Un confesionario climático para la «izquierda iPhone»

Durante estos días se ha celebrado la COP26 (vigésimo sexta reunión anual de las partes signatarias del Tratado de Naciones Unidas contra el Cambio Climático que, sí, ya tiene casi tres décadas de acreditada inoperancia) en Glasgow y la cosa no ha podido dar más vergüenza ajena. Aviones y jets privados, coches de lujo y desplazamientos carbonizados a todo tren para que los mandamases se hagan fotos y salgan en la tele mientras acuerdan muy preocupados que los modelos de negocio basados en el empleo de combustibles fósiles no sufran mucho con esta transición, según explican en su declaración final de intenciones. Una declaración final que parece que, cumpliendo la tradición de estas ya 26 ediciones, y para no decepcionar, sigue sin establecer compromisos que muevan a algo más que a la risa floja. 

Para acabar de redondear la grima que da todo esto, además, muchos activistas y académicos que son pseudo-estrellitas de la cosa esta de ponernos bienintencionadamente en alerta pero sin que la cosa vaya mucho con ellos para allá que se han ido también, con sus vuelos transoceánicos y todo lo que haga falta, para ver a los colegas y estar de fiesta unos días, mientras sus más aventajados referentes critican el huero populismo de Greta Thunberg por ir a los sitios en tren y barco. En todo caso, para nuestra tranquilidad nos explican que estas cosas hay que hacerlas así porque, si no, las voces del tercer mundo no serían oídas porque les podemos poner aviones pero no conexión a Internet u otras brujerías de esas. En esta misma línea de convertir estas cumbres en festivales del humor climático, cuando no de reírse en la cara de la población, se ha anunciado que la COP28 a celebrar en 2023 tendrá lugar en Emiratos Árabes Unidos, como muestra del compromiso de este país y de toda la región en la lucha contra el cambio climático y, es de suponer, como una de las primeras manifestaciones del enorme prestigio internacional ganado por los dirigentes de Dubai y Abu Dabi desde que han acogido en su benéfico seno al (todavía protocolaria y jurídicamente, aunque ya no sea Jefe de Estado) Rey de España, Juan Carlos de Borbón y Borbón.

Mientras este festival de inoperancia global se desarrolla con generosa fanfarria mediática, los ciudadanos occidentales seguimos a lo nuestro. Nos preocupan cosas como el precio de la luz, que las restricciones por la pandemia de COVID-19 no nos fastidien las próximas vacaciones o que estas Navidades pueda haber un cierto desabastecimiento de la orgía habitual de oferta de productos y chorradas de todo tipo, llegadas de todo el planeta con los que necesitamos celebrar que nos queremos y que somos felices. ¡Ay de quien ose cuestionar, además, que estas preocupaciones son del todo legítimas y que quizás deberíamos replantearnos algunas de nuestras prioridades y pautas de consumo si se supone que nos preocupa todo eso del cambio climático y la conservación de un planeta más o menos apto para la vida en condiciones mínimas de dignidad para todos los habitantes de la Tierra! Inmediatamente será calificado de hipócrita, de ser el primero que no quiere renunciar a los lujillos que su condición le permite y de escribir con un iPhone o, como hago yo en estos momentos, desde un ordenador portátil Apple (diseño yanqui, manufactura china, que ha recorrido no sé cuántos kilómetros) indecentemente conectado tanto a la red eléctrica como a Internet. ¡Si tanto te preocupa de verdad esto del clima, deja de usar todo lo que el sistema ofrece y vete a tu amada Cuba!

De todos modos, que no salten aún todas las alarmas: las izquierdas o los concienciados por el clima de las sociedades occidentales tenemos todos muy claro, y desde hace décadas, que esa crítica no es válida, que “ser de izquierdas no equivale a tener que hacer voto de pobreza” y que “estar preocupado por el clima y las necesidades de cambio para salvar el planeta no requieren de un heroísmo individual que no cambiaría nada, ni renunciar a nuestros bienes porque eso tampoco arreglaría el problema, sino de trabajar por el cambio en la dirección correcta”. Y asunto resuelto, oiga. Todos tan contentos. A fin de cuentas, no vamos a pretender que la gente, aun siendo de izquierdas, no vaya a poder disfrutar de lo que ha ganado con el sudor de su frente legítimamente (o ha heredado también muy legítimamente, ya puestos, faltaría más) y que , por ello, ojo/atención/cuidao… “se lo merece, oiga”. Que una cosa es una cosa y otra es otra. Nada más ridículo, en definitiva, que pretender que no podamos tener nosotros también un iPhone sólo por defender ideas igualitarias. Y si no has nacido en un país o una familia afortunada, pues ya te apañarás, que no es mi problema. Ni tampoco el momento de ponernos a replantearnos cosas que serían, la verdad, muy incómodas.

Sin embargo,  como propietario que soy de un iPhone de esos (un modelo de hace siete u ocho años, en todo caso, pero iPhone al fin), no puedo dejar de reconocer que esta gran verdad a la que se aferra la izquierda occidental no me acaba de convencer. No sólo eso, también creo que a poco que la analicemos con cuidado no puede convencer a nadie. Porque no entiendo la manera en que ninguna fe, creencia (porque sí, amigos, hablamos siempre de la “izquierda iPhone”, pero ha llegado el momento de abrir de una vez el melón del “cristianismo iPhone”) o ideología que predique la igual dignidad y derechos de todos los seres humanos y la solidaridad y fraternidad que nos debemos todos pueda convivir con la llevanza de un tren de vida que sea abierta y radicalmente incompatible con la más mínima posibilidad de que sea generalizable a todos los humanos. Por aplicar a este ámbito el conocido imperativo categórico kantiano, si la generalización a todos nuestros congéneres de nuestras maneras de vida y huellas energética, de carbono y de recursos llevaría inevitablemente a la destrucción del planeta como un espacio apto para la vida y sería directamente imposible, señoras y señores, tenemos un problema. ¿O es que de verdad hay alguien que pueda autoegañarse tanto como para creer que se pueda ser de izquierdas e internacionalista, cristiano creyente en la fraternidad entre todas las almas de este mundo o simplemente personita que no funcione con un egoísmo impresentable y canallesco pero a la vez defender que uno, por haber nacido donde ha nacido, tiene derecho a vivir de un modo que directamente hace imposible la vida de los demás?

Establecida esta obvia y molesta verdad queda calcular, pues, dónde está el umbral a partir de la cual llevar un determinado nivel de consumo implica directamente estar robando la posibilidad de vivir con dignidad a otros y, a largo plazo, acabar con la vida de nuestros congéneres y con la habitabilidad del planeta. Obviamente, soy el primero que espera que ese umbral no me impida seguir con mi rutilante iPhone 5 en el bolsillo, pero, más allá de mis modestos vicios privados, soy perfectamente consciente de que el umbral, existir, existe. Y, por esta razón, como yo sí querría aspirar a poder vivir como izquierdista internacionalista, ser humano fraterno y kantiano practicante y se me caería la cara de vergüenza si llevara un nivel de vida y consumo de recursos que supusiera contribuir al desastre global garantizado y a la muerte de millones de seres humanos, me pregunto por qué nuestros gobernantes (o sus amiguitos académicos y estrellas mediáticas varias que los siguen de COP en COP y Emitados Árabes porque me toca, a todo tren.. pero siempre en vuelos transoceánicos) siguen sin decirnos más o menos por dónde anda ese umbral. Es evidente que, en parte, no quieren transmitirnos malas noticias ni confrontarnos ante la que es la triste realidad porque, a fin de cuentas, los votos de todos los que se creen “de izquierdas de verdad de la buena” o “buenos cristianos sin tacha” pero que en realidad son unos sociópatas egoístas están en juego y no es cuestión de renunciar a ellos así como así. Pero también, no nos engañemos, y como demuestra la declaración final de la COP26, es que hay un interés tendente a cero en abrir la boca, y no digamos ya en hacer nada de provecho, que pueda tener alguna posibilidad, por nimia que sea, de fastidiar el cotarro consumista desaforado y de capitalismo global en que vivimos felizmente instalados. Hasta que pete, claro. Pero, mientras tanto, ¡pues a disfrutarlo!

Los números, además, son difíciles de hacer con exactitud y fiabilidad, y más aún proyectándolos hacia el futuro, lo que da una excusa fantástica para esquivar la cuestión. Y es verdad que quizás pueda haber mejoras tecnológicas en el futuro y ganancias de eficiencia que nos permitan a los felices habitantes acomodados del Occidente privilegiado aspirar a seguir a lo nuestro, e incluso ir ganando en comodidades absurdas, mientras ese tercio de la humanidad que aún no dispone de lavadora, por poner un ejemplo, aspire a poder comprar alguna de vez en cuando. Pero vamos, más o menos, y aun teniendo en cuenta esto, debiera ser perfectamente posible, al menos, tener una idea más o menos clara de por dónde iría un umbral de mínimo (y, además, calculándolo generosamente y a nuestro favor, por eso de aprovechar en nuestro beneficio cualquier duda que pueda existir aún sobre cómo cuantificar exactamente todo). Hay, de hecho, por ahí esbozos de “calculadores de huella climática” que más o menos permiten hacernos una idea de si somos de los que nos estamos cargando el planeta y, de paso, a otros seres humanos (spoiler: sí, lo somos) o no y, en su caso, qué deberíamos reducir y hasta qué punto. Lo increíble es lo poco trabajados que están, lo incompletos que son y lo poco que los difunden instituciones, gobiernos, o incluso partidos supuestamente progresistas con intención de lograr una efectiva modificación de hábitos a partir de sus resultados.

