Serie propuestas de reforma constitucional 3: De la reforma constitucional necesaria… y de la que parece a día de hoy posible

Serie sobre Propuestas de Reforma constitucional (3): De la reforma constitucional necesaria… y de la que parece a día de hoy posible

 

a) En torno a la evidente necesidad de una reforma constitucional en España

La Constitución española acaba de entrar en su cuadragésimo año de existencia con la melancolía y autocuestionamiento que, pasada la alegría infantil y la ambiciosa confianza de la juventud, suelen considerarse asociados a la asunción de la madurez. Por primera vez desde 1978 el consenso sobre sus insuficiencias y la necesidad de su reforma parece casi general. Y ello con independencia de que se reconozca con más o menos generosidad el papel positivo jugado tanto por el texto constitucional como por el consenso del que éste es consecuencia, que permitieron un tránsito, la por esta razón llamada “transición” a la democracia, por medio del cual, a cambio de muchas renuncias y transacciones, se logró el establecimiento en España de una democracia liberal y un Estado social y democrático de Derecho plenamente homologables a los europeos, sin excesiva violencia política (Baby, 2018, ha revisado recientemente las cifras y datos demostrando que el carácter enteramente pacífico de la transición española es un mito, pero sus datos globales no dejan de ilustrar un proceso que, en lo sustancial, no es violento) y con un período de asentamiento relativamente corto en el tiempo.

Durante la mayor parte de estos años el relato dominante en la España democrática ha sido la celebración del éxito que supuso esa normalización democrática, culminada con la entrada de España en 1986, menos de una década después de la entrada en vigor del texto constitucional, en las entonces Comunidades Europeas (hoy Unión Europa) certificando así la plena equiparación de la democracia española con el resto de Europa occidental, tras décadas de excepcionalidad (Boix Palop, 2013: 88-90). Las posiciones más críticas, o que señalaban algunas de las carencias e insuficiencias del pacto constitucional y de su traslación jurídica, eran más bien excepcionales y marginales, bien por provenir de los extremos (poco representativos) del espectro político, bien por ser la consecuencia de reflexiones académicas cuya traslación al debate público era relativamente inhabitual (respecto de las críticas académicas surgidas en los primeros 25 años de vigencia de la Constitución española de 1978 puede consultarse la síntesis contenida en Capella, 2003). Sin embargo, la crisis económica de la última década, cuyos primeros síntomas empiezan a aparecer en torno a 2007-2008, de una dureza y duración desconocidas hasta la fecha en la democracia española, ha hecho aflorar muchas de las deficiencias del sistema que hasta ese momento no se percibían como tales o a las que, por diversas razones, no se les daba la importancia que, en cambio, en este otro contexto, sí han merecido. Desde el papel de las instituciones y sus relaciones con el poder económico, algunos clásicos privilegios jurídicos de gobernantes (como los aforamientos, por ejemplo), la insuficiencia de controles o de transparencia, hasta el propio papel de la Jefatura del Estado, y todo ello en medio de la aparición de numerosos escándalos, la crisis económica ha provocado un replanteamiento general de las insuficiencias de la democracia española (véase, por ejemplo, la repercusión inmediata pública como consecuencia del cambio de clima social producto de la reciente crisis de esfuerzos colectivos por sintetizar modernamente estas críticas como el coordinado por Gutiérrez Gutiérrez, 2014). Lo cual ha ido unido a una crisis de los mecanismos de representatividad democrática (Simón Cosano, 2018), que se juzgan de forma creciente como insuficientes o defectuosos, algo que ha llevado a un replanteamiento crítico del modelo partidista español, incluyendo la aparición de nuevos partidos de masas (Campabadal y Miralles, 2015; Fernández Albertos, 2015), hasta el punto de que el clásico bipartidismo matizado que había dominado hasta 2015 la escena política española (casi cuatro décadas, desde las primeras elecciones de 1977) ha sido sustituido por un modelo donde, al menos, hay cuatro partidos políticos de ámbito nacional con una representación considerable, así como mayorías políticas diferenciadas en clave territorial en varias Comunidades Autónomas (con partidos nacionalistas o regionalistas en los gobiernos en algunas de ellas, y no sólo, casi por primera vez en cuarenta años, en Cataluña y el País Vasco). Como factor adicional de desestabilización, el siglo XXI ha visto ya dos conflictos entre los representantes de algunas Comunidades Autónomas y las instituciones del Estado respecto de su acomodo en el marco constitucional español: uno primero con el País Vasco (con la aprobación del “Plan Ibarretxe” que buscaba un nuevo y más ambicioso Estatuto de autonomía, finalmente abortado por el Tribunal Constitucional, Vírgala Foruria, 2006, y abandonado tras la pérdida por parte de los nacionalistas vascos del gobierno autonómico durante una legislatura como consecuencia de la ilegalización de partidos políticos a los que se consideró instrumento político de la banda terrorista ETA, aunque posteriormente lo hayan recuperado) y uno segundo en Cataluña, inicialmente reconducido por medio de la aprobación de un nuevo Estatuto de Autonomía en 2006 pero recrudecido tras la anulación de partes sustanciales (que afectaban a la función de blindaje competencial que pretendía suponer) del mismo en 2010 por medio de una controvertida Sentencia del Tribunal Constitucional (STC 31/2010), profusamente comentada en estos últimos años por numerosos juristas (por todos, Muñoz Machado, 2014: 139-158). Esta anulación, intervenida en medio de la ya referida crisis económica, ha servido a la postre de catalizador político y detonante de una crisis larvada que a la postre refleja un distanciamiento cada vez más acusado entre las posiciones de parte de la sociedad catalana (y sus mayorías parlamentarias), que ante la constatación de la inconstitucionalidad de algunas de sus aspiraciones políticas ha optado por tratar de lograr la independencia de esta parte del territorio, y la visión dominante en el resto del Estado (y de sus mayorías políticas), que entienden que el grado de descentralización alcanzado en España es ya más que suficiente, cuando no excesivo. Todo ello ha degenerado en un conflicto de gravedad con el Estado, donde han intervenido consultas o referéndums que han pretendido ser pactados con el gobierno central y, ante la negativa de éste, realizados unilateralmente, prohibiciones y anulaciones de normas y posicionamientos del parlamento catalán y, en una fase ulterior, incluso el encarcelamiento de parte los miembros del gobierno catalán o de la presidenta de su parlamento, así como líderes sociales, acusados por delito de rebelión (el tipo penal que el ordenamiento jurídico español contiene para castigar los levantamientos violentos y armados; para un análisis del tipo en su entendimiento clásico previo a la actual situación, García Rivas, 2016) tras considerar, al menos en fase de instrucción, el Tribunal Supremo español que la convocatoria de un referéndum ilegal puede considerarse análogamente equivalente a un levantamiento armado que busque propiciar una guerra civil.

En definitiva, todas estas situaciones, combinadas, han puesto de manifiesto que el ordenamiento constitucional español, como es manifiesto, no está logrando ser cauce para el acuerdo o la exitosa composición de las pretensiones de la ciudadanía ni instrumento para la resolución pacífica y dialogada de los conflictos políticos. La crisis, así, pasa a ser no sólo política sino también jurídico-constitucional, pues es el propio marco constitucional el que se demuestra incapaz de cumplir con una de sus más esenciales funciones (Boix Palop, 2017a). De manera que la tradicional negativa de muchos sectores sociales y políticos a aceptar que una reforma constitucional fuera necesaria en España ha dado paso a la generalizada constatación de que en estos momentos es preciso una novación del consenso y del pacto, tanto para lograr solucionar algunas de las insuficiencias referidas como a efectos relegitimizadores. Incluso, y a iniciativa del Partido socialista y como compensación a dar su apoyo indirecto vía abstención a la elección de un presidente del gobierno del Partido Popular en 2015, se ha puesto en marcha en el Congreso de los Diputados una comisión parlamentaria para evaluar el funcionamiento del modelo autonómico y reflexionar sobre la conveniencia de introducir algunos cambios respecto del reparto del poder en España entre Estado y los entes subestatales que se han ido conformando como Comunidades y ciudades autónomas, lo que sin ninguna duda constituye una significativa novedad en nuestros cuarenta años de historia constitucional reciente.

En este breve texto vamos a tratar de analizar hasta qué punto esta reforma, si finalmente se da, puede aspirar a cumplir con los objetivos que se deducen de las necesidades expuestas. Téngase en cuenta que el mero hecho de que exista, en mayor o menor medida, consenso sobre la conveniencia de un cambio, derivado de ese malestar más o menos fundado, no significa sin embargo que la vocación de cambio sea siempre necesariamente sincera ni profunda. Tampoco que todos los actores identifiquen exactamente los mismos problemas como prioritarios o aventuren soluciones semejantes para éstos. Tiene por ello interés repasar mínimamente en qué terreno de juego se puede dar, o al menos se está jugando en estos momentos, la partida política que inevitablemente va asociada a la apertura de un proceso de estas características. Como veremos, de este rápido repaso se deducirá con claridad la conclusión de que los márgenes de la reforma constitucional posible, aquélla sobre la que hay ciertos acuerdos de base que permitirían desarrollarla, no son ni mucho menos los que probablemente harían posible la reforma constitucional necesaria para desatascar la cuestión territorial. Los consensos logrados hasta la fecha son mucho más limitados y se ciñen a cuestiones diferentes. Véamoslo.

 

b) Los consensos existentes para una posible reforma constitucional en la España de 2018

A partir de los diversos documentos hasta la fecha producidos y publicados, es relativamente sencillo identificar una serie de elementos respecto de los que, para bien o para mal, hay ya un notable consenso en España en punto a las deficiencias de nuestra Constitución. En ocasiones, estos consensos se dan a la hora de descartar la conveniencia o posibilidad de operar cualquier cambio (por ejemplo, respecto de la cuestión de la monarquía, pues tras la experiencia fallida del intento de reforma incoado por Rdríguez Zapatero en 2006 es claro que cualquier posible reforma constitucional que afecte a la institución, siquiera tangencialmente, queda por el momento descartada dado que esta cuestión actúa como inhibidor de cualquier cambio o propuesta de reforma que se pretenda seria). Pero, en otros casos, se articulan en forma de un acuerdo muy general sobre la conveniencia de incorporar en la Constitución mejoras democráticas, nuevos valores o innovaciones institucionales. Son casi todos estos acuerdos reflejo, por lo demás, de la evolución de la sociedad y muchos de los elementos que se proponen constitucionalizar por medio de ellos ya están legislativamente asumidos por el ordenamiento jurídico español o podrían estarlo sin mayores problemas. En estos casos, la reforma constitucional no opera como un instrumento esencial para lograr un cambio (bien porque éste ya se ha producido y sólo quedaría blindado, bien porque podría realizarse de modo más sencillo por medio de una mera modificación legislativa), pero la misma posibilidad de llegar a amplios acuerdos a estos respectos puede aconsejar su blindaje constitucional, de importancia simbólica, además, no menor. Por ejemplo, es lo que puede ocurrir en breve con la propuesta de reforma lanzada por el presidente del gobierno Pedro Sánchez a fin de reducir la cobertura constitucional al aforamiento de políticos. En la medida en que encaja con ciertos acuerdos previos, su declinación en sede constitucional (sea más o menos importante la cuestión, lo que ya es cuestión más política que jurídica) puede ser relativamente fácil y, en definitiva, posible, incluso en un país tan poco dado hasta la fecha a las reformas constitucionales como España.

– Elementos simbólicos

Toda Constitución contiene elementos simbólicos que, aunque no sean necesariamente esenciales a la hora de articular la convivencia ni desplieguen efectos jurídicos directos, aportan un valor legitimador –o deslegitimador, según los casos- indudable. Ha de señalarse que, por su propia naturaleza, modificar elementos simbólicos es poco costoso en términos pragmáticos. Al menos, cuando la modificación se queda exclusivamente en ese plano y no se traduce en otros cambios concretos inmediatos. Desde este punto de vista, y más en un contexto de crisis de legitimidad del sistema para muchos ciudadanos, actuar sobre estos elementos puede ser una manera sencilla de lograr cierto maquillaje que se traduzca en una mejor integración de algunos colectivos sociales y una renovación del pacto constitucional con participación de las nuevas generaciones, a quienes se ofrendarían algunos de estos elementos que, a fin de cuentas, tampoco son necesariamente tan importantes ni se traducen inmediatamente en cambios tangibles. Y, sin embargo, como lo simbólico cuenta, se acaba filtrando indirectamente a soluciones jurídicas concretas, legitima o deslegitima un sistema… sería un error minusvalorar este plano. Al final, no sólo cuenta, sino que incluso puede contar mucho. Precisamente por esta razón, no siempre es sencillo llegar a acuerdos sobre estos elementos… porque, del mismo modo que ganar valor simbólico por un lado puede llevar a concitar nuevas lealtades, es también posible alterar viejos consensos y defraudar a quienes se habían adherido con entusiasmo al orden ya establecido.

Del aparataje simbólico de la Constitución es evidente que cualquier reforma constitucional a día de hoy posible incorporaría, si finalmente se llevara a término, nuevas y no necesariamente con consecuencias inmediatas por sí mismas –en ausencia de desarrollo- llamadas a la participación más intensa de los ciudadanos como fundamento del orden democrático, así como a la transparencia y a la rendición de cuentas. También apelaciones a la igualdad de género y a la sostenibilidad, dado que ambos paradigmas son muy ampliamente compartidos hoy en día por el grueso de la sociedad española (cuando menos, en sede de principio). Todas estas apelaciones y el reforzamiento de estos valores aparecen por ello en prácticamente todas las propuestas de cambio constitucional que se vienen realizando. No es pues osado afirmar el amplio consenso que generan y las fáciles condiciones de posibilidad para una reforma que los incluya. En sí mismas, estas ideas no generan a día de hoy sino acuerdo y muy probablemente vehicularían simbólicamente cualquier reforma constitucional presente, por nimia que fuera. Cuestión distinta es el concreto contenido jurídicamente obligatorio para el Estado y las Administraciones públicas, o en materia de derechos, que se pudiera acabar deduciendo efectivamente de las mismas. En todo caso, como relegitimación simbólica del texto constitucional tendrían un valor evidente y desplegarían indudables efectos principales e interpretativos, acordes a la sensibilidad social actual.

