The Oath, las relaciones entre la Casa Blanca de Obama y el Tribunal Supremo, de Jeffrey Toobin

He hablado en este bloc alguna vez, de pasada, del fantástico libro de Jeffrey Toobin sobre el Tribunal Supremo Federal de los Estados Unidos (por ejemplo, aquí, con ocasión del famoso speech de David Souter tras su retirada como juez de ese órgano). Otro libro suyo entretenidísimo, Too close to call, es una obra no sólo muy bien informada sino jurídicamente muy instructiva, que recorre el proceso judicial entre George W. Bush y Al Gore, liquidado por el propio Tribunal Supremo de los Estados Unidos otorgando la Presidencia al primero de ellos por decisión judicial al impedir que se contaran todos los votos de Florida, una minucia en democracia.

Pues bien, una de mis lecturas más agradables de estas Navidades ha sido el libro que Toobin ha sacado para conmemorar y dar cuenta del primer mandato de Barack Obama como Presidente de los Estados Unidos. Lo hace desde una óptica que domina como pocos: el análisis de las actuaciones de la Corte Suprema Federal durante esos cuatro años y, muy particularmente, de cómo esas decisiones judiciales se relacionan con la dinámica política del país y en concreto con la acción de gobierno de Barack Obama. La obra, que lleva por título The Oath, se inicia con el juramento fallido de Obama, pues el Juez Roberts, Presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, se lía en el acto público debido a un exceso de confianza en su memoria y al final la ceremonia acaba siendo un tanto confusa. En realidad, no hay demasiadas dudas jurídicas sobre la validez del juramento en cuestión, pero la Casa Blanca decide que éste debe ser repetido para evitar que nadie pueda cuestionar jurídicamente las posteriores decisiones del Presidente de Estados Unidos amparándose en una supuesta falta de toma de posesión del cargo… just in case.

La anécdota sirve a Toobin para ir dibujando los perfiles psicológicos de los principales protagonistas de su relato, Roberts por un lado y Obama por otro. Pero en el fondo, y desde una lógica europea y alejada de las obsesiones estadounidenses refleja hasta qué punto la política americana, y la solución última a casi cualquier decisión de tipo público, suele acabar en los tribunales y muchas veces decidida a partir de elementos formales que desde lejos parecen muy absurdos. Una tendencia que en Europa no podemos mirar con un exceso de condescendencia porque, como ocurre con todo lo que pasa en el Imperio, nos acaba llegando tarde o temprano. Por lo que conviene, por encima de todo, tomar nota y trazar los cada vez más obvios paralelismos. Del mismo modo que en los Estados Unidos algo tan político como una reforma sanitaria acaba en batalla campal judicial (y así cierra Toobin su libro, pues con esa lucha se cerró el primer mandato de Obama) y su éxito o fracaso depende de una decisión final a cargo de jueces que supuestamente aplican el Derecho aunque en realidad hacen política por otros medios, en España nos estamos acostumbrando a que esta misma dinámica sea la que cierre procesos de todo tipo, desde los que hemos vivido con el fallido Estatut de Catalunya hasta la definitiva aceptación del matrimonio homosexual.

A partir de esta constatación, la lectura del libro de Toobin desde un prisma español permite reflexionar sobre si es mejor un sistema como el de los Estados Unidos, donde todo el mundo acepta con normalidad que los jueces del Tribunal Supremo hacen política, son elegidos por motivos políticos, se les busca para que den respaldo a determinadas ideas y, en definitiva, juegan a lo que juegan, aunque sea empleando para ello unas herramientas muy concretas (el Derecho) o un modelo como el español en el que nos seguimos empeñando, formalmente, en decir que el Tribunal Constitucional es un órgano esencialmente jurídico, compuesto por juristas de reconocido prestigio y con una dilatada trayectoria en el campo del Derecho (en Estados Unidos no hace falta, basta que lo elija el Presidente y que el Senado lo confirme por mayoría, lo que ha hecho que haya habido políticos convertidos en importantes jueces), para luego llevarnos las manos a la cabeza cuando descubrimos que, más o menos, los sistemas de lealtades acaban funcionado como en todas partes. Más todavía cuanto, como he dicho antes, cada vez el Tribunal Constitucional opera como última instancia política en más supuestos.