Ya sé que es molesto lo de que ser de izquierdas o cristiano (y recordemos que entre estos dos grupos y demás ideologías o creencias con apelaciones a valores de solidaridad ecuménicas cubrimos a más del 90% de la sociedad española) se haya de traducir en la práctica cómo vivimos y nos comportamos, para con los demás y para con el planeta, en vez de poder limitarnos a darnos golpes en el pecho y a ponernos medallitas, pero, lamentablemente, así son las cosas en el mundo de las personas que valen la pena. Y ya sé también que hay que ayudar además a los cambios globales, de diseño del modelo y de limitación de las emisiones globales de los grandes negocios, la gran industria y el transporte internacional y tal. Pero vamos a contar un secretito a quien no lo sepa: esos grandes negocios y demás estructuras se dedican, esencialmente, a proveer al mercado de bienes y servicios que luego, pásmense, usan personitas como Usted y como yo, como todos nosotros. ¡Qué cosas! 

Así que, la verdad, habría que calcularlo. Y ya está. Es impresentable, sinceramente, que ni gobiernos ni ONGs a nivel internacional ni partidos políticos ni prácticamente nadie estén explicando a la población de cada país, atendidas sus circunstancias, más o menos por dónde anda el umbral y si cada uno de nosotros individualmente lo superamos o no, de largo, por cuánto… y por qué. 

Así que, y aun a riesgo de que pueda haber alguna inexactitud, allá va más o menos lo que sabemos, por ejemplo, para un país como España:

  • Vivienda. Si vives en una unidad familiar que dispone de más de 50 metros cuadrados por persona en una zona de ciudad compacta, es muy probable que estés ampliamente por encima de lo que es sostenible para toda la población del planeta. En tal caso, más te vale tratar de compensar en otros ámbitos y, si no vives en la ciudad compacta, no usar apenas el coche privado (lamentablemente, además, estos dos efectos se suelen retroalimentar) y compensar con una casa muy eficiente energéticamente, placas solares y usando el espacio adicional de que dispones para autoproveerte no sólo de energía sino de algunos alimentos. El diseminado, el bungalow, e incluso el PAU, y ya no digamos el chalet, suponen lo que suponen. ¿Te gusta vivir así y puedes, o te sientes con derecho a ello, pero quieres pensar que sigues siendo progresista y fraterno? Pues ya sabes, a currarte compensar la cosa por otras vías, tanto con lo que haces en casa como con el resto de elementos del listado.
  • Consumo eléctrico. El consumo de energía eléctrica en España está casi en los 6.000 kWh de media por persona que ya es la media europea, y se supone que ese consumo es entre un 50 y un 100% superior a lo que es a día de hoy sostenible, dado el pool de generación que tenemos. Si estás ya en esos números, sencillamente, has de rebajar el consumo, idealmente a unos 3.000 kWh anuales, y tratar de que además el origen de esta electricidad sea de fuentes limpias (desgraciadamente, no producimos energía verde para todos, pero si compramos a comercializadoras que nos garanticen ese 100% a nosotros presionamos al mercado en esa dirección). ¡La izquierda organizará su vida optimizando las actividades con luz diurna o no será!
  • Transporte diario. Si vas en coche a diario al trabajo o a tus actividades cotidianas es casi imposible que no estés muy por encima de lo que te corresponde. Punto. Ya está. Podríamos dejarlo aquí, porque es bastante sencillo: no cojas el coche, ni te lo compres. Pero por ser más realistas en los consejos, añadamos qué se puede hacer: pásate a andar, a la bici, a la movilidad eléctrica (algo menos costosa ambientalmente) o al transporte público.  Si puedes, claro. Porque, y esa es otra, como a nuestros poderes públicos todo esto es manifiesto les da igual por mucha COP en los Emiratos que monten, la mayor parte de la inversión pública desde hace décadas va destinada a garantizar al 60% de población de más renta, que es la que dispone de coche privado (o al 30% de más renta aún, que es quien dispone de más de un vehículo por familia), de todas las facilidades para ir por la vida con todas las comodidades, mientras que las posibilidades de moverse a pie o en bici con buenas infraestructuras, seguras y de calidad, o en un transporte público decente, pues son las que son. Vamos, que yo no sé si se puede inferir que por tener un iPhone o un portátil alguien no sea de izquierdas de verdad, pero ya os digo que ciertos coches y hábitos de desplazamiento dicen más que mil palabras (o mil teléfonos móviles). Y sí, para los buenos cristianos el SUV tampoco puede ser.
  • Viajes ocasionales, por trabajo u ocio, a destinos lejanos. En este punto, es bastante fácil establecer dónde están unos (generosos) umbrales de inaceptabilidad: si haces un viaje transoceánico, más te vale no coger un coche en varios años para compensar; con 5 o 6 viajes dentro de España o Europa, aunque sean por trabajo, al año, ya te están comiendo toda la cuota de mínimo un par de años que tendrías para transporte y deberías hacer el resto a pie o en bici. A partir de ahí, obra en consecuencia. Porque sí, lo siento: ni como cristiano consecuente ni como persona de izquierdas digna de ese nombre se puede ir uno cada año de vacaciones a Bali, Estados Unidos o de visitas por capitales europeas. Sencillamente, porque al hacerlo estás impidiendo que mucha otra gente pueda aspirar siquiera a vivir en unas mínimas condiciones en el resto del planeta. Y el efecto, en este caso, es directo, claro, y enorme. Que a algunos les da casi igual, o incluso les puede beneficiar para hacer esas fotos de personas menesterosas por la calle que nos traen de sus viajes por determinados países que luego enseñan para explicar lo que les ha cambiado la vida ver esa realidad y “la verdad intensa que tienen esas miradas” o las pazguatadas al uso, pero más nos vale ir tratando a esta gente como la basura climática que son cuanto antes.
  • Alimentación. Aunque a Pedro Sánchez no le haga ninguna gracia, el consumo de carne ha de pasar ya entre todos nosotros a ser lo más testimonial que sea posible, casi limitado a fiestas de guardar y encuentros festivos (especialmente si hablamos del mítico chuletón o del vacuno en general). Respecto del resto de alimentos se ha de eliminar en lo posible, idealmente del todo, el consumo de productos venidos de lejos y de los que se venden procesados. En países como España, y no digamos en el País Valenciano, es a día de hoy posible comprar toda la fruta y verdura de proximidad si tienes renta suficiente para tener un iPhone (porque sí, hacerlo así es bastante más caro, dado que así de locamente funciona el tinglado), de manera que si tienes un teléfono de estos al menos ten la vergüenza torera de comprar cosas de temporada y hechas cerquita. Por cierto, también podemos intentar comer un poco menos, que no nos vendrá mal… y por una vez izquierda practicante y buena forma física quedan mágicamente alineadas.
  • Ropa. Sabemos también que la ropa hemos de aspirar a que nos dure mucho más de lo que el mercado querría, al menos una década, y los zapatos más de un mero par de años. Ello significa que tendríamos que intentar comprar sólo una prenda de ropa o un par de zapatos al año, lo que ya permite cierta variedad al ir combinándolos. O reutilizar, intercambiar, aprender a modificar y remendar por nosotros mismos… o dejar de dar tanta importancia a estas cosas. Porque para lo que sí importan es para cargarse el planeta y la calidad de vida de otros.
  • Cachivaches varios, muebles, objetos. Podemos tener teléfono móvil, al parecer, e incluso ordenador y algún electrodoméstico más, así como muebles, pero lo que es insostenible es tener muchos, tenerlos sin uso y cambiarlos cada dos por tres. Por ahí hay quien decía que si un móvil nos durase al menos 10 años, un ordenador o lavadora 15 y la nevera o la televisión 25 (y todos son de consumo energético muy eficiente) pues podríamos aspirar a que esos aparatejos se generalizaran para todos. Ni idea de cuán exactas serán esas cifras, pero es evidente que todo consumo desaforado de electrodomésticos o muebles incide notablemente en nuestra huella ambiental. Así que… ojo que como cambiemos mucho de teléfono y sea último modelo estamos muy cerquita de que, en efecto, sea bastante incompatible eso de ser de izquierdas y tener siempre el último modelo de iPhone

En realidad, todo esto es muy orientativo y, como es evidente, es posible compensar algunos excesos con ascetismo en otros ámbitos, según usos individuales y preferencias. Además de que, como ya he dicho, todo esto no son sino aproximaciones un tanto groseras. Por eso mismo sería tan importante tener no sólo guías públicas sobre esta cuestión sino herramientas digitales de medición y control individual a nuestra disposición. De hecho, incluso, sería necesario que los poderes públicos, al menos a efectos meramente informativos para empezar, nos “evaluaran” al respecto, aun con todas las deficiencias del sistema en sus inicios, a partir de los datos que les suministráramos y nos informaran de dónde estamos en términos absolutos y relativos. A continuación, estaría bien que se fueran estableciendo incentivos para quienes generaran menos impacto e, incluso, a largo plazo, que empezáramos a pensar en establecer obligatoriamente cupos máximos de derechos de emisión y destrozo ambiental por ciudadano que no se pudieran exceder en ningún caso (mejor bloquear todo consumo adicional de esas personas a partir de superado el límite que sancionarlas, aunque ya puestos una buena sanción adicional nunca vendría mal). 

