Historias de regulación de mercados: la omnipotente «legibus solutus» CNMC y la red de fibra de Telefónica

El pasado miércoles, en el marco de los Legal lunches 2015 de la Facultat de Dret de la Universitat de València, que en sus sesiones de este curso se están dedicando a analizar diversas cuestiones de regulación económica, me tocó a mí hablar de un tema que cada vez me llama más la atención: la casi total ausencia de parámetros normativos que enmarquen las decisiones administrativas de las autoridades humorísticamente llamadas «independientes» encargadas de controlar la libre competencia en los mercados y de ordenar administrativamente algunos de ellos. Se trata de una cuestión tanto más importante cuanto la actividad en estos sectores regulados, en su mayoría antiguos servicios públicos liberalizados recientemente, tiene una enorme trascendencia social y económica que, justamente, es la que permite a la Administración pública una intensa ordenación. Con todo, lo que a mí me interesa más resaltar en estos momentos no son tanto esos aspectos o las implicaciones de ciertas decisiones concretas como el hecho de que en estos sectores se está introduciendo un nuevo modelo de ordenación de la convivencia y de limitación de las libertades (en este caso, por ejemplo, la libertad de empresa del art. 38 CE) con finalidades supuestamente tuitivas (en beneficio de los consumidores, del propio mercado) de marcado cariz pretoriano, a partir de decisiones muy poco o nada predeterminadas por el Derecho y que reflejan una curiosa evolución en nuestro Derecho público hacia lo que Heller llamaba «autoritarismo liberal», como nos ha recordado la cuidada selección de trabajos que el European Law Journal lleva en su último número.

Y es que, en efecto, hemos asistido, al consagrar a las autoridades de regulación económica como administraciones públicas con un gran poder de mercado que se deja a su peculiar arbitrio, fiándolo todo a su competencia y pericia profesional, su capacidad y conocimiento técnico, así como su supuesta independencia respecto del poder político, a una espectacular reivindicación de las ideas que consideraban que la función del Estado era mostrarse fuerte y capaz de imponer su voluntad, entre otras razones con la finalidad de tratar de conseguir una economía fuerte, por medio de mecanismos cuanto más autoritarios mejor pero que, a la vez, no pongan en cuestión la propiedad privada de los medios de producción ni cuál ha de ser el destino del flujo hipotético de beneficios que se den en esos mercados. «Authoritarian Liberalism», que decía Heller, al servicio de la Gesunde Wirtschaft im starken Staat, que decía Carl Schmitt, como recuerda Agustín Menéndez en su brillante introducción al trabajo que abre el mencionado último número del ELJ

El ejemplo a partir del cual creo que se puede ver y entender muy bien a qué me refiero está relacionado con la red de fibra óptica que Telefónica quiere tender y que la CNMC parece que tiene previsto decidir, según ha anunciado en su informe de propuesta de regulación, que se vea obligada a compartir con el resto de operadores, que tendrían derecho de acceso a la misma en todo el territorio nacional excepto en 9 localidades al precio que fije la CNMC. El proyecto de medida que la CNMC somete a información pública, con toda la explicación y justificación aparentemente jurídica de su decisión es a estos efectos muy significativo del total desplazamiento de las consideraciones jurídicas a la hora de regular estos sectores, donde decisiones de una importancia evidente para el mercado y la libertad de empresa como que te puedan obligar a compartir tus infraestructuras con competidores a cambio de un precio que fija la Administración vienen determinadas por un voluntario decisionista del regulador que opera en un entorno de total indeterminación normativa. El regulador es omnipotente (o, como mínimo, muy poderoso) y sus decisiones no se ven mediadas ni interferidas por indicaciones hechas por el legislador o cualquier otra norma jurídica (tampoco la Constitución) sino que dependen de una evaluación, en la práctica, de tipo técnico que atiende sólo a los hechos y a la interpretación de los mismos que tiene el propio regulador. Es pues un ejemplo de acción administrativa «legibus solutus» (más allá de cuestiones de procedimiento, y tampoco tantas), un ámbito en que el Derecho concede un enorme poder, capaz de desplazar incluso derechos fundamentales como la libertad de empresa, a partir del ejercicio de autoridad de la Administración… porque ella lo vale.

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Partidos políticos institucionalizados y su financiación