Más interesante a efectos de desencallar el problema territorial es analizar si otros elementos simbólicos como la noción constitucional de “nación” y sus derivados podrían reformularse a día de hoy en términos más inclusivos. Identificar España como una sola nación o, en cambio, definirla como nación de naciones no significa en sí mismo demasiado, pero es evidente que, para bien o para mal, altera los ánimos de muchos. En este sentido resulta interesante cómo la más importante de las propuestas concretas de reforma realizadas a día de hoy, la presentada por varios profesores de Derecho administrativo y constitucional, con Muñoz Machado a la cabeza (Muñoz Machado et alii, 2017), que es también sin duda la más atrevida y articulada de las presentadas hasta la fecha, declina este factor sin miedo, en una  línea poco transitada fuera de Cataluña en estos últimos años, aunque sí hay algunas interesantes excepciones de trabajos previos que han transitado por esta línea (Romero, 2011; Martín Cubas et alii, 2014). Así, proponen llamar “Constituciones” a los Estatutos de Autonomía y que éstos, aun sometidos a la Constitución, ya no hayan de pasar por el filtro estatal para su aprobación. Y Muñoz Machado, incluso, ha señalado que nada habría de malo en reconocer ciertas “naciones sin soberanía” dentro de la nación española soberana y flexibilizar algunas de las ideas sobre el reparto territorial del poder a partir de la “tradición pactista” de la antigua Corona de Aragón (Muñoz Machado, 2013). Todos ellos constituyen intentos inteligentes de, simplemente a partir del juego de lo simbólico, lograr un texto más inclusivo sin que ello obligue o suponga nada concreto en punto al reparto constitucional efectivo de competencias o poderes (cuestión que, en todo, caso, habría de resolverse por otras vías). Es difícil aventurar hasta qué punto la asunción de estas tesis podría servir para que muchos ciudadanos catalanes -y de otros territorios españoles, que sin duda seguirían esa senda y pasarían a ser también naciones en no pocos casos- se sientan más cómodos en el marco constitucional, pero sin duda serían algunos de ellos. No en vano, el Estatuto catalán de 2006 ya reconoció, tras un intenso debate parlamentario y aunque sólo fuera en su preámbulo, que el sentimiento mayoritario entre la población catalana era considerar que Cataluña, en efecto, es una nación (pero incluso tan modesta afirmación, al menos en lo estrictamente jurídico, pues no es sino la constatación de un hecho sociológico, mereció inmediato reproche por parte del Tribunal Constitucional en su sentencia 31/2010). Así, pues, quizás no serían, pues, pocos. Además, otros muchos podrían pensar que lo simbólico y declarativo, a la postre, suele acabar teniendo consecuencias que se filtran poco a poco. Por lo que una propuesta inicialmente simbólica  como ésta, al “esponjar” el régimen constitucional español, es posible que lo hiciera también menos rígido y más transitable por nuevas mayorías y acuerdos sociales, lo que atraería a más ciudadanos hoy en día críticos. Parece un buen punto de partida, por ello, para un acuerdo. De hecho, y como puede comprobarse sin dificultad, documentos de reforma constitucional como el presentado por la Generalitat Valenciana van en esta misma línea e incluso la ya algo más antigua Declaración de Granada del PSOE es interpretable de un modo que podría ser compatible con esta relectura en clave plurinacional.

Aceptar estas propuestas permitiría, con poco “coste jurídico hard”, mejoras que podrían ayudar a resolver el problema existente a día de hoy en Cataluña. Como es evidente, sin embargo, el problema es que ese escaso coste no es así percibido por gran parte de la ciudadanía española y, sobre todo, de sus representantes y, muy especialmente, de parte de sus élites. Unas élites que se sitúan como clave de bóveda de la reforma y para quienes, al menos de momento, este tipo de propuestas, que tampoco ningún partido que hasta la fecha haya sido mayoritario ha osado abrazar (sólo Podemos transita de momento en esa línea), van mucho más allá de lo asumible. Con todo, a efectos de cartografiar la reforma constitucional posible, hay que notar que este tipo de propuestas existen y que, siendo relativamente poco costosas, pueden acabar siendo simbólicamente importantes y podrían servir para mitigar o desatascar parte del problema territorial. Por ello, aunque haya que tener presentes todas sus posibles implicaciones, es sencillo afirmar que, a la postre, una reformulación de este tipo, ya sea más o menos ambiciosa, formará sin duda parte del debate que se acabará efectivamente produciendo tarde o temprano.

Por último, el otro gran elemento simbólico para muchos ciudadanos en cuestión y que podría formar parte de una reforma constitucional es el referido a la Jefatura del Estado, conformada por Francisco Franco como una monarquía hereditaria a partir del sucesor designado por él mismo, y avalada en estos mismos términos por la Constitución de 1978. Hay una creciente parte de la ciudadanía española insatisfecha en diversos grados con este modelo de Jefatura del Estado, hasta el punto de que el Centro de Investigaciones Sociológicas, ya desde hace unos años, ha optado por no preguntar sobre esta cuestión ni sobre la valoración de la monarquía. Esta insatisfacción es muy clara en la mayoría de la población catalana, lo que ha llevado a todos los partidos independentistas a apostar por una República como elemento de renovación simbólica generador de adhesiones. Para la clase política española, por lo demás, y al menos en la medida en que la figura del Rey sea en verdad lo que constitucionalmente se dice que es en toda monarquía parlamentaria, esto es, un elemento representativo que ha de carecer de poder real, prescindir de la Monarquía para lograr sumar nuevas mayorías a un nuevo proyecto relegitimizador habría de ser poco costoso, pues a fin de cuentas no hay teóricamente relaciones de poder o económicas, ni sinergias entre quienes ocupan el poder por mandato popular y quienes lo hacen por razones hereditarias, que deban anudar el destino de la clase política representativa española al de la familia real. Al menos, no teórica ni aparentemente. Sin embargo, y sorprendentemente, es evidente que la cuestión monárquica está fuera del debate ahora mismo, con la única excepción de nuevo de Podemos (e incluso en este caso, con manifiesta sordina) y de algunas fuerzas políticas no estatales. El resto de partidos políticos de ámbito nacional, por razones que evidentemente tienen que ver con la real arquitectura del poder –sobre todo, económico- en la España de la tercera Restauración borbónica, consideran antes al contrario que es parte de su deber proteger a la Casa de Borbón y su derecho a ocupar la Jefatura del Estado. Y ello incluso asumiendo un no menor desgaste político y popular. Las razones por las que esta situación se produce son difíciles de entender, pero que ésta es la situación parece difícil de negar. Es más, la posibilidad de que un referéndum constitucional pueda convertirse en una consulta de facto sobre la institución ha frenado incluso reformas constitucionales compartidas por todo el arco parlamentario y probablemente la inmensa mayoría de la población, como fue el caso ya referido con la propuesta de Rodríguez Zapatero en 2006 de eliminación de la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión al trono. Ante tal situación política, y un estado de opinión que reproduce esta protección de la institución en todas las estructuras de poder –económico, mediático…- del país, resulta evidente que la eliminación de esta distorsión manifiesta en la igualdad de los ciudadanos, así como los efectos económicos y sociales asociadas a la misma, no va a ser una carta que los partidos mayoritarios vayan a jugar para lograr un nuevo consenso constitucional con nuevas inclusiones y valores simbólicos renovados.

Para acabar, hay que señalar que recientemente han aparecido en el debate otros elementos simbólicos, sin duda menores -por sus efectos-, pero que sí podrían aspirar a tener, de nuevo, algún efecto legitimizador y que podrían formar parte del perímetro de la reforma constitucional posible. Así, ha sido propuesto por algunos el traslado de ciertas instituciones del Estado fuera de Madrid, que a día de hoy es un paradójico ejemplo de capital institucional y financiera hipertrofiada sin ningún parangón en Estados no centralizados y donde, además, ni la población ni la actividad económica están espectacularmente concentradas en su área geográfica como para justificar este fenómeno. Ahora bien, si este traslado se limita a órganos como el Senado, como en ocasiones se ha propuesto, y no va más allá, esto es, si es meramente simbólico y no supone un traslado efectivo de poderes e instituciones con capacidad real de decisión, es dudoso que sea una carta que por sí sola vaya a concitar muchas adhesiones. Convendría pues analizar esta cuestión en sede de reformas reales sobre el modelo de reparto del poder territorial a partir de los efectivos cambios que se produzcan en esa materia (lo que nos sitúa de nuevo en la reforma constitucional necesaria, antes que en la hoy en día posible en España).

– Derechos fundamentales y libertades públicas

También con un valor simbólico evidente, pero en este caso sí con consecuencias prácticas directas e inmediatas que no hace falta aclarar, la parte dogmática de la Constitución podría ser objeto de reformas y retoques con relativa facilidad en términos de acuerdo político (no así procedimentalmente) en la actualidad. Hay que tener en cuenta, además, que el “coste jurídico” de operar en esta dirección es también relativamente menor porque España ya no es de factosoberana a la hora de determinar cuáles sean los derechos fundamentales mínimos y garantizados de sus ciudadanos una vez forma parte de un sistema complejo y completo de tratados y convenios internacionales y europeos dotados de tribunales y órganos de control que velan por su efectivo respeto. La Constitución española, que además reconoce esta fuerza superior a la interpretación externa a la misma en la materia en su art. 10.2 CE, podría por esta razón ser reformada con poco coste político y sin que ello supusiera excisivas pérdidas o concesiones reales más allá de las ya producidas por mor de la integración europea. Y además ello se podría hacer con un alto grado de acuerdo e importantes efectos legitimadores en algunos de sus puntos, simplemente, por medio del sencillo expediente de recoger y constitucionalizar algunas de las mejoras ya asumidas y venidas de fuera. Sin embargo, esta operación requiere de una reforma agravada de la Constitución siguiendo el cauce establecido en el art. 168 CE, con un procedimiento particularmente costoso, de modo que es de prever que sólo se busquen estos beneficios caso de que se entienda que no ha habido más remedio que reformar la Constitución por esta vía (por ejemplo, si se modifican cuestiones relativas a la idea de nación), pero en ningún caso se inicie con el solo fin de proceder a estos cambios.

Por concretar más, puede señalarse que no debería ser difícil, si se acometiera una reforma en estas materias, lograr acuerdos sobre la inclusión de nuevos derechos fundamentales que en Europa son ya moneda común y aquí hemos integrado por medio de leyes ordinarias sin problemas e incluso con antelación a otros países, como el derecho a la protección de datos de carácter personal frente a intrusiones estatales o privadas o la extensión explícita del derecho al matrimonio de modo que abarque todo tipo de relaciones y no sólo las heterosexuales. En la lista de las mejoras ampliamente compartidas y fáciles de llevar a cabo con mucho consenso, pero que no son imprescindibles en sí mismas, por estar el tema ya resuelto por medio de legislación ordinaria, pero que sin duda abundarían en una mayor legitimación del orden constitucional, estaría también la consagración del derecho a la asistencia sanitaria como un verdadero derecho fundamental con blindaje constitucional, tal y como ha sido la norma en España desde la Ley General de Sanidad de 1986 y hasta que las reformas de 2012 han excluido de esta universalidad a inmigrantes irregulares (situación que ha durado hasta 2018, momento en que se ha revertido), a ciertos ciudadanos desplazados al extranjero y a aquellas personas con rentas más altas.

Más conflictivas, aunque tampoco estarían de más, serían la mejora y ampliación de algunos de los derechos que más han debido ser reinterpretados por los tribunales europeos en la materia ante la parquedad constitucional española (y una práctica aplicativa más que insatisfactoria), como puedan ser los relacionados con los derechos y garantías de procesados o detenidos o los conflictos en materia de libertad de expresión. En ambos casos un fortalecimiento constitucional de las garantías sería muy bienvenido ante las amenazas constatadas recientemente, pero justamente estos conflictos dan una idea clara de que su mejor protección no sería pacífica. Asimismo, los perfiles de los derechos de sindicación y huelga podrían articularse para resolver problemas prácticos ya aparecidos (piénsese, por ejemplo, en las problemáticas huelgas de jueces).

Por último, es preciso señalar la creciente presión social que aspira a que la Constitución reconozca como verdaderos derechos sociales una serie de principios (derecho al trabajo, a la salud, a la vida digna, a la vivienda…) que a día de hoy son proclamas que se verifican o no a partir de su efectivo reconocimiento por medio de la legislación ordinaria. Como es obvio, una reforma de la Constitución en la línea de convertirlos en verdaderos derechos subjetivos fortalecería la exigibilidad de estas prestaciones y obligaría a los poderes públicos a disponer de recursos al efecto con más generosidad de lo que ha sido la norma hasta la fecha. No parece que sea sencillo un acuerdo político demasiado ambicioso en esta materia, aunque la evolución europea, tanto a nivel jurídico como político, acompañe en esta dirección. Por ello, avances de mínimos sí parecen, en cambio, fáciles de lograr, especialmente allí donde ya se han producido avances en la consolidación legal de los mismos en los últimos años. A la vista de la legislación autonómica en la cuestión, la mayor presión, pero también la mayor posibilidad de lograr un acuerdo amplio en alguna de estas materias, corresponde sin duda a derechos como vivienda, renta básica y prestaciones de dependencia, todas ellas ya cubiertas aunque sea de forma insuficiente y muy diversa según la financiación disponible en cada Comunidad autónoma. Frente a estas extensiones, en ocasiones se predica el problema de garantizar constitucionalmente derechos que suponen obligaciones de gasto, pero es evidente que ni esto es una novedad en el constitucionalismo (todos los derechos imponen obligaciones de gasto, aunque respecto de otros derechos estas sean quizás menos visibles… o es que sencillamente las tenemos ya totalmente asumidas) ni, además, es una mala cosa contar con cierto blindaje jurídico en punto a la garantía de la irreversibilidad de algunos derechos y conquistas sociales (Ponce Solé, 2013).

–  Mejoras institucionales y democráticas

El otro campo donde la reforma constitucional posible se ha ido perfilando ya de forma nítida en España es el de las mejoras institucionales y democráticas. Un consenso más o menos general ha emergido en los últimos en años en nuestro país como consecuencia de la crisis institucional y política en torno a la necesidad de mejorar los mecanismos de representatividad, transparencia y responsabilidad. Junto a debates como el de la conveniencia de mantener los aforamientos, respecto del que se ha fraguado un acuerdo general en punto a su eliminación o al menos para restringirlos mucho que ha dado pie a que el gobierno lance una propuesta de reforma constitucional exprés en septiembre de 2018 referida sólo a esta cuestión, podemos señalar también los amplios acuerdos sociales en materia de una mayor accountabilityque han germinado ya en reformas legislativas recientes en materia de buen gobierno y transparencia (como las diversas leyes estatales y autonómicas aprobadas a partir de 2013 en estas materias han mostrado).  Tanto a nivel estatal como autonómico, a lo largo de los últimos años se han sucedido reformas que han servido de banco de pruebas y, como consecuencia de ello, casi todas las propuestas que han aparecido en el debate público plantean cambios en esta línea. Igualmente, la propia dinámica política de los últimos años, en que se han sucedido investiduras de presidente de gobierno fallidas (la de Pedro Sánchez, PSOE, en 2015), repetición de elecciones ante la imposibilidad de formar gobierno (2016), un largo período de interinidad con un gobierno en funciones (el de Mariano Rajoy, PP, entre finales de 2015 y mediados de 2016) e incluso el éxito de una moción de censura constructiva provocando la sustitución de este último como presidente del gobierno por el primero de ellos, han puesto a prueba algunos de los mecanismos constitucionales (procedimiento de designación de candidatos, problemas de bloqueo en ausencia de debate de investidura, dudas sobre la posibilidad de dimisión en el transcurso de una moción de censura, etc.) que han favorecido la aparición de propuestas con mejoras técnicas a este respecto.

Otro elemento donde aparece el consenso en cuanto a qué elementos conviene reformar son, como ya hemos comentado, todas las propuestas diseñadas para avanzar en la profundización y mejora de la calidad democrática de nuestras instituciones. En este plano, las propuestas del Consell (Generalitat valenciana, 2018) son también concretas e interesantes, así como expresión de consensos que se han ido construyendo y generalizando en los últimos años, al socaire de la crisis política que hemos vivido: más exigencia de proporcionalidad en el sistema electoral (Simón Cosano, 2018), mejora de las posibilidades efectivas de control parlamentario al gobierno (véase el interesante resumen de Rubio Llorente sobre las posibilidades de mejora, publicado recientemente en Pendás, 2018), establecimiento de baterías de medidas para luchas contra la corrupción (Gavara de Cara, 2018), entre las que destacaría el reconocimiento constitucional de las obligaciones de transparencia (Wences Simón, 2018), facilidades para la iniciativa popular de reforma legal o constitucional (Presno Linera, 2012), adaptación de ciertas garantías a la transformación digital (Cotino Hueso, 2018) e introducción de una composición no sólo paritaria en términos de género (Carmona Cuenca, 2018), sino que además sea reflejo de la pluralidad a todos los niveles (también territoriales, rasgo típico del federalismo, Balaguer Callejón, 2018) en las instituciones estatales. De nuevo, son propuestas respecto de las que, en cuanto a prácticamente todas ellas, debiera ser posible alcanzar a día de hoy cierto nivel de acuerdo sin demasiados problemas (siempre y cuando no se pretenda llevar las soluciones a un grado de detalle que impida luego la acción legislativa de las mayorías políticas de turno a posteriori). En este sentido, por ejemplo, la propuesta de reforma constitucional del Consell valenciano es extraordinariamente aprovechable y útil, pues permite disponer de un documento a partir del cual sería sencillo empezar a hablar. Es, también, extraordinariamente significativa y reveladora de por dónde van ciertos consensos y del amplio grado de acuerdo alcanzado ya entre muchos sectores sociales en lo referido a todas estas cuestiones.

