Historias de la España aforada

Gracias al cataclismo social e institucional que está acompañando en España a la crisis económica durante esta última década, con todos los poderes e instancias mostrando sus costuras a la mínima, disfrutamos en España de debates sobre todo tipo de cuestiones de gran interés que, sin embargo, habían pasado sin pena ni gloria en las primeras décadas de esta nueva Restauración (democrática) borbónica. Una de ellas, que de nuevo tenemos de actualidad como consecuencia de las más recientes (que no últimas) operaciones contra la corrupción (la operación Taula, que afecta a la antigua alcaldesa de Valencia ya actual senadora Rita Barberá), tiene que ver con el especial fuero de que disponen las personas que forman parte de ciertos colectivos que les hace ser investigadas y, en su caso, juzgadas, por tribunales diferentes a los que corresponderían a cualquier hijo de vecino. Es el caso, por ejemplo, de los parlamentarios (diputados, senadores… y también los diputados autonómicos, merced a la extensión que se ha hecho de este privilegio a favor de los mismos en los diferentes Estatutos de Autonomía), pero también de jueces (incluyendo a los jueces de paz), fiscales, miembros del gobierno, europarlamentarios… Existe un tratado amplísimo, como amplio es el fenómeno en sí en España (suele hablarse de más de diez mil aforados), sobre el tema hecho por Juan Luis Gómez Colomer e Iñaki Esparza que además pone de manifiesto que una figura estrictamente equivalente a esta no es habitual en nuestro entorno comparado con una extensión semejante. Cuestión diferente es que, eso sí, pueda haber más allá de nuestras fronteras ciertas especialidades procesales para juzgar a representantes públicos, que las hay. Algo que, por lo demás, también ocurre en España con los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (y ahí ya nos situamos no en unos miles sino directamente en un cuarto de millón de “fueros” o “fuerecitos”, todo es cuestión de cómo queramos contar).

No es, con todo, esta cuestión la que más llama la atención a estas alturas. La justificación histórica de inviolabilidades (que no se pueda perseguir, por ejemplo, a un diputado, por las manifestaciones políticas que realiza en sede parlamentaria), inmunidades (que provocan que no pueda ser detenido salvo casos de flagrante delito) o de estos aforamientos es por todos conocida. Se trata de evitar, por ejemplo, que cualquier querella contra cargos públicos o jueces caiga en cualquier juzgado y pueda comportar riesgos de imputaciones torticeras sin demasiada base, al albur únicamente de la buena actuación profesional de un juez individual, que tendrían consecuencias políticas indeseables. En un país con una Fiscalía íntimamente conectada con el gobierno y donde basta sacar unos títeres deslenguados para que la Audiencia nacional intervenga inmediatamente, no resulta complicado argumentar que el riesgo de una utilización política de las imputaciones a diputados de formaciones incómodas está muy lejos de ser una amenaza del pasado. Estas protecciones, que Miguel Ángel Presno Linera explicaba hace unos años en Agenda Pública de forma sencilla y didáctica para qué servían y en qué consistían, no tienen por qué estar de más. Como lo demuestra que a nadie parecen molestar en exceso las de nuestros jueces y fiscales (ni siquiera a sus asociaciones, que en cambio denuncian a veces con saña otras equivalentes) o las que benefician a los cuerpos de seguridad. No parece descabellado proteger mínimamente a aquellos ciudadanos que desempeñan cargos públicos particularmente expuestos de los efectos particularmente nocivos que pueden tener para ellos, y para las funciones que ejercen, querellas poco fundadas que puedan ser admitidas por órganos jurisdiccionales menos preparados o con más riesgo de poder estar sesgados. Cuestión diferente es la discusión, muy necesaria, sobre si en España tenemos aforamientos de más y, también, aforamientos mal diseñados.

Sin embargo, este debate no es el único que debiera llevarse a cabo en materia de aforamientos en España. Las sucesivas oleadas de redadas e investigaciones en torno a tramas corruptas ponen, de hecho, muy de manifiesto y sin cesar esta necesidad a poco que nos fijemos en cómo opera en estos casos la institución. Así, empieza a ser urgente una reflexión profunda sobre ciertas consecuencias muy perversas de los aforamientos en España o, quizás, derivadas más bien del tipo de entendimiento social, mediático y también judicial (lo que es más sorprendente, la verdad) de la figura. En primer lugar, los fueros especiales deberían llamar nuestra atención sobre las deficiencias de la cúpula judicial española. Además, resulta altísimamente cuestionable que haya que exigir más cautela para imputar a un aforado que a cualquier otro ciudadano. Por último, cierto “tacticismo procesal”, aceptado ya hasta por el Tribunal Supremo con toda normalidad, acaba provocando disfunciones en las investigaciones judiciales que pueden provocar graves mermas (ya sea de garantías, ya de la propia calidad de la instrucción).

