Un confesionario climático para la «izquierda iPhone»

Durante estos días se ha celebrado la COP26 (vigésimo sexta reunión anual de las partes signatarias del Tratado de Naciones Unidas contra el Cambio Climático que, sí, ya tiene casi tres décadas de acreditada inoperancia) en Glasgow y la cosa no ha podido dar más vergüenza ajena. Aviones y jets privados, coches de lujo y desplazamientos carbonizados a todo tren para que los mandamases se hagan fotos y salgan en la tele mientras acuerdan muy preocupados que los modelos de negocio basados en el empleo de combustibles fósiles no sufran mucho con esta transición, según explican en su declaración final de intenciones. Una declaración final que parece que, cumpliendo la tradición de estas ya 26 ediciones, y para no decepcionar, sigue sin establecer compromisos que muevan a algo más que a la risa floja. 

Para acabar de redondear la grima que da todo esto, además, muchos activistas y académicos que son pseudo-estrellitas de la cosa esta de ponernos bienintencionadamente en alerta pero sin que la cosa vaya mucho con ellos para allá que se han ido también, con sus vuelos transoceánicos y todo lo que haga falta, para ver a los colegas y estar de fiesta unos días, mientras sus más aventajados referentes critican el huero populismo de Greta Thunberg por ir a los sitios en tren y barco. En todo caso, para nuestra tranquilidad nos explican que estas cosas hay que hacerlas así porque, si no, las voces del tercer mundo no serían oídas porque les podemos poner aviones pero no conexión a Internet u otras brujerías de esas. En esta misma línea de convertir estas cumbres en festivales del humor climático, cuando no de reírse en la cara de la población, se ha anunciado que la COP28 a celebrar en 2023 tendrá lugar en Emiratos Árabes Unidos, como muestra del compromiso de este país y de toda la región en la lucha contra el cambio climático y, es de suponer, como una de las primeras manifestaciones del enorme prestigio internacional ganado por los dirigentes de Dubai y Abu Dabi desde que han acogido en su benéfico seno al (todavía protocolaria y jurídicamente, aunque ya no sea Jefe de Estado) Rey de España, Juan Carlos de Borbón y Borbón.

Mientras este festival de inoperancia global se desarrolla con generosa fanfarria mediática, los ciudadanos occidentales seguimos a lo nuestro. Nos preocupan cosas como el precio de la luz, que las restricciones por la pandemia de COVID-19 no nos fastidien las próximas vacaciones o que estas Navidades pueda haber un cierto desabastecimiento de la orgía habitual de oferta de productos y chorradas de todo tipo, llegadas de todo el planeta con los que necesitamos celebrar que nos queremos y que somos felices. ¡Ay de quien ose cuestionar, además, que estas preocupaciones son del todo legítimas y que quizás deberíamos replantearnos algunas de nuestras prioridades y pautas de consumo si se supone que nos preocupa todo eso del cambio climático y la conservación de un planeta más o menos apto para la vida en condiciones mínimas de dignidad para todos los habitantes de la Tierra! Inmediatamente será calificado de hipócrita, de ser el primero que no quiere renunciar a los lujillos que su condición le permite y de escribir con un iPhone o, como hago yo en estos momentos, desde un ordenador portátil Apple (diseño yanqui, manufactura china, que ha recorrido no sé cuántos kilómetros) indecentemente conectado tanto a la red eléctrica como a Internet. ¡Si tanto te preocupa de verdad esto del clima, deja de usar todo lo que el sistema ofrece y vete a tu amada Cuba!

De todos modos, que no salten aún todas las alarmas: las izquierdas o los concienciados por el clima de las sociedades occidentales tenemos todos muy claro, y desde hace décadas, que esa crítica no es válida, que “ser de izquierdas no equivale a tener que hacer voto de pobreza” y que “estar preocupado por el clima y las necesidades de cambio para salvar el planeta no requieren de un heroísmo individual que no cambiaría nada, ni renunciar a nuestros bienes porque eso tampoco arreglaría el problema, sino de trabajar por el cambio en la dirección correcta”. Y asunto resuelto, oiga. Todos tan contentos. A fin de cuentas, no vamos a pretender que la gente, aun siendo de izquierdas, no vaya a poder disfrutar de lo que ha ganado con el sudor de su frente legítimamente (o ha heredado también muy legítimamente, ya puestos, faltaría más) y que , por ello, ojo/atención/cuidao… “se lo merece, oiga”. Que una cosa es una cosa y otra es otra. Nada más ridículo, en definitiva, que pretender que no podamos tener nosotros también un iPhone sólo por defender ideas igualitarias. Y si no has nacido en un país o una familia afortunada, pues ya te apañarás, que no es mi problema. Ni tampoco el momento de ponernos a replantearnos cosas que serían, la verdad, muy incómodas.

Sin embargo,  como propietario que soy de un iPhone de esos (un modelo de hace siete u ocho años, en todo caso, pero iPhone al fin), no puedo dejar de reconocer que esta gran verdad a la que se aferra la izquierda occidental no me acaba de convencer. No sólo eso, también creo que a poco que la analicemos con cuidado no puede convencer a nadie. Porque no entiendo la manera en que ninguna fe, creencia (porque sí, amigos, hablamos siempre de la “izquierda iPhone”, pero ha llegado el momento de abrir de una vez el melón del “cristianismo iPhone”) o ideología que predique la igual dignidad y derechos de todos los seres humanos y la solidaridad y fraternidad que nos debemos todos pueda convivir con la llevanza de un tren de vida que sea abierta y radicalmente incompatible con la más mínima posibilidad de que sea generalizable a todos los humanos. Por aplicar a este ámbito el conocido imperativo categórico kantiano, si la generalización a todos nuestros congéneres de nuestras maneras de vida y huellas energética, de carbono y de recursos llevaría inevitablemente a la destrucción del planeta como un espacio apto para la vida y sería directamente imposible, señoras y señores, tenemos un problema. ¿O es que de verdad hay alguien que pueda autoegañarse tanto como para creer que se pueda ser de izquierdas e internacionalista, cristiano creyente en la fraternidad entre todas las almas de este mundo o simplemente personita que no funcione con un egoísmo impresentable y canallesco pero a la vez defender que uno, por haber nacido donde ha nacido, tiene derecho a vivir de un modo que directamente hace imposible la vida de los demás?

Establecida esta obvia y molesta verdad queda calcular, pues, dónde está el umbral a partir de la cual llevar un determinado nivel de consumo implica directamente estar robando la posibilidad de vivir con dignidad a otros y, a largo plazo, acabar con la vida de nuestros congéneres y con la habitabilidad del planeta. Obviamente, soy el primero que espera que ese umbral no me impida seguir con mi rutilante iPhone 5 en el bolsillo, pero, más allá de mis modestos vicios privados, soy perfectamente consciente de que el umbral, existir, existe. Y, por esta razón, como yo sí querría aspirar a poder vivir como izquierdista internacionalista, ser humano fraterno y kantiano practicante y se me caería la cara de vergüenza si llevara un nivel de vida y consumo de recursos que supusiera contribuir al desastre global garantizado y a la muerte de millones de seres humanos, me pregunto por qué nuestros gobernantes (o sus amiguitos académicos y estrellas mediáticas varias que los siguen de COP en COP y Emitados Árabes porque me toca, a todo tren.. pero siempre en vuelos transoceánicos) siguen sin decirnos más o menos por dónde anda ese umbral. Es evidente que, en parte, no quieren transmitirnos malas noticias ni confrontarnos ante la que es la triste realidad porque, a fin de cuentas, los votos de todos los que se creen “de izquierdas de verdad de la buena” o “buenos cristianos sin tacha” pero que en realidad son unos sociópatas egoístas están en juego y no es cuestión de renunciar a ellos así como así. Pero también, no nos engañemos, y como demuestra la declaración final de la COP26, es que hay un interés tendente a cero en abrir la boca, y no digamos ya en hacer nada de provecho, que pueda tener alguna posibilidad, por nimia que sea, de fastidiar el cotarro consumista desaforado y de capitalismo global en que vivimos felizmente instalados. Hasta que pete, claro. Pero, mientras tanto, ¡pues a disfrutarlo!

Los números, además, son difíciles de hacer con exactitud y fiabilidad, y más aún proyectándolos hacia el futuro, lo que da una excusa fantástica para esquivar la cuestión. Y es verdad que quizás pueda haber mejoras tecnológicas en el futuro y ganancias de eficiencia que nos permitan a los felices habitantes acomodados del Occidente privilegiado aspirar a seguir a lo nuestro, e incluso ir ganando en comodidades absurdas, mientras ese tercio de la humanidad que aún no dispone de lavadora, por poner un ejemplo, aspire a poder comprar alguna de vez en cuando. Pero vamos, más o menos, y aun teniendo en cuenta esto, debiera ser perfectamente posible, al menos, tener una idea más o menos clara de por dónde iría un umbral de mínimo (y, además, calculándolo generosamente y a nuestro favor, por eso de aprovechar en nuestro beneficio cualquier duda que pueda existir aún sobre cómo cuantificar exactamente todo). Hay, de hecho, por ahí esbozos de “calculadores de huella climática” que más o menos permiten hacernos una idea de si somos de los que nos estamos cargando el planeta y, de paso, a otros seres humanos (spoiler: sí, lo somos) o no y, en su caso, qué deberíamos reducir y hasta qué punto. Lo increíble es lo poco trabajados que están, lo incompletos que son y lo poco que los difunden instituciones, gobiernos, o incluso partidos supuestamente progresistas con intención de lograr una efectiva modificación de hábitos a partir de sus resultados.

Ya sé que es molesto lo de que ser de izquierdas o cristiano (y recordemos que entre estos dos grupos y demás ideologías o creencias con apelaciones a valores de solidaridad ecuménicas cubrimos a más del 90% de la sociedad española) se haya de traducir en la práctica cómo vivimos y nos comportamos, para con los demás y para con el planeta, en vez de poder limitarnos a darnos golpes en el pecho y a ponernos medallitas, pero, lamentablemente, así son las cosas en el mundo de las personas que valen la pena. Y ya sé también que hay que ayudar además a los cambios globales, de diseño del modelo y de limitación de las emisiones globales de los grandes negocios, la gran industria y el transporte internacional y tal. Pero vamos a contar un secretito a quien no lo sepa: esos grandes negocios y demás estructuras se dedican, esencialmente, a proveer al mercado de bienes y servicios que luego, pásmense, usan personitas como Usted y como yo, como todos nosotros. ¡Qué cosas! 

Así que, la verdad, habría que calcularlo. Y ya está. Es impresentable, sinceramente, que ni gobiernos ni ONGs a nivel internacional ni partidos políticos ni prácticamente nadie estén explicando a la población de cada país, atendidas sus circunstancias, más o menos por dónde anda el umbral y si cada uno de nosotros individualmente lo superamos o no, de largo, por cuánto… y por qué. 