Asimismo, una propuesta habitual de reforma y mejora democrática y de representatividad, indudablemente conectada con la cuestión territorial, tiene que ver con la modificación del papel político e institucional del Senado. El modelo bicameral español, en la práctica, ha preterido desde un primer momento a esta cámara, que ni ha ejercido de contrapoder efectivo del Congreso ni ha cumplido eficazmente con el papel teórico que la Constitución le atribuye de representación territorial. Por esta razón, y desde un momento muy temprano, el consenso académico sobre las insuficiencias del diseño constitucional en punto a su diseño, ha sido más o menos general (puede verse a este respecto, por ejemplo, la evolución de los diversos Informes sobre Comunidades Autónomas dirigidos por Eliseo Aja desde 1999, también Aja Fernández 2006; o, más reciente, en Cámara Villar, 2018). Fruto de este consenso se han sucedido las propuestas de reforma, que han ido desde quienes han propugnado directamente su supresión, apostando por convertir en unicameral el diseño constitucional, adecuándolo así a lo que ha sido la realidad política del ejercicio del poder y de la representación en la España de las últimas décadas, a quienes han propuesto su reforma para tratar de convertirlo en un contrapoder efectivo que complemente la labor del Congreso y que, efectivamente, contenga una visión territorial diferenciada. En general, las propuestas en esta línea han buscado un diseño similar al del Bundesrat alemán o modelos semejantes (como la segunda cámara austríaca), donde su acuerdo es necesario al menos para la aprobación de las leyes que tienen un componente territorial, por una parte, y en el que además la representación corresponda antes a los gobiernos autonómicos (con cierta ponderación por población) que a la ciudadanía. Por ejemplo, en las propuestas que se han ido perfilando más desarrolladas, como las de los profesores Muñoz Machado y otros (Muñoz Machado et alii, 2017) o la del gobierno valenciano (Generalitat Valenciana, 2018), pero también en los documentos del PSOE y la Declaración de Granada o gran parte de la producción científica de los últimos años en la materia, esta solución, a falta de concretar los perfiles exactos de cómo quedaría la institución (proporción entre población y votos, lista de materias en que el acuerdo de esta segunda cámara sea necesario), goza de un indudable predicamento (véase, por todos, Aja et alii, 2016). Por lo demás, esta solución se ubica en la profundización, muy necesaria, en los mecanismos de representación territorial (Aja Fernández, 2014; Balaguer Callejón, 2018: 253-254), aunque no es el único de ellos y sería necesario ir más allá. También el informe del Consejo de Estado realizado en 2006, por ejemplo, analizó esta misma cuestión y planteó esta opción como posible y aconsejable. Caso de que se acabe produciendo una reforma constitucional en España, sin duda, y junto a otras medidas simbólicas como la incorporación de nuevos valores y medidas de profundización democrática, es claro que una reforma del Senado en esta dirección sería sencilla de pactar y más que probable resultado del proceso. Un resultado cuya importancia no puede minusvalorarse, y que sin duda alteraría algunas de las dinámicas políticas y de representatividad que ha sido la tónica en la España constitucional desde 1978. Cuestión diferente es si sólo con ello es suficiente para lograr los reequilibrios necesarios a efectos de conseguir en nuevo y mejor reparto del poder territorial que pueda dar salida a la crisis constitucional actualmente en curso.

En general, esta misma conclusión puede predicarse de todo lo señalado. Siendo todos los elementos ya referidos aspectos y cuestiones donde la reforma constitucional podría ser perfectamente factible ya a día de hoy, e incluso relativamente sencilla en algunos casos, es dudoso que se trate de cuestiones o elementos de nuestro pacto de convivencia cuya revisión sea totalmente urgente o necesaria. La gran avería jurídico-institucional, la gran división política y social que el Derecho (y la novación del pacto constitucional) habrían de tratar de atender tiene que ver con el conflicto territorial y, especialmente, con su cristalización en un proceso político de búsqueda de la independencia por una creciente parte de la población catalana. La reforma constitucional necesaria para la España de nuestros días pasa por lograr articular un consenso en torno a esa cuestión. Algo mucho más complicado a día de hoy, donde los acuerdos distan de verse fáciles o próximos… y de la que nos tendremos que ocupar inevitablemente en el futuro en profundidad. Pero algo donde los desacuerdos priman sobre los acuerdos, al menos aún en la actualidad. De hecho, el apresurado listado de consensos ya existentes, que hemos tratado de realizar, muestra sistemáticamente una misma realidad: el consenso existe y es incluso fácilmente articulable en todo lo que no toca la cuestión del reparto del poder territorial. En cuanto ésta se ve afectada, siquiera sea tangencialmente, todo se hace mucho más difícil.

Sirva, en todo caso, la presente reflexión para identificar y trazar los acuerdos ya posibles y fáciles de articular como reforma constitucional. Otro día nos habremos de ocupar, en cambio, de la segunda y mucho más importante parte de la reforma constitucional hacia la que nos conducimos en España: la que tiene que ver con los actuales desacuerdos, profundos, a la hora de entender el pacto de convivencia y el reparto del poder. Pero, también, la que de una manera u otra habrá de alcanzarse porque es absolutamente necesaria para salir del impasse en el que estamos.

 

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Recursos en línea sobre las propuestas de reforma constitucional comentadas en el texto:

– Generalitat Valenciana (2018). Acord del Consell sobre la reforma constitucional. Disponible on-line (consulta 01/09/2018): http://www.transparencia.gva.es/documents/162282364/165197951/Acuerdo+del+Consell+sobre+la+reforma+constitucional.pdf/ecc2fe28-4b83-4606-97db-d582d726b27b

– Muñoz Machado, S. et alii (2017). Ideas para una reforma de la Constitución. Disponible on-line (consulta 01/09/2018): http://idpbarcelona.net/docs/actual/ideas_reforma_constitucion.pdf

 

– PSOE (2013). Declaración de Granada: Un nuevo pacto territorial. Una España de todos. Disponible on-line (consulta 01/09/2018):

http://web.psoe.es/source-media/000000562000/000000562233.pdf

 

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Referencias bibliográficas mencionadas en el texto:

 

Aja, E. et alii (2016). “Reflexiones sobre una posible reforma constitucional del sistema autonómico”, en Informe Comunidades Autónomas 2015, Observatorio de Derecho Público.

 

Aja, E. et alii (2018). “Valoración general del Estado autonómico en 2017”, en Informe Comunidades Autónomas 2017, Observatorio de Derecho Público.

 

Baby, S. (2018). El mito de la transición pacífica: violencia y política en España (1975-1982), Akal.

Balaguer Callejón, F. (2018). “Federalismo y calidad democrática: la aportación del pluralismo territorial a la democracia constitucional”, en Freixes Sanjuán, y Gavara de Cara (coords.) (2018). Repensar la Constitución. Ideas para una reforma de la Constitución de 1978: reforma y comunicación dialógica, Segunda parte, Boletín Oficial del Estado, 249-258.

 

Boix Palop, A. (2013). “Spanish Administrative Traditions in the Context of European Common Principles”, en Ruffert (ed.), Administrative Law in Europe: Between Common Principles and National Traditions, Europa Law Publishing, 83-99.

 

Boix Palop, A. (2017a). “The Catalunya Conundrum”, Verfassungsblog, Parts 1, 2 and 3, september 2017. Disponibles on-line (consulta 01/09/2018): https://verfassungsblog.de/the-catalunya-conundrum-part-1-how-could-things-come-to-such-a-pass/

The Catalunya Conundrum, Part 2: A Full-Blown Constitutional Crisis for Spain


https://verfassungsblog.de/the-catalunya-conundrum-part-3-protecting-the-constitution-by-violating-the-constitution/

 

 

Campabadal, J. y Miralles F. (2015). De Ciutadans a Ciudadanos. La otra cara del neoliberalismo, Foca.

 

Capella, J.R. (ed.) (2003). Las sombras del sistema constitucional español, Trotta.

 

Carmona Cuenca, E. (2018). “Representación política y democracia paritaria”, en Pendás (dir.) (2018). España constitucional (1978-2018). Trayectorias y perspectivas, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2601-2616

Cotino Hueso, L. (2018), “La necesaria actualización de los derechos fundamentales como derechos digitales ante el desarrollo de Internet y las nuevas tecnologías”, en Pendás (dir.) (2018). España constitucional (1978-2018). Trayectorias y perspectivas, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2347-2362.

 

Fernández-Albertos, J. (2015). Los votantes de Podemos: del partido de los indignados al partido de los excluidos, Libros de la Catarata.

 

Gavara de Cara, J.C. (2018). “La corrupción política en la reforma constitucional y la lucha contra las inmunidades del poder”, en Freixes Sanjuán, y Gavara de Cara (coords.), (2018). Repensar la Constitución. Ideas para una reforma de la Constitución de 1978: reforma y comunicación dialógica, Segunda parte, Boletín Oficial del Estado, 127-159.

 

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Gutiérrez Gutiérrez, I. (coord.) (2014). La democracia indignada. Tensiones entre voluntad popular y representación política, Comares.

 

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Muñoz Machado, S. (2014). Cataluña y las demás Españas, Crítica.

 

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Rubio Llorente, F. (2018). “El control parlamentario”, en Pendás (dir.) (2018). España constitucional (1978-2018). Trayectorias y perspectivas, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 3289-3303.

 

Simón Cosano, P. (2018). “Las bases para la reforma del sistema electoral español”, en Pendás (dir.) (2018). España constitucional (1978-2018). Trayectorias y perspectivas, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 3209-3226.

 

Vírgala Foruria, E. (2006). “La reforma territorial en Euskadi: los Planes Ibarretxe I (2003) y II (2007)”, Cuadernos constitucionales de la Cátedra Fadrique Furió Ceriol, 54-55, pp. 159-187.

 

Wences Simón, I. (2018). “Transparencia: ‘la luz del sol como mejor desinfectante’”, en Pendás (dir.) (2018). España constitucional (1978-2018). Trayectorias y perspectivas, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1989-2006.

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Serie Propuestas de Reforma Constitucional 1: La propuesta de reforma territorial de los profesores Muñoz Machado et alii

Serie Propuestas de Reforma Constitucional 2: La propuesta de reforma constitucional de la Generalitat Valenciana



Serie Propuesta de reforma constitucional (2): La propuesta del gobierno valenciano

Serie Propuesta de reforma constitucional (1): «Ideas para una reforma de la Constitución» de Muñoz Machado et alii

Serie Propuesta de reforma constitucional (2): La propuesta del gobierno valenciano

La situación del País Valenciano, decíamos no hace mucho, hacía que concurrieran en el Consell de la Generalitat una serie de circunstancias que lo podían convertir en un actor esencial en el debate político y jurídico en torno a la reforma de la Constitución y la resolución de la “cuestión catalana”. Por una parte, porque la sociedad valenciana está enhebrada por una multitud de aportaciones culturales que la hacen, a pequeña escala, reflejo de la compleja composición sociocultural y política española. A fin de cuentas, como es obvio, hay rasgos culturales y lingüísticos evidentemente comunes con Cataluña, por ejemplo, pero combinados con otras aportaciones de origen inequívocamente castellano (o aragonés) que tienen un peso igual o superior, conformando una cultura mestiza que puede encontrar referentes muy diversos y tender de forma natural todo tipo de puentes. Adicionalmente, en un plano político, el Consell lleva funcionando ya tres años con un pacto entre partidos de sensibilidades diferentes (PSPV y Compromís con el apoyo externo de Podemos), en lo que es la experiencia de gobierno de coalición a día de hoy más importante en toda España. Una coalición que, además, agrupa a partidos estatales (PSPV-PSOE) con otros de filiación valenciana (Compromís). En definitiva, el tipo de composición y cesiones que pueden aparecer entre los socios del llamado govern del Botànic(por el jardín botánico de la Universitat de València donde fue cerrado el acuerdo de gobierno en junio de 2015) no son tan diferentes a los que deberían presidir un acuerdo de reforma constitucional a nivel español. Por último, es evidente que las consecuencias de la crisis territorial, y no digamos de una hipotética independencia de Cataluña, serían particularmente negativas para la sociedad valenciana, por ejemplo en el plano económico. Por todas estas razones, en un comentario de hace unos meses publicado en estas mismas páginas, me expresaba críticamente en torno a la excesiva prudencia y ausencia de propuestas que se estaban realizando desde la Comunidad Valenciana y sus instituciones para ayudar a resolver una situación que, potencialmente, puede ser muy dañina para los intereses valencianos si no logramos encauzarla y resolverla satisfactoriamente.

Esta crítica ha de decaer. Antes de las fiestas falleras de 2018, el Consell de la Generalitat ha publicado un Acuerdo con una propuesta de reforma constitucionalconsensuada entre ambos socios de gobierno (PSPV y Compromís). Aunque no parece que Podemos haya participado en su elaboración, en muchos puntos del documento se aprecian contenidos que sin duda tienen que ver con reivindicaciones tradicionales de esta formación. Se trata, pues, de un esfuerzo meritorio que, de alguna manera, traslada el ADN del pacte del Botànic a una propuesta de reforma constitucional detallada, comprometida, rigurosa técnicamente y lo suficientemente concreta como para que pueda ser la base para un debate serio sobre la cuestión y para que, por estas razones, merezca un análisis atento. Máxime teniendo en cuenta que, como ya hemos dicho y desgraciadamente, es la primera aportación de este tipo que, desde alguna institución española, se ha producido a este debate. Resulta verdaderamente llamativo y lamentable, por ello, la falta de interés y de atención con que ha sido recibida en el resto de España (reflejo muy probablemente de la tradicional invisibilidad valenciana), con unos medios de comunicación de ámbito estatal que la han ignorado displicentemente. De hecho, su repercusión ha sido sensiblemente menor, incluso, que la que mereció la propuesta antes comentada de los profesores encabezados por Muñoz Machado, ya comentada en la primera entrada de esta serie. Por lo visto, en el resto de España la crisis institucional que vivimos no ha despertado aún el suficiente interés, no ya como para plantear ideas de reforma, sino siquiera para atender a las que vienen de gobiernos autonómicos como el valenciano.

Tratando de compensar esta omisión, y yendo al texto de la propuesta, se pueden identificar algunas ideas que a mi juicio merece la pena comentar y detallar.

