ni, ojo, debe serlo tampoco. Por eso no he incluido en mis puntos de reforma propuestos, que sí juzgo esenciales, aspectos relacionados con la justicia social o material, el reparto, medidas de mayor garantía. Creo, y a la vista está, que esos derechos y condiciones se ganan (o no) día a día, con la legislación y las mayorías políticas, ganando esas batallas y no una lucha constituyente. A la vista está, por ejemplo, de lo ocurrido con nuestro ordenamiento en vigor, donde una Constitución de lo más «progresista» en términos de reparto luego no lo ha sido tanto en la práctica… porque eso se logra con otros mecanismos. Y no es algo que pase sólo con los derechos económicos y sociales, aunque quizás sea allí donde es más visible este efecto. Pasa en cualquier ámbito jurídico-constitucional al que miremos.

Así, con la Constitución de 1978 muchas cosas han sido posibles y muchas otras, en cambio, no. Pero no por causa de la Constitución. Pensemos en que se ha podido reformar, en un mes, su texto para meter un límite al déficit público, pero no, apenas, para nada más. Recordemos que en estos años se ha podido aprobar como una docena de reformas laborales pero no, en cambio, una ley de huelga. O entender a la jurisdicción española competente para juzgar a cualquier dictador que haya pisado el globo terráqueo, haya torturado y asesinado a españoles o no, pero, en cambio, no ha logrado que deje de haber calles y plazas que homenajean al Caudillo y sus huestes desperdigadas por toda la geografía española. Con la Constitución española se ha podido votar alegremente sobre temas de gran consenso, como la Unión Europea, en referéndum, pero en cambio no se puede votar sobre algo mucho más conflictivo socialmente (y respecto de lo que, precisamente por ello, mucho más sentido tendría poder votar, como proponen muchas fuerzas políticas catalanas) como es la cuestión territorial. O ha sido posible dotar de parlamento y gobierno a Logroño y alrededores (300.000 habitantes) mientras Andalucía y Cataluña, que superan en población a la mitad de los países que conforman la Unión Europea, no tienen una efectiva autonomía fiscal y financiera (ni siquiera para recaudar impuestos) para poder asegurar el ejercicio de sus competencias (sean éstas mayores o menores). Con la Constitución de 1978 no ha sido posible que se deje de dar religión en el Colegio, pero sí que el Código penal siga penando la blasfemia y expandir los delitos de opinión y escarnio. Y también con la Constitución de 1978 han sido posible reformas en materia de seguridad ciudadana como la del 92, o la que se nos viene encima, o sucesivos pactos por la Justicia mientras es excepcional que alguien encarcelado por el Estado y cuya inocencia esportada después sea siquiera indemnizado por las molestias. Con la Constitución de 1978 ha sido posible ilegalizar partidos que suponían entre una quinta y una cuarta parte del electorado del País Vasco y, en cambio, ha sido imposible que los vecinos puedan participar efectivamente en la administración de sus municipios desde la base a partir de un control transparente y participativo… y así podríamos seguir con un listado de paradojas y contradicciones que abarcan muchas más cosas pero que, en general, apuntan siempre al mismo lugar: el régimen de 1978 tiene unos perfiles muy concretos y determinados, pero que son fruto no de la Constitución en sí misma sino de cómo hemos operado dentro de ella.

Pero todo eso, para bien o para mal, no ha tenido que ver con la Constitución de 1978. Ha tenido que ver con el concreto equilibrio de fuerzas y poderes que, desde 1978, tenemos en España y que, con ruptura o con reforma, con proceso constituyente o sin él, es lo que determina lo que somos como sociedad y por dónde iremos y cómo nos irán las cosas. Ahí es donde, más allá de los retoques (muchos de ellos necesarios y bienvenidos) en la Constitución española, debiéramos trabajar. En ganar esas batallas, porque son las que nos dibujan un país de un tipo o de otro. Conviene tenerlo muy presente.