En primer lugar, pues, las controversias en torno a nuestros aforados suelen dejar significativamente de lado la incómoda, por evidente, cuestión de que en cualquier país con un sistema judicial mínimamente independiente del poder político las críticas a este tipo de privilegios procesales, en su caso, serían de un cariz diferente a las que tenemos en España. Así, se cuestionaría la razón de ser de que ciertas personas tuvieran acceso a tribunales “mejores” (con mayor capacitación profesional, que prestaran más atención a los casos que enjuician) de los que tocan a los ciudadanos ordinarios. Porque gran parte de la garantía del aforamiento, en su plano teórico, tiene que ver justamente con esta dimensión. Significativamente, este debate no existe en España. Todos partimos de la base, y ni siquiera nadie trata de ocultarlo en demasía, de que el aforamiento no busca que personas en posiciones más sensibles sean juzgadas con más garantías sino que lo sean por tribunales más “cómodos” y cercanos para el Poder. Tan asumida está esta condición íntimamente complaciente en lo político de nuestros Tribunales Superiores de Justicia o del Tribunal Supremo que invocar el debate en términos de “calidad judicial” sólo movería, en nuestro país, a la sonrisa. Quizás convendría aspirar a poder replantearlo un año de estos en estos términos, para lo que resulta imprescindible cambiar de arriba a abajo el modelo de carrera judicial y el efectivo control que los partidos políticos mayoritarios tienen sobre los nombramientos en los tribunales más importantes por medio del CGPJ.

En otro orden de cosas, la sociedad española parece también haber asumido con pasmante naturalidad que el aforamiento, que no deja de ser una cuestión procesal, como lo son todas las inmunidades e inviolabilidades tal y como expuso con gran sensatez Clara Viana en un premiado trabajo que es la gran referencia en la materia en España sobre el entendimiento dogmático correcto de estas figuras, ha de tener implicaciones “materiales”. Así, por ejemplo, se vive como evidente (y lo vemos a diario en las grandes operaciones contra la corrupción) que en idéntica situación a un no aforado se le «imputa» (o «investiga») pero a un aforado no, requiriéndose para éste último una mayor acumulación de indicios para activar el proceso penal. Una interpretación absurda que acaba por multiplicar los problemas de nuestro exceso de aforamientos, al convertir en abusivo blindaje lo que debería ser mera garantía perfectamente defendible. Con consecuencias, por cierto, asimismo perversísimas en términos de cómo llevar a cabo las instrucciones que afectan, incluso, a ciertas dinámicas políticas (la lucha por el escaño y por la protección pasa a ser prioritaria porque en términos de corrupción lo esencial no es tanto no hacerla como poder garantizar que no te van a hacer pagarla).

Todo ello se completa con unos tribunales que han asumido esta interpretación perversa con la naturalidad de quien considera en ocasiones que los casos mediáticos rentan en términos de carrera pero que el principio de “pereza procesal” ha de ser el más importante de la actuación de todo órgano jurisdiccional ya consolidado, y tanto más cuanto más en la cumbre esté. A fin de cuentas, si para imputar hay que exigir algo más en caso de aforados, menos lío y menos trabajo, por ejemplo, para los jueces que ya han alcanzado las más altas magistraturas. Este mismo principio de “pereza procesal” explica también que los tribunales a los que van los aforados, y particularmente el Tribunal Supremo, estén aceptando todo tipo de interpretaciones tramposas y peligrosas que ahorrar trabajo y follón pero que acaban agravando las distorsiones producidas por el aforamiento entendido como elemento material diferenciador. Destacan sobremanera las facilidades para fraccionar causas que se han ido generalizando (de modo que el tribunal con aforado se libra de trabajar en las piezas donde no los hay y no actúa sobre todas las partes de la trama dejando de decidir sobre la suerte de algunos de sus miembros) o la acrítica aceptación de que se impute al aforado más bien al final de la investigación, cuando esté ya todo bastante zanjado y el trabajo de investigación completado (de manera que estos órganos, poco acostumbrados a bajar al barro de la instrucción, apenas si han de ponerle un lacio al sumario, ya casi totalmente culminado por el órgano que ha instruido sin aforado de por medio, antes de abrir la vista oral).

