Un nuevo Tribunal Constitucional

Aunque no lo parezca, tenemos desde hace unos días un nuevo Tribunal Constitucional. Y es que, con más pena que gloria, secuestrados como estamos casi todos (también en lo que hace a cuestiones de Derecho) por la omnipresencia de asuntos terroristas y contraterroristas en el centro del debate público, hemos asistido a la primera gran reforma de las funciones y posición institucional de nuestro Tribunal Constitucional desde su establecimiento hace ya casi tres décadas. La Ley Orgánica 6/2007, de 24 de mayo (publicada por el BOE de 25 de mayo de 2007), de modificación de la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, no ha sido la única norma que ha reformado la norma reguladora de las funciones y organización del TC a lo largo de todos estos años, puesto que ha habido otras en el pasado. Pero sí es la primera que altera de forma profunda algunas de las bases esenciales que definen lo que es nuestro órgano de control de la constitucionalidad, por lo que merece, la verdad, cierta atención.

Conviene señalar, en primer lugar, que los casi treinta años de vigencia de la LOTC han permitido en una primera fase al asentamiento y fortalecimiento de la autoritas, más allá de la estricta potestas otorgada por la norma, del Tribunal, que a lo largo de los años ochenta se convirtió con cierta facilidad y naturalidad en una instancia más de poder político y en la máxima autoridad de interpretación jurídica de la Constitución, así como en la encarnación más acabada de un sistema relativamente novedoso para España, en el que los derechos fundamentales pasaban a ocupar una posición central y su garantía se convertía en obligación esencial de todos los poderes públicos.

El Tribunal Constitucional, así constituido, a ejemplo del modelo alemán (la regulación orgánica y atribuciones funcionales del BVG fueron la clara inspiración de la arquitectura española), se convierte de esta forma sin demasiadas tensiones en intérprete máximo de la Constitución y por ello legislador negativo dedicado a controlar posibles excesos por parte del Parlamento, en arquitecto jurídico del proceso de descentralización política y administrativa (por cuanto su interpretación de la distribución de competencias fijada en la Constitución ha sido el marco en que se ha producido el proceso de asunción de competencias por las Comunidades Autónomas y ha fijado los límites al mismo, así como las fronteras que el Estado ya no podrá superar cuando su competencia se limita a establecer normas básicas o garantizar la igualdad de los españoles en el ejercicio de sus derechos y deberes) y además se impone como última instancia de revisión jurisdiccional respecto de la regularidad y adecuación a Derecho del trato recibido por los ciudadanos en cuanto a la posible afección a sus derechos fundamentales.

Esta última función, en la que durante veinticinco años el Tribunal Constitucional se ha mostrado como una instancia garantista y respetada por la comunidad jurídica, ha permitido suplir deficiencias en las pautas de garantía de estos derechos que hasta no hace mucho (y quizás todavía en la actualidad) era todavía posible percibir en la forma en que Administración y tribunales ordinarios se enfrentaban a veces a ciertos supuestos.  El arrastre histórico, con unos poderes públicos y un personal a su servicio que en muchos casos seguían conservando las inercias lógicas de un sistema donde la posición de los derechos de los ciudadanos no era, ni mucho menos, central, convirtió por ello pronto al Tribunal Constitucional en su labor de amparo en un bastión esencial de defensa de los derechos de los ciudadanos. Hasta tal punto que la cosa empezaba a  presentar unos perfiles algo anómalos: porque esta tarea, cuando es el TC quien la lleva a cabo, ha de ser cosa más bien excepcional, y así ha de tenerlo claro la comunidad jurídica. Que no lo sea no es síntoma de lo bien que van las cosas («¡Qué gran sistema tenemos, con un Tribunal Constitucional vigilante y atento!») sino más bien de lo contrario (porque, a santo de qué, si las cosas funcionaran como deben, habría de dedicar tanto tiempo y esfuerzos a ello). No es bueno que se perciba el recurso de amparo ante la jurisdicción constitucional como una instancia más, dado que ello altera los trazos de la institución, concebida como última garantía cuando el aparato del Estado en su conjunto, incluyendo a la jurisdicción ordinaria, haya fallado previamente en su misión de ser el primer y esencial responsable en garantizar el respeto a los derechos fundamentales. No incidir con el suficiente énfasis en esta visión contribuye a cierto relajo general. “Ya vendrá luego el TC a reparar las quiebras a derechos fundamentales, si es que se han producido”, ha sido el motto que expresaba un poco la inercia en que se ha vivido. Mientras que, por otra parte, ciudadanos y abogados hemos tendido a fiar demasiado a la jurisdicción constitucional nuestros argumentos basados en afecciones a derechos fundamentales, como si sólo ante esta instancia fueran atendibles, no ya por el fuero, sino por la sensibilidad y función que se atribuía a ese órgano, pero sólo a él.