En este sentido el sistema americano, asumido que estamos ante un órgano político, tiene la ventaja de ser más franco. Pero, además, reconocida esa naturaleza, tiene la gracia de poner algún tipo de freno a la dependencia de los nombrados, por ejemplo, con el carácter vitalicio del cargo. Quizás habría que reflexionar sobre esta cuestión. Aunque en contra de lo que dice el mito, o al menos la lectura del mito que tenemos tendencia a hacer desde Europa, acercarse a la realidad de los jueces del Tribunal Supremo americano es también muy desmitificador. Con todos los matices que se quiera, con algunas diferencias, con algunas excepciones, la verdad es que son también bastante «obedientes». Y si bien es cierto que a veces ocurren cosas que alteran estas dinámicas, incluso en España hemos tenido casos notables de «traiciones» por parte de magistrados del Tribunal Constitucional a quien los nombró (baste recordar los nombres de Jiménez de Parga, convertido en mascarón de proa del constitucionalismo popular de la era Aznar cuando fue nombrado por Felipe González, o más recientemente la actuación de Manuel Aragón en la Sentencia del Estatut de Catalunya; de hecho la gran diferencia entre EE.UU. y España, en este sentido, más bien parece que allí a quien le suelen salir rana algunos jueces es al Partido Republicano y, en cambio, en España, eso le pasa al PSOE).

En todo caso, el libro de Toobin se enmarca en unas coordenadas determinadas y su interés es revisar el funcionamiento y casos del Tribunal Supremo de los EE.UU. a lo largo de estos últimos cuatro años. Básicamente, permite revisar las líneas de fractura y evolución del constitucionalismo americano, donde se ve claramente a las posiciones tradicionalmente tenidas por progresistas (en materia de aborto, de libertades, de medidas en favor de la igualdad….) a la defensiva y a un nuevo constitucionalismo, normalmente asociado al partido republicano (ya sea en sus facciones libertarias o tradicionalistas), que cuestiona ese statu quo. Lo hace analizando, porque es la clave, la personalidad, obsesiones y, sobre todo, lealtades de los diferentes jueces, así como la pauta de renovación del Tribunal.

En ese sentido, como hemos comentado en el blog, Obama ha tenido ocasión de nombrar a dos jueces, Sotomayor y Kagan, ambas mujeres, la primera de origen puertorriqueño, la segunda una judía neoyorquina. Como dice Toobin, parece que mientras que los republicanos tienen una agenda temática clara que inspira sus nombramientos (así, los de Roberts como Presidente y Alito como uno de los jueces en la época de George W. Bush estaban claramente inspirados en la búsqueda de afianzar posiciones en esa línea revisionista comentada) en el campo demócrata el hilo conductor es más bien la búsqueda de diversidad en las personas, por origen, sexo o religión. Más allá de esta cuestión, los procesos de selección de los candidatos y sus retratos son siempre interesantes. Personalmente, y no sólo con los dos elegidos por Obama, sino con casi todos los miembros de la Corte, a partir de los relatos que hace de ellos Toobin (que son siempre generosos, en parte porque sus fuentes suelen ser los propios jueces en entrevistas bajo condición de anonimato), los rasgos que suelen compartir casi todos ellos me dejan, en contra de la fascinación cada vez más habitual, un poco frío: son gente cada vez más partidista, más «política» en su trabajo como jurista, más orientada desde un primer momento a construir una carrera y, por lo general, con una vanidad a prueba de bomba.

Obama ha podido nombrar, pues, a dos jueces. En ambos casos ha jugado sobre seguro (personas muy solventes, que tampoco presentaban grandes aristas ideológicas o se salían de la norma dentro de las carreras jurídicas americanas orientadas a la gloria) pero también, en ambos casos, estos nombramientos no cambian apenas nada, precisamente por esa docilidad que también se da en los Estados Unidos, el equilibrio de la Corte, levemente decantado en favor de los republicanos, dado que han sustituido a jueces que votaban a favor del «bando demócrata». Para que un nombramiento de Obama cambiara de verdad las dinámicas (y para que se generara en torno al mismo una verdadera batalla campal) éste debería tener como origen la renuncia o fallecimiento de uno de los jueces que hoy en día conforman la mayoría conservadora del Tribunal. Algo que sólo la suerte puede poner en manos de Obama (pues los jueces americanos son disciplinados hasta en el momento de retirarse, que tratan de hacer coincidir con el mandato de un presidente afín ideológicamente).