Los efectos de estos comportamientos, cada vez más aceptados como normales hasta el punto de que los medios de comunicación y analistas varios los dan por hechos y se toman como elementos ínsitos a la figura del aforamiento, son peligrosísimos. Por un lado, conducen a que podamos tener piezas separadas en órganos jurisdiccionales distintos juzgando, a la postre, los mismos comportamientos pero con criterios que no tienen por qué coincidir. Es decir, que a la postre puede ser perfectamente posible que unos mismos hechos, o absolutamente equivalentes, dentro de una misma «trama», puedan ser y no ser delito a la vez (o ser entendidos como muy graves o no tanto, por ejemplo). Si esta esquizofrenia es de por sí mala, más peligroso aún parece que la calidad de la instrucción sea sacrificada respecto del aforado sin que a nadie le preocupe en exceso. Ello es así porque si el juez de instrucción no tiene muchas ganas de “perder el caso” (es sabido que instruir ciertas causas asegura mucho reconocimiento) y tampoco el órgano superior está ansioso por meterse en el lío de trabajarse bien una instrucción completa (algo a lo que no están muy acostumbrados y muchas veces ni siquiera muy preparados) el resultado es el que es: instrucción hecha sin el aforado que sólo en el último momento, con casi todo ya hecho, conduce a la imputación del aforado con la única finalidad de que la instrucción sea rematada, casi a los solos efectos formales, por el órgano jurisdiccional al que toca procesar al imputado de turno. Esta remisión , prácticamente sobre la bocina, de la trama (o la parte de la trama) con aforado al tribunal que ha de juzgarlo para que complete lo que le pueda afectar es muy poco recomendable por razones bastante obvias. Se trata de una técnica, por mucho que se ha generalizado, que conlleva riesgos tanto para los intereses públicos (pues es perfectamente posible que la instrucción se acabe cerrando, por culpa de emplear este truco, sin haber indagado con la profundidad suficiente en la parte de la pieza que tiene que ver con el aforado) como para las garantías y derechos de defensa (no es descabellado argumentar que padecer una instrucción casi enterita sin estar presente y a la que se es convocado sólo a última hora puede reducir las posibilidades efectivas de defensa del aforado).

En definitiva, un debate sobre aforamientos en un país con una Justicia independiente y que funcionara de un modo satisfactorio debiera ser un análisis sobre si tiene sentido o no proteger a ciertos cargos de juicios hechos por órganos más dispersos, quizás de menos calidad y más susceptibles de recibir ciertas presiones o de actuar por motivos espurios, por la vía de remitir el enjuiciamiento de los mismos a tribunales siempre colegiados, acreditadamente independientes y técnicamente de indiscutible solvencia. En España, en cambio, el debate no es ése, sino que está condicionado por una serie de distorsiones lamentables que convierten los aforamientos en meros elementos adicionales de la batalla político-mediática en que se convierten muchos pleitos y donde todos parecemos tener claro que son instrumentos que han de ser usados y deformados como palancas para lograr unos determinados efectos buscados por cada uno de los actores en el proceso. Este punto de llegada, con todo, no es sólo culpa de la regulación que tenemos. Sería necesario empezar a poner el foco en que, junto a los problemas que suelen predicarse de la misma, aquí hay otros culpables que se suelen ir casi siempre, sin embargo, de rositas.

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Una versión sintetizada de estas reflexiones, sustancialmente idéntica a la aquí publicada, pero con algún matiz menos, ciertos datos bibliográficos omitidos y, sobre todo, menos rollo de este que es marca de la casa del blog ha sido publicada hoy mismo en Agenda Pública.



El auto de Pedraz (los jueces y la expresión de ideas políticas)

Tenemos una buena montada en España a cuenta, como es sabido, de una parte de un auto de un juez de la Audiencia Nacional, Santiago Pedraz (que se puede consultar aquí), que al enjuiciar la admisibilidad del procedimiento por delitos contra las instituciones del Estado de ciertas personas que convocaron una concentración para rodear el Congreso el pasado 25 de septiembre afirma, entre otras cosas, a efectos de argumentar que no hay tal delito, lo siguiente:

“……pues hay que convenir que no cabe prohibir el elogio o la defensa de ideas o doctrinas, por más que éstas se alejen o incluso pongan en cuestión el marco constitucional, ni, menos aún, de prohibir la expresión de opiniones subjetivas sobre acontecimientos históricos o de actualidad, máxime ante la convenida decadencia de la denominada clase política”.

