«Lo» de Garzón (II)

Creo que (desgraciadamente) toca seguir hablando de los diversos procedimientos que tiene abiertos Baltasar Garzón a la vista de los comentarios al anterior y primer intento de aproximación al follón y de que los acontecimientos se suceden. Lo haré, de nuevo, sin meterme en analizar los procedimientos judiciales en cursos porque, sencillamente, es una temeridad y una irresponsabilidad hacerlo. En este caso y en todos. O se tiene la información al completo (por ejemplo, por haber asistido a la vista) o me da la sensación de que es muy aventurado hablar simplemente a partir de las informaciones de prensa. En cualquier asunto. Pero más todavía en estos que son objeto de batalla mediática.

No obstante lo cual, sí se pueden comentar algunas cosas que tienen importancia, creo, a la luz del tipo de debate público en que nos movemos. Se trata de cuestiones que tienen que ver con «lo» de Garzón pero que, además, son extensibles a otros muchos temas y que sí ponen de reflejo algunos de los problemas de la Justicia española. Los trato  a continuación con mucha brevedad, y siempre sin profundizar demasiado en el caso concreto, dado que creo que respecto de los juicios en proceso mejor ser prudente. Son todas, ellas, además, ideas muy básicas.

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Una democracia menor de edad

Una democracia menor de edad, por Miguel Ángel Presno Linera y Andrés Boix Palop

El último libro del conocido jurista Bruce Ackerman, siempre dispuesto a bajar a la arena y participar en el debate público en defensa de las libertades y las garantías, lleva por título The Decline and Fall of the American Republic (La decadencia y caída de la República americana). Es un alegato a favor de la recuperación de espacios participativos y una beligerante muestra de preocupación respecto del retroceso que detecta su autor en cuanto a la efectiva capacidad de los estadounidenses para controlar a su gobierno y determinar sus políticas. ¿Les suena de algo?

Resulta particularmente revelador, a la luz de los acontecimientos en forma de protestas públicas y concentraciones que se vienen produciendo en España desde el pasado domingo, comprobar cuáles son algunas de las soluciones que esboza Ackerman para tratar de revertir poco a poco esta situación. Una de ellas es el establecimiento de un Deliberation Day, una jornada festiva previa a cualquier cita electoral que serviría para organizar reuniones de ciudadanos donde éstos pudieran debatir sobre cuestiones políticas, intercambiar puntos de vista y, en definitiva, conformar mejor su posición como paso previo a un ejercicio más responsable y por ello más eficaz del derecho al voto. Cualquiera que haya estado siquiera unas horas en las concentraciones que espontáneamente se han ido diseminando por la geografía española no puede evitar asociar inmediatamente esta propuesta con el debate cívico y los intercambios de información y opinión que se vienen produciendo en las acampadas ciudadanas. ¡Los españoles hemos montado el Deliberation Day antes que nadie y sin ser muy conscientes de ello!

En este contexto de repentina modernidad aparecen, sin embargo, decisiones de órganos como la Junta Electoral Central que nos hacen retroceder en el tiempo, al afirmar que las concentraciones “son contrarias a la legislación electoral (…) y en consecuencia no podrán celebrarse” porque en su interpretación la legislación vigente que prohíbe actos de campaña electoral el día de reflexión y el de las elecciones, así como la formación de grupos de personas que impidan el ejercicio del sufragio, serían aplicables al caso. Se trata de una decisión equivocada, que interpreta mal nuestro ordenamiento jurídico. Si el marco legal ya peca de paternalista, la exacerbación de las cautelas, concibiendo nuestra jornada de reflexión no como un momento apto para la celebración de un Deliberation Day sino como un día en el que el Estado ha de proteger a los ciudadanos de sí mismos construyendo una suerte de burbuja protectora constituye una prueba más de hasta qué punto la mayor parte de las reivindicaciones de estos días tienen mucho sentido.

