¿Qué hacer cuando un Ayuntamiento protege a quienes incumplen y masacra los derechos de los ciudadanos para beneficiar económicamente a los infractores?

El pasado jueves el diario El País, en su edición de la Comunitat Valenciana, me publicaba un artículo sobre la desidia del Ayuntamiento de Valencia a la hora de atajar los problemas relacionados con el ruido nocturno generado por actividades autorizadas por el propio Ayuntamiento. Al margen de comentar cuestiones más o menos conocidas, como es el hecho, sorprendente, de que las Administraciones aprueben normas que luego no tienen el más mínimo interés en cumplir (es el caso de la propia ordenanza de contaminación acústica del Ayuntamiento de Valencia o de su normativa en materia de actividades) o de la dantesca imagen que produce la reiterada y abierta negativa de las autoridades a cumplir no ya con las leyes estatales, autonómicas o de la Unión Europea sino, incluso, ¡con sentencias judiciales que les condenan a adoptar medidas para limitar el ruido una vez constata su responsabilidad por la inacción continuada! trataba de alertar sobre hasta qué punto era preocupante la pinta que tenía la actuación del Ayuntamiento y sus claras intenciones de colaborar con los infractores para que continúen campando a sus anchas. Porque, si ni siquiera hace cumplir las normas actualmente en vigor, ¿acaso se puede esperar que se tome en serio la adopción de nuevas medidas para atajar el problema del ruido en una zona ya declarada judicialmente como acústicamente saturada? Porque, si es ya evidente a estas alturas que quien dicta las normas es la mafia del ruido y del copazo, ¿acaso podía confiar alguien en que todo este proceso de consultas y reflexión condujera a un fin diferente al de tratar de conseguir que, pese a las condenas y las leyes, todo siga igual para preservar el modelo de negocio de algunos, fundamentado en avasallar los derechos de los demás ciudadanos para llevarse un buen dinerito?

Pues con sorprendente rapidez, apenas dos días después, las peores previsiones se cumplen. Un 31 de julio, muy convenientemente (eso sí, para compensar y que no se diga, ¡dan un mes para presentar alegaciones, los tíos, en plan rumboso!), aprovechando las vacaciones y tratando de que pase inadvertido el escándalo que supone esta situación de abierta rebeldía frente a la ley y frente a las sentencias de condena (y aprovechando también, por cierto, el silencio cómplice de casi toda la prensa local, invadida de anuncios de la mafia de ruido y del copazo, muy eficaces, al parecer, para dejarles claro, también, a qué intereses han de servir), el Ayuntamiento aprueba provisionalmente las medidas con las que, según estiman sus responsables, dan cumplimiento a la orden del juez.

El resumen de las nuevas limitaciones es fácil de hacer: ninguna (porque eso de que se adelante media hora el cierre de las terrazas, «excepto de marzo a octubre y los fines de semana» y además «dando media horita para que se desmonten con calma» es, qué quieren que les diga, una burla impresentable). O bueno, sí. Hay una medida: joder a los inmigrantes. La única restricción novedosa es contra los kebabs y los chinos. Curiosamente, las bestias negras de los hosteleros de la mafia del copazo y del ruido, que llevaban un tiempo quejándose de «competencia desleal» y de que «degradaban la zona». A ellos sí les restringirán el horario mientras los otros, los responsables de la degradación y de la invasión de todo el centro con turismo basura de botellón, les dan vía libre para seguir a su bola. No sólo son los responsables de la degradación del entorno y de que el tipo de turismo que lo frecuente sean turistas borrachos buscando garrafón y un lugar donde «todo valga» para hacer el salvaje que en ningún otro lugar de Europa se autoriza. Es que, además, la autoridad municipal les va a permitir monopolizar a los que ya han creado el problema su rentabilización económica, expulsando a las alternativas adicionales de baratillo que, lógicamente, son las únicas que se sienten atraídas por un entorno de esas carcacterísticas. Porque, claro, como esa gente no es de aquí, por lo visto no sabe cómo hay que «engrasar» (por vías siempre legales, por supuesto) a las autoridades y medios de comunicación locales para que, caiga quien caiga, la ciudad te sea rendida a tus pies y puedas hacer tu buen dinero sin tener licencia, sin pagar impuestos, sin seguridad social, ocupando la vía pública, cerrando a la hora que te dé la gana e incumpliendo todo tipo de normativas y leyes sin que pase absolutamente nada. Porque lo peor de todo es que las laxas, laxísimas medidas son, además, papel mojado. Aún está por ver el barrio eso de que un local sancionado y clausurado por no tener licencia, por cerrar a la hora que más le agrade, por ocupar la vía pública, por vender alcohol a menores… (y si me lee alguien del Ayuntamiento y piensa que miento que se ponga en contacto conmigo o con la asociación de vecinos y les pasamos un listado de infractores que llevan años haciendo lo que les pluge sin tener el más mínimo problema).

