Google, full disclosure y protección de la intimidad

Una lectora del bloc me remitió amablemente esta interesantísima noticia que publicaba ayer El País antes incluso de que yo pudiera hacerme con el periódico (¡gracias!). Luego, lógicamente, han sido muchos los colegas que me han comentado, por una u otra vía, aspectos relacionados con esta importante resolución de la Agencia Española de Protección de Datos.

Y es que, la verdad, no es sólo porque sepan todos ellos que me interesan mucho estos temas: es que se trata de toda una revolución. Porque, por primera vez, alguien se pone manos a la obra y empieza a reconstruir un mínimo ámbito de protección de la intimidad, en estos tiempos de internética full disclosure, ya sea voluntaria o no, provocada por la puesta a disposición en abierto, en la Red, de una infinidad de documentos que directa o indirectamente hablan sobre nosotros, en comunión con la fenomenal capacidad de búsqueda y criba de los actuales buscadores, con Google a la cabeza.

La noticia de El País empieza ficcionado una serie de casos semejantes a una historia a la que yo me he referido en alguna ocasión cuando me ha tocado hablar sobre el particular (algo últimamente me ha pasado en alguna ocasión, por haberme dedicado a estos temas): una amiga mía, cuando conoce a algún chico que le gusta, se mete en Google en cuanto puede para averiguar todo lo posible sobre él y ya le ha ocurrido en algún caso que ha encontrado cosas desagradables o que, sin serlo, relacionaban aspectos no especialmente lustrosos de la vida del sujeto (del estilo de un indulto penal). Todo ello gracias a que ahora es posible, y facilísimo, detectar e identificar datos que, en principio, nuestro modelo legal no publicaba en documentos oficiales asumiendoque nadie los fuera a poder encontrar fácilmente. Piénsese, por ejemplo, en el caso referido de un indulto a una condena penal. Se publica como garantía y con la idea, justamente, de acrisolar el perdón de la sociedad frente a una condena, ya porque se entiende injusta, ya por los motivos que sean. Y, con un indulto, como es evidente, se anuda cierto derecho al olvido, a que la vida de esta persona se reconstruya sin tener que tener siempre presente el baldón que la condena puede suponer. Nada más lejos de lo que ocurre si éste es público y siempre aparece en el «perfil» que Google da de nosotros. Y nada más injusto. ¡Piénsese que incluso los antecedentes penales se cancelan porque todos tenemos derecho a que la sociedad (y las chicas, si es el caso) nos juzguen a partir de lo que somos ahora y no de los que fuimos o de un error del pasado!

La resolución de la Agencia Española de Protección de Datos es muy importante porque, como explica la noticia a la perfección (lo que me exime de reproducirla, bendito hipertexto), reconoce por primera vez el derecho de los ciudadanos a que estos datos sean, por así decirlo, borrados. Y lo hace obligando a Google a no listar las páginas con los resultados que informaban de una concreta sannción por la infracción cometida por un profesor, que fue publicada por no haberle podido ser notificada, y que como consecuencia de ello y de la potencia del algoritmo de búsqueda del portal, pasó a ser un resultado que inevitablemente quedaba asociado a su nombre.

Ya hemos hablado en alguna ocasión en este bloc de lo mucho que significa Google como símbolo de una transformación evidente de las sociedades, de sus ritmos, de sus valores, de la misma idea de opacidad, de la noción de privacidad y, como consecuencia de todo ello, de nuestro Derecho: de cómo se interpreta, de cómo se vive, de cómo ha de reaccionar si desea conservar (esto es, caso de que decidamos que efectivamente hay que tratar de que las cosas, axiológicamente, sigan recibiendo un mismo tratamiento) ciertos bienes o valores que el mismo desarrollo tecnológico pondría y pone en riesgo caso de que la regulación actual, válida para otro contexto, quede inalterada. La cuestión ahora de actualidad, en el fondo, no permite sino visualizar con un caso concreto un aspecto puntual de este gran proceso de mutación.

Así, lo que hemos de afrontar es:

1. Una radical transformación de la idea de publicidad. Todo lo que antes era público por ley (porque era obligatorio que así fuera) o se ha venido publicando porque se entendía mejor y era legalmente posible hacerlo pasa, gracias a la publicación en web por parte de las Administraciones Públicas y la existencia de motores de búsqueda potentísimos como Google, a ser algo no sólo potencialmente público y accesible sino efectivamente vinculado, permanentemente, a la identidad de la persona afectada.