En democracia el debate político no se reduce a la contienda electoral ni los partidos tienen el monopolio de la libertad de expresión. La visión que transmite la Junta Electoral es la de un modelo que entiende la participación ciudadana no como algo deseable sino, al revés, como un elemento disruptivo. Un Estado de Derecho plural y participativo no suspende en días como estos los derechos de reunión ni limita los de expresión más allá de lo que sea la regla ordinaria. ¿Dónde está la incompatibilidad entre votar y ejercer otros derechos?

En la mayoría de los países de nuestro entorno el debate en tiempos de elecciones y la búsqueda del voto prosiguen hasta el momento de la votación porque se presume que los ciudadanos son libres y ejercen sus derechos sin miedo. Por mucho que analizamos la situación de nuestro país no vemos dónde puedan estar las diferencias que nos hacen incapaces de comportarnos como una democracia mayor de edad ni cuáles pueden ser las razones por las que ciertas autoridades entienden que nos han de tutelar y proteger de nosotros mismos y del libre flujo de ideas que pueda surgir de un debate libre. No vemos tampoco dónde están en las concentraciones esos “grupos susceptibles de entorpecer el acceso a los locales electorales” de los que habla la Junta. ¿Es que la Junta Electoral Central considera que los ciudadanos no son libres y necesitan preventivamente ser protegidos de sí mismos o de otros conciudadanos?

Conviene recordar de nuevo que el voto no suspende los derechos fundamentales y que una interpretación en este sentido de nuestra ley electoral es constitucionalmente más que dudosa. Pero también habrá que reconocer que probablemente tengamos una mala ley electoral, dado que permite que muchos la interpreten en este sentido. Hemos de acometer cuanto antes una modificación de esta norma y de todas cuantas conforman un modelo de democracia controlada, poco participativa y temerosa de que los ciudadanos asumamos más protagonismo. Una democracia tutelada por cortapisas como obligar a las televisiones, públicas y privadas, a asignar unos tiempos prefijados a cada partido político o que impide la difusión libre de encuestas en los últimos días de campaña revela una vocación dirigista y paternalista impropia del siglo XXI. Aunque el Preámbulo de nuestra Constitución proclama el deseo de establecer una sociedad democrática avanzada, son este tipo de estructuras las que, multiplicadas en nuestra cultura jurídica, impregnan nuestra vida política y hacen la toma de decisiones poco participativa y de escasa calidad. Ya sabemos que en democracia todo el poder emana del pueblo pero la clave, como se preguntaba Bertold Brecht, es ¿adónde va? Esa pregunta es un clamor estos días en las manifestaciones de protesta.

Nuestra democracia, en definitiva, necesita de un lifting urgente porque las reglas que nos dimos en su momento se han quedado viejísimas y chirrían con la realidad de un país moderno y con ciudadanos formados y acostumbrados a vivir en libertad. Tras casi cuarenta años desde la muerte de Francisco Franco ha llegado probablemente el momento de decidir que queremos ser de una vez una democracia madura de ciudadanos mayores de edad. Y empezar a actuar como tales.

Andrés Boix Palop es Profesor de Derecho administrativo en la Universitat de València y Miguel Ángel Presno Linera es Profesor de Derecho constitucional en la Universidad de Oviedo.



Se acabó la alarma

Al parecer, concluido el plazo de la prórroga pedida por el Gobierno y concedida por el Congreso de los diputados, se ha estimado por parte de nuestros gobernantes que ya no había más que rascar en este tema y lo han dejado morir con más pena que gloria. Lo que, a mi juicio, la verdad, es un gran éxito. Pensaba que iban a tener más problemas para resolver el entuerto en que andaban metidos. Pero no. Simplemente ha acabado la prórroga, han dejado decaer la emergencia y han publicado un Real Decreto devolviendo el control aéreo a Fomento y dejando que Defensa vuelva a sus tareas ordinarias, sean éstas las que sean.