Así que, y aun a riesgo de que pueda haber alguna inexactitud, allá va más o menos lo que sabemos, por ejemplo, para un país como España:

  • Vivienda. Si vives en una unidad familiar que dispone de más de 50 metros cuadrados por persona en una zona de ciudad compacta, es muy probable que estés ampliamente por encima de lo que es sostenible para toda la población del planeta. En tal caso, más te vale tratar de compensar en otros ámbitos y, si no vives en la ciudad compacta, no usar apenas el coche privado (lamentablemente, además, estos dos efectos se suelen retroalimentar) y compensar con una casa muy eficiente energéticamente, placas solares y usando el espacio adicional de que dispones para autoproveerte no sólo de energía sino de algunos alimentos. El diseminado, el bungalow, e incluso el PAU, y ya no digamos el chalet, suponen lo que suponen. ¿Te gusta vivir así y puedes, o te sientes con derecho a ello, pero quieres pensar que sigues siendo progresista y fraterno? Pues ya sabes, a currarte compensar la cosa por otras vías, tanto con lo que haces en casa como con el resto de elementos del listado.
  • Consumo eléctrico. El consumo de energía eléctrica en España está casi en los 6.000 kWh de media por persona que ya es la media europea, y se supone que ese consumo es entre un 50 y un 100% superior a lo que es a día de hoy sostenible, dado el pool de generación que tenemos. Si estás ya en esos números, sencillamente, has de rebajar el consumo, idealmente a unos 3.000 kWh anuales, y tratar de que además el origen de esta electricidad sea de fuentes limpias (desgraciadamente, no producimos energía verde para todos, pero si compramos a comercializadoras que nos garanticen ese 100% a nosotros presionamos al mercado en esa dirección). ¡La izquierda organizará su vida optimizando las actividades con luz diurna o no será!
  • Transporte diario. Si vas en coche a diario al trabajo o a tus actividades cotidianas es casi imposible que no estés muy por encima de lo que te corresponde. Punto. Ya está. Podríamos dejarlo aquí, porque es bastante sencillo: no cojas el coche, ni te lo compres. Pero por ser más realistas en los consejos, añadamos qué se puede hacer: pásate a andar, a la bici, a la movilidad eléctrica (algo menos costosa ambientalmente) o al transporte público.  Si puedes, claro. Porque, y esa es otra, como a nuestros poderes públicos todo esto es manifiesto les da igual por mucha COP en los Emiratos que monten, la mayor parte de la inversión pública desde hace décadas va destinada a garantizar al 60% de población de más renta, que es la que dispone de coche privado (o al 30% de más renta aún, que es quien dispone de más de un vehículo por familia), de todas las facilidades para ir por la vida con todas las comodidades, mientras que las posibilidades de moverse a pie o en bici con buenas infraestructuras, seguras y de calidad, o en un transporte público decente, pues son las que son. Vamos, que yo no sé si se puede inferir que por tener un iPhone o un portátil alguien no sea de izquierdas de verdad, pero ya os digo que ciertos coches y hábitos de desplazamiento dicen más que mil palabras (o mil teléfonos móviles). Y sí, para los buenos cristianos el SUV tampoco puede ser.
  • Viajes ocasionales, por trabajo u ocio, a destinos lejanos. En este punto, es bastante fácil establecer dónde están unos (generosos) umbrales de inaceptabilidad: si haces un viaje transoceánico, más te vale no coger un coche en varios años para compensar; con 5 o 6 viajes dentro de España o Europa, aunque sean por trabajo, al año, ya te están comiendo toda la cuota de mínimo un par de años que tendrías para transporte y deberías hacer el resto a pie o en bici. A partir de ahí, obra en consecuencia. Porque sí, lo siento: ni como cristiano consecuente ni como persona de izquierdas digna de ese nombre se puede ir uno cada año de vacaciones a Bali, Estados Unidos o de visitas por capitales europeas. Sencillamente, porque al hacerlo estás impidiendo que mucha otra gente pueda aspirar siquiera a vivir en unas mínimas condiciones en el resto del planeta. Y el efecto, en este caso, es directo, claro, y enorme. Que a algunos les da casi igual, o incluso les puede beneficiar para hacer esas fotos de personas menesterosas por la calle que nos traen de sus viajes por determinados países que luego enseñan para explicar lo que les ha cambiado la vida ver esa realidad y “la verdad intensa que tienen esas miradas” o las pazguatadas al uso, pero más nos vale ir tratando a esta gente como la basura climática que son cuanto antes.
  • Alimentación. Aunque a Pedro Sánchez no le haga ninguna gracia, el consumo de carne ha de pasar ya entre todos nosotros a ser lo más testimonial que sea posible, casi limitado a fiestas de guardar y encuentros festivos (especialmente si hablamos del mítico chuletón o del vacuno en general). Respecto del resto de alimentos se ha de eliminar en lo posible, idealmente del todo, el consumo de productos venidos de lejos y de los que se venden procesados. En países como España, y no digamos en el País Valenciano, es a día de hoy posible comprar toda la fruta y verdura de proximidad si tienes renta suficiente para tener un iPhone (porque sí, hacerlo así es bastante más caro, dado que así de locamente funciona el tinglado), de manera que si tienes un teléfono de estos al menos ten la vergüenza torera de comprar cosas de temporada y hechas cerquita. Por cierto, también podemos intentar comer un poco menos, que no nos vendrá mal… y por una vez izquierda practicante y buena forma física quedan mágicamente alineadas.
  • Ropa. Sabemos también que la ropa hemos de aspirar a que nos dure mucho más de lo que el mercado querría, al menos una década, y los zapatos más de un mero par de años. Ello significa que tendríamos que intentar comprar sólo una prenda de ropa o un par de zapatos al año, lo que ya permite cierta variedad al ir combinándolos. O reutilizar, intercambiar, aprender a modificar y remendar por nosotros mismos… o dejar de dar tanta importancia a estas cosas. Porque para lo que sí importan es para cargarse el planeta y la calidad de vida de otros.
  • Cachivaches varios, muebles, objetos. Podemos tener teléfono móvil, al parecer, e incluso ordenador y algún electrodoméstico más, así como muebles, pero lo que es insostenible es tener muchos, tenerlos sin uso y cambiarlos cada dos por tres. Por ahí hay quien decía que si un móvil nos durase al menos 10 años, un ordenador o lavadora 15 y la nevera o la televisión 25 (y todos son de consumo energético muy eficiente) pues podríamos aspirar a que esos aparatejos se generalizaran para todos. Ni idea de cuán exactas serán esas cifras, pero es evidente que todo consumo desaforado de electrodomésticos o muebles incide notablemente en nuestra huella ambiental. Así que… ojo que como cambiemos mucho de teléfono y sea último modelo estamos muy cerquita de que, en efecto, sea bastante incompatible eso de ser de izquierdas y tener siempre el último modelo de iPhone

En realidad, todo esto es muy orientativo y, como es evidente, es posible compensar algunos excesos con ascetismo en otros ámbitos, según usos individuales y preferencias. Además de que, como ya he dicho, todo esto no son sino aproximaciones un tanto groseras. Por eso mismo sería tan importante tener no sólo guías públicas sobre esta cuestión sino herramientas digitales de medición y control individual a nuestra disposición. De hecho, incluso, sería necesario que los poderes públicos, al menos a efectos meramente informativos para empezar, nos “evaluaran” al respecto, aun con todas las deficiencias del sistema en sus inicios, a partir de los datos que les suministráramos y nos informaran de dónde estamos en términos absolutos y relativos. A continuación, estaría bien que se fueran estableciendo incentivos para quienes generaran menos impacto e, incluso, a largo plazo, que empezáramos a pensar en establecer obligatoriamente cupos máximos de derechos de emisión y destrozo ambiental por ciudadano que no se pudieran exceder en ningún caso (mejor bloquear todo consumo adicional de esas personas a partir de superado el límite que sancionarlas, aunque ya puestos una buena sanción adicional nunca vendría mal). 

Pero, de momento, simplemente con saber dónde estamos cada uno de nosotros ya podríamos mejorar y aprender mucho… e ir pensando en adoptar algunas medidas interesantes. Por ejemplo, una de las cosas que sabemos es que los ricos contaminan exponencialmente más a partir de que se incrementa su nivel de renta, de modo que una de las políticas ambientalmente más globalmente eficaces es, también, y como explicábamos el mes pasado, gravar fiscalmente a las rentas más altas y a los grandes patrimonios de formas a día de hoy juzgadas como salvajes y que lamentablemente por el momento aún requerirían de que fuéramos a las barricadas para lograrlo. Bueno, de eso o de una sucesión de catástrofes suficientemente graves como para instar al cambio, que parece que es la única vía de evolución que nuestras elites progresistas y “concienciadas” conciben como realistamente posible. En definitiva, tener estos datos y publicarlos de forma transparente ayudaría mucho presionar en esta dirección. Y, si no, qué caray, al menos nos libraríamos de los ricachos repugnantes que viven a costa de lo que son los recursos planetarios de cientos o miles de personas y que nos van dando leccioncitas a los demás desde su supuesto compromiso. ¡Que con eso ya nos conformamos!

Así que sí, lamentablemente, siento comunicarles que es bastante incompatible eso de ser de izquierdas, o cristiano, o de cualquier otra creencia, ideología o secta que nos considere a todos iguales y con derecho a vivir con unas condiciones mínimas de dignidad y acceso a recursos y seguir con cierto tren de vida. Ya es cosa suya juzgar si están o no por encima del umbral. Pero va siendo hora de que todos nos lo planteemos. Y, sobre todo, va siendo hora de que nuestros gobiernos nos expliquen con claridad cuál es ese umbral de indudable inaceptabilidad y de los medios para medirnos con rigor a nosotros mismos.  Los resultados, a buen seguro, no nos gustarían. Quizás nos quedaríamos sin el nuevo iPhone. O tendríamos que irnos de verdad a “nuestra amada Cuba”, al menos, para aprender un poco y tomarla como ejemplo para esto. Porque, entre otras cosas, parece que también tenemos que empezar a plantearnos seriamente cómo poder lograr mejoras en este plano sin que medien enormes desastres previos o sin tener que padecer una odiosa dictadura o un régimen totalitario. Porque la cosa es urgente. Y, probablemente, también puede acabar yéndonos la democracia en ello como no logramos explicar, informar y convencer a todos los que de verdad se sienten de izquierdas, cristianos, internacionalistas, kantianos o ecumenistas de que sí, en efecto, esto también va de sus (de nuestros) hábitos de vida y consumo.

