La construcción de los límites a la libertad de expresión en las redes sociales

Prácticamente a diario podemos leer noticas llamativas sobre conflictos, muchos de los cuales devienen procesos judiciales, de los que incluso algunos de ellos acaban en condenas, en torno a excesos expresivos en las redes sociales. Desde el famoso caso Zapata (un concejal madrileño de Podemos), donde tenemos un imputado por hacer comentarios y reflexiones sobre los límites del humor, al procesamiento de personajes conocidos (como algún cantante) o condenas a ciudadanos anónimos por expresar con cierta virulencia verbal, pero sólo verbal, posiciones muy críticas con la política estatal en materia de terrorismo o por insultar a ciertos representantes e instituciones, ya sean democráticas como otras que no tienen su origen en la elección popular (la Jefatura del Estado), ya sea incluso por supuestos desprecios e insultos a personas ya fallecidas como el presidente franquista del gobierno Carrero Blanco. Esta reacción por parte del Estado, normalmente vehiculada a través de la Audiencia Nacional llama mucho la atención y, sinceramente, muchas veces no se entiende. Pero en parte no es sino la muestra de que los límites a la libertad de expresión en las redes sociales están lejos de haber sido ya correctamente definidos y construidos. Por ello los problemas abarcan también la expresión del pensamiento religioso en las redes o, a veces, la consideración de que ciertos comentarios pueden estar propagando un «discurso del odio» (hate speech) contra ciertos colectivos que nuestro ordenamiento cada vez considera más en desacuerdo con los límites de policía expresiva que entiende compatibles con las libertades de expresión. Junto a estos problemas, enormemente llamativos, tenemos unas redes sociales (privadas) que vehiculan muchos de estos mensajes, así como expresiones en ocasiones injuriosas o calumniadoras que tampoco sabemos muy cuándo y cómo han de ser responsables, con una jurisprudencia titubeante que en ocasiones tiende a desresponsabilizarlos para no cercenar las libertades expresivas pero que, en otras, trata de establecer ciertas reglas. Por último, y como suele ocurrir cuando no sabemos muy bien por dónde tirar, hay un creciente recurso al Derecho público y a «Mamá Administración» para que vele por la corrección de la expresión en las redes. Es una situación llamativa, porque históricamente considerábamos un enorme riesgo, tras la experiencia de la dictadura, dejar que el poder ejecutivo, con su gran capacidad de acción y coactiva, se metiera en estas cuestiones. Hoy en día, en cambio, se estima cada vez más que es precisamente esta gran capacidad coactiva la que es necesaria para atajar cierto «desmadre» que a veces campa por las redes. Por eso parece que ahora la Administración puede velar por la protección de datos de carácter personal y, con esa excusa, exigir la retirada de ciertos contenidos de las redes que muchas veces tienen clara vocación expresiva. O decidir sobre cuándo hay que «olvidar» o no ciertos hechos del pasado que, como consecuencia de esas decisión, ya no podrán ser enlazados en estos entornos digitales (y en las redes, a buen seguro, en un futuro). E, incluso, a partir de las facultades conferidas por la conocida como «Ley Mordaza», va y resulta que permitimos, de nuevo, que la Administración pública sancione ciertos comportamientos expresivos en vía administrativa (por comentarios en redes injuriosos contra agentes del orden, por grabación y discusión de sus actividades…) cuando no empieza a atisbarse una indisimulada vocación de otorgar poderes de represión de ciertas expresiones en las redes a las autoridades administrativas, bien que supuestamente independientes, del audiovisual.