  1. El marco de la reforma: qué reformar y cómo hacerlo.El documento del Botànic se hace inevitablemente eco, aunque sea de forma implícita, del gran consenso (que vemos también en la propuesta de los profesores a la que antes hacíamos referencia, por ejemplo) sobre los ámbitos y vectores esenciales en que habría de producirse la reforma: profundización en derechos y libertades, reforma institucional de entes como el Senado en clave federalizante, introducción de nuevas pautas democráticas en el funcionamiento de instituciones y partidos y, por último, tratamiento de la cuestión territorial. Si añadimos a estos cuatro ejes las ideas del dictamen del Consejo de Estado, más inocuas pero que podrían reaparecer sin problemas ni generar daños estructurales, de garantizar la igualdad en la sucesión a la Jefatura del Estado o la mención a la integración europea, probablemente nos empiezan a quedar seis ejes bien definidos respecto de los que centrar la reforma delimitando un perímetro sobre el que quizás sería posible empezar a pergeñar un consenso de mínimos entre muchos actores. Fuera de esas fronteras, en cambio (cambio de la forma de Estado, por ejemplo), es evidente que la consecución de ese consenso suficiente se antoja mucho más difícil. Otro elemento adicional para este consenso, por cierto, y por el que apuesta decididamente la propuesta del Consell, es que el procedimiento a seguir ha de ser el de reforma constitucional. Esto es, que se ha de operar a partir de las propias reglas de la Constitución de 1978 para su reforma, en vez de iniciar  un proceso constituyente.En cualquier caso, y definido así el terreno de juego, mucho más complejo es perfilar en concreto (y lograr los acuerdos de amplio espectro necesarios para ello) en qué sentido debería ir el cambio. Respecto de esta cuestión, a la propuesta del Consell no se le puede reprochar que no concrete. Y lo hace de forma muy interesante.
  2. Nuevos valores y derechos para “rescatar personas”. Se trata de la parte donde, muy probablemente, más sencillo seria llegar a un acuerdo de amplio espectro a la hora de reformar la Constitución española de 1978 con consensos muy globales pues, a la postre, no se trataría sino de realizar un aggiornamento, una puesta al día, de los valores y derechos que nuestra Constitución ya reconoce pero profundizados en torno a valores o derechos que, aun más o menos asumidos por casi todos, no tienen aún plasmación constitucional. Muchas de estas cuestiones, a juicio de algunos actores, no merecerían de por sí una reforma constitucional pues, a fin de cuentas, su garantía es también posible con meros desarrollos legislativos. Sin embargo, puede ser interesante llevar a sede constitucional el reconocimiento de la importancia de valores como el de la ecología o la lucha contra el cambio climático, la garantía de la cobertura sanitaria universal o la concreción de derechos en materia de muerte digna o a la identidad sexual. En otros casos, este tipo de propuestas, entre las que se alinea el acuerdo de reforma constitucional del Botànic que analizamos, sí aportarían novedades claras: bajada de la edad legal para la mayoría de edad y para votar a los 16 años, reconocimiento como derechos sociales constitucionales de algunos actuales principios rectores de la actividad económica como el derecho subjetivo a una vivienda digna, etc. En este sentido, la propuesta del gobierno valenciano es, a la vez, avanzada y ambiciosa, pero también reflejo de consensos sociales que, en mi opinión, están ya bastante desarrollados y generalizados. No sería, ni mucho menos, un mal punto de partida para comenzar a negociar, en serio, una posible reforma constitucional que pudiera aspirar a alcanzar un apoyo muy amplio.
  3. Hacia una democracia avanzada. Otro elemento donde aparece el consenso en cuanto a qué elementos conviene reformar son, como ya hemos comentado, todas las propuestas diseñadas para avanzar en la profundización y mejora de la calidad democrática de nuestras instituciones. En este plano, las propuestas del Consell son también concretas e interesantes, así como expresión de consensos que se han ido construyendo y generalizando en los últimos años, al socaire de la crisis política que hemos vivido: más exigencia de proporcionalidad en el sistema electoral, mejora de las posibilidades efectivas de control parlamentario al gobierno, reconocimiento constitucional de las obligaciones de transparencia, facilidades para la iniciativa popular de reforma legal o constitucional, despolitización de los nombramientos en la cúpula de la justicia (CGPJ y Fiscalía) e introducción de una composición paritaria y reflejo de la pluralidad a todos los niveles (rasgo típico del federalismo) en las instituciones estatales. De nuevo, son propuestas respecto de las que, en cuanto a prácticamente todas ellas, debiera ser posible alcanzar a día de hoy cierto nivel de acuerdo sin demasiados problemas (siempre y cuando no se pretenda llevar las soluciones a un grado de detalle que impida luego la acción legislativa de las mayorías políticas de turno a posteriori). En este sentido, una vez más, la propuesta del Consell es extraordinariamente aprovechable y útil, pues permite disponer de un documento a partir del cual sería sencillo empezar a hablar.
  4. Pasos hacia un federalismo real, más allá de cierto nominalismo actual, como mecanismo para resolver el grave problema territorial actualmente existente en España. Donde la reforma es más valiente, pero sin dejar de transitar por vías que podrían facilitar el consenso, es en materia de reforma territorial. Al igual que la propuesta que firman varios profesores, el Consell del Botànictiene claro que dentro del espíritu de la Constitución de 1978 eran posibles medidas de descentralización mucho mayores que las finalmente alcanzadas, en una línea más ambiciosa que en su momento no tenía por qué ser incompatible con su texto original, pero que a la postre ha sido cegada por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Ante esta tesitura, poder avanzar en esa dirección, algo que se juzga (sensatamente, en m opinión) esencial para aspirar a resolver el conflicto constitucional existente en Cataluña, requiere de una reforma constitucional que apueste claramente por esa posibilidad y por introducir en nuestro sistema rasgos típicamente federales que, más allá de la clásica consideración de nuestro sistema como “el más descentralizado de Europa”, hasta la fecha no han sido posibles en la España de 1978: clara afirmación del principio de subsidiariedad, de modo que todo lo no otorgado al Estado sea competencia autonómica; segunda descentralización en favor de los entes locales a partir de la diversificación institucional que respecto de ellos decida cada Comunidad Autónoma; amplia libertad para la conformación institucional interna de las CCAA; competencias exclusivas y blindadas para las autonomías fuera del listado de competencias federales para el Estado; desaparición de los controles de constitucionalidad asimétricos actualmente existentes en beneficio del Estado; amplia asunción de las posibilidades autonómicas de determinar y mejorar derechos y políticas sociales; competencias autonómicas sobre Derecho civil y lenguas y cultura; establecimiento de mecanismos de participación horizontal ascendente y descendente en el Derecho de la UE; conversión del Senado en una cámara de representación territorial, etc.En realidad, todas estas propuestas, de nuevo, entroncan fácilmente con un consenso académico ya bastante asentado que, por ejemplo, podemos rastrear en los “Informes sobre CCAA” que viene coordinando Eliseo Aja (uno de lo firmantes de la propuesta de reforma de profesores de Derecho público) y no son exóticas en ningún Estado verdaderamente federal. Si en España quisiéramos pasar de la retórica del “Estado más descentralizado del mundo” a una garantía jurídica real de estas posibilidades de diferenciación política y ejercicio de la autonomía por parte de nuestras entidades subestatales de gobierno, el consenso al respecto, dado que el estudio de estas cuestiones está ya académicamente muy maduro, debiera ser políticamente factible. La propuesta del Consell podría ser, de nuevo, una muy buena hoja de ruta para iniciar el debate.
  5. Mejora de la financiación autonómica y constitucionalización de los criterios de reparto y suficiencia. La importancia que recibe este punto en la propuesta del Consell sólo es entendible si tenemos en cuenta hasta qué punto la situación de infrafinanciación de la Comunitat Valenciana es escandalosa y excepcional en el contexto comparado (hay CCAA que reciben hasta casi tres veces los fondos por habitante para sanidad y educación que los que recibe la Comunidad Valenciana, que es el único territorio europeo con una renta per cápita inferior al 90% de la media de su Estado y que, sin embargo, realiza todos los años aportaciones al sistema de solidaridad, transfiriendo recursos a regiones más ricas). Sin embargo, ello no obsta para que las propuestas que se contienen en el documento sean muy razonables. Sin duda, la constitucionalización de los principios de suficiencia financiera e igualdad de las CCAA respecto de sus fondos para servicios esenciales, tal y como propone el gobierno valenciano, supondrían una clara mejora no sólo (que también) para la situación de las finanzas de la Generalitat Valenciana sino, en general, para la seguridad jurídica y financiera de todos los actores (Estado y, sobre todo, Comunidades Autónomas y sus ciudadanos). Además, se apunta en el documento a la necesidad de constitucionalizar parte de las reglas en que se basen los concretos mecanismos de reparto, junto a los mecanismos de participación de los distintos territorios y el Estado, así como los procedimientos para pactar el reparto, sus líneas esenciales y su articulación con las políticas sociales, las necesidades de perecuación y la búsqueda de corresponsabilidad fiscal. En general, no puede decirse que la música suene, tampoco en esta parte de la partitura, nada desafinada.

Si analizamos el documento globalmente, vemos un esfuerzo leal y trabajado, por parte del gobierno valenciano, de colaboración con el Estado para la mejora de nuestro constitucional que es muy de agradecer, tanto más cuanto extraordinariamente necesario a día de hoy. Adicionalmente, hay que poner en valor que el documento identifica bien los ámbitos en que la reforma está madura y sería posible tratar de acometerla, a partir de la articulación de amplios consensos académicos y políticos en su mayoría ya existentes.

Que un documento tan interesante, comprometido y atento a las necesidades del país sea tan excepcional (porque ningún otro órgano o institución ha hecho un esfuerzo semejante), y que haya pasado prácticamente inadvertido (porque el debate en España no parece atender en exceso a estas cuestiones, y menos aún si provienen de un “mero” gobierno autonómico como el valenciano), es muy probablemente uno de los más claros síntomas de la pobreza y verticalidad de la discusión pública en España. Ignoro si a la postre habrá o no reforma constitucional. Pero es claro, visto lo visto, que mucho han de cambiar las cosas para que, si se ésta finalmente se produjere, lo vaya a ser como resultado de un proceso dialogado y participado y no producto directo de un pacto de elites que luego se difunda y avale por el resto de actores implicados. Porque, al menos hasta la fecha, es claro que ni la grave situación política e institucional del país ni la existencia de esfuerzos muy meritorios como éste que hemos comentado y que se ha realizado desde las instituciones valencianas han sido acicate suficiente para que este debate sea tomado en serio por quienes deberían estar más que obligados a vehicularlo. Es una verdadera pena porque, sinceramente, creo que a pocos españoles informados les puede parecer que una Constitución española que incorporara todas las reformas que propone el Consell de la Generalitat valenciana en su documento no sería bastante mejor que la actual.

(Publicado inicialmente en los Arguments de el diario.es/CV con una introducción general aquí omitida

Anteriores entradas de la serie:

Serie Propuesta de reforma constitucional (1): «Ideas para una reforma de la Constitución» de Muñoz Machado et alii

Serie Propuesta de reforma constitucional (2): La propuesta del gobierno valenciano



Serie Propuesta de reforma constitucional (1): «Ideas para una Reforma de la Constitución» (a propósito de la propuesta de Muñoz Machado et alii)

Ayer varios juristas dedicados a la Universidad, compañeros de Derecho administrativo y Derecho constitucional, presentaron la que quizás es la primera propuesta de reforma constitucional «con cara y ojos», esto es, suficientemente clara en sus formulaciones e ideas-fuerza como para que podamos comentarla, y criticarla, con un mínimo fundamento. Los medios de comunicación han dado, por lo demás, un amplio tratamiento a la puesta de largo de la misma (la presentación de la propuesta es, por ejemplo, portada de la edición de hoy de El País), lo que quizás avala la intuición de que hay no poca necesidad social de empezar a hablar del tema de verdad. De que, como diría aquél, ya es hora de tomarnos la reforma constitucional en serio.

Estas Ideas para una Reforma de la Constitución, que pueden encontrarse aquí en su integridad, están colectivamente firmadas por Santiago Muñoz Machado, Eliseo Aja, Ana Carmona, Francesc de Carreras, Enric Fossas, Víctor Ferreres, Javier García Roca, Alberto López Basaguren, José Antonio Montilla Martos y Joaquín Tornos. Da la sensación, leído el texto y vistas las crónicas del evento, de que hay cierto protagonismo de Muñoz Machado liderando el grupo, no sólo porque figure como primer firmante (alterando el orden alfabético en que aparecen los demás) del texto o por su activismo reciente lanzando propuestas de reforma constitucional o comentarios sobre la cuestión catalana (como el reciente monográfico de El Cronista de El Estado Social y Democrático de Derecho, donde yo mismo realicé una modesta cronología del conflicto en sus planos jurídico y político), sino porque en muchas de las propuestas y líneas marcadas por el documento se atisban con claridad ecos de reflexiones y propuestas de reforma ya contenidas en su Informe sobre Españacon algunos de los matices y añadidos que aparecían en su libro posterior sobre Cataluña y las demás Españas (o quizás esto se debe a que mi juicio está contaminado por esas lecturas y reflexiones y veo relaciones donde a lo mejor no hay tales). En todo caso, creo que sí resulta interesante releer tanto los textos contenidos en ambas obras como las críticas que en su momento se les pudo hacer a efectos de entender algunos de los elementos de la propuesta o de intuir algo de su trasfondo y posible desarrollo. Más allá de ese posible origen, la propuesta, no obstante, es si cabe más potente políticamente de lo que eran esas obras y se ve sin duda muy enriquecida por venir completada por otros colegas, de más que notable trayectoria y profundidad analítica, primeros especialistas todos ellos, además, en algunas de las cuestiones que más desarrolla el documento. En definitiva, la propuesta es realizada y presentada por un grupo cuya relevancia hará, no me cabe duda, que algunas de las líneas marcadas por el documento articulen buena parte del debate político que sin duda tarde o temprano vendrá sobre esta cuestión.

Por esta razón, resulta interesante, a mi juicio, ubicarlas también jurídicamente, y comentarlas un poco desde ese plano, siquiera sea brevemente y de forma muy sumaria, aprovechando su presentación. Los contenidos del documento son muchos, pero me voy a centrar en los que, al menos a mi entender, constituyen sus líneas esenciales en cuanto a propuestas concretas de cambio, más allá de otras interesantes y lúcidas reflexiones que contiene el texto. Éstas creo que pueden condensarse en:

  • Una propuesta de nueva redelimitación de las competencias entre el Estado y las CCAA en la Constitución, que parece esencialmente destinada a garantizar y asegurar la posición jurídica del Estado y que por ello se completa atribuyéndole más margen de maniobra en situaciones de conflicto competencial (empleando también algún mecanismo jurídico adicional para acabar de completar este efecto);
  • Diseño de un nuevo modelo de Senado, de naturaleza más ajustada a la que es propia de los sistemas verdaderamente federales de reparto del poder.
  • Tratamiento del hecho diferencial catalán dentro de los marcos ya conocidos, propios de la Constitución del 78, aunque abriendo la posibilidad de que una Disposición Adicional específica recoja algunas singularidades catalanas, lo que se completa con la necesidad de recuperar algunas de las novedades en su día contenidas en el malogrado Estatuto de Cataluña de 2006 que fueron expulsadas de nuestro ordenamiento jurídico por la STC 31/2010.
  • Negativa a considerar como posible dentro del orden constitucional de 1978, y tampoco conveniente al hilo de una posible reforma del mismo, la realización de un referéndum sobre la permanencia en España (o como España) de partes del territorio nacional. La pregunta a los catalanes sobre su comodidad o no dentro del pacto constitucional se ha de realizar, a juicio de los proponentes, al hilo de las reformas constitucionales y estatutarias que se puedan suceder, pero no cabría preguntar a la población sobre la cuestión más allá de en estos casos (en que se realizaría de forma, como es obvio, indirecta).

