De cuando hacemos mala investigación jurídica… y de la autorregulación para evitarlo

Los pasados jueves y viernes celebramos finalmente en Valencia el congreso sobre sesgos en la investigación jurídica del que ya hablamos hace un mes en el blog. Quienes estuvimos en todas las sesiones aprendimos muchas cosas (aquí tenéis el programa completo), aunque yo me quedo con ciertos «descubrimientos»: la a mi juicio sorprendente, por generalizada, mala fama de las «escuelas» (a las que casi nadie ve ya ventajas sino sólo inconvenientes); el hecho de que  sean los científicos dedicados a la investigación básica quienes más coincidan con los que cultivan áreas mucho más «aplicadas» a la hora de desdeñar los riesgos de la  «invasión» que las posibilidades de rentabilización económica de los saberes universitarios ha supuesto; o, por ejemplo, que los sexenios han pasado a ser alfa y omega de toda nuestra investigación universitaria: casi todas las charlas acabaron, tarde o temprano, derivando en discusiones sobre si tal cosa o tal otra quedaba afectada o alterada, condicionada, inducida, orientada… por los sexenios. Es una evolución curiosa, y que a mi juicio no tiene que ver con el dinero (no dan a día de hoy más que ayer), ni siquiera con las clases (por mucho que no tenerlos te incremente en la actualidad la carga docente): tiene que ver con la importancia que tiene para nosotros sentir que somos reconocidos como académicos que «cumplen», que lo hacemos bien, que estamos donde nos toca… Los sexenios son probablemente, a día de hoy, el sesgo, si no más importante, sí claramente el más visible que condiciona nuestro quehacer. Pero ya hablaremos otro día de eso. Porque lo que me interesa comentar hoy es un factor que tiene que ver con la importancia que tiene para nosotros «sentir», tener la sensación de, que hacemos las cosas bien… y cómo eso podría emplearse con ciertos instrumentos para mejorar la investigación que realizamos.

Y es que, en efecto, más allá de estas cuestiones pragmáticas de lograr tramos o no, mientras hablaba Elisenda Malaret sobre las posibilidades de que por medio de la autorregulación (por ejemplo, por medio de las normas de los comités editoriales de las revistas científicas) se vayan decantando ciertos estándares respecto de cómo hacer investigación jurídica me vino a la memoria el documento que en punto a los principios que deben orientar la investigación en Derecho público pactó hace un par de años la Asociación de Profesores de Derecho público (Derecho del estado) alemanes (Vereinigung der Deutschen Staatslehrer, VDStrl) y que en su momento me hizo llegar Ignacio Gutiérrez, compañero de Derecho constitucional en la UNED (¡gracias!). Se trata de un documento interesante, reflejo de la tradición alemana en estos asuntos: tanto en el de regular detalladamente casi todo, como es sabido, como en el de la preocupación por los códigos de autorregulación de buenas prácticas en investigación académica más allá de la jurídica (por ejemplo, véase este documento muy completo con recomendaciones de todo tipo y mucho detalle de la Deutsche Forschungsgemeinschaft de 1998 actualizado en 2013 al que llego vía la penalista Lucía Martínez Garay). Las normas alemanas sobre autorregulación en la investigación jurídica son interesantes, a mi juicio al menos, por varias razones:

– Porque refleja una preocupación muy evidente por la importancia de hacer la investigación jurídica de acuerdo con ciertas reglas y una muy sensata convicción de que es bueno tratar de proscribir ciertas prácticas y que ello pasa por el propio colectivo de implicados. Sinceramente, no parece que sea complicado compartir esta visión. Como acabo de señalar, somos un colectivo para el que es importante sentir que hacemos lo correcto y, aún más, que los demás nos lo reconocen (y que ello queda, de algún modo, certificado para que todo el mundo pueda saber que, en efecto, hacemos lo debido).

– Porque el documento muestra también una gran confianza en que la mera afirmación de ciertas reglas, especialmente aquellas que son muy claras y que por ello sitúan automáticamente al que las incumple fuera del marco aprobado por el colectivo de profesores y académicos (como la regla de que no se puede publicar un trabajo por segunda vez sin una clara indicación de que esa mismo estudio ya ha sido publicado y dónde lo ha sido), tiene un efecto regulador. Algo en lo que no falta razón a los profesores alemanes. De hecho, y aunque este efecto sea menos evidente y obvio respecto de aquellas reglas que requieren de una valoración para determinar si son cumplidas o no (por ejemplo, las reglas que se refieren a la idea de que la autoría de un artículo ha de incluir a todos los que han participado de modo relevante en el mismo), también incluso respecto de estas situaciones hay que presumir que su mera enunciación tiene también efectos no despreciables en cómo nos comportamos.