2. La constatación de que los efectos de la publicidad escapan del control de las Administraciones Públicas. La decisión de la AEPD, contraria por ejemplo a pronunciamientos anteriores de agencias como la madrileña (que han tratado de obligar no tanto a Google a que los datos no sean listados, a que no aparezcan, como a las propias Administraciones a retirarlos), es perfectamente consciente de que, a estas alturas, ya no basta que las Administraciones públicas retiren los datos o los protejan especialmente. Todo aquello que haya sido publicado, aunque lo sea de manera protegida o por poco tiempo, queda indefinidamente (al menos de forma potencial) almacenado en la red (en páginas que la graban periódicamente, en la caché de buscadores, en los ordenadores de cualquiera que haya bajado el contenido y que en cualquier momento podrá volver a subirlo…). La decisión de publicar es irreversible, en la práctica, a estos efectos. Y no es la Administración la que puede hacer algo para volver atrás. O se cuenta con la complicidad del buscador, de los buscadores, más bien, o no hay nada que hacer. O se eliminan de la caché los registros o el contenido seguirá por siempre accesible. Y, lo que hay que tener en cuenta, o se actúa en idéntica dirección respecto de todos los buscadores (porque no sólo de Google vive el internauta) o el contenido seguirá accesible.
¿Es posible acometer tal tarea? Probablemente, en todos sus extremos, no. Pero sí para minimizar los daños. Por ejemplo, extirpado el contenido de los listados de los principales buscadores es obvio que la efectiva visibilidad del contenido problemático se reduce enormemente (quod non est in Google, non est in mundo, podría afirmarse, a veces, en estos momentos). He ahí por lo que la nueva situación obliga a ir más allá de la mera actuación de las Administraciones Públicas.

3. La solución no es la tecnología. Frente a casos como estos, los juristas tratamos de aferrarnos a nuestros viejos referentes. Es inevitable. Es más cómodo. Y, cuando las cosas se transforman radicalmente, si el motivo es que ha habido un cambio tecnológico, solemos pensar que el asunto es en realidad cosa sencilla: que la tecnología nos rescate y nos devuelva a nuestro mundo anterior, ya que el dolor de cabeza nos lo ha creado ella. En nuestro caso concreto, por ejemplo, bastaría aspirar a idear un sistema que resolviera el problema evitando que las páginas oficiales que publican este tipo de información se puedan listar por los buscadores, o que lo impidan pasado un tiempo o cualquier solución equivalente.
En el fondo, aspirar a que los problemas nuevos se resuelvan así es desconocer que el cambio tecnológico y social ha modificado radicalmente el terreno de juego y que las cosas no se arreglarán fácilmente. En primer lugar, porque la tecnología permite estos pequeños filtros, sí, pero garantiza su eficacia apenas unas semanas. Todo lo visible lo es potencialmente en abierto, a medio y largo plazo. Pero, sobre todo, porque los agentes que en la Red buscan y suministran contenidos, ayudan a indexarlos y a localizarlos son tantos y tan plurales que es impracticable tratar de controlarlos eficazmente de forma efectiva. No se trata ya sólo de las Administraciones Públicas. Ni siquiera de éstas y de los más importantes buscadores. Se trata de toda una red.
Adicionalmente, el cambio tecnológico no sólo plantea nuevos problemas, sino que aporta nuevas pautas culturales y numerosas ventajas. Los pequeños incordios del obligatorio exhibicionismo de toda nuestra vida que aparece en la Red retratada queramos o no se ven sobradamente compensados por muchas otras ventajas. Probablemente ya no estaríamos demasiado a gusto proponiendo que el BOE no pueda aparecer en Google, caso de que este planteamiento fuera posible (o, más bien, de que fuera tecnológicamente viable a medio plazo que el buscador no pudiera detectar la información contenida en el boletín, por ser exactos), si fuéramos conscientes de todo lo que perderíamos con ello, a lo que por lo demás nos hemos acostumbrado con sorprendente naturalidad.

A lo que obliga todo esto es a replantear la cuestión de la publicidad en su misma esencia. Y esto es labor de juristas, la tecnología no nos puede ayudar demasiado en esta tarea. Porque lo que ha cambiado, en realidad, es que por primera vez, la publicidad, ya como garantía, ya como castigo, lo es de verdad, con todos sus efectos, con todas las de la ley, por siempre. Y que ello obliga, digo yo, a replantear el funcionamiento de la misma, que hacemos a partir de esquemas y mandatos ideados cuando la publicidad era más formal que material. ¿Qué ocurre ahora cuando materialmente las garantías o cargas anejas a la publicidad se concretan?

El Tribunal Constitucional, por ejemplo, ya ha señalado que las sentencias son públicas, empezando por las suyas, y que está bien que así sea. Que si Internet da más visibilidad a las mismas, tanto mejor. Que en última instancia no estamos sino logrando una mayor transparencia, que es de lo que se trata y, por otra parte, lo querido por la norma. Es de agradecer, como ha señalado Pablo Salvador Coderch, por ejemplo, tal pronunciamiento tajante (véase el artículo 3.06 en esta página web).

Lo que tendremos que hacer los juristas es redefinir, a la luz de la nueva realidad, hasta qué punto es así en todos los casos en los que actualmente tenemos que enfrentarnos a la publicación de actuaciones administrativas directa o indirectamente relacionadas con personas y que, por ello, pueden revelar información sobre las mismas. Y delimitar perfectamente cuándo el hecho de que la Administración actúe comporta la existencia de suyo de interés público en el conocimiento de la situación y de los datos de los relacionados con la misma y cuándo no.