1. Redelimitación de las competencias entre Estado y Comunidades Autónomas

Quizás por deformación profesional, o por falta de gusto por la épica nacional y la retórica al uso, me parece relativamente poco importante que los Estatutos de Autonomía se llamen así o pasen a denominarse «Constituciones», que las Comunidades Autónomas puedan ser consideradas a partir de un momento dado como «Estados» o que la Nación sea Una, Trina o Plurinacional y Pluscuamperfecta. En cambio, me resulta más interesante y creo que es la verdadera clave de todo sistema de ordenación territorial del poder el concreto reparto del mismo que detrás de estas denominaciones se pueda esconder. Algo que, inevitablemente, pasa por la identificación (más o menos precisa y acertada, dentro de lo posible) de los ámbitos específicos en que el poder central y los entes territoriales tendrán reconocida capacidad efectiva para actuar y adoptar decisiones, articulando políticas propias. En este sentido, el informe considera urgente «clarificar» el reparto competencial en su §15. Para los autores de la propuesta, un elemento muy negativo del actual sistema es la supuesta inconcreción del reparto realizado por el art. 149.1 CE, así como la escasa claridad en la delimitación de las competencias compartidas bases-desarrollo, que han llevado, a su juicio, a que primero las CCAA se excedieran a la hora de regular pero también a que en la actualidad veamos una  «expansión ilimitada de dichas bases hasta agotar el Estado la regulación de materias de competencia autonómica». Todo ello con el añadido de que, a la postre, quien inevitablemente tiene la última palabra sobre quién es o no competente en cada caso y ante cada concreto conflicto acaba siendo, a la postre, siempre el Tribunal Constitucional. Para solucionar estos problemas su propuesta es sencilla:

(§15): Para superar este modelo podría plantearse la constitucionalización del reparto sobre la técnica federal clásica que fija en la Constitución las competencias que corresponden al Estado (Federación) y deja las restantes a las Comunidades Autónomas (Estados, Länder), sin perjuicio de algunas cláusulas generales, como la prevalencia, que reduzcan la conflictividad actual (art. 148, 149 y 150 CE). Una mayor concreción constitucional del reparto garantiza su estabilidad y, por ende, la seguridad jurídica.

A mi juicio, en un asunto tan nuclear como éste, donde en la práctica se acaba jugando la partida clave sobre qué es de verdad la autonomía de nuestras entidades subestatales y cuáles son sus posibilidades y límites, resulta difícil ver en la propuesta transcrita una mejora de fuste respecto de lo que ya nos ofrece la Constitución. En la práctica, el sistema del 149 CE ya funciona, de facto, y así viene siendo desde hace años, con la técnica federal arriba señalada. Las innumerables sentencias del Tribunal Constitucional que tenemos en materia de competencias, y que con cada vez más frecuencia en las dos últimas décadas invalidan normas autonómicas sin cuento, no lo hacen porque las CCAA hayan regulado esas cuestiones sin tener base competencial por no haberlas asumido en sus Estatutos, sino porque al hacerlo han invadido competencias que el TC entiende reservadas al Estado por formar parte de la interpretación de los contenidos del 149.1 CE que en cada momento realiza el propio órgano (o, alternativamente, de lo que en cada caso entiende como materia «básica» en las competencias compartidas). No acierto a ver ni las diferencias mínimamente relevantes con la situación actual que se derivarían de la propuesta ni tampoco logro entender en qué medida puede decirse que nos falte a día de hoy una lista «concreta» de competencias estatales en la CE.

En fin, por concretar mi posición, y a pesar de que soy consciente de que hay muchos partidos políticos españoles llevan años argumentando que hace falta una reforma constitucional que establezca tal lista, me parece complicado persuadir a nadie que lea con detenimiento el mencionado precepto de que ésta no existe ya. Cuestión diferente es que la lista en cuestión no guste. O que no se comparta cómo la interpreta, una vez ya existe, el Tribunal Constitucional. Por ejemplo, a los redactores del Estatuto catalán no les satisfacía cómo se estaba interpretando (expansivamente) el 149.1 CE y pretendieron «blindar», sin éxito, una lectura del mismo que dejara mucho más espacio a la acción autonómica. Algo que la STC 31/2010 se encargó de dejar claro que en modo alguno vinculaba al Tribunal Constitucional, desbaratando toda pretensión de blindaje. Del mismo modo, sería posible tratar de rectificar la lista actual, ampliando competencias estatales o restringiéndolas, intentando poner coto a lo que se considera «básico» o, por el contrario, dándole más recorrido. Todo ello se puede intentar, pero a la postre en ninguno de esos supuestos estamos negando que haya una lista, sino que no nos gusta cuál sea ésta o, las más de las veces, simplemente cómo se interpreta.

Pues bien, y respecto de esta cuestión, ¿en qué sentido opera a la postre la propuesta presentada? Lo cierto es que resulta fácil decirlo, dado que no aparece de forma clara y taxativa un juicio sobre la conveniencia de ir hacia un lado o hacia otro, pero lo que no da la sensación en ningún momento es de que al pedir mayor claridad se esté abogando por restringir o limitar las competencias estatales (en este sentido me guío, dado que la propuesta es modesta a la hora de aclarar este punto, por lo que por ejemplo ha venido publicado Muñoz Machado en su obra previa, arriba reseñada, muy coincidente en lo esencial con los planteamientos que ha acabado reflejando la propuesta). Tampoco la mención expresa a la importancia de la cláusula de prevalencia del Derecho estatal va en la dirección de garantizar un mayor ámbito de autonomía a las Comunidades Autónomas, sino más bien al contrario. A cambio, sí parece que los proponentes estiman excesivo el desarrollo de las competencias básicas estatales que hemos visto en los últimos tiempos, aceptado por el Tribunal Constitucional con entusiasmo, y que son conscientes del problema político que crea y hasta qué punto coarta el efectivo ejercicio de una autonomía política real, con las consecuencias vistas en Cataluña en forma de progresivo desapego de parte de la sociedad catalana a medida que se suceden las anulaciones de normas acordadas por sus representantes democráticos sobre las más variadas cuestiones. Para afrontar este problema proponen una solución imaginativa y civilizada, más procedimental y política que jurídica, en forma de sistema de delimitación de lo básico en el que el Estado habría de recabar, al menos, la opinión de las CCAA antes de aprobar las normas correspondientes. No tengo muy claro que el sistema pueda servir de efectivo límite a la expansión de las mismas, en las coordenadas políticas e institucionales de la España actual, pero algo es algo. Al menos, se identifica el problema en sus justos términos (problema que sigue sin ser asumido en muchos foros políticos aún a día de hoy, donde se cultiva la especie de un supuesto caos legislativo en España por culpa de la manga ancha con la que se consiente que las CCAA metan mano en casi cualquier materia con ligereza y sin constreñimiento alguno) y se trata de proponer una solución que muy probablemente funcionaria en un contexto en que todos los actores (y especialmente el Estado y el Tribunal Constitucional, que a fin de cuentas son quienes seguirían teniendo la sartén por el mango) se tomaran en serio eso de la lealtad federal. He ahí también, como es obvio, su mayor debilidad.

En todo caso, lo que sí resulta difícil, por no decir imposible, es pretender que el Tribunal Constitucional deje de ser el árbitro de estos conflictos. Es, sencillamente, inevitable que lo sea. Y, a la postre, su actuación no puede sino depender de los equilibrios políticos que determinan su composición y condicionan su trabajo. Sólo con un Tribunal con otra cultura federal y quizás con otra composición (en otra parte de la propuesta sus autores, muy sensatamente, hacen referencia a la necesidad de asumir que tenemos un problema de efectiva representación de las diversas sensibilidades territoriales en el órgano y que se habría de actuar cambiando cosas también ahí) se puede lograr que un esquema como el planteado funcione. Porque a la postre, y tanto con el actual texto de la Constitución como con cualquier otro que podamos tener sustituyendo al actual listado del art. 149.1 CE, la interpretación que haga el Tribunal de los títulos competenciales estatales siempre puede ser más generosa o menos, desentendiendo estos equilibrios y su visión como órgano federal o no. Por ejemplo, su más reciente doctrina, que no tiene visos de que vaya a cambiar en un futuro próximo, que da cada vez más y más poder al Estado por medio de una serie títulos competenciales horizontales (1491.1.1ª, 149.1.13ª, 149.1.14ª…) que permiten actuar sobre prácticamente cualquier materia, bien para proteger la igualdad de los ciudadanos, bien para garantizar la estabilidad económica o el equilibrio presupuestario, en lo que constituye el hit más potente de su reciente jurisprudencia, tiene un cariz recentralizador indudable cuyos efectos han permitido una mutación constitucional de nuestro sistema de gran profundidad (que explica en gran parte el Estatuto de Cataluña de 2006 como respuesta, fallida, a una dinámica constitucional que, además, desde 2010 no ha hecho sino acelerar). Pero, y es relevante recordarlo, esa mutación no ha necesitado de ninguna reforma, sino simplemente de un Tribunal cómodamente asentado en visiones cada vez más centralistas, apoyadas por los grandes partidos políticos que nombran a sus miembros y, a su vez, determinan también la evolución de la legislación básica del Estado. No se ve (o, al menos, yo soy incapaz de ver) cómo a partir de la propuesta de reforma presentada pueda contenerse, limitarse o controlarse esta evolución.

No me da la sensación, pues, y a fin de cuentas es uno de los elementos esenciales (si no, directamente, el elemento nuclear central) con el que será juzgada desde Cataluña cualquier propuesta de reforma constitucional, que con la presentada sea sencillo que se acaben deduciendo ni un mayor espacio para la acción autonómica, ni una mayor garantía de sus competencias, ni tampoco un mecanismo de contención de la conflictividad caso de que el Estado siga haciendo un uso generoso, y políticamente avalado por amplias mayorías políticas, de sus competencias horizontales para predeterminar con exhaustivo detalle prácticamente toda acción autonómica, incluso dentro del ámbito de sus supuestas competencias.

2. Un Senado federal

Mayor concreción tiene la propuesta a la hora de perfilar una reforma de la Cámara Alta que la convertiría en un Senado de tipo federal semejante al Bundesrat alemán. Lo que no se puede decir de la misma en este punto, eso sí, es que sea particularmente novedosa u original. Lo cual no es un defecto, sino una virtud, pues muestra que ha recogido, y bien, lo esencial de las muchas propuestas que se han venido haciendo sobre estas cuestiones por parte de muchos académicos desde hace ya muchos años. Y es que desde hace al menos dos décadas no son pocos los juristas que han venido proponiendo una reforma de este tipo y fundándola en muy buenas razones (por ejemplo, reiteradamente y con un estudio constitucional cuidadoso, lo ha hecho Eliseo Aja, uno de los firmantes, en obras como los Informes sobre CCAA que dirige desde los años 90). Básicamente, se suele apuntar, con toda la razón, que el Senado español no cumple otra función que duplicar innecesariamente debates que, por ya producidos en el Congreso, no tienen en la práctica relevancia alguna, mientras que por estar dedicado a y diseñado para ello no aporta nada a la hora de articular efectivamente el debate en clave territorial. Sirva a estos efectos de ilustración el reciente ejemplo proporcionado por la aplicación del 155 CE, que tantos comentaristas nos han recordado que es «sustancialmente idéntico a su equivalente alemán» (el art. 37 de la GG). Lo cual es, cómo no, cierto. Sin embargo, también lo es, y en cambio no se ha comentado tanto, que el órgano que autoriza al gobierno la adopción de las medidas correspondientes es totalmente distinto en España (una cámara parlamentaria que replica al Congreso pero, además, con un sesgo mayoritario considerable) y en Alemania (un consejo donde están representados los gobiernos de los diferentes Länder a partir de una lógica política intergubernamental y donde las mayorías pueden ser muy distintas a las del parlamento, como de hecho es frecuente que ocurra y, por ejemplo, habría sido el caso en España para decidir la aplicación del 155 si el Senado hubiera tenido esa estructura). Es decir, que por su propia composición, los debates y la toma de decisiones son diferentes, porque los actores son otros y operan en otro plano. En España, en cambio, la capacidad efectiva de interlocución, debate, parlamento o acuerdo de las CCAA fue y es inexistente en este y cualquier otro proceso. ¡Ni siquiera Cataluña y sus instituciones tuvieron nada que decir! Más allá de este caso concreto, pero que ilustra a la perfección el hecho de que, con la única diferencia de las mayorías políticas, que decida el Senado es políticamente equivalente a que lo haga el Congreso, sin aportar nada más, es obvio que no tenemos una segunda cámara que complete, y aporte una visión territorial diferenciada a, lo que decide la primera. A juicio de los proponentes, por ello, habría que modificar nuestro Senado para «federalizarlo», lo que permitiría suplir una de las grandes carencias de nuestro sistema constitucional:

(§17): En cambio, la función principal que puede corresponder a un Consejo territorial como el alemán es facilitar la participación de los territorios en las decisiones princi- pales del Estado y permitir la coordinación de éste con las Comunidades al máximo nivel de decisión. Justamente, cubrir la gran deficiencia del sistema autonómico: la falta de un sistema coherente de gobierno que relacione a las Comunidades Autónomas entre sí y no sólo a cada Comunidad con el gobierno central, como ha sucedido hasta ahora.

Se trata, sin duda, y como ya se ha dicho, de una reforma necesaria. La crítica de los proponentes es justa; su solución, sensata. Ahora bien ,y siendo importante una mejora de la coordinación y que exista un espacio de comunicación estable y funcional Estado-CCAA y de las CCAA entre sí (máxime si, además, se lograra que fuera una cámara que permitiera un efectivo trabajo común, esto es, si también se diseñara como órgano de trabajo y no sólo de discusión), esta reforma no deja de ser una mejora institucional indudable pero relativamente menor si de resolver (o aspirar a conllevar algo mejor) la «cuestión catalana» se trata. Al menos, menor a la vista de los retos existentes en estos momentos. La prueba, creo, es que todas estas propuestas son muy anteriores a que los mismos aparecieran, vienen del siglo XX y tienen que ver con problemas de diseño y funcionamiento institucional que, aunque importantes, qué duda cabe, no inciden sobre la almendra del lío constitucional y político que tenemos montado: cuál habría de ser la óptima distribución del poder efectivo de Estado y CCAA y, en declinación de la misma, hasta dónde habrían de llegar los perímetros del autogobierno catalán.

Contrasta, a estos efectos, la extensión con que se analiza este problema y la concisión con la que se desarrolla, en cambio, cómo habrían de constitucionalizarse los principios esenciales del modelo de reparto y de financiación autonómica (§18) . Y es que si hay algo que se refiere al poder efectivo esta cuestión es, junto al reparto de competencias, la de la financiación del ejercicio del mismo. En el fondo la propuesta es prudente en este punto muy probablemente porque, inteligentemente, saben que aquí sí hay lío. Lo hay porque es un asunto mucho más nuclear que la reforma del Senado desde la perspectiva de hacer frente a la actual crisis constitucional actual. Los proponentes, con mucha concisión, y concretando poco por ello, apelan a la necesidad de la solidaridad y la corresponsabilidad, pero sin ninguna propuesta novedosa más allá de la apuesta por recuperar la ordinalidad que ya contenía la propuesta de Estatuto catalán de 2006 y que nunca llegó a ver la luz como mandato jurídico en nuestro ordenamiento, pero que forma parte de las bases del modelo alemán decantado poco a poco, sentencia a sentencia, por el BVerfG alemán. Sinceramente, creo que a estas alturas cualquier propuesta de reforma constitucional que pretenda ser viable ha de afrontar con más detalle este elemento, que es a día de hoy mucho más importante para todos los actores (y también para los ciudadanos) que cualquier reforma institucional del Senado. Y no sólo para vascos (aunque la «pax constitucionalis» vasca tiene mucho que ver con el trato que reciben en este punto, como a nadie se escapa) o catalanes (por mucho que es sabido que un buen pacto fiscal a tiempo habría quizás evitado muchas cosas) sino para el conjunto de los españoles y para otras muchas regiones donde las lacerantes desigualdades existentes, y su constitucionalización en forma de cupos, privilegios varios y asimetrías escandalosas, requieren de una reforma mucho más urgente que cualquier modificación, por eficiente y razonable que sea, del funcionamiento de cualquier institución. Ocurre, eso sí, que lograr un acuerdo sobre la misma es mucho más complicado que sobre la reforma del Senado donde, a estas alturas, hay un acuerdo casi general, bien reflejado en la propuesta.