En definitiva, que en todas partes cuecen habas. Aunque el Imperio y su capital, como es obvio, tienen mucho glamour. De manera que sus batallitas partidistas y las impresentabilidades de turno, que cuando las tenemos en España nos abochornan, pueden ser hasta vistas como épicas luchas por la libertad desde lejos. Y no es para tanto. Aunque eso sí, divertido, instructivo y entretenido es un rato.



#estoesreflexión

Seguimiento de la campaña electoral valenciana (día 16) para El País Comunitat Valenciana

Bruce Ackerman, uno de los más importantes iuspublicistas del momento, profesor en Yale y conocido defensor de la causa de la democracia y los derechos humanos (por ejemplo, ha sido uno de los más significados opositores a las prácticas de tortura y restricción de derechos que la Administración Bush puso en su momento en marcha) ha publicado hace poco un libro fantástico sobre la decadencia del modelo de democracia liberal y su evolución hacia una partitocracia controlada por las grandes empresas ribeteada de populismo y tendente a ceder a las tentaciones autoritarias cada vez con mayor facilidad. El libro, con el expresivo título de The Decline and Fall of the American Republic es, sencillamente, imprescindible, porque por mucho que algunas de las cosas que allí se cuentan afecten sólo a los Estados Unidos hay otras muchas, casi todas, que de una manera u otra reflejan problemas de todas las democracias occidentales de nuestros días.

Los americanos no sólo escriben libros jurídicos muy,
muy buenos. Además ponen unas portadas chulísimas.

Ackerman no se limita a diagnosticar problemas. También aporta propuestas de solución. Y una de ellas es muy llamativa. Se trata de una figura, llamada Deliberation Day (sobre la que también ha escrito con James Fishkin otro libro, detallando la propuesta), que es esencial a juicio de Ackerman y otros muchos para mejorar la calidad democrática y lograr que los ciudadanos se impliquen en el debate público de forma más madura y responsable, como única vía para tratar de frenar los riesgos que nuestras democracias padecen como consecuencia de la extensión de discursos simplistas y populistas. Planteado de manera resumida, lo que Ackerman pide es que más o menos una semana antes de las elecciones se establezca un día festivo en los Estados Unidos, que permitiría a los ciudadanos reunirse en espacios públicos para charlar, comentar la situación política, intercambiar ideas, plantear debates… La propuesta, incluso, impone que las autoridades se impliquen en facilitar y organizar estos encuentros, no sólo decretando un día festivo sino cediendo equipamientos, instalaciones, etc. Se supone que con algo así se reforzaría la calidad democrática y aunque los resultados serían difíciles de medir es indudable que la idea es muy buena, que mal no podría hacer y que muy probablemente tendría efectos tanto tangibles como intangibles muy positivos. Tiene sólo un problema: es un proyecto muy complicado de poner en práctica, no tanto porque sea difícil establecer un día festivo, sino porque lograr que los ciudadanos lo empleen de forma masiva en discutir y debatir en lugar de en irse a pescar es cuando menos difícil.

En España, de repente, y espontáneamente, hemos montado una especie de Deliberation Day casero. Y ha funcionado. Las concentraciones que desde hace casi una semana se suceden en ciudades y pueblos son foros donde manifestar la indignación ante la esclerosis de nuestro sistema político, pero también están actuando como entornos para la reflexión y el intercambio de pareceres, para la discusión política. En las redes sociales, en Internet, vía Facebook y a través de Twitter, las ideas fluyen, la información se comparte. Se habla de participación política y de derechos sociales, aparecen muchas preguntas y hay quienes las van resolviendo. Han sido muy distribuidos vídeos y explicaciones sobre cómo funciona nuestro sistema electoral y se han comentado propuestas de reforma… La gente que ha estado en las concentraciones, y se cuentan ya por decenas de miles en toda España los que hemos pasado al menos unas horas por ahí con otros ciudadanos brindando por la democracia, ha disfrutado de un entorno reivindicativo pero festivo, donde el debate y el compromiso cívico han sido la norma.

