¿Vacunación obligatoria en España?

Esta semana ha venido marcada por el psicodrama, tan propio de nuestro tiempo, a cuenta de cómo un multimillonario, rico y famoso, estrella del tenis mundial, ha visto cómo sus deseos de jugar un campeonato de primer nivel en un país con reglas muy estrictas para entrar en el mismo se veían frustrados por no estar vacunado contra la COVID-19 ni poder atestiguar estar dentro de alguna de las excepciones restantes. El embrollo político y mediático, con seguimiento en directo en Twitter de cada nuevo episodio, ha sido seguido en todo el planeta con esa mezcla de morbosa pasión por el lío, cuanto más surrealista mejor, y una enconada discusión sobre la cuestión de fondo a cuenta de la consideración del personaje, estúpido egoísta para algunos, héroe defensor de la libertad individual para otros, en el que se mezclaba además la rivalidad deportiva. En fin, cosas de nuestro tiempo, de las tonterías de las celebridades y de su hipermediatización… y de cómo las redes degradan el debate público, ya se sabe.

O no. Porque si hablamos de degradación, mientras tanto, Emmanuel Macronen una reciente entrevista con el diario Le Parisien dentro de su serie de apariciones públicas para lanzar su campaña de reelección a la Presidencia de la República francesa, nos exponía con grosera claridad que su prioridad en estos momentos era (en traducción aproximada) “joder la vida” a los no vacunados como fórmula para incentivar la inoculación de los escépticos. Será que también en este caso es culpa de las redes y del populacho la degradación del debate público, ¿verdad?

El problema de este tipo de planteamientos es que, al margen de su zafiedad, resultan profundamente contraproducentes. Es difícil no entender el atractivo rebelde de quienes, como la gran estrella del tenis abanderada de la libertad individual, optan por no vacunarse alegando que las autoridades no nos tratan con el debido respeto ni nos tienen en cuenta como elemento de sospecha, cuando lo que nos dan los poderes públicos no son datos completos sobre la eficacia de la vacuna y sus efectos adversos, así como la posibilidad de compararlos con la información, lo más transparente y precisa que sea posible, sobre le enfermedad, sino lecciones de superioridad moral y de autoritarismo (por muy ilustrado que sea) aderezadas con ese desagradabilísimo tono macroniano de macarra pasado de rosca. 

La sensatez y razonabilidad de medidas como pseudo-obligar a la vacunación en ciertos ámbitos, que es la consecuencia indirecta de exigir el pasaporte COVID, como ya se hace en España, pasa por entender y ponderar con cuidado sus posibles beneficios (para lo cual la transparencia y el rigor en los datos disponibles es, de nuevo, esencial) respecto de las evidentes mermas de libertad individual y ejercicio de derechos que supone (que sólo pueden negarse si tratamos por idiotas a los ciudadanos, lo que es desgraciadamente harto frecuente, como demuestran las declaraciones de Macron y el hecho de que, además, sin duda las hace porque sabe que van a beneficiarle en su inminente contienda electoral, así de tristes son las cosas). Es lo que, por ejemplo, hizo en estas mismas páginas, certeramente, Gabriel Doménech, con una explicación didáctica y clara que se echa muy en falta en el discurso de nuestras autoridades.

Frente al generalizado cansancio de buena parte de la sociedad con la pandemia, sus estragos y, muy especialmente, respecto de las restricciones de todo tipo a que nos ha obligado, cada vez cunde más la tentación de tirar para adelante, en la medida de lo posible, y hacer una vida lo más normal que nos dejen las circunstancias y las autoridades. Para ello, es evidente (y tenemos sobradas evidencias al respecto) que las vacunas son de indudable ayuda. Crece pues la confianza en ellas, al menos si estamos en uno de los países que se las pueden permitir, y en fiar la recuperación de la normal actividad social y económica a que exista un porcentaje de población vacunada cuanto más alto, mejor. Y con ello aumentan la tensión frente a las personas que prefieren no vacunarse, las diferentes formas de presión desde muchos flancos para que lo hagan, las declaraciones manifiestamente impresentables y, junto a todo ello, un debate perfectamente legítimo pero que por culpa de esta dinámica queda muy desenfocado: la cuestión de la obligatoriedad de la vacunación.

Aunque jurídicamente, como casi todo en esta vida, una medida como ésta sería sin duda objeto de mucha discusión y es posible darle muchas vueltas a muy diversos aspectos del tema porque presenta aristas de todo tipo, los dos elementos centrales en cualquier sociedad liberal a la hora de obligar a un ciudadanoa a disponer de su cuenta que se han de tener en cuenta son: 1) si el objetivo buscado es social o individual, por un lado (porque el sentido de obligar a alguien a ser vacunado no puede ser la protección de quien es así forzado, sino la de los demás); y 2) si, además, tenemos certezas suficiente sobre la eficacia de la medida para lograr los objetivos pretendidos (unas mayores tasas de vacunación que, a su vez, redunden en una mejor protección de todos frente a la pandemia).

Resulta bastante obvio, en coherencia con los valores de autonomía y libertad individual, pero también de dignidad de la persona, que poco a poco hemos ido interpretando en nuestros Estados de Derecho de maneras que cada vez más responsabilizan al individuo de su propio destino y decisiones, que una obligación de vacunación a quienes no quieren estarlo que aspire únicamente a proteger a estas personas, cuando hablamos de sujetos dueños de sus propios destinos, es difícilmente aceptable en una sociedad democrática liberal. Las mismas razones que nos impiden prohibir el suicidio serían plenamente de aplicación, en el peor de los casos, para entender que la vacunación obligatoria de adultos va contra algunos de los valores básicos en los que fundamentamos la convivencia. Cuestión distinta puede ser la protección de niños o personas que, por la razón que sea, estén en una situación de dependencia respecto de otros, donde la decisión última puede ser la que la sociedad en su conjunto considere más beneficiosa para ellos. Pero en el resto de casos sólo es posible quebrar la voluntad del sujeto de no vacunarse si, con ello, se consiguen claros beneficios para otros ciudadanos, para el resto de la sociedad que, en consecuencia, justifiquen esta restricción evidente (y muy intensa, por afectar a la capacidad de disponer sobre nuestro propio cuerpo) de la libertad y autonomías individuales.

Así pues, un primer elemento central para poder establecer esta obligación con carácter general, más allá de cuestiones jurídicas como que, evidentemente, debería ser impuesta por ley, es que exista una clara finalidad de protección de terceros. Y, para que esta finalidad permita válidamente aprobar una ley en este sentido hay que tener datos suficientes, fehacientes y sólidos (y proporcionarlos a expertos y opinión pública) sobre la eficacia de la vacuna para prevenir la enfermedad y, como consecuencia de ello, para quebrar la cadena de contagios de un modo suficientemente relevante como para los efectos de una vacunación obligatoria sean perceptibles y supongan una clara diferencia a mejor sin la que, como es obvio, no quedaría justificada la imposición de la obligación.  Los países que establecen la vacunación obligatoria para niños contra ciertas enfermedades (por cierto, Francia entre ellos, lo que permitiría decirle a Macron que, a la vista de la tradición jurídica de su país, podría dedicarse más a trabajar para poder construir con rigor una justificación para vacunar obligatoriamente a la población si de verdad lo cree necesario antes que insultar a quienes no quieren hacerlo), de hecho, así lo hacen ya. Y, si esta primera evidencia es clara, no es demasiado problemático así establecerlo si se considera necesario. Para lo que es importante que, además, se cumpla la segunda condición.

Porque un segundo elemento que hay que tener en cuenta es si obligar a vacunarse a la población va a ser o no la estrategia más eficaz en la práctica. Para lo cual, por supuesto, la evidencia epidemiológica ha de acompañar, en primer término, como ya se ha dicho. Pero, y también, hay que tener en cuenta y realizar una evaluación sincera y rigurosa respecto de qué va a significar esa “obligación”, cómo se va a controlar y perseguir a quienes no cumplan con ella, los costes que ello supone si se pretende de verdad llevarlo a cabo y, muy especialmente, si existen otras estrategias menos restrictivas (información a la ciudadanía por muchas vías, fomento y facilitación de la vacunación, llevar las vacunas a quienes pueden tener menos acceso a las mismas o están en situación de vulnerabilidad socioeconómica…) que puedan lograr los mismos o incluso mejores resultados, lo que las haría sin duda mucho más aconsejables. Por ejemplo, que un país como Francia tenga en estos momentos tasas de vacunación infantil, respecto de sus vacunas obligatorias, bastante peores que España nos da una idea clara de que a veces la estrategia aparentemente más audaz y agresiva, establecer la obligatoriedad, no tiene por qué ser necesariamente la mejor.

Con la vacunación respecto de la COVID-19 estamos muy probablemente en una tesitura similar. Tenemos datos suficientes para pensar que la vacunación es útil para combatir la enfermedad y evitar sus mayores complicaciones y, en menor medida, que además sirve para dificultar los contagios (aunque también hemos vivido esta última ola de diciembre 2021-enero2022, que nos demuestra que ni siquiera unas muy altas tasas de vacunación eliminan del todo los contagios), por lo que da la sensación de que sus efectos más claros son a día de hoy de protección más bien individual y sólo en segunda instancia e indirectamente, coadyuvar con ello a la protección social frente al virus. Adicionalmente, sin duda, la presión hospitalaria que generan las altas tasas de contagios entre no vacunados, y la mayor incidencia entre éstos de casos graves, con el consiguiente efecto de colapsa sobre el sistema sanitario puede indirectamente, por ello, poner en riesgo a otras personas, lo que también es un elemento de beneficio social no desdeñable, aunque de nuevo indirecto. Así pues, habiendo beneficios sociales claros, probablemente éstos no son a día de hoy los más importantes (o no lo son aún) y la vacunación, sobre todo, está siendo orientada a proteger a quienes se vacunan. Esta primera constatación obliga a ser especialmente cuidadoso con el establecimiento de una obligación de vacunación si hay medidas de incentivación indirecta de la misma que puedan ser igualmente efectivas. Que en España un 85% de la población esté ya vacunada y que con medidas indirectas como el pasaporte COVID para ciertas actividades no esenciales (de ocio en lugares cerrados, esencialmente) se esté logrando su incremento hace pensar que probablemente esta estrategia sea más acertada a medio y largo plazo, además de más respetuosa. En parte porque la obligatoriedad de las vacunas, como vemos en otros países, genera reacciones de sospecha y rechazo que, en cambio, desaparecen cuando los efectos de las vacunas son claros, la información sobre los mismos transparente y, sobre todo, los poderes públicos le ponen muy fácil a los ciudadanos acceder a éstas. 

Es por ello completamente razonable que la OMS siga insistiendo en que la obligatoriedad de la vacuna deba ser el último recurso. En países como España, donde queda aún trabajo por hacer en cuanto a la transmisión de información y, sobre todo, en que el sistema público de salud lleve la vacuna proactivamente a sectores de la población en riesgo de exclusión, se debería poder incrementar la tasa de vacunación, ya alta, todavía más. Es quizás menos sencillo que acudir al cómodo expediente de la obligatoriedad. Requiere de más esfuerzos. Y, sobre todo, requiere de una voluntad pedagógica poco en boga en nuestros días sobre la solidaridad e interdependencia que conlleva vivir en sociedades como las nuestras, así como sobre las obligaciones (aunque no sean jurídicas siempre) que ello nos genera inevitablemente respecto de los demás. Pero, si se hace bien, y tenemos datos que así lo avalan, esta aproximación acaba siendo infinitamente más útil. Y más garante de la libertad individual y del respeto que nos han de merecer el resto de ciudadanos que no piensas como nosotros. Cuestión ni mucho menos menor si, a la postre, de lo que vamos a hablar con una hipotética obligatoriedad de la vacuna es de pasar de un 90% a un 100% de población vacunada, lo que supone incrementar el porcentaje desde unas cotas que, a poco que se conozcan los modelos sobre inmunidad de grupo y transmisión de enfermedades contagiosas, deberían ser más que suficientes, con vacunas que sean realmente efectivas, para minimizar sobremanera los problemas sociales y las afecciones negativas a los demás que pudiera generar una concreta decisión individual de no vacunarse. Decisión que, por inadecuada e incorrecta que nos parezca a casi todos a la vista de los datos, no deja de ser íntima, personal y referida al propio cuerpo, por lo que, en ese contexto, y si son así las cosas, parece mucho mejor que sea respetada. También para el resto de la sociedad, para todos nosotros, a medio y largo plazo. Porque supongo que a todos nos conviene que se vayan sentando precedentes de relieve, y en casos difíciles y controvertidos, a favor el respeto a nuestra autonomía, libertad y dignidad individuales. Que es algo que, aunque a veces no lo parezca, también está en juego en tiempos de pandemia y cuya bandera no hemos de dejar enarbolar sólo a supuestos rebeldes sin más causa que cierto egoísmo en gran parte originado por poder disfrutar muchas veces de una mayor seguridad personal por su situación socioeconómica, de salud o simplemente de edad. No dejemos que puedan llegar a tener un ápice de razón y, sencillamente, hagámoslo bien. 

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Publicado orginalmente en Valencia Plaza el 9 de enero de 2022



Un confesionario climático para la «izquierda iPhone»

Durante estos días se ha celebrado la COP26 (vigésimo sexta reunión anual de las partes signatarias del Tratado de Naciones Unidas contra el Cambio Climático que, sí, ya tiene casi tres décadas de acreditada inoperancia) en Glasgow y la cosa no ha podido dar más vergüenza ajena. Aviones y jets privados, coches de lujo y desplazamientos carbonizados a todo tren para que los mandamases se hagan fotos y salgan en la tele mientras acuerdan muy preocupados que los modelos de negocio basados en el empleo de combustibles fósiles no sufran mucho con esta transición, según explican en su declaración final de intenciones. Una declaración final que parece que, cumpliendo la tradición de estas ya 26 ediciones, y para no decepcionar, sigue sin establecer compromisos que muevan a algo más que a la risa floja. 

Para acabar de redondear la grima que da todo esto, además, muchos activistas y académicos que son pseudo-estrellitas de la cosa esta de ponernos bienintencionadamente en alerta pero sin que la cosa vaya mucho con ellos para allá que se han ido también, con sus vuelos transoceánicos y todo lo que haga falta, para ver a los colegas y estar de fiesta unos días, mientras sus más aventajados referentes critican el huero populismo de Greta Thunberg por ir a los sitios en tren y barco. En todo caso, para nuestra tranquilidad nos explican que estas cosas hay que hacerlas así porque, si no, las voces del tercer mundo no serían oídas porque les podemos poner aviones pero no conexión a Internet u otras brujerías de esas. En esta misma línea de convertir estas cumbres en festivales del humor climático, cuando no de reírse en la cara de la población, se ha anunciado que la COP28 a celebrar en 2023 tendrá lugar en Emiratos Árabes Unidos, como muestra del compromiso de este país y de toda la región en la lucha contra el cambio climático y, es de suponer, como una de las primeras manifestaciones del enorme prestigio internacional ganado por los dirigentes de Dubai y Abu Dabi desde que han acogido en su benéfico seno al (todavía protocolaria y jurídicamente, aunque ya no sea Jefe de Estado) Rey de España, Juan Carlos de Borbón y Borbón.

Mientras este festival de inoperancia global se desarrolla con generosa fanfarria mediática, los ciudadanos occidentales seguimos a lo nuestro. Nos preocupan cosas como el precio de la luz, que las restricciones por la pandemia de COVID-19 no nos fastidien las próximas vacaciones o que estas Navidades pueda haber un cierto desabastecimiento de la orgía habitual de oferta de productos y chorradas de todo tipo, llegadas de todo el planeta con los que necesitamos celebrar que nos queremos y que somos felices. ¡Ay de quien ose cuestionar, además, que estas preocupaciones son del todo legítimas y que quizás deberíamos replantearnos algunas de nuestras prioridades y pautas de consumo si se supone que nos preocupa todo eso del cambio climático y la conservación de un planeta más o menos apto para la vida en condiciones mínimas de dignidad para todos los habitantes de la Tierra! Inmediatamente será calificado de hipócrita, de ser el primero que no quiere renunciar a los lujillos que su condición le permite y de escribir con un iPhone o, como hago yo en estos momentos, desde un ordenador portátil Apple (diseño yanqui, manufactura china, que ha recorrido no sé cuántos kilómetros) indecentemente conectado tanto a la red eléctrica como a Internet. ¡Si tanto te preocupa de verdad esto del clima, deja de usar todo lo que el sistema ofrece y vete a tu amada Cuba!