Muy especialmente porque, por cierto, muy probablemente, las batallas que vienen, en forma de reforma (o reformas) constitucional(es) de mínimos, van a ir en esa línea. Y van a replicar algunos de los resultados arriba mencionados y las dinámicas de confrontación al uso (centro-periferoa, elites-base, dirigismo-participación…). Conviene estar preparados siendo pragmáticos y más o menos conscientes de lo que se nos viene previsiblemente encima. Porque, al menos de momento, las cosas son como son y no parece que vayamos a contar con una rebelión masiva ciudadana desde la base frente a estas pretensiones y este modelo de hacer las cosas.



8 comentarios en ¿Qué hacer con la Constitución?: Ruptura o reforma
  1. 1

    En este pais de romanones no nos queda mas que parafrasearlo: hagan ustedes la constitucion, que yo hare la ley organica (perdon por la falta de tildes)…
    Con el inmovilismo de las elites y el miedo del personal a perder lo poco que le quede, yo lo veo todo demasiado lejano, pero, ya puestos, coincido con usted en que, si se toca todo, por algun sitio nos la van a meter doblada, asi que, como dijo jack el destripador, vamos por partes.

    Comentario escrito por ieau — 28 de enero de 2014 a las 7:41 am

  2. 2

    D. Andrés:

    El gran «Cursillo para ligar.Hágase marxista en cinco lecciones» de LPD (que no supe aprovechar, todo sea dicho) me recordó viejas lecturas. Y creo que se le atribuye al Sr. Marx la sentencia:» El derecho es la voluntad de la clase dominante erigida en ley» – y fin de la cita que diría el venerable Benedicto XVI-.

    Creo que Vd. propone una reforma profunda desde la misma Constitución. Y lo de cargarse al jefe de Estado desde esa misma reforma es un borboneo espectacular ( el pueblo español borboneando al rey.¡¡ Que pasada¡¡ ¿Donde hay que firmar?). Pero concretamente este tema y el del famoso Título VIII tienen tanta carga simbólica (y real) en el imaginario popular que los sectores reacios a esos cambios (que por enlazar con la introducción, poseen gran parte del poder) tildarían rápidamente el proceso como una ruptura de la Constitución, no como una transformación. Así que ya puestos, a reformarla desde el principio y a ver quien gana la partida.

    Y una pregunta. Si en las elecciones votamos a los representantes del poder legislativo y estos a su vez eligen al poder ejecutivo ¿Sería deseable elecciones en el poder judicial? ¿Que se eligiese también en elecciones generales al Fiscal del Estado y al Presidente del Tribunal Supremo (lógicamente elegidos entre fiscales y jueces al)? ¿ Es factible? ¿Es una majadería jurídica? ¿Es una majadería sencillamente?

    Comentario escrito por ocnos — 28 de enero de 2014 a las 1:52 pm

  3. 3

    Ocnos, nada que añadir o apostillar a la cita de Marx. Por esa razón, con los instrumentos a nuestro alcance, y siendo realistas, sabiendo lo que hay enfrente, la cuestión es, ¿cómo es más factible arañar cuotas de poder,e espacios de representación, ámbitos de autonomía frente a esa clase dominante? Y, sinceramente, a día de hoy, en España, lo veo muy, muy difícil si no es buscando hegemonías sociales sobre asuntos muy concretos donde, al menos parcialmente, parte de esas clases dominantes puedan, o no tengan más remedio que, subirse al carro de una puntual reforma liberadora. En un proceso de abrir el melón, a día de hoy, nos arrasan (más aún).

    Respecto de lo de las elecciones al poder judicial, nada que objetar. Yo, por ejemplo, montaría un sistema de jueces de paz más potente, con «hombres buenos» elegidos por la gente de la comarca o pueblo de la demarcación. Y no veo problema alguno en que empecemos a pensar en elegir jueces. Yo qué sé, por poner un caso, ¿por qué no los del TC? ¿o los del CGPJ? ¿o el fiscal general del estado? A estas propuestas se les suele oponer como reparo el que «politizan» la Justicia y esos órganos… pero sinceramente, ¿alguien puede pensar, en este país nuestro, que es posible que acaben más politizados de lo que ya están?