Pero, de momento, simplemente con saber dónde estamos cada uno de nosotros ya podríamos mejorar y aprender mucho… e ir pensando en adoptar algunas medidas interesantes. Por ejemplo, una de las cosas que sabemos es que los ricos contaminan exponencialmente más a partir de que se incrementa su nivel de renta, de modo que una de las políticas ambientalmente más globalmente eficaces es, también, y como explicábamos el mes pasado, gravar fiscalmente a las rentas más altas y a los grandes patrimonios de formas a día de hoy juzgadas como salvajes y que lamentablemente por el momento aún requerirían de que fuéramos a las barricadas para lograrlo. Bueno, de eso o de una sucesión de catástrofes suficientemente graves como para instar al cambio, que parece que es la única vía de evolución que nuestras elites progresistas y “concienciadas” conciben como realistamente posible. En definitiva, tener estos datos y publicarlos de forma transparente ayudaría mucho presionar en esta dirección. Y, si no, qué caray, al menos nos libraríamos de los ricachos repugnantes que viven a costa de lo que son los recursos planetarios de cientos o miles de personas y que nos van dando leccioncitas a los demás desde su supuesto compromiso. ¡Que con eso ya nos conformamos!

Así que sí, lamentablemente, siento comunicarles que es bastante incompatible eso de ser de izquierdas, o cristiano, o de cualquier otra creencia, ideología o secta que nos considere a todos iguales y con derecho a vivir con unas condiciones mínimas de dignidad y acceso a recursos y seguir con cierto tren de vida. Ya es cosa suya juzgar si están o no por encima del umbral. Pero va siendo hora de que todos nos lo planteemos. Y, sobre todo, va siendo hora de que nuestros gobiernos nos expliquen con claridad cuál es ese umbral de indudable inaceptabilidad y de los medios para medirnos con rigor a nosotros mismos.  Los resultados, a buen seguro, no nos gustarían. Quizás nos quedaríamos sin el nuevo iPhone. O tendríamos que irnos de verdad a “nuestra amada Cuba”, al menos, para aprender un poco y tomarla como ejemplo para esto. Porque, entre otras cosas, parece que también tenemos que empezar a plantearnos seriamente cómo poder lograr mejoras en este plano sin que medien enormes desastres previos o sin tener que padecer una odiosa dictadura o un régimen totalitario. Porque la cosa es urgente. Y, probablemente, también puede acabar yéndonos la democracia en ello como no logramos explicar, informar y convencer a todos los que de verdad se sienten de izquierdas, cristianos, internacionalistas, kantianos o ecumenistas de que sí, en efecto, esto también va de sus (de nuestros) hábitos de vida y consumo.

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Publicado originalmente en Valencia Plaza el 14 de noviembre de 2021



El enfoque regulatorio para conciliar sharing privado, transporte público y movilidad sostenible a escala local

Una de los mayores retos a que se enfrentan nuestros reguladores en la actualidad es conciliar, como hemos comentado ya en otras ocasiones en este blog, las nuevas posibilidades privadas de sharing e intercambio, tanto en su vertiente menos comercial como en la que directamente pretende hacer de ello un negocio y ofrecer los servicios en el mercado, con la regulación tradicional de los mercados de transporte urbanos o metropolitanos. Los conflictos hasta la fecha aparecidos son variados: competición por el uso del (escaso) espacio urbano, cómo determinar o asignar la prioridad a unos u otros usos modales, problemas referidos a la necesaria protección de las redes de transporte público frente a una posible canalización de sus usuarios por alternativas de sharing más eficientes individualmente pero que quizás no lo sean globalmente y, sobre todo, el omnipresente conflicto entre los nuevos prestadores de estos servicios (o quienes desearían serlo si la regulación lo permitiera) y los actuales incumbentes, especialmente taxistas, con licencias o concesiones de lo que tradicionalmente se consideraba como un servicio público (impropio). Como es sabido, en la Universitat de València, tanto en el Grupo de Investigación Regulation como en la Cátedra en Economía Colaborativa y Transformación Digital hemos estado trabajando ya desde hace unos años en estas materias, lo que permite avanzar ya algunas conclusiones sobre cómo se podrían (y deberían) resolver algunos de estos conflictos.

Desde una perspectiva regulatoria, además, hemos de tener en cuenta los diversos instrumentos internacionales y nacionales que ponen en valor las decisiones a escala local en estos ámbitos y que, además, fijan objetivos y establecen hacia dónde han de ir, tendencialmente, las regulaciones del futuro en esta y otras materias. Por ejemplo, y sobre todo, es de una gran importancia el documento de Naciones Unidas sobre la Nueva Agenda Urbana, de 2017 (NUA, New Urban Agenda), que pone el acento, certeramente, en el papel protagonista de las autoridades locales a la hora de alinear las posibilidades de nuevas alternativas de movilidad compartida con los objetivos programáticos de la declaración. Aunque el marco legal nacional siempre jugará un papel importante, y es por ello que, por ejemplo, los pasos hacia la liberalización de ciertos servicios en países donde la tradición legal era significativamente más rígida -como es el caso de España, sin ir más lejos- pasan también por alinear la legislación nacional con estas ideas, es esencial reivindicar que esta legislación ha de dar un gran margen de maniobra, tal y como establecen los instrumentos nacionales e internacionales, a los gobiernos locales y regionales. Un margen que resulta de mucha utilidad para que las autoridades locales puedan establecer matices y las debidas diferencias en la regulación de todas las cuestiones relacionadas con la movilidad urbana sostenible de una forma que permita su adaptación a sus concretas situación y necesidades.

Ahora bien, a la hora de hacerlo, y para alinear las nuevas posibilidades tecnológicas y económicas con los desafíos planteados por la sostenibilidad ambiental y los objetivos principales en materia de movilidad sostenible de la NUA -proporcionar alternativas de movilidad asequibles y de calidad a todos los ciudadanos velando por el respeto al medio ambiente y tratando de integrar todas las posibilidades tecnológicas que permitan una mayor eficiencia, hay algunas cuestiones que deberían ser siempre tenidas en cuenta. A partir de ellas es ya posible establecer una suerte de «Carta de Principios Reguladores de la Movilidad Urbana para afrontar los Desafíos del Siglo XXI», que debería basarse, a mi juicio, en las siguientes notas.