Bien está. La verdad es que personalmente andaba convencido que la manifiesta desproporción que anidaba en la declaración de la alarma para resolver este conflicto y los tics autoritarios que esbozaba iba a generar un «problema de salida». Es decir, dudas y dificultades para decidir cómo y cuándo acabar con el tema sin suscitar más problemas.  Resulta obvio, a estas alturas, que me equivoqué de medio a medio. La propia irrelevancia material de la situación ha conseguido que, Navidades mediante, nos hayamos olvidado colectivamente del tema. Y eso ha permitido liquidar el asunto sin más (aparentes) conflictos ni desgaste. Circulen. No hay nada que ver.



Justicia pascuera (de nuevo sobre la Audiencia Nacional y sus prácticas)

Enlazo un artículo del que se puede suscribir casi todo, hoy en El País, de Pablo Salvador Coderch sobre la Audiencia Nacional. Como hemos tratado de hacer aquí, no pone tanto el acento sobre Garzón y sus prácticas sino en el cada vez más evidente problema estructural que supone la Audiencia Nacional, sus formas y costumbres, de las que Garzón no es sino máximo exponente y, probablemente, su aplicador más osado e indudable y meritorio innovador y profundizador. Porque, como también hemos tenido ocasión de mencionar, muchas de sus ocurrencias e inventos procesales, tanto en materia de interrupción de comunicaciones, de medidas provisionales, de intervención en el ejercicio de derechos fundamentales como el de manifestación… han acabado siendo asumidas por la propia Audiencia y por otros jueces, que los han explotado y explotan con tanto o más éxito que el propio creador. Desgraciadamente, en España, es ponerse a hacer cosas de estas y empezar a recibir atención mediática, portadas, alabanzas sin mesura y reconocimiento social. Que se lo digan a los nuevos fichajes (Grande Marlaska, Eloy Velasco…) que llegan con la lección tan bien aprendida que apenas les cuesta unas horas poner en marcha shows restrictivos de derechos de los ciudadanos a mayor gloria de Sus Señorías, inmediatamente aclamadas por público y crítica.

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El constante envío de tropas a Afganistán, ante el juez

Ya he comentado en alguna ocasión la perplejidad que me generan las muchas preguntas que no acierto a responder(me) sobre qué hacen, exactamente, nuestras tropas en Afganistán. Se trata de una cuestión probablemente más política que jurídica, pero dado que la guerra y la intervención militar, las decisiones relacionadas con la misma, la adopción de éstas… sn cuestiones todas ellas jurídicamente regladas, es también pertinente plantearse si todo esto que estamos haciendo, sea más o menos cuestionable, es además legal. O no.

Por eso es interesante el recurso contencioso administrativo que la entidad Justícia i Pau de Barcelona ha interpuesto ante el Tribunal Supremo contra la decisión del Gobierno adoptada el 12 de febrero de 2010 de enviar un contingente de 511 militares a Afganistán. En el escrito de interposición del recurso se solicita, como medida cautelar, que se ordene la paralización del envío de tropas o, en su caso, que se ordene su vuelta a casa. El recurso, según la nota de prensa que han enviado, se basa en que la participación de las Fuerzas Armadas españolas en la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad en Afganistán (ISAF) supone la participación en una guerra contraria al Derecho español y al Derecho internacional.

Los argumentos en que se fundamenta el recurso contencioso-administrativo son (y copio la nota de prensa):

1. El envío de tropas se ha realizado al margen de la Constitución españolacuyo artículo 63.3 establece que «Al Rey corresponde, previa autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz». Este artículo resulta aplicable porque en Afganistán se está llevando a cabo una guerra. Aunque el envío de tropas fue autorizado por el Congreso de los Diputados el día 18 de febrero, no ha intervenido ni el Senado ni el Jefe del Estado.

