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Una de los mayores retos a que se enfrentan nuestros reguladores en la actualidad es conciliar, como hemos comentado ya en otras ocasiones en este blog, las nuevas posibilidades privadas de sharing e intercambio, tanto en su vertiente menos comercial como en la que directamente pretende hacer de ello un negocio y ofrecer los servicios en el mercado, con la regulación tradicional de los mercados de transporte urbanos o metropolitanos. Los conflictos hasta la fecha aparecidos son variados: competición por el uso del (escaso) espacio urbano, cómo determinar o asignar la prioridad a unos u otros usos modales, problemas referidos a la necesaria protección de las redes de transporte público frente a una posible canalización de sus usuarios por alternativas de sharing más eficientes individualmente pero que quizás no lo sean globalmente y, sobre todo, el omnipresente conflicto entre los nuevos prestadores de estos servicios (o quienes desearían serlo si la regulación lo permitiera) y los actuales incumbentes, especialmente taxistas, con licencias o concesiones de lo que tradicionalmente se consideraba como un servicio público (impropio). Como es sabido, en la Universitat de València, tanto en el Grupo de Investigación Regulation como en la Cátedra en Economía Colaborativa y Transformación Digital hemos estado trabajando ya desde hace unos años en estas materias, lo que permite avanzar ya algunas conclusiones sobre cómo se podrían (y deberían) resolver algunos de estos conflictos.
Desde una perspectiva regulatoria, además, hemos de tener en cuenta los diversos instrumentos internacionales y nacionales que ponen en valor las decisiones a escala local en estos ámbitos y que, además, fijan objetivos y establecen hacia dónde han de ir, tendencialmente, las regulaciones del futuro en esta y otras materias. Por ejemplo, y sobre todo, es de una gran importancia el documento de Naciones Unidas sobre la Nueva Agenda Urbana, de 2017 (NUA, New Urban Agenda), que pone el acento, certeramente, en el papel protagonista de las autoridades locales a la hora de alinear las posibilidades de nuevas alternativas de movilidad compartida con los objetivos programáticos de la declaración. Aunque el marco legal nacional siempre jugará un papel importante, y es por ello que, por ejemplo, los pasos hacia la liberalización de ciertos servicios en países donde la tradición legal era significativamente más rígida -como es el caso de España, sin ir más lejos- pasan también por alinear la legislación nacional con estas ideas, es esencial reivindicar que esta legislación ha de dar un gran margen de maniobra, tal y como establecen los instrumentos nacionales e internacionales, a los gobiernos locales y regionales. Un margen que resulta de mucha utilidad para que las autoridades locales puedan establecer matices y las debidas diferencias en la regulación de todas las cuestiones relacionadas con la movilidad urbana sostenible de una forma que permita su adaptación a sus concretas situación y necesidades.
Ahora bien, a la hora de hacerlo, y para alinear las nuevas posibilidades tecnológicas y económicas con los desafíos planteados por la sostenibilidad ambiental y los objetivos principales en materia de movilidad sostenible de la NUA -proporcionar alternativas de movilidad asequibles y de calidad a todos los ciudadanos velando por el respeto al medio ambiente y tratando de integrar todas las posibilidades tecnológicas que permitan una mayor eficiencia, hay algunas cuestiones que deberían ser siempre tenidas en cuenta. A partir de ellas es ya posible establecer una suerte de «Carta de Principios Reguladores de la Movilidad Urbana para afrontar los Desafíos del Siglo XXI», que debería basarse, a mi juicio, en las siguientes notas.
- Regulación convergente de la oferta de servicios de movilidad de base privada. La regulación de los servicios de taxi tradicionales, independientemente de su consideración como servicio público, que puede variar según la tradición legal del país, ha de evolucionar y, con el tiempo, también debería converger con la regulación de los servicios de transporte ofrecidos por otros agentes privados, normalmente a través de las modernas plataformas de intermediación digital. Se trata exactamente del mismo servicio, a efectos materiales y funcionales, de manera que meras cuestiones de intermediación o la tecnología empleada para ello no debieran bastar para que haya una diferenciación en el régimen jurídico de unos y otros prestadores. Hay pues, que tender hacia evitar diferenciaciones artificiosas y buscar la convergencia regulatoria (obsérvese que esto es justo lo contrario de lo que ha hecho hasta ahora España, que recientemente ha legislado precisamente con la idea de ahondar en la diferenciación entre unos y otros servicios a partir de distinciones, cuando menos, artificiosas).
- Capacidad local para establecer restricciones sobre el tipo de vehículos empleados y sus emisiones. Las autoridades locales deberían disponer de plena capacidad regulatoria de establecer límites, cuando sea necesario, para evitar la congestión de las ciudades y sus negativas consecuencias ambientales, y muy especialmente en lo referido a los centros urbanos. Han de tener pues respaldo regulatorio para poder imponer límites que puedan referirse bien a toda la ciudad o sólo a las áreas más afectadas, dependiendo de la gravedad -debidamente justificada- de los problemas de contaminación y congestión. Adicionalmente, y en línea con lo que es cada vez más común en muchos países (Alemania, Dieselverbot) que han de poder discriminar entre los distintos tipos de vehículos y de servicios de movilidad ofrecidos, públicos y privados, evaluando sus efectos e incidencia de todo tipo en estos dos planos (congestión y polución), a fin de poder justificar que estas restricciones no sean necesariamente las mismas para todos ellos. Estas diferencias de trato, en todo caso, han de estar siempre debidamente justificadas y atender a razones ciertas, que permitan justificar tanto la adecuación como la proporcionalidad de la medida para lograr los objetivos perseguidos.
- Posibilidad de establecer requisitos diferentes, y más exigentes, para los vehículos que prestan servicios de transporte privado. Además, se han de establecer con carácter general requisitos cada vez más exigentes sobre la calidad ambiental de todos los vehículos que oferten servicios de transporte en áreas urbanas, que las autoridades locales deben también tener competencia para poder incrementar para hacerlos si cabe más estrictos en lo referido a la circulación por sus calles si hay una justificación ambiental suficiente. Los más importantes son los requisitos relacionados con la eficiencia en el uso del combustible y las emisiones. Ha de asumirse, por ejemplo, que las ciudades puedan establecer que la flota que ofrezca estos servicios garantice «emisiones 0» (al menos, las directas) si lo consideran oportuno, siempre y cuando no discriminen injustificadamente entre los prestadores del mismo servicio. Por el contrario, sí puede haber un trato diferente entre estas exigencias y las que afecten a vehículos privados por cuanto estos últimos, al realizar muchos menos viajes diarios (y no estar ejerciendo una actividad económica) plantean menos problemas de contaminación efectiva en el día a día precisamente por su menor uso (aunque éste menor uso comporte, desde otros puntos de vista, necesariamente una menor eficiencia).
- Capacidad jurídica de los entes locales para ordenar y restringir el tráfico tanto en ciertas áreas de la ciudad como para establecer medidas de reducción de otro tipo (peajes, prohibiciones de circulación alternas). Todas estas medidas han de hacerse compatibles, y deben decidirse en consecuencia, con otras regulaciones y disposiciones sobre movilidad privada que puedan afectar tanto al uso de vehículos a motor por parte de los ciudadanos como, y por supuesto, con el uso de otras alternativas de movilidad de base privada. Se trata de un problema, como es obvio, jurídicamente diferente, pues en un caso se está regulando una actividad privada que ofrece servicios en régimen de mercado y en el otro caso, simplemente, el uso privado de determinados bienes o alternativas de movilidad. Adicionalmente, y como es obvio, cualesquiera de las medidas ya detalladas habrán de promoverse de manera que sean coherentes con las posibles restricciones contenidas en el plan global de movilidad urbana, que puede restringir ciertas zonas a la circulación, así como con hipotéticas medidas como prohibiciones de entrada a la ciudad –o a ciertas zonas– o peajes urbanos, si se implantaren, en los términos en que en cada caso se disponga (matrículas alternas, peajes, etc.).
- Atención y prioridad al transporte público. Junto a la ordenación del transporte privado y de los servicios privados de movilidad ofertados en régimen de mercado, la autoridades públicas han de tener en cuenta de manera preferencial y prioritaria los sistemas de transporte público y sus necesidades, no sólo por su importancia ambiental (reducen contaminación y congestión) sino también social (son la única alternativa de movilidad disponible para muchos colectivos). Por ejemplo, las decisiones sobre cómo compartir el espacio urbano, que es limitado por definición, son una herramienta poderosa de acción local para promover algunos tipos de movilidad que pueden considerarse mejores que otros, y habrán de establecer en todo caso una clara prioridad de usos del espacio público en favor de la movilidad peatonal y del transporte público frente a cualesquiera medios de transporte, o alternativas de movilidad, privados.
- Posibilidad de normativas de transición para garantizar una adaptación más suave a la nueva realidad. En algunos casos, regulaciones transitorias o temporales pueden ser necesarias para hacer frente a ciertos desafíos planteados por problemas sociales o económicos derivados de la aparición de estas nuevas alternativas de transporte. Las autoridades locales pueden decidir, por ejemplo, optar por imponer cargas o impuestos a los nuevos prestadores de servicios de movilidad (por ejemplo, empresas de sharing) para promover o ayudar a realizar la transición a la competencia de los operadores ya instalados (por ejemplo, al sector del taxi), que en ocasiones pueden resultar problemática y que, de esta manera, puede realizarse de manera más ordenada. Se trata de la única excepción posible a la antedicha necesidad de convergencia regulatoria y de igual trato para todos los servicios de transporte -que podría excepcionarse, por ejemplo, imponiendo exigencias ambientales mayores durante un tiempo a los recién llegados mientras se da más margen de adaptación a los operadores ya instalados- pero sólo se justifican si se trata de medidas temporales y de transición. También es posible destinar parte de los precios públicos o peajes de entrada a la ciudad o tasas de congestión a un fondo de compensación que forme parte de este tipo de medidas de transición como, en un sentido más general, puede ser también el caso respecto de todos los impuestos pigouvianos en materia de movilidad. Con esta misma finalidad de favorecer una paulatina y menos traumática adaptación de los antiguos prestadores, beneficiados de las regulaciones tradicionales, a la nueva situación, también es posible establecer cláusulas o remedios temporales específicos, como ya se han experimentado en algunas ciudades, a fin de subsidiar indirectamente los servicios de taxis antiguos –o por medio de condiciones más suaves que los hagan durante un tiempo más rentables que la competencia, aunque éstas no deberían implicar derogaciones a las exigencias ambientales– mientras se permite a los nuevos competidores operar en lugar de poner trabas a su actividad. Ésta es una posibilidad a considerar detenidamente -y no está funcionando mal en los lugares donde se ha introducido-, aunque como ya se ha dicho sólo como una medida transitoria, cuando la Administración Pública ha creado un marco regulatorio que ha llevado a algunos agentes a realizar grandes inversiones, por ejemplo, en la compra de licencias de taxi, que pueden volverse menos rentables y valiosas por un súbito cambio de las condiciones regulatorias. Ha de quedar claro, sin embargo, que en la mayoría de los casos, cuando hablamos de regulación y condiciones estables y no de remedios temporales, estas diferenciaciones entre prestadores no tienen sentido legal ni económico.
- No hay que asumir que la movilidad compartida va a desplazar necesariamente a las alternativas basadas en la propiedad privada de los vehículos o medios de transporte -o, al menos, no a corto plazo-. Todavía subsisten cuestiones por resolver sobre el alcance de la transformación causada por la movilidad compartida. Por ejemplo, existen dudas sobre si tendría o no sentido desde un punto de vista estrictamente económico anticipar regulatoriamente una hegemonía de las alternativas compartidas frente al sistema tradicional de propiedad individual de los vehículos, como muchas veces es asumido. Algunos estudios recientes muestran cifras, sin embargo, que cuestionan esta suposición.
- Promoción municipal de los sistemas de sharing de base privada que no se basan en prestar el servicio sino de poner a disposición el vehículo. Todos estos servicios son a día de hoy ya una alternativa eficiente y que ayuda a la descarbonización de las ciudades si se impone que se trate en todo caso de vehículos eléctricos, como ha de ser el caso. Eso sí, teniendo en cuenta el hecho de que la viabilidad económica de los esquemas para compartir y sistemas de sharing es más fácil de alcanzar con vehículos menos costosos que los automóviles –bicicletas, donde ya hay una historia y tradición en curso de actuación y regulación de los poderes locales para poner en marcha tales esquemas; patinetes o dispositivos de movilidad equivalentes–, estas muy interesantes alternativas para reducir los costes ambientales y el número global de vehículos dentro de las ciudades han de ser amparadas en primer lugar, sin que necesariamente ello obligue a realizar un mismo esfuerzo con los servicios de sharing de automóviles eléctricos, que aunque tiene sentido que se autoricen también y que no se les pongan trabas, ocupan más espacio público y pueden generar más problemas de congestión, por lo que probablemente no debieran merecer, en cambio, de incentivos regulatorios o económicos por parte de los poderes públicos locales para su implantación.
- Prestación pública directa de servicios de movilidad y sharing por parte de los entes locales. Las autoridades locales pueden, junto a su oferta tradicional de red de transporte público, crear sus propias plataformas públicas para compartir automóviles –u otros vehículos, como ya están haciendo en muchos casos, especialmente en materia de bicicletas– o subsidiar algunas iniciativas privadas equivalentes cuando respetan los intereses públicos en materia de movilidad y realicen funciones de servicio público. Para los competidores en régimen de mercado, a quienes se ha de permitir poder actuar y ofrecer estos servicios aunque haya un operados público -o uno privado subsidiado por las razones antedichas- se ha de establecer un marco regulatorio equitativo e igual para todos, equilibrado y que además tenga en cuenta las implicaciones de uso del espacio público, tanto en términos de posible congestión como para gravar ese uso común especial del mismo destinado a la obtención de una ganancia económica en beneficio de unos particulares. Esta tasa por la utilización del espacio público para ofrecer servicios ha de tener en cuenta los beneficios ambientales y de congestión que cada alternativa modal general -y, como es lógico, no tiene sentido aplicársela al servicio público directamente gestionado por los entes locales-.
- Todas las medidas de incentivo han de reservarse sólo para la movilidad compartida que no suponga emisiones directas, y se ha de tratar de desincentivar la oferta de sharing de movilidad privada que no implique descarbonización ni rebaja de la polución. Las evidentes ventajas de la movilidad compartida, tanto en sus versiones más colaborativas como en lo que supone la oferta de servicios privados de transporte, se incrementan en todo caso enormemente si se combinan con el uso de vehículos que no funcionen con combustibles fósiles, lo que implica hablar tanto de automóviles eléctricos como de otros vehículos y modalidades alternativas, desde las bicicletas tradicionales a otros aparatos y cachivaches eléctricos –bicicletas, patinetes…–. Cabe señalar que los automóviles/vehículos eléctricos pueden no ser alternativas completamente descarbonizadas en algunos casos, dependiendo de la fuente de energía eléctrica que utilicen para su propulsión. Aunque éste es un elemento también a tener en cuenta, con todo, no cabe duda de que las emisiones directas son un factor más importante en lo inmediato, por el impacto que tienen sobre la polución urbana. En cambio, si esos vehículos son autónomos o no –sin conductor–, aunque sin duda plantea otro tipo de problemas muy exigentes -cuestiones de seguridad y responsabilidad, junto a preguntas sobre el futuro del empleo para los seres humanos-, todas ellas muy interesantes, no es una cuestión de importancia jurídica respecto de la organización de la movilidad urbana, pues a estos efectos es una alternativa neutra.
- Promoción de otros modelos de movilidad, a pie, en bicicleta y la reducción de la movilidad innecesaria como aproximaciones estratégicas básicas. Por último, per probablemente mucho más importante, se ha de recordar que cualquier estrategia global coherente adoptada por los gobiernos locales dispuestos a cumplir con las exigencias derivadas de la Nueva Agenda Urbana debe adoptar una regulación que ante todo y por defecto busque promover otros tipos de movilidad más allá de las plataformas empresariales de sharing y el posible uso compartido de automóviles, como son los desplazamientos peatonales, que han de estar primados y preservados en todo caso, con la necesaria inversión en infraestructuras que los haga posibles, seguros y agradables. Iguales reflexiones pueden merecer, también, los desplazamientos en bicicleta y cualesquiera otros que no empleen fuentes de energía que de manera directa o indirecta generen emisiones. Además, ha de ser tenido en cuenta que en el futuro aparecerán sin duda también muchas oportunidades de mercado relacionadas con el uso compartido de bicicletas, eléctricas o no, y el uso compartido de otros dispositivos de movilidad. Para promoverlos, pero también para controlarlos, es necesario no solo la infraestructura adecuada para hacer factible un uso masivo de tales alternativas, sino también para realizar un reparto consciente del espacio público entre alternativas de movilidad a fin de ordenar el tránsito de dichos dispositivos. La mayoría de estas decisiones, más allá del marco legal muy básico que pueda existir a nivel nacional, serán adoptadas por las autoridades locales, que son y han de ser los principales responsables y protagonistas en la regulación y mejor del fenómeno de la movilidad urbana.
Llevamos al menos un par de años escuchando hablar de fake news y de las injerencias en los procesos deliberativos propios de nuestras democracias prácticamente a diario. No hay proceso electoral, desde la elección de Donald Trump a finales de 2016, que no se vea salpimentado con acusaciones de intentos de manipulación tecnológica, ya sea porque potencias extranjeras actuarían intoxicando a los ciudadanos, ya porque se teme del poder enorme de las redes sociales a la hora de identificar sesgos políticos y emocionales en los ciudadanos que pueden ser empleados por éstas para influirles electoralmente, o incluso por las prevenciones que suscita el hecho cierto de que las campañas más capacitadas tecnológicamente y con más medios económicos tienen a día de hoy a su alcance posibilidades de actuación que hace años eran impensables. Escándalos como el de la empresa Cambridge Analytica, por ejemplo, cuando se descubrió que esta compañía empleó minería de datos extraídos de redes sociales para diseñar campañas de microtargeting político en procesos electorales como el de las últimas elecciones a la presidencia de los Estados Unidos, llevan coleando desde hace meses. La preocupación es grande por estas cuestiones, no sólo en partidos políticos y medios de comunicación, sino que ya ha llegado en las instituciones nacionales e internacionales. Es quizás más una preocupación de las elites que algo socialmente sentido como alarmante, al menos por el momento. Pero que los actores más relevantes en nuestras democracias sí consideran estas prácticas, en general, un riesgo para la democracia y llevan un tiempo estudiando las medidas que han de ser adoptadas para prevenir la contaminación del debate público es algo incuestionable.