Como resultado de este estado de cosas, el Tribunal Constitucional lleva años al borde del colapso. El número de recursos de amparo es tal que provoca dos situaciones profundamente perturbadoras. Por un lado, drena recursos que podrían ser empleados en el resto de funciones encargadas al órgano, que son las más importantes con carácter general: control de excesos legislativos y arbitrar los conflictos entre los diferentes niveles de gobierno y administración, donde los retrasos se suceden y es ya imposible lograr que los recursos se resuelvan en meses en vez de en años. Por otro, lejos de conducir con ello a una mejor garantía de los ciudadanos en sus derechos, se produce el efecto perverso de que, agobiado por la carga de trabajo, el TC ha ido generando una doctrina poco respetuosa con algunas de las garantías que debieran inspirar su actuación: al tratar de aligerar su carga de trabajo por la vía de inadmitir todo lo inadmisible ha extremado el rigor en una serie de consideraciones de tipo formal y procesal que han contribuido a forjar una doctrina sobre la justiciabilidad de ciertas actuaciones que desplaza el foco del análisis desde las afecciones materiales efectivas a derechos de las personas a cuestiones de índole técnica, lo que desdibuja su labor, convierte al amparo en una suerte de lotería y, además, transmite un mensaje nada edificante sobre las posibilidades de acceso a la justicia de los ciudadanos (que, además, lo que es más grave, se ha ido extendiendo a otros ámbitos y jurisdicciones), en flagrante contradicción con las manifestaciones de principio del propio Tribunal sobre la conveniencia de atender más a consideraciones materiales, de fondo, que formales cuando de lo que se trata es de garantizar el acceso a la revisión judicial de actuaciones que afectan a los ciudadanos y más todavía cuando lo que está en juego son derechos fundamentales.

La reforma de 2007, casi treinta años después de la redacción original de la ley y tras veinticinco años de funcionamiento, ha modificado sustancialmente la naturaleza del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. Ya no se tratará de facto de una última instancia procesal apta para revisar posibles lesiones a derechos y libertades, donde sólo cabía la inadmisión a partir de un listado de causas tasadas (sobre las que el TC, como hemos dicho, ha hecho peligrosas filigranas para ampliar y ampliar su comprensión, incluyendo en estas causas tasadas las más inimaginables derivaciones). Se acepta la realidad de que no es funcional que así sea, que es mejor que el TC sólo conozca de casos especialmente relevantes y de enjundia constitucional, dejando a los tribunales ordinarios con el caudal ordinario de cuestiones que afectan a derechos fundamentales. El Tribunal Constitucional, a partir de ahora, tendrá libertad (un poco a la manera, salvando las muchas distancias, de cómo el Tribunal Supremo Federal de los Estados Unidos decide sobre qué asuntos va a entrar a discutir) para admitir o no un recurso de amparo según entienda o no que del caso concreto se derivan situaciones de especial trascendencia o enjundia constitucional.

Así, el nuevo art. 49.1, queda redactado del siguiente modo:

Artículo 49.1 LOTC. El recurso de amparo constitucional se iniciará mediante demanda en la que se expondrán con claridad y concisión los hechos que la fundamenten, se citarán los preceptos constitucionales que se estimen infringidos y se fijará con precisión el amparo que se solicita para preservar o restablecer el derecho o libertad que se considere vulnerado. En todo caso, la demanda justificará la especial trascendencia constitucional del recurso.

Y el artículo 50, al regular los requisitos de admisión a trámite, incide sobre el particular dejando claro en qué términos podrá el Tribunal inadmitir un recurso:

Artículo 50.1 LOTC. El recurso de amparo debe ser objeto de una decisión de admisión a trámite. La Sección, por unanimidad de sus miembros, acordará mediante providencia la admisión, en todo o en parte, del recurso solamente cuando concurran todos los siguientes requisitos: a) Que la demanda cumpla con lo dispuesto en los artículos 41 a 46 y 49. b) Que el contenido del recurso justifique una decisión sobre el fondo por parte del Tribunal Constitucional en razón de su especial trascendencia constitucional, que se apreciará atendiendo a su importancia para la interpretación de la Constitución, para su aplicación o para su general eficacia, y para la determinación del contenido y alcance de los derechos fundamentales.