2. Las tropas españolas no pueden participar en una misión de la OTAN que se sitúa claramente al margen del Tratado del Atlántico Norte, ratificado por el Estado español. Los artículos 5 y 6 del Tratado del Atlántico Norte sólo contemplan el uso de la fuerza armada en ejercicio del derecho a la legítima defensa ante un ataque armado a una de las partes en Europa o América del Norte, y hasta que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas haya tomado las medidas pertinentes. La ISAF se encuentra subordinada a la operación Libertad Duradera, prueba de ello es que el general Stanley A. McChrystal, es el Comandante de ambas.

3.La operación Libertad Duradera es una guerra de agresión ya que incumple de forma manifiesta la prohibición del uso de la fuerza en las relaciones internacionales y las condiciones a que se somete el derecho de legítima defensa establecidos en los artículos 2.4 y 51 de la Carta de las Naciones Unidas.

4. Las Resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que autorizan el uso de la fuerza por parte de la ISAF son contrarias a la Carta de las Naciones Unidas. El Consejo de Seguridad no puede convalidar una guerra de agresión como es la guerra de Afganistán, ya que eso viola el contenido de la Carta de las Naciones Unidas.

Personalmente, no puedo negar que la iniciativa me parece de un enorme interés. Ya digo que no tengo muy claro qué están haciendo allí nuestras tropas. Pero el Derecho sirve, entre otras cosas, para enfrentarnos a situaciones donde prima la incertidumbre. Respecto a qué se debe hacer para afrontar un determinado conflicto, por ejemplo. Y, así, si se trata de actuar militarmente, no es ocioso respetar las formalidades jurídicas que nos hemos dado que disciplinan cómo hemos de usar nuestras Fuerzas Armadas. En concreto, por ejemplo, si materialmente lo que estamos es participando en una guerra. Porque esas formalidades son las que permiten un debate amplio y abierto, franco y lo más honrado intelectualmente posible, sobre el asunto.



Secreto de sumario

La portada de El País digital dice en estos momentos, a «5 columnas digitales»:

El Tribunal de Justicia de Madrid ha hecho público parte del sumario de la investigación a la trama corrupta encabezada por Correa, Crespo y El Bigotes, y vinculada al Partido Popular.- Estas son algunas de las revelaciones contenidas en los 17.000 folios conocidos hoy

Una de esas cosas fascinantes que nos pasan a los juristas, al igual que supongo que les ocurrirá a los profesionales de otros muchos ámbitos, es comprobar hasta qué punto pueden diferir las imágenes y percepciones sociales sobre nuestra actividad, sobre algunos elementos de nuestro quehacer profesional y la realidad.

Así, por ejemplo, estamos hasta tal punto acostumbrados a que cualquier sumario judicial se filtre en cuestión de segundos a los medios de comunicación que no le damos la menor importancia a que algo así ocurra. Y la Fiscalía, por supuesto, hace tiempo que dejó de perder el tiempo investigando esas conductas. ¿Para qué, si no hay manera de detener estos comportamientos? ¿Para qué, si no se puede encontrar fácilmente a los culpables, en la medida en que los receptores de las filtraciones, periodistas, se amparan en el secreto profesional para no revelar sus fuentes (a lo que tienen todo el derecho) y de esta forma se hace muy difícil (ojo, ni mucho menos es una actividad imposible, como es evidente) seguir el rastro a los culpables, por lo que el esfuerzo se suele abandonar de antemano sin haberlo siquiera incoado? Vamos, el caso es que se percibe como lo más normal del mundo.

Pero lo que me tiene fascinado es hasta qué punto ha cambiado la percepción social sobre un acto (filtrar una información secreta, a la que sólo han de tener acceso las partes, el juez, la policía y las personas que dependen de todos ellos y puedan tener un acceso justificado por colaborar profesionalmente con algunos de ellos) que es delictivo como consecuencia del reiterado incumplimiento de las previsiones legales sobre el asunto. De tal modo que, cuando un juez levanta el secreto de sumario no se trata ya de que no nos escandalemos de que en cuestión de minutos esté la documentación en todas las ediciones digitales de los periódicos. No, es que va y resulta que todo el mundo equipara ese levantemiento del secreto a que, como titula El País, «el Tribunal de Justicia de Madrid ha(ya) hecho público parte del sumario». Haya hecho público. Vamos, que el propio juez lo que hace es publicar los datos y que de eso va, precisamente, lo de levantar el secreto de sumario.