Obviamente, tienen algo de razón en ello. Otra cosa es que su estrategia para combatir el problema sea certera y no contenga elementos notables de hipocresía. Pero, como cuestión de principio, nada que objetar al planteamiento de base. Dado que las democracias funcionan precisamente como sistemas de toma de decisiones construidos para ser lo participativos que sea posible, la deliberación informada, a partir de un libre flujo de noticias y de un debate público debidamente vehiculado y suficientemente plural, es esencial para la legitimación del sistema como tal. La existencia de este tipo de injerencias, de posibles manipulaciones del mismo a gran escala o incluso la mera transformación por degradación del debate público de manera que ya no sirva al contraste efectivo de opiniones ponen en riesgo el mismo fundamento de las bases políticas de nuestras sociedades. Estas preocupaciones, como es lógico, son si cabe mayores durante los períodos electorales, respecto de los que una voluntaria contaminación del proceso con fake-news u otras formas de influencia espuria, si fueran exitosas, podrían llegar a poner en riesgo la misma conformación «libre» de mayorías que reflejen de verdad el consenso social. Un pueblo manipulado informativamente con éxito y al que se logre condicionar emocionalmente para que vote en contra de sus intereses y a favor de quien tiene la capacidad e instrumentos para conseguirlo es, como casi nadie puede poner en duda, un pueblo para quien la democracia estaría siendo un muy mal negocio (cuestión distinta es cómo de lejos estamos de esa realidad… o si en verdad hemos estado hasta ahora todo lo lejos que creíamos).
Como el tema es, qué duda cabe, no sólo actual sino importante hemos celebrado en Valencia un congreso (muchísimas gracias a Lorenzo Cotino Hueso y a Jorge Castellanos, activos compañeros de la UVEG, por el trabajazo que han desarrollado) sobre estas cuestiones: «Elecciones, gobierno abierto, información y fake news», con la participación de numerosos académicos y especialistas que llevan ya un tiempo trabajando estas cuestiones. En el fondo, toda la organización reposaba sobre le idea, bastante egoísta, de que gente que sabía mucho más que nosotros del tema viniera a explicarnos cómo estaban las cosas. Gracias a eso, uno puede irse haciendo una composición de lugar. A modo de breve resumen de algunas de las cosas que aprendí y cómo me han servido para ir formándome una opinión sobre las ideas y algunos prejuicios con los que ya llegaba yo al asunto, os dejo aquí algunas de las ideas y conclusiones, necesariamente muy personales, sobre el problema de la respuesta pública a la desinformación y manipulación informativa política y electoral:
1.La manipulación son siempre los otros. En primer lugar, creo necesario recordar, aunque sea brevemente, que esto de la manipulación que altera la democracia y las elecciones es siempre muy malo cuando lo hacen los demás… y no digamos si además va y resulta que a la postre ganan las elecciones (dado que son los otros, y son los malos, que hayan ganado tiende a resultarnos, a la postre, una poderosa prueba de que seguro que han hecho trampas). Pero claro, si ganan los nuestros, el problema se ve desde otro prisma. No hace tantos años todos los medios de comunicación nos explicaban con entusiasmo y veneración las maravillas tecnológicas de las campañas de Obama y cómo eran capaces de segmentar lemas y campañas, identificar votantes a partir de sus perfiles en redes sociales y prepararles mensajes específicos, así como lo buenas que eran estas herramientas en términos de movilización popular. En cambio, si lo hace Donald Trump, como al parecer lo hizo con ayuda de Cambridge Analityca en una versión necesariamente corregida y aumentada (porque habían pasado ocho años y los avances en estas y otras materias han sido enormes) pues ya no nos parece tan bien. Lo que era genio político e incentivación de la participación involucrando a la población para que fueran más activa y formara parte de verdad del proceso democrático ha pasado, de golpe, a ser un avieso uso de técnicas avanzadas de manipulación del votante.
De alguna manera, en toda la reacción que estamos viendo por parte de instituciones nacionales e internacionales, medios de comunicación y partidos políticos ya instalados, es obvio que hay, en realidad, buena parte de hipocresía. La manipulación de medios, el control del debate público y la orientación de las preferencias de los electores no es que sea mala en sí misma, ¡sino que es mala cuando la hacen las personas no adecuadas! Durante décadas, y empleando los medios tradicionales a su alcance, todas estas elites sociales, políticas y económicas que hoy claman contra la desinformación y las campañas de manipulación de que somos objeto los ciudadanos han pastoreado confortablemente, gracias a todos los recursos públicos y medios de comunicación privados, a las opiniones públicas occidentales. Simplemente, en su caso, ellos estaban seguros de que con su control se contribuía sin duda a incrementar el nivel del debate, preservarlo de populismos y de derivas emocionales interesadas. Sin embargo, y visto desde fuera, no está tan claro que no se pueda responder que simplemente eran sus derivas emocionales y sus intereses los únicos presentes, con un control de la tecnología y los medios de admitía pocas réplicas (lo que generaba, sin duda, mucha estabilidad), pero que ello no hacía, precisamente, al resultado más democrático.
Haciendo un repaso acelerado e inevitablemente «cuñado» a la relación de las elites tradicionales con los medios de comunicación como vehículos para la conducción (y encuadramiento) del debate público en estos dos siglos de democracias liberales que tenemos a nuestras espaldas, de hecho, podemos ver que esta pauta de indignada preocupación ante la manipulación se repite siempre que se ha producido una cierta ampliación de los actores con capacidad no ya de tener reconocida la libertad de prensa reconocida constitucionalmente de manera formal, sino de hacer uso efectivo de una prensa porque pasaban a tener por fin los medios económicos para ello. Así, a finales del siglo XIX, a medida que los costes de disponer de prensas se reducían y se generalizaban panfletos y diarios con creciente difusión por medio de los que se ponían en circulación ideas entonces tenidas por subversivas, como las de la causa obrera, también se produjo una primera reacción institucional promovida por las elites tendente a imponer un mayor control sobre los medios de comunicación escritos, con incrementos de los controles previos y de la censura. Se trataba, como es sabido, de evitar que las «fake news» y el adoctrinamiento pudieran contaminar al buen pueblo y a la clase trabajadora con ideas peligrosas y contrarias al legítimo orden democrático y a las debidas formas de participación reglada y ordenada en el debate público y en esas democracias, censatarias, por supuesto, que nos dimos entre todos.
Por lo general, la historia de nuestras democracias liberales es también la de una evolución con sucesivas olas de desconfianza hacia los riesgos de una mayor democratización que haría perder el control a las elites pero que, a la postre, éstas han de asumir y tratar de integrar de un modo u otro. A veces con mayor inteligencia, siempre teniendo que ampliar un poco el círculo de integrados en el sistema como consecuencia de ello, pero normalmente con una indudable capacidad para retener el control. Para ello, además, el disponer del poder estatal y sus posibilidades de ejercicio de la coacción cuando es necesario ayuda mucho. Pero el principal recurso para lograrlo es más poroso y requiere, esencialmente, del control de los medios de comunicación, que son a la postres los únicos instrumentos para intentar lograr este objetivo de manera estable. Por ello, en la medida en que el control efectivo sobre los que tienen un mayor alcance y penetración social esté en manos «responsables», como es obvio, los riesgos se minimizan. Por esta razón, una vez hubo que asumir que la libertad de la prensa escrita era difícil de contener pasó a ser tan importante el control sobre otros medios, como la radio o la televisión, que al requerir de fuertes inversiones permitían de nuevo aspirar a lograr una recentralización efectiva de los mensajes que iban a definir los estados de ánimo sociales.
Así hemos vivido más de medio siglo en el mundo occidental, con la prensa escrita contemplando el panorama para quienes deseaban algo más de profundidad y unos discursos y debates públicos a la postre muy centralizadamente encuadrados. Así hemos consolidado y construido las democracias liberales en que vivimos, con sus muchos defectos pero sus incuestionables virtudes. Y, más o menos, así eran las reglas del juego que estábamos habituados a aceptar (y, también, las reglas del juego sobre quién tenía la capacidad de controlar y, en su caso, manipular). Sin embargo, desaparecidos buena parte de esos viejos obstáculos económicos en la actualidad, con la pluralidad de emisores que ello ha generado, y dada la aparición de otras fuentes informativas gracias a Internet o a la importancia creciente de las redes sociales, que actúan en una dirección opuesta, al posibilitar la descentralización de fuentes informativas, es normal que vivamos una reacción. Por un lado, porque el panorama es nuevo, más complicado y mucho más incontrolado. También, por cierto, es más plural. Pero, por otro, y no conviene perderlo de vista, porque, en el fondo se aspira a lograr por las vías de siempre (jurídicas, y en ocasiones represivas) recuperar el control tradicional (o todo el control posible) sobre estos flujos informativos. Cuando analizamos las respuestas frente a os riesgos de fake-news o manipulaciones y algunas de las explicaciones que se nos dan, o algunas de las normas que se están aprobando como reacción, conviene no perder nunca de vista este elemento.
2. Poder público y poder privado. A diferencia de lo que ha pasado hasta hace poco, los grandes actores que controlan los flujos de información, así como cada vez más datos referidos a cómo cada usuario interacciona o reacciona frente a éstos, ya no son públicos (estatales) sino privados (grandes empresas multinacionales de sectores tecnológicos y además relativamente jóvenes). El poder que ello confiere a empresas como Google o Facebook, por mencionar sólo a los dos gigantes de los sectores más directamente implicados, es enorme y mucho mayor del que tienen la mayor parte de los Estados. Por esta razón, la gran obsesión de nuestros días en materia de regulación de los flujos de información pasa por intentar contener el poder de estos intermediarios, prohibirles que hagan cierto uso desviado de la información y datos que tienen… o garantizar de algún modo que hagan un buen uso de ellos (el problema que supone toda esta acumulación de datos es que, en general, disponer de la misma es muy bueno para mejorar plataformas y negocios y ganar en eficiencia social desde muchos puntos de vista, pero también permiten por ello abusos; incluso podría cuestionarse hasta qué punto la ganancia de eficiencias hecha a costa de que los ciudadanos desvelen más y más preferencias bastante íntimas por efecto de la acumulación de información sobre ellos y las viguerías que se pueden hacer con su tratamiento sin que ellos sean muy conscientes de ello es legítima). Pero claro, lograrlo no es nada sencillo. Máxime en un mundo y un ámbito en el que (véase el punto 1) el buen o mal uso depende demasiado, a la hora de la verdad, no del qué se haga sino de quién lo haga. Además, hay que tener en cuenta que estas empresas, por mucho poder que tengan, están sometidas a enormes presiones competitivas de las que no pueden sustraerse. A Facebook, por acudir al ejemplo más evidente, le interesa que los contenidos se compartan, así como promocionar y visibilizar aquellos mensajes con más potencial de interacción, por ejemplo. Mientras el modelo de negocio de estos intermediarios dependa de la cantidad de actividad generada, y es difícil que esto cambie sustancialmente, es complicado pretender que actúen contra aquello que les hace crecer y ganar peso relativo en su sector.
A la postre, de este difícil equilibrio se derivan una serie de reglas tácitas para la regulación de estos sectores que ineluctablemente se cumplen en casi todos los países de nuestro entorno. En primer lugar, es inevitable que los Estados y sus sociedades muestren una mayor confianza hacia las empresas e intermediarios propios (por ejemplo, en EEUU hay menos desconfianza hacia sus empresas que en Europa, y no digamos que en países como China o Rusia), a las que se tiende a dejar mayor libertad y espacio a la autorregulación, que en las de fuera. No es casualidad, por ejemplo, que las más exigentes regulaciones europeas en materia de protección de datos o la regulación del derecho al olvido protejan a los ciudadanos europeos frente a la acción de empresas que son grandes gigantes estadounidenses mientras que, en cambio, en los EEUU se confía mucho más en la autorregulación de éstas y que será el efecto del mercado quien irá diluyendo los problemas y garantizando la efectiva protección de los ciudadanos. Es mucho más fácil confiar en el mercado en estos casos.
Por el contrario, en China estas empresas, por poner un ejemplo de un país tercero pero con capacidad efectiva para imponer reglas a este tipo de empresas por tener un mercado apetecible para ellas al que no quieren renunciar, sólo pueden operar si aceptan reglas estrictas sobre cómo gestionar los contenidos informativos que, además de imperativas, son mucho más rígidas. Y como de lo que se trata es de no perder negocio, en estos casos, los gigantes de internet las sumen y las aceptan. Obviamente, para poder aspirar a tener esta capacidad se ha de tener un Estado con un mercado suficientemente interesante y modular la intervención de modo que compense a los actores globales. Con las grandes empresas de Internet, a la postre, la regulación pública tiene que realizar una composición entre lo deseable y lo posible que depende, sencillamente, del peso de cada país. Dentro de esta tendencia global, la posición de Europa, en una posición intermedia, es en parte reflejo de la posición subordinada de sus empresas en estos mercados. Por eso tiende a imponer más reglas que los EEUU, como veremos que empieza a ocurrir ya en materia de fake-news. Reglas que, además, se puede permitir tratar de poner en práctica porque económica y poblacionalmente tiene suficiente peso de manera agrupada como para que las grandes empresas de Internet hayan de atender a sus exigencias. Pero, por otro lado, esa posición tecnológicamente subordinada y altamente dependiente en estos mercados, como es obvio, le priva de cierta capacidad de maniobra informal.
3. Movimientos internacionales para acotar las campañas de desinformación…y campañas desinformación sobre las propias fake news. Una de las cosas que más me ha sorprendido descubrir recientemente (en el Congreso nos comentó largamente esta cuestión la profesora Margarita Robles en una interesantísima ponencia) es que ya desde hace años hay un intenso debate internacional para tratar de lograr una regulación consensuada, aunque sea de mínimos, sobre fake-news y desinformación que pueda alterar procesos democráticos. Básicamente, por la poca información que, a su vez, tenemos los ciudadanos de este proceso…. y por lo sorprendente que es lo que está ocurriendo en la materia y de la que no parece que nuestros medios tengan muchas ganas de informarnos. Por ejemplo, quizás llame la atención al lector saber que en Naciones Unidas se han votado ya sendas propuestas para regular, aunque sea en parte, esta cuestión. Y llamativamente (o no tan llamativamente), ha pasado totalmente inadvertido entre nosotros el hecho de que la propuesta de más éxito, y que más acuerdo global ha generado, es una de la Federación Rusa que, recogiendo los trabajos previos realizados en el seno de la propia ONU, proponía medidas de transparencia y control sobre la actividad en redes que permitirían trazar los orígenes de ciertas campañas o posibles injerencias. Más sorprendente aún que el hecho de que esta propuesta sea la más exigente y perfilada es que, además, haya recibido un muy amplio apoyo por parte de la comunidad internacional. Sólo han votado en contra de la misma, prácticamente… EEUU y los países de la UE. Estos países, a su vez, han presentado una propuesta propia que prácticamente han votado sólo ellos, mucho menos exigente y con menos obligaciones de transparencia para las redes proveedores de servicios.
Es enormemente chocante, al menos en primera instancia, que uno de los países acusados habitualmente de estar detrás de gran parte del flujo de información considerada como «fake-news» por los grandes medios de comunicación, como es Rusia, esté tratando de lograr que se apoye un instrumento internacional que obligaría a los estados a legislar para forzar a las empresas de intermediación digital a publicar y ofrecer mucha más transparencia sobre el origen de ciertas noticias, las dinámicas de propagación de las mismas y demás. Pero en realidad, si lo analizamos fríamente, tiene su lógica. Tanto Rusia como el resto de países que han apoyado este instrumento tienen poco o nulo control sobre estas empresas de intermediación informativa y muchos incentivos para desear una regulación garantice más transparencia. Mientras que son EEUU y al Unión Europea, que en el fondo son los que más se pueden aprovechar de las mismas, los más interesados en evitarla.
Este proceso, donde los actores no se comportan como nos suelen decir (y del que se nos mantiene en una sana ignorancia por nuestros mass media, que han olvidado informar sobre estos hechos a pesar de lo mucho que se dedican a hacer reportajes sobre fake news en tiempos recientes),nos da también una idea de hasta qué punto la información que recibimos sobre las propias fake-news y los problemas que generan está mediada por unos agentes con intereses propios, tanto nuestros propios Estados como los medios de comunicación, que no tienen demasiadas ganas, por ejemplo, de contar con una regulación que les obligue a desarrollar estas políticas de transparencia. Descubrir este tipo de cosas le hace a uno ser bastante escéptico cuando se encuentra luego con ciertas afirmaciones y textos que destilan supuesta preocupación pero respaldan las actuaciones de quienes vetan la transparencia en cuestión. Y, también, para ser sincero, analizar con otra luz las regulaciones que a escala nacional algunos estados andan aprobando y que, supuestamente, tienen como objetivo lograr esta mayor transparencia y control que, en cambio, no apoyan en demasía cuando se trata de pactar un instrumento internacional para ello.
4. La acción a escala nacional: medios de control y, en su caso, represión de contenidos informativos tenidos por inaceptables o que buscan desinformar y engañar. Ante la ausencia de efectiva capacidad para controlar de manera directa la difusión por medios de las redes sociales de información, los Estados, especialmente los que tienen menos acceso a posibles instrumentos de control informal de las mismas y los que más ajenas las ven (por ejemplo, es el caso de Rusia), están aprobando leyes para tratar de controlar estos flujos de información tanto más represivas y autoritarias (de nuevo, podemos incluir en esta categoría el caso de Rusia, pero también normas como la recientemente aprobada en Brasil) cuanto más acorde es ello con la tradición de sus sistemas jurídicos. Pero el fenómeno es más global de lo que parece. La Unión Europea, por ejemplo, ha puesto en marcha un Plan de Acción contra la Desinformación, que ha empezado a desplegarse por primera vez aprovechando la campaña europea de 2019. Se trata de una campaña de monitorización y evaluación acompañada de códigos de buenas prácticas para los medios de comunicación, que va de la mano del incentivo a mecanismos privados de verificación, muy de moda últimamente, a la manera de la respuesta tradicional estadounidense. Más allá de medidas de incentivo y de remisión a la autorregulación, la emisión de recomendaciones y el estudio de la situación, no hay pues, de momento, medidas hard de ámbito europeo (sobre esta misma cuestión publica hoy en Agenda Pública un artículo la compañera Susana de la Sierra).
