La proscripción de la arbitrariedad legislativa

La Constitución española, en su artículo 9.3, proscribe a los poderes públicos, a todos ellos, actuar de manera arbitraria. Se trata de una prohibición que, respecto de otros poderes, que tienen enmarcadísima su función por el propio ordenamiento jurídico, cumple un papel más residual que otra cosa. Pero que respecto de la actividad del legislador supone, más allá de los supuestos de inconstitucionalidad material en que una norma pueda incurrir, prácticamente la única puerta abierta a la sustitución de una decisión del legislador por otra de un tribunal, en este caso del Tribunal Constitucional, a partir de la toma en consideración no tanto de una vulneración concreta de alguna norma o principio (necesariamente limitados a los contenidos en la Constitución) como la de la apreciación en abstracto de una quiebra en la racionalidad o razonabilidad que le es exigida, también, como al resto de poderes públicos, al legislador.

Desde que con motivo de mi tesis doctoral tuve que estudiar esta cuestión he tratado de estar pendiente de los supuestos en que el Tribunal Constitucional ha podido estar cerca de apreciar un ejercicio arbitrario de la potestad legislativa. Porque, hasta la fecha, los pronunciamientos en que así ha sido, concluyendo la inconstitucionalidad de una determinada norma y empleando como ratio decidendi de la decisión justamente esta cuestión de la arbitrariedad del legislador, han sido bien escasos. Tomás-Ramón Fernández estudió con detenimiento toda la jurisprudencia en su obra sobre La arbitrariedad del legislador y se deduce con claridad de su cuidado análisis que la osada anulación por irracional en sentido estricto, por carecer de lógica, de un precepto de la Ley que disciplina la organización y funcionamiento de las Cajas de Ahorro, no ha tenido continuidad. Lo cual dice probablemente mucho, y bueno, sobre la manera en que todavía se entiende por nuestro Tribunal el ejercicio de su función fiscalizadora.

A fin de cuentas, es el legislador (al menos, así es en cualquier democracia representativa) quien ha de decidir dentro del marco de la Constitución qué opciones son más deseables, más sensatas, más convenientes, ¿más razonables?. Lo cual conlleva también la posibilidad de equivocarse, como es lógico. Pero incluso por evidente que pueda parecer un error de apreciación a cualquier observador externo, la sustitución del mismo plantea no pocos problemas. En muchos ámbitos competerá su apreciación y reforma, si es el caso, al legislador. Y habrá que suponer que si la norma queda tal cual y no es objeto de revisión ello responde a una manifestación en este sentido de la voluntad del legislador. Que es el que ha de adoptar estas decisiones, y probablemente también a quien corresponde tener la última palabra a la hora de valorar la razonabilidad de una medida. Es al Parlamento a quien compete esta valoración. Así funcionan las cosas.

Ocurre, sin embargo, que no siempre es sencillo definir la frontera entre lo lógico, lo racional y lo razonable. Y que tampoco es fácil, dependiendo de con base en qué elementos tracemos la separación, afirmar que el ámbito de lo razonable sea una cuestión de posible valoración técnico-jurídica. Porque muchas de las apreciaciones que jurisdiccional y doctrinalmente pretenden fundamentar en consideraciones de tipo técnico (y fundamentar con ello una posibilidad de revisión de lo decidido por el legislador) en el ámbito de la razonabilidad permiten albergar dudas más que legítimas sobre la corrección de la operación. Algo que podría predicarse, por cierto, también de ciertas ponderaciones (cada vez más frecuentes por parte de los Tribunales Constitucionales) donde, al amparo de la presunta cientificidad de la operación, no pocas veces se sustituye la valoración de oportunidad o de razonabilidad que se ha hecho en sede parlamentaria por otra a cargo de técnicos en Derecho (y por ello lujosamente revestida de ornato y oropel jurídico que oculta la pura y dura realidad que no es otra que la sustitución de una decisión por otra).