Un ejemplo muy interesante de las contradicciones en materia de represión de la libertad de expresión en redes: de defender el #JeSuisCharlie a perseguir penalmente esta imagen difundida por un adolescente en Facebook

Un ejemplo muy interesante de las contradicciones en materia de represión de la libertad de expresión en redes: de defender el #JeSuisCharlie a perseguir penalmente esta imagen difundida por un adolescente en Facebook

En definitiva, el derecho a la libertad de expresión está cambiando. Y está cambiando, en gran parte, a partir de lo que ocurre en Internet y en las redes. La reacción del Derecho a estos fenómenos es un punto crucial de la intersección entre Estado democrático de Derecho y libertades con el nuevo paradigma tecnológico de la comunicación hacia el que nos movemos con paso firme y veloz. Reflexionando como buenamente he podido sobre este asunto, que considero de una crucial importancia presente y futura, pero dando inevitablemente palos de ciego porque el encuadre jurídico del fenómeno aún está en construcción, en el número 173 de la Revista de Estudios Políticos (2016), coordinado por los profesores Josu de Miguel Bárcena y Elena García Guitián, se incluye mi trabajo “La construcción de los límites a la libertad de expresión en las redes sociales” (que puede descargarse en formato pdf en la red de intercambio entre académicos para fines docentes e investigadores Academia.edu). Os copio aquí un necesariamente breve resumen del texto, esperando que os pueda resultar de interés.

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LA CONSTRUCCIÓN DE LOS LÍMITES A LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN EN LAS REDES SOCIALES

I. LOS LÍMITES A LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN EN INTERNET Y EN LAS REDES SOCIALES

1. COMUNICACIÓN Y EXPRESIÓN DIGITAL Y REDES SOCIALES:
UNA ACELERADA APROXIMACIÓN A SUS NOVEDADES Y RIESGOS

Reviste pocas dudas a día de hoy que Internet y la comunicación en red tienen un potencial enorme, con efectos no solo democráticos y políticos, sino también personales, en la medida en que amplían de forma notabilísima las posibilidades de acción y relación social, especialmente a partir de la aparición de plataformas de todo tipo, de una tipología muy variable, que facilitan e incentivan un contacto constante con otras personas. Las re exiones al respecto, desde las primeras aportaciones que de forma sistemática recopiló Castells antes del cambio de milenio en un momento entonces incipiente del desarrollo de Internet, han sido muchas, son a estas alturas muy conocidas y no tiene por ello sentido reiterarlas una vez más (Castells, 1997-1998). Asimismo, y como es también evidente, este potencial convive necesariamente con ciertos riesgos. Algunos tienen que ver con la propia capacidad intrusiva de la tecnología y sus consecuencias sociales y de todo tipo respecto de la construcción de nuestra identidad en unos entornos donde la noción de privacidad queda transformada por las posibilidades y peligros de una exposición que puede ser constante y que, además, deja muchas huellas y trazos quizá indelebles. Otros, con el uso que pueden hacer ciertos sujetos (desde los Estados a compañías transnacionales con capacidad económica y tecnológica suficiente para ello) de las inmensas posibilidades de recopilar información sobre todos nosotros, ya sea por medios legales, ya ilegalmente, disponibles actualmente; tal y como algunos escándalos recientes han permitido visualizar.

Por último, en esta acelerada tipología, aparecen otro tipo de riesgos, que son los que nos interesan a nosotros, relacionados con las consecuencias pura- mente expresivas y en términos de pluralismo de este incremento de la capacidad de los sujetos de interrelacionarse de forma mucho más sencilla y masi- va, pero, también, mucho más expuesta al escrutinio público y a la indelebilidad de los mensajes emitidos, que se almacenan y quedan (¿o no?) no solo en la memoria colectiva sino en la memoria digital de servidores y redes. Así, la aparición y consolidación de Internet como canal de comunicación al alcance de todos los ciudadanos y la generalización de las redes sociales, con una descomunal capacidad de penetración en todas las capas de la población facilitada por un uso extraordinariamente sencillo y al alcance de cualquier teléfono móvil, nos han aportado posibilidades hasta hace pocos años insospechadas: podemos recibir, siquiera sea potencialmente, información de casi cualquier punto del planeta emitida por millones de personas; de forma simétrica, so- mos también emisores con capacidad para que la expresión de nuestras ideas y opiniones, e incluso de meros exabruptos, llegue a toda la población a golpe de click.