De todos modos, que no salten aún todas las alarmas: las izquierdas o los concienciados por el clima de las sociedades occidentales tenemos todos muy claro, y desde hace décadas, que esa crítica no es válida, que “ser de izquierdas no equivale a tener que hacer voto de pobreza” y que “estar preocupado por el clima y las necesidades de cambio para salvar el planeta no requieren de un heroísmo individual que no cambiaría nada, ni renunciar a nuestros bienes porque eso tampoco arreglaría el problema, sino de trabajar por el cambio en la dirección correcta”. Y asunto resuelto, oiga. Todos tan contentos. A fin de cuentas, no vamos a pretender que la gente, aun siendo de izquierdas, no vaya a poder disfrutar de lo que ha ganado con el sudor de su frente legítimamente (o ha heredado también muy legítimamente, ya puestos, faltaría más) y que , por ello, ojo/atención/cuidao… “se lo merece, oiga”. Que una cosa es una cosa y otra es otra. Nada más ridículo, en definitiva, que pretender que no podamos tener nosotros también un iPhone sólo por defender ideas igualitarias. Y si no has nacido en un país o una familia afortunada, pues ya te apañarás, que no es mi problema. Ni tampoco el momento de ponernos a replantearnos cosas que serían, la verdad, muy incómodas.

Sin embargo,  como propietario que soy de un iPhone de esos (un modelo de hace siete u ocho años, en todo caso, pero iPhone al fin), no puedo dejar de reconocer que esta gran verdad a la que se aferra la izquierda occidental no me acaba de convencer. No sólo eso, también creo que a poco que la analicemos con cuidado no puede convencer a nadie. Porque no entiendo la manera en que ninguna fe, creencia (porque sí, amigos, hablamos siempre de la “izquierda iPhone”, pero ha llegado el momento de abrir de una vez el melón del “cristianismo iPhone”) o ideología que predique la igual dignidad y derechos de todos los seres humanos y la solidaridad y fraternidad que nos debemos todos pueda convivir con la llevanza de un tren de vida que sea abierta y radicalmente incompatible con la más mínima posibilidad de que sea generalizable a todos los humanos. Por aplicar a este ámbito el conocido imperativo categórico kantiano, si la generalización a todos nuestros congéneres de nuestras maneras de vida y huellas energética, de carbono y de recursos llevaría inevitablemente a la destrucción del planeta como un espacio apto para la vida y sería directamente imposible, señoras y señores, tenemos un problema. ¿O es que de verdad hay alguien que pueda autoegañarse tanto como para creer que se pueda ser de izquierdas e internacionalista, cristiano creyente en la fraternidad entre todas las almas de este mundo o simplemente personita que no funcione con un egoísmo impresentable y canallesco pero a la vez defender que uno, por haber nacido donde ha nacido, tiene derecho a vivir de un modo que directamente hace imposible la vida de los demás?

Establecida esta obvia y molesta verdad queda calcular, pues, dónde está el umbral a partir de la cual llevar un determinado nivel de consumo implica directamente estar robando la posibilidad de vivir con dignidad a otros y, a largo plazo, acabar con la vida de nuestros congéneres y con la habitabilidad del planeta. Obviamente, soy el primero que espera que ese umbral no me impida seguir con mi rutilante iPhone 5 en el bolsillo, pero, más allá de mis modestos vicios privados, soy perfectamente consciente de que el umbral, existir, existe. Y, por esta razón, como yo sí querría aspirar a poder vivir como izquierdista internacionalista, ser humano fraterno y kantiano practicante y se me caería la cara de vergüenza si llevara un nivel de vida y consumo de recursos que supusiera contribuir al desastre global garantizado y a la muerte de millones de seres humanos, me pregunto por qué nuestros gobernantes (o sus amiguitos académicos y estrellas mediáticas varias que los siguen de COP en COP y Emitados Árabes porque me toca, a todo tren.. pero siempre en vuelos transoceánicos) siguen sin decirnos más o menos por dónde anda ese umbral. Es evidente que, en parte, no quieren transmitirnos malas noticias ni confrontarnos ante la que es la triste realidad porque, a fin de cuentas, los votos de todos los que se creen “de izquierdas de verdad de la buena” o “buenos cristianos sin tacha” pero que en realidad son unos sociópatas egoístas están en juego y no es cuestión de renunciar a ellos así como así. Pero también, no nos engañemos, y como demuestra la declaración final de la COP26, es que hay un interés tendente a cero en abrir la boca, y no digamos ya en hacer nada de provecho, que pueda tener alguna posibilidad, por nimia que sea, de fastidiar el cotarro consumista desaforado y de capitalismo global en que vivimos felizmente instalados. Hasta que pete, claro. Pero, mientras tanto, ¡pues a disfrutarlo!

Los números, además, son difíciles de hacer con exactitud y fiabilidad, y más aún proyectándolos hacia el futuro, lo que da una excusa fantástica para esquivar la cuestión. Y es verdad que quizás pueda haber mejoras tecnológicas en el futuro y ganancias de eficiencia que nos permitan a los felices habitantes acomodados del Occidente privilegiado aspirar a seguir a lo nuestro, e incluso ir ganando en comodidades absurdas, mientras ese tercio de la humanidad que aún no dispone de lavadora, por poner un ejemplo, aspire a poder comprar alguna de vez en cuando. Pero vamos, más o menos, y aun teniendo en cuenta esto, debiera ser perfectamente posible, al menos, tener una idea más o menos clara de por dónde iría un umbral de mínimo (y, además, calculándolo generosamente y a nuestro favor, por eso de aprovechar en nuestro beneficio cualquier duda que pueda existir aún sobre cómo cuantificar exactamente todo). Hay, de hecho, por ahí esbozos de “calculadores de huella climática” que más o menos permiten hacernos una idea de si somos de los que nos estamos cargando el planeta y, de paso, a otros seres humanos (spoiler: sí, lo somos) o no y, en su caso, qué deberíamos reducir y hasta qué punto. Lo increíble es lo poco trabajados que están, lo incompletos que son y lo poco que los difunden instituciones, gobiernos, o incluso partidos supuestamente progresistas con intención de lograr una efectiva modificación de hábitos a partir de sus resultados.

Ya sé que es molesto lo de que ser de izquierdas o cristiano (y recordemos que entre estos dos grupos y demás ideologías o creencias con apelaciones a valores de solidaridad ecuménicas cubrimos a más del 90% de la sociedad española) se haya de traducir en la práctica cómo vivimos y nos comportamos, para con los demás y para con el planeta, en vez de poder limitarnos a darnos golpes en el pecho y a ponernos medallitas, pero, lamentablemente, así son las cosas en el mundo de las personas que valen la pena. Y ya sé también que hay que ayudar además a los cambios globales, de diseño del modelo y de limitación de las emisiones globales de los grandes negocios, la gran industria y el transporte internacional y tal. Pero vamos a contar un secretito a quien no lo sepa: esos grandes negocios y demás estructuras se dedican, esencialmente, a proveer al mercado de bienes y servicios que luego, pásmense, usan personitas como Usted y como yo, como todos nosotros. ¡Qué cosas! 

Así que, la verdad, habría que calcularlo. Y ya está. Es impresentable, sinceramente, que ni gobiernos ni ONGs a nivel internacional ni partidos políticos ni prácticamente nadie estén explicando a la población de cada país, atendidas sus circunstancias, más o menos por dónde anda el umbral y si cada uno de nosotros individualmente lo superamos o no, de largo, por cuánto… y por qué. 

Así que, y aun a riesgo de que pueda haber alguna inexactitud, allá va más o menos lo que sabemos, por ejemplo, para un país como España:

  • Vivienda. Si vives en una unidad familiar que dispone de más de 50 metros cuadrados por persona en una zona de ciudad compacta, es muy probable que estés ampliamente por encima de lo que es sostenible para toda la población del planeta. En tal caso, más te vale tratar de compensar en otros ámbitos y, si no vives en la ciudad compacta, no usar apenas el coche privado (lamentablemente, además, estos dos efectos se suelen retroalimentar) y compensar con una casa muy eficiente energéticamente, placas solares y usando el espacio adicional de que dispones para autoproveerte no sólo de energía sino de algunos alimentos. El diseminado, el bungalow, e incluso el PAU, y ya no digamos el chalet, suponen lo que suponen. ¿Te gusta vivir así y puedes, o te sientes con derecho a ello, pero quieres pensar que sigues siendo progresista y fraterno? Pues ya sabes, a currarte compensar la cosa por otras vías, tanto con lo que haces en casa como con el resto de elementos del listado.
  • Consumo eléctrico. El consumo de energía eléctrica en España está casi en los 6.000 kWh de media por persona que ya es la media europea, y se supone que ese consumo es entre un 50 y un 100% superior a lo que es a día de hoy sostenible, dado el pool de generación que tenemos. Si estás ya en esos números, sencillamente, has de rebajar el consumo, idealmente a unos 3.000 kWh anuales, y tratar de que además el origen de esta electricidad sea de fuentes limpias (desgraciadamente, no producimos energía verde para todos, pero si compramos a comercializadoras que nos garanticen ese 100% a nosotros presionamos al mercado en esa dirección). ¡La izquierda organizará su vida optimizando las actividades con luz diurna o no será!
  • Transporte diario. Si vas en coche a diario al trabajo o a tus actividades cotidianas es casi imposible que no estés muy por encima de lo que te corresponde. Punto. Ya está. Podríamos dejarlo aquí, porque es bastante sencillo: no cojas el coche, ni te lo compres. Pero por ser más realistas en los consejos, añadamos qué se puede hacer: pásate a andar, a la bici, a la movilidad eléctrica (algo menos costosa ambientalmente) o al transporte público.  Si puedes, claro. Porque, y esa es otra, como a nuestros poderes públicos todo esto es manifiesto les da igual por mucha COP en los Emiratos que monten, la mayor parte de la inversión pública desde hace décadas va destinada a garantizar al 60% de población de más renta, que es la que dispone de coche privado (o al 30% de más renta aún, que es quien dispone de más de un vehículo por familia), de todas las facilidades para ir por la vida con todas las comodidades, mientras que las posibilidades de moverse a pie o en bici con buenas infraestructuras, seguras y de calidad, o en un transporte público decente, pues son las que son. Vamos, que yo no sé si se puede inferir que por tener un iPhone o un portátil alguien no sea de izquierdas de verdad, pero ya os digo que ciertos coches y hábitos de desplazamiento dicen más que mil palabras (o mil teléfonos móviles). Y sí, para los buenos cristianos el SUV tampoco puede ser.
  • Viajes ocasionales, por trabajo u ocio, a destinos lejanos. En este punto, es bastante fácil establecer dónde están unos (generosos) umbrales de inaceptabilidad: si haces un viaje transoceánico, más te vale no coger un coche en varios años para compensar; con 5 o 6 viajes dentro de España o Europa, aunque sean por trabajo, al año, ya te están comiendo toda la cuota de mínimo un par de años que tendrías para transporte y deberías hacer el resto a pie o en bici. A partir de ahí, obra en consecuencia. Porque sí, lo siento: ni como cristiano consecuente ni como persona de izquierdas digna de ese nombre se puede ir uno cada año de vacaciones a Bali, Estados Unidos o de visitas por capitales europeas. Sencillamente, porque al hacerlo estás impidiendo que mucha otra gente pueda aspirar siquiera a vivir en unas mínimas condiciones en el resto del planeta. Y el efecto, en este caso, es directo, claro, y enorme. Que a algunos les da casi igual, o incluso les puede beneficiar para hacer esas fotos de personas menesterosas por la calle que nos traen de sus viajes por determinados países que luego enseñan para explicar lo que les ha cambiado la vida ver esa realidad y “la verdad intensa que tienen esas miradas” o las pazguatadas al uso, pero más nos vale ir tratando a esta gente como la basura climática que son cuanto antes.
  • Alimentación. Aunque a Pedro Sánchez no le haga ninguna gracia, el consumo de carne ha de pasar ya entre todos nosotros a ser lo más testimonial que sea posible, casi limitado a fiestas de guardar y encuentros festivos (especialmente si hablamos del mítico chuletón o del vacuno en general). Respecto del resto de alimentos se ha de eliminar en lo posible, idealmente del todo, el consumo de productos venidos de lejos y de los que se venden procesados. En países como España, y no digamos en el País Valenciano, es a día de hoy posible comprar toda la fruta y verdura de proximidad si tienes renta suficiente para tener un iPhone (porque sí, hacerlo así es bastante más caro, dado que así de locamente funciona el tinglado), de manera que si tienes un teléfono de estos al menos ten la vergüenza torera de comprar cosas de temporada y hechas cerquita. Por cierto, también podemos intentar comer un poco menos, que no nos vendrá mal… y por una vez izquierda practicante y buena forma física quedan mágicamente alineadas.
  • Ropa. Sabemos también que la ropa hemos de aspirar a que nos dure mucho más de lo que el mercado querría, al menos una década, y los zapatos más de un mero par de años. Ello significa que tendríamos que intentar comprar sólo una prenda de ropa o un par de zapatos al año, lo que ya permite cierta variedad al ir combinándolos. O reutilizar, intercambiar, aprender a modificar y remendar por nosotros mismos… o dejar de dar tanta importancia a estas cosas. Porque para lo que sí importan es para cargarse el planeta y la calidad de vida de otros.
  • Cachivaches varios, muebles, objetos. Podemos tener teléfono móvil, al parecer, e incluso ordenador y algún electrodoméstico más, así como muebles, pero lo que es insostenible es tener muchos, tenerlos sin uso y cambiarlos cada dos por tres. Por ahí hay quien decía que si un móvil nos durase al menos 10 años, un ordenador o lavadora 15 y la nevera o la televisión 25 (y todos son de consumo energético muy eficiente) pues podríamos aspirar a que esos aparatejos se generalizaran para todos. Ni idea de cuán exactas serán esas cifras, pero es evidente que todo consumo desaforado de electrodomésticos o muebles incide notablemente en nuestra huella ambiental. Así que… ojo que como cambiemos mucho de teléfono y sea último modelo estamos muy cerquita de que, en efecto, sea bastante incompatible eso de ser de izquierdas y tener siempre el último modelo de iPhone

En realidad, todo esto es muy orientativo y, como es evidente, es posible compensar algunos excesos con ascetismo en otros ámbitos, según usos individuales y preferencias. Además de que, como ya he dicho, todo esto no son sino aproximaciones un tanto groseras. Por eso mismo sería tan importante tener no sólo guías públicas sobre esta cuestión sino herramientas digitales de medición y control individual a nuestra disposición. De hecho, incluso, sería necesario que los poderes públicos, al menos a efectos meramente informativos para empezar, nos “evaluaran” al respecto, aun con todas las deficiencias del sistema en sus inicios, a partir de los datos que les suministráramos y nos informaran de dónde estamos en términos absolutos y relativos. A continuación, estaría bien que se fueran estableciendo incentivos para quienes generaran menos impacto e, incluso, a largo plazo, que empezáramos a pensar en establecer obligatoriamente cupos máximos de derechos de emisión y destrozo ambiental por ciudadano que no se pudieran exceder en ningún caso (mejor bloquear todo consumo adicional de esas personas a partir de superado el límite que sancionarlas, aunque ya puestos una buena sanción adicional nunca vendría mal). 

Pero, de momento, simplemente con saber dónde estamos cada uno de nosotros ya podríamos mejorar y aprender mucho… e ir pensando en adoptar algunas medidas interesantes. Por ejemplo, una de las cosas que sabemos es que los ricos contaminan exponencialmente más a partir de que se incrementa su nivel de renta, de modo que una de las políticas ambientalmente más globalmente eficaces es, también, y como explicábamos el mes pasado, gravar fiscalmente a las rentas más altas y a los grandes patrimonios de formas a día de hoy juzgadas como salvajes y que lamentablemente por el momento aún requerirían de que fuéramos a las barricadas para lograrlo. Bueno, de eso o de una sucesión de catástrofes suficientemente graves como para instar al cambio, que parece que es la única vía de evolución que nuestras elites progresistas y “concienciadas” conciben como realistamente posible. En definitiva, tener estos datos y publicarlos de forma transparente ayudaría mucho presionar en esta dirección. Y, si no, qué caray, al menos nos libraríamos de los ricachos repugnantes que viven a costa de lo que son los recursos planetarios de cientos o miles de personas y que nos van dando leccioncitas a los demás desde su supuesto compromiso. ¡Que con eso ya nos conformamos!

Así que sí, lamentablemente, siento comunicarles que es bastante incompatible eso de ser de izquierdas, o cristiano, o de cualquier otra creencia, ideología o secta que nos considere a todos iguales y con derecho a vivir con unas condiciones mínimas de dignidad y acceso a recursos y seguir con cierto tren de vida. Ya es cosa suya juzgar si están o no por encima del umbral. Pero va siendo hora de que todos nos lo planteemos. Y, sobre todo, va siendo hora de que nuestros gobiernos nos expliquen con claridad cuál es ese umbral de indudable inaceptabilidad y de los medios para medirnos con rigor a nosotros mismos.  Los resultados, a buen seguro, no nos gustarían. Quizás nos quedaríamos sin el nuevo iPhone. O tendríamos que irnos de verdad a “nuestra amada Cuba”, al menos, para aprender un poco y tomarla como ejemplo para esto. Porque, entre otras cosas, parece que también tenemos que empezar a plantearnos seriamente cómo poder lograr mejoras en este plano sin que medien enormes desastres previos o sin tener que padecer una odiosa dictadura o un régimen totalitario. Porque la cosa es urgente. Y, probablemente, también puede acabar yéndonos la democracia en ello como no logramos explicar, informar y convencer a todos los que de verdad se sienten de izquierdas, cristianos, internacionalistas, kantianos o ecumenistas de que sí, en efecto, esto también va de sus (de nuestros) hábitos de vida y consumo.