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Publicado originalmente en Valencia Plaza el 14 de noviembre de 2021



El lío del taxi y de los VTC es fácil de resolver… si se quiere

En este blog ya hemos dedicado algunas entradas a los efectos de la mal llamada «economía colaborativa» tanto en un plano más general como, por ejemplo, con propuestas concretas respecto de cómo regular el fenómeno para el sector del alojamiento. Ello se debe no sólo al interés de los efectos que la intermediación digital está trayendo a muchos mercados y a cómo afectan al equilibrio regulatorio tradicional, que se ha de ver modificado, sino también al hecho de que en la Universitat de València tenemos desde hace ya años un grupo de investigación que se ha dedicado intensamente a estas cuestiones (y que, casi casi, creo que podríamos decir con justicia que fue el primero que, ya desde hace un lustro, empezó a analizar estos fenómenos desde el Derecho público). A lo largo de estos años hemos estudiado y publicado mucho sobre estos temas, incluyendo no pocos trabajos y propuestas sobre el mercado del transporte (donde los estudios liminares de nuestro compañero Gabriel Doménech siguen siendo referencia inexcusable). Pero el caso es que últimamente al taxi y al VTC le hemos dedicado menos atención porque, sinceramente, el tema jurídicamente tiene menos interés que en otros sectores y debería ser mucho más fácil de resolver en Derecho si hubiera una dirección política que tuviera una serie de cosas claras. El año pasado publicamos una obra colectiva sobre el particular que más allá de que la coordináramos nosotros creo de verdad que es muy completa, La regulación del transporte colaborativo. En este libro lo que yo traté justamente de hacer fue un estado de la cuestión, evaluando las razones por las que el sector ha sido considerado tradicionalmente un servicio público y qué consecuencias regulatorias tenía esa condición, así como analizando por qué en la actualidad no se sostiene que siga siendo regulado como tal. Si quieren acceder a una versión en abierto del trabajo completo, pueden emplear ésta que tienen aquí.

En todo caso, y dado el lío que tenemos montado este verano, con ayuntamientos y gobiernos autonómicos pretendiendo añadir nuevas restricciones adicionales a las que el Estado ya ha impuesto a los vehículos VTC para tratar de contener esta posibilidad de competencia al sector del taxi, el Estado diciendo que quiere delegar la competencia regulatoria en las Comunidades Autónomas (para librarse del lío y con un indisimulado interés en que los poderes locales actúen tan capturados como lo han estado siempre) y una huelga salvaje en varias ciudades españolas que ha puesto el tema de actualidad, quizás pueda ser útil volver sobre los elementos esenciales de ese estudio y, de paso, simplificar un poco las propuestas que se deducen del mismo. No sea que haya por ahí algún legislador o poder público despistado que las lea y le puedan ser de utilidad, tanto más cuanto con más sencillez estén explicadas.

Si trato de resumir en una serie de ideas fuerza el trabajo en cuestión, he de decir que personalmente lo que más me impacta de la situación del sector es que llevemos, desde la aprobación de la Constitución de 1978, más de 30 años de desarrollo económico y social intenso en España, con una importantísima llegada de población a ciudades que incrementa las necesidades de transporte, todo ello en un país que ha pasado de unos 35 millones de habitantes a casi 50… y que, sin embargo, tres décadas después, haya más o menos, prácticamente, las mismas licencias de taxi en las grandes ciudades españolas que había entonces. ¿Por qué ha ocurrido esto? ¿Cómo ha sido posible algo así?

Las razones son de muchos tipos, pero básicamente confluyen dos elementos esenciales que han coadyuvado a que a todos los actores implicados (menos a los consumidores, a los que no se ha preguntado nunca en exceso por sus preferencias) les conviniera esta solución y que en consecuencia remaran en la misma dirección:

  • Por un lado, ni las propias CCAA (competentes para legislar sobre el sector desde que la CE78 les da competencias, si las asumen en sus Estatutos, en materia de transporte de proximidad) ni los ayuntamientos implicados (que en sus ordenanzas municipales tienen un amplio margen para concretar la regulación) creen lo más mínimo en el sistema de reparto que tienen regulado, y que si se sacaran licencias obligaría a unos complejísimos, absurdos y en el fondo tenidos por injustos por todos sistemas de reparto (las licencias en democracia, snif, y no digamos desde que estamos en la UE, snif, snif, ya no se pueden repartir como se hacía tradicionalmente en España, a modo de regalías por diversas razones, ya fueran de cercanía y afinidad o incluso atendiendo a criterios sociales), así que prefieren directamente no sacar licencias y de este modo no tener líos, al menos mientras la cosa pueda ir aguantándose;
  • Por otro lado, la otra parte esencial, los taxistas y titulares de licencias, obviamente, estaban encantados con esta situación. Nadie que tiene una licencia de estas características tiene mucho interés en que salgan más… y además los gremios del taxi a nivel local otra cosa quizás no, pero sí han exhibido durante todas estas décadas que tienen una gran capacidad de captura (más que acreditada) del regulador para, contando además con su aversión a meterse en líos, haber logrado que no salgan apenas nuevas licencias en casi ninguna ciudad española.

Pero claro, como decíamos la España del siglo XXI no es la de los años 80 del siglo pasado. ¿Cómo se ha logrado el milagro de que sin aumentar las licencias no colapse el servicio? Pues muy sencillo:  en una divertida y paradójica evolución para lo que siempre se ha vendido (y así se justificaban las restricciones) que era un «servicio público», la cuadratura del círculo se consigue aumentando paulatinamente la “liberalización interna” del sector y permitiendo a los titulares de las licencias cada vez más cosas con las mismas, desde comerciar con ellas a prestar los servicios sin ningún tipo de trabas regulatorias para lograr el máximo de eficiencia. Esta es la razón última de que en la actualidad las diversas regulaciones autonómicas y locales permitan todas ellas cosas como contratar conductores (el titular de la licencia ya no tiene por qué ser el taxista) y doblar o triplicar turno para que así un taxi pueda llegar a estar incluso 24 horas al día en la calle si es necesario (porque unos horarios de trabajo y descanso por persona sí se han de respetar, lógicamente). O que se acepte cada vez con más normalidad no sólo la transmisión onerosa inter vivos o mortis causa a los herederos, algo extravagante en un servicio público pero que los titulares lograron casi desde su inicio en este sector, sino otras liberalizaciones más recientes como que un mismo titular pueda tener varias licencias (hasta varias decenas se permiten en no pocas ciudades españolas) y convierta así la prestación en empresarial, etc. Con todo ello, sin duda, se gana en eficiencia y se facilita una mejor gestión de las flotas y que con el mismo número de taxis se puedan prestar más servicios (de las condiciones laborales de quienes llevan los taxis y las rentas para los titulares casi sin esfuerzo ni trabajo propio ya hablaremos otro día, porque lo de la apropiación de la plusvalía no es problema sólo de este sector).

Como a nadie se le escapa, esta solución es un win-win para quienes tienen licencia o licencias porque así no sólo es que puedan cubrir más servicios con éstas e ir haciendo frente al incremento de la demanda de servicios de transporte urbano (que como es obvio en estas décadas pasadas ha sido muy notable) sino que, a la vez, las rentabilizan todavía más. La divertida paradoja, y tremenda incoherencia regulatoria, es que  todo esto va contra la idea de servicio público. Si estamos en un sector donde la liberalización de la prestación permite ganar en eficiencia y no hacen falta normas de servicio público que disciplinen la prestación para garantizar el servicio en una calidad suficiente y condiciones de regularidad e igualdad, ¿por qué subsisten las barreras de entrada? Muy resumidamente, ésta es justamente la idea de fondo defendida en el trabajo: si no hace ya falta regular la prestación y antes al contrario, liberalizar internamente convirtiendo el sector en prestaciones empresariales porque así se es más eficaz y ello es imprescindible para atender a la demanda, pues entonces casi todas las razones para no liberalizar totalmente el sector decaen (la cuestión del precio de los servicios es el otro elemento que subsiste, y que sí tiene un sentido público, como analizamos en el trabajo con más detalle, pero hay soluciones regulatorias que pueden conciliar proteger a los ciudadanos con la liberalización también en este aspecto)…. salvo si lo que se pretende desde el sector público es blindar un oligopolio en beneficio de licenciatarios. Y resulta evidente que ésa no puede ni debe ser nunca la pretensión, pues a nadie beneficia, ni a la sociedad ni a los ciudadanos, ni a las Administraciones públicas, sino sólo a un pequeño grupo de titulares agraciados con un verdadero (e ingente) windfall regulatorio. Beneficios caídos del cielo que se visualizan a la perfección, como es obvio, en el exponencial crecimiento del precio de las licencias (que como no puede ser de otra manera reflejan en su precio el valor que tiene el mero acceso a ese oligopolio tan lucrativo por restringido). Comparar la evolución del precio de las licencias en España con el IPC o cualquier otro indicador en estos años resulta directamente obsceno. Las cifras absolutas también (300.000 euros por licencia en Madrid antes de la crisis, niveles que se están recuperando; entre 150.000 y 200.000 en ciudades como Valencia o Barcelona, etc.). Una aberración que se convierte en normal cuando, con las mismas licencias que hace décadas pero un bestial incremento de la demanda, los títulos hbilitantes se tornan más y más lucrativos, máxime cuando la liberalización interna permite optimizarlos más y más.

Ahora bien, lo cierto es que incluso con la liberalización interna a que nos hemos referido la limitación del número de prestadores acabó por generar problemas y conformar una oferta claramente por debajo de las necesidades reales. Y aquí entran las VTC, licencias de vehículo de transporte con conductor, inicialmente pensadas como servicio de lujo y premium para quienes querían alquilar el servicio de coche y chófer, normalmente de alta gama. De nuevo paradójicamente, inicialmente con estas licencias se ayudó inicialmente a cubrir el incremento de la demanda, pues atendían a un sector premium que cada vez se hizo mayor. Con la bajada de precios de estos servicios y el crecimiento económico (y también con la subida comparativa del del precio del taxi, alentada de nuevo por la escasez de licencias y capacidad de presión del sector) se tornaron competitivos paulatinamente incluso para servicios ya no tan de lujo, ampliando su radio de acción. En un primer momento, este sector de demanda que se cubrió con VTCs, más o menos, vino bien a todos: a las AAPP les quitaba presión, porque así la población no percibía del todo las insuficiencias del servicio gracias a la existencia de este parche que drenaba demanda… y para los empresarios del taxi a fin de cuentas esto no dejaba de ser una competencia menor en un nicho que nunca había sido del todo suyo y que por lo demás podía ser fácilmente controlada (donde además, por ejemplo, se podrían introducir ellos mismos con facilidad como insiders que a fin de cuentas eran y son en el sector. basta ver quiénes son los grandes propietarios de licencias VTCs en España, junto a algunos fondos de inversión, para comprobar la porosidad entre ambos sectores). En conclusión, y en un primer momento, esto parecía entrañar beneficio para todos: se lograba ir parcheando el tema y, sobre todo, ¡así no había ninguna necesidad de sacar más licencias pues la oferta medio cuadraba con la demanda y todos contentos!