Lo cual nos sitúa, básicamente, ante dos grandes novedades con conse- cuencias jurídicas. Por una parte, la capacidad nociva y la peligrosidad de la emisión de determinados contenidos que estén efectivamente vinculadas a sus posibilidades de expansión y difusión se incrementa notablemente si esta difusión pasa a ser, de veras, concreta y efectiva y no una mera posibilidad teórica en la práctica imposible de materializar. Por otra, y hasta cierto punto en conexión con la primera, determinados comentarios que históricamente quedaban en un ámbito, si no privado, sí restringido (amigos, familiares…), propio de las relaciones de familiaridad distendidas que se tienen en esos entornos cercanos, a día de hoy tienen también un alcance mucho mayor. Ambos elementos están en el centro de los nuevos problemas a los que se enfrenta el derecho a la hora de disciplinar la expresión en las redes sociales en la medida en que nos sitúan frente a una reevaluación sobre cómo nuestras sociedades se enfrentan a los discursos tenidos por «peligrosos» y sobre la conveniencia de limitar el derecho a emitirlos y transmitirlos, así como nos obligan a reflexionar de nuevo sobre los verdaderos límites de la efectiva «publicidad» y en qué consiste la participación en el debate público, diferente de la relación interpersonal con el propio entorno y que no a ora más allá de este.

2. UN PUNTO DE PARTIDA: LOS LÍMITES A LA EXPRESIÓN EN LAS REDES NO HAN DE SER DIFERENTES, EN LO SUSTANCIAL, A LOS LÍMITES GENERALES A LA EXPRESIÓN ADMITIDOS CONSTITUCIONALMENTE PARA OTROS CANALES

A la hora de desarrollar el análisis que pretendemos realizar sobre esta cuestión, eso sí, partimos de una serie de planteamientos jurídicos básicos que, aunque bastante obvios, conviene dejar claros desde un principio. En primer lugar, no parece a estas alturas necesario reiterar la importancia del pluralismo en nuestras sociedades como fundamento mismo de la esencia democrática de los regímenes en que vivimos. En la medida en que muchas de las situaciones con ictivas que vamos a estudiar tienen que ver con peligros derivados de esa capacidad de maximización de la expresión, así como de su difusión, que tienen las redes sociales, es esencial contemplar siempre que estos no son sino el inevitable envés de la gran capacidad para fomentar ese mismo pluralismo que esas herramientas poseen. De manera que no puede desatenderse nunca que la cercenación o imposición de excesivos controles y restricciones afecta indefectiblemente a ambas caras de la moneda. El recuerdo de la importancia del pluralismo como elemento democrático esencial y la convicción de que las posibilidades que las comunicaciones electrónicas, Internet y las redes sociales, aportan a la consecución del mismo son cuando menos tan grandes como sus supuestos riesgos nos van a llevar por sistema a ser prudentes a la hora de analizar el papel que han de desarrollar los poderes públicos en esta materia, especialmente en una vertiente activa y limitadora. Esta tesis, por lo demás, es perfectamente coherente con los criterios interpretativos más clásicos en materia de derechos fundamentales y libertades públicas, que como es sabido preconizan una visión de los mismos favorecedora de su extensión y obligan a restringir posibles límites a los mismos cuando estos no tengan una base constitucional suficiente.