La referencia a la «decadencia de la denominada clase política» ha incendiado muchos ánimos en un país donde la casta política, además de dedicarse a sus cositas, es muy susceptible. Así, se han sucedido los comentarios más o menos indignados, con diputados que han llegado a insultar al juez (ante lo que Jueces para la Democracia ha pedido el amparo para el magistrado por parte del CGPJ). Y, por otro lado, mucha gente saluda que el juez no sólo ponga coto a los excesos policiales y del Ministerio del Interior, que está enviando a la gente a los calabozos con excesiva pasión sin entender cómo funciona el derecho de reunión en un país democrático sino que, además, reflexione sobe la decadencia de esa casta política.

El asunto, a pesar de la polémica, me parece menor, la verdad, pero permite extraer algunas conclusiones sobre diversos temas:

– En primer lugar, sobre la legalidad de una manifestación frente al Congreso que no impide el normal desarrollo de una sesión. ¿Es o no delito? Parece sensato pensar, a partir de la redacción del tipo penal, y la conveniencia de ser estrictos y restrictivos en su interpretación, que no estamos ante un delito si no se produce el resultado exigido por el Código penal: la perturbación de la sesión plenaria. Está muy bien explicado aquí y es más o menos lo que acaba diciendo el Auto del juez Pedraz. De hecho, ese tipo de análisis, técnico y aséptico, es el que habría sido deseable, la verdad.

– En segundo lugar, respecto de la pertinencia o conveniencia de que un juez expresa ideas políticas en sus sentencias. Resulta bastante evidente que un juez ha de reprimir la expresión de sus ideas políticas. Especialmente en sus sentencias. Yo tampoco creo que más allá de su trabajo pierdan sus derechos a la libertad de expresión los jueces y no creo que sea bueno restringirles más de lo que una elemental prudencia por su parte aconseja. Que no hablen de casos judiciales y de sus colegas estaría bien, pero de todo lo demás, ¿por qué no? Y, en cualquier caso, incluso para jueces imprudentes (o que no compartan mi idea de prudencia), hay que tener claro que el límite es, obviamente, hablar de sus casos por ahí, ir contando cosas, dar opiniones sobre una instrucción o un juicio… Ahora bien, una cosa es que esa libertad de expresión e ideológica subsista en general y otra que lo haga cuando hablan en tanto que jueces, ejerciendo la función jurisdiccional y hablando en nombre de la ley y el Derecho. En esos casos, en cambio, es obvio que el juez ha de limitarse a aplicar la ley y a analizar únicamente las circunstancias del caso que tengan consecuencias legales. Cualquier extralimitación, introduciendo comentarios u opiniones personales, es criticable.

Dicho lo cual, lo que hace el juez Pedraz es una referencia muy de pasada a la decadencia de la clase política para encuadrar un análisis sobre la legitimidad de una protesta. A mi entender es un error, y la expresión quizás desafortunada, pero en realidad no es tan grave, ni tan anómalo, ni tan impertinente. La frase está sacada de su correcto contexto. Por mucho que, la verdad, a mí me parezca una reflexión que bordea lo criticable y, sobre todo, que forma parte de un argumento innecesario para la exégesis jurídica que se le requería. Más que nada porque que las protestas sean más o menos encuadrables en ideas compartidas por mucho o que puedan ayudar a las ideas y valores constitucionales, o que sean «sensatas» o «entendibles», es absolutamente irrelevante para que estén cubiertas o no por el derecho constitucional de reunión.

La polémica, pues, está francamente sobredimensionada. Y llama la atención que se lancen medios de comunicación y políticos en tromba contra un juez que quizás comete un mínimo error de prudencia al hacer esa reflexión, genérica y en el desarrollo de un argumento, cuando día a día estamos leyendo autos de jueces, normalmente jaleados, con severas impertinencias respecto de testigos o acusados (me viene a la mente ahora, por ejemplo, el que admitió a trámite en la Audiencia Nacional la querella contra consejeros de Bankia). O la transcripción de interrogatorios francamente agresivos y bordeando el insulto personal como lo son los que los medios de comunicación publican respecto del juez que instruye el caso Urdangarín. Pero en esos casos, aparentemente, a nadie ofende el comportamiento de los jueces. Será porque se meten con «malos» oficiales.

Conviene recordar que, en realidad, la razón por la que, en el ejercicio de sus funciones, es bueno tener «acotada» la libertad del juez es porque no es bueno que su criterio sustituya al de los ciudadanos expresado en la ley. Los jueces que son alegres intérpretes de su libertad para desligarse del marco jurídico o para interpretarlo imaginativamente suelen ser jaleados por algunas personas que piensan como ellos. Se equivocan quienes así actúan. Porque nada les asegura que si dejamos que los jueces juzguen quién merece respeto y quién no (o qué ideas lo merecen) y actúen en consecuencia no llegará el día en que esa misma libertad pueda ser usada para defender (o atacar) a personas o ideas que nos caen simpáticas. Y ese día no nos haría tanta gracia. Así que mejor pedir a los jueces que, cuando escriban o se expresen como tales en ejercicio de la función jurisdiccional, mejor si lo hacen de una manera lo más aséptica posible y ciñéndose al análisis jurídico de las circunstancias del caso.