  1. Regulación convergente de la oferta de servicios de movilidad de base privada. La regulación de los servicios de taxi tradicionales, independientemente de su consideración como servicio público, que puede variar según la tradición legal del país, ha de evolucionar y, con el tiempo, también debería converger con la regulación de los servicios de transporte ofrecidos por otros agentes privados, normalmente a través de las modernas plataformas de intermediación digital. Se trata exactamente del mismo servicio, a efectos materiales y funcionales, de manera que meras cuestiones de intermediación o la tecnología empleada para ello no debieran bastar para que haya una diferenciación en el régimen jurídico de unos y otros prestadores. Hay pues, que tender hacia evitar diferenciaciones artificiosas y buscar la convergencia regulatoria (obsérvese que esto es justo lo contrario de lo que ha hecho hasta ahora España, que recientemente ha legislado precisamente con la idea de ahondar en la diferenciación entre unos y otros servicios a partir de distinciones, cuando menos, artificiosas).
  2. Capacidad local para establecer restricciones sobre el tipo de vehículos empleados y sus emisiones. Las autoridades locales deberían disponer de plena capacidad regulatoria de establecer límites, cuando sea necesario, para evitar la congestión de las ciudades y sus negativas consecuencias ambientales, y muy especialmente en lo referido a los centros urbanos. Han de tener pues respaldo regulatorio para poder imponer límites que puedan referirse bien a toda la ciudad o sólo a las áreas más afectadas, dependiendo de la gravedad -debidamente justificada- de los problemas de contaminación y congestión. Adicionalmente, y en línea con lo que es cada vez más común en muchos países (Alemania, Dieselverbot) que han de poder discriminar entre los distintos tipos de vehículos y de servicios de movilidad ofrecidos, públicos y privados, evaluando sus efectos e incidencia de todo tipo en estos dos planos (congestión y polución), a fin de poder justificar que estas restricciones no sean necesariamente las mismas para todos ellos. Estas diferencias de trato, en todo caso, han de estar siempre debidamente justificadas y atender a razones ciertas, que permitan justificar tanto la adecuación como la proporcionalidad de la medida para lograr los objetivos perseguidos.
  3. Posibilidad de establecer requisitos diferentes, y más exigentes, para los vehículos que prestan servicios de transporte privado. Además, se han de establecer con carácter general requisitos cada vez más exigentes sobre la calidad ambiental de todos los vehículos que oferten servicios de transporte en áreas urbanas, que las autoridades locales deben también tener competencia para poder incrementar para hacerlos si cabe más estrictos en lo referido a la circulación por sus calles si hay una justificación ambiental suficiente. Los más importantes son los requisitos relacionados con la eficiencia en el uso del combustible y las emisiones. Ha de asumirse, por ejemplo, que las ciudades puedan establecer que la flota que ofrezca estos servicios garantice «emisiones 0» (al menos, las directas) si lo consideran oportuno, siempre y cuando no discriminen injustificadamente entre los prestadores del mismo servicio. Por el contrario, sí puede haber un trato diferente entre estas exigencias y las que afecten a vehículos privados por cuanto estos últimos, al realizar muchos menos viajes diarios (y no estar ejerciendo una actividad económica) plantean menos problemas de contaminación efectiva en el día a día precisamente por su menor uso (aunque éste menor uso comporte, desde otros puntos de vista, necesariamente una menor eficiencia).
  4. Capacidad jurídica de los entes locales para ordenar y restringir el tráfico tanto en ciertas áreas de la ciudad como para establecer medidas de reducción de otro tipo (peajes, prohibiciones de circulación alternas). Todas estas medidas han de hacerse compatibles, y deben decidirse en consecuencia, con otras regulaciones y disposiciones sobre movilidad privada que puedan afectar tanto al uso de vehículos a motor por parte de los ciudadanos como, y por supuesto, con el uso de otras alternativas de movilidad de base privada. Se trata de un problema, como es obvio, jurídicamente diferente, pues en un caso se está regulando una actividad privada que ofrece servicios en régimen de mercado y en el otro caso, simplemente, el uso privado de determinados bienes o alternativas de movilidad. Adicionalmente, y como es obvio, cualesquiera de las medidas ya detalladas habrán de promoverse de manera que sean coherentes con las posibles restricciones contenidas en el plan global de movilidad urbana, que puede restringir ciertas zonas a la circulación, así como con hipotéticas medidas como prohibiciones de entrada a la ciudad –o a ciertas zonas– o peajes urbanos, si se implantaren, en los términos en que en cada caso se disponga (matrículas alternas, peajes, etc.).
  5. Atención y prioridad al transporte público. Junto a la ordenación del transporte privado y de los servicios privados de movilidad ofertados en régimen de mercado, la autoridades públicas han de tener en cuenta de manera preferencial y prioritaria los sistemas de transporte público y sus necesidades, no sólo por su importancia ambiental (reducen contaminación y congestión) sino también social (son la única alternativa de movilidad disponible para muchos colectivos). Por ejemplo, las decisiones sobre cómo compartir el espacio urbano, que es limitado por definición, son una herramienta poderosa de acción local para promover algunos tipos de movilidad que pueden considerarse mejores que otros, y habrán de establecer en todo caso una clara prioridad de usos del espacio público en favor de la movilidad peatonal y del transporte público frente a cualesquiera medios de transporte, o alternativas de movilidad, privados.
  6. Posibilidad de normativas de transición para garantizar una adaptación más suave a la nueva realidad. En algunos casos, regulaciones transitorias o temporales pueden ser necesarias para hacer frente a ciertos desafíos planteados por problemas sociales o económicos derivados de la aparición de estas nuevas alternativas de transporte. Las autoridades locales pueden decidir, por ejemplo, optar por imponer cargas o impuestos a los nuevos prestadores de servicios de movilidad (por ejemplo, empresas de sharing) para promover o ayudar a realizar la transición a la competencia de los operadores ya instalados (por ejemplo, al sector del taxi), que en ocasiones pueden resultar problemática y que, de esta manera, puede realizarse de manera más ordenada. Se trata de la única excepción posible a la antedicha necesidad de convergencia regulatoria y de igual trato para todos los servicios de transporte -que podría excepcionarse, por ejemplo, imponiendo exigencias ambientales mayores durante un tiempo a los recién llegados mientras se da más margen de adaptación a los operadores ya instalados- pero sólo se justifican si se trata de medidas temporales y de transición. También es posible destinar parte de los precios públicos o peajes de entrada a la ciudad o tasas de congestión a un fondo de compensación que forme parte de este tipo de medidas de transición como, en un sentido más general, puede ser también el caso respecto de todos los impuestos pigouvianos en materia de movilidad. Con esta misma finalidad de favorecer una paulatina y menos traumática adaptación de los antiguos prestadores, beneficiados de las regulaciones tradicionales, a la nueva situación, también es posible establecer cláusulas o remedios temporales específicos, como ya se han experimentado en algunas ciudades, a fin de subsidiar indirectamente los servicios de taxis antiguos –o por medio de condiciones más suaves que los hagan durante un tiempo más rentables que la competencia, aunque éstas no deberían implicar derogaciones a las exigencias ambientales– mientras se permite a los nuevos competidores operar en lugar de poner trabas a su actividad. Ésta es una posibilidad a considerar detenidamente -y no está funcionando mal en los lugares donde se ha introducido-, aunque como ya se ha dicho sólo como una medida transitoria, cuando la Administración Pública ha creado un marco regulatorio que ha llevado a algunos agentes a realizar grandes inversiones, por ejemplo, en la compra de licencias de taxi, que pueden volverse menos rentables y valiosas por un súbito cambio de las condiciones regulatorias. Ha de quedar claro, sin embargo, que en la mayoría de los casos, cuando hablamos de regulación y condiciones estables y no de remedios temporales, estas diferenciaciones entre prestadores no tienen sentido legal ni económico.
  7. No hay que asumir que la movilidad compartida va a desplazar necesariamente a las alternativas basadas en la propiedad privada de los vehículos o medios de transporte -o, al menos, no a corto plazo-. Todavía subsisten cuestiones por resolver sobre el alcance de la transformación causada por la movilidad compartida. Por ejemplo, existen dudas sobre si tendría o no sentido desde un punto de vista estrictamente económico anticipar regulatoriamente una hegemonía de las alternativas compartidas frente al sistema tradicional de propiedad individual de los vehículos, como muchas veces es asumido. Algunos estudios recientes muestran cifras, sin embargo, que cuestionan esta suposición.
  8. Promoción municipal de los sistemas de sharing de base privada que no se basan en prestar el servicio sino de poner a disposición el vehículo. Todos estos servicios son a día de hoy ya una alternativa eficiente y que ayuda a la descarbonización de las ciudades si se impone que se trate en todo caso de vehículos eléctricos, como ha de ser el caso. Eso sí, teniendo en cuenta el hecho de que la viabilidad económica de los esquemas para compartir y sistemas de sharing es más fácil de alcanzar con  vehículos menos costosos que los automóviles –bicicletas, donde ya hay una historia y tradición en curso de actuación y regulación de los poderes locales para poner en marcha tales esquemas; patinetes o dispositivos de movilidad equivalentes–, estas muy interesantes alternativas para reducir los costes ambientales y el número global de vehículos dentro de las ciudades han de ser amparadas en primer lugar, sin que necesariamente ello obligue a realizar un mismo esfuerzo con los servicios de sharing de automóviles eléctricos, que aunque tiene sentido que se autoricen también y que no se les pongan trabas, ocupan más espacio público y pueden generar más problemas de congestión, por lo que probablemente no debieran merecer, en cambio, de incentivos regulatorios o económicos por parte de los poderes públicos locales para su implantación.
  9. Prestación pública directa de servicios de movilidad y sharing por parte de los entes locales. Las autoridades locales pueden, junto a su oferta tradicional de red de transporte público, crear sus propias plataformas públicas para compartir automóviles –u otros vehículos, como ya están haciendo en muchos casos, especialmente en materia de bicicletas– o subsidiar algunas iniciativas privadas equivalentes cuando respetan los intereses públicos en materia de movilidad y realicen funciones de servicio público. Para los competidores en régimen de mercado, a quienes se ha de permitir poder actuar y ofrecer estos servicios aunque haya un operados público -o uno privado subsidiado por las razones antedichas- se ha de establecer un marco regulatorio equitativo e igual para todos, equilibrado y que además tenga en cuenta las implicaciones de uso del espacio público, tanto en términos de posible congestión como para gravar ese uso común especial del mismo destinado a la obtención de una ganancia económica en beneficio de unos particulares. Esta tasa por la utilización del espacio público para ofrecer servicios ha de tener en cuenta los beneficios ambientales y de congestión que cada alternativa modal general -y, como es lógico, no tiene sentido aplicársela al servicio público directamente gestionado por los entes locales-.
  10. Todas las medidas de incentivo han de reservarse sólo para la movilidad compartida que no suponga emisiones directas, y se ha de tratar de desincentivar la oferta de sharing de movilidad privada que no implique descarbonización ni rebaja de la polución. Las evidentes ventajas de la movilidad compartida, tanto en sus versiones más colaborativas como en lo que supone la oferta de servicios privados de transporte, se incrementan en todo caso enormemente si se combinan con el uso de vehículos que no funcionen con combustibles fósiles, lo que implica hablar tanto de automóviles eléctricos como de otros vehículos y modalidades alternativas, desde las bicicletas tradicionales a otros aparatos y cachivaches eléctricos –bicicletas, patinetes…–. Cabe señalar que los automóviles/vehículos eléctricos pueden no ser alternativas completamente descarbonizadas en algunos casos, dependiendo de la fuente de energía eléctrica que utilicen para su propulsión. Aunque éste es un elemento también a tener en cuenta, con todo, no cabe duda de que las emisiones directas son un factor más importante en lo inmediato, por el impacto que tienen sobre la polución urbana. En cambio, si esos vehículos son autónomos o no –sin conductor–, aunque sin duda plantea otro tipo de problemas muy exigentes -cuestiones de seguridad y responsabilidad, junto a preguntas sobre el futuro del empleo para los seres humanos-, todas ellas muy interesantes, no es una cuestión de importancia jurídica respecto de la organización de la movilidad urbana, pues a estos efectos es una alternativa neutra.
  11. Promoción de otros modelos de movilidad, a pie, en bicicleta y la reducción de la movilidad innecesaria como aproximaciones estratégicas básicas. Por último, per probablemente mucho más importante, se ha de recordar que cualquier estrategia global coherente adoptada por los gobiernos locales dispuestos a cumplir con las exigencias derivadas de la Nueva Agenda Urbana debe adoptar una regulación que ante todo y por defecto busque promover otros tipos de movilidad más allá de las plataformas empresariales de sharing y el posible uso compartido de automóviles, como son los desplazamientos peatonales, que han de estar primados y preservados en todo caso, con la necesaria inversión en infraestructuras que los haga posibles, seguros y agradables. Iguales reflexiones pueden merecer, también, los desplazamientos en bicicleta y cualesquiera otros que no empleen fuentes de energía que de manera directa o indirecta generen emisiones. Además, ha de ser tenido en cuenta que en el futuro aparecerán sin duda también muchas oportunidades de mercado relacionadas con el uso compartido de bicicletas, eléctricas o no, y el uso compartido de otros dispositivos de movilidad. Para promoverlos, pero también para controlarlos, es necesario no solo la infraestructura adecuada para hacer factible un uso masivo de tales alternativas, sino también para realizar un reparto consciente del espacio público entre alternativas de movilidad a fin de ordenar el tránsito de dichos dispositivos. La mayoría de estas decisiones, más allá del marco legal muy básico que pueda existir a nivel nacional, serán adoptadas por las autoridades locales, que son y han de ser los principales responsables y protagonistas en la regulación y mejor del fenómeno de la movilidad urbana.