Sin embargo, a escala nacional no sólo son países como la Federación Rusa o Brasil los que han aprobado leyes contra la desinformación con medidas más concretas y en ocasiones coactivas. Como es sabido tanto Alemania (con una ley que establece obligaciones concretas para las plataformas digitales en punto a la verificación del contenido y que permite forzar administrativamente la retirada de contenidos, que ya ha empezado a ponerse en práctica aunque con pocos efectos por el momento) como Francia (con una ley sobre el control de la información en períodos electorales que también ampara la retirada administrativa forzosa de ciertas informaciones cuando se consideran falsas y propagadas con voluntad de alterar coordinadamente el debate político, aunque en este caso sólo en períodos electorales) han aprobado ya leyes contra las fake-news que dotan a sus poderes públicos de capacidad para controlar, intervenir, obligar a crear mecanismos internos de control a estos intermediarios, pedir incluso la retirada de información que se considere engañosa a las plataformas y, llegado el caso, proceder también a imponer esta retirada de la información en cuestión, aunque sea sólo en casos excepcionales, que se difunde por redes sociales. En España, de momento, no contamos con una legislación equivalente (una propuesta del PSOE en la anterior legislatura de dotar a la Agencia Española de Protección de Datos de competencias en esta materia decayó y no se ha vuelto a plantear), pero las vías directas e indirectas para lograr un mayor control de las publicaciones se están multiplicando en tiempos recientes. Se trata, pues de una pauta global y que va en aumento respecto de la que hay que mantenerse en guardia porque puede plantear no pocos problemas de colisión con la libertad de expresión e información. No es uno menor de entre ellos, precisamente, el hecho de que el control sobre estos contenidos y parte de las decisiones sobre lo que es «desinformación» o cuándo hay una campaña o no en este sentido sean tomadas por organismos administrativos, con todo lo que ello supone (recordemos que las fake-news, por defecto, siempre son los otros). Tanto o más preocupante, como hemos señalado con el caso español, es cuando además de pretende aspirar a realizar esta función por vías indirectas.
En conclusión, parece claro que los Estados, enfrentados a una situación donde por un lado es cierto que aparecen nuevos riesgos tecnológicos que pueden alterar el debate público y permiten manipulaciones peligrosas, pero por otro donde se ve con cierta claridad que en parte su preocupación no viene tanto de que se pueda manipular el debate como de que se haya perdido la capacidad casi exclusiva de antaño para manipularlo en el propio beneficio y que en cambio ahora quienes puedan hacerlo sean también otros, han optado por incrementar los controles sobre la libre expresión por diversas vías. Y, lo que es más interesante, y peligroso, por hacerlo dotando de mayores controles administrativos sobre la libre expresión a las Administraciones Públicas. Una tendencia, por lo demás, que en España cuenta ya con cierta tradición y que, a mi juicio, como he tenido ocasión de explicar extensamente, es bastante peligrosa.
5. La viabilidad de los remedios liberales clásicos. Llama la atención en toda esta descripción la ausencia de propuestas de remedios liberales que podríamos llamar «clásicos», a la manera de lo que, por ejemplo, propondría alguien en la senda de Stuart Mill: ¿no sería posible combatir la desinformación con, sencillamente, mejor información? Pues parece que las democracias occidentales actuales han llegado a la conclusión de que no. O, al menos, da la sensación de que, a estas alturas, nadie se acaba de creer esto del todo o que sea suficiente sólo con eso. Es más, si uno ve la reacción de las elites establecidas lo que es obvio es que frente a los riesgos derivados de un debate público contaminado por sensacionalismo y desinformación interesada su primera e inicial respuesta ha sido no tanto proveer de mejor información a la sociedad como buscar desesperadamente cómo capitalizar la emisión de desinformación basura, en la confianza (a mi juicio loca e infundada) de que si la «basura informativa buena» es lo suficientemente difundida y preeminente, problema resuelto. Porque el problema, por lo visto, no es la desinformación en sí o que el debate se degrade, sino que las conclusiones a las que llega la población no sean las adecuadas. Si logramos que la población piense mayoritariamente lo que toca, aunque sea empleando todas las técnicas que decimos reprobar, ningún problema.
Por ejemplo, si nos ceñimos al ejemplo español (pero no es muy distinta la cosa en el resto de países de nuestro entorno, me temo, como puede verse en la manera en que el establishment mediático tradicional canaliza su oposición a Donald Trump), la reacción de los grandes medios de comunicación otrora hegemónicos y de las grandes cabeceras de prestigio de la prensa clásica ante la avalancha de información de dudosa calidad y procedencia no ha sido producir información de más calidad sino, de manera muy evidente, tratar de competir con productos cada vez más sensacionalistas y superficiales. Probablemente hay razones de mercado difíciles de soslayar detrás de esta elección (como suele decirse, la información de calidad es cara y, además, atrae a corto plazo a menos audiencia que otro tipo de contenidos más llamativos), pero el caso es que la dinámica es clara. Ello no sólo resta a los grandes medios de legitimidad para criticar la desinformación y las fake-news, sino que además deja a la sociedad, lamentablemente, sin la posibilidad de contrarrestrarlas debidamente acudiendo a otras fuentes disponibles que sí sean de calidad, dado que éstas son más bien escasas.. y se van haciendo más y más raras.
Una consideración aneja a esta cuestión tiene que ver con la misma independencia de los grandes medios. Sometidos a presiones de mercado, en entornos cada vez más competitivos, y dado que la información de calidad es cara de producir y tiene poca demanda a corto plazo, la independencia económica de los medios de comunicación se ve cada vez más comprometida. O, quizás, se ve cada vez más visiblemente comprometida (hay quienes han estudiado que hubo desde la segunda guerra mundial un entorno económico y paradigma tecnológico que permitió cierta independencia económica a los grandes medios de comunicación, pero no hay que descartar que tampoco fuera nunca tanta como se suele decir y que lo que simplemente ocurre ahora es que todo es más transparente). En cualquier caso, no es éste un tema fácil de resolver, si los condicionantes son los que son, a no ser que se asuma que estamos ante un «fallo de mercado» y se opte por emplear fondos públicos para mejorar el mercado informativo y de las ideas por medio de una intervención sustraída a esta lógica de mercado y sus condicionantes.
Pero esta posibilidad, que a mi juicio debiera contemplarse con seriedad (y que, por ejemplo, daría una nueva justificación a medios y corporaciones públicas de televisión), está lejos de ser tenida en cuenta a día de hoy como una opción realista. De hecho, y tomando de nuevo el ejemplo de España, no sólo los grandes medios de comunicación sino también las ayudas institucionales a los mismos, lejos de haberse destinado a potenciar mejor información, más rigor y más calidad, se han dedicado recientemente, sobre todo, una muy nociva alianza con una nueva generación de opinólogos profesionales y pseudo-expertos de muy bajo nivel directamente vinculados a intereses de partido que, en estos momentos, por omnipresentes, contaminan cualquier debate público con opiniones sesgadísimas y que, pasando por informadas, no lo suelen ser tanto. Por su parte, los medios públicos son empleados por lo general como mera correa de transmisión, en esta caso directa, del partido en el poder, sin preocupación alguna por emplearlos como instrumento para diferenciar contenidos y calidad informativa ni para introducir pluralidad. Unamos a todo ello ciertas subvenciones finalistas o la dinámica muy española de crear todo tipo de premios (premio de la Guardia Civil a la mejor, información sobre el cuerpo, premio del Ministerio de Asuntos exteriores y de la Marca España a los medios extranjeros que mejor informen sobre España, etc.) con intenciones muy evidentes que los periodistas sorprendentemente aceptan sin problemas, y el panorama que nos queda es bastante desolador.
No parece, en definitiva, que haya a día de hoy en nuestras sociedades ninguna voluntad real por parte de los poderes públicos y de las elites económicas y sociales por ayudar a construir un mejor debate público, ajeno a las fake-news y a las desinformaciones. La reacción a la que estamos asistiendo, al menos a corto plazo, está siendo intentar controlar lo más posible el flujo de supuesta desinformación por la vía de hacer lo que haya que hacer y repitiendo cualquier esquema sensacionalista, siempre y cuando ello sea para trasmitir los valores o ideas que se consideran correctos por ser los propios. Basta ver la evolución de las secciones de opinión de los grandes medios españoles, las firmas que los han ido ocupando o la pléyade de «blogs de expertos» subvencionados por grandes empresas, el sector financiero o directamente administraciones públicas para comprobar hasta qué punto el debate no sólo superficial sino obscenamente falseado a cargo de profesionales y pseudoacadémicos que viven de introducir mensajes y marcos políticos según los intereses del partido o del financiador de turno se ha convertido en la pauta. A partir de esta evolución, como es lógico, no inspiran demasiada confianza, por no decir ninguna, las propuestas que surgen de estos entornos pidiendo mayor dureza y control contra las «fake-news» de la competencia. Más bien, dan bastante miedo. Más aún si estas propuestas lo que piden es el empleo de medidas de Derecho hard» para que desde los poderes públicos se controlen y retiren contenidos cuando son juzgados como «desinformativos».
y 6. Una humildísima propuesta. Por acabar, de toda esta reflexión y de lo debatido y comentado estos días con varios colegas en el Congreso, pero también a la vista de por dónde va el debate público, me surgen algunas ideas no demasiado evolucionadas que quizás puedan ser útiles para marcar ciertas posiciones frente a las propuestas que tenemos ya sobre la mesa. Se trata casi de meras planteamientos de principio, pero que quizás podrían ayudar a clarificar el panorama si se tomaran como base para cualquier acción o regulación:
- Transparencia: la propuesta rusa ante la Organización de Naciones Unidas, apoyada por una gran mayoría de miembros de la misma con la excepción de los occidentales, va en la buena dirección: un desinfectante imprescindible es poder tener accesible y al alcance de todos los daros sobre quiénes emiten la información, la difunden por redes sociales, la crean, cómo la transmiten, etc. Que esta información sea de obligatoria publicación para las redes sería una primera y necesaria buena medida. Y no se entiende la prudencia estadounidense y europea en esta materia (o quizás sí se entiende, claro, pero no es agradable intuir las razones que hay detrás de la misma).
- Mercado: el mercado de la información, y también el de las redes sociales, es privado y libre, de manera que hay que asumir con naturalidad la libre competencia dentro del mismo y que ésta va a funcionar, nos guste más o menos, con arreglo a sus propios criterios. Para alterar sus equilibrios hay que formar a la audiencia e incentivar otro tipo de demanda y, quizás, confiar en que cuestiones como las reputacionales tengan algún efecto, pero en general parece sensato confiar en la autorregulación en este ámbito e ir asumiendo que ahí los poderes públicos han de tener más bien poco que decir. Normas como la francesa o la alemana, o algunas intervenciones que ya tenemos en España, son a la postre tan ineficaces para controlar la «veracidad» de las informaciones transmitidas como peligrosas por los riesgos que una intervención administrativa conlleva, y que superan con mucho sus posibles beneficios.
- Acción pública: si creemos de verdad que hay «fallos de mercado» en el sector de la información que llevan a que la desinformación y el sensacionalismo renten estructuralmente más y acaben condicionando el debate público democrático habrá que actuar con medios públicos para paliar, pues, justamente esos fallos de mercado (y no otras coas). Ahora bien, y como es obvio, esta intervención ha de ser muy cuidadosa. En primer lugar, tiene que ser totalmente transparente (no se debe hacer pasar información pública por privada, como pasa demasiadas veces en España; véase el ejemplo de los blogs y medios concertados). En segundo lugar, sólo funciona en un entorno ambicioso y profesional muy independiente y jurídicamente blindado (por ejemplo, al modo en que hemos blindado a las Universidades públicas), de manera que se pueda actuar de verdad como contrapoder informativo que introduzca pluralidad en los mercados privados. A día de hoy, lamentablemente, pretender algo así parece no ya poco realista, sino que en países como España es directamente ciencia ficción. En coordenadas europeas (Alemania, Reino Unido), en cambio, podría ser una idea a explorar. Con todo, y si se tiene curiosidad y el grado de optimismo necesario para pensar que podríamos también aquí intentar ir en esta dirección, aquí va una propuesta de cómo podrían ser y organizarse unos medios públicos independientes que cumplieran esa función.
- Reglas especiales en campaña: las campañas a día de hoy son permanentes (en realidad, intuyo, así han sido casi siempre), de modo que en mi opinión lo que hay que hacer es asumir de una vez esta realidad e ir retirando la mayor parte de las normas especiales que disciplinan la información en campaña, por no decir todas ellas. En España, además, estas reglas son particularmente absurdas y ridículas, hasta el punto de ser a veces contraproducentes, desde las que se refieren a la limitación de publicación de encuestas a las absurdas prohibiciones a la hora de pedir el voto. En otros casos, las restricciones son directamente peligrosas, como es el caso de las que pretenden obligar a los medios de comunicación (públicos e incluso privados) a repartir tiempos de palabra al margen de consideraciones informativas y según criterios administrativos. La mejor solución, y esta sí es fácil, es irlas retirando todas.
No es que sea mucho, como propuesta, lo arriba expresado. Pero sí creo que sirve para ir balizando una hoja de ruta sobre cómo afrontar los riesgos ciertos de desinformación y enervamiento del debate democrático en nuestras sociedades. Interesantemente, además, parecen apuntar todas ellas en una dirección no demasiado parecida a la que están adoptando nuestros poderes públicos (y otras elites sociales asociadas). Así que no es difícil intuir que, por decirlo suavemente, no es que sea yo muy entusiasta de lo que estamos viendo. A ver si en el futuro lo logramos arreglar un poco.
La semana pasada el Congreso de los Diputados convalidó, finalmente como proyecto de ley, el Decreto-ley aprobado por el gobierno de España a la vuelta del verano que pretendía solventar el “conflicto” entre quienes prestan servicios en el mercado del transporte de viajeros en vehículos turismo como taxistas (con la correspondientes concesión administrativa tradicional, convertidas hace unos años en autorizaciones) y los que lo hacen por medio de autorizaciones para operar como Vehículos de Transporte con Conductor (VTC).
El referido “conflicto”, básicamente, se fundamenta en la pretensión de quienes tienen autorizaciones de taxi (unas 60.000 personas en toda España, número, además, que ha permanecido extraordinariamente estable desde hace 40 años, a pesar del incremento poblacional o del desarrollo económico) de seguir prestando estos servicios de transporte de viajeros en exclusiva, como ha sido tradicional hasta la fecha, gracias a un ordenamiento jurídico que no permite a nadie que no posea una autorización de taxi o equivalente entrar en este mercado. La única brecha existente desde hace años eran las licencias VTC, que la ley básica estatal y su reglamento de desarrollo concebían como servicios premium y de lujo, el clásico alquiler de un coche con conductor por unas horas o días, y que en todo caso limitaban también en número (la famosa proporción de una licencia de VTC por cada 30 licencias que no se habían de superar en ningún caso).
Dos factores han alterado el referido ecosistema en los últimos años. Por una parte, la aparición de mecanismos de intermediación digital (plataformas que usan apps y la omnipresencia de los móviles en nuestras vidas para ofrecer estos servicios de modo muy eficiente) que han reducido los costes de transacción y mejorado la eficiencia de la actividad de los VTC, que ahora, aun siendo un servicio más selecto, pueden contratarse por minutos y para un desplazamiento concreto de forma muy sencilla, incrementando así su rentabilidad y la variedad de servicios que pueden ofrecer. Por otra, los desajustes normativos que se produjeron en España como consecuencia de la adaptación de la norma básica y de su reglamento en materia de transportes a las reglas europeas derivadas de la Directiva de Servicios de 2006, una norma liberalizadora que en principio, y salvo excepción expresa y justificada, ampara la prestación de servicios económicos sin autorización administrativa previa. Estos desajustes provocaron que durante unos años la limitación de autorizaciones VTC a un máximo de una por cada 30 taxis desapareciera, con lo que ciudadanos avisados y empresas avispadas pudieron en ese paréntesis temporal solicitar autorizaciones en gran número que, aunque fueron en su mayoría denegadas por las diferentes Administraciones públicas implicadas, han acabado siendo reconocidas por los tribunales de justicia. Aunque el legislador español taponó el boquete regulatorio unos años después, las VTCs ya concedidas (y las que quedan por ser reconocidas por los tribunales) han alterado el equilibrio regulatorio de forma notable (la proporción entre taxis y VTCs en España ya no es de 1 a 30, sino más bien de 1 a 10, y aún puede reducirse más, como por lo demás ha ocurrido en la mayor parte de los países europeos con regulaciones semejantes a la nuestra, como Francia o Alemania, donde están ya casi a la par).
Obviamente, la aparición de competencia (y de una competencia muy eficiente, además) en un sector donde, como hemos visto, durante cuatro décadas las autorizaciones de taxi garantizaban el disfrute de un mercado cautivo y en el que la oferta no ha crecido a pesar de que sí lo ha hecho la demanda, perjudica notablemente a los taxistas, habituados a que sus títulos jurídicos valieran muchísimo en el mercado (porque así lo provocaba esa regulación restrictiva… y así lo permitían las normas al consentir la transmisión de los títulos habilitantes). El valor de mercado del privilegio regulatorio concedido a esos 60.000 taxistas variaba dependiendo de zonas, pero como es sabido no era inhabitual que se hubieran de pagar 200.000 o 300.000 euros por una licencia de taxi en nuestras grandes ciudades. El cambio del ecosistema referido provocó la disminución de las posibilidades de rentabilización de la actividad y, en consecuencia, del valor de los mismos. Algo que ha hecho a los taxistas reaccionar con protestas numerosas, algunas especialmente visibles antes del verano, lo que ha llevado tanto al gobierno como a una mayoría del parlamento a adoptar una modificación legal en el sentido por ellos perseguido.
Esta modificación legal, intervenida por el Decreto-ley 13/2018, que ha sido analizado brillantemente por Gabriel Doménech, es una victoria indudable de los taxistas. Supone, en un plazo de 4 años, volver más o menos al equilibrio regulatorio anterior, pero no tanto por la vía de eliminar el exceso de autorizaciones VTC como convirtiendo las mismas en inútiles, pues a partir de ese momento sólo habilitarán para realizar servicios interurbanos (también se consideran urbanos los servicios dentro de un área de prestación conjunta del taxi que abarque varios municipios, como son las de las grandes conurbaciones españolas). Más allá de los numerosos problemas que plantea esta norma, tanto en su constitucionalidad formal (es dudoso que concurriera la urgencia que habilita para acudir al Decreto-ley) como también en lo competencial (la competencia para regular estas cuestiones es autonómica, y no estatal, sin que pueda intervenir el Estado para imponer una solución a las CCAA que éstas, además, no pueden alterar en lo sustancial por mucho que luego la norma pretenda decir que se delega en ellas la competencia) y respecto del fondo de la cuestión (las autorizaciones de VTC se están expropiando, en el fondo, sin que haya una indemnización mínima; y ello por no mencionar los problemas que esto supone desde la perspectiva del Derecho de la Unión en materia de prestación de servicios) hay una conclusión evidente y que nadie puede discutir: supone una victoria indudable de los taxistas, que han demostrado hasta qué punto su capacidad de presión es grande y cómo ésta les permite lograr soluciones regulatorias en su propio beneficio erradicando la incipiente competencia a la que tenían que hacer frente desde hace unos años.