– Por último, el documento también es importante respecto de no pocas, por no decir todas, de las reglas que incluye, tanto las que son claramente inobjetables y deberían ser copiadas en cualquier autorregulación sobre estos temas que quisiéramos hacer aquí (normas claras sobre autoría y la necesidad de que quienes hagan los trabajos los firmen sin que se puedan apropiar por parte de jefes o maestros, por ejemplo), otras atractivas pero que quizás tienen costes que pueden no hacer aconsejable su incorporación a un sistema como el español (por ejemplo, algunas relacionadas con la promoción del personal investigador) y otras que, en cambio, son deudoras de tradiciones alemanes que, la verdad, no parece que sean necesariamente envidiables (por ejemplo, la regla que ampara que los ayudantes, becarios o personal de apoyo se encarguen de «poner las notas a pie de página» a los artículos escritos por los profesores sin que ello signifique, a juicio de los alemanes, que la autoría sea colectiva y dando por ello carta de naturaleza a la práctica en toda su extensión).

En todo caso, el documento sobre Gute wissenschaftliche Praxis, que puede consultarse en la web de la VDStrl, merece la pena una visita (ya sea en versión original, ya sea pasando algún traductor web que más o menos permita desentrañar el texto a quienes no puedan acceder a él en la lengua original). Y, la verdad, a la luz de las discusiones y preocupaciones que hemos podido constatar en el I congreso sobre sesgos de Valencia, constatado el interés que suscita el tema y la conciencia colectiva de que habríamos de iniciar una reflexión colectiva al respecto, quizás no estaría de más que una asociación como la AEPDA (Asociación Española de Profesores de Derecho Administrativo) iniciara una reflexión de conjunto a fin de analizar si a nosotros nos vendría bien tratar de acordar un documento semejante.

En todo caso, y por si a alguien le resulta de interés el tema y qué han hecho los alemanes, allá va una copia del mismo y, en algunos casos, entre paréntesis, una pequeña reflexión personal sobre la regla en cuestión:

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Esbozo de las coordenadas jurídicas para entender la suspensión del «procés participatiu» del 9-N

El Tribunal Constitucional ha anunciado esta mañana que admite a trámite la impugnación que el Gobierno del Reino de España planteó hace unos días contra la propuesta de «proceso de participación ciudadana» que el gobierno catalán. La Generalitat de Catalunya ya ha anunciado que no se siente concernida por esta prohibición y que el proceso en cuestión sigue su curso. A efectos de analizar con cierto rigor la situación quizás sea interesante recordar las coordenadas jurídicas básicas de una pugna que, no obstante, hace ya mucho tiempo que en lo esencial es política.

1. El 9-N bis es distinto al 9-N original. Aquí mismo, hace unas semanas, traté de exponer las razones por las que, en mi opinión (y aunque era criticable que no se hubiera permitido por parte del gobierno una opción que hubiera hecho el voto posible), el 9-N original no tenía en efecto cabida en la Constitución: básicamente porque se parecía tanto, en efecto, tato a un referéndum que materialmente lo era  de facto y, guste o no, nuestra Constitución dice que la competencia para autorizarlos la tiene en exclusiva el gobierno. En cambio, como por otro lado puso de manifiesto el gobierno, que  la calificó rápidamente de ocurrencia, charlotada, ridículo, etc. y recalcó que carecía de todo tipo de garantías equivalentes y propias a un proceso de votación serio (lo que es, por lo demás, bastante cierto, pues el nuevo 9-N ya no es un proceso de votación que pretenda pasar por referéndum sino otra cosa, más reivindicativa que con pretensiones de otro tipo) la nueva convocatoria de Artur Mas para el 9-N, parece bastante claro que lo que hay previsto para Cataluña este domingo no es, ni mucho menos, un referéndum ni nada que se le parezca.