Este criterio queda pues convertido en la piedra angular a partir de la cual se decide o no la admisión del recurso. Y, de esta forma, se modifica por primera vez de forma sustancial la institución del amparo, que la Constitución de 1978 estableció como uno más de los cauces privilegiados de reacción frente a lesiones a derechos fundamentales pero, conviene recordarlol, no como el único (en cuanto a reacción frente a lesiones también se prevé un procedimiento preferente y sumario ante la jurisdicción ordinaria) y que ha sido uno de los motivos de la visibilidad e importancia jurídica de nuestro Tribunal Constitucional. Con esta reforma, el Tribunal ya no tendrá que analizar todos aquellos supuestos que hubieran logrado superar la carrera de obstáculos procesales en que se había convertido el análisis de la admisibilidad del recurso sino que podrá limitarse a tratar aquellos asuntos que juzgue más importantes, relevantes, trascendentes, con posibilidades de afectar al entendimiento general de las libertades y garantías constitucionales.

La primera reacción que ha suscitado la reforma, como es evidente, es poco entusiasta dado que aparentemente los ciudadanos pierden su derecho a que el TC revise actuaciones que han afectado a sus derechos. Porque a partir de ahora este derecho de los ciudadanos sólo existe como tal en sede ordinaria. La vía el amparo no depende de que haya una violación o lesión, de que se hayan satisfecho todas las exigencias procesales…; a partir de ahora depende, sobre todo, de que se logre convencer al TC de que “vale la pena” que se pronuncie sobre nuestro problema, sobre nuestro caso, porque del mismo se derivan consecuencias mayores que trascienden nuestra situación particular. Y, claro, eso no es exactamente un derecho incondicional, que dependa de la existencia de una situación o de unos hechos concretos. Desde este punto de vista, las críticas no se han hecho esperar. Provienen, especialmente, de colectivos profesionales acostumbrados a conocer cómo se las gasta todavía la Administración de Justicia en España y que, por ello, siempre se sentirán más cómodos pensando que hay una instancia más que pueda arreglar futuros desaguisados.

No obstante, esta crítica no contempla algunos factores. El primero y más de fondo es que desaguisados, inevitablemente, a veces los hay. De hecho, el propio sistema anterior, a lo largo de las últimas décadas, así lo ha demostrado porque, como es lógico, tampoco ha podido evitar todos. Incluso a pesar de que siempre quedara abierta la posibilidad del amparo. Es algo consustancial a un Estado de Derecho y a cualquier sistema de control y revisión: que no siempre todo puede hacerse bien. El segundo y más importante de los peros a las críticas, con todo, es más relevante, por cuanto se refiere a que esta desaparición del TC como efectiva última instancia para convertirse en un órgano que resolvía sólo sobre lo que juzgaba más relevante ya se había, en puridad, producido (y estaba ahí para quedarse) por una vía mucho menos satisfactoria que su franco reconocimiento: el empleo espurio de una hipertrofiada jurisprudencia sobre los requisitos de admisibilidad. Por ello, parece sensato asumir que son los tribunales ordinarios, con el Tribunal Supremo a la cabeza, los que han de actuar de forma principal y decidida para hacer valer los derechos fundamentales. Que no tiene sentido estar siempre pidiendo una instancia más. Y, sobre todo, es de agradecer que, si el acceso al TC va a depender en realidad de factores como los señalados, pues que se exprese de forma clara y por derecho. Tal y como hace ahora la ley.

Así pues, una segunda reacción, más meditada, ha de virar más hacia la comprensión del profundo cambio en la esencia misma del Tribunal que este nuevo modelo normativo supone. De alguna manera, pierde parte de sus perfiles jurídicos a los que le encadenaba ser la última e inevitable instancia en materia de derechos fundamentales para afirmar sus aspectos más políticos. Porque a partir de ahora no sólo su interpretación de la Constitución va a tener inevitablemente una marcada importancia política al analizar leyes que se aprueban o los conflictos competenciales suscitados entre Administraciones. También, desde la entrada en vigor de la nueva ley, habrá un elemento político indudable en sus decisiones respecto de los amparos, dado que en puridad no está obligado a aceptar ninguno. Basta para ello que no los estime lo suficientemente relevantes. El Tribunal Constitucional, de esta forma,  va a tener que definir una política de defensa de los derechos fundamentales, que irá expresando a medida que discrimine entre casos que merece su atención y casos que no y comience a explicar los motivos que en uno y otro supuesto le llevan a una solución o la contraria.