No por previsible, dado el evidente secuestro de nuestras autoridades locales, que en vez de velar por los vecinos tienen como prioridad la protección de los intereses espurios de unos pocos, es menos lamentable el desenlace.

Dejo a continuación copiado el artículo de prensa publicado el jueves.

Continúa leyendo ¿Qué hacer cuando un Ayuntamiento protege a quienes incumplen y masacra los derechos de los ciudadanos para beneficiar económicamente a los infractores?…



La prohibición de las corridas de toros es constitucional

El Parlament de Catalunya ha aprobado, por amplia mayoría, prohibir las corridas de toros en Cataluña a partir de 2012. Más allá de la opinión que pueda merecer la medida (a mí no me gustan los toros, pero soy sensible a algunos de los argumentos de los taurinos, especialmente a los referidos tanto a la innecesariedad de prohibir una actividad que está en vías de extinción por causas naturales, por un lado, y aquellos que apelan a los beneficios ambientales que la ganadería de toros bravos genera, pues se tratan de unas externalidades postivas que son ciertas y renunciar a ellas supone un evidente coste que hay que evaluar si compensa o no; por otro lado, no voy a negar que el «espectáculo taurino» de maltrato animal me genera muy, muy pocas simpatías; pero todo esto, en realidad, es otra historia) hay una serie de cuestiones jurídicas muy interesantes. El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho ofreció hace poco un número con varios trabajos sobre el particular. A mí me interesó especialmente, porque hace un análisis jurídico muy fino, el de Gabriel Doménech, compañero en la Facultad en Valencia y que a veces nos ilustra en este bloc con comentarios siempre muy atinados y con el que, además, he tenido ocasión de discutir este tema a lo largo de todo el curso, mientras se ha ido generando la iniciativa legislativa y ha avanzado su tramitación, en unos intercambios de los que he aprendido mucho y que me han ayudado, como pasa siempre que un interlocutor es inteligente, a matizar y modular mi posición.

Como podrá comprobar quien lea su trabajo, Doménech aporta argumentos jurídicos en la línea de apuntalar las tesis de quienes consideran que la norma que acaba de aprobar el Parlamento catalán sería inconstitucional. Y, por mucho que, como he señalado, entiendo que su trabajo es muy interesante y está muy bien hecho, como esto del Derecho es como es, eso no significa que esté de acuerdo con él. De hecho, creo que, antes al contrario, jurídicamente es bastante claro que la prohibición de las corridas de toros es perfectamente constitucional.

Continúa leyendo La prohibición de las corridas de toros es constitucional…



La luz del sol es el mejor desinfectante (Wikileaks y el acceso a la información pública en España)

Aunque sea muy rápido, porque no tengo ahora demasiado tiempo, hay que dejar constancia del nuevo logro de Wikileaks y de lo enfadados que están en el Gobierno de los Estados Unidos, así como preocupadísimos por tratar de controlar en la medida de lo posible la difusión a través de medios de comunicación convencionales de lo difundido por la web.