Ahora bien, además de ser beneficioso para los taxistas, ¿esta cambio normativo sobrevenido es bueno para los intereses generales y los de la ciudadanía? Resulta bastante dudoso que así sea. Baste recordar algo obvio a estos efectos: que la razón de ser de las limitaciones cuantitativas en la prestación de estos servicios, tan tradicionales y con las que hemos convivido desde hace tantos años, nunca se han reconocido o concedido en beneficio de los taxistas, sino del interés general y de los consumidores. En otro contexto social y, sobre todo, tecnológico, el Estado entendía (en España y en todos los países de nuestro entorno) que esa limitación cuantitativa, siempre y cuando no fuera tan grande como para impedir que hubiera servicios suficientes para satisfacer la demanda, era la necesaria compensación a los taxistas, a quienes así se garantizaban unas rentas mínimas, a cambio de que éstos asumieran muchas cargas y obligaciones que las normas imponían para garantizar la calidad y la continuidad del servicio en beneficio del interés general y de los consumidores: tarifas fijas para evitar abusos, normas que obligaban a que hubiera un número mínimo de taxis en las calles en todo momento, reglas sobre emisiones o accesibilidad de los vehículos, etc. Por así decirlo, el Estado aceptaba ese oligopolio a favor de los que tenían una licencia de taxi porque a cambio obtenía unas garantías sobre cómo se podría prestar el servicio que, de otro modo, no habrían existido, comprometiendo la continuidad y calidad mínima del mismo.
Ocurre, sin embargo, que en la actualidad la tecnología permite cruzar de modo muy eficiente oferta y demanda, y el ejemplo comparado nos permite saber que en los ordenamientos donde no hay límites cuantitativos no suele haber problemas en este punto (antes al contrario, los problemas se dan más habitualmente en los países con límites al número de licencias). También sabemos cómo fijar precios justos, o limitar la variabilidad de los criterios algorítmicos que lo fijan en las modernas apps y plataformas de intermediación, sin necesidad de recurrir a regulaciones que limiten el número de prestadores. Y, por supuesto, es posible establecer medidas ambientales (por no hablar de las impositivas o las referidas a las condiciones laborales de los conductores) por medio del ordenamiento jurídico que garanticen las condiciones de prestación que consideramos adecuadas, siempre, y en todo caso. Todo ello sin alterar los equilibrios de mercado o las condiciones de rentabilización global del mismo, en beneficio de los consumidores. Pero, y como es obvio, sí afectando profundamente a la posición de quienes tenían autorizaciones de taxi.
La cuestión, pues, es que la regulación no ha de defender ni proteger a los taxistas, sino establecer unas condiciones de prestación que sean lo mejor posibles para toda la sociedad y, también, para cualquier persona que desee trabajar en este sector. En este sentido, además, la normativa habría de ser muy exigente en temas fiscales, ambientales y laborales, pero, y como es obvio, para cualquier vehículo que preste estos servicios. No se puede admitir que parte de las transacciones realizadas en España para contratar servicios tributen en paraísos fiscales, pero tampoco que quienes realizan estos servicios tributen a módulos, por ejemplo. Y las condiciones laborales de los empleados han de ser en todo caso exigentes y garantistas, pero para todos los prestadores por igual. La clave última que no hemos de perder de vista es que desde ningún punto de vista se puede defender que la consecución de estos objetivos públicos pase, a día de hoy, por restringir la actividad de las autorizaciones VTC… y menos aún por la eliminación a efectos prácticos de toda capacidad de actuar en el mercado relevante, que es el del transporte urbano en las zonas de prestación conjunta, a las autorizaciones VTC ya concedidas. De hecho, y significativamente, en el debate público que se ha producido estos meses, tanto desde los sectores que han abanderado las protestas como desde los partidos políticos que tan receptivos a las mismas se han mostrado, estas cuestiones, sencillamente, no aparecen en el debate. Pareciera como si la regulación pública del taxi y de los mercados de prestación de servicios de transporte se hubiera de hacer atendiendo únicamente a cómo afecta la misma a un colectivo, el de los taxistas, sin que ni el interés general o el de los consumidores fueran elementos, siquiera a tener en la más mínima consideración.
A estos efectos, y como he defendido en otros trabajos con más extensión, solucionar este conflicto, si se hiciera desde una perspectiva de maximización del bienestar y de los intereses públicos, no habría de ser en absoluto complicado. Bastaría con garantizar la libre prestación a todos los interesados en competir en este mercado con exigencias ambientales, de accesibilidad y de control de precios máximos que todos hubieran de cumplir en las mismas condiciones, así como estableciendo el mismo régimen fiscal y laboral a todos los prestadores. Junto a ello, si en algunos centros urbanos se apreciara un problema de congestión, se podrían establecer medidas de restricción del acceso a los mismos diversas y, en última instancia, incluso una limitación del número de autorizaciones en esos casos excepcionales y debidamente justificados, pero que debería solventarse empleando las reglas de la Directiva europea de servicios en estos casos. Por último, y dada la pérdida de valor de las autorizaciones de taxi, se podrían establecer mecanismos de compensación temporales que sirvieran para paliar los costes de transición a la competencia, como se ha hecho en otros sectores en España y se está haciendo en otros países en estos mismos mercados.
Ninguna de esas medidas es difícil de poner en marcha y todas ellas incrementarían el bienestar social, además de ser mucho más acordes a nuestro marco constitucional y el Derecho europeo en la materia. Lamentablemente, gobierno y el legislador estatales han optado por regular esta cuestión, impidiendo que las Comunidades Autónomas, que son las competentes, puedan hacerlo en este sentido, de un modo totalmente contrario a los intereses públicos. Tarde o temprano habremos de rectificar estas normas. Eso sí, da la sensación de que habrán de pasar varios años, y habremos de padecer sus perniciosos efectos de forma intensa hasta que sean tan patentes que no puedan obviarse, antes de que las fuerzas políticas mayoritarias en España vayan a enmendar el error cometido.
En este blog ya hemos dedicado algunas entradas a los efectos de la mal llamada «economía colaborativa» tanto en un plano más general como, por ejemplo, con propuestas concretas respecto de cómo regular el fenómeno para el sector del alojamiento. Ello se debe no sólo al interés de los efectos que la intermediación digital está trayendo a muchos mercados y a cómo afectan al equilibrio regulatorio tradicional, que se ha de ver modificado, sino también al hecho de que en la Universitat de València tenemos desde hace ya años un grupo de investigación que se ha dedicado intensamente a estas cuestiones (y que, casi casi, creo que podríamos decir con justicia que fue el primero que, ya desde hace un lustro, empezó a analizar estos fenómenos desde el Derecho público). A lo largo de estos años hemos estudiado y publicado mucho sobre estos temas, incluyendo no pocos trabajos y propuestas sobre el mercado del transporte (donde los estudios liminares de nuestro compañero Gabriel Doménech siguen siendo referencia inexcusable). Pero el caso es que últimamente al taxi y al VTC le hemos dedicado menos atención porque, sinceramente, el tema jurídicamente tiene menos interés que en otros sectores y debería ser mucho más fácil de resolver en Derecho si hubiera una dirección política que tuviera una serie de cosas claras. El año pasado publicamos una obra colectiva sobre el particular que más allá de que la coordináramos nosotros creo de verdad que es muy completa, La regulación del transporte colaborativo. En este libro lo que yo traté justamente de hacer fue un estado de la cuestión, evaluando las razones por las que el sector ha sido considerado tradicionalmente un servicio público y qué consecuencias regulatorias tenía esa condición, así como analizando por qué en la actualidad no se sostiene que siga siendo regulado como tal. Si quieren acceder a una versión en abierto del trabajo completo, pueden emplear ésta que tienen aquí.
En todo caso, y dado el lío que tenemos montado este verano, con ayuntamientos y gobiernos autonómicos pretendiendo añadir nuevas restricciones adicionales a las que el Estado ya ha impuesto a los vehículos VTC para tratar de contener esta posibilidad de competencia al sector del taxi, el Estado diciendo que quiere delegar la competencia regulatoria en las Comunidades Autónomas (para librarse del lío y con un indisimulado interés en que los poderes locales actúen tan capturados como lo han estado siempre) y una huelga salvaje en varias ciudades españolas que ha puesto el tema de actualidad, quizás pueda ser útil volver sobre los elementos esenciales de ese estudio y, de paso, simplificar un poco las propuestas que se deducen del mismo. No sea que haya por ahí algún legislador o poder público despistado que las lea y le puedan ser de utilidad, tanto más cuanto con más sencillez estén explicadas.
Si trato de resumir en una serie de ideas fuerza el trabajo en cuestión, he de decir que personalmente lo que más me impacta de la situación del sector es que llevemos, desde la aprobación de la Constitución de 1978, más de 30 años de desarrollo económico y social intenso en España, con una importantísima llegada de población a ciudades que incrementa las necesidades de transporte, todo ello en un país que ha pasado de unos 35 millones de habitantes a casi 50… y que, sin embargo, tres décadas después, haya más o menos, prácticamente, las mismas licencias de taxi en las grandes ciudades españolas que había entonces. ¿Por qué ha ocurrido esto? ¿Cómo ha sido posible algo así?
Las razones son de muchos tipos, pero básicamente confluyen dos elementos esenciales que han coadyuvado a que a todos los actores implicados (menos a los consumidores, a los que no se ha preguntado nunca en exceso por sus preferencias) les conviniera esta solución y que en consecuencia remaran en la misma dirección:
- Por un lado, ni las propias CCAA (competentes para legislar sobre el sector desde que la CE78 les da competencias, si las asumen en sus Estatutos, en materia de transporte de proximidad) ni los ayuntamientos implicados (que en sus ordenanzas municipales tienen un amplio margen para concretar la regulación) creen lo más mínimo en el sistema de reparto que tienen regulado, y que si se sacaran licencias obligaría a unos complejísimos, absurdos y en el fondo tenidos por injustos por todos sistemas de reparto (las licencias en democracia, snif, y no digamos desde que estamos en la UE, snif, snif, ya no se pueden repartir como se hacía tradicionalmente en España, a modo de regalías por diversas razones, ya fueran de cercanía y afinidad o incluso atendiendo a criterios sociales), así que prefieren directamente no sacar licencias y de este modo no tener líos, al menos mientras la cosa pueda ir aguantándose;
- Por otro lado, la otra parte esencial, los taxistas y titulares de licencias, obviamente, estaban encantados con esta situación. Nadie que tiene una licencia de estas características tiene mucho interés en que salgan más… y además los gremios del taxi a nivel local otra cosa quizás no, pero sí han exhibido durante todas estas décadas que tienen una gran capacidad de captura (más que acreditada) del regulador para, contando además con su aversión a meterse en líos, haber logrado que no salgan apenas nuevas licencias en casi ninguna ciudad española.
Pero claro, como decíamos la España del siglo XXI no es la de los años 80 del siglo pasado. ¿Cómo se ha logrado el milagro de que sin aumentar las licencias no colapse el servicio? Pues muy sencillo: en una divertida y paradójica evolución para lo que siempre se ha vendido (y así se justificaban las restricciones) que era un «servicio público», la cuadratura del círculo se consigue aumentando paulatinamente la “liberalización interna” del sector y permitiendo a los titulares de las licencias cada vez más cosas con las mismas, desde comerciar con ellas a prestar los servicios sin ningún tipo de trabas regulatorias para lograr el máximo de eficiencia. Esta es la razón última de que en la actualidad las diversas regulaciones autonómicas y locales permitan todas ellas cosas como contratar conductores (el titular de la licencia ya no tiene por qué ser el taxista) y doblar o triplicar turno para que así un taxi pueda llegar a estar incluso 24 horas al día en la calle si es necesario (porque unos horarios de trabajo y descanso por persona sí se han de respetar, lógicamente). O que se acepte cada vez con más normalidad no sólo la transmisión onerosa inter vivos o mortis causa a los herederos, algo extravagante en un servicio público pero que los titulares lograron casi desde su inicio en este sector, sino otras liberalizaciones más recientes como que un mismo titular pueda tener varias licencias (hasta varias decenas se permiten en no pocas ciudades españolas) y convierta así la prestación en empresarial, etc. Con todo ello, sin duda, se gana en eficiencia y se facilita una mejor gestión de las flotas y que con el mismo número de taxis se puedan prestar más servicios (de las condiciones laborales de quienes llevan los taxis y las rentas para los titulares casi sin esfuerzo ni trabajo propio ya hablaremos otro día, porque lo de la apropiación de la plusvalía no es problema sólo de este sector).
Como a nadie se le escapa, esta solución es un win-win para quienes tienen licencia o licencias porque así no sólo es que puedan cubrir más servicios con éstas e ir haciendo frente al incremento de la demanda de servicios de transporte urbano (que como es obvio en estas décadas pasadas ha sido muy notable) sino que, a la vez, las rentabilizan todavía más. La divertida paradoja, y tremenda incoherencia regulatoria, es que todo esto va contra la idea de servicio público. Si estamos en un sector donde la liberalización de la prestación permite ganar en eficiencia y no hacen falta normas de servicio público que disciplinen la prestación para garantizar el servicio en una calidad suficiente y condiciones de regularidad e igualdad, ¿por qué subsisten las barreras de entrada? Muy resumidamente, ésta es justamente la idea de fondo defendida en el trabajo: si no hace ya falta regular la prestación y antes al contrario, liberalizar internamente convirtiendo el sector en prestaciones empresariales porque así se es más eficaz y ello es imprescindible para atender a la demanda, pues entonces casi todas las razones para no liberalizar totalmente el sector decaen (la cuestión del precio de los servicios es el otro elemento que subsiste, y que sí tiene un sentido público, como analizamos en el trabajo con más detalle, pero hay soluciones regulatorias que pueden conciliar proteger a los ciudadanos con la liberalización también en este aspecto)…. salvo si lo que se pretende desde el sector público es blindar un oligopolio en beneficio de licenciatarios. Y resulta evidente que ésa no puede ni debe ser nunca la pretensión, pues a nadie beneficia, ni a la sociedad ni a los ciudadanos, ni a las Administraciones públicas, sino sólo a un pequeño grupo de titulares agraciados con un verdadero (e ingente) windfall regulatorio. Beneficios caídos del cielo que se visualizan a la perfección, como es obvio, en el exponencial crecimiento del precio de las licencias (que como no puede ser de otra manera reflejan en su precio el valor que tiene el mero acceso a ese oligopolio tan lucrativo por restringido). Comparar la evolución del precio de las licencias en España con el IPC o cualquier otro indicador en estos años resulta directamente obsceno. Las cifras absolutas también (300.000 euros por licencia en Madrid antes de la crisis, niveles que se están recuperando; entre 150.000 y 200.000 en ciudades como Valencia o Barcelona, etc.). Una aberración que se convierte en normal cuando, con las mismas licencias que hace décadas pero un bestial incremento de la demanda, los títulos hbilitantes se tornan más y más lucrativos, máxime cuando la liberalización interna permite optimizarlos más y más.
Ahora bien, lo cierto es que incluso con la liberalización interna a que nos hemos referido la limitación del número de prestadores acabó por generar problemas y conformar una oferta claramente por debajo de las necesidades reales. Y aquí entran las VTC, licencias de vehículo de transporte con conductor, inicialmente pensadas como servicio de lujo y premium para quienes querían alquilar el servicio de coche y chófer, normalmente de alta gama. De nuevo paradójicamente, inicialmente con estas licencias se ayudó inicialmente a cubrir el incremento de la demanda, pues atendían a un sector premium que cada vez se hizo mayor. Con la bajada de precios de estos servicios y el crecimiento económico (y también con la subida comparativa del del precio del taxi, alentada de nuevo por la escasez de licencias y capacidad de presión del sector) se tornaron competitivos paulatinamente incluso para servicios ya no tan de lujo, ampliando su radio de acción. En un primer momento, este sector de demanda que se cubrió con VTCs, más o menos, vino bien a todos: a las AAPP les quitaba presión, porque así la población no percibía del todo las insuficiencias del servicio gracias a la existencia de este parche que drenaba demanda… y para los empresarios del taxi a fin de cuentas esto no dejaba de ser una competencia menor en un nicho que nunca había sido del todo suyo y que por lo demás podía ser fácilmente controlada (donde además, por ejemplo, se podrían introducir ellos mismos con facilidad como insiders que a fin de cuentas eran y son en el sector. basta ver quiénes son los grandes propietarios de licencias VTCs en España, junto a algunos fondos de inversión, para comprobar la porosidad entre ambos sectores). En conclusión, y en un primer momento, esto parecía entrañar beneficio para todos: se lograba ir parcheando el tema y, sobre todo, ¡así no había ninguna necesidad de sacar más licencias pues la oferta medio cuadraba con la demanda y todos contentos!
Obviamente, al final esta situación ha hecho crisis, dado que con la digitalización y la llegada de apps que intermedian digitalmente la eficiencia de la prestación se multiplica hasta el punto de que los costes de transacción de lo que hace no tanto era un servicio de lujo o semi-lujo han bajado tanto que se da la paradoja de que en no pocas ocasiones puede salir más barato acudir al supuesto servicio premium que al del taxi tradicional. Con ello queda más que patente que las viejas reglas de servicio público (de las que en realidad ya sólo quedaba en pie la barrera de entrada y la restricción tarifaria) devienen totalmente innecesarias cuando el mercado te está proporcionando eso mismo que dice asegurar el servicio público (calidad de la prestación, igualdad, seguridad, continuidad…) a un mejor precio y de modo más eficiente. El problema, claro, es que esto se produce en un entorno donde las barreras de entrada subsisten (tanto para los taxis como para los VTCs, subsector para que el que tras algún vaivén se mantiene la regla estatal de limitar estas licencias a una por cada treinta de taxi). Unas barreras van contra toda lógica económica y de eficiencia, pero también de justicia y equidad social (¿por qué vedar el acceso a una actividad económica a cualquiera que quiera y pueda desempeñarla, obligándole a pasar por las horcas caudinas de unos señores que cuentan con el título habilitante a los que has de ofrendar parte de tus beneficios para trabajar), generando cada vez más problemas. Incluso para las Administraciones públicas y nuestros queridos gobiernos, que tras treinta y tantos años de sestear obviando el tema se van a ver obligadas tarde o temprano a definir una política (y medidas jurídicas coherentes con ella y con nuestro marco legal y constitucional).
Sin embargo, parece que será más tarde que temprano. Y es que, por el momento, ahí tenemos a nuestras Administraciones públicas, a todas ellas (Estado, Comunidades Autónomas y entes locales bailan a un sorprendentemente coordinado mismo compás) y con independencia de los partidos que las gobiernen (en nada se parece más a un ayuntamiento o comunidad autónomas del PSOE o del PP, o incluso de Podemos o independentista, que en su aproximación a esto del taxi), totalmente capturadas, silbando mirando al techo, y pretendiendo que un servicio que han liberalizado internamente al 100% creando con ello un bonito oligopolio ha de seguir funcionando, en cambio, con barreras de entrada… ¡y con el mismo número de licencias que en 1980! Significativamente, las huelgas y demás protestas que se producen nunca lo son contra decisiones de las administraciones públicas en el sentido de liberalizar el sector o que traten de arreglar los problemas reseñados (por inexistentes hasta la fecha), sino frente a actuaciones de autoridades de competencia o judiciales que aplican las normas europeas en la materia para detener algunos excesos proteccionistas en defensa de los titulares de los títulos habitantes y licencias (que es la única reacción producida hasta la fecha en nuestro país, con diferentes manifestaciones).