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Publicado originalmente en Valencia Plaza el 14 de noviembre de 2021



La propietat obliga: sobre les possibilitats i exigències constitucionals de l’expropiació d’habitatges a grans tenedors i fons o empreses del sector

“La propietat obliga”. Aquesta idea, expressada de manera tan simple però a la vegada profunda, a la que s’afegia a continuació la idea que el seu ús ha d’estar orientat a l’interés general, va aparèixer a la Constitució de Weimar de 1919 per primera vegada com a mandat jurídic constitucionalitzat a la part final del seu art. 153. La idea que Eigentum verpflichtet, expressada exactament igual, amb aquesta exacta fórmula, és hui en dia a l’art. 14 de la Llei Fonamental de Bonn de 1949 (immediatament abans d’establir, amb la mateixa orientació que el text de 1919, que l’ús de la propietat constitucionalment admissible dins la Constitució alemanya ha de ser orientat al bé comú, al benefici de tots). Potser per això no és estrany que el debat sobre l’expropiació i socialització d’habitatges propietat de grans fons d’inversió per la seua posada a disposició de la col·lectivitat, encara que plantejat una mica pertot arreu, semble haver agafat molta més volada a la ciutat de Berlín, on el proppassat 26 de setembre un referèndum popular va instar, amb una participació més que nombrosa del 75% del cos electoral i una clara majoria de vots a favor que va fregar el 60%, el parlament de la metròpoli a legislar per expropiar els habitatges propietat dels grans fons propietaris d’immobles a la ciutat i posar-los a disposició de la col·lectivitat amb una gestió fonamentada en criteris socials i no de mercat.

La iniciativa votada a la ciutat de Berlín, encara que per la seua concreció requerirà d’un important acord polític i de la seua plasmació en llei, a més, va una mica més enllà de la mera pretensió d’expropiació, en tot cas emparada per l’art. 14 del seu text constitucional vigent. Com s’ha dit, a més, pretén posar a disposició de la col·lectivitat eixos habitatges, emprant les possibilitats de socialització de l’economia que contempla l’art. 15 de la mateixa Llei Fonamental de Bonn, que permet i ampara aquestes iniciatives, amb fonament constitucional explícit i que, encara que es puga considerar un “fòssil constitucional” perquè és ben cert que ha estat un article del que s’ha fet poc ús durant aquestes darreres dècades, continua formant part del pacte constitucional alemany, potser amb conseqüències jurídiques sobre com fer i avaluar les expropiacions i, sobretot, amb incidència sobre les possibilitats de controlar la proporcionalitat de les mesures concretes ablatives del dret de propietat, que davant una manifestació de voluntat de socialització d’eixos béns vàlidament expressada és probablement sobrera (Anna-Katharina König ho explica molt bé al Verfassungsblog ací).

Més enllà de consideracions jurídiques, el que origina aquest moviment social tan exitós, exemple de lluita de “baix cap a dalt”, que a acaban amb l’aprovació del referèndum dut a terme per la iniciativa “Deutsche Wohnen & Co. Enteigen” (“Expropiem Deustche Wohnen & Co”) és la situació de l’habitatge a la ciutat de Berlín, on com pertot arreu Europa els preus han pujat de manera incessant i a un ritme considerablement major que els salaris, dificultant de manera creixent l’accés a un bé de primera necessitat, l’accés al qual a més està emparat per un dret constitucional, com és l’habitatge. Aquesta activisme, que ha aconseguit mobilitzar la ciutat (tenim fins i tot la possibilitat de consultar la informació bàsica que la plataforma posava a disposició dels veïns directament en una dotzena de llengües com ara el castellà, malgrat que no en valencià). A més, i com també es va generalitzant a d’altres països, però amb una incidència molt major a Berlín per raó de la seua història i la gran disponibilitat de blocs d’habitatge a preus molts baixos després l’època de la reunificació que van aprofitar per comprar immobles en grans quantitats, el mercat de l’habitatge de Berlín té una important quantitat d’actors directament empresarials, amb grans propietaris i fons d’inversió que es dediquen al lloguer d’una enorme quantitat d’immobles. Pensem que la iniciativa ciutadana el que planteja és l’expropiació i socialització del habitatges en mans dels propietaris que en tinguen més de 3.000 i sumen diversos actors amb desenes de milers d’habitatges en el mercat fins el punt que els càlculs indiquen que la mesura comportaria l’expropiació de vora 250.000 habitatges, la qual cosa suposa més d’un 15% del parc total de la ciutat i, a més, com és evident, permetria una molt potent política d’habitatge des d’una perspectiva pública en cas de passar a mans de la col·lectivitat i ser gestionat amb criteris socials. 

En tot cas, i malgrat el clar resultat del referèndum, encara queda molt per arribar-hi. No només un pacte polític i la conversió del desig popular expressat en una llei del parlament de Berlín sinó també, de ben segur, una interessant batalla jurídica sobre els límits actuals a les possibilitats de col·lectivització de béns privats per intervindre al mercat dins l’art. 15 de la Llei Fonamental de Bonn i, cas d’arribar-hi, sobre la quantia de les expropiacions, que depenent de si es paguen a preu de mercat poden resultar impagables per la ciutat de Berlín, però que la iniciativa popular considera que en casos de socialització dels béns es poden compensar a preus que es facen dependre de la valoració dels béns sense atendre a dinàmiques especulatives i acumulatives de mercat, de manera que segons els seus càlculs podrien pagar-se vora la meitat del que, a preus de mercat de hui, s’estima que suposarien les expropiacions d’eixos vora 250.000 habitatges.

Aquest debat, tant social como polític, però també jurídic, és inevitable que ressone també a casa nostra, igual que la idea que “la propietat obliga” no pot sinó dur-nos a recordar que l’art. 33 de l’actual Constitució del Regne d’Espanya estableix, immediatament a continuació de la garantia del dret de propietat i del dret a l’herència (art. 33.1 CE), el recordatori, normativament vinculant, que la funció social d’aquests drets delimitarà el seu contingut, d’acord amb allò que en cada cas disposen les lleis (art. 33.2 CE), que seran les encarregades, com expressió de la voluntat popular en cada cas, de concretar, doncs, fins quin punt la propietat “obliga” més o menys. Conjuntament, i tancant el precepte, es recorda que la possibilitat d’expropiació requereix una causa justificada d’utilitat pública o interès social, la corresponent indemnització i el seguiment del procediment legalment previst (art. 33.3 CE). I és que, per molt que fins i tot el molt conegut art. 17 de la Declaració francesa de Drets de l’Home i del Ciutadà de 1789 declarara la propietat no només com inviolable sinó fins i tot com “sagrada” (“La propriété est un droit inviolable et sacre, nul ne peut en être privé”), eixe mateix precepte ja establia a continuació que això que “ningú no en podrà ser privat” era, però, excepcionable en casos de necessitat pública comprovada i legalment afirmada, encara que sempre amb la deguda compensació.

És clar, doncs, que amb un major èmfasi o amb un bemoll que ens obliga de vegades a baixar un semitò (però no més), els nostres ordenaments jurídics accepten amb naturalitat la possibilitat de posar la riquesa i la propietat al servei de l’interés general i reorientar la seua funció social a partir de les necessitats públiques, encara que sempre amb la corresponent indemnització per als propietaris en cas de privar-los del gaudi i ús de la propietat per conseqüència d’aquestes decisions. Igualment, a la Constitució espanyola, fins i tot, tenim també un equivalent de l’article 15 de la Llei fonamental alemanya al nostre art. 128 CE, encara que també fossilitzat. En tot cas, i en el marc dels debats que estan produint-se al voltant del projecte estatal de llei d’habitatge del govern central, convé recordar amb naturalitat que, per descomptat, al nostre país també hi ha possibilitats d’expropiar legítimament immobles atenent a les necessitats de fer-los complir d’aquesta manera millor amb la seua funció social, sense que hi haja obstacles constitucionals o jurídics per poder bastir polítiques d’habitatge com les proposades a Berlín, sempre i quan estiguin popularment suficientment respaldades com per aconseguir tindre al darrere les majories polítiques suficients com per aprovar-les i, com és constitucionalment exigible, assumint la corresponent indemnització. De moment, i pel que sembla, el pacte polític assolit s’orienta més a la regulació del preu dels lloguers que a la socialització d’habitatges, encara que aquesta darrera mesura ja s’ha tractat de posar en marxa en algunes Comunitats Autònomes, però això és una qüestió política que no hi té res a veure amb les possibilitats i marge jurídic per executar propostes com la de Berlín.

Les possibilitats de realització i concreció de la funció social de l’habitatge, com s’ha comentat, és clar que existeixen a Espanya, i que són jurídicament possibles i constitucionals al nostre país, encara que dins uns marges i un debat jurídic que essencialment contempla dos grans discussions: una comuna a la que han de tindre a Berlín i Alemanya, que hi té a veure amb el càlcul de la indemnització per expropiació i la necessitat o no que cobrisca tot el preu de mercat del be; i una altra, més casolana, que es refereix a si les Comunitats Autònomes poden tindre o no alguna cosa a dir respecte de les expropiacions d’habitatges per posar-los al servei de la col·lectivitat i de les polítiques d’habitatge (sobre les que, recordem, tenen reconeguda la “competència exclusiva” segons el nostre repartiment competencial i, a més, des del primer moment del desplegament autonòmic i per tots els territoris de l’Estat).

Començant per aquest segon debat, s’ha de recordar que el Tribunal Constitucional, des de ben prompte, a la seua Sentència sobre la Llei de Reforma Agrària Andalusa (STC 37/1987), va establir una jurisprudència respecte de l’encreuament entre competències autonòmiques i delimitació de la funció social de la propietat i utilització de l’expropiació ben clara (i ben raonable): en la mesura en què una Comunitat Autònoma tinga competència exclusiva sobre una matèria (ja siga agricultura, ja siga habitatge, podríem dirà ara), disposa de tots els instruments jurídics a l’abast dels poders públics per poder actuar sobre eixa realitat, sempre i quan ho faça respetant el marc jurídic i constitucional, és a dir, que ha de poder delimitar la funció social de la propietat respecte de l’agricultura i és perfectament constitucional que com a conseqüència d’això se determinen supòsits d’expropiació (per exemple per no explotació de terres de cultiu) perquè la col·lectivitat garantisca el compliment de la finalitat social de la propietat (per exemple posar-les en explotació) quan el mercat o la propietat privada no ho està fent degudament.

Per fer entenidora i curta una història llarga, complicada i de vegades poc comprensible, aquesta idea, que reflectia un enteniment pacífic (i, a més, prou evident) de la intersecció constitucional de funció social de la propietat i competències autonòmiques, va ser desbaratat durant la crisi de la segona dècada del segle XXI amb l’acció del govern central, primer controlat pel PP i després pel PSOE (amb el suport d’altres formacions), recorrent normes autonòmiques que preveien diferents instruments d’expropiació respecte d’habitatges no només en mans de grans propietaris (com en el cas de Berlín) sinó que, a més, estigueren buits durant un temps, entenent que la delimitació dels supòsits expropiatoris per poder garantir que la propietat dels habitatges complia amb la determinació de la funció social entesa per les lleis (per exemple, que han de ser ocupades i no complixen la seua funció quan passen anys sense que estiguen en ús o no tan sols al mercat) només podia fer-se per part dels parlaments autonòmics si era d’acord amb les línies de les polítiques d’habitatge marcades pel govern central i les Corts generals. En aquest sentit, com les nomes en matèria d’habitatge per part de l’Estat (que, per altra banda, recordem, no hi té la competència) varen tindre un marcat caràcter prudent durant la crisi i es veren centrar més en protegir, en alguns casos, als deudors hipotecaris que no pas en dissenyar polítiques socials d’habitatge (mitjançant la Llei 1/2013, de mesures per reforçar la protecció dels deutors hipotecaris, reestructuració de deutes i lloguer social), els primers intents de les Comunitats Autònomes per fer front a l’emergència social i habitacional que era cada vegada més percebuda als principis de la passada dècada varen topar-se amb l’oposició frontal del govern. El primer cas, el Decret-llei andalús, convertit després en norma autonòmica, que contemplava el recurs a l’expropiació d’habitatges en alguns casos (habitatges buits en mans d’entitats bancàries, bàsicament) per fer-los servir com instrument de polítiques d’habitatge destinats a pal·liar la situació d’emergència habitacional, després del recurs del govern central del PP, va donar lloc a les importants sentències del Tribunal Constitucional 93/2015 i següents, on es proclama la doctrina que les polítiques d’habitatge de les Comunitats Autònomes, malgrat tindre la competència exclusiva en la matèria, no poden definir-se de manera que puguen no estar en línia amb les lleis estatals en la matèria, d’una banda; així com la idea que l’instrument expropiatori per part de les Comunitats Autònomes no els permet delimitar la funció social de l’habitatge de manera que contradiga eixes polítiques estatals. Com a conseqüència d’aquesta doctrina, molt criticada des del primer moment per gran part de la doctrina (és encara totalment vigent aquest comentari d’urgència de Juli Ponce sobre la qüestió), no només es limitava enormement l’efectiva capacitat de les Comunitats Autònomes per fer política sobre una competència, recordem-ho, exclusiva, com és l’habitatge, sinó que també es condicionava i reduïa moltíssim en la pràctica, sense cap fonament constitucional, les possibilitats autonòmiques de delimitar la funció social de l’habitatge.

Aquesta doctrina constitucional, molt qüestionable jurídicament, i socialment preocupant, tant pel que fa a la seua salvatge recentralització com per la limitació enorme que suposava de les possibilitats de fer polítiques socials o d’habitatge a partir de la convicció que la “propietat obliga” i que el legislador pot delimitar una funció social de la propietat, va ser combatuda socialment des de molts àmbits i per diverses Comunitats Autònomes, que malgrat la decisió del Tribunal Constitucional van tractar de protegir, reivindicar i lluitar jurídicament per les seues competències, com ara País Basc, Navarra, País Valencià, Aragó, Catalunya… amb diverses versions de normes que, d’una manera o una altra, tenien totes en comú la mateixa idea: tractar d’establir possibilitats d’expropiacions respecte d’habitatges buits per incompliment de la funció social de la propietat, en diferents circumstàncies, però normalment sempre de grans tenedors (en ocasions focalitzant en entitats bancàries o fons d’inversió) i quan l’habitatge és buit des de fa un temps, a partir de la definició feta a les lleis autonòmiques. Aquestes normes van córrer diversa sort davant el Tribunal Constitucional. Aquesta òrgan, per exemple, i sorprenentment, va anul·lar la llei valenciana després del recurs del govern central del PP que el govern del PSOE va decidir no retirar (STC 80/2018), però, en canvi, amb un paulatí gir de la seua jurisprudència en sentències com les referides a la llei navarresa (STC 18/2018) o la llei basca (STC 97/2018), on sí acceptava aquestes mesures en alguns casos, finalment ha acabat obligant el govern central, ara del PSOE amb suport d’altres formacions, a retirar la resta de recursos respecte de la delimitació autonòmica de la funció social de l’habitatge per se (en 2018, respecte de la llei catalana anti-desnonaments i de l’aragonesa, encara que recentment sí ha recorregut la llei catalana sobre control del preu dels lloguers, la qual cosa demostra que la lluita per la recentralització de la competència continua) i a no presentar-ne més (per exemple, respecte de la Llei de les Illes Balears en aquest mateix sentit que els ha permés ja expropiar habitatges). De manera que es pot dir que, després d’una batalla jurídica que ha deixat nombroses  i doloroses baixes (per exemple, les lleis andalusa i valenciana respecte d’aquesta qüestió), la capacitat de les Comunitats Autònomes de definir la funció social de l’habitatge a les seues normes i establir supòsits d’expropiació, sempre i quan respecten materialment els límits constitucionals, torna a ser a dia de hui una realitat en el nostre ordenament jurídic. La qual cosa és, sens dubte, una bona notícia. I la qual cosa permetria sense problemes, i més encara quan la definició d’habitatge que no compleix amb la funció social de la propietat té en compte no només la quantitat d’habitatge controlat per un sol subjecte sinó si l’efectiu ús d’aquest habitatge és estar al mercat o romandre buit, establir supòsits expropiatoris per grans tenedors amb molt d’habitatge buit i que per aquesta raó alteren els equilibris del mercat, en línia amb la iniciativa berlinesa. No és una batalla jurídica i social, ni molt menys, tancada, com podem veure a l’actuació del govern central, que depén en el fons molt més de l’equilibri de forces que d’una plena i completa assumpció del repartiment constitucional de competències (de fet, continuen entestats en aprovar normes en matèria d’habitatge, encara ser la competència exclusiva de les Comunitats Autònomes, que determinen completament com han de ser, o no, les polítiques d’habitatge, en el que és la negació mateixa del que és permetre exercir competències normatives descentralitzadament) i en les giravoltes del Tribunal Constitucional. Però, com a mínim, ha quedat clar que amb pressió social i política i majories al darrere el Dret vigent permet moltes més coses de les que en ocasions se’ns explica.