Como siempre, frente a la transparencia, se apela a la seguridad nacional, a los problemas que pueden derivarse de que se sepa la verdad, al impacto en la opinión pública de conocer detalles que podrían generar reticencias a proseguir la guerra, a lo malo que es que se sepa qué es lo que de verdad ocurre en la trastienda de guerras y operaciones de espionaje…

Sigo, a día de hoy, sin haber leído una sola explicación que me parezca mínimamente razonable de los motivos por los que pueda ser nocivo para el interés general que, si estamos en guerra (y España está en guerra en Afganistán), los ciudadanos (que somos quienes enviamos, en el fondo, las tropas allí, quienes pagamos por el «trabajo» que se lleva a cabo en el campo de batalla y quienes, de alguna manera, somos responsables de todo esto) sepamos qué está pasando exactamente y qué se está haciendo, de verdad, allí. Es lo menos que se puede exigir. Máxime cuando, en realidad, lo que revelan los papeles filtrados, según todas las crónicas, no son grandes novedades sino, más bien, la confirmación de lo que casi todos intuíamos y la demostración de algunas rutinarias mentiras de los partes de guerra que pretenden endilgarnos que, a estas alturas, tampoco colaban. Eso sí, los documentos dan muchos detalles que antes no teníamos.

Y, aunque pueda ser evidente que una mínima parte de la información haya de permanecer secreta por justificados motivos de seguridad esos casos han de ser los menos y excepcionales y, por supuesto, no tiene sentido que se refieran a operaciones militares concretas y sus resultados. Salvo si la «seguridad» que se busca no es la de la nación sino la de quienes tratan de defender su imagen y ocultar sus numerosos errores.

Hemos hablado ya antes aquí de la importancia de la libertad de expresión para controlar el poder y de hasta qué punto Internet, iniciativas como Wikileaks y la arquitectura jurídica que un sistema democrático que las proteja y ampare o, por el contrario, las ponga en el punto de mira, son importantes en un Estado de Derecho. Porque suele decirse que la luz del sol es el mejor desinfectante. Y parece claro que en asuntos como la vida y la guerra, más todavía.

Por eso es muy interesante jurídicamente que haya naciones que, al igual que otras deciden ser «paraísos fiscales» aprovechando las grietas jurídicas que el Derecho de gentes sigue dejando a efectos de posibilitar un control global unitario y uniforme de actividades con repercusión mundial, hayan decidido ser «paraísos de la información».  Los casos en los que informaciones contenidas en un servidor islandés gracias a la protección jurídica que allí se obtiene en estos momentos y difundidos por Internet a todo el mundo gracias a la financiación global que obtiene Wikileaks han servido para poner de manifiesto importantes cuestiones de interés público son numerosos.

Por cierto, hablando de la situación en España, ¿para cuándo la ley de acceso a la información adminsitrativa y a los registros oficiales?, ¿hasta cuándo seguiremos aceptando la extraordinariamente restrictiva interpretación del art. 37 de la ley 30/1992 en materia de acceso a archivos y registros?, ¿cómo es posible que estemos, en lugar de avanzando hacia una mayor transparencia, a pesar de las posibilidades tecnológicas que tenemos hoy en día, retrocediendo a marchas forzadas con excusas jurídicas de todo tipo -especialmente, gracias a una errónea y sesgada interposición del derecho a la protecciónd de datos de carácter personal que se ha convertido en una justificación comodísima para que la Administración retenga todo tipo de información-?