Ahora bien, y desde un punto de vista jurídico las soluciones no son difíciles de poner en marcha. Como tampoco lo sería establecer un régimen nuevo y totalmente coherente tanto con el Derecho vigente y con las normas en materia de servicios que nos vienen de la UE como con las exigencias de una sociedad más justa y eficiente. El problema es que requieren de un cambio de chip político, que pasa por entender que el Derecho y la regulación económica no han de proteger a gremios o insiders, sino buscar soluciones eficientes que mejoren la vida de todos y que, además, permitan a cualquier ciudadano, y no sólo a unos pocos privilegiados, ganarse la vida bien con su trabajo y esfuerzo (antes que viviendo de rentas regulatorias). Para ello hay que asumir sí o sí, y cuanto antes, que:
- 1) Hacen falta más prestadores en el sector (como demuestra la evolución del mercado) y no hay motivos para limitar la entrada de nuevos actores al mismo salvo que fundadas razones de congestión y de uso del espacio urbano pueden justificar limitaciones al número de prestadores a fin de garantizar que peatones, ciclistas y transporte público pueden disponer también de suficiente (y privilegiado) espacio en nuestras ciudades.
- 2) Pero si se limitaran licencias por estas razones (lo cual ha de ser excepcional y justificado y normalmente sólo lo estaría en grandes ciudades), y como es obvio, habría que repartirlas de modo coherente con un mercado liberalizado (lo que pasa por atender a la eficiencia económica y dar las mismas oportunidades a todos los posibles interesados).
- 3) Una forma alternativa de limitar la entrada pero velando por la equidad, la justicia y la eficiencia es, si cada vez hay más prestadores, aprovechar para incrementar las exigencias regulatorias sobre la prestación (esencialmente, cuestiones ambientales y de polución, que supondrían de paso internalizar parte de los costes ambientales de la actividad). Esto se puede hacer exigiendo vehículos eléctricos siempre, por ejemplo, y tiene la ventaja de que emplea parte de las ganancias de eficiencia no en bajar precios e incrementar la rentabilidad del prestador, sino en reducir las externalidades negativas de la actividad. Al decrecer la rentabilidad, además la oferta no sería tanta, alejando el riesgo de congestión. Y al repercutir la medida inevitablemente en el precio, tampoco drenaría competitividad al transporte público urbano, que por razones de sostenibilidad ambiental, reparto del espacio urbano y equidad social es esencial que se mantenga competitivo y prestando un cada vez mayor y mejor servicio.
Como puede comprobarse, no sería difícil desde un plano jurídico poner en marcha estas medidas. Quizás la mayor complejidad vendría de cómo garantizar un régimen de transición a quienes ahora son licenciatarios y adquirieron licencias a un enorme coste supuestamente amparados por un marco jurídico-público que les hacía tener expectativas de rentabilización. Para ellos se podrían diseñar normas de transición en que, por ejemplo, estos prestadores se vieran por unos años exentos de las más nuevas y exigentes normas de tipo ambiental o de accesibilidad que encarecerían el precio de la prestación del servicio para sus competidores, dándoles así una ventaja competitiva. También pueden establecerse medidas fiscales o de tipo semejante. En todo caso, y sin ser un tema menor, esta cuestión no deja de ser un problema coyuntural y que se puede resolver si se tienen claro hacia dónde se quiere ir. Lo cual, y de nuevo, depende de que un año de estos, por fin, logrero una orientación política decidida en la buena dirección por parte de los poderes públicos. Para ello, estaría bien que alguna comunidad autónoma o ayuntamiento tomaran la iniciativa y, entendiendo los condicionantes sociales y económicos en juego, se arriesgaran a promover un cambio regulatorio completo y coherente en la línea señalada. Sin duda, y vencidas las resistencias iniciales, se convertirían en ejemplo para el resto en cuanto se comprobaran los enormes y benéficos efectos de una política pública bien diseñada en este sector.
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Para quien desee más información sobre estos temas y trabajos jurídicos detallados y exhaustivos sobre el particular, recomiendo una visita a la web del Regulation Research Group de la Universitat de València, donde hay muchos enlaces a artículos, libros y trabajos sobre estas y otras cuestiones relacionadas que hemos venido realizando estos últimos años:
Sobre cuestiones de movilidad colaborativa, en concreto, y además de los trabajos de Gabriel Doménech reverenciados en la web, es muy recomendable el libro colectivo que publicamos el año pasado:
Y, por último, y como ya he indicado al principio, las reflexiones de este post parten de un trabajo mío más amplio sobre el particular, que se puede encontrar en ese libro y que en una versión accesible en abierto tenéis aquí:
https://www.uv.es/regulation/papers/BoixPalop2017b.pdf
1. LA DIMENSIÓN RESPECTO DE TRIBUTOS, COTIZACIONES A LA SEGURIDAD SOCIAL Y DERECHOS LABORALES
Seguridad social: Cualquier actividad empresarial debería contar con responsables dados de alta en la Seguridad Social, a cuyos efectos tanto la legislación como el control respecto de su cumplimiento dependen del Estado. Ni entes locales ni Comunidades Autónomas tienen pues ni competencia ni margen de actuación al respecto, más allá de las campañas de información o concienciación que, en su caso, puedan considerarse pertinentes. Ha de ser señalado, en todo caso, que se trata de un aspecto relevante desde la perspectiva de la competitividad de estos nuevos modelos de negocio que es importante que sea bien resuelto para evitar competencia desleal y garantizar una contribución equitativa a la sostenibilidad del sistema.
Situación de los trabajadores y derechos laborales: Los trabajadores por cuenta ajena en este tipo de modelos de negocio han de contar con toda la protección, si bien a día de hoy es un nicho habitual de economía sumergida. Ello no obstante, ha de ser señalado que este trabajo remunerado no declarado, cuando se da, lo es todavía mayoritariamente por medios tradicionales, y no tanto por el empleo, a su vez, de plataformas de intermediación y mecanismos “colaborativos” para hacer acopio de la fuerza de trabajo requerida para las labores por cuenta ajena más habituales en estos casos (limpieza, atención a los turistas, etc.), si bien es posible que esta segunda alternativa gane peso en los próximos años. En todo caso, y como respecto de la Seguridad Social, la competencia tanto regulatoria como inspectora es exclusiva del Estado, sin que de nuevo entes locales o Comunidades Autónomas tengan más margen que el de ayudar a detectar y evaluar la posible incidencia del fenómeno o plantear propuestas de cambios normativos. En este sentido, ha de ser recordada, de nuevo, la importancia de una correcta protección de los trabajadores y que el empleo generado aflore debidamente a efectos de no agravar sesgos competitivos indeseables, como consecuencia indirecta a tener en cuenta junto a las más directas y obvias (necesidad de protección de los trabajadores).
En materia tributaria, la situación en la actualidad empieza a ser de un mayor control por parte de la AEAT. Todas las rentas que generan estas actividades, ya sean como actividad empresarial, ya como rendimientos del capital inmobiliario, han de ser declaradas y tributar a partir de los umbrales establecidos según la legislación estatal. No existen dudas jurídicas al respecto y, a día de hoy, ya existe una intensa labor de fiscalización para la que, además, las autoridades estatales han desplegado contactos con las plataformas de intermediación más habituales a efectos de lograr acuerdos para la obtención de los datos que permitan facilitar las labores de control. En estos momentos, está judicializada la controversia respecto de si las facultades de inspección de la AEAT habilitan suficientemente o no para obligar a estas plataformas de intermediación, tal y como pretenden las autoridades españolas, a suministrar todos los datos, incluidos los económicos, de las transacciones realizadas sobre inmuebles sitos en territorio español. No hay, desde una perspectiva estrictamente jurídica, demasiadas dudas de que finalmente la Justicia española considerará que, en efecto, esta obligación existe. Es todavía incierto, en cambio, cómo puedan reaccionar las plataformas frente a la confirmación de esa eventualidad. En todo caso, todas estas cuestiones tienen que ver más con la efectiva capacidad de exigir el cumplimiento de normas jurídicas ya en vigor antes que con la exploración de posibilidades de transformación del marco jurídico.
En cambio, sí es interesante indicar que hay una posibilidad de cambio regulatorio en manos, si no de los entes locales, sí de la las Comunidades Autónomas: el establecimiento de un impuesto sobre las estancias turísticas en la línea de los ya existentes en Catalunya e Illes Balears. Hay una serie de elementos que avalan la conveniencia de esta iniciativa:
- El turismo es una actividad económica que genera riqueza, pero crea numerosas externalidades negativas y afecciones ambientales, que de este modo se puede aspirar a internalizar, siquiera sea en parte.
- La regulación del turismo es competencia autonómica, y los costes en que incurren las AAPP como consecuencia del mismo se residencian esencialmente en los niveles autonómico y local, por lo que tiene lógica que la tributación que pueda establecerse lo sea a este nivel;
- Incrementar la tributación de actividades turísticas las hace marginalmente menos rentables, lo que puede bajar los costes de oportunidad de otras actividades que compiten con ellas por ciertos recursos materiales y personales, incentivando que se emplee más inversión y capital humano en actividades de más valor añadido; respecto del mercado de la vivienda residencial, cualquier medida que encarezca comparativamente el alquiler turístico y reduzca con ello su rentabilidad beneficia a que se destinen más viviendas de alquiler al mercado residencial, lo que puede ser interesante en un contexto en que hay mucha presión sobre el precio de la vivienda y del alquiler residencial (siempre, como es obvio, en tanto que medida complementaria de otras que puedan adoptarse, pues por sí sola no tiene capacidad para resolver esta cuestión).
Hay que tener en cuenta, además, que un impuesto de esta naturaleza, aunque esta vía hasta el momento en España esté inexplorada, podría ser un modelo muy interesante de corresponsabilidad fiscal entre entes locales y autonómicos, en la medida en que se podría establecer, a diferencia de lo que han hecho otras CCAA (impuesto autonómico) o de lo que propone el Informe de Expertos en Materia de Financiación Local del Ministerio de Hacienda (centralizar el impuesto como estatal y conceder su rendimiento exclusivamente a los entes locales), como un tributo compartido, con un tramo autonómico común a todo el territorio autonómico (que podría servir para internalizar ciertos costes ambientales o costes sanitarios que genera la actividad turística) y otro tramo estrictamente local, que cada municipio podría decidir libremente si activar o no, así como modular en su cuantía. Las ventajas de esto son evidentes, pues permiten a cada municipio operar de un modo u otro según la llegada de turistas sea deseable en todo caso (zonas rurales, por ejemplo) y aquellas localidades más saturadas o donde los costes sociales que genera la actividad son mayores. Obviamente, también las ccaa podrían modular su tramo, e incluso dejarlo en un primer momento sin activar si lo consideran más conveniente.
2. LA REGULACIÓN ADMINISTRATIVA DEL FENÓMENO A ESCALA AUTONÓMICA Y LOCAL: NORMAS SOBRE EL DESARROLLO DE LA ACTIVIDAD Y LA CALIFICACIÓN URBANÍSTICA
Modalidades de la actividad: Como reflexión previa, hay que señalar que conviene tener en cuenta si se quiere regular la actividad de forma global, como si siempre tuviera los mismos perfiles y planteara idénticos problemas, o por el contrario si se entiende más apropiado diferenciar entre situaciones que puedan tener perfiles suficientemente identificativos. En este sentido, y frente a las alegaciones tradicionales de que las innovaciones que están apareciendo en el mercado tienen un componente per se “colaborativo” y de puesta en uso y en valor de las viviendas (o partes de las mismas) vacías o sin uso en determinados momentos del año, aparece una realidad donde lo cierto es que gran parte de este nuevo mercado emergente se corresponde con una actividad empresarial con perfiles claros: propietarios que tienen uno o más inmuebles que los destinan a su alquiler de corta duración por medio de plataformas que les permiten casar esta oferta con demanda suficiente como para asegurar la flexibilidad del modelo y altas rentabilidades, lo que lleva a la profesionalización, a la aparición de modelos de gestión empresarial de tipo empresarial y a una fuerte presión competitiva. Ello no quita, sin embargo, que puedan convivir en estas plataformas nichos donde quienes las emplean no sean profesionales ni empresarios y busquen sólo completar sus rentas o poner en valor sus propiedades en momentos del año en que están infrautilizados.
Constatada esta situación, parece razonable establecer una distinción entre ambas tipologías de actividad. La manera de hacerlo en ordenamientos comparados difiere (por ejemplo, hay casos donde se pone el acento en el control en propiedad o alquiler sobre más de un inmueble dedicado a la actividad, aunque este sistema facilita fugas por medio de diversificar la titularidad formal del negocio), pero en principio parece que la más eficaz es la que toma como base la propia dinámica de cada inmueble. Así, en primer lugar, se puede diferenciar entre el alquiler temporal de una o varias habitaciones (actividad que de suyo plantea muy pocos o nulos problemas de seguridad, salubridad o molestias a vecinos si no conlleva la sobreocupación de la vivienda y que por ello puede ser regulada desde una perspectiva muy liberal, en contra de la tradición española) y el del inmueble completo. Y, a su vez, respecto del inmueble concreto, se puede establecer un umbral a partir del cual la intensidad en estos usos pasa a ser considerada como más potencialmente generadora de problemas y costes sociales, por un lado, y, por otro, más claramente síntoma de una dedicación de tipo empresarial a la actividad. Ambos factores, tanto la profesionalización como la mayor capacidad de generar molestias, justifican plenamente un posible mayor control.
Si se desea establecer esta regulación diferenciada, los umbrales en días de uso para esta actividad que suelen aparecer en el entorno comparado van de los 30 a los 90 días. En un territorio con buena parte de sus CCAA muy turísticas hay que tener en cuenta que es relativamente habitual que se empleen inmuebles propios, en ciertas épocas del año, para su alquiler turístico (apartamentos en zonas costeras), lo que quizás hace aconsejable que una hipotética ley autonómica fije el umbral a partir del cual se considera que abandonamos la mera gestión patrimonial con poca incidencia y no merecedora de excesiva regulación de la actividad en un número de días más bien elevado (60-90 días).
La determinación de regímenes jurídicos diferenciados para el uso de viviendas para su alquiler para estancias de corta duración cuando la vivienda se emplee para esa actividad más de esos 60-90 días al año o cuando no llegue a esa cifra comporta, como es natural, una tensión inevitable, por cuanto habrá quien pretenda acogerse al régimen menos regulado aun superando a los umbrales. Para evitar esta situación es necesario un control e inspección, tal y como por lo demás ocurre ya en la actualidad con la normativa en materia de apartamentos turísticos o para cuestiones fiscales, que ha de recaer en los servicios administrativos correspondientes. En cualquier caso, y para lograrlo, sería conveniente contar con la colaboración de las plataformas, a efectos de que suministraran los datos respecto del uso efectivo, en días, de cada vivienda al año. A partir de la recopilación de datos en diversos portales y su agregación es relativamente sencillo detectar incumplimientos. En cualquier caso, el instrumento normativo ha de prever la situación y hacer explícita la obligación de colaboración de las plataformas en el suministro de este dato.
Por último, establecida esta diferenciación, puede considerarse si habría o no de eximirse del pago del tributo propuesto para estancias turísticas a las realizadas en inmuebles que no sean empleados más de 60-90 días al año para estos usos. Razones de equidad fiscal y la conveniencia de no diferenciar el mercado respecto de este elemento aconsejan que a efectos de fiscalidad el tratamiento dependa en exclusiva de la manifestación de capacidad económica, sea realizada ésta en la forma en que sea realizada. Para ello habría que garantizar la existencia para estos casos de un procedimiento de autoliquidación on-line sencillo y funcional, así como pactar con las plataformas que pueda realizarse directamente a través de éstas.
Normas jurídico-administrativas sobre el desarrollo de la actividad: La regulación pública sobre el ejercicio de esta actividad ha de estar lógicamente (por razones materiales) contenida en las normas en materia de turismo. El legislador autonómico es competente en exclusiva para ello, tanto por sus competencias en materia de turismo como por la remisión contenida en la LAU en materia de arrendamientos turísticos. Ello no obstante, ha de regular el fenómeno teniendo en cuenta que las normas tanto españolas como europeas no consienten regulaciones de actividades económicas que no respondan a la satisfacción de un interés general de suficiente relieve y supongan limitaciones innecesarias a la libertad de empresa. Desde este punto de vista, cualquier restricción que se establezca ha de poder ser justificada a la luz de la Directiva de Servicios con base en su oportunidad, necesidad y proporcionalidad. En este sentido, hay que recordar que las actuales regulaciones autonómicas en la materia tienden a establecer una exhaustiva regulación en materia de apartamentos turísticos que, aprovechando la coyuntura, habría que revisar, eliminando muchos de sus elementos superfluos que, sin duda, no soportarían hoy una revisión mínimamente rigurosa con las normas europeas.
En concreto, parece sensato entender que por debajo del umbral que se considere oportuno no es preciso que la actividad, por sus perfiles más “colaborativos” y su menor incidencia en la vida vecinal, se adecúe a norma alguna en este materia: ha de pagar impuestos y si genera empleo cumplir con las obligaciones laborales y de SS, pero no debiera requerir de nada más. Además, este mismo régimen es razonable para el alquiler de habitaciones de corta duración en inmuebles habitados. Hay muchas razones que avalan esta decisión, desde la poca relevancia de las molestias vecinales en estos casos (que se pueden contener y resolver, si se dan, por otras vías al no ser demasiado graves) hasta la inexistencia de preocupaciones de seguridad, más allá del establecimiento y respeto a un límite máximo de ocupación de las viviendas según su capacidad fijada en las normas urbanísticas y de edificación.
En cambio, superado el umbral (60-90 días) se incrementan las posibilidades de molestias, el uso del inmueble por tipologías de turistas de control menos sencillo se incrementa y, además, la propia habitualidad y profesionalización de la actividad justifica una exigencia de mayor rigor. Para estos casos habría que exigir una regulación que coincidiera con la de los apartamentos y viviendas turísticas, que habría de ser en todo caso aligerada y ceñirse a:
- Exigencia de una notificación de la actividad a la Administración para su inscripción, con efectos informativos y sin que pueda impedir el desarrollo de la actividad el que la Administración tramite el efectivo registro, que deberá ser público y estar a disposición de los usuarios. Este número de registro se puede obligar a que sea exhibido tanto en la plataforma de intermediación como en el propio inmueble, a efectos de lograr un mayo control vecinal y de los consumidores.
- Normas de seguridad estrictas (ocupación máxima de la vivienda, extintores, indicación de vías de evacuación, así como la adecuada revisión y certificación de las instalaciones de agua, electricidad y gas, si lo hubiera).
- Normas de salubridad y acondicionamiento de mínimos: exigencia de baño funcional en la vivienda con unos equipamientos mínimos y poco más.
- Existencia de seguro obligatorio para los daños que puedan sufrir terceros en la vivienda como consecuencia de accidentes domésticos o equivalentes.