Es verdad que Pedraz no ha siso muy aséptico, pero también que su expresión se inserta en un argumento más amplio y que, necesario o no (a mí no me lo parece), está jurídicamente construido. Así que emplearíamos mucho mejor nuestro tiempo analizando otras actuaciones judiciales que, como he comentado, son excesos mucho más criticables.



«Lo» de Garzón

En este blog, aun tratando temas de actualidad jurídica, aun ocupándose del Derecho público, aun prestando como presta gran atención a los problemas relativos a las garantías, no hemos hablado nada de los distintos procesos a Baltasar Garzón (sí hemos comentando en ocasiones algunas de sus actuaciones, normalmente de forma crítica, como por ejemplo las escuchas que dieron lugar al actual proceso, pero eso son cosas diferentes). Las razones son variadas, pero se pueden resumir en una: no me gustan las cacerías, ni las persecuciones, ni los shows… y tampoco tengo claro que valga la pena demasiado escribir en un contexto así (a la vista está, dada la cantidad de porquería que, sobre este tema, estamos pudiendo leer). Tampoco me gusta, además, escribir sobre procesos penales en curso. Por muchas razones (ausencia de toda la información, por ejemplo), pero también por una esencial: los procesos penales me parecen realidades tristes y dolorosas, no me gustan las condenas y que  ciertos problemas sociales deban resolverse a golpe de meter a alguien en la cárcel, inhabilitarle o someterle a un proceso de estigmatización brutal (que es lo que suele suponer una condena penal). Lo cual no quita, sin embargo, para que sea perfectamente consciente de la importancia del proceso que se ha seguido en el Tribunal Supremo. Porque no me gustan las cacerías ni la manera de aplicar el Derecho que no atiende a las libertades y garantías. Cuando dan la sensación de que son contra Garzón… pero también cuando quien las ha practicado ha sido Garzón o alguno de sus seguidores e imitadores (que son legión), preferentemente desde la Audiencia Nacional.

Así que, y aunque sea brevemente y abusando de exposiciones ajenas, vamos a entrar en faena, de forma sintética, tratando de que quede claro, en la medida de lo posible, en qué coordenadas se mueve este tema.

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Nuevas costas procesales en la jurisdicción contencioso-administrativa

Hoy ha entrado en vigor la Ley 37/2011, de 10 de octubre, de medidas de agilización procesal, publicada en el BOE del pasado 11 de octubre. La norma es una muestra de cómo se plantean y acometen en la actualidad las reformas procesales en nuestro país: con muy poco debate, nula participación de actores jurídicos y con un único objetivo, a saber, desbrozar el procedimiento lo más posible para que las cosas se hagan por la vía más directa existente pero, sobre todo, incorporar obstáculos de todo tipo para desincentivar que el ciudadano medio pueda acceder a los tribunales de justicia. Los órganos jurisdiccionales, que debieran velar por garantizar la situación jurídica de los ciudadanos, ven a estos como una molestia de la que hay que tratar de prescindir. Así, cuando se dice «agilización» suele querer decirse eliminación de trámites con pérdidas de garantías y posibilidades de recurso, por un lado (el proceso penal express que estamos montando en España es buena prueba de ello), pero, sobre todo, y por otro, incorporación de todo tipo de barreras para que antes que proceso judicial, ágil o paquidérmico, no haya proceso judicial alguno. Como ya ocurrió con la LO 6/2007, de reforma de la LO del Tribunal Constitucional, el mantra de nuestro legislador, en medio del aplauso de nuestro Consejo General del Poder Judicial, es que el mejor proceso, el más ágil, es el que no existe. Y en esas estamos, dificultando el acceso a la Justicia en aras, supuestamente, de dar mejor solución a los conflictos jurídicos que enfrentan a los ciudadanos.