Queda clar, doncs, que és possible delimitar a Espanya també, i per les Comunitats Autònomes, la funció social de l’habitatge i, llavors, establir-ne les corresponents conseqüències expropiatòries quan no es complisca aquesta funció, per exemple en casos d’habitatges buits per molt de temps o grans propietaris que amb la seua política de mercat i control del parc immobiliari posen comprovadament en risc l’equlibri normal del mercat d’habitatge, amb dinàmiques especulatives (constitucionalment prohibides, d’altra banda) o anticompetitives (vedades per les normes en matèria de competència europees i espanyoles), per exemple. Una altra cosa és que, com per altra banda és el cas també de la iniciativa de Berlín, per poder dur a terme aquestes iniciatives s’ha de pagar la corresponent indemnització al propietari, cosa que sembla que en ocasions es perd de vista. Perquè fer política social, i també fer política d’habitatge, requereix aportar-hi recursos públics entre tots i de tots.

La gran discussió jurídica de fons, al remat, la que ja està començant a tindre’s a Berlín i la que finalment haurem de tindre a Espanya és si, una vegada decidides mesures d’aquest tipus, i posades en marxa, la garantia expropiatòria ha de cobrir necessàriament i en tot cas el preu de mercat del bé expropiat i socialitzat. És interessant en aquets punt assenyalar que, front el que moltes vegades es pensa, i sense caure en l’arbitrarietat, la Constitució no parla en cap moment de preu de mercat, la legislació en matèria d’expropiacions urbanístiques estableix un sistema de valoracions que pretén objectivar el preu per evitar que dinàmiques especulatives alteren el preu i disparen les valoracions de mercat, els tribunals europeus han admès que el preu de mercat no marca necessàriament el valor just a indemnitzar (encara que sí resulta una indubtable orientació) i que, a més, totes aquestes possibles modulacions han estat acceptades pel nostre Tribunal Constitucional en matèria d’urbanisme des de fa dècades sense majors problemes (encara que hi ha una pugna constant entre legislador restrictiu i tribunals amb tendència d’establir valoracions a l’alça per apropar-les als preus de mercat). Malgrat que cap d’aquestes lluites jurídiques al respecte, que estan ben documentades (jo mateix tinc un treball al respecte que es pot consultar ací en una versió en obert on es pot trobar documentació sobre les afirmacions fetes dalt i l’evolució de legislació i jurisprudència espanyola i europea), s’ha referit exactament a l’expropiació de bens immobles urbans, i en concret habitatge, a gran escala, és ben evident que les possibilitats hi són. Per això no és estrany que, com ja hem senyalat adés, la gran discussió jurídica al voltant de la iniciativa “Deutsche Wohnen & Co. Enteigen” hi tinga a veure, justament, amb el preu al que s’hauria de fer efectiva l’expropiació. En gran part, a més, perquè moltes vegades la pròpia possibilitat de fer aquestes polítiques, o desenvolupar-les i desplegar-les amb un punt addicional d’ambició, com és ben evident, dependrà directament del seu cost i de quants diners hi ha disponibles (o volem aportar-hi entre tots) per fer-les.  Al remat, doncs, estem parlant no tant de si jurídicament es podria fer una cosa semblant o no com de si hi ha voluntat de fer-ho, quant ens costaria i quin és l’equilibri just en matèria d’indemnització que contempla el nostre ordenament jurídic. I probablement ací, en aquest últim punt, rau la veritable clau de la qüestió. Perquè si el pagament a fer per una expropiació és necessàriament el preu de mercat, aleshores l’actuació pública quan més necessària es fa, que és quan el preu de mercat ha deixat de garantir un equilibri raonable en termes socials, de valor, d’utilitat social i d’assignació de recursos, justament seria quan directament més costosa resultaria i, en termes socials, no hi aportaria a penes guanys. En canvi, una delimitació de la garantia expropiatòria que tinga en compte d’altres elements per, com s’ha fet tradicionalment, tractar d’objectivar preus d’alguna manera diferent al mercat, permet que l’actuació dels poder públics per aquesta via sí puga tindre efectes diferencials en termes de redistribució i polítiques socials. L’eina es converteix aleshores en molt potent, i per això hi ha una gran lluita jurídica al voltant de deixar-la o no en mans dels nostres poders públics. Lluita que no té res a veure, ara bé, amb que aquests instruments puguen després ser ben utilitzats o, si més no, malament. Però, aquesta és una altra història. 



La gallina dels ous de ciment de Benimaclet

El que ha passat darrerament a la ciutat de València amb el debat públic i polític sobre el PAI de Benimaclet i com hauria de fer-se la planificació urbanística futura del barri ha estat una novetat molt saludable a una ciutat on, durant massa anys, les decisions sobre aquestes qüestions, amb les conseqüències associades que tots hi tenim al cap (i més aquests dies), s’han pres a despatxos sense massa llums, taquígrafs ni explicacions. Josep Sorribes, també des d’aquestes pàgines en algunes ocasions, però sobretot al seu magnífic llibre Mis queridos promotores, ple de dades sobre el tema,  ha explicat moltes vegades com l’urbanisme a la ciutat de València no només és que haja estat fet a la mida dels promotors i propietaris de sòl, és que directament han estat ells qui l’han dissenyat la major part de les vegades. La lluita veïnal a Benimaclet ha fet que, per primera vegada des de l’aprovació del Pla General de 1988, estem tots parlant d’urbanisme i de com fer ciutat. I és una molt bona notícia.

Com passa sempre que es comença a parlar en públic de determinats temes, alguns tabús o visions assumides que semblaven, fins eixe moment, evidències inqüestionables -encara que no eren, necessàriament, correctes- comencen a caure amb sorprenent facilitat. Un mantra molt estés, en este sentit, era que la mera previsió d’edificabilitat pel planejament, tot i no trobar-se aquest encara executat, es “patrimonialitzava” per la persona propietària dels terrenys i que, per tant, qualsevol minoració d’aquesta edificabilitat al planejament havia d’indemnitzar-se (el que comportava la pràctica impossibilitat de “desfer” creixements urbanístics ja projectats). Després de fer la ronsa durant un temps, l’Ajuntament de València i els seus serveis d’urbanisme han reconegut finalment, amb tota normalitat i en aquest mateix sentit, que jurídicament no passaria res ni hauria impediments legals per canviar la planificació urbanística encara no executada, sense necessitat d’indemnitzar els propietaris per les meres expectatives encara no concretades. Això permet començar a parlar per primera vegada seriosament a Benimaclet, però també a d’altres barris de la ciutat (i, saltant d’escala, a moltes altres zones del nostre país/territori)”, sobre si té sentit mantindré una planificació urbanística de fa quatre dècades que, necessàriament, no es correspon a dia de hui ni amb les previsions de creixement demogràfic real de la ciutat ni, sobretot, amb les exigències ambientals, de planificació i de repartiment de l’espai urbà actualment imperants arreu d’Europa. També, i per primera vegada que recordem, en aquest cas s’ha rebutjat un projecte d’urbanització presentat pels promotors de torn que, encara que complia amb les exigències legals mínimes contingudes a les normes urbanístiques, no estava alineat amb les exigències de planificació, tipologies i model de ciutat que els nostres representants consideren adequat. Com a conseqüència, la delegació d’urbanisme de l’Ajuntament de València ha decidit desenvolupar el projecte d’ordenació per gestió directa, ço és, directament sota la responsabilitat i decisions dels poders públics.

La situació, com que és nova, ens té una mica despistades a totes. Per exemple, que els dos socis de govern hagen discutit en públic sobre quin model preferirien per una futura proposta d’ordenació per al barri ha tingut tothom molt entretingut. Però, en realitat, que els diferents partits polítics amb representació tinguen idees diferents sobre una qüestió clau com és l’urbanisme i com repartir l’espai públic i les rendes que se’n deriven no és sinó natural…com també és molt bona notícia que cadascú ens explique el seu model i tracte de convèncer-nos dels seus avantatges. Igual que és molt positiu que al debat hi participen veïns i veïnes amb diferents visions, condicions i necessitats. O que seria fantàstic que a aquesta dinàmica s’hi afegiren els partits de l’oposició. Estem començant a aprendre a fer camí i, de vegades, ens entestem en veure cacofonia en els naturals balbotejos de qui està aprenent a parlar un nou idioma, en aquest cas el d’un urbanisme mes participat i decidit pels poders públics.

Encara ens queden, però, algunes passes més per fer. Per exemple, assumir també amb normalitat, i poder parlar en públic del tema per prendre les decisions que pertoquen tenint en compte aquest element central, que quan parlem d’urbanisme també parlem de diners. Per als poder públics locals, així com per a molts propietaris i moltes propietàries, així com per a grans branques de negoci essencials pel model econòmic valencià, l’urbanisme ha estat la veritable gallina dels ous de ciment a la que tants i tantes s’han encomanat i continuen aclamant-se. Encara que siga massa vegades tractat com un sobreentès, tots tenim clar que al darrere de determinades decisions hi ha una expectativa de lucre de molts agents, incloent-hi també una col·lectivitat local que extrau, en major o menor mesura, en forma de transformacions urbanístiques i d’equipaments públics, un rendiment associat directament a la rendibilitat que reconeix al procés de transformació concret en cada PAI.

Parlar del futur del barri de Benimaclet i del seu PAI no és només, encara que siga una victòria històrica ja aconseguida que així haja estat, parlar amb els seus veïns i veïnes i donar-los una veu privilegiada i recuperar la capacitat de planificació i ordenació última per l’ajuntament i els nostres representants, en compte de deixar aquesta feina, com ha estat la norma fins ara, en mans de les empreses promotores. Parlar del futur del barri i de tota la seua àrea d’influència obliga també a parlar dels diners que costa urbanitzar amb unes condicions i objectius o uns altres i discutir sobre qui hauria de pagar-ho (tota la ciutat, per ser infraestructures per totes o només el barri amb els rendiments que s’hi puguen obtindre?). És debatre sobre quina edificabilitat seria raonable a partir del que costaria fer coses i com de necessaris pensem que són, o de quins equipaments volem i quant estem disposats a posar per tindre-los. És assumir el cost de protegir determinats béns ambientals i patrimonials, com l’horta de la ciutat, i analitzar els costos d’una aposta estratègica que també és econòmica. I és, en definitiva, començar a dir en públic que a la gallina d’ous de ciment haurem de posar-li límits en termes de quants diners hi haurien de tindre a guanyar promotors i propietaris.

Ens hem acostumat que les transformacions urbanes es facen només per iniciativa privada, amb una més que escarida intervenció pública, perquè les Administracions s’han acostumat a la comoditat de no haver de gestionar aquests processos. I aleshores els promotors, que han passat a ser essencials, s’han acostumat a fer les operacions fent-se prèviament amb suficient sòl com per obtindre quantioses plusvàlues que els han de compensar sobradament els esforços. El model és pervers, perquè acaba condicionant tot el planejament i totes les decisions, però per eixir-ne el primer que hem de fer és identificar amb claredat quines plusvàlues considerem justificades i quin guany econòmic considerem just pels actors privats que ajuden a la transformació urbanística. És a dir, hem de començar a fer números seriosament. Com deia ja fa més de tres segles Leibniz, de vegades hi ha polèmiques que no requereixen tant de discutir com de calcular. En aquest cas, hauríem de calcular, senzillament, a partir de quin punt un benefici econòmic privat no se justifica en cap cas perquè la iniciativa pública (o altres models més cooperatius i participats d’iniciativa privada) podrien sens dubte fer la feina amb iguals garanties. I, a partir d’ahí, podríem iniciar el debat sobre com hem de gestionar una situació com la de Benimaclet… i com la de la resta de la ciutat. Estem donant les primeres passes, i encara tenim molt de marxa per fer, però la bona notícia és que sembla que entre tots tenim clar quin és el camí que volem encetar.

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Clàudia Gimeno Fernández i Andrés Boix Palop. Professors de Dret Administratiu a la Universitat de València (Estudi General). Disclaimer: Ambdós autors han participat en la redacció d’un informe sobre la situació jurídica del PAI de Benimaclet i les possibilitats d’introduir-hi modificacions per encàrrec de Cuidem Benimaclet i de l’Associació de Veïns de Benimaclet, que és pot concultar ací: https://roderic.uv.es/bitstream/handle/10550/72441/Estudio%20Sector%20PRR-4%20Benimaclet%20-%20UV%20sense%20singatures.pdf?sequence=1&isAllowed=y

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Publicat originalment, amb Clàudia Gimeno, a l’edició valenciana d’eldiario.es, el proppassat 1 de juny



How democracies die? y la situación en España

Que en España estamos viviendo unos momentos de poca salud democrática y en materia de garantías es algo que parece evidente (y no creo que a ningún asiduo del blog le sorprenda a estas alturas saber que en mi opinión, además, la dinámica es más que preocupante). Las ya enormes dudas sobre la legitimidad (y constitucionalidad) de muchas acciones de estos últimos años, que hemos discutido aquí largamente, se han venido a solapar en estos últimos meses con el empleo de la represión penal contra los independentistas catalanes y sus líderes políticos de un modo que no es difícil calificar como una caída, de hoz y coz, en el Derecho penal del enemigo de rasgos schmittianos. La instrucción que está realizando el juez Llarena en el Tribunal Supremo, dejando irreconocibles todos los principios y garantías del Derecho penal de un Estado democrático (legalidad y taxatividad penales, culpabilidad, presunción de inocencia, uso de la prisión provisional, conciliación de la instrucción penal con los derechos fundamentales y muy especialmente los derechos políticos de los encausados…), es el caso más dramático, por sus perfiles y los revolcones que se suceden desde Europa o incluso desde la fría contabilidad del Ministerio de Hacienda del Reino de España, pero no es el único. Y es que, en todo caso, es ya una opinión bastante compartida entre la comunidad de juristas españoles comprometida con el Estado de Derecho y las libertades que estamos asistiendo a derivas, cuanto menos, inquietantes (si no directamente incompatibles con el respeto a los derechos fundamentales propios de un Estado democrático, como por ejemplo apunta aquí Julio González, pero viene siendo señalado cada vez por más gente).

La cuestión, con todo, es a mi juicio mucho más abiertamente política que jurídica a estas alturas. Lo que está en juego no son quiebras menores de garantías o que una instrucción pueda estar mal hecha, ni que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos haya de venir, una vez más, a enmendar la plana a nuestros tribunales por sus excesos reprimiendo las críticas al poder o encarcelando a disidentes. Todo ello es de suyo alarmante y merece un análisis jurídico, sin duda. Sin embargo, por encima de ello, lo que hay no es un problema de interpretación de Derecho sino una sociedad que apoya o consiente estos desmanes impropios de una democracia liberal. Somos una comunidad cívica que está demostrando carecer de anticuerpos para hacer frente a una situación de «estrés democrático» como ésta. Ni oposición política, ni medios de comunicación, ni  los»intelectuales» entronizados habituales de la opinión publicada (tan adictos a los manifiestos como son en cuanto alguien que manda lo pide, guardan un escandaloso silencio respecto de estas quiebras) han sido capaces de alertar, criticar o explicar debidamente estos excesos y por qué son muy peligrosos. Fuera del mundo académico, donde la crítica sí es constante y generalizada, y de algunas publicaciones humorísticas y las redes sociales, que no por casualidad son a su vez perseguidas penalmente con una intensidad y rigor inusitados y que plantean también enormes dudas jurídicas, ha primado el silencio cómplice cuando no el aplauso. Lo cual deja en mal lugar a una sociedad que, ante su primera prueba de esfuerzo severa, se ha demostrado incapaz de generar suficientes anticuerpos como para defender algunas de las más básicas líneas esenciales de toda convivencia democrática: los derechos políticos y expresivos de todos los ciudadanos y unas garantías penales mínimas frente a la persecución desde el poder. Afortunadamente, la pertenencia de España a un espacio jurídico y político como es Europa está llamada a ayudarnos a contener los daños. Lo está haciendo ya. Esperemos que sea suficiente. En todo caso, y hasta el momento, ha quedado claro que la debilidad de nuestras propias defensas hace que, desgraciadamente, la solución a estos excesos dependa del antibiótico que nos suministran desde fuera, ya sea en forma de TEDH, ya a través de jueces alemanes en Schleswig-Holstein, ya por medio de magistrados escoceses, suizos, belgas…. y a saber de cuántos países más como la cosa siga.