Queremos luz del sol en la Administración española. Y la queremos ya. Porque no se puede aspirar a que siempre tenga que sacar las castañas del fuego un Wikileaks o algo equivalente. Son remedios excepcionales que pueden paliar problemas ante situaciones gravísimas. Pero no llegarán a todo. Pero, sobre todo, porque no tiene sentido que así sea para la cotidianidad del acceso a la información pública, que debiera funcionar con toda normalidad, sin mayor problema, de modo transparente. ¿Cómo es posible que sea tan complicado lograr algo tan sencillo?



In, in-de, in-de-pen-den-ci-a!!!

La Corte Internacional de Justicia (que tiene la página web caída, por cierto, en estos momentos, por lo que no puedo enlazar el documento y he de fiarme, en consecuncia, de lo que publica la prensa al respecto) emitió ayer un dictamen no vinculante muy importante, pues es una rectificación (matizada, si se quiere, pero así son las rectificaciones en Derecho, pequeños cambios de detalle que acaban comportando, o pueden llegar a hacerlo, consecuencias enormes) de lo que había venido siendo el consenso sobre el valor jurídico de las declaraciones de independencia (unilaterales, por supuesto, que es como suelen ser estas declaraciones).

Citando a partir de lo que publican hoy los diarios, por eso de que no hay manera de entrar en la web de la ICJ, parece que la Corte ha afirmado que:

«El derecho internacional general no contempla prohibiciones sobre las declaraciones de independencia y, por tanto, la declaración del 17 de febrero de 2008 no viola el derecho internacional general»

Es decir, y aunque es obvio que estas cosas (y el Derecho internacional, en general) funcionan más por la vía del fait accompli (en este caso, previos bombardeos de la OTAN sin autorización de Naciones Unidas, el efectivo control militar de la provincia que permitió que las autoridades serbias perdieran de hecho toda capacidad de control sobre la misma), que por primera vez se avanza la idea de que una declaración unilateral producto de un ejercicio más o menos fiable de afirmación de la voluntad popular puede imponerse al principio de unidad territorial, que es uno de los ejes sobre los que pivota el Derecho internacional. O, como mínimo, que nada en el Derecho internacional hay contra esas declaraciones.

Por supuesto, al parecer, la opinión de la Corte hace mención a la concurrencia de «circunstancias excepcionales en Kosovo» que permitirían esa preeminencia. Per más allá de que, atendiendo a esa apostilla, se entienda que la ruptura con la regla anterior es clara o es matizada, lo que es claro es que existe una ruptura. Recordemos que la siempre citada Resolución 1541 de Naciones Unidas sobre el ejercicio del derecho de autodeterminación lo limitaba para ser válido a casos de descolonización y situaciones de falta absoluta de derechos políticos y de participación de la población. Es evidente que tales circunstancias no concurrían en Kosovo, por mucho que la Corte recuerde los episodios de violaciones de derechos humanos acaecidos (los ciudadanos de Kosovo tenían todos los derechos civiles y políticos en la antigua República Federal de Yugoslavia) y, sobre todo, se asiente sobre el control de facto que, a efectos de garantizar la seguridad de la zona, tenían quienes amparaban o apoyaban la secesión desde la toma de control por parte de la OTAN.

Estamos pues, en definitiva, ante la primera quiebra clara del principio de unidad territorial desde un plano jurídico (con la importancia legitimadora que eso tiene, aun asumiendo, como decía, que ésta, siendo considerable, no es determinante en estos asuntos: baste pensar que las previsiones jurídicas, que pasaban por una declaración formal de la ilegalidad de la secesión por parte de la Corte, no habrían alterado sustancialmente la situación). Tiene su importancia, como es obvio, que empiece a abrirse la idea de que la secesión es posible y «legal» desde una perspectiva internacional, aunque no medie acuerdo, cuando hay una clara y efectiva manifestación popular en este sentido.

Haciendo una traslación pedestre, el Derecho internacional no permitía el divorcio (secesión) salvo que el marido (metrópoli) pegase salvaje y públicamente (no reconociera derechos políticos a los ciudadanos) a la mujer (colonia). Sólo en ese caso la mujer (colonia) alegando la existencia de la causa y ejerciendo su derecho según su voluntad tenía derecho a pedir (autodeterminación) y obtener el divorcio (independencia).