Movilidad urbana, convivencia y derechos en la Valencia del siglo XXI

Probablemente una de las facetas más visibles, quién sabe si porque se trata de una de las pocas que existen, donde los ciudadanos hemos podido constatar diferencias entre el desempeño de los gobiernos municipales conservadores de Valencia entre 1991 y 2015 y el surgido del “Pacte de la Nau” que hizo alcalde a Joan Ribó hace cuatro años es la que se refiere a las políticas de movilidad urbana. De hecho, la prensa local más conservadora y los partidos de la oposición (tanto C’s y PP como Vox; que ha entrado en tromba en campaña empleando también, precisamente, esta cuestión) se han ceñido en estos años prácticamente en exclusiva a este tema a la hora de criticar la gestión de Compromís (muy especialmente), PSPV y Podem. No parece que el resto de las políticas municipales desarrolladas, más allá de que la oposición siempre piensa que la ciudad podría estar más limpia, ser más segura o aprobar los desarrollos urbanísticos de manera más presta, generen excesivo desacuerdo estructural. En cambio, la apuesta del pacte de la Nau, y más en concreto de su concejal de movilidad Giuseppe Grezzi, por ampliar la red de carriles-bici de la ciudad a costa de espacio hasta ahora destinado al automóvil, junto a leves incrementos y adecentamientos de zonas peatonales, ha desatado una tormenta política y mediática de enormes proporciones y, la verdad, digna de mejor causa.

Esta polémica es tanto más sorprendente cuanto la política de movilidad que se ha desarrollado desde 2015 es, en contra de lo que pudiera parecer por la reacción suscitada, más bien modesta. Basta para ello comparar lo realizado, unos 35 km de carril-bici en estos cuatro años, con lo que preveía el Plan de Movilidad Urbana Sostenible de la ciudad de Valencia, aprobado en 2013, recordemos, por una corporación municipal donde el Partido Popular tenía una cómoda mayoría absoluta. En este Plan de Movilidad no sólo se contenían la mayoría de los carriles-bici que se han ejecutado (por ejemplo, el icónico carril, por cuanto todos los partidos de la oposición se han hecho fotos en él prometiendo su reversión caso de ganar las elección, de l’avinguda del Regne de València) y se especificaba que en el futuro todas estas infraestructuras deberían hacerse en calzada y nunca por las aceras, sino que además se preveían otros muchos más ambiciosos que, a día de hoy, no se han hecho: sirva de ejemplo la previsión contenida en el mismo de un carril-bici por las Grans Vies de la ciudad y, en concreto, también por la Gran Via del Marqués del Turia. Cualquier ciudadano con interés por estas cuestiones y lo que se preveía en el mencionado plan aprobado por el Partido Popular, por lo demás de una buena factura técnica y previo un estudio de la movilidad en la ciudad más que completo, lo tiene a su disposición en la web del Ajuntament de València, por lo que la consulta y comprobación de estos (y otros) extremos no puede ser más sencilla.

Pero no sólo los planes municipales aprobados hace ya 6 años para planificar la movilidad urbana en la ciudad, sino las propias promesas de partidos como PP y C’s en la campaña de 2015 muestran hasta qué punto lo realizado en la ciudad de Valencia por el gobierno de la Nau, por mucho que valiente a la vista de la reacción suscitada, no deja de ser una realización humilde. Así, el PP prometía en su programa electoral hacer en cuatro años 100 km de nuevo carril-bici ocupando espacio de la calzada. Ni más ni menos que el triple de lo que se ha ejecutado en medio de una escandalera enorme. Por su parte, C’s prometía hacer aún más carriles-bici segregados que el PP, hablando en ocasiones en algunos mítines de doblar esas cifras y abundaba en la idea de convertir Valencia en “la Ámsterdam del Mediterráneo”. Huelga decir que las restricciones al vehículo privado y al aparcamiento en el centro que son a día de hoy norma en la ciudad holandesa, incluyendo una casi completa peatonalización, están lejísimos de lo que tenemos en Valencia. Asimismo, los Países Bajos invierten casi 35 euros por habitante al año en infraestructura ciclista (con un excelente retorno, por cierto, en términos de salud y ambientales). Eso supondría, trasladado a Valencia (800.000 habitantes), una inversión anual de unos 28 millones de euros. Es decir, más de diez veces el dinero que se está dedicando en estos momentos en nuestra ciudad a infraestructura ciclista. Simplemente a partir de los programas y promesas electorales que presentaron PP y C’s en 2015 podríamos, pues, realizar muchas críticas al desempeño del govern de la Nau en estos años, pero en un sentido radicalmente contrario al que estamos leyendo y escuchando estos días. María José Catalá y Fernando Giner deberían explicar por qué no están exigiendo más inversión y más carriles-bici, cuando sus partidos y ellos mismos se afirmaban no hace tanto tiempo defensores de ir mucho más allá, pero mucho, de lo realizado estos años.

Algunas razones de peso para abandonar las viejas políticas y abrazar un nuevo modelo de movilidad

El caso es que no lo tendrían fácil, y quizás por eso no realizan el ejercicio, porque la postura correcta, como por lo demás muestran todos los ejemplos europeos comparados, era la que defendían hace unos años. Basta analizar la evolución de la movilidad urbana en el resto del continente, pero también en las ciudades españolas medianas, para constatar una evolución hacia un diseño urbano donde las peatonalizaciones en el centro son la norma y la circulación en coche por ciudad se restringe enormemente (siendo las avenidas de tres y cuatro carriles una absoluta excepción y las velocidades mayores a 30 km en zona urbana inconcebibles). En este sentido, la anomalía de Valencia es que tenemos todavía un centro accesible en coche, incluyendo la zona central de actividad de la ciudad, la hoy llamada plaza del Ayuntamiento, convertida en inmensa rotonda, lo que es algo absolutamente único ya a estas alturas en España, así como una red de avenidas generosísimas en carriles para los coches con una velocidades de circulación altísimas y peligrosas. No es extraño, por ello, que la tasa de siniestralidad y de muertes por atropello de viandantes y ciclistas en Valencia sea de las más altas de las ciudades de su tamaño entre los países de Europa occidental.