Como tuve la suerte de escuchar a Emilio Guichot (que es probablemente una de las personas que en España con más amplitud de miras, conocimiento global de la cuestión y finura jurídica han tratado este asunto) en una ocasión, dado que la Agència Catalana de Protecció de Dades tuvo a bien invitarnos a ambos hace unos meses a unas jornadas con su personal sobre el particular, en lo que fue una magnífica oportunidad de aprender sobre la cuestión (y en lo que, por lo demás, fue una iniciativa maravillosa por parte de la Agència, que demuestra una enorme amplitud de miras a la hora de organizar sus actividades), una primera tarea de los juristas será empezar a deslindar el tratamiento que damos a dos situaciones que hasta la fecha hemos regulado y analizado conjuntamente pero que son bien distintas:
– la publicidad de actuaciones administrativas (o de sentencias) por motivo de la existencia de un interés general en el público conocimiento de una actuación, decisión o mera situación fáctica;
– la publicidad procedimentalmente utilizada como garantía, habitualmente como alternativa a una notificación frustrada o imposible.

Es evidente, respecto de la segunda de las publicaciones referidas, que nada tiene que ver en realidad, en su esencia, aunque vayan de la mano en los mismos boletines, con la primera. Y que habrá que ponerse a pensar en alternativas procedimentales que no presenten los problemas que empiezan a generarse, ya en la actualidad, con la publicación en estos supuestos (caso, por ejemplo, que da origen al conflicto tratado en la noticia sobre la resolución de la AEPD). Máxime cuando esas publicaciones han sido meras garantías pro-forma más que otra cosa (de hecho, si ahora lo son, es fácil imaginar hasta qué punto lo eran en un mundo sin difusión de las publicaciones oficiales en Internet). Ahí es dónde los juristas hemos de aguzar el ingenio. Porque no es la tecnología la que ha de venir en nuestra ayuda, sino que hemos de ser nosotros capaces de reinventarnos. Y no será fácil. Pero es la única manera de lograr soluciones estables, que no requieran de intervenciones constantes de entes como la AEPD que, como es obvio, no están ahí para dedicarse a exigir a Google (y al resto de buscadores) que desindexen tales o cuales documentos, en una dinámica que puede resultar extenuante.

Respecto de la publicación que tiene su origen en la idea de que la sociedad ha de saber, de que la transparencia sobre ciertos aspectos es no sólo buena sino imprescindible, la realidad tecnológica obligará necesariamente, a su vez, a una reevaluación. Que habrá de ir necesariamente por:
– En la línea de lo dicho por el TC, reafirmar la necesidad y bondad de la garantía en muchos casos y, en ellos, congratularnos de que Google y demás parientes nos ayuden a difundir esta información mucho más (y mucho mejor) que antaño.
– Avanzar en la práctica de la anomización de datos que sí pueden resultar problemáticos, que sí pueden provocar problemas y afectar a la privacidad, pero que en nada contribuyen ni nada aportan al debate público. Y, por ello, comenzar a contar como norma con un análisis de las posibles afecciones a la intimidad que cada publicación pueda suponer, asumiendo desde un principio que, ahora, publicar lo es con todas las de la ley, nunca mejor dicho (así, por ejemplo, las sentencias está bien que se publiquen íntegras, con nombres y apellidos -salvo casos excepcionales justificados, esencialmente con menores- pero no tienen necesariamente que reflejar el domicilio de las partes, por ejemplo, cuando este dato no tenga relevancia alguna en el pleito).
– Tener muy presentes los efectos sancionatorios que la publicación de ciertos datos pueden conllevar. Algo que puede usarse conscientemente y que el ordenamiento puede optar por hacer, pero de lo que a su vez una sociedad ha de precaverse, si su deseo (y su valoración) es la no conveniencia de anudar de por vida ciertas penas.
– Por último, este inevitable proceso de transparencia obligatoria, ya sea querida o no querida, que a todos nos afecta y afectará, obligará a reaccionar y modular sus pautas culturales no sólo al Derecho sino, en realidad a toda la sociedad. Ciertos modelos de perdón y reinserción social, tanto para lo grave (un delito) como para lo tonto (una concreta opinión mantenida en el pasado y que ahora luce estúpida, equivocada o simplemente distinta) ya no podrán aspirar tanto como antaño a basarse en el olvido y en la imposibilidad de que resurjan, de que vuelvan a la superficie. Todos habremos de aprender a poner en práctica en nuestra vida cotidiana y en nuestras relaciones con los demás, en la esperanza de que así la sociedad también lo haga con nosotros, ese paradigma liberal que permite a las personas evolucionar, rectificar, disfrutar de segundas, terceras y séptimas oportunidades y, sobre todo, aspirar a ser valoradas y apreciadas (y a recibir la confianza para iniciar nuevos proyectos, para trabajar, para evolucionar, para lo que sea…) por lo que son, sin tener demasiado en cuenta lo que hayan podido ser en el pasado.



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