- Certificación de estar al día en obligaciones tributarias y de SS.
- Obligación de acatamiento de un protocolo de atención a vecinos u otros afectados por molestias ocasionadas por los inquilinos temporales, que permitirá una respuesta y contacto rápido con los responsables y la adopción de medidas de urgencia, si son necesarias, por parte de la Administración.
- Licencia urbanística para el desarrollo de la actividad, sí así lo exige el planeamiento urbano de la localidad en cuestión (vide infra).
Más allá de este tipo de medidas, cualquier norma referida a cuestiones de ornato o comodidad o calidad del alojamiento han de ser obviadas, dado que las plataformas de intermediación constituyen a día de hoy mecanismos de control de esa calidad y cuestiones anejas mucho más solventes que el control administrativo que, además, salvaguardan mejor la libertad de consumidores y prestadores en la línea de lo deseado por la Directiva de Servicios.
Calificación urbanística necesaria para el desarrollo de la actividad: Aprovechando la distinción realizada, por encima y por debajo del umbral propuesto (60-90 días), es posible también emplear ese mismo umbral para no exigir licencia urbanística cuando los usos no lleguen a ser tan intensos pero, en cambio, usar el planeamiento para, como se realiza con toda normalidad con muchas otras actividades económicas, establecer zonas urbanas donde la actividad más potencialmente problemática (la actividad más profesional y habitual, así considerada por superar el umbral fijado de 60-90 días) se puede llevar a cabo y otras donde no. La incorporación a las normas urbanísticas autonómicas de previsiones que ampararan que cualquier actuación ordenadora realizada por medio de un instrumento de planificación urbanística local en este sentido pueda ser realizada daría cobertura al tema.
Hay que tener en cuenta respecto de esta cuestión que hay ayuntamientos que han intentado actuar en esta dirección, entendiendo que estas actividades eran prestación de servicios que debían ser realizadas sólo en las zonas donde el plan prevé y permite actividades terciarias (bajos comerciales, edificios enteros, primeras plantas), lo que fue rechazado por el TSJCV por considerar que esta limitación no podía operar sin previsión expresa en el PGOU ni en la ley urbanística, al entender los jueces que suponía equiparar una mera prestación patrimonial a una actividad terciara. Hay otras sentencias, notoriamente del TSJCanarias, que se expresan en un sentido semejante. Con todo, cabe notar que estas objeciones jurídicas decaen desde el momento en que la actividad esté expresamente regulada y desarrollada como actividad de servicios y más aún además la legislación urbanística prevé su sometimiento a licencia urbanística. Conviene, además, que se prevea como situación diferenciada a la del resto de actividades terciarias, a fin de permitir una regulación distinta, si así se prefiere, a la del resto de éstas. Se dota así al sistema de una mayor flexibilidad, al permitir mayor diferenciación (puede tener sentido que las exigencias de licencia urbanística para estas actividades sean menores que para las de otras actividades terciarias más intensivas y generadoras de molestias, de hecho). Asimismo, ha de valorarse que un sometimiento a licencia de estas características puede permitir la incorporación de algún trámite de consulta vecinal o equivalentes que permita por vía indirecta ciertos controles vedados por la legislación básica estatal a las CCAA (pues la ley de propiedad horizontal exige unanimidad en una comunidad de propietarios para excepcionar ciertas actividades).
Además, el empleo del planeamiento urbanístico para regular la actividad espacialmente tiene una ventaja adicional, por cuanto da protagonismo a los municipios en la determinación de los usos más convenientes para el espacio urbano local. Así, y partiendo de la base de que se aplique el umbral de los 60-90 días de uso al año como delimitador, por debajo del mismo (o para el alquiler de habituaciones en viviendas habitadas) la actividad sería patrimonial y no tendría regulación alguna de esta índole ni sería necesario el sometimiento a licencia urbanística. Sin embargo, y por encima del umbral, sería posible que el ayuntamiento adoptara varias estrategias sobre la misma:
- autorización en todo el suelo urbano de uso residencial y terciario
- autorización sólo en las zonas terciarias o donde se permita el desarrollo de actividades de prestación de servicios
- autorización sólo en ciertos barrios y zonas de la ciudad (ya sea en modalidad 1 o en modalidad 2), pero exclusión de la misma en zonas donde se considere que hay una tipología urbana o de usos que haga no conveniente que esta actividad sea prestada.
Este modelo de limitación de la actividad en ciertas zonas de la ciudad tiene la ventaja de ser flexible, de permitir que cada ente local adopte estrategias diferenciadas (a partir bien de sus problemas y peculiaridades propias, bien de la diferente orientación política y establecimiento democrático de prioridades) y, con ello, cierta experimentación y diversidad de enfoques que asegurará un más completo conocimiento futuro de qué alternativas regulatorias funcionan mejor. La justificación de las restricciones, siempre y cuando quede vinculada a molestias y problemas derivados de actividades económicas, por lo demás, tiene tradición en el urbanismo europeo y comparado y no debiera plantear problemas de encaje en esquema de la Directiva de Servicios si se realiza con un mínimo de rigor y cuidado.
Adicionalmente, una propuesta como la relatada, que ampara el establecimiento de limitaciones a partir de las decisiones de los entes locales con base en criterios de zonificación urbana es mucho más respetuoso con la libertad individual y el modelo europeo de directiva de servicios que las moratorias o las restricciones cuantitativas (número máximo de actividades admitidas), que plantean cuestiones como su efectiva capacidad de resolver el problema a medio y largo plazo y, sobre todo, obligan a establecer medios de asignación de prioridad para el desarrollo de la actividad complejos (primar a los ya instalados frente a los nuevos que pretendan competir es anticompetitivo, contrario a la equidad y abiertamente infractor del derecho europeo; sistemas de sorteo y concursos son poco satisfactorios para quienes no acceden al mercado; modelos de subasta de las licencias son poco habituales en nuestro sistema y generarían reticencias).
Una de las cuestiones políticas más importantes de nuestros días, por cuanto afecta de lleno a las políticas de reparto de riqueza (esto es, al alma misma de la política) y porque además tiene profundas repercusiones sociales y sobre el modelo de convivencia, es la referida al futuro de las znsiones. Sin embargo, aunque se habla de vez en cuando sobre el tema, lo cierto es que se debate muy poco, aplicando ese curioso mantra de las democracias occidentales de nuestros días de que cuanto más básica es alguna disyuntiva de organización o reparto, menos hay que debatir sobre el tema, no sea que nos llevemos algún disgusto. De manera que sobre las pensiones, al menos en España, hablamos relativamente poco (así por encima se comentan cosillas, sobre su sostenibilidad, sobre cómo pagarlas, sobre el fondo de reserva, sobre planes de futuro más o menos vaporosos…), reformamos sin debate a golpe de decisión tecnocrática (como ha sido el caso con las últimas reformas, que más allá de retoques nimios para las pensiones del presente han ampliado las exigencias de años cotizados y reducido las pensiones para quienes todavía estamos a años de jubilarnos, y que han sido además «recomendadas» de forma bastante evidente por la UE) pero, y sobre todo, no discutimos ni debatimos nada sobre el fondo del problema.
El pseudo-debate sobre pensiones que tenemos montado en España
Esta ausencia de discusión se debe a que, en realidad, aunque las escaramuzas políticas del día a día traten de ocultarlo como buenamente pueden, hay un sorprendente consenso bipartidista en materia de pensiones sólido como pocos. Por parte de lo que podríamos llamar «derecha tradicional» y los poderes económicos que le son afines, que en España han dejado esta labor en tiempos recientes a FEDEA y sus blogs, nutridos por economistas y politólogos afines, se hace hincapié en que el actual sistema no es sostenible y, por ello, en la necesidad de recortar prestaciones e incrementar las exigencias para acceder a las pensiones máximas (como mecanismo evidente de incentivo para que se alleguen más fondos al sistema). Por parte de lo que suele entenderse como «izquierda clásica», en cambio, se plantea la conveniencia de garantizar las prestaciones como mecanismo de solidaridad y cohesión social y se apela a la posibilidad de incrementar para ello las cotizaciones sociales o, incluso, completar cada vez más los recursos del sistema por vía fiscal como mecanismo para que, en unas sociedades ricas como las nuestras, las pensiones puedan mantenerse en términos semejantes a los que hemos vivido hasta ahora, dado que a mayor riqueza, más porcentaje de la misma podría dedicarse a estos menesteres sin que otros se resientan demasiado. Ésta es más o menos la postura «oficial» en estos momentos de la izquierda institucional, con matices más bien menores según las sensibilidades.
El debate político planteado en estos términos es apasionante para muchos, pero esconde difícilmente una realidad tan ampliamente compartida como obvia: que el sistema en los términos actuales es difícilmente sostenible. En el fondo, tanto la izquierda como la derecha clásica lo tienen bastante claro sin estar en demasía en desacuerdo, razón por la cual van llegando sin mayores dificultades a un punto de entente relativamente sencillo, más allá de las escaramuzas del día a día de la política, porque hay que contentar a la parroquia y permitir a economistas y politólogos de uno y otro bando llenar y llenar páginas discutiendo sobre pequeños matices sobre la temporalización y alcance de unas medias que siempre van en la misma línea: así, se van recortando poco a poco las prestaciones, sobre todo para los que han de disfrutarlas no en la actualidad o a corto plazo sino en un futuro medio y largo, que a fin de cuentas nos quejamos menos, mientras a la par se van incrementando poco a poco las aportaciones presupuestarias al sistema, sin que se note mucho ni se discuta en exceso, de modo que los recortes se hagan más soportables y sobrellevables y, sobre todo, a fin de que quienes tienen «generado» un derecho a muy buenas pensiones no se quejen en exceso. A fin de cuentas, en esas clases y edades es donde están quienes toman estas decisiones y sus familias, de modo que toda inyección impositiva para mantener sus niveles de disfrute no puede ser mala. Esta especie de hibridación de las posturas de la izquierda y de la derecha tiene cada vez, por lo demás, defensores académicos más explícitos, que picotean un poco de aquí y otro poquito de allá (la moda ahora es vender el tema, encima, como rebaja de las cotizaciones compensada con el IVA, para que se note menos aún el tocomocho), sin cuestionar en el fondo el consenso conservador de base. Y así, siguiendo esta vía con perfiles muy marcados ya, es como da la sensación que nuestros grandes partidos pretenden afrontar el futuro de los sistemas de provisión social para cuando debamos afrontar nuestra vejez quienes ahora estamos en edad (supuestamente) productiva.
El planteamiento, por tranquilizador, aun asumiendo cierta inevitabilidad de los recortes, que pueda ser para casi todos implicados con cierta capacidad de influencia y de acción (y de ahí, también, su éxito electoral, pues a los pensionistas actuales se les conservan sus derechos; mientras que a todos los demás se nos dice que, dentro de lo que cabe, mejor que no nos quejemos, que podría ser peor… a la vez que se blinda un reparto poco equitativo en beneficio de ciertas clases), no es sin embargo demasiado satisfactorio. No lo es, al menos, desde la perspectiva de un debate público maduro sobre rentas, redistribución e igualdad propio de una democracia avanzada y alfabetizada. Entre otras cosas porque acreciente y extrema soluciones crecientemente injustas, incoherentes con la propia esencia del sistema, a las que hemos dado carta de naturaleza pero que no son nada normales y que alguien habría de plantear de una vez.
Las incoherencias internas de un sistema que se basa en un supuesto modelo de cotización que se falsea y en una apelación a un reparto… que acaba siendo muy regresivo
En efecto, es cierto que el modelo actual no es sostenible. Nada que objetar a esa evaluación. Por lo demás, no es un problema estrictamente español, aunque en nuestro caso sea más exagerado. En lo que ha sido un rasgo generacional de lo que en España podríamos llamar «Generación T», que ha exacerbado una dinámica que por otro lado es común a toda Europa occidental, es cierto que el modelo actual de pensiones ha beneficiado desproporcionadamente, y todavía beneficia mucho, a quienes empezaron a jubilarse hace una década y media y a quienes se jubilarán en la próxima década. Son una generación que va a cobrar unas pensiones que nunca nadie tuvo (y muy superiores a lo que cotizaron) gracias al esfuerzo de sus hijos… que nunca cobrarán pensiones equivalentes en términos de poder de compra, entre otras cosas porque habrán habido de dedicar muchos recursos de las mismas a pagar las de esa generación. Todo ello, como es sabido, con base en un sistema supuestamente «de cotización» pero que se aleja de todo cálculo real actuarial para la determinación efectiva de las prestaciones a las que detiene derecho. Es decir, que se supone que se van a recibir pensiones «según lo que se ha cotizado» pero, a la postre, éstas son muy superiores a esa cifra, «por cuestión de justicia» social» y se determinan políticamente en una cantidad muy superior a lo que efectivamente se ha aportado y debiera por ello tocar (al menos, si fuéramos a un sistema de verdad «de cotización»: la diferencia la puede calcular cualquier persona tan fácilmente como viendo lo que le daría un plan de pensiones privado por unas cotizaciones mensuales equivalentes a las que ha hecho, y se ve con facilidad que estamos hablando de que en tal caso se recibiría entre un tercio y la mitad, de media, de lo que a la postre acaba poniendo el sistema público; otra forma de comprobar la diferencia entre uno y otro modelo es analizar los regímenes de Seguridad Social y los de las mutuas profesionales creadas en aquellos ámbitos de actividad donde no llegaba la Seguridad Social, mutuas todas ellas que han acabado por desaparecer de facto pues a medida que las pensiones públicas se iban haciendo generosas el equilibrio aportaciones-pensiones que podían ofrecer las mutuas era cada vez más difícil de lograr).
Así pues, la supuesta característica técnica del sistema de que sea «de cotización», pura y simplemente, no se cumple. Hay transferencias de unos sectores a otros y de unas generaciones otras, porque de alguna manera hay que cubrir las diferencias. Y ello comporta un determinado modelo «de reparto», que si se analiza de cerca es mucho menos agradable de lo que nos venden. Porque, a la postre, y expuesto de manera sencilla y simplificadora, ¿cómo llevamos desde hace años cubriendo esa diferencia? Pues con el esfuerzo extra, diferencial, de los cotizantes presentes, que aceptan contribuir para cubrir ese «sobrecoste» para garantizar a los actuales pensionistas sus niveles de prestaciones porque el pacto (implícito, aunque todo el mundo lo da ya por roto) es que, llegado el día, ellos recibirán también una sobreprestación. Sin embargo, para que un sistema como el señalado, que tiene todos los elementos de esquema piramidal, funcione, hace falta que lo que en cualquier esquema Ponzi: que sigan entrando, de forma continuada y regular, más rentas de las que salen, que se amplíe la base de la pirámide. En toda Europa occidental, y en España particularmente, ello se lograba gracias a la combinación de un crecimiento demográfico mediano y un crecimiento económico más o menos robusto: mientras ambos se mantuvieran era posible seguir pagando de más y mantener la esperanza de que en el futuro, a los que ahora ponían el dinero, se les recompensara también en mayor medida. Para ello, sin embargo, y como ya se ha dicho, ha de haber una masa salarial suficiente detrás y un crecimiento económico vigoroso. A día de hoy no tenemos ni lo uno ni lo otro desde hace, más o menos, unas dos o tres décadas. Y aunque no sabemos a ciencia cierta lo que nos deparará el futuro, no parece que ni la inmigración ni la mecanización vayan a ser suficientes como para paliar las necesidades de ampliar la base de la pirámide, por un lado, y el crecimiento económico, por otro, que tenemos. De ahí el recurso a ese modelo consensual de ir por una parte reduciendo poco a poco prestaciones, a ver si se nota poquito y conseguimos ir saliendo del lío (como en la vieja fábula explicativa de la rana a la que si se le sube la temperatura del agua de la pecera poco a poco no se entera y acaba, por esta razón, muerta, mientras que sí habría reaccionado y saltado ante cambio abrupto de temperatura) y, sobre todo, a ir cubriendo cada vez más parte del sistema de pensiones no con contribuciones sino con impuestos.
Y es a partir de aquí, y de la aparición y generalización de esta dinámica, cuando empiezan a aparecer no pocas contribuciones. El modelo de «reparto» clásico, por llamarlo de alguna manera, del sistema de pensiones vigentes es, sobre todo, como se ha explicado, generacional (quienes están trabajando transfieren muchas rentas a quienes están jubilados para que cobren pensiones muy por encima de lo que cotizaron), pero en el resto, al menos como ficción, se supone que lo que se recibe se corresponde a lo «cotizado». Por ello se hace que todo el tinglado se sufrague, en teoría, no con impuestos sino con cotizaciones. Quienes más aportan, como esto no son impuestos sino cotizaciones pues tienen derecho a recibir más. Supuestamente, así, «se contiene» una excesiva transferencia de rentas de los que tienen y aportan más a los que ganan menos, que se supone que tampoco sería plan, nos dicen. Y como ha de haber una equivalencia entre lo cotizado y lo recibido, pues desde siempre se han introducido elementos adicionales que no contienen los sistemas de impuestos para limitar aún más todo riesgo de reparto y progresividad excesivos, como que las contribuciones se «topean» (es decir, que cuando se llega al tope máximo de lo que se podría recibir a partir de la cotización fijada, pues también ha sido la regla general que se fijen límites máximos a lo que se cotiza y aporta al sistema). Por esta misa razón, como no estamos en un modelo de cubrir necesidades personales cuando uno llega a la vejez, sino ante, de alguna manera, un modelo que te «retribuye» según lo aportado, quien ha cotizado lo suficiente también generan pensiones incluso si mueren (viudedad, orfandad…) que serán tanto mayores no atendiendo a la situación de mayor o menos amparo o necesidad de quienes las reciban sino «a lo cotizado». Además, las cotizaciones a la Seguridad Social se pagan de un modo diferente a los impuestos, con una carga que se reparten trabajador y empleador. Y, por supuesto, a la postre, cada cual recibe «según ha aportado» (razón por la cual casi todo el mundo piensa que la pensión, y en su cuantía exacta, es algo que «se ha ganado» porque «lo ha cotizado»). Por último, y para cuadrar el sistema, hay pensiones de quienes no han contribuido, que inicialmente sufragaba el propio sistema, pero que muy rápidamente, en la medida en que empezaron a ser más generosas (aumente éste por razón de justicia social por lo demás bastante evidente), pasaron a ser inasumibles y a ser soportadas por el sistema tributario. Se argumenta para ello, con cierta razón, que la protección social de quienes no han cotizado es un asunto de interés general y que a todos concierne, con lo que se habrá de pagar con impuestos, como cualquier servicio público en razón del interés general.