Obviamente, al final esta situación ha hecho crisis, dado que con la digitalización y la llegada de apps que intermedian digitalmente la eficiencia de la prestación se multiplica hasta el punto de que los costes de transacción de lo que hace no tanto era un servicio de lujo o semi-lujo han bajado tanto que se da la paradoja de que en no pocas ocasiones puede salir más barato acudir al supuesto servicio premium que al del taxi tradicional. Con ello queda más que patente que las viejas reglas de servicio público (de las que en realidad ya sólo quedaba en pie la barrera de entrada y la restricción tarifaria) devienen totalmente innecesarias cuando el mercado te está proporcionando eso mismo que dice asegurar el servicio público (calidad de la prestación, igualdad, seguridad, continuidad…) a un mejor precio y de modo más eficiente. El problema, claro, es que esto se produce en un entorno donde las barreras de entrada subsisten (tanto para los taxis como para los VTCs, subsector para que el que tras algún vaivén se mantiene la regla estatal de limitar estas licencias a una por cada treinta de taxi). Unas barreras van contra toda lógica económica y de eficiencia, pero también de justicia y equidad social (¿por qué vedar el acceso a una actividad económica a cualquiera que quiera y pueda desempeñarla, obligándole a pasar por las horcas caudinas de unos señores que cuentan con el título habilitante a los que has de ofrendar parte de tus beneficios para trabajar), generando cada vez más problemas. Incluso para las Administraciones públicas y nuestros queridos gobiernos, que tras treinta y tantos años de sestear obviando el tema se van a ver obligadas tarde o temprano a definir una política (y medidas jurídicas coherentes con ella y con nuestro marco legal y constitucional).

Sin embargo, parece que será más tarde que temprano. Y es que, por el momento, ahí tenemos a nuestras Administraciones públicas, a todas ellas (Estado, Comunidades Autónomas y entes locales bailan a un sorprendentemente coordinado mismo compás) y con independencia de los partidos que las gobiernen (en nada se parece más a un ayuntamiento o comunidad autónomas del PSOE o del PP, o incluso de Podemos o independentista, que en su aproximación a esto del taxi), totalmente capturadas, silbando mirando al techo, y pretendiendo que un servicio que han liberalizado internamente al 100% creando con ello un bonito oligopolio ha de seguir funcionando, en cambio, con barreras de entrada… ¡y con el mismo número de licencias que en 1980! Significativamente, las huelgas y demás protestas que se producen nunca lo son contra decisiones de las administraciones públicas en el sentido de liberalizar el sector o que traten de arreglar los problemas reseñados (por inexistentes hasta la fecha), sino frente a actuaciones de autoridades de competencia o judiciales que aplican las normas europeas en la materia para detener algunos excesos proteccionistas en defensa de los titulares de los títulos habitantes y licencias (que es la única reacción producida hasta la fecha en nuestro país, con diferentes manifestaciones).

Ahora bien, y desde un punto de vista jurídico las soluciones no son difíciles de poner en marcha. Como tampoco lo sería establecer un régimen nuevo y totalmente coherente tanto con el Derecho vigente y con las normas en materia de servicios que nos vienen de la UE como con las exigencias de una sociedad más justa y eficiente. El problema es que requieren de un cambio de chip político, que pasa por entender que el Derecho y la regulación económica no han de proteger a gremios o insiders, sino buscar soluciones eficientes que mejoren la vida de todos y que, además, permitan a cualquier ciudadano, y no sólo a unos pocos privilegiados, ganarse la vida bien con su trabajo y esfuerzo (antes que viviendo de rentas regulatorias). Para ello hay que asumir sí o sí, y cuanto antes, que:

  • 1) Hacen falta más prestadores en el sector (como demuestra la evolución del mercado) y no hay motivos para limitar la entrada de nuevos actores al mismo salvo que fundadas razones de congestión y de uso del espacio urbano pueden justificar limitaciones al número de prestadores a fin de garantizar que peatones, ciclistas y transporte público pueden disponer también de suficiente (y privilegiado) espacio en nuestras ciudades.
  • 2) Pero si se limitaran licencias por estas razones (lo cual ha de ser excepcional y justificado y normalmente sólo lo estaría en grandes ciudades), y como es obvio, habría que repartirlas de modo coherente con un mercado liberalizado (lo que pasa por atender a la eficiencia económica y dar las mismas oportunidades a todos los posibles interesados).
  • 3) Una forma alternativa de limitar la entrada pero velando por la equidad, la justicia y la eficiencia es, si cada vez hay más prestadores, aprovechar para incrementar las exigencias regulatorias sobre la prestación (esencialmente, cuestiones ambientales y de polución, que supondrían de paso internalizar parte de los costes ambientales de la actividad). Esto se puede hacer exigiendo vehículos eléctricos siempre, por ejemplo, y tiene la ventaja de que emplea parte de las ganancias de eficiencia no en bajar precios e incrementar la rentabilidad del prestador, sino en reducir las externalidades negativas de la actividad. Al decrecer la rentabilidad, además la oferta no sería tanta, alejando el riesgo de congestión. Y al repercutir la medida inevitablemente en el precio, tampoco drenaría competitividad al transporte público urbano, que por razones de sostenibilidad ambiental, reparto del espacio urbano y equidad social es esencial que se mantenga competitivo y prestando un cada vez mayor y mejor servicio.

Como puede comprobarse, no sería difícil desde un plano jurídico poner en marcha estas medidas. Quizás la mayor complejidad vendría de cómo garantizar un régimen de transición a quienes ahora son licenciatarios y adquirieron licencias a un enorme coste supuestamente amparados por un marco jurídico-público que les hacía tener expectativas de rentabilización. Para ellos se podrían diseñar normas de transición en que, por ejemplo, estos prestadores se vieran por unos años exentos de las más nuevas y exigentes normas de tipo ambiental o de accesibilidad que encarecerían el precio de la prestación del servicio para sus competidores, dándoles así una ventaja competitiva. También pueden establecerse medidas fiscales o de tipo semejante. En todo caso, y sin ser un tema menor, esta cuestión no deja de ser un problema coyuntural y que se puede resolver si se tienen claro hacia dónde se quiere ir. Lo cual, y de nuevo, depende de que un año de estos, por fin, logrero una orientación política decidida en la buena dirección por parte de los poderes públicos. Para ello, estaría bien que alguna comunidad autónoma o ayuntamiento tomaran la iniciativa y, entendiendo los condicionantes sociales y económicos en juego, se arriesgaran a promover un cambio regulatorio completo y coherente en la línea señalada. Sin duda, y vencidas las resistencias iniciales, se convertirían en ejemplo para el resto en cuanto se comprobaran los enormes y benéficos efectos de una política pública bien diseñada en este sector.

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Para quien desee más información sobre estos temas y trabajos jurídicos detallados y exhaustivos sobre el particular, recomiendo una visita a la web del Regulation Research Group de la Universitat de València, donde hay muchos enlaces a artículos, libros y trabajos sobre estas y otras cuestiones relacionadas que hemos venido realizando estos últimos años:

https://www.uv.es/regulation/

Sobre cuestiones de movilidad colaborativa, en concreto, y además de los trabajos de Gabriel Doménech reverenciados en la web, es muy recomendable el libro colectivo que publicamos el año pasado:

Boix, A., De la Encarnación, A., Doménech, G. (eds.) (2017): La regulación del transporte colaborativo, Aranzadi – Thomson Reuters, Madrid.

Y, por último, y como ya he indicado al principio, las reflexiones de este post parten de un trabajo mío más amplio sobre el particular, que se puede encontrar en ese libro y que en una versión accesible en abierto tenéis aquí:

https://www.uv.es/regulation/papers/BoixPalop2017b.pdf



Ovación y vuelta al ruedo para el Tribunal Constitucional

Unos ¡veinte días! después de que fuera anunciada por medio de una nota de prensa (aunque la decisión ya había sido adelantada un par semanas antes por La Vanguardia), la web del Tribunal Constitucional ha colgado por fin a lo largo de esta semana la sentencia que anula la ley catalana de protección de los animales que prohibía las corridas de toros en Cataluña, junto a sus votos particulares (hay uno de Xiol Ríos y otro de Asua Batarrita y Valdés Dal-Ré). Recordemos que el art. 1 de la Ley catalana 28/2010 modificaba el art. 6 del Texto refundido de la Ley catalana de protección de los animales (RDL 2/2008, de 15 de abril) introduciendo un nuevo apartado f) que extendía la ya vigente prohibición de empleo de animales en determinadas actividades que pueden ocasionarles sufrimiento a las corridas de toros:

Art. 6.1 Ley catalana de protección de los animales: Se prohíbe el uso de animales en peleas y en espectáculos u otras actividades si les pueden ocasionar sufrimiento o pueden ser objeto de burlas o tratamientos antinaturales, o bien si pueden herir la sensibilidad de las personas que los contemplan, tales como los siguientes:
(…)
f) Las corridas de toros y los espectáculos con toros que incluyan la muerte del animal y la aplicación de las suertes de la pica, las banderillas y el estoque, así como los espectáculos taurinos de cualquier modalidad que tengan lugar dentro o fuera de las plazas de toros, salvo las fiestas con otros a que se refiere el apartado 2.

Se trata de una sentencia muy interesante por muchas cuestiones: porque supone un nuevo jalón del proceso recentralizador que las instituciones «centrales» del Estado llevan desde hace años acometiendo contra las instituciones «periféricas» de, recordemos, este mismo Estado; porque resultará sin duda en un agravamiento de las tensiones políticas entre Cataluña y el resto de España y en un incremento de la zanja emocional que separa al grueso de la sociedad catalana, tendencialmente animalista, con la del resto del país; y también porque el fondo del asunto plantea cuestiones jurídicas de un enorme interés sobre los límites que el legislador puede imponer legítimamente a los ciudadanos que desean desarrollar ciertas actividades privadas de tipo económico o artístico. Es interesante que una vez más estas tensiones se vehiculen a partir de discrepancias jurídicas, y no menores, sobre el modelo de reparto territorial del poder de la Constitución de 1978 y cómo lo interpretamos. Es una pauta que desde la STC 31/2010 sobre el Estatuto catalán de 2006 no ha habido manera de frenar y que, además, parece que el Tribunal Constitucional vive con agrado, como por ejemplo demuestra la casi coetánea STC anunciada ayer mismo que avala la legislación estatal recientemente aprobada que permite al propio TC actuar como órgano político de sanción a y suspensión de cargos públicos (autonómicos, por supuesto).

En realidad, más bien, se trataba de un caso muy interesante porque en él se mezclaban todos estos vectores. La sentencia, en cambio, lo es mucho menos porque deja sin tratar (o trata de forma muy simplista y apodíctica) la mayor parte de las cuestiones comentadas.