Exactamente por esta misma razón es por lo que, como hemos tenido ocasión de comentar en otras ocasiones, partimos de la base de que la comunicación por Internet no requiere de una actuación activa de ordenación o fomento a cargo de los poderes públicos. Las necesidades de una actuación ex ante ordenadora del fenómeno de las redes sociales equivalente a la que se realiza en otros ámbitos de la comunicación se antoja, así, y por lo general, super ua. La propia estructura de la red y las dinámicas comunicativas que genera, incluyendo las empresariales vinculadas a las redes sociales, hacen, por ejemplo, totalmente innecesario y absurdo un reparto de espacios o una pro- tección de cuotas para minorías, a diferencia de lo que ocurre en el sector audiovisual (Mitra, 2000: 416-419). Algo más de sentido puede tener una vigilancia en términos de defensa de la competencia del mercado de la comunicación o la información por Internet cuando este sea susceptible de control o de poder padecer prácticas desleales (normalmente apoyadas en gigantes de la comunicación en materia de redes) desde una perspectiva de defensa de la competencia (Rallo Lombarte, 2000: 193 y 230; Laguna de Paz, 2000: 2825-2851) (aunque la arquitectura en red potencia los monopolios naturales y puede requerir de ciertas medidas contra los mismos si se abusa de esta posición, también es cierto que los pocos costes de entrada al sector facilitan constantemente la innovación y la competencia) y de protección de los ciudadanos en tanto que consumidores de estos espacios, a n de protegerlos en sus derechos (pero esta última cuestión tiene pocas implicaciones expresivas). Asimismo, en la interacción entre las informaciones que circulan por las redes y la propiedad y control sobre estas (o sobre los mecanismos de búsqueda e indexación de los contenidos de las mismas), las exigencias de neutralidad pueden necesitar de apoyo por parte del derecho, imponiendo ciertas cargas o restricciones a los operado- res privados, por mucho que estos consideren que el acceso segmentado o dar preferencia a unos consumidores sobre otros, o incluso a ciertos contenidos pueda tener todo el sentido económico del mundo (Belli, 2003; Fuertes López, 2014), que garanticen una cierta equidad o neutralidad en la gestión del canal que haga posible que el potencial de fomento del pluralismo horizontal que suponen las redes no sea puesto en cuestión10.

Como puede verse, no son ninguno de ellos aspectos centrales en la regulación y decantación de los límites expresivos a la comunicación en las redes sociales. De forma coherente con el mandato constitucional del art. 20 de nuestra Constitución española (CE), que configura un modelo de garantías expresivas donde priman las libertades y el papel del Estado es por ello esencialmente reactivo (actúa con posterioridad a la acción conflictiva, no antes tutelándola u orientándola) y represivo (contra los excesos, sin que el Estado lleve a cabo labores preventivas que serían incompatibles con, por ejemplo, la prohibición de la censura previa de contenidos), las cuestiones esenciales que hemos de estudiar son las que tienen que ver con la efectiva represión de los hipotéticos excesos expresivos en las redes sociales.

La segunda asunción que anunciábamos como punto de partida de estas re exiones es que, junto a la conveniencia de centrarnos en las efectivas posi- bilidades de represión de posibles excesos y en la delimitación de los mismos, hay que tener en cuenta que estos límites que nos van a indicar cuándo una determinada expresión de ideas u opiniones en la red ha ido más allá de lo admisible han de ser sustancialmente los mismos que los que enmarcan la expresión que se desarrolla fuera de las redes sociales. Y ello porque no hay base jurídica alguna para pretender aplicar un nivel diferente (ya sea mayor, ya sea menor) de exigencia al jado por los estándares tradicionalmente de nidos respecto de la expresión de opiniones, ideas o informaciones por otras vías, como he tenido ocasión de argumentar a partir de las previsiones constitucio- nales contenidas en el art. 20 CE, que en todos los casos con guran una res- puesta pública ante estos supuestos (y posibles) excesos que ha de tratar de ser absolutamente neutra, también, con respecto al canal por el cual se realiza la comunicación (Boix Palop, 2002).