Esta suerte de (loable) self-restraint constitucional a la hora de emplear el artículo 9.3 de la Constitución como instrumento de control no ha de conducirnos a ignorar la tendecia cada vez más extendida a embridar al legislador por medio de otros mecanismos, notablemente el de la ponderación entre principios y valores constitucionales. Una ponderación que en muchos casos no se entiende que toque realizarla al legislador, dentro del marco necesariamente amplio y ambiguo que permitirá la Constitución, sino que se articula a partir de un entramado pretendidamente técnico que, muchas veces, esconde la pura voluntad de sustituir una decisión. Porque, como es obvio, no se tiene por correcta, por ajustada. No por capricho. Pero la cuestión no es tanto ésta, no es ni siquiera la de la posible corrección o no de tal apreciación, sino si acaso no supone esto, de alguna manera, reconducir estas consideraciones a apreciaciones que en última instancia remiten a la pura idea de discreción mal empleada, de arbitrio desviado, de arbitrariedad en definitiva. Con el riesgo de que con ello se pierda la perspectiva. Porque si se trata de valorar qué de arbitrio y qué de arbitrario pueda haber en una toma de postura del legislador parece lucir de manera muy evidente el necesario juego de equilibrios que late en la base de cualquier sistema representativo. De otra forma, a veces, no tanto. Y es que el self restraint del que hablábamos a la hora de controlar la arbitrariedad del legislador no ha de llevar, sin embargo, a impedir, en cambio, el necesario análisis de la racionalidad interna de una ley o de su acomodo cierto a la realidad fáctica. Análisis ambos que han de ser efectivamente realizados y que, lógicamente, pueden ser exigentes. ¿Por qué no?

Ocurre, no obstante, que esta exigencia está condicionada por las posibilidades y limitado ámbito de las posibilidades de revisión y fiscalización, consecuencia de la propia naturaleza del instituo que le da pie, de la transparencia y claridad de la actuación. Decir que una ley se anula por arbitraria deja claro en qué terreno de juego estamos. Supone una decisión muy expuesta a la crítica y que abre el flanco a las críticas de sustitución. Condiciona el ejercicio de la acción jurisdiccional de revisión, que por ser tan diáfana en su lógica y estar tan a la vista habrá de ser cuidadosa. Me temo que muchas veces no ocurre lo mismo con otros pronunciamientos donde se apela a otros instrumentos de control. Probablemente éste es el motivo del poco empleo que el Tribunal Constitucional da al artículo 9.3 de la Constitución y de lo poco perfilada de su doctrina al respecto: que es más cómodo desviar por otras sendas las actuaciones de control, mucho menos expuestas a la crítica por estar más amparadas por consideraciones jurídicas que permiten difuminar un poco la esencia de la actuación.
La STC 13/2007, de 18 de enero de 2007, analiza una cuestión interesante desde este punto de vista. A la hora de establecer medidas presupuestarias y de financiación autonómica con base en la distribución poblacional española, ¿legislar empleando datos antiguos a conciencia de estar haciéndolo, actuar utilizando bases para el cálculo inadecuadas cuando existen otras mejores, más fiables, posteriores, supone un ejercicio arbitrario por parte del legislador? La mayoría del Tribunal Constitucional, en el fondo, entiende que no es el caso pero, por si acaso, se parapeta en la tradicional doctrina del órgano, muy exigente a la hora de entender que efectivamente se dan las circunstancias que permiten apreciar la existencia de arbitrariedad constitucionalmente vedada. Así, señala en su Fundamento de Derecho Cuarto:

En relación con esta cuestión debemos comenzar recordando que el control de la constitucionalidad de las leyes debe ejercerse por este Tribunal de forma que no se impongan constricciones indebidas al Poder Legislativo y se respeten sus opciones políticas. En efecto, como venimos señalando, el cuidado que este Tribunal ha de tener para mantenerse dentro de los límites de su control ha de extremarse cuando se trata de aplicar preceptos generales e indeterminados, como es el de la interdicción de la arbitrariedad. Así, al examinar un precepto legal impugnado desde este punto de vista, el análisis se ha de centrar en verificar si tal precepto establece una discriminación, pues la discriminación entraña siempre una arbitrariedad, o bien, si aun no estableciéndola, carece de toda explicación racional, lo que también evidentemente supondría una arbitrariedad, sin que sea pertinente realizar un análisis a fondo de todas las motivaciones posibles de la norma y de todas sus eventuales consecuencias (SSTC 239/1992, de 17 de diciembre, FJ 5; 233/1999, de 16 de diciembre, FJ 11; 104/2000, de 13 de abril, FJ 8; 120/2000, de 10 de mayo, FJ 3; 96/2002, de 25 de abril, FJ 6; 242/2004, de 16 de diciembre, FJ 7; y 47/2005, de 3 de marzo, FJ 7). No obstante lo anterior, es preciso tener en cuenta que si el poder legislativo opta por una configuración legal de una determinada materia o sector del Ordenamiento no es suficiente la mera discrepancia política para tachar a la norma de arbitraria, confundiendo lo que es arbitrio legítimo con capricho, inconsecuencia o incoherencia creadores de desigualdad o distorsión en los efectos legales (SSTC 99/1987, de 11 de junio, FJ 4.a; 227/1988, de 29 de noviembre, FJ 5; 239/1992, de 17 de diciembre, FJ 5; 233/1999, de 16 de diciembre, FJ 12; y 73/2000, de 14 de marzo, FJ 4).

Hay un Magistrado, Pablo Pérez Tremps, sin embargo, que entiende que sí nos encontramos ante un supuesto en el que debería haberse apreciado la existencia de arbitrariedad (es interesante dar lectura a su voto particular con detenimiento). El asunto es atractivo en sí mismo porque permite reflexionar sobre los alcances de la declaración abstracta tan cara a nuestro Tribunal Constitucional que, más allá de los supuestos de discriminación (que disponen de otras vías para su sanación) concentra las patologías que pueden dar lugar a una declaración de nulidad por arbitrariedad en las nociones de racionalidad o coherencia (más bien, en las de falta de). Es el caso, sin embargo, que la apreciación de las mismas no es sencilla como consecuencia de la poca atención que se ha prestado a sus formas y manifestaciones. Por ello, a mi juicio, la cuestión que trata la Sentencia 13/2007 no es, ni mucho menos, tan poco conflictiva como puede dar a entender la práctica unanimidad del Tribunal.

Habría sido interesante que el Constitucional hubiera aprovechado para aclarar algo más hasta dónde llega la capacidad de revisar el real sustento fáctico de una medida legislativa. Hasta qué punto, por ejemplo, es posible trasladar al control de la arbitrariedad de las leyes técnicas de control de la discrecionalidad muy depuradas respecto del ejercicio de competencias de esta índole por parte de las Administraciones públicas. Como es sabido, en sede de principio, el Tribunal Constitucional ha aceptado esta traslación. Y parece técnicamente, con las matizaciones que se quiera (derivadas de la naturaleza representativa de un Parlamento, algo que obliga a extremar las precauciones), que es una solución sensata.

Habría estado bien que el Tribunal hubiera explicado con más detenimiento los motivos por los que no es irracional ni incoherente decidir la financiación tomando unos datos de población cuando ya se dispone de otros más precisos y posteriores. Habría sido interesante que explicara si una decisión de este tipo a cargo del legislador entra de lleno en el ámbito, ligeramente distinto a éste y siempre evanescente, de la razonabilidad. Y si, en tal caso, la Sentencia está queriéndonos decir que no le compete al Tribunal Constitucional entrar en valoraciones sobre ese mundo, por entender que competen al legislador. Porque al no entender que haya óbice de racionalidad y coherencia alguno en determinar la financiación que depende de la población con unos datos sobre la misma que no son los mejores disponibles (algo que puede llegar a ser compartido), ¿de qué estamos hablado? Probablemente de si actuar de esta manera está, sin embargo, justificado de alguna forma. De si es o no razonable.