Por supuesto, que ésta fuera la regulación legal no impedía separaciones por la fuerza de los hechos (uno de los cónyuges se larga y el otro no tiene medios para imponer la norma que exigía la convivencia bajo un mismo techo porque, sencillamente, no es capaz de encontrar al otro o reternerlo en casa-yo qué sé, Taiwan, por ejemplo-) o por pacto entre las partes incluso cuando era sólo una de ellas la que quería largarse (aunque no quepa el divorcio unilateral a petición de un cónyuge, un pacto entre personas sensatas lleva a una separación de mutuo acuerdo por la simple constatación de que uno de los dos ya no quiere seguir viviendo con el otro -el caso de Chequia y Eslovaquia, por mencionar uno cercano-).

Pero es obvio que este primer pasito hacia una regulación del divorcio simplemente a instancia de uno de los cónyuges tiene su importancia. Porque sin duda habrá otros casos en el futuro donde unos (u otros) estimarán que también concurren «circunstancias excepcionales». Y valorar el peso de las mismas, así resolver cuándo justifican y cuándo no la legalidad de una declaración de independencia, no está llamado a ser sencillo en ausencia de una regla clara. Que, más o menos, hasta la fecha, sí teníamos y que ahora, sin ser sustituida por una pauta clara en sentido contrario, sí queda ciertamente debilitada.



¿Se puede decir en la tele que no te gustan los homosexuales?

Decíamos hace no mucho que teníamos muchas dudas de que, en un entorno en el que ya no hay servicio público, la Administración pueda dedicarse a velar por la «corrección expresiva» de actividades empresariales que son, legalmente, desde el 1 de mayo, servicios de interés general que se prestan en régimen de libre competencia, con los únicos límites marcados por la Constitución y las normas que puedan desarrollarla válidamente. Límites que, en cuanto a cuáles sean las concretas fronteras de lo «decible» (de lo «efable», si nos ponemos cursis), de lo «escribible», de lo «imprimible» o de lo «emitible», han de fijar los jueces, según determina nuestro art. 20.5 de la Constitición.

Explicábamos también la delicada situación en que el nuevo marco normativo nos ha situado. Vivimos desde que ha cambiado el modelo inmersos en una peligrosísima confusión conceptual. Ya no hay servicio público sino actividades que tienen su fundamento en la libertad de empresa (y en la libertad de expresión). Pero como el servicio público, como es lógico, se podía disciplinar administrativamente sin mayores dificultades jurídicas y no queremos prescindir de esta posibilidad (es más, parece que vivimos tiempos en que, al contrario, la nueva moral pública desea imponerse por la vía de la represión, por nuestro bien, ya se sabe) pues hemos aprobado una ley que supuestamente liberaliza pero sin que, sorprendentemente, se derive de ello que la Administración deje de intervenir y sancionar por cuestiones de policía relativas no a la actividad (algo que es de lo más norma y pasa en muchos sectores de negocio) sino al contenido del mensaje (algo que afecta directamente a la libertad de expresión). Además, como cada vez hay más normas que integran, como en los viejos tiempos, pautas moralizantes a las obligaciones expresivas, parece ser que uno ya no puede hablar mal ni de curas, ni del ejército, ni de homosexuales, ni de feministas, ni del islam, ni del Papa… no sea que alguien se ofenda. ¡Y no sea que venga la Administración a ponerte una multa (o a cerrarte la cadena, o el blog), porque eso no se dice!

Apenas unos días después de exponer estas ideas la realidad nos proporciona un ejemplo magnífico de a qué nos referíamos. El Gobierno ha decidido multar a una cadena de televisión (recordemos una vez más: una actividad privada amparada por el derecho a la libertad de expresión) por emitir un spot de menos de un minuto con contenido abiertamente crítico con las celebraciones del día del Orgullo Gay.