La expresión en Internet y las redes sociales es, sencillamente, una forma más de expresión donde el canal empleado puede suponer ciertos matices, como veremos, pero no altera en lo sustancial la posición constitucional ni el análisis jurídico de los intereses en conflicto. Su mayor capacidad de penetración, multiplicada cuando nos referimos a redes sociales que difunden y rebo- tan de usuario en usuario todo tipo de contenidos, es simplemente la concreción de sus particulares bondades como mecanismo para ser un eficaz instrumento comunicativo al servicio del pluralismo. Los contenidos de un mensaje disidente, por mucho que este pueda molestar u ofender, si históricamente habían sido tenidos como constitucionalmente admisibles, no deberían pues poder dejar de serlo (constitucionalmente admisibles) por el simple hecho de que, gracias a las redes, exista ahora el «riesgo» de que puedan ser más conocidos o difundidos. Porque ese supuesto «riesgo», en puridad, no es tal sino, antes al contrario, el efecto deseado por un ordenamiento jurídico que considera no solo deseable sino directamente necesario que este tipo de mensajes tenga derecho a tener su espacio y a participar, siquiera sea para ser conocido y poder ser mejor refutado, del debate público (muy extensamente, estas razones se desarrollan cuidadosamente en mi trabajo, ya citado, Boix Palop, 2002: 145-157).

Sentadas estas bases, eso sí, ello no signi ca que en ocasiones la comunicación en Internet y los problemas asociados a la misma que a veces se generan en las redes sociales no se puedan desarrollar de unas determinadas formas que pueden alterar algunas de las dinámicas tradicionales que ha empleado el derecho para enmarcar y dar respuesta a las controversias respecto de supuestos excesos expresivos (reglas de tipo procedimental, o pautas y procedimientos jurídicos de determinación de autoría, etc.). Por esta razón no creemos que sea preciso detenernos en la explicación de los límites entre unos derechos (expresivos, art. 20 CE) y otros (de la personalidad u otros derechos que puedan limitarlos, art. 18 CE) en sus conflictos más o menos usuales11: es bastante obvio que las injurias o calumnias, por ejemplo, no son sustancialmente dife- rentes en un caso y otro y que, como mucho, puede alterarse únicamente la percepción social respecto de la importancia de una misma ofensa a partir del canal en que sea realizada o, en ocasiones, la e cacia en la propagación de las mismas. No es esta, sin embargo, a nuestro juicio, una diferencia mayor ni, sobre todo, una que no pueda resolverse empleando los mecanismos de eva- luación tradicional de que el derecho se ha dotado para estos supuestos cuando se desarrollan por otros canales (así, si la propagación efectiva de una injuria se entiende como elemento para valorar su efectivo carácter lesivo o la gravedad del mismo, este mismo elemento habrá de ser tenido en cuenta también cuando se produce en las redes sociales, simplemente, trasladando esta evaluación al nuevo medio en que nos encontramos, de manera que, por ejemplo, no será lo mismo que se haya realizado en un grupo de Whatsapp o en un muro de Facebook cerrado que en un muro de una red social en abierto o en Twitter, de igual manera que tampoco será lo mismo que la cuenta emisora tenga 200 seguidores que 200.000). Es decir, puede ocurrir, en efecto, que una expresión realizada en redes sociales logre de facto mayor publicidad y provoque más daño que si se hubiera realizado por otras vías, pero el juicio sobre su carácter antijurídico o la intensidad del desvalor se verán alterados por esta razón solo en la medida en que pudieran ser predicados del mismo mensaje si esa mayor difusión la hubiera logrado por otros medios. En definitiva, nada en la expresión en Internet o en redes sociales, en sí misma considerada, debiera hacernos considerar a un mensaje intrínsecamente peor que si es comunicado por otros canales.