Junto a consideraciones obvias de seguridad y de reparto del espacio público, pues no puede permitirse que sea monopolizado en beneficio de la reducida fracción de ciudadanos que se empeñan en hacer uso del coche en todos sus desplazamientos y del aún más pequeño porcentaje que sí lo puede necesitar (a los que hay que ofrecer alternativas, que en parte pasan por impedir o dificultar a los del primer grupo señalado que sigan acudiendo en coche a todas partes), la dimensión ambiental supone otro vector obvio que nos empuja en la misma dirección. A estas alturas no parece necesario incidir en los retos que plantea el cambio climático a escala global. Pero como este tipo de problemas globales, que afectan poco al día a día de los ciudadanos y requieren que no sólo cambiemos nuestros hábitos sino que lo haga mucha más gente en todo el planeta son difíciles banderines de enganche, mejor recordar algunos de los efectos de la contaminación que sufre Valencia que inciden directamente sobre sus vecinos en forma de problemas respiratorios, alergias, asmas y demás. La incidencia de este tipo de dolencias se ha multiplicado en los últimos años en paralelo al aumento de la contaminación atmosférica y la relación causal entre esta última y aquéllas, además, está ya más que acreditada y establecida. El número exacto de muertes directamente vinculadas a esta situación puede ser discutible, pero nadie que haya tenido a una persona cercana aquejada de este tipo de problemas ignora ya hasta qué punto la contaminación las agrava. Otro colectivo particularmente afectado son los niños, en particular los más pequeños. Enfermedades prácticamente anecdóticas hace años, como las bronquiolitis, son ahora una plaga entre niños y niñas, como cualquiera que esté rodeado de parejas en edad reproductiva puede comprobar. La contaminación en la ciudad de Valencia, muy vinculada al enorme incremento del tráfico metropolitano y a la actividad del puerto (asunto éste sobre el que también habría que actuar a la mayor brevedad), ambas altamente nocivas, debería ser mucho menor de lo que es, por tener un régimen de brisas regular. Sin embargo, la ausencia de medidas decididas para atajar las fuentes de polución está provocando que, increíblemente, tengamos uno de los aires más contaminados de España e, incluso, de Europa.

Una nueva política de movilidad urbana para Valencia y su área metropolitana

Las políticas de movilidad que necesita una ciudad como Valencia, para mejorar la vida de los vecinos en todas estas vertientes, son bastante obvias y requieren de la defensa y profundización de los pasos ya acometidos. En este sentido, es también exigible a los medios de comunicación valencianos que, en lugar de difundir cuestionables y alarmistas informaciones sobre atascos puntuales en algunas vías (cuya fluidez es puesta de manifiesto a diario por los ciudadanos que pasean o circulan por ellas y comparten regularmente, atónitos, fotos que muestran hasta qué punto la catastrofista visión sobre la situación de las mismas que suelen difundir los grandes medios no se compadece con la realidad), pasen a informar sobre los efectos de la contaminación y la situación real de la movilidad urbana y metropolitana en Valencia, sus problemas y la imperiosa necesidad de reorientar no pocas inversiones que se hace cada día más patente. Resulta muy llamativo el desinterés de nuestros medios de comunicación, al menos hasta la fecha, por dar información completa y rigurosa sobre estas cuestiones, máxime cuando es relativamente fácil lograr datos y contrastarlos con el ejemplo comparado.

Así, y para una ciudad de unos 800.000 habitantes y un área metropolitana de millón y medio de habitantes, es llamativo el pésimo servicio de cercanías que ofrece Renfe y su estancamiento desde hace ya una década larga, en torno a 15 millones de pasajeros anuales que no se incrementan porque, sencillamente, el servicio ofrecido no es competitivo. Se trata de una cifra ridícula, que tiene que ver con una gestión tercermundista (trenes anticuados, frecuencias lamentables, tiempos de viaje de hace un siglo) de ejes como el de la A3 (líneas C-3 y C-4), la directa inexistencia de servicio digno de ese nombre en zonas como la del valle del Palancia (C-5) y la saturación y falta de frecuencias en las únicas líneas que sí dan un servicio más o menos digno a ejes de comunicación básicos, como el norte hacia Castelló (C-6), el sur hacia Gandia (C-1) y el sudoeste hacia Xàtiva (C-2). Al margen de la necesidad de invertir para evitar estos problemas, el hecho único de que una ciudad de casi un millón de habitantes siga careciendo de estación y túnel pasantes, esperados desde hace más de 30 años (ya fueron previstos en el PGOU de 1988) por la nula inversión estatal, limita además enormemente las posibilidades de la red de Cercanías. Por contrastar, y a pesar de sus carencias y la necesidad de inversiones y de mejoras (especialmente en las líneas que cubren el eje del Túria, con tiempos de viaje y frecuencias inaceptables), Ferrocarils de la Generalitat Valenciana (FGV) transporta a unos 70 millones de viajeros al año, con incrementos acumulados desde 2015 de más de un 10%. Mientras tanto, la mucho más humilde Empresa Municipal de Transports (EMT) de Valencia transporta al año casi a 100 millones de viajeros en sus autobuses, también con incrementos acumulados de más de un 10% de los pasajeros en los últimos cuatro años. El contraste con la dejadez de Renfe y sus cercanías es enorme. Habría que exigir inversiones en consonancia con estas necesidades, pues es inaceptable, además, que el Ministerio de Fomento del Gobierno de España se empeñe en dilapidar recursos públicos en obras de dudosa necesidad (ampliaciones de las diversas entradas en automóvil a la ciudad de Valencia o del by-pass, todas ellas ya en marcha) cuando hay carencias mucho más graves y, por ello, actuaciones que deberían ser prioritarias sin atender. Por supuesto, y como guinda, la integración tarifaria de los medios públicos de transporte en el área metropolitana sigue sin ser completa por culpa de… la negativa de Fomento a incluir a Renfe en la misma.

Respecto de las políticas estrictamente urbanas en materia de movilidad, las líneas básicas están ya plasmadas en el PMUS de 2013 (recordemos, aprobado por el PP), que habría de aplicarse en su integridad y desarrollarse de manera ambiciosa a la menor brevedad. Así, hay que completar todos los itinerarios y grandes ejes de movilidad peatonal que se preveían en el mencionado Plan, combinando esto con una generalizada ampliación de aceras y mejora de pasos peatonales, porosidad para el paseo y calidad urbana (sombras, seguridad…) que incentiven los desplazamientos a pie. Junto a ello, ha de proseguirse con la política de movilidad de estos años, en forma de construcción de carriles-bici, que han de ir siempre por calzada. El objetivo a corto plazo ha de ser que todas las vías de dos o más carriles de la ciudad cuenten con carriles-bici segregados en los dos sentidos de circulación antes de 2023, mientras que las vías de un solo carril deberían ser siempre vías con velocidad máxima a 20km/h que permitan la convivencia de todo tipo de vehículos (y la circulación en contradirección, como en el resto de Europa, de los vehículos que no son a motor). Se trata de objetivos sencillos y globales, fáciles de lograr a corto plazo y que conllevan un diseño de ciudad y de la movilidad coherente, que han de ir acompañados de la paulatina mejora (que requiere de más inversión) de la calidad urbana de estas intervenciones (arbolado, segregación blanda, mejora del pavimento) y, por supuesto, de la total restricción al tráfico a motor privado, salvo para residentes, de todo el centro de la ciudad (al menos, desde la ronda interior hacia adentro). Una movilidad urbana así diseñada, como es obvio, ha de ser completada por una reordenación ambiciosa de las líneas de la EMT, así como de una potenciación de su uso, ofreciendo tarifas reducidas para colectivos vulnerables que incluso debería tender a medio plazo hacia la gratuidad del servicio, en línea con lo que ya empieza a ocurrir en algunas ciudades europeas. Todas estas medidas, así como las propuestas a escala metropolitana, se complementan unas a otras y producen aún mejores y mayores efectos cuando se ponen en marcha conjuntamente, pero es evidente que ello no empece para que se hayan de ir desarrollando, al menos, todas aquellas que sea posible poner en marcha a partir de la disponibilidad presupuestaria existente en cuanto sea posible.

Sin embargo, nada de lo aquí señalado, sorprendentemente, está siendo tratado por los medios de comunicación ni forma parte del debate político. Ni del de campaña, más encendido; ni del ordinario, más estructural. Vivimos una situación surrealista donde se critica por supuestos excesos a quienes, si han pecado por algo estos años, ha sido más bien de prudentes (con una cautela quizás comprensible, dada la virulenta reacción y la escasez de fondos públicos disponibles, pero que sinceramente ha sido mayor de la deseable) y por no apostar con mucha más profundidad por una transformación global de la movilidad urbana en Valencia. Donde los medios de comunicación publican portadas casi a diario con quejas absurdas respecto de carriles-bici y medidas de pacificación del tráfico mientras nada se informa sobre los problemas graves de movilidad urbana y metropolitana y de contaminación que padecemos. Donde la ciudad oficial, el debate sobre la misma y la conversación pública de medios y políticos van en una dirección que nada tiene que ver con el signo de los tiempos, lo que se hace en todas las ciudades a las que nos querríamos parecer… ni con lo que hacen los ciudadanos en su día a día, que inundan de bicicletas, patinetes eléctricos y otros vehículos sostenibles cada carril-bici que se inaugura a las pocas horas de la puesta en servicio de la infraestructura, hasta el punto de que el anillo ciclista de la ronda interior, con puntos con más de 5.000 circulaciones diarias, se ha convertido ya muy probablemente (a partir de los datos disponibles) en la vía por donde más bicicletas pasan en alguno de sus puntos cada día de todos los países de la cuenca del Mediterráneo. Tarde o temprano tendremos que abandonar el estado de negación en que vive la Valencia oficial y hacer caso a esta Valencia real, porque la cosa cae por su propio peso. Tanto que, en el fondo, si hay un aspecto en que da un poco igual quién gane las próximas elecciones municipales es justamente este. Tanto el PSPV, a pesar de las manifiestas reticencias que ha venido expresando sobre estas políticas, como PP y C’s, con sus críticas abiertas al modelo, e incluso Vox, que las asume multiplicadas y ampliadas, caso de que ganaran las elecciones y fueran los llamados a regir los destinos de la ciudad de Valencia, tendrían que hacer exactamente lo mismo que se ha venido haciendo y acabarían por adoptar las líneas de acción señaladas. Quien gane las próximas elecciones, por ejemplo, y sea quien sea, deberá cerrar el centro urbano al tráfico de vehículos privados a motor tarde o temprano. Ni la dinámica europea ni la ciudadana interna permitirán otra cosa.