En efecto, podría decirse que el Tribuna Constitucional ha acabado por construir una sentencia «jurídicamente desganada» o lo que en términos taurinos suele considerarse una «faena de aliño». Por una amplia mayoría, conformada por el bloque de magistrados que lleva ya unos meses actuando de forma coordinada y que sentencia tras sentencia está imponiendo una visión recentralizadora más que notable respecto de cómo se relación Estado y Comunidades Autónomas a la hora de legislar, opta por resolver el recurso por el atajo de entender que consideraciones competenciales bastan para declarar la inconstitucionalidad de la pretensión catalana de prohibir las corridas de toros. Lo hace, además, con una argumentación extraordinariamente descuidada y simplista, que se puede resumir en que el Tribunal Constitucional considera que la competencia estatal ha de cubrir esta materia porque así lo considera el propio legislador estatal, sin necesidad de ulterior explicación ni de justificación respecto de la evidente alteración de la anterior jurisprudencia constitucional respecto de estos mismos títulos competenciales que ello supone. En consecuencia, y también sin aportar mayores explicaciones sobre por qué esa consecuencia es la única posible a la hora de articular la ley estatal con las autonómicas, la ley catalana queda anulada. La sentencia es pues de una importancia indudable, pues no podemos obviar que, resumiéndolo mucho, el Tribunal Constitucional nos está diciendo, una vez más, que el Estado puede aprobar leyes que dejen sin ningún efecto ni contenido normas aprobadas por las Comunidades Autónomas respecto de materias inequívocamente de su competencia exclusiva (como son, en este caso, tanto la legislación para la protección animal como la legislación en materia cultural).

Junto a las críticas jurídicas que pueda merecer esta manera de cubrir el expediente jurídico para dar carta de naturaleza no demasiado disimulada a una decisión muy claramente política (y que tendrá consecuencias indudables que quizás no se perciben del todo bien en la calle Doménico Scarlatti y aledaños), hay que señalar que al actuar así el Tribunal Constitucional nos priva, además, de poder enmarcar el debate en torno a dos cuestiones de un enorme interés jurídico. Ni analiza la creciente importancia de la protección jurídica de los animales y su bienestar por el Derecho, y cómo ello se ha producido por vías constitucionales muchas veces no convencionales pero a las que hay y habrá que atender cada vez más; ni se digna a considerar la cuestión, absolutamente clave, de hasta qué punto (y por qué mecanismos) puede el Estado impedir a los ciudadanos el desarrollo de actividades amparadas en derechos fundamentales (libertad de empresa, libertad de creación artística) a partir de la invocación por parte del legislador de bienes y valores constitucionales como el referido (la protección del bienestar animal) que se han incorporado a nuestra «conciencia constitucional» por las señaladas vías.

1. La cuestión competencial en la STC de 20 de octubre de 2016 sobre la prohibición de las corridas de toros en Cataluña

El recurso interpuesto por 50 senadores del Partido Popular consideraba, en primer lugar, que la ley catalana invadía los espacios competencialmente reservados al Estado por los arts. 149.1.28ª y 149.1.29ª CE, así como la competencia estatal del 149.2 CE.

En concreto, el precepto impugnado es una medida que los representantes de las instituciones catalanas consideran que se ampara en los títulos competenciales que el Estatut d’autonomia de Catalunya de 2006 contiene en materia de «protección de los animales» (art. 116. 1 d) EAC) o «juego y espectáculos» (art. 141.3 EAC), entre otros. El Tribunal Constitucional, en el Fundamento Jurídico Tercero de su sentencia reconoce sin problemas, como por lo demás es inevitable en Derecho (esas competencias fueron declaradas constitucionales en la STC 31/2010 del propio Tribunal y, por otro lado, es evidente que no se encuentran en el listado de materias competencialmente reservadas al Estado por el art. 149.1. de la Constitución), dado que materialmente es obvio que la ley catalana regula, al prohibir las corridas de toros, cuestiones íntimamente ligadas tanto al bienestar animal como a la ordenación de espectáculos públicos, que ambos títulos competenciales son en principio válidos para establecer una regulación como la analizada. Eso sí, tal conclusión provisional sólo será válida, a juicio del Tribunal Constitucional, si luego no va y resulta que tenemos alguna competencia estatal que pueda entenderse implicada. Y ya se sabe que, sobre todo últimamente, a las competencias estatales interpretadas por los gobiernos del Estado y el Tribunal Constitucional se les reconoce una vis expansiva cada vez mayor.

STC de 20 de octubre de 2016 (FJ3): En definitiva, la prohibición de espectáculos taurinos que contiene la norma impugnada podría encontrar cobertura en el ejercicio de las competencias atribuidas a la Comunidad Autónoma en materia de protección de los animales [art. 116.1.d) EAC] y en materia de espectáculos públicos (art. 141.3 EAC). La materia relativa a la protección del bienestar animal se proyecta sobre espectáculos concretos cuya exteriorización se quiere prohibir. Sin embargo, dicho ejercicio ha de cohonestarse con las competencias reservadas constitucionalmente al Estado (…)

Los posibles títulos competenciales estatales que el recurso de inconstitucionalidad invoca y que el Tribunal Constitucional analiza son los arts. 149.1.28ª, 149.1.29ª y 149.2 CE. Se trata de títulos competenciales que afectan a diversas cuestiones, y de ellos el Tribunal descarta rápidamente que el 149.1.29ª pueda considerarse afectado. Este precepto establece que el Estado es en todo caso competente en materia de «(s)eguridad pública, sin perjuicio de la posibilidad de creación de policías por las Comunidades Autónomas en la forma que se establezca en los respectivos Estatutos en el marco de lo que disponga una ley orgánica». Con cita en la jurisprudencia constitucional en la materia, que es muy clara al respecto (el voto particular de Xiol Ríos se detendrá más en resaltar hasta qué punto la jurisprudencia del Tribunal y la propia evolución normativa de todas las Comunidades Autónomas han dejado muy claro desde hace ya muchos años que en materia de seguridad y orden público asociadas a todo tipo de espectáculos, y también los taurinos, las competencias son claramente autonómicas y así son ejercidas, además, de forma pacífica e incuestionada), el FJ4 de la sentencia concluye sin mayores digresiones que «el carácter exclusivo de la competencia autonómica en materia de espectáculos junto con la existente en materia de protección animal puede comprender la regulación, desarrollo y organización de tales eventos, lo que podría incluir, desde el punto de vista competencial, la facultad de prohibir determinado tipo de espectáculo por razones vinculadas a la protección animal«.

Van a ser los otros dos títulos competenciales, el 149.1.28 y el 149.1.29, ambos relacionados con cierta capacidad estatal de tipo residual y muy concreta en materias culturales, los que permitirán al Tribunal Constitucional, sorprendentemente, declarar inconstitucional la norma catalana por violación de las competencias estatales. Conviene en este punto, para entender hasta qué punto es peculiar la decisión, transcribirlos y recordar, siquiera sea brevemente, el entendimiento constitucional que hasta esta semana había sido consolidado por jurisprudencia y doctrina sobre los mismos, que ha quedado totalmente transformado tras esta sentencia.

art. 1491.1 CE: El Estado tiene competencia exclusiva sobre las siguientes materias:
(…)
28ª. Defensa del patrimonio cultural, artístico y monumental español contra la exportación y la expoliación; museos, bibliotecas y archivos de titularidad estatal, sin perjuicio de su gestión por parte de las Comunidades Autónomas.

art. 149.2 CE: Sin perjuicio de las competencias que podrán asumir las Comunidades Autónomas, el Estado considerará el servicio de la cultura como deber y atribución esencial y facilitará la comunicación cultural entre las Comunidades Autónomas, de acuerdo con ellas.

Como cualquier lector puede constatar, se trata de competencias en materia cultural bastante residuales, por mucho que luego el Estado español haya considerado que el protagonismo de la administración estatal en la cultura, por la vía de los hechos y del talonario (que se reserva para sí, como es por lo demás habitual), haya de ser mucho. En primer lugar, el Estado es competente para defender el patrimonio cultural frente a la exportación y expoliación ilegales. Además, la Constitución permite al Estado, por mucho que las competencias exclusivas en la materia puedan ser asumidas (como así ha sido) por las Comunidades Autónomas, tener museos, bibliotecas y archivos de titularidad estatal, opción ésta que como es sabido se ha empleado profusamente, dotando a ciertas ciudades de España de impresionantes equipamientos culturales que tienen la consideración de «nacionales». Por último, el art. 149.2 CE parece querer decir, y así se ha interpretado siempre, que el Estado, más allá de lo que hicieran las CC.AA., y dada la importancia de la labor de fomento público en materia cultural, puede ir más allá y superponer su acción a la autonómica. De hecho, así ha sido interpretado siempre, como mecanismo de complemento y mejora al que iban asociadas capacidades de colaboración… y como mecanismo para garantizar que el Estado, si bien no a la hora de legislar, sí tenía un gran protagonismo a la hora de gastar y promocionar ciertos valores culturales por medio de todo tipo de mecanismos de fomento.

Es cierto que, más allá de la reducida competencia para regular la exportación de bienes culturales (que manifiestamente nada tiene que ver en este caso) o de garantizar la protección de éstos frente a posibles expolios, el Tribunal Constitucional aceptó desde la STC 17/1991 una dudosa ampliación de la idea de «expolio» contenida en la Ley de Patrimonio Histórico estatal que, básicamente, permitía entender como «expolio», también, la destrucción (o riesgo de) de cualesquiera bienes culturales. Con todo, el desarrollo de esta posibilidad ha sido escaso y se ha limitado hasta la fecha a situaciones de colonialismo jurídico muy evidente (sustitución de la apreciación superior y del criterio del órgano del Estado a la determinación inferior y equivocada si no acorde con la misma del órgano en principio competente), como la ocurrida en el «caso Cabanyal» en Valencia, claramente motivada, además, por razones políticas: Unos gobiernos autonómico y local (ambos del PP) plantean una operación urbanística que es declarada en reiteradas sentencias ajustada a Derecho y plenamente conciliable con la protección de los bienes culturales y patrimoniales existentes en la zona. Frente a ello, un gobierno del Estado de signo político opuesto (PSOE) y contrario a la medida decide activar la cláusula de la protección frente al «expolio» entendiendo que jurídicamente lo constituye que un gobierno y un parlamento no den la debida protección a los bienes que ellos mismos han considerado que la han de merecer (y que podrían, perfectamente, haber considerado que no la merecían). Esta activación ha sido absolutamente excepcional y, aunque validada por el Tribunal Supremo, plantea no pocas dudas. En cualquier caso, y como ya he dicho, ha sido algo absolutamente excepcional, al menos hasta la fecha. Y la citada STC 17/1991 ya señaló, en todo caso, que «(e)l Estado ostenta, pues, la competencia exclusiva en la defensa de dicho patrimonio contra la exportación y la expoliación, y las Comunidades Autónomas recurrentes en lo restante, según sus respectivos Estatutos» (FJ3).