El argumento es convincente, porque es cierto que hay razones de interés público evidentes en garantizarnos a todos una vejez digna, suficientemente tranquila y asistida. Una sociedad civilizada es, entre otras muchas cosas, la que no se preocupa en dejar en situación de necesidad a sus personas mayores. Así pues, hay que asumir que va a tener mucho futuro el argumento de que se completen las pensiones en el futuro, cuando sea necesario, por vía fiscal. De hecho, esta idea avanza con fuerza también en la izquierda: por ejemplo, el PSOE la planteó abiertamente y de manera ambiciosa en la pasada campaña electoral, proponiendo un impuesto específico para el pago de pensiones. Y desde posiciones conservadores se ha asumido además ya con toda naturalidad que además de los recortes, este es el sistema: por ejemplo, para orfandad o viudedad. Pero, además, se tiene claro que van a a ser necesarios los fondos recabados vía impuestos para completar las pensiones de forma que sean suficientemente dignas para que los partidos cuya base electoral está compuesta por ciertas capas de la población puedan respirar tranquilos. Lo hemos visto ya con las propuestas como la de emplear parte del IVA para reducir las cotizaciones. La dinámica está lanzada y ver la evolución de lo que nos espera en materia de pensiones, junto a recortes paulatinos para asegurar su sostenibilidad, no requiere de ser un gran analista: vamos a ir usando impuestos cada vez par cubrir más y más partes del sistema: primero fueron las no contributivas, luego viudedades y orfandades, luego alguna otra situación excepcional como la necesidad de bajar cotizaciones, y acabaremos en pagar así un porcentaje de las pensiones si queremos que sigan manteniendo poder adquisitivo… hasta que el final uno se acaba preguntando si no sería mejor pagarlas todas con impuestos, como sostiene cierta izquierda, y asunto resuelto.
A fin de cuentas, lo que distingue jurídicamente (y en términos económicos y sistémicos) a las cotizaciones e impuestos tampoco es tanto, se nos dice. Y no falta razón a quienes así lo defiende. ¿Supone muchas diferencias para el común de los mortales entre que nos detraigan salario para impuestos y la parte que va a la SS? Pues, la verdad, ninguna. Desde un cierto punto de vista, s el sistema sería más transparente así: eliminemos las cotizaciones a la Seguridad Social, que todo se recaude vía impuestos y que el sistema de pensiones se financie enteramente de este modo. ¿Acaso no sería mejor?
El problema es que al hacerlo así afloraría con toda su crudeza una de las realidad menos amables del modelo actual de pensiones, que genera una incoherencia que se multiplica y agrava conforme más y más parte del monto total de las prestaciones se pagan por vía fiscal: su carácter profundamente regresivo, y ello a pesar de que aparentemente debería contener transferencias de rentas de los que tienen más a los que tienen menos, aunque no fueran éstas excesivas. Si pagáramos todo con impuestos sería muy difícil seguir justificando una esencia del sistema, supuestamente «de cotización», que protege, aun hoy, y a pesar de las quiebras que ya se han producido a esa idea, el que siga pudiendo funcionar como un peculiar redistribuidor de recursos en favor de las rentas más altas. Como no son impuestos, no estamos ante un «reparto», sino que cada cual recibe «según ha cotizado», y no parece haber problema por ello en que unos cobren más (y durante bastantes más años: los datos sobre esperanza de vida según nivel de renta en España son casi secreto de Estado, para que la gente no se moleste demasiado, pero basta ver la distribución de la esperanza de vida por CCAA para que el patrón aflore de forma clara: Madrid, Navarra, País vasco encabezan la tabla… y es por una razón sencilla): ¡es simplemente que tengo derecho a ello porque lo he cotizado, me lo he ganado! En cambio, si el sistema pasa a ser totalmente sufragado vía impuestos, claro, es difícil seguir sosteniendo el peculiar reparto basado en la renta previa de los sujetos y que acaba provocando el peculiar efecto de que entre todos los de una generación comparativamente más pobre hemos de pagar pensiones más altas a los de una generación que ha estado y está mejor que quienes trabajan. Además, los más ricos reciben más, y lo hacen durante bastantes más años, con lo cual ellos son los que disfrutan de la parte del león de esa peculiar desproporción.
Sorprende mucho por ello, la verdad, que las propuestas de cierta «izquierda» (toda, en realidad) abunden en la solución de meter dinero vía impuestos en el sistema (como hacía el PSOE en la pasada campaña electoral) sin revisar la otra pata del supuesto modelo de cotización: y es que, desparecida la base del modelo de la «cotización» en cuanto a las entradas de dinero , ¿no había de desaparecer también la consecuencia de la misma, esto es, el hecho de recibir según lo cotizado?
Una propuesta sobre un modelo de pensiones futuras, sostenibles y ajustadas a la lógica de que el Estado ha de contribuir para proveer de servicios a sus ciudadanos en beneficio de todos
La primera idea base a partir de la cual habría que construir un nuevo modelo de pensiones es, por ello, muy sencilla: si se van a pagar con impuestos, y bien está que así sea para garantizar que el sistema sea estable y sostenible, para poder atender a un interés general obvio, como es garantizar una vejez digna a todos, el corolario debiera ser obvio: hay que garantizar la misma pensión estatal a todo el mundo.
Es, sencillamente, lo más justo y eficiente. Y ello porque sí, es cierto que los ciudadanos, aunque lo hagan vía impuestos, también aportan más (o mucho más) si ganan más, si tienen más rentas, que se tienen menos. Pero, si de lo que hablamos es de que un Estado civilizado y una sociedad avanzada ha de proveer para sus personas mayores un suficiente nivel de protección para garantizarles una vida digna, como ocurre con cualquier servicio público o cualquier política cuyo objetivo es el bienestar general, ¿desde cuándo es razonable asumir que por pagar más, por pagar más impuestos en este caso, se ha de recibir más? Expresado de forma clara y directa: no tiene ningún sentido que el Estado pague pensiones mayores a quienes han «aportado» más (ya sea vía impuestos, pero también lo habría de ser vía cotizaciones desde el momento en que éstas nunca lo fueron de verdad porque luego había reparto y transferencias, ocurre simplemente que si el modelo se basa en suficiencia vía impuestos la contradicción es mucho más visible y obvia). El mantenimiento teórico, a pesar de sus fallas y contradicciones, del sistema de «cotización» no sirve a día de hoy para nada más que para establecer una cortina de humo al respecto que aparentemente sirve a casi todos, aún, para justificar estas diferencias de trato en la pensión que se «tiene derecho a cobrar». Pero lo cierto es que éstas no se sostienen ni justifican, en el fondo, si hacemos un análisis mínimamente racional. Además, los argumentos para un cambio a un sistema de provisión social y protección de la vejez más equitativo son abundantes:
- Desde la perspectiva del Estado y del conjunto de la sociedad, es evidente que cubrir las necesidades de las personas mayores es de indudable interés público, pero lo ha de ser cubrir (y lo mejor posible) las de todas las personas, y además de modo suficiente, algo que no tiene nada que ver con que el Estado se convierta en intermediario (como hace hasta ahora, siendo además un intermediario de apropiación de rentas intergeneracional) para garantizar por medio de su capacidad coactiva el mantenimiento de las mayores rentas de unas personas sobre otras: ahí no hay interés público alguno. En cambio, lo habría, y más que evidente, en una redistribución más igualitaria de todo el montante destinado a pensiones, pues de este modo se evitarían graves problemas de exclusión y de salud que a día de hoy aún tenemos, pero sólo en los pensionistas más desprotegidos. Una sociedad con menores niveles de exclusión y menores problemas sociales, en definitiva, es mejor para todos. Y justifica mejor el empleo de recursos públicos de todos para ello, logrados en proporción a lo que cada uno tiene.
- Las personas que más han contribuido con impuestos tienen los mismos derechos a recibir servicios públicos y cobertura social que los demás, pero no más: no hay escuelas públicas para los hijos de quienes pagan más renta con mejores instalaciones y profesores premium ni hospitales de última generación para los que más han aportado al sistema nacional de salud a través de sus impuestos, afortunadamente. ¿Nos imaginamos una sociedad donde algo así ocurriera? Sería asquerosa y horrible y no la aceptaríamos. Llama mucho la atención que hayan conseguido, en cambio, con la muleta de la supuesta «cotización», que lo hagamos con toda naturalidad con el sistema de pensiones y que, incluso, las reformas que desde la izquierda llaman al sostenimiento fiscal de las mismas sigan empeñadas en conservar estas diferencias. Un sistema donde el poder público garantiza aquellos mínimos que consideramos imprescindibles para la vida en sociedad y no hace de garante de las diferencias sociales y de protector acérrimo de los más favorecidos, estableciendo sistema de reparto en su beneficio, es también mejor para todos. Porque el contenido ético de la actuación del Estado es esencial a la hora de legitimar su acción.
- Además, son precisamente las personas que más ganan y las que en mejor situación económica están las que, durante sus años productivos, más posibilidades tienen de acumular rentas y de ahorrar para la vejez, de modo que caso de que pretendan conservar su nivel de vida diferenciado tras jubilarse lo pueden hacer con mucha más facilidad. Les basta ser más previsoras y cuidarse de ello. Lo cual no deja de ser, a la postre, un problema individual, una vez garantizado que sus mínimos van a estar cubiertos, no una preocupación pública. Por ello, no debería ser el Estado quien les hiciera ese papel. Y menos aún extrayendo rentas a otros para ello.
En definitiva, las pensiones del futuro están llamadas a ser pagadas por todos, como pagamos todos los servicios públicos, porque hay un interés público evidente en hacerlo: que esta sociedad se organice de moda que los mayores puedan (podamos, cuando nos toque) vivir con dignidad. Para ello, habrá que pagarlas con nuestros impuestos, según nuestras posibilidades presentes, lo que comportará transferencias, de ricos a pobres, y también generacionales. Pero, a cambio de todo ello, esta labor estatal ha de ser lo más eficiente y justa posible.
Para que sea eficiente, ha de dejar que sean los individuos privados los que se apañen, y asuman los riesgos y las consecuencias de sus posibles errores y aciertos, para querer diferenciarse teniendo una mejor situación y, además, ha de tratar de consumir lo menores recursos de todos posibles que garanticen lograr el objetivo de tener a todo el mundo bien cubierto (algo que también es mucho más fácil de lograr con un modelo de pensiones iguales para todos, que desinfla de presiones el sistema a cuenta de los colectivos depredadores, piénsese que una 600.000 personas cobran en España pensiones de más de 2.000 euros al mes, mientras que en toda Alemania son sólo unas 60.000 y extraigan conclusiones).
Además, y para ser justo, un sistema de pensiones público, como cualquier otro servicio público que emplea recursos de todos, ha de garantizar una misma prestación para todos, porque esa prestación se da por razón de consideraciones de ciudadanía, no económicas.Ésa y no otra es la función estatal, garantizar derechos de ciudadanía, no rentas privilegiadas y diferenciadas. Para eso otro, en su caso, ya está el mercado.
Así pues, la pensión del futuro, pagada por los impuestos de todos, debiera ser igual para todos. Y ya está. Así de sencillo. No entiendo cómo es posible que los partidos de izquierdas no lo planteen desde hace años. Supongo que es una consecuencia más de la captura explicativa que sufren a cuenta de esos relatos a los que ya nos hemos referido, al «yo lo he generado, lo he cotizado». Y, también, qué duda cabe, debe de ser resultado de que las elites estatales y de los partidos, también los de izquierdas, estén dominadas por personas a quienes el modelo descrito conviene fenomenalmente bien.
Obviamente, una transición al modelo señalado no se puede hacer de la noche a la mañana. Habría que, por ejemplo, y aunque sea injusto, garantizar a los actuales pensionistas su pensiones actuales (pero, por ejemplo, no permitir su actualización y mejora mientras sean superiores a lo efectivamente generado). También a las personas cercanas a la jubilación habría que respetarles probablemente la pensión con la que han organizado, más menos, su vida próxima. A los demás, por ejemplo, no deberían tener en cuenta nuestra efectiva cotización hasta la fecha y, por ejemplo, «guardárnosla» como posible incremento de la pensión que el Estado determine en un futuro para todos o alguna medida equivalente. En todo caso, las medidas transitorias no empecen que la adopción del nuevo modelo es extraordinariamente sencilla de poner en marcha y que, además, y muy probablemente, según se prefiriera políticamente mantener o no los actuales recursos destinados al sistema, siendo ambas elecciones perfectamente legítimas, bien incrementaría mucho las pensiones a día de hoy más bajas, bien permitiría una rebaja de las actuales cargas (las cotizaciones, que desaparecerían sustituidas por impuestos nuevos que, poco a poco, y a medida que se hiciera la transición, serían mucho menos costosas de mantener, al menos mientras no hubiera un incremento muy sustancial de la pensión, por cuanto se eliminaría la carga que suponen para el sistema las pensiones altas y muy altas que a día de hoy, y por muchos años, todavía vamos a pagar).
Una última cuestión, y por supuesto clave, es determinar cuál debería ser ese nivel igual para todos de pensión pública en el que se basaría el nuevo modelo. A mi juicio es claro que debiera ser el suficiente para que cualquiera pudiera mantener sin demasiados problemas una vida digna, teniendo eso sí en cuenta que al final de la vida, y en un Estado como el español (donde los servicios sociales y asistenciales a la vejez son los únicos que están no sólo a nivel europeo sino incluso por encima de la media, mientras en todo lo demás, infancia, discapacitados, inmigrantes, pobreza, gastamos menos de la mitad de la media, como explica magistralmente este libro de Borja Barragué et alii), las necesidades son normalmente menores que en momentos en que uno, por ejemplo, ha de sacar adelante una familia. Por esta razón me parece que esa pensión pública debiera ser, siempre, y como máximo, equivalente al salario mínimo mensual que consideramos socialmente suficiente y justa retribución para una persona que esté trabajando en nuestra sociedad para sacar adelante una actividad productiva. De hecho, que coincidan y así se determine explícitamente tiene muchas ventajas. De una parte, porque es obvio que nadie podrá quejarse y decir que no estamos fijando una prestación pública insuficiente o injusta, si consideramos que esa retribución es justa para quien trabaja y suficiente para vivir estando activo, habrá de serlo necesariamente para cuando se llega a mayor, máxime si cuestiones como la sanidad, el transporte o la asistencia social están, como es el caso en España, moderadamente bien cubiertas. Además, una medida de vinculación como ésta, como es evidente, tendría un efecto indirecto evidente e inmediato más que positivo: todos los pensionistas tendrían un incentivo claro para apoyar subidas del salario mínimo y, con ello, de las retribuciones de todos aquellos que están efectivamente trabajando para producir la riqueza necesaria para que se cubran los recursos públicos de donde salen, en el fondo ya hoy, las pensiones y el resto de políticas públicas. Que, sinceramente, es algo que se echa mucho de menos en las prioridades políticas y de voto del colectivo a día de hoy en España, si no sabe mal ni se considera de mal gusto recordarlo, porque las cosas son como son y esto es así. Y si sólo tener a políticos (pasa en Podemos) cobrando con referencia al salario mínimo ha provocado que éstos tengan un enorme interés, tan legítimo como de parte gracias al «incentivo» que ello supone, imaginemos lo bueno que sería que todos los pensionistas tuvieran no sólo claro intelectualmente que sus pensiones dependen, como muchas otras cosas, del trabajo y del reparto de otros muchos, sino que, además, fueran muy conscientes, en sus propias carnes y cuentas corrientes, de cómo de íntima es esa vinculación.
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PS: De las repercusiones de un modelo así y de su lógica en un mundo de trabajo cada vez más escaso y donde las prestaciones alternativas e incluso los modelos de renta básica van, por ello, a ser cada vez más frecuentes hablamos otro día. Pero es evidente, creo, que su cohonestación con el mismo es relativamente sencilla y muy fácil de estructurar de forma coherente. También, y de forma de nuevo fácil de cohonestar con esa realidad, una medida así cambiaría muy probablemente el mismo concepto de lo que es la jubilación y eliminaría algunos de los problemas jurídicos que ya se dan, y que están llamados a generalizarse a medida que las pensiones sean más precarias y vayamos a otro tipo de economía, como son los derivados de normas que impiden trabajar, aunque sea a tiempo parcial, mientras se percibe una pensión (entre otros muchos problemas parecidos, que tienen todos que ver con la obsolescencia de una visión de la jubilación y las pensiones que no acaba de cuadrar bien en una sociedad donde los límites entre trabajo, ocio, actividad, inactividad se diluyen y donde, además, las formas de obtener rentar van a variar mucho más aún de lo que ya estamos viendo ya).
La evolución de las sociedades, de su economía y de las tecnologías que se emplean para el trabajo, los intercambios y el ocio comporta inevitablemente disrupciones periódicas. Muchas innovaciones quedan en nada, pero otras prosperan y cambian hasta tal punto las cosas que alteran, inevitablemente, toda una serie de equilibrios anteriores que no sólo reflejaban una determinada forma y capacidad técnica de hacer las cosas sino además, muchas veces, un sutil proceso de composición de voluntades sobre la manera más justa de organizar nuestras sociedades y establecer mecanismos de reparto. En estas situaciones de disrupción, y al menos durante un tiempo, es ineluctable que las tensiones sean abundantes. Por esta razón, en tanto que mecanismo de mediación para hacer frente a las mismas, el papel de la regulación dictada por los poderes públicos determina, en no pocos casos, si la transición es más o menos eficiente, traumática, rápida y, a la postre, socialmente productiva. Un buen entendimiento por parte del poder legislativo y de las Administraciones públicas del valor añadido que aportan las nuevas posibilidades y, por ello, de cuáles de sus consecuencias sería conveniente incentivar, así como de sus posibles riesgos y de cómo pueden afectar las innovaciones a situaciones y equlibrios ya asentados de forma que estos efectos sean, además de más eficientes económicamente a corto plazo, socialmente beneficiosos a la larga, resulta clave para poder regular esta fase de transición tratando de extraer las mayores ventajas posibles y minimizar los costes de las disrupciones.
Las novedades que está trayendo consigo la irrupción de la llamada “economía colaborativa” son un caso de libro que permite ilustrar el fenómeno descrito con ejemplos que afectan, además, a nuestro día a día en mucha mayor medida de lo que ha sido en el pasado el caso con otro tipo de cambios, en ocasiones mucho más profundos, pero que no incidían en tantos mercados o en tantos tipos de intercambios con los que tenemos un contacto cotidiano. Por sharing economy o collaborative economy solemos entender aquellas actividades que, gracias a la eficiente intermediación que permite la tecnología digital –en la que se están especializando ya muchas plataformas on-line– ponen en contacto a quienes ofrecen un bien o un servicio y quienes necesitan del mismo. Lo cual permite, precisamente por su alta eficiencia, emplear capacidades hasta ahora infrautilizadas e incentiva la “colaboración” de personas que no tienen por qué dedicarse profesionalmente y a tiempo completo a ciertas actividades, pero que a partir de ahora van a poder participar de las mismas y extraerles un rendimiento con más facilidad. Sus efectos más directos son por ello un incremento de la oferta de bienes y servicios, incrementando la competencia. Lo cual tiene indudables consecuencias sobre quienes extraían unas rentas adicionales como consecuencia de la existencia de menos competencia efectiva en los mercados en que actuaban… y una reducción de precios para el consumidor final. Por ello las autoridades de competencia en la Unión Europea y también en España son tendencialmente muy favorables a permitir su implantación y expansión con pocos frenos. Ahora bien, resulta evidente, a su vez, que de la misma se deduce una más que notable reducción de la capacidad de generaer rentas de los prestadores tradicionales, que no sólo son ciertas empresas, que también, sino trabajadores a tiempo completo en determinados sectores que, de improviso, asisten a la irrupción de una competencia de una fuerza de trabajo potencialmente global –pues puede en muchos casos ofrecer los servicios desde cualquier punto del planeta- que hasta la fecha había pasado inadvertida y que, de repente, es un actor clave a ser tenido muy en cuenta. Actor que muchas veces emplea estas actividades para completar sus rentas, o por consideraciones lúdicas o ideológicas… o por necesidad en un mercado de trabajo cada vez más fragmentado y precarizado en no pocos sectores.