Correlativamente, el mensaje que se transmite a los jueces ordinarios es evidente: «ha llegado la hora de que os pongáis las pilas del todo, porque a partir de este momento sois el órgano esencial encargado de la defensa del núcleo legitimador de nuestro modelo de convivencia». La reforma adjunta por ello una mínima modificación de la LOPJ para permitir incidentes de nulidad de actuaciones por vulneraciones de derechos fundamentales. No es que a día de hoy no tuvieran los jugados y tribunales instrumentos suficientes para desarrollar esta labor, que los tenían. La reforma, aunque bienvenida, es más una muestra pública de que, a partir de ahora, el protagonismo ha de ser tomado por el poder judicial en su conjunto de manera decidida. Se trata de una simbólica ampliación de sus posibilidades de intervención que acompaña más que encarna el tránsito.

El resto de cambios que introduce la ley, con ser importantes, no tienen por ello la carga simbólica de la reforma del amparo, dado que solventan problemas organizativos que pueden ser importantes o zanjan cuestiones que pueden ser políticamente candentes (haciéndolo, claro, en un sentido que puede gustarnos más o menos), pero no alteran la composición última de la arquitectura funcional del órgano. No obstante, conviene hacer referencia a algunas de estas cuestiones que, por haber estado en ocasiones en el centro del debate público, vale la pena notar cómo han acabado por ser reguladas por el legislador:

– La reforma incorpora en el art. 16.1 un segundo párrafo que, de acuerdo a lo que ya aprobó el Congreso de los Diputados con ocasión de la reforma estatutaria catalana, establece la participación de las CC.AA. en el nombramiento de magistrados por la vía de que se vincule la elección de los magistrados que compete al Senado a la previa inclusión en una lista presentada por las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas. A la espera de la correspondiente regulación en el Reglamento del Senado, conviene resaltar que, al contrario de lo que pudiera parecer, este tipo de normas son la más franca constatación del fracaso del Senado como Cámara de representación de las CC.AA. Porque si el Senado lo fuera no haría falta que eligiera de entre quienes le son presentados por parlamentos autonómicos, ya que su misma composición y lógica de funcionamiento, si fuera de verdad la que siempre se dice pretender (así, la propia Constitución), lo habría de garantizar sin necesidad de recurrir a cosas como ésta.      

– Tras al cambio legal se juridifican pautas de conducta históricamente asentadas en el TC pero sin fuerza normativa hasta la fecha. A saber, que si vence el plazo para alguna renovación parcial del Tribunal sin que ésta se produzca, automáticamente, hasta que ésta se lleve a cabo, se renueva en sus cargos a Presidente y Vicepresidente del Tribunal. Ésta era la pauta seguida hasta la fecha sin demasiada discusión, pero ahora la norma legal la consagra. En un momento en que los efectos en el juego de mayorías que provoca en el Tribunal son importantes (la Presidencia y su voto de calidad seguirán donde estaban, sin necesidad de una nueva votación para elegir Presidente hasta que no se concrete la renovación pendiente), la reforma ha levantado una importante polémica. Mi juicio es que es habitual en España magnificar los juegos de mayorías y su importancia a la hora de analizar ciertas normas (o de aprobarlas). Esto es, que probablemente era innecesario normar nada sobre este asunto, como la práctica, por lo demás, habia demostrado. Pero que tampoco es algo tan importante.

– La norma introduce también algunos cambios en la regulación referida a los letrados (especialista en Derecho reclutado para colaborar en su tarea con los Magistrados) y sigue consagrando las formas de selección, que han sido históricamente objeto de críticas en el seno de una discusión que no tiene sentido ahora repetir extensamente. Pero sí conveien notar que la regulación de la figura avanza de forma clara en la senda que parece inevitable y que no es precisamente la que los críticos desean. Al igual que los magistrados del Supremo americano pueden seleccionar con mucha libertad a sus ayudantes, ésta es la línea de tendencia que parece decantarse para el TC, que se hará más clara en el futuro a buen seguro, reflejo de  los tiempos que corren. La ley santifica esta aproximación con varias medidas (por ejemplo, relativizando algunas de las tradicionales exigencias para ocupar estos puestos o permaneciendo impasible ante la tradicional crítica a que no se cubrieran todas las plazas por medio de oposiciones).