3. Sobre el federalismo ¿asimétrico? de la propuesta  y su apuesta por realizar ciertas «concesiones» para atraer a la población catalana al pacto constitucional 

La propuesta realizada por los juristas que presentan el documento que venimos comentando tiene también claro que es preciso, más allá de estas mejoras técnicas más bien poco «sexys» en términos de su traslado a la opinión pública (como puedan ser delimitar competencias o cambiar la naturaleza del Senado), ofrecer alguna renovación del pacto constitucional que apele a las reivindicaciones de parte de esa mayoría social catalana que, en número creciente, se ve tentada por el independentismo como única vía factible para sentirse mínimamente reconocida en sus aspiraciones de mayor autogobierno si éste no es viable dentro de la Constitución española. La cuestión es cómo hacerlo contentando a la vez a estos catalanes pero sin quebrar nociones básicas de igualdad inherentes a cualquier pacto de convivencia nuclear a la idea de nación, que suele partir del supuesto de que los ciudadanos que la componen son iguales en derechos y deberes, sin que unos puedan ser más que otros (de la insatisfactoria forma en que este fundamento de la soberanía nacional se da en la España de 1978 ya hemos hablado otras veces).

El informe, que es firmado también por quien es uno de los mayores expertos en el análisis jurídico de los «hechos diferenciales» en nuestro país (por no decir directamente el mayor de ellos en el Derecho público español, Juan Antonio Montilla Martos), es bastante prudente en este sentido y parece seguir la que ha sido la posición tradicional de este autor, coherente con un modelo de ¿federalismo? ¿autonomismo? en todo caso simétrico: hay hechos diferenciales que se presentan a partir de razones objetivas y a ellos hemos de atenernos… reconociéndoselos a todos aquellos que compartan los rasgos o cualidades que dan origen a los mismos. Sin embargo, y tras esta afirmación inicial, parecen apostar también por la introducción de ciertas asimetrías en favor de Cataluña, aunque las mismas queden por concretar y se vuelva a apelar a la necesidad de que se fundamenten en «justificaciones objetivas»:

(§20): En este sentido, algunos miembros del grupo han sugerido la incorporación de una Disposición Adicional específica para Cataluña en la que se aborden las cuestiones identitarias, competenciales y de relación con el Estado. Esto permitiría reconocer la singularidad de Cataluña sin necesidad de modificar el art. 2 de la Constitución y simplificar el procedimiento en cuanto no se modifica el marco constitucional común sino que se establece un régimen jurídico singular. No obstante, cualquier solución aceptable para Cataluña debe serlo para el resto de Comunidades, a partir del reconocimiento por todos de la diversidad de España. Para ello resulta importante que los tratamientos diferenciados puedan sustentarse en justificaciones objetivas.

Otra posibilidad también planteada es que esa Disposición Adicional remita al Estatuto la regulación de determinadas cuestiones, en una enumeración que debe contenerse en la propia Constitución.

Esta exposición es bastante representativa de un estado de opinión que, en los últimos tiempos, parece ir gozando de creciente predicamento, al menos, en parte de las Españas. Sorprendentemente, o no tanto, gusta a sectores de la sociedad catalana (que verían compensado que su autogobierno no fuera a la postre tan ambicioso como algunos querrían con el hecho de que, al menos, tendrían más que otros territorios del país)… y también en núcleos más o menos cercanos al poder político estatal radicado en Madrid, desde donde se emiten cada vez más mensajes en este sentido (quizás porque se percibe como una posible solución que permitiría zanjar el problema «conservando territorio» aunque sea a costa de tener que compartir algo más de lo deseable ciertos poderes y privilegios asociados a los mismos). Es, sin embargo, si nos fiamos por lo que expresan líderes políticos y sociales de otras regiones y CCAA, mucho menos popular en el resto del país, donde se ve con escepticismo que puedan existir posibles diferenciaciones adicionales a las ya existentes que se basen en «justificaciones objetivas».

Es más, en el resto del país es cada vez más difícil explicar la persistencia de alguna de las diferencias y asimetrías todavía aceptadas por el «constitucionalismo» defensor del statu quo y que fueron blindadas por la Constitución en 1978 con base en la Historia (o en una cierta lectura de la misma) y en el arrastre tradicional, plasmadas en forma de cupos económicos que distorsionan el reparto de recursos y causan graves quiebras de equidad o en soluciones tan curiosas como que la posibilidad de que las CCAA tengan o no competencias en materia civil dependa de que el régimen franquista tuviera a bien ofertar a esa región una codificación por circunstancias y avatares, a veces, sólo dependientes de la casualidad o el mero voluntarismo de algunos. Todo lo que sea ahondar en esa vía, e introducir más diferenciaciones, aunque se busque para cada una de ellas alguna «razón objetiva» como las que fundamentan diferencias económicas o respecto de las capacidades de codificación civil, está llamado a causar más problemas que a solucionar los ya existentes, al menos, en mi modesta opinión (que viene, hay que señalarlo porque supongo que genera un inevitable sesgo, de la periferia española a la que se otorga la financiación per cápita más baja de todo el Estado, siendo contribuyentes netos al sistema a pesar de ser una región pobre y a la que se ha negado reiteradamente por el Tribunal Constitucional la posibilidad de legislar en materia civil por mucho de que amplísimas mayorías parlamentarias y estutarias así habían acordado hacerlo).

Pero, incluso si se tratara de apelar a diferenciaciones historicistas y si aceptáramos esa lógica tan cara a la Constitución del 78 de entender como «objetivas» razones basadas en exhumar viejos cadáveres jurídicos, es obvio que podría hacerse mejor y de manera más integradora. Llama la atención que, por ejemplo, puestos como digo a seguir esa lógica, se pretenda o se conciba la introducción de excepciones sólo para Cataluña cuando podría aspirarse a resolver algunas de sus demandas de modo que se permitiera también ampliar opciones para otros. Así, una opción flexibilizadora podría pasar por asumir lo que en algún otro texto Muñoz Machado ha llamado «tradición pactista de la Corona de Aragón» y aceptar diferencias institucionales, en la línea de las que contenían los viejos pactos y modelos forales que amparaban su diferenciación institucional (que la CE78 ya ha actualizado para el País Vasco y Navarra). Pero, en tal caso, ¿por qué ceñirla sólo a Cataluña? Puestos a aceptar una nueva Disposición Adicional, ¿por qué no incluir en la misma, por ejemplo, también al resto de territorios que compartieron esta misma tradición para, y es una mera posibilidad pero cuya exploración podría resultar  interesante, permitirles cierta diferenciación institucional y mayor margen regulatorio también a todos ellos si así lo quisieran? En este sentido, hay ya alguna propuesta realizada desde Valencia de aprobación de una DA para la actualización dentro de la Constitución de algunos elementos compartidos por todos los regímenes forales de la Corona de Aragón que permitiría abrir puertas a ciertos experimentos jurídico-constitucionales con Cataluña, si la población de allí mayoritariamente lo desea, pero también daría esa opción, modulada según sus respectivas preferencias, a los ciudadanos de las Islas Baleares, País Valenciano o Aragón.

Y, por último, si otras regiones de España expresaran su deseo de ir también, en todo o en parte, con mayor o menor ambición, por ese mismo camino de la diversificación institucional y la profundización en el autogobierno, ¿en serio la lógica de la Constitución española para aceptarlo o no ha de continuar siendo una pseudo fundamentación histórica? Personalmente, me gustaría mucho más (y creo que a medio y largo plazo sería más útil para resolver nuestros problemas, la verdad) un modelo simétrico donde la diferenciación institucional y competencial dependiera, sencillamente, de la voluntad expresada por los ciudadanos de cada territorio (que no tiene por qué ser la misma, siempre y cuando el sistema esté diseñado de tal forma que obligue a internalizar, como debe ser, tanto los beneficios de estas decisiones… como sus posibles costes).

En otro orden de cosas, pero relacionado con este punto en la propuesta, pues se trata de otra forma de hacer «guiños» a la población catalana, sí resulta muy interesante que los autores de la misma tengan tan clara la necesidad de recuperar algunos de los contenidos del malogrado Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006:

(§21):Es el caso del reconocimiento de la participación autonómica en las decisiones del Estado, tanto en el ejercicio de competencias estatales (comisión bilateral, informe previo), como en la designación de integrantes de órganos constitucionales (Tribunal Constitucional y Consejo General del Poder Judicial); a la inclusión de principios en el sistema de financiación autonómica; a la organización federal del poder judicial; a la definición constitucional de las diversas categorías competenciales (exclusivas, básicas, de ejecución) de forma que se respete el espacio competencial autonómico o a la flexibilización de la organización del territorio (veguerías).

Se trata de un planteamiento absolutamente razonable e inteligente, que demuestra hasta qué punto la STC 31/2006, en su innecesario «talibanismo constitucional», provocó un problema jurídico y político donde no tendría por qué haberlo habido. Muchas de las cosas que anuló habrían podido ser perfectamente asumidas y, de hecho, sería bueno que se integraran en el futuro en la Constitución abriendo posibilidades no sólo a Cataluña sino también a otras CCAA, como bien señalan los autores de la propuesta. Y ello va desde los principios en materia de financiación (la ordinalidad, por ejemplo, aparece de nuevo como una solución ponderada a la vista del ejemplo comparado) y fiscalizad propia, a la organización del poder judicial, o a la posibilidad de que cada CCAA tenga margen para adaptar su organización institucional interna a su gusto. Esta parte es, a mi juicio, la más interesante y valiente de la propuesta, aunque esté poco desarrollada y deba aún ser muy concretada y perfilada. Pero lo es (valiente y necesaria), y hay que agradecerlo mucho, porque apunta en una dirección más que interesante: asumir que la reforma catalana de 2006 respondía a la detección de problemas reales de nuestro sistema constitucional, y que contenía muchas y muy buenas ideas para afrontarlos que podrían ser positivas para arreglar al menos algunos de ellos, no sólo en beneficio de Cataluña sino de todos los territorios de España. Más allá de los que son mencionados por los autores de la propuesta, que ya de por sí supondrían una transformación con una indudable profundidad del actual Estado español, podrían proponerse incluso algunos otros caso de que efectivamente esta vía quedara abierta. En todo caso, y como habrían de ser perfilados y concretados más en el futuro, tendremos ocasión de comentarlo con más detalle en próximos posts. Quede dicho aquí simplemente, y de momento, que en este punto, y aunque quede quizás un poco disimulado en medio de otras aportaciones de la propuesta y pueda pasar inadvertido, hay que reconocer a los autores que abren un camino interesantísimo. Ojalá los partidos políticos españoles mayoritarios se atrevan a recorrerlo.

4. Referéndums y consultas, sólo para validar reformas, pero no para preguntar sobre la independencia

Por último, la propuesta se pronuncia sobre la conveniencia de permitir dentro de la Constitución, o por medio de una reforma que así lo prevea, que los catalanes (o los ciudadanos de cualquier otra región de España) puedan votar en referéndum sobre si desean o no seguir siendo parte de España. Los autores de la misma son tajantes en su negativa a considerar esta opción. A su juicio, ni se puede a día de hoy  realizar un referéndum de esa índole ni es conveniente que algo así pueda producirse en el futuro (se atisban aquí ecos de posiciones como las que ha venido defendiendo recientemente Muñoz Machado en esta materia, quien viene señalando que es estructuralmente imposible aceptar dentro de una Constitución un referéndum que pueda conducir a la disolución del demos que es el soporte mismo del pacto constitucional en cuestión). Como Dios aprieta, pero no ahoga, los ciudadanos, y lógicamente también los catalanes, sí podrán expresarse de alguna manera pero, eso sí, sólo cuando se vote la reforma constitucional en referéndum, o bien a la hora de aprobar (o no) un hipotético nuevo estatuto de autonomía (llámese como se quiera) adaptado a la misma. Empero, eso sí, sólo en esos casos y en ningún otro:

(§22). Una última cuestión, aunque no la menos importante, es la relativa a la aspiración mantenida, según las encuestas de opinión, por muchos catalanes, de votar en un referéndum para expresar su voluntad sobre una nueva articulación de las relaciones de integración de Cataluña en el Estado. Esta aspiración no tiene un cauce viable a través de una consulta sobre la independencia, como hemos constatado al inicio de este documento. Pero es posible (e incluso constitucionalmente preceptivo) una consulta sobre una ley de Cataluña que adapte el Estatuto, lo reforme y mejore.

A mi juicio, como he tenido ocasión de explicar y escribir en no pocas ocasiones, no creo que hubiera problema alguno en poder aceptar con naturalidad un referéndum de estas características a partir de una lectura liberal y democrática de cualquier pacto de convivencia constitucional (e, incluso, de la propia Constitución de 1978, por mucho que es obvio que ésta no es a día de hoy la opinión de nuestra doctrina mayoritaria ni de nuestro Tribunal Constitucional). No creo que admitir con normalidad esta posibilidad plantee serios problemas de convivencia, ni mucho menos jurídico-constitucionales, sino más bien al contrario: a la vista está que los efectos de no permitirlo no han sido precisamente saludables ni para la convivencia ni para la legitimidad de nuestro orden constitucional, necesitado de urgentes reformas por las heridas autoinfligidas por esta interpretación rígida y un punto demófoba del mismo. En todo caso, y como es obvio, no deja de ser ésta una cuestión de opinión y, por ende, muy subjetiva. Lo que sí creo una afirmación más fácilmente objetivable es que no permitir una consulta de estas características conlleva eliminar la posibilidad de jugar una carta simbólica de mucha potencia que se podría emplear para facilitar aunar voluntades y consensos para una futura reforma a un coste, en mi modesta opinión, relativamente bajo. De una forma u otra, si la ciudadanía está descontenta, en una democracia siempre tiene vías, afortunadamente y por muy indirectas que éstas puedan ser, para hacerlo saber. Cegar la más clara y directa sólo recrudece los conflictos y las dificultades. Abrirla, por el contrario, y más tras todo lo que hemos vivido en tiempos recientes, permitiría dar mucha legitimidad a un hipotético nuevo pacto constitucional que la asumiera con normalidad como lógico cauce de expresión a la voluntad democráticamente expresada de los ciudadanos sin la que cualquier pacto constitucional no deja de ser letra muerta (o algo peor, si ha de ser mantenido con vida por mecanismos alternativos sobre los que mejor no extendernos).

5. Una valoración, rápida y tras una primera lectura, global de la propuesta

En primer lugar, hay que agradecer a los autores de la propuesta su esfuerzo y su contribución. Como decía al principio, es la primera de este tipo verdaderamente trabajada, seria, concreta, que se realiza con sinceras aspiraciones de abrir el debate y que, no me cabe duda, va a ser por ello merecidamente importante para articularlo en en futuro próximo. Cuestión distinta es que pueda servir para resolver el problema a día de hoy planteado. Para lograrlo habría de ser capaz, a la vez, de resultar admisible para los «constitucionalistas» españoles más empáticos con el actual statu quo pero logrando convencer a una mayoría de catalanes de que supone un avance e incorpora mejoras suficientes como para respaldarla.

A estos efectos, y en mi modesta opinión, hay partes que deberían ser fácilmente admisibles para las visiones más «estatalistas».  Éstas son curiosamente (o no, porque es donde resulta más sencillo trabajar e ir sentando bases a partir de las cuales lanzar el debate y tratar de articular posteriores consensos más ambiciosos) las más desarrolladas en la propuesta: la «redelimitación» de las competencias (con pinta de ligera centralización y un punto un tanto cosmético a la hora de vender que limitaría la conflictividad), dado que en el fondo tampoco cambiaría tanto la cosa; y la reforma del Senado (con ese modelo federal de inspiración alemana que tanto consenso genera entre juristas), porque es algo ya muy madurado a estas alturas por parte de académicos, fuerzas políticas y opinión pública. Sin embargo, es justamente este carácter más o menos limitado de lo que son sus propuestas más perfiladas que hace fácil su admisibilidad para un sector lo que en mi opinión convierte en dudoso que sólo con ellas se pueda lograr convencer a una mayoría sustancial de la población catalana de que estamos ante un cambio con una mínima profundidad. Hace falta, pues, algo más.