Estos efectos, por lo demás, varían ligeramente depediendo de la estructura social y productiva de cada sociedad, no tanto porque las consecuencias de la generalización de estas actividades digitalmente intermediadas sean muy diferentes en las distintas partes del mundo –que no lo son- como porque, como es evidente, el peso relativo de algunas actividades u otras en una concreta economía hace que se sientan más o menos –y con más o menos crudeza- los efectos de estos cambios. En el caso valenciano, donde tenemos una importante terciarización de nuestra economía que no ha ido precisamente acompañada de la especialización en sectores de alto valor añadido, y que además es cada vez más dependiente del sector turístico –también en sus derivadas residenciales-; y donde los esfuerzos por lograr más desarrollo económico a través de actividades más innovadoras están, por el momento, cosechando resultados más bien discretos, el impacto que están ya empezando a suponer las puntas de lanza de la llamada “economía colaborativa” –actividades de transporte, alojamiento o posibiliad de la contratación de la realización de pequeños servicios más o menos especializados vía on-line– es notable y está llamado a serlo más. Es urgente por ello comenzar a diseñar una mínima estrategia sobre cómo convendría regular las mismas en este período de transición, por una parte; y, por otra, en torno a qué querríamos obtener de las mismas en el medio y largo plazo.
Para ello conviene partir de la base de que, al menos idealmente, en un futuro el crecimiento económico y bienestar de los valencianos no puede seguir dependiendo ni de actividades de bajo valor añadido ni cenrarse cada vez más, como parece intuirse que es la pauta en marcha, en la extracción/utilización/consumo desaforados de bienes de gran valor, pero frágiles y difícilmente recuperables, como son los recursos naturales y nuestro patrimonio ambiental. A expensas de lo que la recién creada Agencia Valenciana de la Innovación pueda lograr para revertir esta tendencia, el último informe decenal de la Unión Europea sobre la capacidad para la innovación de las regiones europeas situaba a la Comunidad Valenciana en posiciones de retraso sin duda preocupantes y, lo que es ciertamente más inquietante, que lejos de evolucionar positivamente, van a peor. Como es evidente, esta estructura productiva conlleva inevitablemente un incremento de la ya apuntada tendencia a la precarización, en cuanto a los tipos de empleo y sus condiciones, que es por lo demás ya excesivamente frecuente en nuestra economía en la actualidad. Adicionalmente, es indudable que hay sectores que se van a ver particularmente afectados por ella, y muchas de las actividades dependientes del turismo y cierto tipo de terciarización son parte de las que están llamadas a sufrir más su impacto. Algunas de ellas, de nuevo, y a su vez, pueden ser transformadas en un futuro no muy lejano como consecuencia de la generalización de las posibilidades de rentabilización o micro-rentabilización que permite en la actualidad la tecnología de intermediación que hace posible la llamada “colaboración” como forma de actividad económica. Dada esta situación, las administraciones valencianas habrían de comenzar a diseñar una estrategia de intervención para encauzar esta evolución de manera que se minimicen los problemas disruptivos que se empiezan a intuir y se oriente la mejora de la eficiencia posible que permiten estas nuevas posibilidades tecnológicas para lograr ciertos objetivos sociales y económicos.
El primer y más importante mercado en el que la economía colaborativa ya está dejando sentir sus consecuencias es el del alojamiento, especialmente el de corta duración. Como es sabido, el éxito de plataformas de intermediación como AirBnB y equivalentes está cambiando el turismo residencial, tanto el de corta duración como, incluso, las estancias medias. El impacto de estos cambios en la economía valenciana es enorme, al menos por dos rasones. En primer lugar, porque el atractivo turístico, sobre todo, de nuestras zonas costeras y de nuestras ciudadades medias y grandes –especialmente la ciudad de València- hace que sean destinos particularmente buscados. La demanda, sin duda, como no hace falta que expliquemos, es mucha y es previsible que siga siéndolo. Pero en segundo lugar, además, porque la oferta también es considerable y está llamada a seguir siéndolo: la crisis económica y la situación de precarización en un entorno económico poco innovador y con un tejido empresarial débil, dedicado a actividades productivas de escaso valor añadido y por ello no particularmente bien pagadas, refuerza el atractivo comparativo de destinar tanto el poco o mucho capital –inmobiliario- con el que se pueda contar como los esfuerzos y el tiempo disponibles a estas actividades: sus rentas pueden ser muy superiores a otras que requieren de muchos más esfuerzos y, a la postre, no compensarían económicamente.
El problema, no obstante, es que una regulación que apueste sin trabas por dejar que esta oferta y demanda, ya considerable en la actualidad y que puede crecer más, se crucen sin problemas, supone incentivar un cierto modelo económico que plantea algunos inconvenientes que han de ser contemplados. En primer lugar, drenará recursos de todo tipo –capital y humanos- hacia actividades, de nuevo hay que recordarlo, de un escasísimo valor añadido y con un componente innovativo nulo. En segundo lugar, supone consagrar un modelo de sociedad donde un patente desequilibrio de recursos de entrada perpetúa y amplía esas diferencias de partida (es cierto que hay pequeños propietarios que podrán emplear el “alojamiento colaborativo” para completarse sueldos magros, pero el sector está cada día más colonizado por pequeños y medianos propietarios o empresas que directamente operan como ofertadores de vivienda turística residencial por estos canales en lugar de por otros). En tercer lugar, dar rienda suelta sin trabas a estas actividades supone potenciar una actividad, la turísitica, particularmente depreadadora y de poco valor añadido, que además se orientará, mayoritariamente, a un turista que no deja muchas rentas en nuestra economía. Hay, pues, y per se, razones para preconizar normas que impongan ciertos límites.
Pero es que, adicionalmente, la economía colaborativa del alojamiento plantea problemas en su relación con otras actividades económicas y sociales que han de ser, también, tenidos en cuenta. Así, ha de señalarse inicialmente el indudable riesgo de competencia y canibalización respecto del sector hotelero que puede derivarse de que se pueda operar sin necesidad de cumplir ciertos estándares de calidad –y de garantías jurídicas y protección a los consumidores- que sin embargo sí se imponen, por descontado, no sólo a hoteles sino también a alojamientos turísticos. ¿Se trataría esta aceptación de estándares diferenciados de lo que podríamos considerar una “competencia desleal”? Muy probablemente lo sería. Ahora bien, y en cualquier caso, se trataría de una evolución del mercado que, como no interesa socialmente, debería ser regulada de modo no incentivador incluso en caso de que pensáramos que es un caso de competencia no problemático. A este factor hemos de añadir otro, no menor, que es el referido a las indudables molestias que la concentración de actividades de alojamiento turístico de corta duración, y destinadas a perfiles de turistas que aportan poco valor añadido, supone para los vecinos. Molestias que se multiplican, lógicamente, tanto más la concentración de este tipo de actividades se incrementa. Algunos barrios de muchas ciudades europeas sufren ya este problema, y en España ciudades como Barcelona, Palma o Valencia son ejemplos de entornos donde la tensión es notable a día de hoy y los conflictos se multiplican. Por último, hay que señalar que las posibilidades de rentabilización que permite el alojamiento colaborativo de corta duración, debido a la misma enorme eficiencia de las plataformas de intermediación digital, son tan desproporcionadamente elevadas que desincentivan que las viviendas en ciertas zonas de alta demanda turísitca se destinen a otros usos habitacionales. Esto recrudece, a su vez, algunos de los problemas ya señalados, como el de la concentración de estas viviendas y los conflictos a causa de las molestias, alentando además a los propietarios de estas zonas a mudarse a lugares más tranquilos… y dedicar sus viviendas a estos lucrativos negocios. Lo cual no es probablemente bueno. Pero es que, además, de ello se derivan incrementos en los precios del alquiler residencial que han llevado ya a muchas ciudades norteamericanas y europeas a tomar medidas restrictivas para paliar el fenómeno.
En este contexto, sería de esperar algún tipo de actuación por parte de las autoridades autonómicas y locales valencianas, pero de momento no se detecta estrategia alguna mercedora de ese nombre. Las reacciones son poco coordinadas, adolecen de una manifiesta falta de planificación estratégica conjunta, son las más de las veces incoherentes y, además, por todos estos defectos, están encontrando problemas jurídicos para ser implantadas.. Hace falta, sencillamente, una estrategia propia que trate de ordenar el fenómeno y esta transición a otro modelo de rentabilización económica en el sector.
A la luz de lo aquí señalado, parece razonable, como línea de principio, tratar desincentivar estas actividades por la vía de obligarlas a internalizar algunos de los costes que generan, cuando no todos, y convertirlas, de este modo, no sólo en económicamente menos rentables sino en socialmente sostenibles. Una opción bastante evidente para ello parece que debiera ser homologar las exigencias jurídicas y de calidad de los alojamientos así ofrecidos a los turísticos, algo que ya ha empezado a hacerse pero sin una estrategia clara y decidida. Sin embargo, actuar en esa línea únicamente, a la vista está, no es suficiente. Como suele decirse, es complicado eso de poner vallas al campo. Urge por ello una reflexión sobre la forma y finalidad última de establecer restricciones adicionales, como algunas de las que ya son habituales en otros países. Algunas de las más usuales son:
- restricciones cuantitativas, como impedir el empleo de una vivienda para estos usos durante más de un determinado número de días al año (por ejemplo, así lo hace San Francisco, incluso siendo la patria de AirBnB) o imponer unos días de estancia mínima para minimizar molestias y elminar presión sobre los vecinos (como también hace Nueva York);
- obligación de contar con el permiso de los vecinos de aquellos inmuebles dedicados a estas actividades (como ocurre en Amsterdam), lo que reduce sin duda riesgos de molestias vecinales e introduce, además, una dificultad evidente para realizar la actividad que la hace menos frecuente y más dispersa;
- prohibiciones de la actividad en ciertas zonas (por ejemplo, es la solución de Berlín) o llevando la zonificación a la determinación de que esta actividad sólo puede realizarse, además, en inmuebles donde puedan desarrollarse actividades terciarias (minimizando las molestias y equiparando esta actividad a un negocio; como trató de hacer el ayuntamiento de Valencia hasta que los tribunales se lo impidieron o está empezando a desarollar la propuesta de reforma legal de las Islas Baleares).
Como puede verse, la búsqueda de soluciones de todo tipo, algunas muy imaginativas, para tartar de encontrar una mejor regulación de este período de transición es intensa en los países de nuestro entorno. Llama por ello doblamente la atención la falta de impulso en un territorio como el nuestro, donde los problemas que plantea el alojamiento colaborativo son particularmente intensos… e importantes para nuestra economía. A modo de modesta propuesta que se avanza en sus grandes líneas aquí, podría ser razonable una regulación que, por un lado, y dados los mayores efectos perjudiciales de la actividad cuando se desarrolla con estos perfiles –y su cuestionable catalogación ética como “colaborativa”-, estableciera muchas restricciones para esta actividad cuando es claramente “empresarial” o “pseudoempresarial” (esto es, cuando se realiza con inmuebles dedicados excluisvamente a la misma), forzando a que en estos casos se unan para la realización de la misma tanto las exigencias de calidad equivalentes a las que han de cumplir los servicios hosteleros o de apartamentos tradicionales como, y a su vez, prohibiendo por zonas la actividad y exigiendo que se desarrollen sólo en inmuebles para uso terciario. Esto es, convirtiendo en perfecamente equivalente la actividad, en Derecho, a lo que ya es en la práctica: una actividad empresarial pura y dura, se comercialice por el canal que se comercialice. Para el resto de casos, esto es para inmuebles que sólo ocasionalmente se destinan a estos usos, en cambio, podría ser adoptada con carácter experimental y tentativo una regulación más permisiva en materia de zonificación si se combinara con algunas de las restricciones cuantitativas habituales en otros países (por ejemplo, no más de 45 días anuales o 90 días en zonas costeras; quizás con el establecimiento adicional de períodos de estancia mínima cuando se considere necesario, cuestión en la que habría de permitirse un margen de apreciación municipal importante). Con el tiempo habríamos de analizar si estas medidas están provocando los efectos deseados, si son suficientes, si han de ser modificadas enmendadas. Es siempre una buena idea, especialmente en estas materias donde la sociedad está experimentando transformaciones aún lejos de estar totalmente asentadas, experimentar con regulaciones que busquen combinar diversas soluciones y evaluar sus efectos. Por supuesto, caso de que no funcionaran correctamente, no debiéramos tener miedo alguno a cambiarlas. Pero, por esa misma razón, tampoco habríamos de exhibir la prevención que mostramos hasta el momento a regular.
Los problemas que genera el alojaminto colaborativo y la disrupción que está provocando en nuestra economía no son, sin embargo, los únicos. Y tampoco son los únicos que afectan a nuestra economía, tanto en presente como en cuanto a sus perspectivas de evolución. Pensemos en el otro ámbito estrella en materia de maduración de la “economía colaborativa” –y con la maduración, por descontado, se ha producido la llegada de empresas con vocación claramente orientada al beneficio-: el transporte. En materia de transporte la irrupción de Uber y otras plataformas equivalentes, que parece inminente en la Comunitat Valenciana tras la ampliación por sentencia judicial de las licencias VTC disponibles, está llamada a suponer nuevos trastornos y disrupciones. Contamos, sin embargo, con una ventaja para afrontar la situación en nuestro entorno: no es el primer sitio en que ocurre y además ya contamos con una serie de soluciones que se han ido decatando en otros países y ciudades que permiten intuir por dónde puede ir la solución más equilibrada y eficiente. Llama la atención, a estos efectos, la escasa atención que ha prestado a este fenómeno la nueva ley del taxi tramitada en les Corts valencianes. Una ley que, en línea con la que también es la situación en el transporte interurbano de pasajeros por carretera -en autobús-, regula estas actividades, cada vez más esenciales en las economías modernas, de forma llamativamente tradicional (por no decir directamente “antigua”) y poco atenta a las novedades que, tanto en lo tecnológico como en lo jurídico, se están produciendo ya en Europa. Haría falta una aproximación completa a las necesidades de movilidad y urge para ello entender que las exigencias de servicio público que todavía se imponen son muchas veces muy razonables, a la hora de reglar cómo y en qué condiciones se ha de prestar el servicio, pero tienen cada vez menos sentido si se trata de restringir la competencia y el número de actores potenciales en el mercado. La Comunitat Valenciana haría bien en replantearse esta situación, y hacerlo teniendo en cuenta todas las formas de movilidad en su conjunto y los recursos públicos que se destinan a las mismas, y hacerlo además cuanto antes. Las posibilidades de dinamización económica y de liberación de recursos que podrían derivarse de una buena regulación en esta materia no son pocas. Cuestión distinta, y obvia por lo demás, es que ello habría de hacerse regulando, en todo caso, tanto las obligaciones fiscales como de seguridad social, como de calidad del servicio y de derechos de los usuarios de estos servicios, y siempre de manera tan exigente como cuando las prestaciones se realizan empleando otros canales. Se trata, sin embargo, de problemas objetivamente diferentes. Una cosa es que haya que garantizar todas estas cuestiones, lo que es perfectamente posible por medio de una regulación adecuada, y otra bien diferente –y absurda- que se considere que la mejor manera de evitar posibles riesgos sea no regular o directamente prohibir que determinadas actividades se lleven a cabo por medio de las plataformas y a partir de las dinámicas de tipo económico que las hacen a día de hoy más eficientes. Reflexión, por lo demás, que no es válida sólo para el alojamiento o el transporte sino que habría de extenderse a todas las actividades donde detectemos una suficiente maduración de las actividades que damos en llamar de “economía colaborativa”.
No se entiende, en definitiva, la manifiesta reticencia de nuestras Administraciones públicas (y de nuestro legislador) a afrontar los retos que las posibilidades tecnológicas plantean a día de hoy –permitiendo una gestión del servicio muy eficiente por medio de la participación de agentes privados y de tecnologías cada vez mejores que incrementan espectacularmente la eficiencia de los intercambios-. Una pereza regulatoria que, a la postre, lo único que está provocando es que no se adopten medidas que podrían audar a asegurar una transición ordenada a un nuevo entorno que, por lo demás, tarde o temprando, nadie duda ya a estas alturas que se ordenará en todos estos sectores a partir de la inciativa privada en libre competencia en la que el papel de estas plataformas digitales será muy importante y donde las micro-actividades -por ocasionales o por nimias material y económicamente- adquirirán un protagonismo inusitadamente importante. Esta nueva situación ha de ser debidamente regulada, como por lo demás con toda normalidad ya lo está la actividad económica en otros sectores, por los poderes públicos. No hay que tener miedo a relajar exigencias que son excesivas para las micro-actividades y que, de otro modo, quedarían al margen de la legalidad, con perjuicios tanto para los actores –problemas de seguridad jurídica- como para el interés general –que perdería cotizaciones e impuestos asociadas a las mismas- si se las fuerza a seguir en la alegalidad por la incorrecta adaptación de las normas a sus características. Por lo demás, si la Comunitat Valenciana no actúa decididamente en esta dirección en las materias de su competencia, lo acabará haciendo el Estado o al propia Unión Europea. Mejor actuar cuanto antes, ganar en eficiencia y garantizar una transición ordenada, en la medida en que esté en nuestras manos. Nos hace falta, pues, una estrategia valenciana para la regulación de la economía colaborativa que sea cuidadosa y a la vez vele por canalizar sus ventajas. Pongámonos manos a la obra.
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A estudiar todas estas cosas, en los próximos años, nos vamos a dedicar desde el Grup d’investigació REGULATION GIUV2015-233 que conformamos un grupo de profesores de la Universitat de València gracias a una proyecto de investigación del Plan Nacional de I+D+i del Gobierno de España que tenemos concedido para trabajar hasta 2019. En este blog iré aprovechando para subir información o reflexiones al hilo de la evolución de los trabajos que vayamos haciendo. Una primera aproximación general al fenómeno en términos generales ya la publiqué en este mismo blog hace unas semanas.
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