Esta semana el BOE publicaba la enésima reforma de la Ley de Partidos Políticos, por medio de la Ley Orgánica 3/2015, de 30 de marzo, de control de la actividad económico-financiera de los Partidos Políticos. Se trata de una reforma más de la sucesión de cambios normativos en la materia que hemos ido teniendo en España prácticamente desde hace 30 años y que tuve ocasión de analizar hace poco en un trabajito donde trataba de aportar una panorámica general sobre este problema y sus implicaciones en materia de corrupción. La idea que trato de defender en el trabajo es que el modelo constitucional de partidos políticos, que con base en el art. 6 CE hemos interpretado todos en España como elemento esencial de la arquitectura institucional de nuestro sistema y, lo que es más importante, como parte del mismo, quizás es sencillamente irreformable en pos de evitar los problemas que tenemos (otra cosa es valorar si los problemas que tenemos no son, en realidad, tan graves como podrían serlos otros). La mejor prueba de ello es que, reforma tras reforma, incremento de las exigencias tras incremento de las exigencias, años después pasa siempre lo mismo, lo que ha vuelto a pasar esta vez: que no son suficientes las pautas introducidas, que hacen falta (aún) más reglas y controles, que frente a las deficiencias palpables detectadas se confía, una vez más, en que con más regulación y pautas públicas que ordenen cómo se han de organizar y financiar los partidos políticos todo se acabará arreglando y pasará a funcionar, por fin, como es debido. Sinceramente, creo que hay que ser ya, a estas alturas, moderadamente escéptico al respecto, y eso precisamente es lo que trataba de poner de manifiesto en mi trabajo. Como también soy muy crítico con todas las iniciativas que pretenden que, en materia de organización, primarias, paridad, etc. sean normas de Derecho público y no los ciudadanos por medio de la competición electoral quienes hayan de determinar a la postres cómo hayan de ser nuestros partidos y las ofertas que nos hacen en muchos aspectos (por ejemplo, a la hora de seleccionar candidatos).

Las nuevas normas introducidas en la ley de financiación de partidos políticos por medio de la LO 3/2015, así como las nuevas posibilidades de control que se atribuyen al Tribunal de Cuentas (esa institución benemérita que con tanta legitimidad controla, con varios años de retraso, no vaya a haber sustos, las cuentas de los partidos), suenan por ello muy, muy viejas. Es como la misma canción de hace medio siglo, aunque con la letra adaptada a las modas del momento, para tratar de hacernos creer, con la fe del carbonero, que esta vez sí servirá para resolver los constatados problemas de excesos cuando no directamente de financiación ilegal y la existencia de las correspondientes gateras a la corrupción. Por esta razón, probablemente, por lo fútil del intento y lo poco transformador que es en realidad, es por lo que los gobiernos tampoco tienen problema en afrontar este tipo de cambios y ofrendárselos a la opinión pública. Recordemos que en tiempos del Gobierno de Rodríguez Zapatero ya se modificó en profundidad la norma (creando una LO nueva, de hecho, en 2007) en línea semejante a estas mismas normas y ahora se ha hecho de nuevo por iniciativa del Gobierno Rajoy (la segunda, de hecho, pues en 2012 ya se pusieron reformistas al respecto en una reforma previa menos «ambiciosa» que la actual).

Analizar la norma con algo de detalle da una idea de hasta qué punto se aspira a disciplinar cómo se financian pública y privadamente (en esta parte vienen los nuevos cambios) nuestros partidos por medio de una regulación y controles públicos crecientemente farragosos, en la confianza en que esa prolijidad achique los espacios para las prácticas dudosas o irregulares. Como dice la propia exposición de motivos respecto de las reformas a este respecto (y por no ir artículo por artículo detallándolas, pues con esto queda una idea general bastante precisa de qué estamos hablando):

«En el artículo primero se introducen numerosas novedades de calado en el régimen de financiación de partidos políticos, entre las que cabe destacar la mejora de la regulación del cauce a través del cual han de realizarse las donaciones; la clarificación del concepto de donación a un partido político, la referencia a la recepción de éstas mediante mecanismos de financiación participativa, la previsión de supuestos de devolución de donaciones indebidas y de ingreso en el Tesoro; la prohibición de donaciones a los partidos políticos procedentes de personas jurídicas y de condonaciones de deuda por entidades de crédito; la ampliación de la información económica y contable que, de acuerdo con el principio de transparencia, los partidos políticos y las fundaciones y entidades vinculadas o dependientes de ellos han de hacer pública; la regulación de la figura del responsable de la gestión económico-financiera y su comparecencia ante la Comisión Mixta del Tribunal de Cuentas; la obligatoriedad para los partidos de aprobar unas instrucciones internas en materia de contratación y establecimiento de los principios en los que habrá de inspirarse aquella actividad; la introducción en materia de financiación, junto a las faltas muy graves, de faltas graves y leves y sus correspondientes plazos de prescripción; la previsión de sanciones para cada tipo de infracción; o la especificación de las circunstancias que determinan la existencia de «vinculación» de una fundación o de una asociación a un partido».

Como puede verse, el optimismo de la norma es notable. Por un lado porque los precedentes no invitan a la confianza: ¿cómo es posible que a estas alturas algunas de esas cosas, como la consideración de una condonación de un crédito como algo equivalente a una donación haya necesitado tantos años para consolidarse? Por otro, porque es más que dudoso que simplemente por medio de una regulación más precisa y exigente se vayan a resolver toda una notable pléyade de problemas que se basan, siempre, en buscar soluciones para meter pasta a los partidos al margen de las vías legales… sean estas muchas o pocas. Porque, me temo,  esos espacios al margen siempre existirán… y más todavía si lo fiamos todo a una regulación minuciosa y detallada, caso por caso, antes que al establecimiento de dos o tres normas claras de tipo genérico y un control posterior y externo puntilloso y eficaz. El ejemplo sobre cómo determinar si hay «vinculación» entre una fundación o asociación y un partido es, por ejemplo, de libro. ¿De veras la manera de evitar los tradicionales vasos comunicantes es establecer criterios que determinen cuándo se da la misma como estos, basados en que se quiera hacer explícita la relación?