El vídeo, y eso es lo más alucinante de todo, ni siquiera se mete con los homosexuales o la homosexualidad. Que pueda intuirse que sus autores no son precisamente unos entusiastas de ese tipo de prácticas no tiene nada que ver, como es obvio, con el concreto contenido de lo emitido. Que, como es muy evidente para cualquiera que lo analice, se centra en criticar la celebración en cuestión, ciertas conductas de la misma y que sea financiada, en parte, con dinero público. Confundir una cosa con la otra es como pensar que por escribir una denuncia incendiaria del sustrato moral que impera en las Fallas uno está insultando a los valencianos (aunque, la verdad, es lo que a buen seguro  ocurriría si alguien osara poner en cuestión el indudable buen gusto de la fiesta fallera y la tranquilidad y placidez con la que se desarrolla, educando a la población en valores de civismo y convivencia).

Dicho lo cual, creo que conviene indicar que incluso en el caso de que el contenido del spot fuera algo tan directo como una crítica a la homosexualidad, ¿acaso eso justificaría la sanción? A mi juicio, tampoco. ¿O es que no se puede decir, escribir, difundir una opinión de alguien que considere una absoluta aberración la homosexualidad? No veo el más mínimo problema en que se haga, la verdad. Como no veo el más mínimo problema en que alguien critique la heterosexualidad, el matrimonio tradicional y las parejitas con tres churumbeles y adosado para el fin de semana. «Son unos enfermos y tendencialmente perversos», diría yo. E, incluso, digo yo, se podrá decir todo tipo de animaladas sobre los homófobos y su psique enferma. ¿O es que acaso quien tenga esa opinión no la puede expresar? ¿No están amparadas por la libertad de expresión  juicios como los refferidos, todos ellos evidentemente valorativos,  opiniones que es claro que no son más que eso y que, en consecuencia, valen lo que valen los argumentos que las sustentan?Incluso, yendo si cabe más allá, y caso de que el contenido de un hipotético vídeo fuera claramente reprobable (yo qué sé, imaginemos una emisión diciendo que hay que exterminar a los homosexuales o a aquellos que se acuestan con señoras de origen extremeño de entre 30 y 32 años y con los ojos azules «porque Dios lo pide para borrar la indencencia de la faz de la Tierra»; —-que, ahora que lo pienso, ¿de veras eso sería claramente reprobable?, ¿no se trata de una chaladura sin demasiada importancia y a la que no vale la pena dar mayor importancia?—-, así que mejor pongamos un ejemplo que a todos nos pone de acuerdo sobre su inadmisibilidad, imaginemos un vídeo insultando gravísimamente a los Príncipes de Asturias y sus adorables hijitas, llamándolos chupópteros y cosas peores), ¿qué hace ahí el Gobierno decidiendo lo que se puede decir y lo que no? ¿No se supone que eso, según la Constitución, en España, lo debe hacer un juez?

En resumen:

– No queremos (la Constitución no quiere) que el Gobierno se ponga a decirnos qué podemos y qué no podemos decir (si quiere, que nos recomiende, oriente, incite, aliente…, eso estamos dispuesto a soportarlo incluso aunque gaste dinero y tenga un tufillo moralizante algo asquerosillo, pero, por favor, al menos que no nos castigue si no pensamos de modo que no le parece adecuado y además osamos decirlo en público). Queremos que tal juicio de admisibilidad a los parámetros constitucionales de libertad de expresión sea hecho únicamente por el juez (no por nada, sino porque nos fiamos más de los jueces que de los gobiernos para estas cosas y porque, ¡caray!, es lo que dice la Constitución), y que lo haga de acuerdo a las pautas constitucionales en materia de libertad de expresión, sin añadir cosas raras.