Como señaló atinadamente Joan Amenós en su excelente blog de seguimiento de la actualidad jurídico-pública del país, una de las esenciales novedades de la Ley de agilización, en lo que se refiere a la jurisdicción contencioso-administrativa, es la radical modificación de nuestro sistema de costas, que pasan a ser, como norma general, costas derivadas del mero vencimiento. La medida, casi unánimente saludada como muy positiva porque descongestionará la jurisdicción contenciosa (la gente se piens amucho más recurrir si los costes futuros de una posible derrota son mayores), es a mi juicio un grave error. Vamos a explicarlo rápidamente, intentando dar razones contra esta corriente dominante que ve en la multiplicación de todo tipo de barreras para que la gente acceda a los tribunales una excelente noticia.

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Se acabó ETA: toca desmontar las medidas de excepción

Se acabó. O eso parece. Aunque queda todavía un camino largo, esto tiene toda la pinta que el lento proceso de descomposición de ETA, que dura ya 20 años, está en fase terminal. Lo conocido ayer es, por ello, y como es obvio, una excelente noticia.

De aquí a un año, si todo va bien, tendremos todos más claro si efectivamente esto es el punto final o si queda todavía alguna estación del calvario (en todo caso -a estas alturas nadie tiene demasiadas dudas de ello- tampoco quedarían en el peor de los casos muchas por recorrer). Pero si todo transcurre como todos esperamos, con las inevitables consecuencias políticas y las medidas de gracia que jurídicamente es posible conceder en estos casos (y que es el único «premio» de que dispone el Estado para incentivar la definitiva liquidación de la banda), nos podremos felicitar todos y, desde ese mismo instante podremos empezar a desmontar, punto por punto, el aparato de medidas de excepción jurídicas que hemos construido durante estas últimas décadas con el argumento de que eran imprescindibles para luchar contra ETA. ¿Porque eran para luchar contra ETA, verdad?

A mi juicio, estas medidas de excepción no han contrinuido a debilitar a ETA ni a acelerar su desaparición, en contra de lo que es la opinión más común. ETA, como cualquier banda terrorista, ha acabado desapareciendo cuando ha perdido todo o casi todo el respaldo social, cuando se ha quedado sin una brizna de comprensión respecto de la utilización de la violencia para conseguir objetivos políticos. Todo ello, claro está, unido a una presión policial que es a la larga mucho más eficaz si se comporta con un escrupuloso respeto al Estado de Derecho y a las garantías constitucionales.

ETA ha desaparecido porque Hipercor, el asesinato de Miguel Ángel Blanco, las sucesivas rupturas de treguas, el masivo asesinato de cientos y cientos de personas… ha ido drenándole, poco a poco, apoyo social. Para que este drenaje sea más rápido y definitivo es esencial que la ciudadanía viva y reconozca su Estado como democrático y respetuoso con sus derechos y libertades. Contra una dictadura está justificado luchar, en muchas ocasiones, con medios violentos. En una democracia inobjetable, no. Entre ambas situaciones hay una zona de grises donde habrá quien encuentre, por irracional que nos parezca a otros, motivos para luchar con armas contra un Estado poco escrupuloso. Mientras que cuanto más lo sea, menos bazas da para conservar miradas de comprensión sobre quienes lo combaten con medios bárbaros. ETA ha perdido a día de hoy, desde hace ya mucho tiempo, casi todo su apoyo social. Por eso, y no por la presión policial, lleva años boqueando y ha acabado por rendirse.

En cualquier caso, no sabremos qué habría pasado si no hubiéramos adoptado medidas de excepción justificadas por la necesidad de combatir el terrorismo. A lo mejor tengo razón y esto habría acabado antes (o más o menos a la vez). A lo mejor no y los que defienden la eficacia de medidas como la Ley de partidos tienen razón y esto ha acelerado el proceso y ayudado (mucho o poco). No lo podemos saber. Podemos hacernos una idea, pero en el fondo es imposible estar seguros sobre contrafácticos. Las cosas, en cualquier caso, han sido como han sido. Hemos tenido medidas de excepción. Como las mismas se justificaban para combatir a ETA, hay que exigir desde ya que todas y cada una de las múltiples derogaciones parciales de nuestras garantías constitucionales que hemos justificado por la existencia de la banda terrorista se acaben en el momento en que se confirme la definitiva desaparición de ETA.

Ahí va un listado de cosas que hemos de exigir (y seguro que me dejo algunas):

– Derogación de la Ley de Partidos Políticos que permite la ilegalización de formaciones por defender opciones políticas idénticas ajenas al marco constitucional.

– Rectificación de doctrinas jurisprudenciales de muy dudosa constitucionalidad como la conocida «doctrina Parot». En su caso, si es preciso, modificar las leyes para que estas interpretaciones antigarantistas queden definitivamente excluidas.