    Comentario escrito por Andrés Boix Palop — 29 de enero de 2014 a las 9:31 am

  4. 4

    No deja de sorprender la efectividad que ciertas IDEAS-CAPOTE presentan para desviar la atención. ¿Pero de verdad supone algún cambio substancial substituir a Juan Carlos por Esperanza o José Luís?

    En mi opinión sería mínimo y con casi toda seguridad a peor, porque las instituciones obtienen buena parte de su legitimidad de la historia por la necesidad y el derecho que tiene el hombre a sentirse parte de un devenir continuo, como señalaba Ortega.

    En este caso, nuestra monarquía tiene una legitimidad ligada al pasado de los españoles y pensar que eliminándola se arregla algo porque es “no sólo tóxica, sino encarnación de los problemas del régimen”, me parece un análisis simplista que va en el sentido de buscar cabezas de turco a lo que somos.

    Comentario escrito por David — 29 de enero de 2014 a las 1:59 pm

  5. 5

    ¿No sería tambien el momento de cambiar – si incluimos jueces y prisiones «de proximidad» el Código Penal? Pequeñas penas de prisión para los pequeños delitos de robo y hurto, no tomarse tan a la tremenda el uso de la fuerza y de las armas en las primeras condenas – que un chaval agilipollao robe 10 euros a punta de navaja y le caigan cuatro años si o si ¿Para que?. Los agilipollaos no piensan en los cuatro años, pero, a veces, maduran..- más condenas con sentencia suspendida..
    Quiza fuera mejor el modelo pelicuerio americano, eligiendo los jueces munipales por votación, para resolver los asuntos cotidianos – lindes, hurtos, trifulcas vecinales..- en los que no le va la vida ni la hacienda a nadie y que luego estos jueces fueran los que votaran a sus representantes para las grandes ligas…

    Comentario escrito por galaico67 — 30 de enero de 2014 a las 7:22 pm

  6. 6

    Muy de acuerdo, Galaico, pero no van precisamente por ahí los tiros. Léase o mírese por encima las ponencias de nuestro seminario de enero de Facultad y échese a llorar.

    David, tienes razón… y no. O eso creo. Al menos, por dos razones. Primero, porque los elementos simbólicos de cambio (césase Catalunya) son importantes para movilizar y generar dinámicas de cambio más profundo. Segundo, porque, aunque ello no fuera así, ¿qué problema hay en cambiar cosas que no están bien por otras que lo estén un poco mejor aunque ello no vaya a generar grandes mejoras fuera de las que puedan producirse en sí mismas consideradas?

    Comentario escrito por Andrés Boix Palop — 31 de enero de 2014 a las 6:56 pm

  7. 7

    Andrés, no se si a ti te pasa lo mismo, pero yo en la vida pública no encuentro a nadie capaz de gestionar nada, solo mucha ideología y «gestores» que solo se leen la parte de los libros (o de los extractos que les pasan) que les interesa.
    La Justicia y la Administración Pública tienen muchos campos de mejora a poco que se apliquen los procedimientos administrativos y contables normales y se busquen relaciones coste/beneficio, no el castigo a los malvados o sacralizar la libertad para que un reducido grupo de electos puedan meterle un pufo de 3000 euros por cabeza a sus convecinos sin que les pueda pasar absolutamente nada.

    Comentario escrito por galaico67 — 01 de febrero de 2014 a las 11:22 am

  8. 8

    #4, David

    Yo tampoco creo que sustituyendo al Borbón por una república se vaya a arreglar todo, sin hacer nada más, simplemente pasaríamos de tener una monarquía bananera a tener una república bananera.

    Pero por lo menos, cambia desde el punto de vista de la legitimidad democrática. Si pones en la jefatura de Estado a José Luis o a Esperanza es porque así lo han decidido la mayoría de los ciudadanos, y en unos años podrán decidir si los mantienen en el cargo o poner a otro que les disguste menos. O incluso se podría disponer de un sistema para destituírlo si sale mucho más rana de lo previsto. A día de hoy, no tiene sentido una jefatura de estado que se hereda de padres a hijos como una finca.

    Comentario escrito por Lluís — 07 de febrero de 2014 a las 11:46 am

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