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Publicado en los «Arguments» de la edición valenciana de eldiario.es el pasado 20 de marzo de 2019



Taxis, VTCs y el papel de la regulación pública

La semana pasada el Congreso de los Diputados convalidó, finalmente como proyecto de ley, el Decreto-ley aprobado por el gobierno de España a la vuelta del verano que pretendía solventar el “conflicto” entre quienes prestan servicios en el mercado del transporte de viajeros en vehículos turismo como taxistas (con la correspondientes concesión administrativa tradicional, convertidas hace unos años en autorizaciones) y los que lo hacen por medio de autorizaciones para operar como Vehículos de Transporte con Conductor (VTC).

El referido “conflicto”, básicamente, se fundamenta en la pretensión de quienes tienen autorizaciones de taxi (unas 60.000 personas en toda España, número, además, que ha permanecido extraordinariamente estable desde hace 40 años, a pesar del incremento poblacional o del desarrollo económico) de seguir prestando estos servicios de transporte de viajeros en exclusiva, como ha sido tradicional hasta la fecha, gracias a un ordenamiento jurídico que no permite a nadie que no posea una autorización de taxi o equivalente entrar en este mercado. La única brecha existente desde hace años eran las licencias VTC, que la ley básica estatal y su reglamento de desarrollo concebían como servicios premium y de lujo, el clásico alquiler de un coche con conductor por unas horas o días, y que en todo caso limitaban también en número (la famosa proporción de una licencia de VTC por cada 30 licencias que no se habían de superar en ningún caso).

Dos factores han alterado el referido ecosistema en los últimos años. Por una parte, la aparición de mecanismos de intermediación digital (plataformas que usan apps y la omnipresencia de los móviles en nuestras vidas para ofrecer estos servicios de modo muy eficiente) que han reducido los costes de transacción y mejorado la eficiencia de la actividad de los VTC, que ahora, aun siendo un servicio más selecto, pueden contratarse por minutos y para un desplazamiento concreto de forma muy sencilla, incrementando así su rentabilidad y la variedad de servicios que pueden ofrecer. Por otra, los desajustes normativos que se produjeron en España como consecuencia de la adaptación de la norma básica y de su reglamento en materia de transportes a las reglas europeas derivadas de la Directiva de Servicios de 2006, una norma liberalizadora que en principio, y salvo excepción expresa y justificada, ampara la prestación de servicios económicos sin autorización administrativa previa. Estos desajustes provocaron que durante unos años la limitación de autorizaciones VTC a un máximo de una por cada 30 taxis desapareciera, con lo que ciudadanos avisados y empresas avispadas pudieron en ese paréntesis temporal solicitar autorizaciones en gran número que, aunque fueron en su mayoría denegadas por las diferentes Administraciones públicas implicadas, han acabado siendo reconocidas por los tribunales de justicia. Aunque el legislador español taponó el boquete regulatorio unos años después, las VTCs ya concedidas (y las que quedan por ser reconocidas por los tribunales) han alterado el equilibrio regulatorio de forma notable (la proporción entre taxis y VTCs en España ya no es de 1 a 30, sino más bien de 1 a 10, y aún puede reducirse más, como por lo demás ha ocurrido en la mayor parte de los países europeos con regulaciones semejantes a la nuestra, como Francia o Alemania, donde están ya casi a la par).

Obviamente,  la aparición de competencia (y de una competencia muy eficiente, además) en un sector donde, como hemos visto, durante cuatro décadas las autorizaciones de taxi garantizaban el disfrute de un mercado cautivo y en el que la oferta no ha crecido a pesar de que sí lo ha hecho la demanda, perjudica notablemente a los taxistas, habituados a que sus títulos jurídicos valieran muchísimo en el mercado (porque así lo provocaba esa regulación restrictiva… y así lo permitían las normas al consentir la transmisión de los títulos habilitantes). El valor de mercado del privilegio regulatorio concedido a esos 60.000 taxistas variaba dependiendo de zonas, pero como es sabido no era inhabitual que se hubieran de pagar 200.000 o 300.000 euros por una licencia de taxi en nuestras grandes ciudades. El cambio del ecosistema referido provocó la disminución de las posibilidades de rentabilización de la actividad y, en consecuencia, del valor de los mismos. Algo que ha hecho a los taxistas reaccionar con protestas numerosas, algunas especialmente visibles antes del verano, lo que ha llevado tanto al gobierno como a una mayoría del parlamento a adoptar una modificación legal en el sentido por ellos perseguido.

Esta modificación legal, intervenida por el Decreto-ley 13/2018, que ha sido analizado brillantemente por Gabriel Doménech, es una victoria indudable de los taxistas. Supone, en un plazo de 4 años, volver más o menos al equilibrio regulatorio anterior, pero no tanto por la vía de eliminar el exceso de autorizaciones VTC como convirtiendo las mismas en inútiles, pues a partir de ese momento sólo habilitarán para realizar servicios interurbanos (también se consideran urbanos los servicios dentro de un área de prestación conjunta del taxi que abarque varios municipios, como son las de las grandes conurbaciones españolas). Más allá de los numerosos problemas que plantea esta norma, tanto en su constitucionalidad formal (es dudoso que concurriera la urgencia que habilita para acudir al Decreto-ley) como también en lo competencial (la competencia para regular estas cuestiones es autonómica, y no estatal, sin que pueda intervenir el Estado para imponer una solución a las CCAA que éstas, además, no pueden alterar en lo sustancial por mucho que luego la norma pretenda decir que se delega en ellas la competencia) y respecto del fondo de la cuestión (las autorizaciones de VTC se están expropiando, en el fondo, sin que haya una indemnización mínima; y ello por no mencionar los problemas que esto supone desde la perspectiva del Derecho de la Unión en materia de prestación de servicios) hay una conclusión evidente y que nadie puede discutir: supone una victoria indudable de los taxistas, que han demostrado hasta qué punto su capacidad de presión es grande y cómo ésta les permite lograr soluciones regulatorias en su propio beneficio erradicando la incipiente competencia a la que tenían que hacer frente desde hace unos años.

Ahora bien, además de ser beneficioso para los taxistas, ¿esta cambio normativo sobrevenido es bueno para los intereses generales y los de la ciudadanía? Resulta bastante dudoso que así sea. Baste recordar algo obvio a estos efectos: que la razón de ser de las limitaciones cuantitativas en la prestación de estos servicios, tan tradicionales y con las que hemos convivido desde hace tantos años, nunca se han reconocido o concedido en beneficio de los taxistas, sino del interés general y de los consumidores. En otro contexto social y, sobre todo, tecnológico, el Estado entendía (en España y en todos los países de nuestro entorno) que esa limitación cuantitativa, siempre y cuando no fuera tan grande como para impedir que hubiera servicios suficientes para satisfacer la demanda, era la necesaria compensación a los taxistas, a quienes así se garantizaban unas rentas mínimas, a cambio de que éstos asumieran muchas cargas y obligaciones que las normas imponían para garantizar la calidad y la continuidad del servicio en beneficio del interés general y de los consumidores: tarifas fijas para evitar abusos, normas que obligaban a que hubiera un número mínimo de taxis en las calles en todo momento, reglas sobre emisiones o accesibilidad de los vehículos, etc. Por así decirlo, el Estado aceptaba ese oligopolio a favor de los que tenían una licencia de taxi porque a cambio obtenía unas garantías sobre cómo se podría prestar el servicio que, de otro modo, no habrían existido, comprometiendo la continuidad y calidad mínima del mismo.

Ocurre, sin embargo, que en la actualidad la tecnología permite cruzar de modo muy eficiente oferta y demanda, y el ejemplo comparado nos permite saber que en los ordenamientos donde no hay límites cuantitativos no suele haber problemas en este punto (antes al contrario, los problemas se dan más habitualmente en los países con límites al número de licencias). También sabemos cómo fijar precios justos, o limitar la variabilidad de los criterios algorítmicos que lo fijan en las modernas apps y plataformas de intermediación, sin necesidad de recurrir a regulaciones que limiten el número de prestadores. Y, por supuesto, es posible establecer medidas ambientales (por no hablar de las impositivas o las referidas a las condiciones laborales de los conductores) por medio del ordenamiento jurídico que garanticen las condiciones de prestación que consideramos adecuadas, siempre, y en todo caso. Todo ello sin alterar los equilibrios de mercado o las condiciones de rentabilización global del mismo, en beneficio de los consumidores. Pero, y como es obvio, sí afectando profundamente a la posición de quienes tenían autorizaciones de taxi.