Sorprendentemente, la Junta Electoral Central ha decidido que algo así es incompatible con la jornada de reflexión que determina nuestra ley electoral. Una jornada respecto de la que la única restricción explícitamente recogida en la ley electoral es la prohibición de que los partidos que se presentan a las elecciones pidan el voto se ha convertido, a partir de una interpretación muy restrictiva y retrógrada de cómo es una sociedad democrática, en un día en el que, al parecer, los derechos de participación política y de expresión de los ciudadanos pasarían a estar severamente limitados. De una norma que parece aspirar, con la visión proteccionista pasada de moda que es propia de nuestra norma electoral (por ejemplo, prohibiendo la publicación de encuestas estos últimos días), a proteger a los ciudadanos de la ofensiva publicitaria de los partidos, que éstos se retiren y dejen espacio a la sociedad civil para que «reflexione» sin interferencias externas e interesadas guiadas por el interés y el dinero, hemos pasado a convertir este día en un espacio hipócritamente virginal en lo político donde se limitan derechos de los ciudadanos y se pretende protegerlos… ¿de sí mismos?, ¿del debate?, ¿de la discusión cívica?

La fiesta en Valencia. ¿Hace falta que nos protejan de esto?
(el enlace a la foto nos lo ha pasado orayo en el anterior post)

No nos hace falta una jornada de reflexión destinada a protegernos, como si fuéramos menores de edad, de nuestra capacidad de reflexionar en grupo. Porque, como dicen los concentrados, #estoesreflexión. Precisamente esta es una de las maneras (obviamente, hay otras muchas) de reflexionar, de participar, de comprometerse cívicamente. De hecho, una tan interesante que hay quien aspira a tratar de generar algo semejante, como comentábamos. Aquí, en cambio, como somos así, consideran las estructuras de poder dominantes que lo que hay que hacer es prohibirlo. ¡Los americanos más listos de sus mejores Universidades suspirando por tener algo como esto y a nosotros nos aparece como caído del cielo y nos lo queremos liquidar! Que a chulos no nos gana nadie es indudable.

Afortunadamente parece que el sentido común se va a imponer y el civismo ciudadano, la falta de incidentes, la manifiesta desproporción de emplear violencia para acabar con estos espacios ciudadanos espontáneos… va a conducir a una reacción pausada por las fuerzas de orden público. Aunque sean ilegales, las concentraciones no parece que vayan a ser disueltas. Lo que demuestra desde muchos vectores que sí, que #estoesreflexión y que hay que protegerla, no liquidarla. ¡Ha logrado incluso que cierta dosis de sentido común se introduzca en nuestra vida política y que nadie con dos dedos de frente esté pidiendo que se disuelvan a palos a quienes están de fiesta democrática!

Al contrario, lo que está pasando es que los ciudadanos han hecho suyas las protestas y las concentraciones. Es de prever que el día de hoy sean muchos miles los que se aproximen a las plazas de nuestras ciudades y pueblos a tratar el debate sobre asuntos públicos como una fiesta. Que es lo mejor que le puede pasar al debate público, la verdad.



Los brotes ERE

Tomando en parte prestada la manera irónica en que el blog Maketo Power viene refiriéndose desde hace meses a los brotes verdes, he escrito en el El País, edición Comunidad Valenciana, una reflexión sobre la para mí insólita pervivencia, contra toda evidencia empírica, de que las sucesivas reformas que vienen «flexibilizando» el mercado laboral, i. e. elimando derechos de los trabajadores, sirven a crear empleo o que son capaces de combatir la temporalidad. Como es evidente, la apabullante exhibición de los fracasos que en los últimos 30 años estas políticas han cosechado no tiene que significar necesariamente que sus contrarias sean la respuesta. Tampoco el hecho de que en Europa haya una correlación evidente entre países con mayor protección para los trabajadores y menos tasas de desempleo (relación que también se da si metemos en juego la temporalidad) significa necesariamente que haya una relación directa entre una cosa y otra. Vale. En plan generoso podemos incluso aceptar eso. Pero lo que sí es alucinante es que estas tozudas realidades ni siquiera sirvan para defendernos frente a la lógica de que, antes al contrario, para crear empleo y riqueza hay que hacer cada vez el despido más fácil y más barato y hay que establecer una creciente subordinación de los trabajadores a los empleadores (a eso que en otros tiempos llamábamos patrón).