¿Nos está diciendo el Tribunal Constitucional que el empleo de ciertos datos para sustentar decisiones no afecta nunca a la racionalidad de la medida? ¿Nos está diciendo que el control de la realidad fáctica sobre la que se sustentan decisiones no está dentro del ámbito de su control -a diferencia de lo que ocurre con el control de la discrecionalidad administrativa-? Ni idea. Puede que sí. Habría estado bien, en todo caso, que la Sentencia se hubiera detenido en estas cuestiones. ¿Nos está diciendo que un caso como el señalado es más bien una cuestión de valoración a cargo del legislador sobre la que no hay posibilidad de intervención? ¿Que así será ante cualquier consideración de razonabilidad? A lo mejor. Pero estaría bien que lo hubiera explicitado.



5 comentarios en La proscripción de la arbitrariedad legislativa
  1. 1

    La razonabilidad suele emplearse para contrariar decisiones o actuaciones tenidas por racionales. Es decir, que es un factor que aparece subsidiariamente, si una decisión es racional y aun así queremos cargárnosla o si no lo es y a pesar de eso queremos preservarla.

    Como alguna vez has mencionado, si aceptamos esta premisa (y ya sé que no eres un entusiasta) un esquema que suponga que el TC controle la racionalidad pero no la razonabilidad le obligaría a anular por irracionales medidas que han sido tenidas por razonables por el legislador aun siendo consciente de su irracionalidad. Porque no trendría más remedio, quedaría obligado a ello.

    ¿Se me escapa algo de la nueva sentencia que permita salvar la aparente aporía que otras veces has resaltado de estos planteamientos?

    Comentario escrito por Marta Signes — 22 de marzo de 2007 a las 8:44 pm

  2. 2

    En efecto, a mí me parece que la separación de racionalidad y razonabilidad como ámbitos diferenciados plantea enormes problemas. Siempre me ha dado la sensación de que si hay decisiones razonables aunque irracionales o acciones irrazonables por mucho que racionales es que, en el fondo, algo está fallando en nuestra evaluación de lo «racional».

    En esto me temo, sin embargo, que la gente de Filosofía del Derecho no está en general de acuerdo conmigo. Intuyo que dirían que ando anclado en el racionalismo de corte weberiano más pasado de rosca. Para defenderme diré que no me parece aberrante que un juicio de racionalidad se integren algunos de los elementos a los que suele apelar la posmodernidad, pero con cautelas.

    Comentario escrito por Andrés Boix Palop — 23 de marzo de 2007 a las 1:58 pm

  3. 3

    Amigo:

    Necesito tu ayuda. Estoy metido en un caso real de discriminación y todo lo que comentas me calza como zapato al pie. Es posible que mantengamos contacto y pedirte tu ayuda sobre mi caso?

    Atte,

    Christian Lucero
    (Chile)

    Comentario escrito por Christian Lucero Márquez — 01 de marzo de 2009 a las 1:14 am

  4. 4

    Hombre, estando allí en Chile lo veo un poco complicado, pero en cualquier caso, si me envías un correo electrónico, te doy mi opinión teórica sobre el asunto. Que sólo servirá de algo en el plano de los principios, porque ni soy abogado ni me muevo bien, como a cualquier lector de este blog le consta, en el mundo de la aplicación práctica y real del Derecho. ¡Yo vivo, gracias a Dios, en la torre de marfil del universitario!

    Comentario escrito por Andrés Boix Palop — 01 de marzo de 2009 a las 11:45 am

  5. 5

    Muchas gracias camarada, te enviaré un correo con los antecedentes.

    Chau

    Comentario escrito por Christian Lucero Márquez — 11 de marzo de 2009 a las 1:08 am

Comentarios cerrados para esta entrada.

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