La declaración de un sumario como secreto es una medida absolutamente excepcional, justificada para tratar de proteger el buen fin de la investigación, y que restringe el acceso a ese sumario, declarado secreto, a las partes. Es una medida, como digo, excepcional, en la medida en que limita enormemente el derecho de defensa, dado que los abogados de los imputados, por ejemplo, no pueden conocer qué pruebas se han practicado y cuáles son los indicios en que se basa el juez instructor para imputar a saber qué delitos. Por este motivo ha de levantarse en cuanto sea posible y sólo se ha de decretar cuando sea absolutamente imprescindible para proteger pruebas o el buen curso de la investigación.

Levantar el secreto del sumario significa, simplemente, eliminar estas restricciones a las partes y abandonar el «estado de excepción» durante la instrucción. A partir de ese momento las partes ya pueden acceder al sumario, pero éste sigue siendo secreto en el sentido de que no se puede difundir. Y hacerlo sigue estando prohibido, estando previstas muy severas sanciones para quien lo haga (supongo que no hace falta incidir, porque es obvio, en que esta previsión tiene su sentido en que se entiende que la difusión pública de un sumario en un estadio tan poco avanzado es nefasta para la investigación judicial y, además, condiciona gravemente el derecho de defensa así como puede afectar gravemente a la honorabilidad de los ciudadanos imputados). Ocurre que, lamentablemente, es tan habitual que en cuanto las partes tengan acceso a la documentación ésta acabe en las redacciones de todos los periódicos, que ya se ha acabado por pensar que los sumarios sólo son «secretos» cuando hay una declaración de secreto de sumario. Y que, levantado éste, dado que en la práctica hay vía libre para filtrar y que nadie lo investigará en exceso, lo que se produce es que el Tribunal de turno «ha publicado» la información.

Ya digo que no seré yo quien, a estas alturas, se rasgue las vestiduras. Pero no deja de ser curioso cuán deformada es la percepción social sobre lo que es el «secreto de sumario» y lo que significa su levantamiento.



¿Alguien, por favor, me puede explicar qué hacen nuestras tropas en Afganistán?

Dado que, como me comentaban el otro día, Rodríguez Zapatero es a Obama lo que Aznar era a Bush II, en cuanto a embeleso, seguidismo, actitud lacayuna y vocación por hacer cualquier cosa con tal de salir con él en fotos (de momento sólo se diferencian en que, es justo reconocerlo, Aznar logró un grado de intimidad con Bush que está a años luz de lo logrado de momento por Rodríguez Zapatero, pero toda España confía en que, si hay suerte y se pueden hacer servicios de sicario la cosa cambie), es evidente que nuestro Gobierno va a mandar a Afganistán cuantas tropas sean exigidas por los Estados Unidos.

Dada la calidad de nuestro sistema de control democrático de las decisiones del Gobierno, es de prever que, además, todo eso siga haciéndose sin excesivo debate público.

Dado que el grueso del ejército español se compone, gracias a la profesionalización del mismo, de inmigrantes, lumpenproletariado con pocas opciones adicionales (motivo por lo que la crisis ha incrementado el atractivo de la milicia) y un porcentaje de militares vocacionales (ya sea por pasión, ya por tradición familiar) con pocas manías si de lo que se trata es de irse por ahí a pegar algunos tiros desde una posición de superioridad logística y de equipos (por lo que, además, te pagan un plus), tampoco es probable que desde el Ejército español vayan a levantarse críticas o a aparecer reticencias ni que el conjunto de la sociedad española vaya a preocuparse en exceso por lo que pueda pasar a «nuestros soldados».

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