Pues nada, que lo disfruten (y por favor, no me llamen demagógico así como así, que el Expediente X de que sigamos diciendo, contra viento, marea, historia, ejemplos comparados y toda evidencia empírica que la manera de combatir el desempleo es ésta no lo tengo que desmontar yo sino, más bien, tendrían que demostrarlo quienes lo defienden):

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El iusnaturalismo y las hipotecas (sobre el texto del auto que acepta la dación en pago)

Ha sido noticia el hecho de que un juez, por primera vez en España, haya rechazado la acción ejecutiva instada por una entidad de crédito para recuperar el importe de un préstamo hipotecario y que, además, la Audiencia Provincial haya avalado tal decisión en lugar de revocarla. La idea en que se basa tan insólita (en nuestro país), por presumiblemente ilegal, es que, dado que una hipoteca constituye una garantía real sobre un bien, si el valor del mismo, de acuerdo con la apreciación libre de ambas partes, es superior al del préstamo, no sería justo que el deudor no quedara liberado, en caso de tener problemas económicos para saldar la deuda, haciendo entrega del bien.  Por suesto, la dación en pago es posible en España en algunos negocios jurídicos, y además es absolutamente lógica en un contexto de verdadero préstamo con base en una garantía real. Ahora bien, los préstamos hipotecarios en España nunca han sido, de acuerdo con la legislación vigente (y tradicional) créditos de esta naturaleza, a diferencia de lo que ocurre en muchos países de nuestro entorno (tan diferentes como Estados Unidos o Francia).

La injusticia que puede suponer tener una hipoteca, ir pagándola y que, si en un momento tienes un problema y dejas de poder pagar, el banco se quede con la casa y tú pierdas todo lo metido en ella pero, además, que ni así sirva para saldar la deuda, que seguirá obligándote a ti (y a tus posibles avalistas) muchas veces de por vida (pues los intereses en estos casos son tantos que es frecuente que, si la deuda es importante, sólo los intereses crezcan anualmente a un ritmo superior a la capacidad de devolución de un individuo medio), es algo que ya existía antes de la crisis. Quienes nos dedicamos al Derecho tenemos, desgraciadamente, la experiencia de haber visto muchos casos sangramtes, propiciados no pocas veces por el nulo interés del banco acreedor en vender los bienes a un precio digno (¡nosotros no somos inmobiliarias y lo que queremos es sacarnos de encima el piso!, te dicen; pero también es verdad que no tienen el más mínimo incentivo para tratar de sacar un buen precio por el bien, ya que si no lo hacen y subsiste parte de la deuda tendrán entrampados de por vida, y dependientes, casi como si fueran siervos de la gleba, del banco, a los deudores y avalistas). Otras circunstancias concurren, o pueden hacerlo, en la extrema dificultad de que este tipo de pisos se vendan a un precio justo, dejando a los deudores, muchas veces, con cara de tontos o, directamente de estafados. Por ejemplo, la impresentable complacencia judicial con la forma y manera en que se desarrollan muchas subastas y las mafias de «cuervos» que las controlan. Mal que hemos sido incapaces de erradicar. Por supuesto, un contexto recesivo como el actual, además, aumenta mucho las probabilidades de que, al haberse depreciado el bien, el problema se agrave. Pero aunque la crisis económica ha multiplicado el problema, ha hecho que afecta a cada vez más gente y ha puesto sobre la mesa y en el debate público las injusticias de este sistema hay que tener en cuenta que los dramas ya existían antes. Cualquier abogado con sensibilidad les podrá contar una buena colección.