Adicionalmente, la competencia del art. 149.2 CE, como recuerdan Asua Batarrita y Valdés Dal-Ré en su voto particular, no era entendida hasta hace una semana como una competencia legislativa. Algo sobre lo que no cabe extenderse en exceso, pues resulta (o resultaba) bastante obvio, simplemente analizando el listado del 1491.1 CE y contrastándolo con el 149.2 CE: En definitiva, que estamos hablando de un ámbito en el que, en principio, y salvo estas capacidades jurídicamente excepcionales pero muy limitadas del Estado, el protagonismo era y debiera ser, según nuestra Constitución y su reparto de competencias, autonómico. El propio Tribunal Constitucional, en la sentencia que analizamos, con cita en parte de su jurisprudencia anterior, reconoce que éste ha sido el entendimiento tradicional y, como señala casi al final de su FJ 5, recuerda que «el Estado y las Comunidades Autónomas pueden ejercer competencias sobre cultura con independencia el uno de las otras, aunque de modo concurrente en la persecución de unos mismos objetivos genéricos o, al menos, de objetivos culturales compatibles entre sí.»

Sin embargo, en el FJ6 el Tribunal Constitucional, a partir de la constatación de que el Estado ha aprobado una serie de normas (posteriores a la ley catalana) en defensa de la tauromaquia, a la que declara como patrimonio cultural por medio de la ley estatal 18/2013, acaba saliendo al quite con notable desparpajo jurídico. Con base en que el Estado haya optado por realizar legislativamente esa declaración, que puede entenderse vagamente amparada por el art. 149.2 CE (como lo es la declaración de ciertos patrimonios culturales inmateriales), siempre y cuando se entienda como una medida de fomento o de acción conjunta con la de las Comunidades Autónomas, el Tribunal Constitucional acaba entendiendo que de la misma (capacidad para colaborar, para fomentar, para ayudar) se deduce una combinación-síntesis (no explicitada ni explicada, por lo demás, cómo se opera esta combinación y síntesis jurídica) con el art. 149.1.28ª CE que provoca que la norma estatal en la materia pase a desplazar a las normas competentes, que son las autonómicas, si éstas tienen un contenido diferente.

La pirueta acaba de operarse en el Fundamento Jurídico 7 de la Sentencia, que de jurídico tiene muy poco. No explica ahí el TC, en efecto, ni cómo se fusionan los títulos competenciales para provocar este mágico efecto, ni hace referencia a la lógica constitucional de reparto de competencias, sino que simplemente se limita a recordar la «dimensión cultural de las corridas de toros» (que por lo visto le parece muy obvia y consustancial, previa además a que así haya sido declarada por ley estatal) y a establecer que, por ser así declarada en ley estatal, ello hace que su «salvaguarda incumb(a) a todos los poderes públicos en el ejercicio de sus respectivas competencias«, conclusión tanto más sorprendente cuanto que absolutamente apodíctica y, sobre todo, nada matizada ni modulada. Con bastante sinceridad, por lo demás, remata la faena explicando que «se comparta o no, no cabe ahora desconocer la conexión existente entre las corridas de toros y el patrimonio cultural español, lo que, a estos efectos, legitima la intervención normativa estatal«. Es decir, que el reparto constitucional de competencias queda alterado en favor del Estado simplemente porque el Estado así lo considera. El bajonazo jurídico merece ovación y vuelta al ruedo. Y se culmina, como no puede ser de otra manera, con esta misma unilateralidad y falta de argumentación. Las cosas son como son:

STC de 20 de octubre de 2016 (FJ 7): «Por esa razón la norma autonómica, al incluir una medida prohibitiva de las corridas de toros y otros espectáculos similares adoptada en el ejercicio de la competencia en materia de espectáculos, menoscaba las competencias estatales en materia de cultura, en cuanto que afecta a una manifestación común e impide en Cataluña el ejercicio de la competencia estatal dirigida a conservar esa tradición cultural, ya que, directamente, hace imposible dicha preservación, cuando ha sido considerada digna de protección por el legislador estatal en los términos que ya han quedado expuestos».

Curiosamente, y de forma incoherente, el propio FJ 7 de la Sentencia, a continuación, y tras explicarnos que como el Estado declara que los toros son patrimonio cultural eso hace que el reparto competencial de la Constitución quede desplazado hacia el Estado y que sea éste quien haya de determinar lo que se ha de hacer y lo que no para protegerlos, impidiendo así la prohibición de corridas de toros en Cataluña, nos expone también que el Estado, en cambio, no puede llegar al extremo de obligar vía 149.2 CE (o vía art. 149.2 remix con 149.1.28ª) a las Comunidades Autónomas a promocionar y fomentar la tauromaquia. Magnánimo, el Tribunal Constitucional se saca de la manga una matización ponderativa, sin argumentarla y razonarla tampoco en exceso, que devuelve el art. 149.2 CE a su posición original en el ordenamiento constitucional en todo lo referido al fomento activo de la lidia del toro bravo. Esta matización, sin embargo, no hace sino poner más de manifiesto el exceso (y la nula argumentación con la que se opera el mismo) de que de repente, y a efectos de impedir la prohibición catalana, pase a entenderse que, en cambio, para esos casos sí sea título compentencial legislativo mayorcito de edad. Es decir, un título con capacidad para legislar, como el del art. 149.128ª CE… que, a pesar de ser invocado al principio como clave al transubstanciarse en título general con aspiraciones de operar en todo el ámbito del 149.2 CE, luego va y resulta que no aparece en toda el resto de la argumentación. La sentencia es extraordinariamente tramposa en esta parte. Lo denuncian en su voto particular Asua Batarrita y Valdés Dal-Ré de forma certera y concisa:

«Los títulos competenciales que amparan la acción legislativa del Estado están en el art. 149.1 CE. Si el Estado no tiene competencia para legislar con arreglo al art. 149.1 CE, no puede acudir como segunda opción al art. 149.2 CE, con la finalidad de “constatar” la existencia de una manifestación cultural presente en la sociedad española y, sobre esa base, desplegar una intervención estatal de contenido regulatorio que constriña las competencias autonómicas».

La sentencia, por último, y como bien destacan de nuevo Asua Batarrita y Valdés Dal-Ré en su voto, ni siquiera se preocupa de explicar, una vez llegada a esa conclusión, por qué asumiendo que el Estado pueda tener competencia para imponer la protección de la tauromaquia en España eso haría imposible una norma autonómica catalana que la prohíba exclusivamente, en ciertas formas, en su territorio (donde es manifiesta la falta de tradición reciente en esa suerte y donde, además, a lo largo del último lustro previo a la prohibición, sólo se celebraban corridas de toros en una única plaza, y en un número muy limitado). De nuevo apodícticamente, el Tribunal Constitucional considera que la norma catalana estaría impidiendo la subsistencia de la tauromaquia en España y por ello oponiéndose a lo pretendido por la ley estatal, afirmación evidentemente fuera de la realidad, pero que es el único soporte a partir del cual subsume los hechos del caso en su nueva y revolucionaria doctrina general sobre el reparto de competencias.

En definitiva, el Tribunal Constitucional vuelva a sorprender (o ya no tanto, a estas alturas) concediendo al legislador estatal orejas, rabo y una competencia legislativa nuevecita que le permite desplazar a su gusto y según su mejor criterio, cuando lo considere oportuno, todas aquellas competencias autonómicas exclusivas (a estas alturas, el adjetivo parece más una buena que otra cosa) en la materia que le incomoden. La decisión es muy criticable jurídicamente porque altera el reparto constitucional con una argumentación cuestionable (tirando a inexistente), porque modifica toda la jurisprudencia constitucional anterior sin dar cuenta de ello ni explicar el giro habido y, por último, porque se inserta en una línea de recentralización operada desde este órgano que tiene muy magro soporte en la Constitución. La recentralización operada es tan salvaje, por lo demás, que está afectando ya a todas las Comunidades Autónomas (que por lo visto andan todas equivocadas, como no hace mucho comprobó también, por ejemplo, la Comunidad de Madrid con la anulación de su nueva ley de patrimonio cultural), y no sólo a las habitualmente consideradas como «díscolas» o «sospechosas». Sentencia tras sentencia, parlamentos y ejecutivos autonómicos ven cómo a las razones que aportan, en Derecho, para defender sus competencias, el Estado central les opone simplemente un Tribunal Constitucional totalmente entregado a la causa recentralizadora que, como vemos en esta sentencia, se siente ya totalmente eximido de toda obligación de argumentar y apoyar en Derecho sus giros argumentales recentralizadores.

2. La cuestión material: ¿puede el legislador prohibir los toros o eso supone una lesión inconstitucional de derechos fundamentales?

Una razón adicional por la que esta Sentencia del Tribunal Constitucional decepciona es porque, al zanjar la cuestión de una manera tan tajante, con bajonazo infame resolviendo la referida faena de aliño, como es la referida argumentación competencial, nos priva de un análisis de fondo sobre la cuestión, que habría resultado de un enorme interés. Básicamente, porque la prohibición de las corridas de toros nos sitúa ante un ejercicio jurídico de conciliación de derechos individuales y protección de valores como el bienestar animal que no tiene una solución clara y sencilla en nuestro Derecho. O, al menos, y ésa es mi opinión, que no la tenía hasta hace no mucho tiempo.

Junto a la apelación a bienes y derechos cuya afección era manifiestamente absurda (como el derecho a la educación del art. 27 CE, que los senadores recurrentes consideraban, con notable sentido del humor, que podía verse afectado por la prohibición de las corridas de toros) y que ni siquiera desarrollaron en su recurso, o al margen de la mención ritual a nuevos tótems recentralizadores como la invocación del riesgo para la ahora siempre sacrosanta unidad de mercado, la prohibición de la corridas de toros sí afecta, y de forma clara, a derechos fundamentales. Esencialmente, a dos de ellos: la libertad de empresa y la libertad de creación artística. Son, de hecho, los derechos habitualmente conflictivos y en colisión cuando hay legislación en materia de maltrato animal (junto a la libertad religiosa, en algunos casos), como estudió detalladamente mi compañero de la Universitat de València Gabriel Doménech.