Un segundo grupo de reformas son las que en el fondo no son tan importantes pero pueden aspirar a apelar a ciertos elementos simbólicos o afectivos, que aparecen también en el informe, en ocasiones implícitamente: reconocimiento de una cierta «estatalidad» a algunos territorios, llamar «Constituciones» a los actuales Estatutos, etc. Reconozco que estas reformas no me parecen tan importantes y que, quizás por ello, soy incapaz de juzgar cómo de inadmisibles puedan ser para una parte… así como tampoco tengo ni idea de si serían importantes o no (y cuánto, en su caso) para la otra.

El tercer grupo de reformas son las que me parecen realmente claves, pero son también las que están menos perfiladas en la propuesta, quizás porque sus autores son perfectamente conscientes de que es en torno a éstas donde aparecerían, si se plantearan en detalle y con profundidad, las inmediatas reticencias de los sectores del «constitucionalismo» español clásico: asunción de contenidos del Estatuto de 2006 en materia de justicia, de principios en materia de reparto del poder y de la financiación y cuestiones fiscales, aceptación de mayor autonomía interna de las CCAA… A mi juicio (aunque puedo equivocarme), sólo con reformas valientes de esta índole, combinadas con cambios en otras partes de la Constitución que profundizaran en vías más democráticas y garantizadoras de derechos hasta la fecha poco desarrollados (esencialmente sociales), se podría conseguir un apoyo suficientemente amplio en Cataluña a las reformas. La cuestión es que es dudoso, y da la sensación de que los autores de la propuesta lo tienen muy claro (y por ello son particularmente prudentes a la hora de plantearlas), que sea  fácil o incluso posible conciliar ese nivel de profundidad con un mínimo apoyo a esas medidas en el resto de España.

La solución que parecen proponer los autores al embrollo derivado de este desacompasamiento estructural pasa por admitir cierta asimetría en la Constitución, aunque de nuevo tampoco detallan hasta qué punto y con qué límites. Da la sensación de que, a su juicio, una posible salida a que aparentemente no haya un punto de equilibrio que sea a la vez suficientemente avanzado para las mayorías catalanas hoy incómodas con el orden constitucional pero admisible para las mayorías del resto de España que sí están a gusto en el mismo podría ser aceptar algunos de esos avances, más o menos diluidos (o medidas descentralizadoras), pero sólo para Cataluña, minimizando así la afección estructural al orden constitucional producida por los mismos. Como ya he explicado, y en este caso con más razones, me parece complicado que, si los cambios en cuestión son de la suficiente relevancia (si no lo fueran, su capacidad de resolver el conflicto sería limitada), esta asimetría sea admisible o, expresado mejor, deseable. Las asimetrías en los modelos federales funcionan bien cuando son consecuencia de la voluntad democrática diferenciada de las poblaciones de unos territorios y otros. Pero no suelen ser fáciles de gestionar a medio y largo plazo (como vemos en España en materia de financiación, por ejemplo) cuando, sencillamente, permiten a unos lo que a otros, aunque también puedan haber afirmado democráticamente preferirlo, niegan.

Es cierto que los autores se enfrentan en este punto a una situación de una enorme dificultad, semejante a la que cualquier otra propuesta va a tener que tratar de solventar: es prácticamente imposible conciliar a día de hoy las posiciones de las mayorías catalana y española en este punto. La búsqueda de una salida por medio del reconocimiento de algunas asimetrías puede ser una solución si políticamente los grandes partidos españoles logran «contener» las reivindicaciones de igualación de otras regiones del país. Parece evidente cuáles son las razones por las que en ciertos ámbitos institucionales asociados a las estructuras del Estado algo así (como ya el cupo vasco-navarro en el pasado) puede consentirse como «pago» a mantener la «unidad de la Patria». Sin embargo, es dudoso que la importancia de esta finalidad en sí misma sea comprensible para los ciudadanos, especialmente para los de aquellas regiones que pagan la factura o se ven minusvalorados con soluciones de esta índole. En todo caso, si el gambito pudiera llegar a funcionar políticamente, nada que decir a este respecto. Habría que reconocerle su indudable mérito para resolver una situación muy difícil y donde los equilibrios políticos y las muy diversas preferencias expresadas consistentemente por las poblaciones de diferentes territorios del Estado hacen muy complicado alcanzar un punto que pueda satisfacer a una mayoría suficiente en ambos sectores a la vez.

Curiosamente, y para acabar con esta ya larga reflexión, la reforma renuncia a aceptar una consulta o referéndum sobre la independencia, cuando su mera celebración sería una «concesión» que, por el mero hecho de darse, podría facilitar, a cambio, una reforma menos profunda de algunas de las estructuras constitucionales en cuestión. La posibilidad expresa de «salir» permite a cambio, si se ofrece, forzar un poco la mano en otras esferas. Pero, de nuevo, el principio de unidad de la patria parece imponerse, con su rigidez, al desarrollo y aceptación de soluciones más pragmáticas. Este fundamentalismo último es tanto más curioso cuanto, a la postre, y si la propuesta que comentamos finalmente tuviera éxito, tendríamos que acabar afrontando igualmente sí o sí un referéndum constitucional (o constitucional-estatutario, si se realizaran ambos conjuntamente en Cataluña). Caso de que la reforma finalmente votada fuera aceptada en el resto de España, pero rechazada allí, la situación llevaría a un callejón político y constitucional de muy incierta salida, donde, verificado que no hay un punto de equilibrio (o que el alcanzado no lo era) en que se puedan encontrar las mayorías políticas de un signo y de otro, a la postre casi cualquier pregunta acabaría convirtiéndose, de facto e implícitamente, en una pregunta sobre la independencia.

A la postre, la clave es si, efectivamente, existe o no ese punto de equilibrio en que una determinada reforma de la Constitución en un sentido tendencialmente federalizante pueda llegar a serlo en suficiente medida y con la debida ambición como para convencer a una mayoría de catalanes sin que, por el hecho de avanzar en esa dirección, pase a ser inasumible para la mayoría del resto de españoles. No tengo muy claro que esta concreta propuesta realizada por algunos de nuestros colegas logre encontrarlo, esencialmente porque en las partes claves donde habría de reposar el mismo es aún, como no puede ser de otro modo, muy inconcreta. Ni siquiera tengo claro si ese equilibrio, a día de hoy, es posible. Lo que sí me parece evidente es que, si no existe o no se puede encontrar, ya sea por incapacidad, por falta de voluntad o porque no existe, dará igual que se permita o no preguntar a la población de Cataluña sobre la independencia porque, inevitablemente, la imposibilidad de llegar a un acuerdo de convivencia que nos sirva a todos acabará imponiendo sus consecuencias.



La rigidez del marco constitucional español (y el derecho a decidir)

El texto que se publica a continuación se corresponde con la primera parte de mi capítulo «La rigidez del marco constitucional español respecto del reparto territorial del poder y el proceso catalán de ‘desconexión‘», que se ha publicado en el fantástico libro de reciente aparición sobre El encaje constitucional del derecho a decidir. Un enfoque polémico, que han coordinado los profesores de la Université de Tours, Jorge Cagiao y Conde, y de la Università de Napoli, Genaro Ferraiuolo. El libro puede comprarse muy fácilmente tanto en la web de la editorial como en Amazon, por ejemplo y, pues eso, que os lo recomiendo vivamente. Se trata de un conjunto de trabajos que ya han sido objeto de diversos comentarios, como el que acaba de publicar Ramón Cotarelo en su blog, de un enorme interés. En él, se analizan diversos aspectos del proceso de «desconexión» catalana iniciado con el fallido proceso de reforma estatutaria de principios de siglo y las crecientes demandas de reconocimiento del «derecho a decidir» de los catalanes sobre su permanencia en el Reino de España o independencia, siempre desde una perspectiva jurídica. Mi aportación a esta obra colectiva es una reflexión, que espero ayude a enmarcar el contexto de las cuestiones analizadas por el resto de trabajos, sobre el modelo constitucional español de 1978 y su extraordinaria rigidez y tendencia a la composición vertical entre elites como mecanismo para la resolución de conflictos. En este estudio se trata de entender cómo este modo de funcionamiento ha afectado indudablemente a la forma en que las instituciones españolas han afrontado este proceso de extrañamiento protagonizado por las instituciones representativas y una muy importante parte de la ciudadanía catalana. A partir de ahí, se aspira, también, a explicar que como consecuencia de estas características de nuestro ordenamiento e instituciones (del marco y del sistema jurídicos españoles) la respuesta jurídica que han recibido las diversas pretensiones llegadas desde Cataluña ha sido siempre mucho más rígida e inflexible de lo que las posibilidades del propio texto constitucional habrían permitido con una visión más abierta, agravando con ello el problema y fomentando más el conflicto que una solución al mismo. Cuando las normas que han de servir de cauce para la expresión de voluntades legítimas pero no convergentes y tratar de lograr una composición entre las mismas no cumplen con esta tarea sino que, antes al contrario, ciegan posibles soluciones que habían sido posible en otros ámbitos (por ejemplo, en el mundo de la política) está claro que bien esas normas, bien la interpretación que damos a las mismas tienen un problema.

Transición a la democracia transaccionada y reparto territorial del poder en España desde 1978

La comprensión de las tensiones territoriales en la España constitucional, esencialmente en lo que se refiere a la relación de Cataluña y País Vasco con el conjunto de ese entramado político en la actualidad denominado Reino de España, requiere previamente, para su mejor entendimiento, de una cartografía mínima del contexto. Un contexto que ilustra tanto la historia de los desencuentros y sus parcheos, compromisos y soluciones durante las últimas décadas como la situación actual y que, por lo demás, se plasma en el acuerdo político jurídicamente articulado en la Constitución española de 1978. No es, sin embargo, éste un buen momento para hacer una valoración crítica del proceso en sí mismo[1], como tampoco lo es para reflexionar en términos políticos sobre las ventajas o desventajas de ciertos elementos de este acuerdo constituyente[2]. En la medida en que este trabajo aspira a ser jurídico y versa pues sobre Derecho, vamos a limitar las referencias o juicios a este contexto a lo que consideramos imprescindible para entender cómo funciona el marco jurídico español producto de ese momento y dinámicas históricos y, sobre todo, para poder aspirar a analizar con rigor cómo reacciona y qué margen efectivo de maniobra tiene cuando se relaciona con ciertas demandas políticas muy concretas que son las que pretendemos entender en su vertiente jurídica: las de reconocimiento de ciertas especificidades culturales o políticas derivadas de la diversidad territorial con la que se manifiestan algunas de éstas. Demandas que pueden tener más o menos virulencia, ser más o menos compartidas, llegar al extremo de convertirse en “independentismo” ante la constatación (o mera percepción) de que son imposibles de atender y en consecuencia sólo ésta sería la única vía posible, pero que, en el fondo, responden siempre a esa misma dinámica política y a cómo la canaliza nuestro Derecho.

Así pues, y a modo de introducción, vamos a tratar, únicamente, de poner de manifiesto muy sintéticamente algunos de los elementos jurídicos básicos en los que se han movido y moverán las decisiones de los actores implicados en estos procesos y, en concreto, en todo el proceso que conduce a una creciente expresión de deseos de independencia por parte de un importante número de ciudadanos (y partidos políticos con representación parlamentaria) de Cataluña. Para todo ello, conviene apuntar brevemente algunas notas básicas del sistema jurídico edificado en España tras la muerte del general Franco y ,en general, de toda la arquitectura jurídica que se ha consolidado a partir del mismo, para así poder entender mejor las coordenadas en que opera el marco jurídico-constitucional español frente a las peticiones de más o mejor autonomía, mayor reconocimiento de ámbitos de decisión o diferenciación territoriales o, sencillamente, la independencia de partes del territorio nacional. 

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Catacrac

Fa un parell de setmanes que estic fora d’Espanya. I, la veritat, la imatge que dóna el país, des de lluny, és tan poc simpàtica com la que dóna quan hi convius amb les misèries. El règim que va sorgir de 1978 és el que és, venia d’on venia i molt probablement fa anys que ens va oferir tot el que tenia de bo. A canvi, és clar, al pack venien moltes coses dolentes. Cada dia en són més, i són més evidents. Estem parlant d’un catacrac en tota regla del règim constitucional i la seua estructura jurídica.

– Tenim un Cap de l’Estat que, de manera més o menys oberta, ens ha sigut darrerament presentat com primer i millor comissionista del Regne. Més enllà del caràcter tòxic genèric de la Monarquia o de concrets escàndols de corrupció associats a la ben nostrada família Borbón, el cas és que el propi paper, posició i significat del Rei com estandard d’aquesta restauració Borbònica i dels seus valors és, a hores d’ara, el que és. Amb el problema addicional que tampoc no és possible que en el futur siga una altra cosa. I, més important encara, sembla que ja tothom se n’ha adonat.

– El Parlament i els partits polítics tenen problemes cada vegada més greus de desconnexió amb la realitat i els nostres representants s’han conformat cada vegada més com una casta que no només passa dels problemes normals dels ciutadans sinó que, a partir d’un cert punt, directament no n’és conscient. És un món de polítics que teòricament cobren (i és de veres) molt poc si mirem l’exemple comparat però que ha acabat generant una professionalització de gent que, directament, fora de la política no cobraria res. Per no parlar de que, sembla, a partir d’un cert nivell, com tots podem comprovar, que de cobrar poc, en el fons, res de res. Hi ha sinecures i recompenses de per vida per als que més s’ho curren (partidistament). Tot plegat, un panorama molt trist estructuralment. Amb l’afegit d’un finançament il·legal de partits polítics que complementa sous i tot tipus de coses (en això s’ha de reconèixer Rodríguez Zapatero que, al menys, va reformar la llei de finançament de partits polítics per fer que, com a mínim, determinades pràctiques escandaloses, al menys, passaren a ser il·legals, perquè abans és que, directament, eren perfectament acceptades pel nostre ordenament). A hores d’ara la crisi de legitimitat del Parlament i dels nostres representants és inmmensa. La de la majoria parlamentària del PP, malgrat ser absoluta en quant al nombre de diputats, és també una crisi en termes de majoria absolua en descrèdit ciutadà, desconnexió amb la ciutadania, divergències entre els seus interessos i els dels espanyols normals (evidenciades en polítiques molt dures sempre contra els més febles)… tot completat amb les complides evidències d’una trama molt robusta de finançament il·legal que en pràcticament qualsevol país normal hauria d’haver abocat a la dimissió dels responsables del partit en qüestió de qualsevol responsabilitat pública.

– La situació de l’Executiu és encara pitjor (si això és possible). D’una banda perquè són els mateixos que estaven al cap d’eixe frau en el finançament del partit (i ja dic que això, en un altre país… però vaja que estem al país que estem o siga que no té sentit repetir-ho massa). D’altra perquè, a més, cada vegada s’estenen més dubtes respecte del seu propi comportament personal (una qüestió aquesta que està lluny de ser provada de moment). Políticament, a Espanya, dins el règim de 1978, sembla que els temes de finançament irregular no han de comportar sancions polítiques (la qual cosa ja parla d’una anomalia important), però el Govern del PP i el propi President semblen cada vegada més tocats i tacats. És una qüestió de credibilitat, a hores d’ara, però el propri comportament dels protagonistes i la brutal desconnexió en els seus comportaments amb el que són les preocupacions dels ciutadans normals són suficients, com a mínim, per poder parlar d’una crisi de legitimitat també majúscula en l’Executiu.