Esta mala prestación de nuestra democracia reinstaurada en 1977 o 1978, según gustos, con todo, y a pesar de responder a patologías propias de una situación que es exclusivamente española (el enquistado problema catalán) se relaciona con una crisis de los valores democráticos en todo el mundo occidental que, desde hace unos años, es muy comentada. En concreto, el mundo académico liberal anglosajón vive enormemente  alterado desde que la para ellos inconcebible sucesión de reveses electorales mayores en sus países (Brexit, Trump) ha puesto sobre el tapete la necesidad de una revisión del funcionamiento de los sistemas democráticos liberales occidentales. No sin demasiado disimulo, aparecen últimamente no pocas voces apuntando a la necesidad de preservar más espacios de la discusión democrática y sus riesgos «populistas», mientras se pone en valor, con indisimulada envidia, el funcionamiento «tecnocrático» de la Unión Europa, ejemplar en esto de alejar cuantas más decisiones del control directo de los ciudadanos, como es sabido. De hasta qué punto esta visión entraña no pocos riesgos, en cualquier caso, ya nos ocuparemos otro día.

Dentro de esta preocupación, es interesante hasta qué punto un libro de dos académicos norteamericanos (Steven Levitsky y Daniel Ziblatt) se ha convertido en el best-seller del año. En su How democracies die?, estos profesores de Ciencia Política en Harvard tratan de explorar cuáles son los mecanismos que ayudan a preservar la democracia allí donde está consolidada y cuáles los riesgos o pautas que suelen darse en los casos de degradación institucional que llevan a países con democracias instaladas y aparentemente funcionales al desastre. Básicamente, consideran esenciales para la preservación de las democracias tanto la tolerancia mutua entre los diversos rivales políticos con independencia de cuán enormes puedan ser sus divergencias en punto a las prioridades políticas de cada cual (mutual tolerance) como la autorrestricción de quienes mandan o ejercen poder institucional a la hora de emplear sus potestades, evitando hacer un uso extensivo de las mismas contra rivales políticos o las posiciones minoritarias, y no digamos ya un uso abusivo (institutional forbearance).

«How democracies die», o cómo unos pérfidos extranjeros se ponen a escribir este libro justo ahora para, como a nadie se le escapa, injuriar a España

No es que Levitsky y Ziblatt sean particularmente osados como tribunos del pueblo, ni ejemplos de radicalismo democrático. De hecho, el libro destila una profunda desconfianza hacia los «populismos», pero también hacia la intensificación de la participación ciudadana y hacia las dinámicas políticas poco mediadas desde las elites. Su receta para preservar la democracia pasa, en gran parte, por asumir que ha de haber unas clases profesionales dirigentes que han de ejercer una función moderadora antes que por creer que el debate democrático más liberal y de base pueda funcionar bien por sí mismo. Y, así, en el libro tenemos sorprendentes loas a ciertos mecanismos de control ejercidos tradicionalmente por grupos económicos y sociales privilegiados, e incluso pasajes que pueden antojarse como festejo en punto a las benéficas consecuencias que, por ejemplo, para los Estados Unidos tuvo el asesinato de algunos peligrosos populistas en el período de entreguerras. Tampoco es que sean analistas ayunos de sesgos, como demuestra la peculiar elección y atención que a lo largo del libro muestran hacia unos países y otros. No es ya que Venezuela represente a sus ojos un clásico ejemplo de democracia totalmente perdida sin igual en los últimos años, sino que también emiten ese juicio sobre, por ejemplo, países como Ecuador e incluso alertan sobre Bolivia. Mientras tanto, Brasil es mencionado únicamente para decir que a lo largo de 2017 ha conservado con todo su vigor unas instituciones exquisitamente democráticas, en lo que es una demostración de miopía fascinante. También en Europa, por ejemplo, habría quien podría cuestionar hasta qué punto su reiteradas críticas a la situación en Polonia o Hungría se compadecen sin incurrir en groseras incoherencias con la afirmación de que en España tampoco hay problema alguno. Y, respecto de nuestro país, el tratamiento que dan al conflicto que acabó con la II República tras el golpe de estado del general Franco en 1936, aunque sumario, refleja una visión profundamente influída por las visiones más conservadoras y sesgadas de quienes leen el conflicto anteponiendo una muy concreta ideología, y que no es que repartan culpas a ambos bandos (many sides!!!) sino que directamente consideran en última instancia más responsables a los partidos republicanos de la situación que acaba dando origen a una dictadura autoritaria de corte abiertamente fascista en sus primeros años que a los propios golpistas. Sin duda, la «provechosa» lectura de Linz, que ellos mismos reconocen en otros pasajes, les debe de haber influido mucho a la hora de interpretar el conflicto español.

Ahora bien, no es preciso estar de acuerdo con todo el libro para reconocer el interés en su evaluación de cuáles son los elementos y circunstancias que suelen anticipar los procesos de descenso a los infiernos de democracias otrora aparentemente exitosas y asentadas. Los diversos indicadores y pautas que se repiten en los casos en que una democracia liberal consolidada se viene abajo no por medio de un golpe de estado violento sino por los excesos, cada vez mayores, de sus autoridades e instituciones resultan de enorme interés para evaluar, por ejemplo, lo que está ocurriendo en España en estos momentos. O, si se prefiere, para ayudarnos a ser conscientes de si hemos de empezar a alarmarnos y reaccionar o no. Y ello incluso aunque los autores no hayan hecho esta evaluación (o la hayan hecho de un modo diferente al nuestro). Como los criterios y valores que aportan son todos ellos cualitativos y no cuantitativos, es inevitable que haya un punto subjetivo en la gravedad que cada uno de nosotros asociemos a cada situación. Asimismo, puede diferir la percepción que tengamos sobre cómo de mal (o de bien) estamos en relación a otros países. Pero incluso asumiendo esta inevitable disparidad de criterios, los indicadores que aporta How democracies die tienen la enorme ventaja de que, al menos, nos indican por dónde suelen venir los problemas. Como mínimo, debieran servirnos a todos para ser conscientes de si, sea la pendiente más o menos pronunciada y grave, estamos o no iniciando la senda que para Levitsky y Ziblatt ha llevado no pocas veces a la destrucción de democracias asentadas.

Una evaluación de la situación en España a partir de los criterios de Levitsky y Ziblatt en “How democracies die»

Lo primero que podemos usar del libro son los indicadores que, a juicio de ambos autores, deberían despertar todas las alertas cuando vemos a un actor político, y no digamos a una autoridad pública (ellos dedican mucha atención, por ejemplo, a la conducta de Donald Trump bajo este prisma), incurrir en ciertas conductas. Es interesante, por esta razón, reflexionar sobre si en España podemos considerar que, en mayor o menor medida, nuestras autoridades e instituciones incurren en algunos de ellos (o muchos) o no. Con todo, conviene hacer dos aclaraciones previas. La primera es que, como es obvio, podemos ir tratando de aplicar también los indicadores a las fuerzas independentistas catalanas (y algo diré también sobre el tema, aunque estas alertas son mucho más relevantes cuando va referidas a la actuación del poder que a la de los movimientos de crítica que están fuera de las instituciones). La segunda, que para hacer una evaluación que tenga algo de sentido hemos de fijarnos en actores institucionales y políticos de relieve, no en individuos marginales, pues en estos reductos más extremos será siempre sencillo encontrar excesos. Si los indicadores tienen algo de utilidad es para identificar cuándo los excesos pueden poner en peligro la democracia, y ello tiene, lógicamente, mucho más que ver con que incurran en estas conductas quienes tienen posiciones de poder político o institucional que con que pueda haber ocasionales estupideces en los márgenes del sistema por actores de segundo y tercer nivel. Hechas estas aclaraciones, podemos analizar los factores que en el libro se detallan como inquietantes. Son, esencialmente, cuatro bloques de conductas.

Como vemos, el primer indicador (ver cuadro adjunto) es lo que Levitsky y Ziblatt llaman «el rechazo a las reglas del juego democrático». En este punto, parece claro que, a día de hoy, en España, tanto las autoridades como el establishment político español no cumplen ni con el punto 1.1 (rechazo al orden establecido) ni con el 1.3 (uso de medios fuera del orden legal para lograr sus fines). Es más, es manifiesto su compromiso, declarativo y político, con el orden establecido y el marco constitucional vigente (otra cosa es que puedan aprovechar en más ocasiones de las deseables su poder para hacer lecturas desviadas del mismo o adulterar sus contenidos, incluso, en ocasiones; pero algo así, en su caso, sería una cuestión distinta y puntuaría en otros indicadores pero no en el de la falta de respeto formal al marco vigente).

En cambio, respecto de los puntos 1.2 (sugerencia de la conveniencia de suspender la vigencia del marco de elecciones y democracia ordinario) y 1.4 (deslegitimación de los resultados electorales cuando no gana quien se desea), a día de hoy, creo que podemos decir en estos momentos que, como mínimo, estamos en una situación de evidente riesgo de que se estén empezando a cumplir, si es que no se cumplen ya. No sólo es cada vez más frecuente la sugerencia, que viene de medios de comunicación establecidos y actores políticos clave, sobre la necesidad de cancelar ciertas reglas democráticas si los resultados no son los deseables, sino que en Cataluña, a la postre, la activación del 155 CE, en los perfiles en que se ha producido y tal y como ha evolucionado en paralelo a la instrucción del Tribunal Supremo, ha llevado finalmente a la práctica de entender que la autonomía en Cataluña sólo se devuelve y se acepta que haya gobierno si es un «gobierno que cumpla con las reglas del juego», aunque ello haya llevado a no permitir la investidura de quienes ganaron las elecciones, produciendo el efecto práctico de cancelar los efectos de las elecciones (al menos, por el momento). También se habla con frecuencia de la conveniencia de ilegalizar a los partidos políticos indepedentistas (o sólo a algunos de ellos, a los más irredentos), posición cada día más habitual, vinculando esta medida a sus posiciones políticas y no tanto al empleo de medios violentos. Es cierto, sin embargo, que el gobierno de España en sí mismo, hasta la fecha, ha mantenido cierta prudencia al respecto, aguantando las embestidas de parte de la opinión pública y ciertos partidos que exigen caer de lleno en lo que según Levitt y Ziblatt sería un rasgo paradigmático de gobierno autoritario de los que ponen en claro riesgo la democracia.

Por último, y respecto de las afirmaciones sobre la falta de legitimidad de las victorias es manifiesto que éstas son la norma desde hace tiempo respecto de las sucesivas victorias electorales independentista. Las apelaciones a que no participa todo el mundo y no se refleja bien el sentimiento del cuerpo electoral, a que el sistema electoral está adulterado o a que los resultados no debieran ser válidos porque hay un clima de amedrantamiento que impide votar con libertad, al supuesto adoctrinamiento en las escuelas o al que supuestamente hace a diario TV3, por muy ridículas que sean y fáciles de desmontar, son desgraciadamente reflexiones mainstream en la España de hoy. De nuevo, sin embargo, el gobierno de España, al menos hasta la fecha, ha sido más prudente en esta materia que una opinión pública y, sobre todo, publicada, absolutamente enloquecida y que con su actitud supone un claro y grave riesgo para la democracia, como nos dirían Levitsky y Ziblatt.

La conclusión respecto de este primer criterio es pues sencilla: cumplimos sin duda el punto 1  si atendemos a lo que leemos en los periódicos o nos fijamos en el debate político, con actores dominantes y medios de comunicación que exhiben un compromiso más bien débil con ciertas reglas básicas del juego democrático.  En cambio, el gobierno, al menos hasta la fecha, ha puesto un bemol a esta deriva, aunque se haya dejado arrastrar sin duda por ella mucho más de la cuenta y de lo que sería deseable. Respecto de los indepes, por su parte, es más que obvio que ellos sí quedarían claramente reflejados en el punto 1.1 (su rechazo a la Constitución es indubitado).

El segundo grupo de situaciones que a juicio de los autores de How democracias die permite enjuiciar una democracia como en grave riesgo de desintegración tiene que ver con que se generalice la existencia o no de manifestaciones de rechazo de la legitimidad política de los oponentes (ver cuadro adjunto). En este caso, a diferencia de las salvedades que he hecho respecto del primer grupo de situaciones, hay pocas dudas, la verdad, sobre hasta qué punto la dinámica política española actual está gravemente envenenada. Podemos decir sin temor a correr demasiado riesgo de ser contradichos que a día de hoy gobierno, autoridades y establishment españoles, respeto de los independentistas catalanes, cumplen de lleno los puntos 2.1 (descripción del rival como subversivo), 2.2 (identificación del rival con un riesgo para la subsistencia de la nación), 2.3 (criminalización de los rivales políticos) y 2.4 (sugerencia de que los oponentes políticos trabajan para beneficiar a potencias extranjeras o por cuenta de ellas). Todas y cada una de estas perversiones, que en tan grave riesgo ponen la convivencia democrática, son moneda corriente hoy en España y forman parte de la descripción que de ordinario reciben los separatistas catalanes por medios y clase política españoles. Es obvio, como no puede ser menos, que podemos discutir sobre cómo de grave es la situación descrita y a qué grado de degradación hemos llegado, como también lo es que encontramos matices en estos juicios dependiendo de partidos y sensibilidades. Pero la línea general es más que obvia entre el establishment español de nuestros días (por su parte, los indepes respecto de esto parecen ser mucho más prudentes, la verdad, aunque también es indudable que muchos de ellos cumplen el 2.2 en sus versiones exaltadas).

Así, no parece que quepan muchas dudas sobre el cumplimiento del punto 2.1. El 2.2 también parece claro, basta con atender a todas las chorradas diarias que hemos de leer y escuchar sobre el deseo de los catalanes de “destruir España”. Del 2.3 mejor no hablar demasiado estos días, con las causas por rebelión por las que aquí se piden hasta 40 años de cárcel y por las que se tiene a varios políticos electos en la cárcel que, sencillamente, ¡ningún otro país de la UE ve legales ni defendibles ni siquiera indiciariamente (que ya tiene tela, la cosa, dada la normal deferencia entre Estados en estos casos! Y es que en este punto, por increíble que parezca, incluso cumplimos con el extravagante punto 2.4. Basta ver a estos efectos toda la ridícula obsesión de medios como El País y ministros como los actuales titulares de Defensa o de AAEE sobre la injerencia de Rusia en todo el proceso.

Conclusión: desgraciadamente a día de hoy en España podemos dar por verificados de lleno, claramente y sin frenos todos los elementos del segundo punto de riesgo de liquidación de la democracia que señalan Levitsky y Ziblatt, como consecuencia de haber caracterizado (y, además, ojo, lo que es mucho más grave, haber actuado a continuación en consecuencia) a los rivales políticos que están planteando un problema meramente político al poder establecido como posiciones políticas fuera del normal juego democrático y que merecen todo tipo de represión y evicción de la esfera pública. Por triste que sea tener que hacer esta evaluación, y por mucho que en esto, como en todo, puede haber grados y podríamos estar (o llegar a estar) todavía mucho peor (así como es cierto que hay países, no democráticos, claro, con situaciones mucho más graves), creo sinceramente que esta afirmación permite poca réplica.

El tercer grupo de indicios de hundimiento democrático que manejan los autores se refiere a la tolerancia o incentivo de la violencia política por parte de los políticos y autoridades. Afortunadamente, creo que es justo decir que a día de hoy en España no tenemos elites políticas o autoridades institucionales, ni en el lado español ni entre los líderes independentistas catalanes, que estén en ningún caso incentivando o justificando comportamientos de esa índole. Se trata, sin duda, de una muy buena noticia dentro del panorama deprimente general en que estamos, dado que es probablemente el único de los cuatro grandes grupos de indicadores donde se puede hacer esa afirmación. El rechazo a la violencia es, por ello, el más claro e importante valladar (por no decir también que el único) que ha demostrado tener nuestra democracia frente a una involución peligrosísima. Por esta razón es tan importante, a mi juicio, preservarlo a toda costa y condenar o alertar incluso frente a aquellos excesos que no vienen exactamente del poder que pueden parecer más nimios.

Porque sí es cierto que, sin haber violencia, hay de vez en cuando salidas de tono (y en ocasiones de gente relevante, como el artículo de El Mundo que no hace nada se vanagloriaba de tener a los independentistas catalanes atemorizados a base de palizas; o las recurrentes chorradas de Jiménez Losantos y alguna cosa más). Ahora bien, y afortunadamente, creo que es justo decir que la apelación a la violencia, más o menos velada o por el contrario más directa, contra el adversario político no es la norma en España. Hay un gen pacifista muy profundamente implantado en la sociedad española post 1975, lo que es sin duda una de las mejores cosas que tenemos como país, que haría que cualquier llamada a la violencia política sea rechazada casi instintivamente por casi toda la población (y también puede decirse lo mismo, claro, de los indepes, que en esto son profundamente españoles, y para bien). ¡Menos mal!