Dado que el Tribunal Constitucional no se ha detenido en esta cuestión y que ya la hemos comentado en otros lugares de forma más detallada, no tiene mucho sentido analizarla en extenso. Pero sí creo que hay que dejar constancia de que la crítica que habitualmente se podía hacer a medidas de esta índole, a saber, que no contaban con respaldo constitucional (el bienestar animal no aparece como valor en nuestra Constitución), ha decaído por la evolución misma de nuestro Derecho. No se trata sólo de la existencia de normas europeas en la materia, aunque sean parcas y establezcan excepciones por razones culturales, como la Directiva 93/119/CE. Una existencia que, como las excepciones son posibilidades a las que se acogen o no, según consideren, los Estados, sí permite ya fundamentar, si por contra eso es lo que se quiere, que el valor «protección del bienestar animal» ha impregnado nuestro Derecho con rango de valor constitucional. Es que, además, como recuerda el voto particular de Xiol Ríos de forma pormenorizada, tenemos ya legislación de protección ambiental a nivel autonómico e incluso estatal (con la inclusión de delitos de maltrato de animales domésticos en el Código penal) más que suficiente como para entender totalmente integrado, por distintas vías (interpretativas, influencia del Derecho europeo e internacional, mutación constitucional) en nuestro ordenamiento jurídico ese valor. Una vez asumido el mismo, es decisión del legislador emplearlo para limitar válidamente derechos fundamentales. De una manera mucho más extensa, argumenté esta posición ya en su día, cuando el parlament de Catalunya prohibió las corridas de toros. Considero, además, que desde esa fecha la evolución legislativa y constitucional en la materia, tanto en España como en Europa, no hace sino reforzar el argumento. Las leyes que establecen límites de esta índole, penales o administrativas, no han hecho sino sucederse. A día de hoy no creo que pueda argumentarse, siendo coherente y sistemático, que nuestro Derecho no le reconozca valor constitucional al bienestar animal y que, en consecuencia, no sea posible limitar derechos fundamentales exclusivamente en atención a su protección. Y en nada contradice esta opinión el que en determinados países (también en España, como es notorio), los toros sean constitucionales (así lo declaró recientemente Francia) si el legislador lo acepta: una cosa es no estar obligado a declarar algo como prohibido por respeto al bienestar animal y otra muy distinta que el legislador no pueda perfectamente, de forma válida y constitucional, hacerlo si así lo considera oportuno.

En este punto, por cierto, creo que es mucho más sensato, como casi siempre, permitir que sea el legislador quien «pondere» esta necesidad y opte por impedir o no espectáculos como los taurinos a partir de tomar el pulso a la evolución de la opinión social y el sentir ético y estético mayoritario, antes que a permitir a los juristas determinar, en cada caso, lo que resulta imperioso o no prohibir. Se trata de una forma sana y natural de permitir una evolución natural en estas cuestiones. Evolución que, además, se produce de forma dialogada y debatida cuando en un Estado compuesto se permite a las Comunidades Autónomas, a diferencia de lo que aparentemente parecen pretender Gobierno estatal y Tribunal Constitucional, que las diferentes asambleas legislativas de los distintos territorios vayan legislando de manera diferenciad a partir de sus peculiaridades a. Es lo que venía pasando, de forma pacífica, en España. Primero Canarias prohibió, sin polémica ni conflicto, la práctica de corridas de toros en esas islas, en coherencia con la falta de tradición en la región. Posteriormente fue Cataluña, donde ya habían prácticamente desaparecido de facto también, quien se unió a la prohibición. Parece una forma razonable de articular un debate social como éste: dejando que las diversas evoluciones sociales y políticas de diversas regiones y sensibilidades interactúen y se convenzan unas a otras. Sin embargo, el Estado y el Tribunal Constitucional han decidido cortar por lo sano y rigidificar jurídicamente la cuestión hasta el extremo. Se trata de un nuevo error.

Por último, y para cerrar este comentario acelerado y de urgencia, no me parece que sea razonable hacer reposar la constitucionalidad o no de una medida como la prohibición de las corridas de toros, en última instancia, en una ponderación bien respecto de si la competencia es o no en realidad invasiva a partir de un análisis de proporcionalidad (voto particular de Xiol Ríos), bien respecto de si tal prohibición es materialmente arbitraria o no en cada caso (como hace Gabriel Doménech en su comentario). Considero, como el voto particular de Asua Batarrita y Valdés Del-Ré, que la competencia se tiene o no se tiene a partir de reglas previas que nada tienen que ver con ello y que, sencillamente, en este caso, estamos ante una competencia autonómica, sin que el reparto competencial deba «modularse» o entenderse de un modo u otro a partir de una «ponderación» sobre los efectos de las normativas aprobadas por unos u otros. ¿O en serio vamos a aceptar que sea el contenido de una normativa, y si sus efectos nos parecen mejores o peores, lo que determine la competencia? Tampoco me parece que, en este caso, haya de extremarse el juicio de coherencia de la ley catalana de prohibición incluyendo elementos de «ponderación». Si la ley es objetivamente irracional y arbitraria por tratar de forma diferente situaciones materialmente idénticas, anúlese. Pero exigir, como hace Gabriel Doménech, al legislador catalán un ejercicio de justificación adicional porque no prohibe todos los espectáculos taurinos sino sólo aquellos en que se da muerte al animal es, a mi juicio, expandir innecesaria e inconvenientemente la posibilidad que tiene el Tribunal Constitucional de controlar la arbitrariedad del legislador. Hacerlo con argumentaciones de tipo «ponderativo», además, tiene el riesgo de que ocurra, como en este caso, que donde Doménech ve elementos sospechosos (el trato desigual a «correbous» y corridas de toros) Xiol entiende que lo que hay, por el contrario, son elementos positivos que hablan bien en términos ponderativos de la ley (la prudencia del legislador que sólo ha prohibido aquello que no cuenta con apoyo social y ha preferido ir poco a poco). Entiendo que no tiene sentido que concedamos a los juristas y tribunales constitucionales esta enorme capacidad de revisar con estos parámetros tan poco jurídicos las decisiones políticas y legislativas. Mejor dejemos, en mi opinión, estas «ponderaciones» (¿es bueno prohibir una actividad para proteger otro valores?) al legislador si estamos dentro de los márgenes de lo constitucionalmente determinado como su margen de actuación (es decir, si hay otro valor constitucional que requiera del sacrificio para su mejor protección).

Una nota más personal para acabar: la sentencia del Tribunal Constitucional es muy criticable por muchas razones. No es la menor de ellas, a mi juicio, su patente desprecio al bienestar animal, que no es ni siquiera tenido en cuenta frente a razones supuestamente culturales y de primacía estatal. No tengo ninguna duda de que dentro de unas décadas esta sentencia se considerará una aberración jurídica y un atentado a la propia dignidad de los seres humanos, que se resiente enormemente cuando se consiente y jalea el maltrato de seres que no se pueden defender. Aberración tanto mayor cuanto el Tribunal la emite en un momento histórico en que, lejos de ser esta sensibilidad algo exótico, es ya a día de hoy muy mayoritaria en nuestra sociedad. Frente a ello, el autismo de un Tribunal donde la extracción de sus miembros (social, territorial y también generacional) probablemente explica muchas cosas sobre esta sentencia, pasará a la Historia, me temo, junto a lamentables manifestaciones de otros tribunales que también fueron contra el signo de los tiempos, cuando ya empezaba a atisbarse muy claramente hacia donde iban las cosas, empeñándose en no reconocer dignidad o derechos a colectivos o seres que posteriormente la han visto reconocida. Porque, se quiera o no se quiera, y aunque jurídicamente no sea ése el tema tratado (en parte porque el propio Tribunal se niega a hacerlo) esta sentencia será recordada como la que pretendió obligar a un territorio del Estado que se negaba a ello a validar y reconocer actividades consistentes en tratar como espectáculo la tortura y muerte de un animal indefenso y digno.

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Corridas de toros constitucionales en Francia… ¡y también en España!

El Conseil Constitutionnel francés, equivalente a nuestro Tribunal Constitucional (con diferencias notables, pues enjuicia leyes con carácter previo, suele darse prisa en hacerlo, etc.) acaba de anunciar que organizar corridas de toros en Francia es perfectamente constitucional con las restricciones legales existentes en la actualidad, que limitan los festejos a las localidades donde hay evidencias históricas de arraigo de los mismos. La decisión del Conseil Constitutionnel puede consultarse aquí en su integridad (incluyendo enlaces al archivo documental que permite seguir todo el proceso, con vídeo de la vista y todo, abundando en algunas diferencias con nuestra justicia constitucional) y es, como suele ser el caso (a diferencia, también, de lo que ocurre en la tradición española), muy sucinta. Va directamente al grano. Y se agradece (sobre todo, claro, en tanto que jurista interesado por esto desde fuera del país).

En este caso, la cuestión es analizar las alegaciones de dos asociaciones, de una parte el «Comité radicalement anti-corrida Europe» y de otra la asociación «Droits des animaux», que alegaban que la prohibición del maltrato animal existente en Derecho francés y vehiculada en concreto a través del Código penal francés, cuyo artículo 521.1 castiga el maltrato de cualquier animal doméstico, domesticado o en cautividad («animal domestique, ou apprivoisé, ou tenu en captivité«), debía significar el entendimiento de que también las corridas de toros tenían que entenderse subsumidas en el mismo y, por tanto, prohibidas, en contra de lo que el séptimo párrafo de ese mismo artículo prevé, ya que las excluye de formar parte del tipo penal, expresamente ,allí donde haya tradición al respecto («une tradition locale ininterrompue peut être invoquée«). Para ello invocan el principio de igualdad ante la ley. No sería constitucional, dicen las asociaciones, establecer esta diferenciación en el trato para las corridas de toros pues no hay diferencia de fondo material que la justifique. Como tampoco, por cierto, para las peleas de gallos que, en idénticas condiciones, están también excluidas. La discusión se centra, pues, en analizar si el legislador está en condiciones, a la hora de delimitar acciones punibles como las mencionadas,  de ir discriminando distintos supuestos de esta manera, introduciendo excepciones que priman valores como «la tradición» o «el arraigo» en detrimento de una protección uniforme e igualitaria del bien jurídico protegido por el Código penal.