– Eliminación de las agravaciones de penas para cierto delitos que eliminaban la posibilidad de redenciones de las condenas por los supuestos que ordinariamente las permiten.

– Inmediata recuperación de la norma ordinaria en materia de escuchas telefónicas a abogados con clientes (o de las conversaciones en prisión entre ambos), esto es, su prohibición, para todo tipo de delitos.

– Aplicación del criterio de cercanía dentro de la disponibilidad penitenciaria para todos los presos en España.

– Recuperación de las normas ordinarias en materia de secreto de sumario, incomunicación del detenido, contacto con el abogado y tiempos de detención para todo tipo de delitos.

– Reafirmación de las cautelas con las que ha de decretarse la prisión provisional. Para todos los delitos.

– Comenzar a pensar en serio en la desaparición de la Audiencia Nacional, tribunal de excepción que altera el reparto territorial ordinario con el que se distribuye la competencia de los distintos órganos judiciales en materia penal que se justificaba por la necesidad de «alejar» del País Vasco los juicios penales a etarras.

Como puede observar cualquier lector mínimamente atento, todas o casi todas las medidas listadas empezaron introduciéndose en nuestro ordenamiento para combatir el terrorismo pero, de una manera u otra, una vez nos hemos acostumbrado a ellas, han desbordado sus límites iniciales y se han aplicado en muchas (o pocas) ocasiones a otro tipo de delitos. Lo que es una muestra más, por si era necesaria, de la gravedad y riesgos que comportan la adopción de medidas de excepción debido a la enorme capacidad de contagio que éstas tienen.

Hemos de aprovechar el fin de ETA para recordar que la razón por la que nuestro consenso social, político y jurídico aceptó estas restricciones gravísimas a nuestras libertades y garantías fue la necesidad de combatir el terrorismo etarra con más armas y menos restricciones. Desaparecida la amenaza definitivamente no hay justificación de ningún tipo para que subsistan. Acabada ETA hay que pasar a acabar con las medidas de excepción.



Fiscales instructores: realidad y ficción constitucional

La Cadena SER ha desvelado hoy que el Gobierno tiene muy avanzado un proyecto para otorgar definitivamente al Ministerio Fiscal la dirección de la instrucción penal, dejando al juez como un tercero imparcial entre los abogados de los investigados y los fiscales, encargado de velar por el respeto a las garantías y derechos constitucionales. El tema es importante, porque supone cambiar después de casi 150 años la manera en que hemos tratado en España de dar garantías a los ciudadanos frente a una investigación penal que podía acabar por hacer caer el peso del poder punitivo del Estado sobre ellos: encargando  tal función a un juez, más o menos independiente del poder, como responsable de las averiguaciones que deben ser llevadas  a cabo para preparar un proceso penal. La importancia de la cuestión no significa, sin embargo, necesariamente que la propuesta del Gobierno merezca en sí misma demasiada atención. Básicamente porque no es la primera vez que se lanza un globo sonda en esta misma dirección y, sobre todo, porque tampoco parece que esta vez vaya a ir en serio, ante la inminencia del fin de la legislatura. Conviene, no obstante, señalar alguna cuestión que llama la atención respecto del borrador adelantado por los medios de comunicación.

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El iusnaturalismo y las hipotecas (sobre el texto del auto que acepta la dación en pago)

Ha sido noticia el hecho de que un juez, por primera vez en España, haya rechazado la acción ejecutiva instada por una entidad de crédito para recuperar el importe de un préstamo hipotecario y que, además, la Audiencia Provincial haya avalado tal decisión en lugar de revocarla. La idea en que se basa tan insólita (en nuestro país), por presumiblemente ilegal, es que, dado que una hipoteca constituye una garantía real sobre un bien, si el valor del mismo, de acuerdo con la apreciación libre de ambas partes, es superior al del préstamo, no sería justo que el deudor no quedara liberado, en caso de tener problemas económicos para saldar la deuda, haciendo entrega del bien.  Por suesto, la dación en pago es posible en España en algunos negocios jurídicos, y además es absolutamente lógica en un contexto de verdadero préstamo con base en una garantía real. Ahora bien, los préstamos hipotecarios en España nunca han sido, de acuerdo con la legislación vigente (y tradicional) créditos de esta naturaleza, a diferencia de lo que ocurre en muchos países de nuestro entorno (tan diferentes como Estados Unidos o Francia).