2. A pesar de estas diferencias, ¿es igualmente inconstitucional el nuevo 9-N? Las razones que podrían fundamentar la inconstitucionalidad del nuevo 9-N son mucho menos sólidas, decaída esta razón, que las del anterior. El gobierno, en su recurso, ha hecho hincapié en que el contenido de la pregunta, al ser la misma que la del 9-N original, retrotrae al mismo y ello arrastraría cierta inconstitucionalidad. De nuevo, el argumento esencial de fondo, expresado de una forma u otra, es que no se puede permitir o, más bien, que nuestra Constitución no permite, que se vote nada que no quepa en el marco constitucional  y que si bien es legítimo expresar ese deseo sólo hay una manera de hacerlo: instar una reforma constitucional. El problema, sin embargo, para aceptar este argumento es que nuestra Constitución sí permite defender posiciones contrarias a lo que establece nuestro ordenamiento constitucional vigente así como, por supuesto, actuar políticamente para defender esas ideas y expresarlas en público. Una serie de derechos constitucionales absolutamente esenciales están pues, en juego en el marco de esta batalla y más allá de la consulta catalana. Y parece difícil desconocerlos a la hora de analizar si cabe o no aceptar que ciudadanos y colectivos sociales se reúnan para protestar, reivindicar o incluso “votar” (sin más efectos que los meramente simbólicos o reivindicativos, pues no es un proceso electoral ni organizado a tal fin) en favor de ciertas políticas o reformas. No parece sencillo, la verdad, sentirse cómodo con un Estado moderno y democrático de Derecho que impidiera algo así ni, por otro lado, creo que nuestra Constitución esté en esa línea, afortunadamente. Es claro, pues, que la actividad material de fondo en que consiste en nuevo 9-N es perfectamente constitucional. ¡Faltaría más que no pudiera la gente reunirse para “votar” in efectos legales pero sí de exhibición simbólica a favor de lo que sea!

3. Dicho lo cual, ¿puede participar la Administración en esa convocatoria o ser parte de esos actos e, incluso, promoverlos, incentivarlos y dedicar recursos públicos a ello? Esta es una pregunta, en cambio, de respuesta algo más complicada, pues depende más de cómo entendamos la función de los poderes ejecutivos en nuestro sistema y cómo creamos que se relacionan con el resto del ordenamiento y en particular con el legislador a la hora de desarrollar sus funciones. El entendimiento tradicional de cómo se relacionaba la Administración con la ley, basado en la idea de positive Bindung, de vinculación positiva a la ley, nos decía que el poder ejecutivo sólo podía hacer, por mandato del principio de legalidad, lo que la norma previamente le había estrictamente  (y explícitamente) encomendado. Sin embargo, hace ya varias décadas que este entendimiento del principio de legalidad pasó a la historia en nuestro país. La idea de negative Bindung, de que el respeto a la legalidad pasa por no incumplir la ley y hacer lo que la ley encomienda en los términos en ella establecidos pero no excluye hacer otras cosas allí donde ésta nada dice, se ha afianzado claramente, no sólo por cuestiones de hecho (es manifiesto que todas las Administraciones públicas hacen muchas más cosas a las que las leyes estrictamente les encomiendan dentro de su esfera de intereses… definida a partir de lo que los representantes electos consideran que éstos hayan de ser) sino por una evolución de Derecho que ha acabado aceptando, tempranamente en nuestro modelo constitucional, con toda normalidad desde los reglamentos independientes (sin base legal previa) allí donde la materia no está reservada a la ley o todo tipo de acciones administrativas no legalmente previstas (por ejemplo, cooperación internacional de municipios) si no hay prohibición expresa. A partir de esta evolución, la participación de la Generalitat en el 9-N alternativo no plantearía mayores problemas y sería un ejemplo más perfectamente sólito, de esta evolución que amplía las labores de las Administraciones y les permite hacer cada vez más cosas más allá de lo previsto en las leyes. Al menos, no lo plantearía jurídicamente y, de hecho, ni siquiera es éste un elemento sobre el que se haya hecho excesivo hincapié, por ello, en el recurso del gobierno. Otra cosa es que políticamente gustara más o menos a los ciudadanos. Pero esa es una cuestión que éstos habrían de zanjar en las elecciones.