DA 7ª Ley de Financiación de Partidos: Uno. Se considera que una fundación está vinculada o es dependiente de un partido político cuando concurra alguna de las siguientes circunstancias:
a) Que se constituya con una aportación mayoritaria, directa o indirecta, del partido político o de otra fundación o entidad vinculada o dependiente de aquel.
b) Que su patrimonio fundacional, con un carácter de permanencia, esté formado en más de un 50 por 100 por bienes o derechos aportados o cedidos por las referidas entidades.
c) Que el partido político, directamente o a través de entidades vinculadas, pueda nombrar o destituir a la mayoría de los miembros del patronato.
d) Que sea designada como fundación vinculada por el partido político, de acuerdo con lo dispuesto en la disposición adicional cuarta de la Ley Orgánica 6/2002, de 27 de junio, de Partidos Políticos.

Quizás con dos o tres prohibiciones absolutas (donaciones de estados extranjeros o, si se quiere, de empresas) o en su caso la fijación de límites máximos a las donaciones (o a ciertas donaciones), más la imposición de una total transparencia respecto de las cuantías recibidas y la obligación de aportar en tiempo toda la contabilidad al órgano de control bastaría para tener una ley de financiación de partidos suficiente, pues la clave no está tanto en la definición de este tipo de criterios como en su efectivo control (que, la verdad, y a la vista de las evidencias, para que funcione mejor es conveniente que sea un control lo más difuso posible, esto es, no sólo a cargo del Tribunal de Cuentas sino de cualquier ciudadano o medio de comunicación para lo que es necesario que toda la información se publique en internet… y pasando olímpicamente, por cierto, de la protección de datos personales a estos efectos, porque quien done a un partido político ha de asumir que se sepa y punto).

A pesar de todas estas reformas, la decisión esencial en materia de financiación de partidos en todo sistema, con todo, nunca ha sido modificada o discutida mínimamente en España desde que se adoptó en 1975, quizás en parte inspirada por el modelo de democracia orgánica del que veníamos. Se trata de analizar si tanta financiación pública, con lo que ello conlleva (partidos muy estables, con estructuras administrativas muy potentes e insiders que, desde las mismas, acaban instaurando un modelo muy profesionalizado de política en nuestro país) es la mejor respuesta o si, por el contrario, habría que empezar a optar por «desinstitucionalizar» y «despublificar» nuestros partidos. Un modelo como las CUP catalanas (Candidatures d’Unitat Popular), muy asambleario, muy poco dependiente del dinero público y, por ello, muy basado en trabajo voluntario de personas a nivel local y que no generan dinámicas de profesionalización ni hiperliderazgos que propician la ausencia de debate o crítica interna es una rara avis en nuestro sistema porque, sencillamente, el caudal de dinero público que llega a los partidos en cuanto empiezan a obtener resultados electorales potables induce sí o sí a la profesionalización (véase el caso del aparato administrativo central de Podemos y la rapidez con la que ha replicado el modelo). Quizás las CUP han quedado protegidas de ello por su propia relevancia política, relativamente limitada hasta la fecha. Pero sin duda el debate pendiente en materia de financiación de partidos en España va más por aquí, por si queremos partidos de la gente donde sean los militantes y simpatizantes los que soporten los gastos de la estructura del partido o entramados más profesionales generosamente financiados con dinero público, que es lo que tenemos a día de hoy. Es evidente que ambos modelos tienen sus ventajas e inconvenientes. También lo es que en la España de la transición se optó por un modelo muy «institucional» para ayudar a crear unas estructuras de la nada, los partidos, suficientemente potentes para poder contrarrestar a otros «poderes fácticos», esencialmente económicos, ya muy asentados. Lo que habría que empezar a valorar es hasta qué punto los problemas de corrupción asociados a la financiación de partidos que son patológicos de nuestros sistema y que pretendemos solucionar una y otra vez con el incremento de la regulación no tienen que ver, sencillamente, con el modelo general global (dado que es el modelo que, ve tan mal y con tanta prevención que haya dinero privado ahí dentro, dado que ya se mete mucho dinero público, el que fomenta la inyección opaca y por la gatera). Y no sólo esos problemas, sino también otros, probablemente más relevantes, referidos a como funcionan los partidos, cómo de permeables son a la gente, cómo se fomenta la participación ciudadana en los mismos y qué tipo de selección de elites conllevan. Porque si así fuera, el debate que tendríamos que tener, 40 años después de la muerte de Franco, es si ese tipo de estructura de partidos tan institucional es la que necesitamos en una democracia que aspira a ser más madura.

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NOTA BIBLIOGRÁFICA de ampliación: A. Boix Palop «Modelos de financiación de partidos políticos y corrupción: de los partidos del sistema a los partidos de los ciudadanos», en A. Jareño Leal, Corrupción pública. Cuestiones de política criminal (I), Iustel, 2014.



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