Ahora bien, establecidas estas dos bases, sentados estos dos puntos de partida, ello no signi ca que la respuesta represiva a la expresión realizada en las redes sociales que consideramos no amparada constitucionalmente haya de ser siempre la misma que la que se produce cuando nos enfrentamos a contenidos transmitidos empleando medios de comunicación o canales tradicionales. Antes al contrario, algunas de sus características tanto tecnológicas como económicas, e incluso sociales, introducen no pocas novedades en estos procesos que tienen consecuencias para el derecho y que le obligan a a nar su respuesta. Así, la construcción del espacio de expresión en las redes sociales se concreta en la aplicación de las reglas generales a la expresión realizada en las mismas, con las matizaciones que puedan ser precisas y que están todavía, poco a poco, dubitativamente apareciendo. En materia penal, y por el momento, resulta llamativo constatar cómo las redes sociales están llevando a nuestro derecho a una rebaja de los um- brales de admisibilidad en la expresión, en ocasiones derivada de reformas legislativas que se producen tras la constatación de que estos nuevos medios de expresión parecen estar generando nuevos riesgos sociales frente a los que urgiría una respuesta más severa. En materia civil, la generalización de las redes sociales, sobre todo, nos sitúa en un contexto donde hay una presencia constante de in- termediarios que facilitan la difusión de estos contenidos, lo que está obligando a rede nir y concretar las reglas generales sobre la situación de quienes están en esa posición, que ahora ya no serán solo los medios de comunicación tradicionales, pero que además y sobre todo, no tienen ya la misma relación que los medios de comunicación tenían con quienes se expresaban a través de ellos. Por último, este nuevo contexto está reforzando el papel de las Administraciones públicas en la delimitación de las efectivas posibilidades expresivas de los ciuda- danos, un papel que resulta en principio llamativo en las sociedades liberales occidentales y que parece claramente contraintuitivo, pero cada vez más presente por cuanto cierta labor en materia de protección de datos o de los consumidores de estas redes incide sobre las posibilidades expresivas y los mensajes que se consideran lícitos y, además, porque empiezan a detectarse también acciones de represión de la expresión de origen directamente administrativo (si bien, es cierto, todavía con carácter muy excepcional).

II. LA ACTUALIZACIÓN DE LOS LÍMITES PENALES A LA EXPRESIÓN EN LAS REDES SOCIALES (…)

1. DISCURSO DEL ODIO O ENALTECIMIENTO DEL TERRORISMO EN LAS REDES (…)

2. LA REPRESIÓN DE LA EXPRESIÓN ATENTATORIA CONTRA LOS DERECHOS DE LA PERSONALIDAD (…)

3. LA POSIBLE RESPONSABILIDAD PENAL DE LAS REDES SOCIALES O SUS RESPONSABLES EN TANTO QUE INTERMEDIADORES (…)

III. LÍMITES CIVILES A LA EXPRESIÓN Y RESPONSABILIDAD DEL PRESTADOR DE SERVICIOS O DE LA RED SOCIAL DONDE SE PRODUZCAN (…)

IV. ¿HACIA UN CONTROL ADMINISTRATIVO DE LA EXPRESIÓN EN LAS REDES? (…)

1. FORMAS INDIRECTAS DE CONTROL ADMINISTRATIVO SOBRE LOS CONTENIDOS PUBLICADOS EN LAS REDES SOCIALES (…)

2. LA DISCIPLINA ADMINISTRATIVA RESPECTO DE CIERTOS CONTENIDOS Y MENSAJES PUBLICADOS EN LAS REDES SOCIALES (…)

V. ALGUNAS CONCLUSIONES SOBRE LAS INSUFICIENCIAS DE LA RESPUESTA REPRESIVA EN ESTE CONTEXTO
Y LA CONSTRUCCIÓN DE LOS NUEVOS LÍMITES