4. Las claves  últimas de la importancia de la decisión del Tribunal Constitucional, sin embargo, son de tipo formal y procedimental. Ahora bien, dicho todo esto, conviene recordar, como ya ocurrió con la anterior impugnación del primer 9-N, que la decisión del Tribunal Constitucional de admitir un recurso a trámite no tiene que ver con su evaluación sobre el fondo del asunto. Esto es, el primer 9-N está suspendido porque lo está también, entre otras cosas, la ley de consultas que le daba cobertura… aunque el TC todavía no haya decidido en ninguno de los dos casos sobre el fondo de la cuestión, esto es, sobre si la ley es o no constitucional y, en consecuencia, es o no posible la convocatoria. Quizás, de hecho, todavía se pueda dar una sentencia que las entienda adecuadas y constitucionales (en contra, por ejemplo, de lo que yo he argumentado por esa similitud material con un referéndum).

Del mismo modo, esta segunda convocatoria está cautelarmente suspendida porque así lo ha solicitado el Gobierno al impugnarla (y la norma establece este desequilibrado régimen de control sobre las actuaciones legales y ejecutivas de las CC.AA.) y nada puede hacer al respecto el Tribunal Constitucional cuando acepta admitir a trámite un recurso del gobierno. Y, sin embargo, en este caso, no es evidente ni mucho menos que la actuación del TC sea neutra porque hay discusión jurídica sobre la posibilidad de admitir un recurso sobre actividad meramente material de la Administración. La Constitución prevé en su art. 161 que los recursos ante el Tribunal son respecto de leyes u otras disposiciones y también respecto de las disposiciones y resoluciones de los órganos autonómicos. Por su parte, en la LOTC esto se traduce en “leyes, disposicones y actos impugnados” (véase su Título II). Es decir, en general, parece que el Tribunal Constitucional está para actuar respecto de cierta actividad administrativa de las Comunidades Autónomas, la formalizada, pero no la informal o material. Esta idea, la verdad, es algo más o menos razonable. De hecho, en muchas otras áreas de nuestro ordenamiento el Tribunal Constitucional no actúa siempre y en todo caso para controlar cualquier actuación. Ni siquiera respecto de cualquier violación de los derechos fundamentales lo hace desde que fue reformada la LOTC para hacer el recurso de amparo potestativo. Es decir, la Constitución y la ley reservan al Tribunal Constitucional para actuar frente a las más importantes actuaciones públicas o privadas y sobre ellas le atribuyen competencia, pero no se entiende que la tenga per se para controlar cualquier acto con relevancia jurídica. Es cierto que existe un lejano precedente que permitió al TC decretar la falta de competencia del gobierno vasco para convocar unas elecciones sindicales por vía material y no formalizada, pero la diferencia entre ese caso y el del «procedimiento catalán» es evidente, en la medida en que esa acción del gobierno vasco pretendía tener efectos jurídicos.

A estos efectos cabe recordar que hay una jurisprudencia abundantísima de nuestros tribunales, avalada por cierto siempre por el Tribunal Constitucional, que no permitía impugnar actividad administrativa ante la justicia ordinaria si no era reconducible a uno de los supuestos previstos legalmente. Es más, la actividad material de la Administración, en España, era muy difícilmente controlable, más allá de casos de vía de hecho, antes de 1998 justamente por esta razón y cuando en esa fecha se reforma al fin la ley de la jurisdicción contenciosa y se permite ya impugnarla en ocasiones sigue habiendo restricciones, de modo que siguen existiendo parcelas de actividad material difícilmente fiscalizables. Resulta, pues, como mínimo, discutible que esta impugnación del gobierno tenga base jurídica y es llamativo que el Tribunal constitucional haya hecho caso omiso a su propia jurisprudencia previa a la ley de la jurisdicción de 1998 sobre una cuestión en el fondo equivalente (¿se puede impugnar actividad material de la Administración cuando no está expresamente previsto en la norma esa vía de recurso ante el órgano de control?). No sólo eso, sino que la admisión del recurso se comunica en providencia que ni siquiera se digna en argumentar mínimamente esta cuestión, algo que, como mínimo, habría sido de agradecer. Porque es muy probable que las cuestiones de fondo que sí puede plantear el 9-N (esencialmente, la discusión sobre si la Administración puede válidamente participar en algo así, organizarlo incluso y destinar a ello recursos públicos) hubieran debido ser residenciadas, en su caso, en un recurso ante los tribunales ordinarios.



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