Así pues, el Constitucional francés, esencialmente, analizará hasta qué punto  el legislador está constitucionalmente vinculado a reglar con carácter general e igual situaciones próximas o muy próximas. Y la respuesta, remitiéndose a la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 (que, como es sabido, está integrada en el contenido de la Constitución francesa de 1958) no puede ser más clara… y más clásica:

4. Considérant qu’aux termes de l’article 6 de la Déclaration des droits de l’homme et du citoyen de 1789 : «La loi… doit être la même pour tous, soit qu’elle protège, soit qu’elle punisse»; que le principe d’égalité ne s’oppose ni à ce que le législateur règle de façon différente des situations différentes, ni à ce qu’il déroge à l’égalité pour des raisons d’intérêt général, pourvu que, dans l’un et l’autre cas, la différence de traitement qui en résulte soit en rapport direct avec l’objet de la loi qui l’établit; que le législateur tient de l’article 34 de la Constitution ainsi que du principe de légalité des délits et des peines qui résulte de l’article 8 de la Déclaration de 1789 l’obligation de fixer lui-même le champ d’application de la loi pénale et de définir les crimes et délits en termes suffisamment clairs et précis pour exclure l’arbitraire

Es decir, el legislador ha de hacer leyes que sean iguales para todos y para los casos que son iguales. Pero puede diferenciar el trato para casos cuando no son estrictamente iguales y haya razones de interés general que lo puedan justificar. Sentada la base teórica, la aplicación al caso concreto realizada por el legislador es fácil:

5. Considérant que le premier alinéa de l’article 521-1 du code pénal réprime notamment les sévices graves et les actes de cruauté envers un animal domestique ou tenu en captivité; que la première phrase du septième alinéa de cet article exclut l’application de ces dispositions aux courses de taureaux; que cette exonération est toutefois limitée aux cas où une tradition locale ininterrompue peut être invoquée; qu’en procédant à une exonération restreinte de la responsabilité pénale, le législateur a entendu que les dispositions du premier alinéa de l’article 521 1 du code pénal ne puissent pas conduire à remettre en cause certaines pratiques traditionnelles qui ne portent atteinte à aucun droit constitutionnellement garanti; que l’exclusion de responsabilité pénale instituée par les dispositions contestées n’est applicable que dans les parties du territoire national où l’existence d’une telle tradition ininterrompue est établie et pour les seuls actes qui relèvent de cette tradition ; que, par suite, la différence de traitement instaurée par le législateur entre agissements de même nature accomplis dans des zones géographiques différentes est en rapport direct avec l’objet de la loi qui l’établit; qu’en outre, s’il appartient aux juridictions compétentes d’apprécier les situations de fait répondant à la tradition locale ininterrompue, cette notion, qui ne revêt pas un caractère équivoque, est suffisamment précise pour garantir contre le risque d’arbitraire…

El Constitucional francés acabará considerando constitucional la regulación francesa que hace que, con esas limitaciones (arraigo, límites territoriales), las corridas de toros no queden prohibidas por aplicación del Código penal y del precepto que castiga el maltrato animal. La regulación es matizada, suficientemente precisa para eliminar riesgos de arbitrariedad y tiene en cuenta elementos diferenciadores suficientes y reales que permiten, para amparar otros bienes, entenderla justificada, en opinión del Conseil Constitutionnel.

Jurídicamente la sentencia es interesante. Aunque más por la normalidad con la que aplica principios generales del Derecho y, además, demuestra respeto y deferencia por la labor realizada por el legislador en el ejercicio de sus funciones que porque sea una gran novedad. O porque tenga algo que ver o que aportar a la discusión española sobre el particular. Frente a las alharacas y excesos que puedan esperarse al «traducir» esta decisión al debate español sobre la prohibición de las corridas conviene recordar algo muy obvio: Francia acaba de reconocer la constitucionalidad de permitir corridas de toros, ¡algo que en España ya es así y siempre ha sido así! Porque, como es sabido, que el legislador ampare su celebración es, también, perfectamente constitucional en España. O sea, que nada demasiado importante aporta esto al debate español, por mucho que seguro que algunos se empeñen en hacernos ver lo contrario.

La discusión en España es enteramente diferente, aunque desde fuera no lo pueda parecer. Lo que aquí discutimos no es si es constitucional que el legislador permite que haya festejos taurinos de todo tipo y condición, incluyendo algunos particularmente salvajes, algo que, como digo, está dispuesto en sentido semejante al francés sin duda alguna por parte, caso, de nadie. No. Aquí de lo que se trata es de saber si es constitucional algo bien distinto: prohibir las corridas de toros. Y a este respecto las mismas razones que da el Constitucional francés en su decisión, precisamente las mismas, son algunas de las que permiten concluir que, si el legislador lo entiende así, no pasa nada por prohibirlas y tal decisión perfectamente constitucional. Eso es, de hecho, lo que ha pasado en Cataluña. Y la legislación catalana pasaría, al igual que la francesa, perfectamente la prueba de contraste constitucional que ha hecho el Conseil Constitutionnel francés, pues la deferencias al legislador y la capacidad de éste para diferenciar por motivos de arraigo son argumentos que van que ni pintados para justificar una norma como la catalana, que prohibía las corridas pero autorizaba otros festejos taurinos en razón de su mayor tradición. Las razones por las que la ley catalana de prohibición de las corridas de toros pueda no ser constitucional son esencialmente de otro tipo, y tienen que ver con el debate en torno a si la protección de los animales puede justificar restricciones a derechos fundamentales como la libertad de creación artística o, sobre todo, la libertad de empresa. Es una discusión jurídicamente muy interesante (aquí, por ejemplo, hay artículos realmente buenos desde todos los puntos de vista sobre el tema) que en este blog ya tuvimos ocasión de analizar y que, como expusimos en su día, no nos genera ninguna duda: prohibir las corridas de toros también es constitucional.



Fiestas populares, Fallas y estado de excepción jurídico

Valencia inmersa está de lleno desde hace ya unos días en la fiesta fallera. Locura fallera, diríamos muchos, a la vista del manifiesto descontrol en que ha degenerado la fiesta debido a la pasividad municipal (ya tuvimos ocasión de denunciar algunas situaciones el año pasado). El caso es que desde un punto de vista jurídico es interesante señalar cómo nuestro Derecho público cede ante estas situaciones con enorme facilidad. Normalmente allí donde las autoridades hacen manifiesta dejación de sus funciones, dejando a los ciudadanos a la intemperie y sometidos a la ley del más fuerte (o del más cafre) uno puede aspirar a acudir a los tribunales y que éstos remedien en algo la situación. No es el caso, empero, de las fiestas populares. Y las Fallas de Valencia son probablemente el más claro exponente de este Estado de Excepción Jurídico-Festivo, aceptado por autoridades municipales, jueces y opinión pública que consideran, por lo general, que aquél que sea molestado tiene el deber de callar y capear resignadamente el chaparrón… O emigrar por unos días (que en Valencia pueden ser, perfectamente, dos semanas).

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La Audiencia Nacional dice que el Gobierno puede cerrar centrales nucleares a discreción

Ya saben quienes siguen este blog que personalmente no soy muy fan de la energía nuclear porque, la verdad, me da la sensación de que es un cierto timo: la colectividad pone mucho dinero ahí para que luego los beneficios se los lleven empresas privadas y nos comamos todos los riesgos nosotros, como Fukushima ha demostrado no hace mucho. Pero una cosa es esa opinión, digamos, de política energética (hecha, además, desde la ignorancia más profunda de las sutilezas del pool energético y a partir de criterios quizás pedestres de sentido común) y otra el análisis jurídico de cómo son las normas españolas en la materia. Por ejemplo, ya traté de explicar en su día que en España se pueden abrir centrales nucleares libremente, pues desde 1997 este tipo de actividades productivas están liberalizadas.

Pues bien, la otra cara de la moneda si de abrir centrales nucleares se refiere está conformada por los procedimientos de cierre.  ¿Puede el Gobierno cerrar una central nucelar certificada como segura por motivos de política energética? Es lo que ha hecho España con Garoña, y ha dado lugar a una situación muy interesante. Pues bien, la Audiencia nacional, frente al recurso presentado por los propietarios de la central ha dado la razón a la Administración y ha concluido que si se aportan suficientes razones, y éstas son sólidas desde algún punto de vista, aunque no haya un riesgo para la seguridad o no se justifique que lo hay, los cierres pueden ser decretados.

Me cuesta entender la sentencia (que aquí tienen colgada íntegramente) y seguir su argumentación. El FD 16 dice que una autorización administrativa para producir energía por este procedimiento no es, por definición, una autorización indefinida. Eso está claro, pero también parece, si leemos las normas referidas a la materia, que los exámenes que se han de pasar son referidos a la seguridad de las instalaciones y ya está. Certificada la misma por el CSN podría entenderse un cierre porque el Gobierno enmendara la plana a ese órgano, razonando sus motivos, en este plano, esto es, por consideraciones de seguridad. Por ejemplo, por decidir ponerse más estricto a partir de criterios de precaución más a la alemana (con su reciente ley de parada de reactores justificada en estas razones). Pero que el Gobierno haga caso omiso al informe del CSN alegando otro tipo de razones me parece que no tiene demasiada base legal y que es difícilmente conciliable con el principio de libertad de empresa que rige en el sector porque así lo dice la ley. No entiendo el salto lógico de la Sala y de ese FJ 16.

Por supuesto, el Gobierno, como recuerda la sentencia, argumenta y bien respecto de muchos aspectos. Por ejemplo, sobre la importancia de ir reequilibrando el mix energético dando más peso a las renovables. Pero la cuestión es, y sigo sin encontrar una respuesta válida en la sentencia, ¿por qué consideraciones de esta índole, basadas en facilitar la implantación de medios de producción alternativos, han de primar sobre la libertad de empresa? Es una novedad notable que se acepte que la Administración pueda interferir en los mercados para primar a unas empresas respecto de otras por consideraciones de lograr un mejor equilibrio en el mercado y favorecer la rentabilidad de los nuevos entrantes y que eso se entienda que habilita el cierre de empresas de la competencia. Es obvio que la sentencia no dice exactamente eso, sino que menciona el tema para argumentar que la decisión gubernamental está suficientemente fundada, que no incurre en desviación de poder y demás, pero, aún así, resulta sorprendente el salto lógico. O lo que yo creo que es un salto lógico. Quizás es que ya es tarde y algo se me escapa. En fin, mañana será otro día y miraremos con más calma y menos sueño la sentencia otra vez, a ver si se hace la luz.

Por cierto, que hay un voto particular que dice que habría aceptado la impugnación, pero por cuestiones formales y procedimentales. Anticipa explícitamente que sobre el fondo, sobre la posibilidad de que se puedan cerrar las nucleares a partir de estas bases, está de acuerdo. Es decir, que parece que este salto lógico que no acabo de entender lo veo yo, pero que en general los jueces están bastante de acuerdo. Curioso.



Ruido, pasividad municipal y… ¿corrupción?

Quienes siguen este blog sabrán que una de las (muchas) cosas que me obsesionan es la tendencia de los ayuntamientos de nuestro país a mirar hacia otro lado cuando actividades muy molestas que una serie de señores ponen en marcha para ganar dinero (propósito muy legítimo, como es evidente, y nadie pone en duda hoy en día, pero al que no supedita todo, afortunadamente, nuestro ordenamiento jurídico) se dedican a fastidiar la vida, el sueño, el descanso y la tranquilidad a sus vecinos. Hace más o menos un año me refería a la cuestión, con ocasión de un texto que publiqué en El País de la Comunidad Valenciana para dar cuenta del increíble desamparo de los vecinos de Ciutat Vella que luchaban contra estos atropellos en medio de la pasividad del Ayuntamiento de Valencia. Pero el tema es más global, afecta a muchas personas en toda España y va más allá de lo jurídico. Hay consideraciones sociales básicas, atinentes al grado de desarrollo humano de una sociedad, que no se pueden desconocer. Y también, claro, urge empezar a prestigiar derechos que son fundamentales (el derecho a la salud, el derecho a la intimidad) frente al único derecho que parece contar, y más en tiempos de crisis, que es el de ganar dinero, aunque sea a costa de la salud y tranquilidad de los demás.

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