– No queremos, además, vivir en un país donde las pautas constitucionales en materia de libertad de expresión se analizan cada vez de manera más restrictiva. Queremos vivir en un país que sea para estas cosas coherente con nuestra Constitución donde, por ejemplo, las opiniones sobre cuestiones generales, por aberrantes que sean, puedan expresarse y no merezcan otra sanción que el ridículo en que incurren quienes las defienden.



La Sentencia de l’Estatut (I): Una idea central muy básica

Ya está colgada en la web del Tribunal Constitucional la sentencia de 28 de junio de 2010, donde el TC falla sobre la constitucionalidad del Estatut de Catalunya de 2006. Como es un texto larguísimo, inabarcable, que además se publica en julio (y en plena resaca mundialista), trataremos, en este blog, de ir comentando algunas cosas poco a poco, intentando que no nos salgan textos demasiado largos e insufribles en medio de los calores de estío. Y tratando también, en la medida de lo posible, como ya anticipamos el día que salió la sentencia, de que los comentarios sean esencialmente jurídicos, con independencia de que políticamente haya cosas que puedan parecer mejor o peor (sobre mi posición más política que jurídica en algunas de estas cuestiones, pueden verse aquí algunas coordenadas básicas). Este proyecto, por fascículos, de análisis de la sentencia y sus partes está llamado a prolongarse, me temo, durante todo el verano.

De momento, y para comenzar, sólo quiero dejar constancia de que el incio de mi lectura de la larga, larga sentencia  (como decía el otro día cuando salió el texto: «¡Queremos sentencias como las alemanas -ya no digamos las francesas o las del TEDH-! 880 folios NO debieran ser necesarios para resolver una cuestión como ésta. Con 88 debiera bastar. En Alemania llevan décadas demostrando que es posible. En Francia les basta con 8.»; aunque se ha de reconocer que son 880 folios «falsos», porque la mayor parte son antecedentes y están con un tipo de letra de estudiante que quiere que le salga un trabajo de muchas páginas, en realidad, empezando a leer, puede decirse que, para los cánones al uso que suele gastarse, esta vez el TC es hasta sintético), me asalta la sensación de que, una vez más, tengo la impresión de que las cosas no son como las cuenta casi todo el mundo.

En concreto, en el mundo del Derecho, al menos por lo que llevo leído, han aparecido dos bloques. Los que, con Montilla Martos, por ejemplo, saludan la constitucionalidad de casi todo el Estatuto catalán, que el TC la haya avalado y que esto es el pistoletazo definitivo de salida para la consolidación de una nueva generación de Estatutos, por un lado.  Y los que, como Fernández Torres Rodríguez, por otro, creen que el TC debiera haber metido más tijera pero que, al menos, ha declarado la inconstitucionalidad del «contenido esencial», si se me permite la broma jurídica, de la inconstitucionalidad contenida en el Estatuto.  En realidad, leyendo ambos textos, y atendiendo a las razones de ambas posiciones, hay una base común que ambos comparten y donde difieren es en el juicio político y jurídico que tal base les merece: que el Tribunal Constitucional ha metido la tijera con una relativa contención y que la mayor parte del texto estatutario sigue vivo. Ésa ha sido también la interpretación mediática mayoritaria, la que con alborozo ha acogido el PSOE y la que, con más sordina, parece haber asumido por motivos tácticos el PP.