Los límites a la expresión que realizamos en Internet por medio de las redes sociales están todavía, a día de hoy, en construcción. La concreta manera en que acaben siendo decantados finalmente dependerá de una confluencia de elementos que, de momento, todavía no sabemos cómo cristalizará. Sin embargo, ya es posible identificar algunas tendencias que apuntan en direcciones no del todo coherentes con las bases constitucionales a partir de las cuales hemos construido el esquema de intervención pública sobre la expresión de ideas y opiniones en una sociedad democrática. La exagerada percepción de riesgos asociados a la generalización de la comunicación en red y la multiplicación de emisores y receptores ha permitido que se haya aceptado socialmente tanto un incremento de las posibilidades de represión del pensamiento disidente, rebajando la sensibilidad de los mecanismos de represión penal en estos casos, como la aparición de procedimientos directos e indirectos de control administrativo de la expresión que habían desaparecido, en principio, con la Constitución española de 1978. El hecho de que no se controle a medios de comunicación sino a usuarios individuales, y que estos controles no sean particularmente molestos para las propias redes sociales que dan soporte a estos intercambios, ni limiten su negocio en demasía, hace que la reacción frente a estas restricciones sea más complicada. Ello no obstante, no conviene subestimar la gravedad de las mismas, máxime si tenemos en cuenta que las redes sociales están llamadas a ser en un futuro ya muy próximo un espacio cada vez más privilegiado para el intercambio de informaciones y opiniones. El debate público, que en una sociedad pluralista debería estar lo más desligado de con- troles por parte de los poderes públicos que fuera posible, se va a producir cada vez más en las redes sociales (o, como mínimo, también en las redes sociales) y conviene protegerlo, pues de su salud depende en gran parte la buena forma de nuestras democracias.

A efectos de lograr emplear las redes sociales como un agente dinamizador del pluralismo conviene perfilar límites a la expresión que se realiza en las mismas que actualicen, adaptadas al nuevo entorno social y tecnológico, los principios constitucionales que informan nuestro sistema. Ello requiere, como hemos tratado de demostrar, dejar al derecho penal para aquellas manifestaciones que sean realmente graves y supongan riesgos sociales ciertos y obvios, por mor del cumplimiento del principio de intervención mínima y del de ofensividad, pero también porque, sencillamente, no es realista pretender ordenar la expresión en las redes sociales y «civilizarla» a golpe de sentencia penal. Es preciso también, en paralelo, fortalecer y aclarar las reglas que determinan los ilícitos civiles, a n de convertir esta vía en el mecanismo idóneo para solventar los problemas que puedan surgir entre particulares, lo que requiere, por último, acabar de acotar las reglas sobre responsabilidad (esencialmente civil) de las propias redes sociales a base de per lar cada vez mejor cuál es el estándar de «efectivo conocimiento» de una violación cometida empleando sus plataformas que, caso de ser ignorado, deriva en responsabilidad.

Un modelo que funcionara correctamente a partir de estos criterios no abusaría del recurso a la scalización administrativa y permitiría que fueran los propios ciudadanos quienes solucionaran sus problemas empleando el derecho privado y sin recurrir a excesivos paternalismos. Y, sobre todo, se replantearía la interposición de instancias administrativas para posibilitar la eliminación o «invisibilización» de contenidos a partir de decisiones adoptadas por autorida- des de protección de datos e, incluso, potencialmente, de autoridades de con- trol del audiovisual, dado que el esquema constitucional, en principio, determina que corresponde a los jueces precisar el alcance preciso de las garantías y libertades expresivas y, en su caso, reprimir posibles excesos. Esta mayor con- tención evitaría que asistiéramos, como es el caso en la actualidad, a una excesiva persecución por parte de las autoridades públicas de ciertos contenidos cuya expresión, en el fondo, no es sino muestra de la vitalidad y buen estado de salud de una democracia donde la libertad permite hacer orecer la discrepancia e, incluso, los contenidos o comentarios que una mayoría social pueden juzgar como francamente desagradables o directamente estúpidos. La protección de estas manifestaciones, que muchos dirán que abundan en las redes so- ciales, es no solo una obligación constitucional sino, también, una buena idea.

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A. Boix Palop, “La construcción de los límites a la libertad de expresión en las redes sociales”, Revista de Estudios Políticos, nº 173, julio-septiembre 2016, pp. 55-112

(PDF disponible en la web de la Revista o vía )

(El trabajo puede también descargarse en formato pdf en la red de intercambio entre académicos para fines docentes e investigadores Academia.edu).



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