Resulta evidente que este modelo de deuda hipotecaria, dicen sus defensores, facilita el acceso al crédito y, probablemente, baja los tipos de interés en el mercado (dado que las entidades de crédito saben que en la devolución del bien pueden esperar el concurso de todo el patrimonio futuro del deudor y de los posibles avalistas, ello elimina riesgo en la operación de conceder hipotecas y hay que pensar que eso hace que el mercado facilite, por un lado, y favorezca, por otro, el crédito).  Al menos, así debiera ser. Aunque las reglas de mercado poco tienen que ver con la realidad del capitalismo que tenemos en estos momentos en Occidente. De hecho, no acaba de ser cierto que la existencia de la dación en pago en EE.UU. frenara muchas hipotecas. Tampoco el blindaje que tienen en España las entidades financieras las ha hecho más generosas en los tipos de interés que fijaban que las entidades francesas (más intervenidas públicamente en esto, y sorprendentemente, a juicio de muchos economistas, ofreciendo mejores alternativas a sus clientes). Todo lo cual hace que cada vez seamos más en España los que creemos que estaría bien tener un sistema más parecido al de otros países. ¡Ya que no tenemos ventajas propias de nuestro especial sistema de supervisión y del descontrol en que vive el sector, al menos no acumulemos garantías para la banca adicionales, que en otros países no existen! Incluso algunos gobiernos, como el catalán, ya se ha apuntado a este carro.

El caso es que, de forma manifiestamente contraria a la legislación vigente, el órgano jurisdiccional navarro referido ha publicado el Auto que transcribimos avalando estas tesis. Les recomendamos la lectura de la resolución, porque es sencilla, ligera y corta. Y explica con mucha claridad el cómo y el por qué de su decisión. Nosotros vamos, además, a resaltar en negrita los argumentos esenciales, que podrán comprobar que tienen en realidad poco de jurídicos, y que demuestran, más allá de la justicia última de la posición defendida, la deriva iusnaturalista en que están embarcados los jueces españoles. Porque es significativo que un juz se permita, en contra de lo que disponen las previsiones de la Ley Hipotecaria y el propio contrato que las partes, en uso de la autonomía de la voluntad de ambas y en ejercicio de la libertad de pactos que tienen, habían suscrito y que plasmaba la tradición jurídica española en la materia: esto es, que una hipotética entrega del bien sólo saldaba la deuda si la venta del mismo permitía liquidarla. Es por ello sumamente revelador que los argumentos no sean, como podrá comprobarse, legales. No hay apelación alguna a artículo o texto legal, más allá de una invocación del art. 3 del Código civil, que obliga a interpretar las normas de modo coherente al sentir de los tiempos. Nada más. El resto son consideraciones de justicia material que, aunque comparto plenamente, creo que no corresponde hacer a un juez sino al legislador

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Realpolitik (tortura, guerra sucia, Guantánamo, GAL, Sáhara…)

Llevamos un mes de noviembre de lo más deprimente en lo que se refiere a los comportamientos de nuestros políticos, líderes o como se les quiera llamar. En apenas unas semanas Felipe González prácticamente reconoce que el Gobierno de España estaba implicado de forma más que anecdótica en prácticas de guerra sucia contra el terrorismo (aunque al menos expresaba ciertas dudas morales sobre si era o no correcto recurrir a ciertos métodos), George W. Bush admite haber autorizado prácticas de tortura en Guantánamo y además dice estar muy satisfecho porque han sido muy útiles y, para completarlo, Marruecos se pone a masacrar saharauis con el Gobierno español mirando para otro lado y, a poco que se rasca, sacando las excusas de siempre sobre lo importante que es estar a buenas con el vecino y la de beneficios económicos que eso nos reporta.

La verdad es que tiene poco sentido extenderse en cuán revelador es todo esto del panorama que nos ha tocado vivir. Hemos hablado ya en alguna otra ocasión de la marea retro que todo lo invade desde hace un tiempo, de la creciente hegemonía reaccionaria que todo lo puede y que, incluso, tiene capacidad para arrasar con algunas de las nociones más fundamentales del Estado de Derecho en su diseño occidental y garantista. En este bloc lo denunciamos casi desde sus orígenes, lo que permite releer con perspectiva las críticas que en su momento hicimos y hasta qué punto, desgraciadamente, no pecaron de exageradas sino, más bien, de todo lo contrario. Lo más triste de todo es hasta qué punto empiezan a pasar por habituales, por algo dentro del discurso social dominante, este tipo de argumentos y razones.