Sin embargo, a mí, de esta primera lectura, me da la sensación de que lo que tenemos es precisamente lo contrario. Un «cepillado», por emplear la expresión de Alfonso Guerra, profundo y que va mucho más allá de la cosmética. No sólo desaparecen la retórica nacional, las consecuencias jurídicas de caulesquiera supuestos derechos históricos, la preeminencia del catalán, el poder judicial autónomo, el defensor del pueblo exclusivo, la capacidad pseudo-legislativa (/o pseudo-constitucional) del Consell de Garanties Estatutaries o todo atisbo de bilateralidad que pudiera recordar a un modelo confederal sino que, además, se han podado muchas normas de auto-organización y se han limitado muchísimas de las declaraciones relativas a la distribución competencial por la vía de la «interpretación conforme a la Constitución». Unas interpretaciones que, para ser conformes a la Constitución, han de, sencillamente, hacer decir al texto lo que no dice, o simplemente nada, o lo dejan al arbitrio de la voluntad estatal. De modo que, en la práctica, la mitad del Estatut vuela por los aire. Y lo que queda depende del Estado en gran parte (que no era lo que deseaba, ni mucho menos, el legislador estatutario) o, sencillamente, es traslación del antiguo estatuto (un poco más desarrollado, eso sí).

De hecho, si se analizan los votos particulares de los llamados «jueces conservadores» se puede constatar que, en gran parte, lo que no comparten no es tanto el sentido de la «interpretación conforme» de los diversos artículos que da el TC como la corrección de esa solución para los casos enjuiciados. La entienden forzada e innecesaria la mayor parte de las veces. Y afirman, a mi juicio con mucha razón, que en la mayor parte de los casos no son tales sino declaraciones encubiertas de inconstitucionalidad que, por ello, habría sido más conveniente certificar como tales.

Lo cierto es que, a la vista de lo que esoy leyendo, creo que tienen toda la razón y que, técnicamente, su argumento es inapelable. Puestos a dejar en letra muerta artículo tras artículo o a hacerlo depender de que el Estado (si lo desea, sin obligación alguna en ese sentido) apruebe una norma que permita que se aplique ese contenido, la verdad es que mejor anularlo. Es más claro, más sencillo, más correcto técnicamente (evita el problema, además, que menciona T.R. Fernández en el artículo citado arriba, de que pueda acabar siendo uan «interpretación conforme» que acabe siendo olvidada, aunque intuyo que ese riesgo no es excesivo en este caso) y permite visualizar mucho mejor la efectiva realidad de la sentencia. También evita pleitos futuros que, es indudable, con esta Sentencia están llamados a multiplicarse.

Así que, de momento, tal y como trataré de ir razonando en sucesivas entregas de este serial dedicado a analizar la sentencia del Estatut,  no creo que pueda considerarse, ni mucho menos, que el Tribunal Constitucional haya convalidado la constitucionalidad del texto. Es más, todo lo contrario. Al menos, en términos jurídicos. Otra cosa puede ser que la manera de presentar el resultado y los tiempos políticos puedan hacer que convenga (y que se pueda lograr) transmitir una idea opuesta. Pero ésa es otra cuestión.



Hoy desaparecen, para siempre, las Cajas de Ahorros

Con mundialidad y decretoleyía, el Gobierno aprueba en Consejo de Ministros (o eso esperamos todos, que con la manera en que este Gobierno se reúne, aprueba normas y las modifica uno nunca sabe ya quién aprueba, en verdad, los textos que van al BOE) hoy una modificación de la norma que regula las Cajas de Ahorros que, en la práctica, supone la desaparición de estas instituciones y la definitiva bancarización del sector financiero español, que a partir de ahora funcionará esencialmente (no decimos exclusivamente ya que siempre hay canales de «comunicación» entre el poder político y la gran banca que permiten decisiones no exclusivamente basadas en criterios de mercado sin necesidad de estar hablando de Cajas de Ahorros para que se detecte esta influencia) a partir de criterios de rentabilidad económica y de gestión puramente financiera. El proceso de evolución hacia este punto final puede llevar unos años, pero es evidente que hoy se inicia definitivamente una senda que llevará, sí o sí, a ese destino.

Continúa leyendo Hoy desaparecen, para siempre, las Cajas de Ahorros…



No se trata de hacer leer | RSS 2.0 | Atom | Gestionado con WordPress | Generado en 0,408 segundos
En La Red desde septiembre de 2006