Con todo, y dado lo esencial que es conservar esta línea de defensa, hay que señalar algunas manifestaciones preocupantes, empezando por el discurso del Jefe del Estado del 3 de octubre de 2017 que, en un uso a todas luces políticamente inapropiado y probablamente excesivo en términos estrictamente constitucionales  de sus funciones, hizo un velado llamamiento a la justificación de la violencia si fuera necesaria para «restaurar el orden constitucional» (en su peculiar declinación de defensa a ultranza de la unidad de la patria) en Cataluña. Igualmente, que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado hayan hecho durante estos meses ciertas manifestaciones, con banderas y despedidas al grito de «a por ellos» es algo desafortunadísimo que habría que evitar a toda costa que se volviera repetir y por lo que deberían haberse tomado medidas internas inmediatamente. Asimismo, hay una manifiesta desproporción en el tratamiento que medios y, lo que es más grave, policías y jueces dan a algunos pequeños episodios de violencia frente a otros que debería atajarse cuanto antes. Porque, si no se condena y se comienza a analizar la violencia contra un bando y no se persigue a quienes así actúan cuando lo hacen contra los enemigos del poder, se está empezando a empedrar un camino que lleva a lugares muy inquietantes.

Con todo, afortunadamente y como decía, no creo que cumplamos en ningún caso con este tercer bloque de indicios (en gran parte porque, afortunadamente, el gobierno de España democráticamente elegido es quien dirige la política del país, así preservada de los impulsos de un Jefe del Estado manifiestamente poco ligado a consideraciones democráticas, también, en su visión de este conflicto y en cuanto a su visión sobre la legitimidad del recurso a la violencia para atajarlo). Y ello aunque es imperativo empezar a exigir a policías, jueces y medios de comunicación que se tomen con la seriedad debida la reacción y condena frente a los actos de violencia que ya se dan, aunque sean poco importantes de momento y aunque en ningún caso cuenten con el apoyo y aliento institucional.

Por último, el cuarto grupo de indicadores de peligro del libro se refiere a la facilidad y alegría con la que se está dispuesto a liquidar o restringir derechos políticos de los que no piensan como toca, como considera la mayoría o, más crudamente (que es lo que suele pasar), sencillamente como entiende oportuno el poder. De nuevo, y desgraciadamente, es bastante fácil afirmar que la España de nuestros días también cumple con creces este indicador y debiéramos estar extraordinariamente alarmados por ello.

El criterio 4.1 de Levitsky y Ziblatt (aprobación de leyes para reducir libertades tanto políticas como expresivas de los rivales políticos), de hecho, parece casi una descripción exacta del tipo de legislación que han estado aprobando PP, PSOE y C’s, por medio de sucesivos pactos de Estado y reformas varias en los últimos años. Todo ello ha producido un legado de normas represivas, ya en vigor, y que en su día, lamentablemente, sólo criticamos los «sospechosos habituales». Estas leyes, además, están siendo interpretadas de forma más que expansiva (y desequilibrada hacia sólo un lado) por nuestros tribunales, restringiendo con ello todo tipo de derechos civiles  políticos básicos en cualquier democracia… sólo a ciertos ciudadanos. Se trata de una situación muy, muy preocupante. Y más aún lo es, a mi juicio, y como he dicho al principio, la práctica inexistencia de anticuerpos que se han generado de forma natural, de momento, en nuestros medios de comunicación, opinión política u «opinadores» habituales (la opinión publicada en España es de una dependencia del poder y sus visiones absolutamente insólita en el entorno europeo) frente a esta situación.

Así, las acciones a que se refiere el punto 4.2 (amenaza de acciones legales contra los rivales políticos y los grupos sociales que los apoyan) no sólo es que sean también posibles en grado de amenaza, sino que ya se han llevado a la práctica. Las medidas penales adoptadas contra políticos electos catalanes, raperos o tuiteros críticos con el poder o la monarquía, manifestantes que exigían la libertad de ciertos presos o asociaciones independentistas, etc. son ya demasiadas como para poder conjurar una legítima y onda preocupación. Inquietud que es si cabe mayor si pensamos que todas ellas han sido adoptadas con amplio apoyo no sólo del gobierno y sus socios sino incluso de medios de comunicación en principio de otro espectro (El País o la Ser, por ejemplo, se han significado activamente en un apoyo cerrado a las tesis de la conveniencia de prohibir la acción política independentista, la expresión de estos objetivos y el encarcelamiento de sus líderes), partidos de la oposición (recientemente el mismísimo líder de la oposición, Pedro Sánchez, se pronunciaba contra los CDRs catalanes denunciándolos como sediciosos y violentos, p.ej., dando pábulo y cobertura así a una inmediata acción judicial de fiscalía contra algunos de sus miembros nada más ni nada menos que con cargos de terrorismo) e “intelectuales” orgánicos al uso. Como vemos, respecto de este punto, de nuevo, la capacidad de la sociedad civil española de generar “anticuerpos” frente a las derivas autoritarias ha sido muy limitada, por no decir nula.

Curiosamente, en cambio, el punto 4.3 (loas a modelos represivos extranjeros) no se cumple en ningún caso. Es una paradoja española muy interesante, de hecho, que cuando son otros los que en otros países desarrollan conductas autoritarias que aquí internamente, en cambio, son firmemente apoyadas… ¡suele verse como algo muy malo!)

Como conclusión respecto de este último grupo de indicios, el juicio no puede ser más deprimente. La criminalización de los rivales políticos ha llevado a la adopción de medidas, muy severas, de restricción de libertades y derechos políticos. El extremo máximo, de hecho, es mantener en prisión provisional a líderes electos e, incluso, vedarles la posibilidad de ejercer sus derechos políticos y presentarse a investiduras en contradicción con todo el Derecho español vigente y la jurisprudencia constitucional consolidada. En algunos casos, por ejemplo, el mero hecho de ser diputado o presentarse a la investidura ha llevado a la prisión. Incluso, como ocurrió con Jordi Turull, de una forma tan escandalosa como incrementando las medidas cautelares y decretado prisión provisional sólo cuando podía verificarse su investidura como president de la Generalitat (el juez dictó prisión provisional, cuando antes había considerado esta medida cautelar innecesaria, sólo tras un primer voto de investidura en el que no alcanzó la mayoría requerida, horas antes de que fuera a lograr la necesaria en una segunda sesión). Resulta difícil exagerar el escándalo democrático que este tipo de situaciones suponen. 

Una conclusión inquietante… y un modesto apunte sobre la búsqueda de posibles remedios

Con los matices que se quieran, es evidente que la situación democrática de España a día de hoy no es nada buena. Podemos discrepar respecto a cómo de empinada es la pendiente por la que nos estamos dejando llevar, o sobre cuánto camino llevamos recorrido y hasta qué punto estamos cerca de tocar fondo, pero que nos hemos adentrado por terreno resbaladizo está fuera de toda duda. Gobierno, autoridades, elites, medios, intelectuales orgánicos y los siempre dispuestos voceros de servicio cumplen a día de hoy con demasiados de los criterios que Levitsky y Ziblatt listan para ayudarnos a identificar cuándo han de saltar las alarmas. Que nos salve, de momento, el muy extendido y compartido rechazo entre la población española a la violencia y que el gobierno de España haya mantenido, dentro de lo que cabe, una actitud más prudente que la opinión publicada y las demandas de ciertas elites no es suficiente, aunque aporte elementos tranquilizadores y, quizás, pueda ayudar a atisbar un camino de salida, para evitar que el juicio haya de ser muy crítico.

Hay que tener en cuenta, además, que Levitsky y Ziblatt señalan también que las democracias, cuando son contaminadas por pulsiones autoritarias, suelen acabar teniendo líderes que cometen tres grandes pecados: comprar al árbitro (haciéndose con el control directo o indirecto de las instituciones de fiscalización, especialmente de las más importantes cortes de justiciad país  o de sus medios de comunicación más potentes), expulsar a las estrellas de los equipos rivales (por ejemplo, metiendo en la cárcel a los líderes políticos más populares de entre quienes defienden otras posiciones) y cambiando las reglas del juego a mitad de partido (modificando leyes electorales o reescribiendo el código penal para alterar lo que se puede o no hacer, lo que es legal o no, como manifestaciones de lucha y oposición política).

Si añadimos estas tres dimensiones a las consideraciones ya realizadas, el juicio que hemos de hacer sobre la situación en España y las posibilidades de salir con bien de la misma es si cabe más sombrío. No tanto porque el problema se agrave, que también, como porque la degradación en estos elementos elimina capacidad de defensa y respuesta a la democracia cuando es atacada (por ejemplo, Levitsky y Ziblatt se congratulan de cómo por esta vía se han contenido ciertos posibles excesos de Trump o cómo la opinión publicada de los Estados Unidos sí cuenta con grandes medios que expresan opiniones sustancialmente diferentes a las que pretende imponer allí su poder ejecutivo). Sin pretensión de exhaustividad, tengamos simplemente en cuenta que, en España, por contra:

– el control por parte del Gobierno y de sus aliados del sistema de designaciones de la cúpula del poder judicial (nombramientos clave en el Tribunal Supremo, vía Consejo General del Poder Judicial) y del Tribunal Constitucional es tan intenso que ni siquiera hace falta alterar reglas o cometer excesos para reforzarlo;
– no existe en España a día de hoy ningún medio de comunicación escrito de relieve, ni por supuesto ningún conglomerado mediático con licencias televisivas o radiofónicas, crítico con la estrategia del gobierno;
– la «expulsión del terreno de juego de algunos de los mejores jugadores rivales» se ha llevado al extremo de encarcelarlos (o, en el caso de Carles Puigdemont, incluso tras reclamarle intensamente que se presentara a las elecciones convocadas tras la toma del control de la Generalitat catalana por parte del gobierno central haciendo uso del 155 CE para que así se confrontara democráticamente al juicio de sus conciudadanos… se ha pasado a pedir su procesamiento y entrada en prisión por delitos que llevan aparejados hasta 40 años de cárcel en cuanto resultó vencedor de las elecciones en cuestión);
– las reformas de reglas que están incrementando el poder estatal y amparando más represión de la disidencia son constantes en los últimos años, y se han sucedido desde la primera consulta catalana de 2014, con la idea de impedir que se puedan llevar a cabo numerosas conductas hasta hace cuatro días perfectamente legales (y, además, con una interpretación judicial que retroactivamente está releyendo tipo penales en contra de los independentistas catalanes).

Todas estas señales de alarma debieran ser suficientes para que reflexionáramos seriamente sobre la necesidad de una respuesta política en la que hemos de ser protagonistas todos los ciudadanos que apreciamos y valoramos la democracia española frente a quienes la están destruyendo. Hemos de denunciar estos excesos y las defensas que día tras día se producen en tribunas públicas de medidas lisa y llanamente autoritarias, impropias de una democracia garantista y de un Estado liberal de Derecho. Para lo cual, como dicen los autores de How democracies die, resulta esencial asumir esa tolerancia mutua y cierta restricción en el ejercicio del poder contra el adversario político que ha de estar en la base de toda convivencia democrática.

Los españoles hemos de asumir que a los conflictos sociales como el que tenemos en España hay que darles cauce político, lo que requiere con urgencia  volver a aceptar resultados democráticos con normalidad, eliminar la persecución de rivales políticos y reconocerles legitimidad, derogar todas las restricciones de derechos civiles y políticos de los últimos tiempos… y lograr que una mayoría significativa de la sociedad vuelva a defender estos postulados. Porque una de las cosas más preocupantes de lo que cuentan Levitsky y Ziblatt en su libro es que si no hay respuesta desde la sociedad de oposición a las derivas autoritarias, si una amplia mayoría de voces autorizadas las apoyan, si no aparecen críticos y los controladores fallan (tribunales complacientes, medios adictos…), entonces las posibilidades de parar una deriva de esta naturaleza son mucho menores (aunque ellos no analizan en detalle casos de quiebras dentro de estructuras como la UE, que en principio debiera ser un importante freno para evitarlas). Es decir, que esto o lo paramos desde la propia sociedad española y asumimos que hemos de arreglarlo con diálogo, aceptando al adversario, y dándole voz… y voto, o se nos irá de las manos muy probablemente.

Obviamente, una vez solucionado el lío en que nos hemos metido solitos, habrá que acabar hablando respecto de cómo solucionar los problemas de fondo, y entre ellos los que han dado lugar a la crisis catalana. Que, a fin de cuentas, es de lo que va y para lo que sirve una democracia: de poder hablarlos, discutirlos, tratar de arreglarlos y, si no nos ponemos de acuerdo, pues votarlos y asumir con naturalidad que, respetados los derechos y garantías básicas de todos, a veces se gana y a veces se pierde y que nuestras preferencias no serán siempre las que se habrán de imponer, pero que mejor resolver los conflictos así a acabar en una espiral represiva, autoritaria y quién sabe si a la postre también violenta que siempre, pero siempre, acabará entre mal y muy mal.



El futuro de las pensiones: breves reflexiones y una propuesta

Una de las cuestiones políticas más importantes de nuestros días, por cuanto afecta de lleno a las políticas de reparto de riqueza (esto es, al alma misma de la política) y porque además tiene profundas repercusiones sociales y sobre el modelo de convivencia, es la referida al futuro de las znsiones. Sin embargo, aunque se habla de vez en cuando sobre el tema, lo cierto es que se debate muy poco, aplicando ese curioso mantra de las democracias occidentales de nuestros días de que cuanto más básica es alguna disyuntiva de organización o reparto, menos hay que debatir sobre el tema, no sea que nos llevemos algún disgusto. De manera que sobre las pensiones, al menos en España, hablamos relativamente poco (así por encima se comentan cosillas, sobre su sostenibilidad, sobre cómo pagarlas, sobre el fondo de reserva, sobre planes de futuro más o menos vaporosos…), reformamos sin debate a golpe de decisión tecnocrática (como ha sido el caso con las últimas reformas, que más allá de retoques nimios para las pensiones del presente han ampliado las exigencias de años cotizados y reducido las pensiones para quienes todavía estamos a años de jubilarnos, y que han sido además «recomendadas» de forma bastante evidente por la UE) pero, y sobre todo, no discutimos ni debatimos nada sobre el fondo del problema.

El pseudo-debate sobre pensiones que tenemos montado en España

Esta ausencia de discusión se debe a que, en realidad, aunque las escaramuzas políticas del día a día traten de ocultarlo como buenamente pueden, hay un sorprendente consenso  bipartidista en materia de pensiones sólido como pocos. Por parte de lo que podríamos llamar «derecha tradicional» y los poderes económicos que le son afines, que en España han dejado esta labor en tiempos recientes a FEDEA y sus blogs, nutridos por economistas y politólogos afines, se hace hincapié en que el actual sistema no es sostenible y, por ello, en la necesidad de recortar prestaciones e incrementar las exigencias para acceder a las pensiones máximas (como mecanismo evidente de incentivo para que se alleguen más fondos al sistema). Por parte de lo que suele entenderse como «izquierda clásica», en cambio, se plantea la conveniencia de garantizar las prestaciones como mecanismo de solidaridad y cohesión social y se apela a la posibilidad de incrementar para ello las cotizaciones sociales o, incluso, completar cada vez más los recursos del sistema por vía fiscal como mecanismo para que, en unas sociedades ricas como las nuestras, las pensiones puedan mantenerse en términos semejantes a los que hemos vivido hasta ahora, dado que a mayor riqueza, más porcentaje de la misma podría dedicarse a estos menesteres sin que otros se resientan demasiado. Ésta es más o menos la postura «oficial» en estos momentos de la izquierda institucional, con matices más bien menores según las sensibilidades.

El debate político planteado en estos términos es apasionante para muchos, pero esconde difícilmente una realidad tan ampliamente compartida como obvia: que el sistema en los términos actuales es difícilmente sostenible. En el fondo, tanto la izquierda como la derecha clásica lo tienen bastante claro sin estar en demasía en desacuerdo, razón por la cual van llegando sin mayores dificultades a un punto de entente relativamente sencillo, más allá de las escaramuzas del día a día de la política, porque hay que contentar a la parroquia y permitir a economistas y politólogos de uno y otro bando llenar y llenar páginas discutiendo sobre pequeños matices sobre la temporalización y alcance de unas medias que siempre van en la misma línea: así, se van recortando poco a poco las prestaciones, sobre todo para los que han de disfrutarlas no en la actualidad o a corto plazo sino en un futuro medio y largo, que a fin de cuentas nos quejamos menos, mientras a la par se van incrementando poco a poco las aportaciones presupuestarias al sistema, sin que se note mucho ni se discuta en exceso, de modo que los recortes se hagan más soportables y sobrellevables y, sobre todo, a fin de que quienes tienen «generado» un derecho a muy buenas pensiones no se quejen en exceso. A fin de cuentas, en esas clases y edades es donde están quienes toman estas decisiones y sus familias, de modo que toda inyección impositiva para mantener sus niveles de disfrute no puede ser mala. Esta especie de hibridación de las posturas de la izquierda y de la derecha tiene cada vez, por lo demás, defensores académicos más explícitos, que picotean un poco de aquí y otro poquito de allá (la moda ahora es vender el tema, encima, como rebaja de las cotizaciones compensada con el IVA, para que se note menos aún el tocomocho), sin cuestionar en el fondo el consenso conservador de base. Y así, siguiendo esta vía con perfiles muy marcados ya, es como da la sensación que nuestros grandes partidos pretenden afrontar el futuro de los sistemas de provisión social para cuando debamos afrontar nuestra vejez quienes ahora estamos en edad (supuestamente) productiva.