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David Souter, sobre interpretación constitucional

David Souter, que el año pasado se retiró como juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, es uno de los juristas más respetados en ese país. Al mérito que cada uno le pueda otorgar por su valía como técnico del Derecho (que, en general, suele ser considerable) se une la admiración que genera una personalidad que, al menos desde la lejanía, parece absolutamente intachable. Discreto, austero, prudente, correctísimo siempre… por mucho que ello nunca le ha impedido defender con vehemencia argumental sus convicciones jurídicas. Como debe ser. Y, más todavía, si estamos hablando de un juez en una posición como la de un miembro del Tribunal Supremo de los Estados Unidos o de nuestro Tribunal Constitucional. Frente a la cada vez más extendida tendencia a dar muchs conferencias, intervenir en los debates públicos con emisión de opiniones inevitablemente enhebradas de las convicciones políticas y de los valores de cada cual, dinámica de la que en España tenemos desgraciadamente cada vez más ejemplos, sigo pensando que ser juez requiere de una exquista prudencia. No sólo a la hora de hablar de asuntos que uno está juzgando (todavía recuerdo cómo un juez invitado por mi Facultad no hace demasiado a dar una conferencia dijo algo así como que las personas encausadas en un asunto tras una instrucción por él realizada «se iban a enterar», afirmación inmediatamente jaleada, al día siguiente por todos los medios de comunicación), sino respecto de casi cualquier otro. Es obvio, viendo cómo se comportan algunos magistrados o, por señalar dos ejemplos notables, los dos últimos presidentes de nuestro Tribunal Constitucional, que quienes así pensamos somos cada vez más una minoría. Pero quizás eso haga que tipos como Souter me caigan mejor si cabe.

El caso es que, en parte como una faceta más de ese carácter, en parte por convicción, lo cierto es que Souter ha sido también, tanto en sus días como juez como desde que dejó el Tribunal, extraordinariamente prudente y discreto incluso a la hora de expresar sus ideas sobre el Derecho y su ejercicio. Su presencia pública es u ha sido mínima y no ha tenido por costumbre hablar en público, dar lecciones sobre cómo se ha de aplicar el Derecho o participar en el debate público. Básicamente, se nota que considera que, como tenía un potentísimo instrumento para demostrar con hechos cómo entendía que había de hacerse, que eran las sentencias y sus votos en la Supreme Court, que ahí era donde debía expresarse. Y que desde sus posiciones allí expuestas debía entendérsele.

Souter ha seguido en esta línea incluso tras su retirada. Sin embargo, ha hecho una significativa excepción y ha participado en el acto de entrega de diplomas de Harvard, Universidad que a fin de cuentas fue su alma mater (tanto en el grado como en la LS). Su discurso, muy interesante, contiene una explicación de cómo entiende Souter la labor del juez constitucional, la siempre difícil y modulada tarea del intérprete constitucional. ¡Como quedaba claro en las sentencias de la US Supreme Court, no parece que Souter esté muy a favor del originalismo de Scalia! Resulta por ello muy interesante escuchar cómo un jurista moderado, prudente, siempre muy atento a mostrar la debida judicial restraint, argumenta la necesidad de ir más allá del puro texto de la Constitución. Entre otras cosas, porque es imposible hacerlo de otra manera, porque no hay más remedio. Pero conviene atender con cuidado a su exposición, pues de ello no se desprende necesariamente una voluntad de sustitución al constituyente, sino si exquisito respeto. Lo que ocurre es que, como es obvio, la interpretación de cualquier texto deja siempre posibilidades abiertas y, aun obrando con prudencia y respeto a la Constitución, ello obliga a realizar ciertos juicios que van más allá de la pura subsunción mecánica:

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Elena Kagan, propuesta por Obama como nueva juez del Tribunal Supremo de los EE.UU.

Finalmente, se han confirmado los rumores y Barack Obama propone al Senado como candidata para sustituir al juez Stevens a la jurista y profesora Elena Kagan. La elección es muy interesante por muchos motivos, máxime teniendo en cuenta cómo suele escrutarse cada pequeño dato de la biografía de los candidatos a la hora de analizar los equilibrios resultantes en el Tribunal Supremo. Básicamente, la elección de Kagan viene a significar, caso de que el Senado la confirme (lo que parece más o menos probable, según todos los comentaristas dedicados a estas cosas):

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