– Les Administracions públiques espanyoles, mentres tant, continuen sonades. Després de 5 anys i escaig de crisi, sembla que encara no saben per on tirar. Les reformes que es presenten són sempre el mateix: retallades allà on és senzill retallar (perquè els afectats no pinten molt, perquè no fan part de les elits, perquè són retallades senzilles de gestionar tinguen o no sentit…) i cap reforma estructural. Les coses que es presenten com programa ambiciós de reformes fan, senzillament, vergonya aliena (reforma administrativa, reforma educativa, reforma laboral, reforma energètica, llei d’unitat de mercat… totes són un tocomoxo darrere un altre). Tot això parla molt malament de les suposades elits del país, les que teòricament com a mínim haurien de ser conscients que, si volen salvar el tinglat de 1978 i l’actual model, alguna cosa, seriosa, de veritat, s’ha de fer. Però és el que hi ha. Perquè tenim el que tenin. Unes elits que, a més, s’han cobert de glòria en el Banc d’Espanya, per exemple, amb la seua clamorosa incapacitat per veure res que no fóra el que els convenia detectar. Però no es tracta d’un cas aïllat. És el que està passant per tot arreu. Les Administracions autonòmiques, tot i asfixiades pel Govern central, també s’han cobert de glòria reiteradament i han demostrat sempre que han pogut que gestionen com a mínim tan mal com l’Estat. En fi, que la cosa sembla que és molt general, una fallida sistèmica. Fins i tot el paper de les Universitats, per exemple, malgrat la seua gran autonomia (que els hauria permés ser menys pessebreres amb els governs), ha estat decebedor identificant problemes (no hem sabut fer-ho) o, per exemple, empassant-se reformes absurdes en matèria educativa absolutament impresentables… mentres alhora es conrreava una passivitat i immobilisme absolut front el futur en compte de tractar d’encetar alguns dels canvis que cada vegada resulta més evidents que ens calen.

– El Poder Judicial, qui ho anava a dir! és el que més o menys aguanta millor. Una de les coses bones del règim de 1978 és que sí va garantir certa independència judicial (molt àmplia, de fet, en els òrgans menys sensibles) i que l’evolució social ha generat més porositat social entre els jutges. En els últims anys el poder judicial, més o menys, ha funcionat com el poder de l’estat més sensible a problemes reals com els desnonaments i, amb les limitacions que comporta la resposta penal contra la corrupció (més encara si és sistèmica), la sensació és que ahí el desgavell no és absolut. Una altra cosa són coses com el Tribunal Constitucional (òrgan polític més que jurídic, però amb certes exigències de nivell tècnic i imatge d’independència que any rere any s’ha anat per l’albelló) o el Consell General de Poder Judicial, on més enllà dels escàndols econòmics hi ha un problema greu de com es trien els jutges per als òrgans més sensibles. Problema que la nova reforma recentment aprovada de l’òrgan, en una mena d’òrdago del sistema de 1978 que es resisteix a morir, ha agreujat de manera significativa.

– Dels empresaris espanyols, de com es fan ací els negocis, de com d’important és, des del franquisme, la interacció amb el BOE i amb els que manen (amb tot el que allò comporta) millor no parlar-ne molt. Que els líders de la CEOE acaben desarticulats judicialment i policial ho diu tot. Dels sindicats, la seua funció, la seua dependència dels diners públics i la seua tendència durant aquestes tres dècades, com resaltava Florentino Pérez, «a la responsabilitat i a mirar pel bé del país i del desenvolpument econòmic» tampoc no fa falta dir molta cosa: és suficient amb mirar com estan eixos sindicats en aquests moments, quin prestigi social tenen i com els consideren majoritàriament els treballadors perquè tot hi estiga clar (hi ha, però, alguna excepció en alguns àmbits, amb sindicats que viuen de les quotes dels seus afiliats). Tampoc no paga la pena parlar sel sector financer, del que va ser públic i del privat… Malauradament per a tots, que anem a pagar el compte, sobre aquest últim anem a sentir parlar molt en els propers mesos.

Òbviament, el problema que tenim és, sencillament, sistèmic, de règim. Ho hem fet malament. Entre tots. També els juristes, que hem apuntalat sistemàticament un sistema on l’arbitrarietat, el poder del qui mana, la falta de controls… sempre ha trobat qui el justificara (de fet, sempre ha trobat una jutificació molt majoritària). Aquestes coses mai no són, però, problemes d’un col·lectiu o d’unes elits. Els que amne i tenen més recursos al seu abasta, òbviament, tenen més responsabilitat però, al capdavall, és un problema de tots. I no hem de pensar en com ho hauran de solucionar alguns sinó en com ho hem de solucionar nosaltres. Perquè es nostre problema, és el nostre futur… i són els nostres diners.

Front el catacrac general de les institucions sorgides del pacte de reforma post-franquista, de la restauració borbònica feta amb un acord molt general de les elits que varen portar a la Constitució espanyola de 1978 hem de pensar en un cambi radical de sistema, d’institucions, de mentalitats. El que tenim, que potser va servir uns anys després la mort de Franco, no serveix des de fa temps. Hem de començar a pensar, molt seriosament, com canviar-ho. El problema és que no és gens fàcil, que els estertors d’un règim molt malalt poden durar molt de temps i que, mentras tant, el show va a continuar.

Per no parlar, per cert, que no ningú sap ben bé, a hores d’ara, per on hauríem de tirar. Això sí, arribarà un moment, com la fallida multiorgànica del règim proseguisca a aquest ritme, en què directament ja serà indiferent si sabem cap on tirar o no perquè el propi camí el marcarà el desballestament incontrolat del que ara tenim. Aixó, o demanar la independència (com fan els catalans cada vegada més majoritàriament… sentiment popular davant del qual la resposta del règim prohibint votar no pot ser més patètica) de nosaltres mateixos o que ens aculla Gibraltar, per exemple.



Blindar al Heredero

El tema de la imputación de la Infanta ha dado para muchos comentarios y análisis jurídicos que, la verdad, no me siento capaz de mejorar. Simplemente, como nota muy personal, creo importante apuntar que el nivel de diligencia, seriedad, respeto por los derechos fundamentales y por la presunción de inocencia (así como esa preocupación por no estigmatizarla gratuitamente) que juez e incluso en mayor medida fiscal han demostrado en este caso, lejos de parecerme mal, me encantan. Únicamente, eso sí, a ver si logramos que todos los ciudadanos españoles puedan tener a no mucho tardar ese mismo tratamiento, exquisito, que es el que merece toda persona sospechosa de haber cometido un delito y sobre la que se cierne la poderosa y siempre peligrosa maquinaria del Estado cuando pone en marcha su poder punitivo.

A mí la cuestión central no me parece aquí, en puridad, jurídica. Estamos ante un tema estructural y político, que más allá de pequeñas miserias y de dramas como el que tenemos, por capítulos, con Noos, apunta a lo que apunta: la toxicidad de una institución que, per se, como es la Monarquía, no puede sino contaminar todo lo que toca y todo lo que le rodea. Su mismo fundamento, asqueroso en sí mismo, propicia todo tipo de desmanes y desafueros. Cualquier Monarquía parte de la base de que unos son mejores que otros por simple razón de cuna. Una cuestión de pene o de vagina determina cargos públicos y una vida regalada a costa de otros ciudadanos. Además de ser esperpéntico y grotesco, más allá de consideraciones éticas, lo peor del asunto es que esto lleva a una sucesión de inevitables comportamientos que traen causa de esa diferencia y superioridad jurídica: cómo viven, a qué se dedican… La institución, además, para sobrevivir ha de tejer complicidades. Complicidades donde se hacen amigos, negocios y se riega todo con festejos pagados, directa o indirectamente, por todos. Es inevitable. No puede ser de otra manera. La diferencia es el grado de descaro y sinvergonzonería con que se haga. Desde el trabajo de las infantas en la Caixa o Mapfre, por el que cobran varios cientos de miles de euros al año al parecer, a los negocios de Urdangarin como mediador, figurín, o lo que fuera para medio disfrazar que la cosa consiste en pasar el platillo y acabando en las cosas que se hacen, supuestamente, y según cuentan los propios periodistas aúlicos de Su Majestad, al margen de la legalidad (comisiones y demás) que a diferencia de lo de Urdangarin se beneficia, justamente, de que nadie ha pretendido nunca (hasta últimamente) que eso fuera algo respetable y legítimo. Es decir, que la institución es tóxica y todo lo que ocurre no es sino lo que no puede dejar de ocurrir. Ya lo vivimos en España con Isabel II y luego con Alfonso XIII. Una degradación consumada a base de negocietes y demás toxicidades con el inevitable chalaneo y la complicidad de ciertas elites políticas y económicas que diciendo que buscan estabilidad y preservarnos a todos lo que hacen, claro, es poner el cazo para ver si se quedan con alguna migaja. En esta tesitura, como ya he dicho otras veces, la solución no es imputar o no imputar sino ir a la raíz del mal: Entre Hendaya y Cartagena, Su Majestad escoja (como Urdangarin y familia parece que se van a Qatar, a ver si cunde el ejemplo y en unos años no queda Borbón en territorio español).

En este contexto, resulta divertido comprobar cuáles están siendo las maniobras para tratar de salvar la imagen pública de una institución que, a pesar de sus intentos, no ha logrado esta vez vender la cabra a la población de que la culpa era de una oveja negra que se había aprovechado de una pobre Infanta. Como todo el mundo se ha hecho mayor la marea está llegando a Palacio y ante eso, PP y PSOE han decidido salir al rescate con una serie de propuestas e iniciativas que ya veremos en qué acaban pero que son significativas del entuerto en que está la Monarquía española. Porque la ecuación es sencilla: cualquier mejora real en términos democráticos del estatuto jurídico privilegiado que tienen lleva a que esta gente acabe teniendo que salir por piernas del país, mientras que cualquier maniobra Real de protección necesita, a la hora de la verdad, incrementar el estatuto jurídico privilegiado excepcional de esta gente Veamos algunos ejemplos:

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¿Un Rey comisionista? A vueltas con la toxicidad de la institución

Que no soy monárquico es algo que no es ningún secreto para cualquiera que siga este blog. De hecho, más allá de criticar el anacronismo de la institución (la segunda restauración borbónica es una operación política sin precedentes en el mundo civilizado) y de considerar que ya está bien y que habría de acabar con ella ya, sin esperar demasiado, del mismo modo que un clima de corrupción y desenfreno similar al actual liquidó nuestra primera restauración, también me gusta resaltar que la razón esencial por la que hemos de librarnos de la Monarquía tiene que ver con principios, sí, pero también con el carácter tóxico de una institución que contamina todo lo que toca por su intrínseca irresponsabilidad y, por ello, su inevitable tendencia al descontrol. Con el agravante de que crea un clima que generaliza ciertos modos de proceder, que poco a poco se extienden como una marea de chapapote a todos los niveles sociales. No hace falta incidir demasiado en este tema porque, sinceramente, basta con echar un vistazo a la situación de España para entender de qué estamos hablando.

Que cierto establishment político, social y económico apoye con entusiasmo a esa institución ya zombie desde mismo momento en que se decide en pleno siglo XX, algo sin precedentes en el mundo civilizado, una restauración monárquica no es soprendente. Son capas de la población que sustancialmente aspiran a repetir esos esquemas, aunque sea a pequeña escala y que, de hecho, llevan viviendo así desde hace décadas. Es más, llevan décadas no viviendo así sino viviendo de eso. Por eso en España leemos y escuchamos a mucha gente, siempre con un mismo tono y siempre con semejante posición en nuestra sociedad, defender a la Monarquía borbónica española. Así ha sido siempre y así sigue siendo todavía. Aunque a estas alturas estas defensas empiezan, cada vez más, a sonar a prueba adicional de la brutal desconexión entre ciertas elites (extractivas o sencillamente carotas e ignorantes) y la gente normal, que asistimos con una mezcla de estupefacción, vergüenza y un punto de diversión al espectáculo tragicómico proporcionado por las simas de putrefacción que el sistema nos demuestra en cuanto se levanta un poco la alfombra.

La novedad llamativa de los últimos días es que se empieza a hablar de los negocios del Rey de modo crecientemente abierto y detallado. Cada vez más. Lo hace gente como Jesús Cacho desde hace tiempo. Lo hace Ignacio Escolar en un medio como eldiario.es. La claridad con la que empiezan a aflorar evidencias irrefutables sobre cierta connivencia económica del Jefe del Estado con grandes empresarios españoles y los réditos que ambas partes obtienen de esas interacciones comienza a ser apabullante. De modo que lo que eran sospechas a partir de ir atando cabos que más o menos todos los ciudadanos podíamos tener desde hace años empiezan a cristalizar en convicciones, al menos, personales muy difíciles de poner en duda.

Pero, junto a estas novedades, otra más inquietante ha aparecido en los últimos tiempos. La de periodistas y tertulianos del peculiar star-system español que pulula desde Franco por ese espacio intermedio entre política y medios de comunicación, que llevan años cantando las bondades del sistema, que representan habitualmente de modo tácito las posiciones de PP y PSOE con lealtad militante, y que siguen defendiendo al Rey pero que lo hacen no negando que esas actividades como comisionista existan sino, antes al contrario, confirmándolas y justificándolas. La idea es algo así como que si el Rey hace gestiones para que empresas españolas puedan conseguir contratos en el extranjero es normal que se lleve una parte, pues a fin de cuentas eso le incentiva y recompensa (además del estímulo que supone el amor a la patria, que intuyo que se le supone pero que, por lo visto, no basta ni siquiera en su vertiente de amor a las empresas de la patria para que el hombre lo dé todo en el terreno de juego de los maletines) para que siga logrando mediar en beneficio de nuestras ejemplares empresas. Esta misma noche, por ejemplo, gente como María Antonia Iglesias, Isabel San Sebastián o Hermann Terstch se manifestaban en posiciones de esta índole en un debate en Tele 5, sin ir más lejos. La situación es ciertamente notable, que diría Mariano Rajoy. ¡Hasta ahora cuando un periodista hablaba de eso, como Escolar o Cacho, era para criticarlo pero ahora ya se comenta como ejemplo adicional de lo bien que curra el Borbón y lo barato que nos sale!

Conviene no perder de vista que mediar ante gobiernos extranjeros para beneficiar a empresas al margen de que presenten la mejor oferta, y más todavía si se tiene éxito en la gestión, es una actividad en general prohibida (en España, por ejemplo, lo estaría), máxime si media dinero y el funcionario que decide en un determinado sentido es recompensado también. La indecencia de la actividad a casi nadie se le escapa. Pero que encima lo realice el Jefe del Estado, y aprovechando la autoridad y los contactos que ello le confiere, es particularmente grave. O no. A saber. Piesen Ustedes en lo que nos parece a todos eso que hacía Urdangarin. Pero bueno, no nos pongamos todos. Será que esto es diferente allende nuestras fronteras. Si la regla es que en el extranjero se puede hacer (como digo, esto en España, en cambio, sería delictivo, por mucho que al Rey no se le pudiera juzgar por hacerlo) y es incluso bueno para España, nuestras empresas, nuestras economía y los trabajadores que así pueden albergar esperanzas en la recuperación, adelante con los faroles, ¿no?

Eso sí, en ese caso, y sin ánimo de incordiar sino, antes al contrario, de ser constructivo, habría que pedir a Presidente del Gobierno, Ministros y altos funcionarios de nuestra Administración pública que pasen el platillo también. A fin de cuentas, si son debidamente incentivados ellos también podrán «ayudar» a nuestras empresas en el extranjero. Y si el Rey consideramos que es cojonudo que pueda hacer algo así, también lo será si eso mismo lo hace el Gobierno, digo yo. Es más, mucho mejor tener a más gente arrimando el hombro, caramba. ¡Que ya está bien de que aquí sólo curre para sacarnos de la crisis el Rey!

En todo caso, sea verdad o no que nuestro querido Borbón se saca un importante sobresueldo como comisionista, que la verdad es que a estas alturas parece complicado no sospechar que así es, lo impresionante es que ya hayamos llegado a un punto en que nuestros prescriptores de certificados de corrección democrática y política oficiales de las ultimas décadas nos están diciendo que eso es normal e incluso bueno. Una muestra más de lo buena que es la Monarquía para España. Así están las cosas. Así de tóxicas. Que siga el espectáculo.

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Por cierto, que no me resisto a repetir, como colofón, que por Hendaya o por Cartagena, su Majestad escoja.



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