El planteamiento, por tranquilizador, aun asumiendo cierta inevitabilidad de los recortes, que pueda ser para casi todos implicados con cierta capacidad de influencia y de acción (y de ahí, también, su éxito electoral, pues a los pensionistas actuales se les conservan sus derechos; mientras que a todos los demás se nos dice que, dentro de lo que cabe, mejor que no nos quejemos, que podría ser peor… a la vez que se blinda un reparto poco equitativo en beneficio de ciertas clases), no es sin embargo demasiado satisfactorio. No lo es, al menos, desde la perspectiva de un debate público maduro sobre rentas, redistribución e igualdad propio de una democracia avanzada y alfabetizada. Entre otras cosas porque acreciente y extrema soluciones crecientemente injustas, incoherentes con la propia esencia del sistema, a las que hemos dado carta de naturaleza pero que no son nada normales y que alguien habría de plantear de una vez.

Las incoherencias internas de un sistema que se basa en un supuesto modelo de cotización que se falsea y en una apelación a un reparto… que acaba siendo muy regresivo

En efecto, es cierto que el modelo actual no es sostenible. Nada que objetar a esa evaluación. Por lo demás, no es un problema estrictamente español, aunque en nuestro caso sea más exagerado. En lo que ha sido un rasgo generacional de lo que en España podríamos llamar «Generación T», que ha exacerbado una dinámica que por otro lado es común a toda Europa occidental, es cierto que el modelo actual de pensiones ha beneficiado desproporcionadamente, y todavía beneficia mucho, a quienes empezaron a jubilarse hace una década y media y a quienes se jubilarán en la próxima década. Son una generación que va a cobrar unas pensiones que nunca nadie tuvo (y muy superiores a lo que cotizaron) gracias al esfuerzo de sus hijos… que nunca cobrarán pensiones equivalentes en términos de poder de compra, entre otras cosas porque habrán habido de dedicar muchos recursos de las mismas a pagar las de esa generación. Todo ello, como es sabido, con base en un sistema supuestamente «de cotización» pero que se aleja de todo cálculo real actuarial para la determinación efectiva de las prestaciones a las que detiene derecho. Es decir, que se supone que se van a recibir pensiones «según lo que se ha cotizado» pero, a la postre, éstas son muy superiores a esa cifra, «por cuestión de justicia» social» y se determinan políticamente en una cantidad muy superior a lo que efectivamente se ha aportado y debiera por ello tocar (al menos, si fuéramos a un sistema de verdad «de cotización»: la diferencia la puede calcular cualquier persona tan fácilmente como viendo lo que le daría un plan de pensiones privado por unas cotizaciones mensuales equivalentes a las que ha hecho, y se ve con facilidad que estamos hablando de que en tal caso se recibiría entre un tercio y la mitad, de media, de lo que a la postre acaba poniendo el sistema público; otra forma de comprobar la diferencia entre uno y otro modelo es analizar los regímenes de Seguridad Social y los de las mutuas profesionales creadas en aquellos ámbitos de actividad donde no llegaba la Seguridad Social, mutuas todas ellas que han acabado por desaparecer de facto pues a medida que las pensiones públicas se iban haciendo generosas el equilibrio aportaciones-pensiones que podían ofrecer las mutuas era cada vez más difícil de lograr).

Así pues, la supuesta característica técnica del sistema de que sea «de cotización», pura y simplemente, no se cumple. Hay transferencias de unos sectores a otros y de unas generaciones otras, porque de alguna manera hay que cubrir las diferencias. Y ello comporta un determinado modelo «de reparto», que si se analiza de cerca es mucho menos agradable de lo que nos venden. Porque, a la postre, y expuesto de manera sencilla y simplificadora, ¿cómo llevamos desde hace años cubriendo esa diferencia? Pues con el esfuerzo extra, diferencial, de los cotizantes presentes, que aceptan contribuir para cubrir ese «sobrecoste» para garantizar a los actuales pensionistas sus niveles de prestaciones porque el pacto (implícito, aunque todo el mundo lo da ya por roto) es que, llegado el día, ellos recibirán también una sobreprestación. Sin embargo, para que un sistema como el señalado, que tiene todos los elementos de esquema piramidal, funcione, hace falta que lo que en cualquier esquema Ponzi: que sigan entrando, de forma continuada y regular, más rentas de las que salen, que se amplíe la base de la pirámide. En toda Europa occidental, y en España particularmente, ello se lograba gracias a la combinación de un crecimiento demográfico mediano y un crecimiento económico más o menos robusto: mientras ambos se mantuvieran era posible seguir pagando de más y mantener la esperanza de que en el futuro, a los que ahora ponían el dinero, se les recompensara también en mayor medida. Para ello, sin embargo, y como ya se ha dicho, ha de haber una masa salarial suficiente detrás y un crecimiento económico vigoroso. A día de hoy no tenemos ni lo uno ni lo otro desde hace, más o menos, unas dos o tres décadas. Y aunque no sabemos a ciencia cierta lo que nos deparará el futuro, no parece que ni la inmigración ni la mecanización vayan a ser suficientes como para paliar las necesidades de ampliar la base de la pirámide, por un lado, y el crecimiento económico, por otro, que tenemos. De ahí el recurso a ese modelo consensual de ir por una parte reduciendo poco a poco prestaciones, a ver si se nota poquito y conseguimos ir saliendo del lío (como en la vieja fábula explicativa de la rana a la que si se le sube la temperatura del agua de la pecera poco a poco no se entera y acaba, por esta razón, muerta, mientras que sí habría reaccionado y saltado ante cambio abrupto de temperatura) y, sobre todo, a ir cubriendo cada vez más parte del sistema de pensiones no con contribuciones sino con impuestos.

Y es a partir de aquí, y de la aparición y generalización de esta dinámica, cuando empiezan a aparecer no pocas contribuciones. El modelo de «reparto» clásico, por llamarlo de alguna manera, del sistema de pensiones vigentes es, sobre todo, como se ha explicado, generacional (quienes están trabajando transfieren muchas rentas a quienes están jubilados para que cobren pensiones muy por encima de lo que cotizaron), pero en el resto, al menos como ficción, se supone que lo que se recibe se corresponde a lo «cotizado». Por ello se hace que todo el tinglado se sufrague, en teoría, no con impuestos sino con cotizaciones. Quienes más aportan, como esto no son impuestos sino cotizaciones pues tienen derecho a recibir más. Supuestamente, así, «se contiene» una excesiva transferencia de rentas de los que tienen y aportan más a los que ganan menos, que se supone que tampoco sería plan, nos dicen. Y como ha de haber una equivalencia entre lo cotizado y lo recibido, pues desde siempre se han introducido elementos adicionales que no contienen los sistemas de impuestos para limitar aún más todo riesgo de reparto y progresividad excesivos, como que las contribuciones se «topean» (es decir, que cuando se llega al tope máximo de lo que se podría recibir a partir de la cotización fijada, pues también ha sido la regla general que se fijen límites máximos a lo que se cotiza y aporta al sistema). Por esta misa razón, como no estamos en un modelo de cubrir necesidades personales cuando uno llega a la vejez, sino ante, de alguna manera, un modelo que te «retribuye» según lo aportado, quien ha cotizado lo suficiente también generan pensiones incluso si mueren (viudedad, orfandad…) que serán tanto mayores no atendiendo a la situación de mayor o menos amparo o necesidad de quienes las reciban sino «a lo cotizado». Además, las cotizaciones a la Seguridad Social se pagan de un modo diferente a los impuestos, con una carga que se reparten trabajador y empleador. Y, por supuesto, a la postre, cada cual recibe «según ha aportado» (razón por la cual casi todo el mundo piensa que la pensión, y en su cuantía exacta, es algo que «se ha ganado» porque «lo ha cotizado»). Por último, y para cuadrar el sistema, hay pensiones de quienes no han contribuido, que inicialmente sufragaba el propio sistema, pero que muy rápidamente, en la medida en que empezaron a ser más generosas (aumente éste por razón de justicia social por lo demás bastante evidente), pasaron a ser inasumibles y a ser soportadas por el sistema tributario. Se argumenta para ello, con cierta razón, que la protección social de quienes no han cotizado es un asunto de interés general y que a todos concierne, con lo que se habrá de pagar con impuestos, como cualquier servicio público en razón del interés general.

El argumento es convincente, porque es cierto que hay razones de interés público evidentes en garantizarnos a todos una vejez digna, suficientemente tranquila y asistida. Una sociedad civilizada es, entre otras muchas cosas, la que no se preocupa en dejar en situación de necesidad a sus personas mayores. Así pues, hay que asumir que va a tener mucho futuro el argumento de que se completen las pensiones en el futuro, cuando sea necesario, por vía fiscal. De hecho, esta idea avanza con fuerza también en la izquierda: por ejemplo, el PSOE la planteó abiertamente y de manera ambiciosa en la pasada campaña electoral, proponiendo un impuesto específico para el pago de pensiones. Y desde posiciones conservadores se ha asumido además ya con toda naturalidad que además de los recortes, este es el sistema: por ejemplo, para orfandad o viudedad. Pero, además, se tiene claro que van a a ser necesarios los fondos recabados vía impuestos para completar las pensiones de forma que sean suficientemente dignas para que los partidos cuya base electoral está compuesta por ciertas capas de la población puedan respirar tranquilos. Lo hemos visto ya con las propuestas como la de emplear parte del IVA para reducir las cotizaciones. La dinámica está lanzada y ver la evolución de lo que nos espera en materia de pensiones, junto a recortes paulatinos para asegurar su sostenibilidad, no requiere de ser un gran analista: vamos a ir usando impuestos cada vez par cubrir más y más partes del sistema: primero fueron las no contributivas, luego viudedades y orfandades, luego alguna otra situación excepcional como la necesidad de bajar cotizaciones, y acabaremos en pagar así un porcentaje de las pensiones si queremos que sigan manteniendo poder adquisitivo… hasta que el final uno se acaba preguntando si no sería mejor pagarlas todas con impuestos, como sostiene cierta izquierda, y asunto resuelto.

A fin de cuentas, lo que distingue jurídicamente (y en términos económicos y sistémicos) a las cotizaciones e impuestos tampoco es tanto, se nos dice. Y no falta razón a quienes así lo defiende. ¿Supone muchas diferencias para el común de los mortales entre que nos detraigan salario para impuestos y la parte que va a la SS? Pues, la verdad, ninguna. Desde un cierto punto de vista, s el sistema sería más transparente así: eliminemos las cotizaciones a la Seguridad Social, que todo se recaude vía impuestos y que el sistema de pensiones se financie enteramente de este modo. ¿Acaso no sería mejor?

El problema es que al hacerlo así afloraría con toda su crudeza una de las realidad menos amables del modelo actual de pensiones, que genera una incoherencia que se multiplica y agrava conforme más y más parte del monto total de las prestaciones se pagan por vía fiscal: su carácter profundamente regresivo, y ello a pesar de que aparentemente debería contener transferencias de rentas de los que tienen más a los que tienen menos, aunque no fueran éstas excesivas. Si pagáramos todo con impuestos sería muy difícil seguir justificando una esencia del sistema, supuestamente «de cotización», que protege, aun hoy, y a pesar de las quiebras que ya se han producido a esa idea, el que siga pudiendo funcionar como un peculiar redistribuidor de recursos en favor de las rentas más altas. Como no son impuestos, no estamos ante un «reparto», sino que cada cual recibe «según ha cotizado», y no parece haber problema por ello en que unos cobren más (y durante bastantes más años: los datos sobre esperanza de vida según nivel de renta en España son casi secreto de Estado, para que la gente no se moleste demasiado, pero basta ver la distribución de la esperanza de vida por CCAA para que el patrón aflore de forma clara: Madrid, Navarra, País vasco encabezan la tabla… y es por una razón sencilla): ¡es simplemente que tengo derecho a ello porque lo he cotizado, me lo he ganado! En cambio, si el sistema pasa a ser totalmente sufragado vía impuestos, claro, es difícil seguir sosteniendo el peculiar reparto basado en la renta previa de los sujetos y que acaba provocando el peculiar efecto de que entre todos los de una generación comparativamente más pobre hemos de pagar pensiones más altas a los de una generación que ha estado y está mejor que quienes trabajan. Además, los más ricos reciben más, y lo hacen durante bastantes más años, con lo cual ellos son los que disfrutan de la parte del león de esa peculiar desproporción.

Sorprende mucho por ello, la verdad, que las propuestas de cierta «izquierda» (toda, en realidad) abunden en la solución de meter dinero vía impuestos en el sistema (como hacía el PSOE en la pasada campaña electoral) sin revisar la otra pata del supuesto modelo de cotización: y es que, desparecida la base del modelo de la «cotización» en cuanto a las entradas de dinero , ¿no había de desaparecer también la consecuencia de la misma, esto es, el hecho de recibir según lo cotizado?

Una propuesta sobre un modelo de pensiones futuras, sostenibles y ajustadas a la lógica de que el Estado ha de contribuir para proveer de servicios a sus ciudadanos en beneficio de todos

La primera idea base a partir de la cual habría que construir un nuevo modelo de pensiones es, por ello, muy sencilla: si se van a pagar con impuestos, y bien está que así sea para garantizar que el sistema sea estable y sostenible, para poder atender a un interés general obvio, como es garantizar una vejez digna a todos, el corolario debiera ser obvio: hay que garantizar la misma pensión estatal a todo el mundo.

Es, sencillamente, lo más justo y eficiente. Y ello porque sí, es cierto que los ciudadanos, aunque lo hagan vía impuestos, también aportan más (o mucho más) si ganan más, si tienen más rentas, que se tienen menos. Pero, si de lo que hablamos es de que un Estado civilizado y una sociedad avanzada ha de proveer para sus personas mayores un suficiente nivel de protección para garantizarles una vida digna, como ocurre con cualquier servicio público o cualquier política cuyo objetivo es el bienestar general, ¿desde cuándo es razonable asumir que por pagar más, por pagar más impuestos en este caso, se ha de recibir más? Expresado de forma clara y directa: no tiene ningún sentido que el Estado pague pensiones mayores a quienes han «aportado» más (ya sea vía impuestos, pero también lo habría de ser vía cotizaciones desde el momento en que éstas nunca lo fueron de verdad porque luego había reparto y transferencias, ocurre simplemente que si el modelo se basa en suficiencia vía impuestos la contradicción es mucho más visible y obvia). El mantenimiento teórico, a pesar de sus fallas y contradicciones, del sistema de «cotización» no sirve a día de hoy para nada más que para establecer una cortina de humo al respecto que aparentemente sirve a casi todos, aún, para justificar estas diferencias de trato en la pensión que se «tiene derecho a cobrar». Pero lo cierto es que éstas no se sostienen ni justifican, en el fondo, si hacemos un análisis mínimamente racional. Además, los argumentos para un cambio a un sistema de provisión social y protección de la vejez más equitativo son abundantes:

  • Desde la perspectiva del Estado y del conjunto de la sociedad, es evidente que cubrir las necesidades de las personas mayores es de indudable interés público, pero lo ha de ser cubrir (y lo mejor posible) las de todas las personas, y además de modo suficiente, algo que no tiene nada que ver con que el Estado se convierta en intermediario (como hace hasta ahora, siendo además un intermediario de apropiación de rentas intergeneracional) para garantizar por medio de su capacidad coactiva el mantenimiento de las mayores rentas de unas personas sobre otras: ahí no hay interés público alguno. En cambio, lo habría, y más que evidente, en una redistribución más igualitaria de todo el montante destinado a pensiones, pues de este modo se evitarían graves problemas de exclusión y de salud que a día de hoy aún tenemos, pero sólo en los pensionistas más desprotegidos. Una sociedad con menores niveles de exclusión y menores problemas sociales, en definitiva, es mejor para todos. Y justifica mejor el empleo de recursos públicos de todos para ello, logrados en proporción a lo que cada uno tiene.
  • Las personas que más han contribuido con impuestos tienen los mismos derechos a recibir servicios públicos y cobertura social que los demás, pero no más: no hay escuelas públicas para los hijos de quienes pagan más renta con mejores instalaciones y profesores premium ni hospitales de última generación para los que más han aportado al sistema nacional de salud a través de sus impuestos, afortunadamente. ¿Nos imaginamos una sociedad donde algo así ocurriera? Sería asquerosa y horrible y no la aceptaríamos. Llama mucho la atención que hayan conseguido, en cambio, con la muleta de la supuesta «cotización», que lo hagamos con toda naturalidad con el sistema de pensiones y que, incluso, las reformas que desde la izquierda llaman al sostenimiento fiscal de las mismas sigan empeñadas en conservar estas diferencias. Un sistema donde el poder público garantiza aquellos mínimos que consideramos imprescindibles para la vida en sociedad y no hace de garante de las diferencias sociales y de protector acérrimo de los más favorecidos, estableciendo sistema de reparto en su beneficio, es también mejor para todos. Porque el contenido ético de la actuación del Estado es esencial a la hora de legitimar su acción.
  • Además, son precisamente las personas que más ganan y las que en mejor situación económica están las que, durante sus años productivos, más posibilidades tienen de acumular rentas y de ahorrar para la vejez, de modo que caso de que pretendan conservar su nivel de vida diferenciado tras jubilarse lo pueden hacer con mucha más facilidad. Les basta ser más previsoras y cuidarse de ello. Lo cual no deja de ser, a la postre, un problema individual, una vez garantizado que sus mínimos van a estar cubiertos, no una preocupación pública. Por ello, no debería ser el Estado quien les hiciera ese papel. Y menos aún extrayendo rentas a otros para ello.