La injusticia que puede suponer tener una hipoteca, ir pagándola y que, si en un momento tienes un problema y dejas de poder pagar, el banco se quede con la casa y tú pierdas todo lo metido en ella pero, además, que ni así sirva para saldar la deuda, que seguirá obligándote a ti (y a tus posibles avalistas) muchas veces de por vida (pues los intereses en estos casos son tantos que es frecuente que, si la deuda es importante, sólo los intereses crezcan anualmente a un ritmo superior a la capacidad de devolución de un individuo medio), es algo que ya existía antes de la crisis. Quienes nos dedicamos al Derecho tenemos, desgraciadamente, la experiencia de haber visto muchos casos sangramtes, propiciados no pocas veces por el nulo interés del banco acreedor en vender los bienes a un precio digno (¡nosotros no somos inmobiliarias y lo que queremos es sacarnos de encima el piso!, te dicen; pero también es verdad que no tienen el más mínimo incentivo para tratar de sacar un buen precio por el bien, ya que si no lo hacen y subsiste parte de la deuda tendrán entrampados de por vida, y dependientes, casi como si fueran siervos de la gleba, del banco, a los deudores y avalistas). Otras circunstancias concurren, o pueden hacerlo, en la extrema dificultad de que este tipo de pisos se vendan a un precio justo, dejando a los deudores, muchas veces, con cara de tontos o, directamente de estafados. Por ejemplo, la impresentable complacencia judicial con la forma y manera en que se desarrollan muchas subastas y las mafias de «cuervos» que las controlan. Mal que hemos sido incapaces de erradicar. Por supuesto, un contexto recesivo como el actual, además, aumenta mucho las probabilidades de que, al haberse depreciado el bien, el problema se agrave. Pero aunque la crisis económica ha multiplicado el problema, ha hecho que afecta a cada vez más gente y ha puesto sobre la mesa y en el debate público las injusticias de este sistema hay que tener en cuenta que los dramas ya existían antes. Cualquier abogado con sensibilidad les podrá contar una buena colección.

Resulta evidente que este modelo de deuda hipotecaria, dicen sus defensores, facilita el acceso al crédito y, probablemente, baja los tipos de interés en el mercado (dado que las entidades de crédito saben que en la devolución del bien pueden esperar el concurso de todo el patrimonio futuro del deudor y de los posibles avalistas, ello elimina riesgo en la operación de conceder hipotecas y hay que pensar que eso hace que el mercado facilite, por un lado, y favorezca, por otro, el crédito).  Al menos, así debiera ser. Aunque las reglas de mercado poco tienen que ver con la realidad del capitalismo que tenemos en estos momentos en Occidente. De hecho, no acaba de ser cierto que la existencia de la dación en pago en EE.UU. frenara muchas hipotecas. Tampoco el blindaje que tienen en España las entidades financieras las ha hecho más generosas en los tipos de interés que fijaban que las entidades francesas (más intervenidas públicamente en esto, y sorprendentemente, a juicio de muchos economistas, ofreciendo mejores alternativas a sus clientes). Todo lo cual hace que cada vez seamos más en España los que creemos que estaría bien tener un sistema más parecido al de otros países. ¡Ya que no tenemos ventajas propias de nuestro especial sistema de supervisión y del descontrol en que vive el sector, al menos no acumulemos garantías para la banca adicionales, que en otros países no existen! Incluso algunos gobiernos, como el catalán, ya se ha apuntado a este carro.

El caso es que, de forma manifiestamente contraria a la legislación vigente, el órgano jurisdiccional navarro referido ha publicado el Auto que transcribimos avalando estas tesis. Les recomendamos la lectura de la resolución, porque es sencilla, ligera y corta. Y explica con mucha claridad el cómo y el por qué de su decisión. Nosotros vamos, además, a resaltar en negrita los argumentos esenciales, que podrán comprobar que tienen en realidad poco de jurídicos, y que demuestran, más allá de la justicia última de la posición defendida, la deriva iusnaturalista en que están embarcados los jueces españoles. Porque es significativo que un juz se permita, en contra de lo que disponen las previsiones de la Ley Hipotecaria y el propio contrato que las partes, en uso de la autonomía de la voluntad de ambas y en ejercicio de la libertad de pactos que tienen, habían suscrito y que plasmaba la tradición jurídica española en la materia: esto es, que una hipotética entrega del bien sólo saldaba la deuda si la venta del mismo permitía liquidarla. Es por ello sumamente revelador que los argumentos no sean, como podrá comprobarse, legales. No hay apelación alguna a artículo o texto legal, más allá de una invocación del art. 3 del Código civil, que obliga a interpretar las normas de modo coherente al sentir de los tiempos. Nada más. El resto son consideraciones de justicia material que, aunque comparto plenamente, creo que no corresponde hacer a un juez sino al legislador

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