Una última cuestión de indudable importancia y contenido simbólico es la reafirmación de la fuerza jurídica de las sentencias del Tribunal y de la especial situación de preeminencia e indemnidad de sus Magistrados y decisiones. Algo de notable importancia en el marco del tradicional juego de suspicacias mutuas que siempre ha existido entre Tribunal Constitucional y Tribunal Supremo, pero que había llegado en los últimos años a extremos rayanos en lo verbenero, con el Supremo rectificando en trámite de ejecución algunos pronunciamientos del TC, con el Constitucional entrando a enmendar la plana al Supremo en cuestiones de detalle como el cálculo correcto de una indemnización o cuál es el dies ad quem para la prescripción de un delito y, por último, con el Tribunal Supremo aceptando una demanda de responsabilidad contra los Magistrados del TC por una sentencia constitucional y, además, ¡condenándoles! El legislador se permite un pequeño tirón de orejas al Supremo y trata de poner barreras legales que, la verdad, no sólo benefician al TC sino también a quienes verán más difícil hacer el ridículo dejándose llevar por obsesiones y celos corporativos:

Art. 4 LOTC. 1. En ningún caso se podrá promover cuestión de jurisdicción o competencia al Tribunal Constitucional. El Tribunal Constitucional delimitará el ámbito de su jurisdicción y adoptará cuantas medidas sean necesarias para preservarla, incluyendo la declaración de nulidad de aquellos actos o resoluciones que la menoscaben; asimismo podrá apreciar de oficio o a instancia de parte su competencia o incompetencia. 2. Las resoluciones del Tribunal Constitucional no podrán ser enjuiciadas por ningún órgano jurisdiccional del Estado.

Por último, me gustaría apuntar una reflexión sobre lo que la ley de reforma de la LOTC no hace. Porque no puede hacerlo. Me refiero a la pendiente de descrédito como institución por la que parece lanzado el Tribunal Constitucional como consecuencia no tanto de la visualización de su innegable (y creciente) importancia política, que es algo natural y consustancial al órgano, sin que sea en modo alguno problemático que se tenga una acabada percepción de este hecho, como del mimético traslado a sus decisiones y trabajo de la brecha entre Gobierno y oposición. El Tribunal Constitucional incide en la política del país, para eso está, por diferentes vías. Pero ha de hacerlo a partir de un análisis jurídico, que tiene que transcurrir por cauces sustancialmente distintos a los del debate político ordinario. Porque, si se trata de sustanciar problemas con los mismos criterios y posiciones que los empleados por Gobierno y oposición, es claro que la institución sobra. Ocurre, sin embargo, que esto no es algo que deba solucionar la ley. Como decía, no puede. Esto han de currárselo los concretos Magistrados que conformen el TC en cada momento con su actuación e independencia. Por supuesto, ayudaría que la “lógica CGPJ” que reparte por cuotas ciertos nombramientos en personas adictas, “de confianza” fuera sustituida por otra. Pero, claro, como también fue en su día comentado, parece que de momento no van por ahí los tiros.



3 comentarios en Un nuevo Tribunal Constitucional
  1. 1

    «al tratar de aligerar su carga de trabajo por la vía de inadmitir todo lo inadmisible ha extremado el rigor en una serie de consideraciones de tipo formal y procesal que han contribuido a forjar una doctrina sobre la justiciabilidad de ciertas actuaciones que desplaza el foco del análisis desde las afecciones materiales efectivas a derechos de las personas a cuestiones de índole técnica, lo que desdibuja su labor, convierte al amparo en una suerte de lotería y, además, transmite un mensaje nada edificante sobre las posibilidades de acceso a la justicia de los ciudadanos (que, además, lo que es más grave, se ha ido extendiendo a otros ámbitos y jurisdicciones), en flagrante contradicción con las manifestaciones de principio del propio Tribunal sobre la conveniencia de atender más a consideraciones materiales, de fondo, que formales cuando de lo que se trata es de garantizar el acceso a la revisión judicial de actuaciones que afectan a los ciudadanos y más todavía cuando lo que está en juego son derechos fundamentales.»

    Art. 15: Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas ni tratos inhumanos ni degradantes.

    ¿La asfixia por leer este párrafo durante 45 segundos sin poder respirar, a falta de puntos, es también susceptible de recurso de amparo?

    Comentario escrito por bocanegra — 12 de junio de 2007 a las 5:54 pm

  2. 2

    He borrado los comentarios que no tenían que ver con el hilo y he trasladado los que tenían que ver con otros al debate correspondiente:

    http://www.lapaginadefinitiva.com/aboix/?p=79#comment-1154

    Comentario escrito por Andrés Boix Palop — 13 de junio de 2007 a las 10:05 am

  3. 3

    Vale gracias Andrés.

    Comentario escrito por Caesitar — 13 de junio de 2007 a las 2:04 pm

Comentarios cerrados para esta entrada.

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