En definitiva, las pensiones del futuro están llamadas a ser pagadas por todos, como pagamos todos los servicios públicos, porque hay un interés público evidente en hacerlo: que esta sociedad se organice de moda que los mayores puedan (podamos, cuando nos toque) vivir con dignidad. Para ello, habrá que pagarlas con nuestros impuestos, según nuestras posibilidades presentes, lo que comportará transferencias, de ricos a pobres, y también generacionales. Pero, a cambio de todo ello, esta labor estatal ha de ser lo más eficiente y justa posible.

Para que sea eficiente, ha de dejar que sean los individuos privados los que se apañen, y asuman los riesgos y las consecuencias de sus posibles errores y aciertos, para querer diferenciarse teniendo una mejor situación y, además, ha de tratar de consumir lo menores recursos de todos posibles que garanticen lograr el objetivo de tener a todo el mundo bien cubierto (algo que también es mucho más fácil de lograr con un modelo de pensiones iguales para todos, que desinfla de presiones el sistema a cuenta de los colectivos depredadores, piénsese que una 600.000 personas cobran en España pensiones de más de 2.000 euros al mes, mientras que en toda Alemania son sólo unas 60.000 y extraigan conclusiones).

Además, y para ser justo, un sistema de pensiones público, como cualquier otro servicio público que emplea recursos de todos, ha de garantizar una misma prestación para todos, porque esa prestación se da por razón de consideraciones de ciudadanía, no económicas.Ésa y no otra es la función estatal, garantizar derechos de ciudadanía, no rentas privilegiadas y diferenciadas. Para eso otro, en su caso, ya está el mercado.

Así pues, la pensión del futuro, pagada por los impuestos de todos, debiera ser igual para todos. Y ya está. Así de sencillo. No entiendo cómo es posible que los partidos de izquierdas no lo planteen desde hace años. Supongo que es una consecuencia más de la captura explicativa que sufren a cuenta de esos relatos a los que ya nos hemos referido, al «yo lo he generado, lo he cotizado». Y, también, qué duda cabe, debe de ser resultado de que las elites estatales y de los partidos, también los de izquierdas, estén dominadas por personas a quienes el modelo descrito conviene fenomenalmente bien.

Obviamente, una transición al modelo señalado no se puede hacer de la noche a la mañana. Habría que, por ejemplo, y aunque sea injusto, garantizar a los actuales pensionistas su pensiones actuales (pero, por ejemplo, no permitir su actualización y mejora mientras sean superiores a lo efectivamente generado). También a las personas cercanas a la jubilación habría que respetarles probablemente la pensión con la que han organizado, más  menos, su vida próxima. A los demás, por ejemplo, no deberían tener en cuenta nuestra efectiva cotización hasta la fecha y, por ejemplo, «guardárnosla» como posible incremento de la pensión que el Estado determine en un futuro para todos o alguna medida equivalente. En todo caso, las medidas transitorias no empecen que la adopción del nuevo modelo es extraordinariamente sencilla de poner en marcha y que, además, y muy probablemente, según se prefiriera políticamente mantener o no los actuales recursos destinados al sistema, siendo ambas elecciones perfectamente legítimas, bien incrementaría mucho las pensiones a día de hoy más bajas, bien permitiría una rebaja de las actuales cargas (las cotizaciones, que desaparecerían sustituidas por impuestos nuevos que, poco a poco, y a medida que se hiciera la transición, serían mucho menos costosas de mantener, al menos mientras no hubiera un incremento muy sustancial de la pensión, por cuanto se eliminaría la carga que suponen para el sistema las pensiones altas y muy altas que a día de hoy, y por muchos años, todavía vamos a pagar).

Una última cuestión, y por supuesto clave, es determinar cuál debería ser ese nivel igual para todos de pensión pública en el que se basaría el nuevo modelo.  A mi juicio es claro que debiera ser el suficiente para que cualquiera pudiera mantener sin demasiados problemas una vida digna, teniendo eso sí en cuenta que al final de la vida, y en un Estado como el español (donde los servicios sociales y asistenciales a la vejez son los únicos que están no sólo a nivel europeo sino incluso por encima de la media, mientras en todo lo demás, infancia, discapacitados, inmigrantes, pobreza, gastamos menos de la mitad de la media, como explica magistralmente este libro de Borja Barragué et alii), las necesidades son normalmente menores que en momentos en que uno, por ejemplo, ha de sacar adelante una familia. Por esta razón me parece que esa pensión pública debiera ser, siempre, y como máximo, equivalente al salario mínimo mensual que consideramos socialmente suficiente y justa retribución para una persona que esté trabajando en nuestra sociedad para sacar adelante una actividad productiva. De hecho, que coincidan y así se determine explícitamente tiene muchas ventajas. De una parte, porque es obvio que nadie podrá quejarse y decir que no estamos fijando una prestación pública insuficiente o injusta, si consideramos que esa retribución es justa para quien trabaja y suficiente para vivir estando activo, habrá de serlo necesariamente para cuando se llega a mayor, máxime si cuestiones como la sanidad, el transporte o la asistencia social están, como es el caso en España, moderadamente bien cubiertas. Además, una medida  de vinculación como ésta, como es evidente, tendría un efecto indirecto evidente e inmediato más que positivo: todos los pensionistas tendrían un incentivo claro para apoyar subidas del salario mínimo y, con ello, de las retribuciones de todos aquellos que están efectivamente trabajando para producir la riqueza necesaria para que se cubran los recursos públicos de donde salen, en el fondo ya hoy, las pensiones y el resto de políticas públicas. Que, sinceramente, es algo que se echa mucho de menos en las prioridades políticas y de voto del colectivo a día de hoy en España, si no sabe mal ni se considera de mal gusto recordarlo, porque las cosas son como son y esto es así. Y si sólo tener a políticos (pasa en Podemos) cobrando con referencia al salario mínimo ha provocado que éstos tengan un enorme interés, tan legítimo como de parte gracias al «incentivo» que ello supone, imaginemos lo bueno que sería que todos los pensionistas tuvieran no sólo claro intelectualmente que sus pensiones dependen, como muchas otras cosas, del trabajo y del reparto de otros muchos, sino que, además, fueran muy conscientes, en sus propias carnes y cuentas corrientes, de cómo de íntima es esa vinculación.

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PS: De las repercusiones de un modelo así y de su lógica en un mundo de trabajo cada vez más escaso y donde las prestaciones alternativas e incluso los modelos de renta básica van, por ello, a  ser cada vez más frecuentes hablamos otro día. Pero es evidente, creo, que su cohonestación con el mismo es relativamente sencilla y muy fácil de estructurar de forma coherente. También, y de forma de nuevo fácil de cohonestar con esa realidad, una medida así cambiaría muy probablemente el mismo concepto de lo que es la jubilación y eliminaría algunos de los problemas jurídicos que ya se dan, y que están llamados a generalizarse a medida que las pensiones sean más precarias y vayamos a otro tipo de economía, como son los derivados de normas que impiden trabajar, aunque sea a tiempo parcial, mientras se percibe una pensión (entre otros muchos problemas parecidos, que tienen todos que ver con la obsolescencia de una visión de la jubilación y las pensiones que no acaba de cuadrar bien en una sociedad donde los límites entre trabajo, ocio, actividad, inactividad se diluyen y donde, además, las formas de obtener rentar van a variar mucho más aún de lo que ya estamos viendo ya).



Entrada en vigor de la reforma administrativa de 2015… ¡ayúdanos a comentarla para todos, colaborativamente y en abierto!

Desde ayer domingo 2 de octubre de 2016, la importante reforma de las leyes del procedimiento administrativo español y de las normas en materia de régimen jurídico de las Administraciones Públicas está en vigor. Es decir, que es hoy lunes cuando, de facto, ciudadanos y administraciones públicas pasamos a regirnos por las nuevas leyes 39/2015 (LPA) y 40/2015 (LRJSP). Como es sabido, buena parte de los procedimientos electrónicos que impone la nueva LPA, sobre todo en la parte que se refiere a la organización interna de los mismos, no entrarán en vigor hasta dentro de dos años, en 2018, a fin de dar tiempo a los gestores públicos a poner todo a punto en ese plazo (ya veremos si se llega, que parece que no será fácil lograrlo del todo). Pero es un tema, si se quiere, menor. Desde hoy mismo las leyes que rigen el procedimiento administrativo y la organización de sus órganos son los nuevo textos legales aprobados, a la carrera, en 2015. Es un día muy importante, histórico si se quiere. Dos o tres generaciones de juristas (entre ellas la mía, por ejemplo).decimos adiós a la que ha sido hasta la fecha la única norma de procedimiento administrativo que habíamos conocido: la ley 30/1992.

Ya he tenido ocasión en este blog de hacer una valoración de la reforma. Bastante crítica, por lo demás, con la orientación global de la misma y la finalidad última perseguida por el gobierno, como he reiterado en otros foros. Así que valga lo allí dicho, que se mantiene válido: estamos ante una reforma de mínimos, de pequeñas correcciones técnicas y de detalle, que no justifica un cambio de ley como el vivido; las nuevas normas operan un sistemático desplazamiento, en casi todos los cambios que operan, del equilibrio en favor de las AAPP y en perjuicio de los ciudadanos; las leyes logran la integración por fin del procedimiento electrónico en las normas de procedimiento general, pero lo hacen sin demasiado tino, pensando, de nuevo, y sobre todo, pensando en facilitar la vida a las AA.PP y no a los ciudadanos.

Para festejar la entrada en vigor de la ley puede tener sentido, sin embargo, repasar lo que otros muchos han escrito, y con mucho tino, en Internet, tanto en blogs como en monográficos de revistas especializadas consultarles on-line. Allá va un listado de cosas que yo tengo controladas. Por supuesto, habrá seguro muchas cosas que falten (soy un poco desastre y voy recopilando de memoria). Agradecería mucho que, si es el caso, me lo señalarais y completamos entre todos el listado de enlaces:

– «Entrada en vigor de la nueva ley 39/2015 de procedimiento administrativo«, de Julio González  (Prof. Dcho. Administrativo, Univ. Complutense de Madrid) en globalpoliticsandlaw.com

– «La ley 30/1992 ha muerto… ¡Vivan las leyes 39/29015 y 40/2015!«, de de José Ramón Chaves (Magistrado de lo Contencioso-administrativo, TSJ de Galicia), en delajustica,com

– «¿Nulidad de pleno derecho de los actos administrativos contrarios a reglamentos?«, de José María Rodríguez Santiago (Prof. Dcho. Administrativo, Univ. Autónoma de Madrid) en almacendederecho.org

– «Una mala reforma del procedimiento administrativo (I)«, de José María Rodríguez Santiago (Prof. Dcho. Administrativo, Univ. Autónoma de Madrid) en almacendederecho.org

– «Los órganos colegiados locales en la nueva LRJSP«, de Francisco Velasco (Prof. Dcho. Administrativo, Univ. Autónoma de Madrid) en idluam.org/blog

– «Responsabilidad patrimonial de las sociedades municipales en la nueva LRJSP«, de Francisco Velasco (Prof. Dcho. Administrativo, Univ. Autónoma de Madrid) en idluam.org/blog

– «Los organismos públicos locales cuando entre en vigor la LRJSP«, de Francisco Velasco (Prof. Dcho. Administrativo, Univ. Autónoma de Madrid) en idluam.org/blog

– “El Boe alumbra siamesas administrativas: Ley 39/2015 de procedimiento y ley 40/2015 de régimen jurídico“, de José Ramón Chaves (Magistrado de lo Contencioso-administrativo, TSJ de Galicia), en contencioso.es

– “Derogación de la ley 30/1992 y sustitución por dos nuevas leyes para las AAPP“, de Julio González (Prof. Dcho. Administrativo, Univ. Complutense de Madrid) en globalpoliticsandlaw.com

– “Especial Ley de Procedimiento Administrativo #LPA“, de Víctor Almonacid (Secretario Ajuntament d’Alzira) en nosoloaytos.wordpress.com

– “Novedades de la ley 39/2015 en materia de ejecutoriedad y suspensión cautelar de actos sancionadores“, de Emilio Aparicio (abogado) en emilioapariciosantamaria.blogspot.com

– “La ley 39/2015 de 1 de octubre del Procedimiento Administrativo Común: la benevolencia de la Administración consigo misma“, de Monsieur de Villefort (abogado) en monsieurdevillefort.wordpress.com

– «La viejoven regulación del procedimiento administrativo y las las AA.PP. (las nuevas leyes 39/2015 y 40/2015)«, de Andrés Boix Palop (Prof.  Dcho. Administrativo, Universitat de València) en lapaginadefinitiva.com/aboix

ESPECIAL VÍDEOS DE LA JORNADA DEL INAP SOBRE LAS LEYES DE REFORMA

ESPECIAL ANÁLISIS DE LA PROPUESTA DE REGULACIÓN ELECTRÓNICA DE LAS NUEVAS LEYES 39/2015 Y 40/2015 DEL CENTRO DE ESTUDIOS POLÍTICOS Y CONSTITUCIONALES CON LAS PONENCIAS EN LIBRE ACCESO

 ESPECIAL DE LA REVISTA DOCUMENTACIÓN ADMINISTRATIVA CON LAS PONENCIAS DE LOS PARTICIPANTES EN EL SEMINARIO DE REFORMAS DEL ESTADO QUE ANALIZÓ LOS PROYECTOS

– ESPECIAL DE LA REVISTA EL CRONISTA DEL ESTADO SOCIAL Y DEMOCRÁTICO DE DERECHO SOBRE LA REFORMA DEL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO ESPAÑOL 

Sin embargo, de todas las iniciativas en blogs y publicaciones digitales surgidas durante estos meses, a mi juicio, y con diferencia, la más interesante es la iniciada por Emilio Aparicio, un jurista de esos que están siempre a la última y que ha empleado su blog para poner a disposición de todos nosotros sendos documentos electrónicos en Google Works con ambas leyes, tanto la ley 39/2015 como la ley 40/2015, con la idea de que entre todos comentemos y colaboremos creando una especie de wiki-comentario on-line a las normas. Si la iniciativa prospera y es útil o no depende de nosotros y de nuestra colaboración. De momento, y como podréis ver, los comentarios que ya hay son utilísimos. La idea es que, si todos vamos poco a poco, cuando estudiemos las leyes o leamos sobre ellas, aportando nuestro granito de arena al comentario de la reforma legal, podemos acabar tenido un documento colaborativo a disposición de todo el mundo, en abierto, gratuito, y de una extraordinaria utilidad para manejar estas leyes.

Así que voy a transcribir aquí las mínimas reglas para participar que ha establecido Emilio Aparicio, así como los enlaces donde podéis colaborar. ¡Espero que os animéis! ¡Nos leemos en el documento colaborativo!

(La) idea es ir haciendo los comentarios a los artículos que han supuesto alguna novedad respecto a la anterior regulación, comentario que haré al final de cada artículo y al que le daré un formato distinto que el que tiene el articulado de la Ley.
Hasta aquí, lo normal en el ejercicio profesional, estudiar y anotar aquellas cuestiones de una nueva regulación para ir tomando cierta ventaja. El experimento es que lo voy a intentar hacer de manera colaborativa. He colgado en Google Docs la Ley 39/2015 (aquí) y la Ley 40/2015 (aqui). Comenzaré, en breve, a realizar los comentarios. Todos los que quieran colaborar lo pueden hacer, las reglas son muy básicas:
  1. Para colaborar, y parafraseando a Santamaría Pastor, bastará con no ser malintencionado, ocioso y perturbado mental. 
  2. El comentario no tendrá límite en su extensión, y el mismo se insertará tras el precepto comentado en cursiva y color rojo. Puede ser anónimo o identificarse el autor con su nombre y apellidos.Ejemplo de comentario:

  3. El documento final podrá ser hecho público por cualquiera, a salvo, claro está, que nadie haga ningún comentario. De no existir ni un solo comentario daré por concluido el experimento y me guardaré el texto para mi exclusivo consumo. 
Os animo a colaborar, solo con que unos pocos de los que me seguís en tuiter os animéis a dejar algún comentario nos puede quedar un texto muy chulo.


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