La cuestión, pues, es que la regulación no ha de defender ni proteger a los taxistas, sino establecer unas condiciones de prestación que sean lo mejor posibles para toda la sociedad y, también, para cualquier persona que desee trabajar en este sector. En este sentido, además, la normativa habría de ser muy exigente en temas fiscales, ambientales y laborales, pero, y como es obvio, para cualquier vehículo que preste estos servicios. No se puede admitir que parte de las transacciones realizadas en España para contratar servicios tributen en paraísos fiscales, pero tampoco que quienes realizan estos servicios tributen a módulos, por ejemplo. Y las condiciones laborales de los empleados han de ser en todo caso exigentes y garantistas, pero para todos los prestadores por igual. La clave última que no hemos de perder de vista es que desde ningún punto de vista se puede defender que la consecución de estos objetivos públicos pase, a día de hoy, por restringir la actividad de las autorizaciones VTC… y menos aún  por la eliminación a efectos prácticos de toda capacidad de actuar en el mercado relevante, que es el del transporte urbano en las zonas de prestación conjunta, a las autorizaciones VTC ya concedidas. De hecho, y significativamente, en el debate público que se ha producido estos meses, tanto desde los sectores que han abanderado las protestas como desde los partidos políticos que tan receptivos a las mismas se han mostrado, estas cuestiones, sencillamente, no aparecen en el debate. Pareciera como si la regulación pública del taxi y de los mercados de prestación de servicios de transporte se hubiera de hacer atendiendo únicamente a cómo afecta la misma a un colectivo, el de los taxistas, sin que ni el interés general o el de los consumidores fueran elementos, siquiera a tener en la más mínima consideración.

A estos efectos, y como he defendido en otros trabajos con más extensión, solucionar este conflicto, si se hiciera desde una perspectiva de maximización del bienestar y de los intereses públicos, no habría de ser en absoluto complicado.  Bastaría con garantizar la libre prestación a todos los interesados en competir en este mercado con exigencias ambientales, de accesibilidad y de control de precios máximos que todos hubieran de cumplir en las mismas condiciones, así como estableciendo el mismo régimen fiscal y laboral a todos los prestadores. Junto a ello, si en algunos centros urbanos se apreciara un problema de congestión, se podrían establecer medidas de restricción del acceso a los mismos diversas y, en última instancia, incluso una limitación del número de autorizaciones en esos casos excepcionales y debidamente justificados, pero que debería solventarse empleando las reglas de la Directiva europea de servicios en estos casos. Por último, y dada la pérdida de valor de las autorizaciones de taxi, se podrían establecer mecanismos de compensación temporales que sirvieran para paliar los costes de transición a la competencia, como se ha hecho en otros sectores en España y se está haciendo en otros países en estos mismos mercados.

Ninguna de esas medidas es difícil de poner en marcha y todas ellas incrementarían el bienestar social, además de ser mucho más acordes a nuestro marco constitucional y el Derecho europeo en la materia. Lamentablemente,  gobierno y el legislador estatales han optado por regular esta cuestión, impidiendo que las Comunidades Autónomas, que son las competentes, puedan hacerlo en este sentido, de un modo totalmente contrario a los intereses públicos. Tarde o temprano habremos de rectificar estas normas. Eso sí, da la sensación de que habrán de pasar varios años, y habremos de padecer sus perniciosos efectos de forma intensa hasta que sean tan patentes que no puedan obviarse, antes de que las fuerzas políticas mayoritarias en España vayan a enmendar el error cometido.



El lío del taxi y de los VTC es fácil de resolver… si se quiere

En este blog ya hemos dedicado algunas entradas a los efectos de la mal llamada «economía colaborativa» tanto en un plano más general como, por ejemplo, con propuestas concretas respecto de cómo regular el fenómeno para el sector del alojamiento. Ello se debe no sólo al interés de los efectos que la intermediación digital está trayendo a muchos mercados y a cómo afectan al equilibrio regulatorio tradicional, que se ha de ver modificado, sino también al hecho de que en la Universitat de València tenemos desde hace ya años un grupo de investigación que se ha dedicado intensamente a estas cuestiones (y que, casi casi, creo que podríamos decir con justicia que fue el primero que, ya desde hace un lustro, empezó a analizar estos fenómenos desde el Derecho público). A lo largo de estos años hemos estudiado y publicado mucho sobre estos temas, incluyendo no pocos trabajos y propuestas sobre el mercado del transporte (donde los estudios liminares de nuestro compañero Gabriel Doménech siguen siendo referencia inexcusable). Pero el caso es que últimamente al taxi y al VTC le hemos dedicado menos atención porque, sinceramente, el tema jurídicamente tiene menos interés que en otros sectores y debería ser mucho más fácil de resolver en Derecho si hubiera una dirección política que tuviera una serie de cosas claras. El año pasado publicamos una obra colectiva sobre el particular que más allá de que la coordináramos nosotros creo de verdad que es muy completa, La regulación del transporte colaborativo. En este libro lo que yo traté justamente de hacer fue un estado de la cuestión, evaluando las razones por las que el sector ha sido considerado tradicionalmente un servicio público y qué consecuencias regulatorias tenía esa condición, así como analizando por qué en la actualidad no se sostiene que siga siendo regulado como tal. Si quieren acceder a una versión en abierto del trabajo completo, pueden emplear ésta que tienen aquí.

En todo caso, y dado el lío que tenemos montado este verano, con ayuntamientos y gobiernos autonómicos pretendiendo añadir nuevas restricciones adicionales a las que el Estado ya ha impuesto a los vehículos VTC para tratar de contener esta posibilidad de competencia al sector del taxi, el Estado diciendo que quiere delegar la competencia regulatoria en las Comunidades Autónomas (para librarse del lío y con un indisimulado interés en que los poderes locales actúen tan capturados como lo han estado siempre) y una huelga salvaje en varias ciudades españolas que ha puesto el tema de actualidad, quizás pueda ser útil volver sobre los elementos esenciales de ese estudio y, de paso, simplificar un poco las propuestas que se deducen del mismo. No sea que haya por ahí algún legislador o poder público despistado que las lea y le puedan ser de utilidad, tanto más cuanto con más sencillez estén explicadas.

Si trato de resumir en una serie de ideas fuerza el trabajo en cuestión, he de decir que personalmente lo que más me impacta de la situación del sector es que llevemos, desde la aprobación de la Constitución de 1978, más de 30 años de desarrollo económico y social intenso en España, con una importantísima llegada de población a ciudades que incrementa las necesidades de transporte, todo ello en un país que ha pasado de unos 35 millones de habitantes a casi 50… y que, sin embargo, tres décadas después, haya más o menos, prácticamente, las mismas licencias de taxi en las grandes ciudades españolas que había entonces. ¿Por qué ha ocurrido esto? ¿Cómo ha sido posible algo así?

Las razones son de muchos tipos, pero básicamente confluyen dos elementos esenciales que han coadyuvado a que a todos los actores implicados (menos a los consumidores, a los que no se ha preguntado nunca en exceso por sus preferencias) les conviniera esta solución y que en consecuencia remaran en la misma dirección:

  • Por un lado, ni las propias CCAA (competentes para legislar sobre el sector desde que la CE78 les da competencias, si las asumen en sus Estatutos, en materia de transporte de proximidad) ni los ayuntamientos implicados (que en sus ordenanzas municipales tienen un amplio margen para concretar la regulación) creen lo más mínimo en el sistema de reparto que tienen regulado, y que si se sacaran licencias obligaría a unos complejísimos, absurdos y en el fondo tenidos por injustos por todos sistemas de reparto (las licencias en democracia, snif, y no digamos desde que estamos en la UE, snif, snif, ya no se pueden repartir como se hacía tradicionalmente en España, a modo de regalías por diversas razones, ya fueran de cercanía y afinidad o incluso atendiendo a criterios sociales), así que prefieren directamente no sacar licencias y de este modo no tener líos, al menos mientras la cosa pueda ir aguantándose;
  • Por otro lado, la otra parte esencial, los taxistas y titulares de licencias, obviamente, estaban encantados con esta situación. Nadie que tiene una licencia de estas características tiene mucho interés en que salgan más… y además los gremios del taxi a nivel local otra cosa quizás no, pero sí han exhibido durante todas estas décadas que tienen una gran capacidad de captura (más que acreditada) del regulador para, contando además con su aversión a meterse en líos, haber logrado que no salgan apenas nuevas licencias en casi ninguna ciudad española.

Pero claro, como decíamos la España del siglo XXI no es la de los años 80 del siglo pasado. ¿Cómo se ha logrado el milagro de que sin aumentar las licencias no colapse el servicio? Pues muy sencillo:  en una divertida y paradójica evolución para lo que siempre se ha vendido (y así se justificaban las restricciones) que era un «servicio público», la cuadratura del círculo se consigue aumentando paulatinamente la “liberalización interna” del sector y permitiendo a los titulares de las licencias cada vez más cosas con las mismas, desde comerciar con ellas a prestar los servicios sin ningún tipo de trabas regulatorias para lograr el máximo de eficiencia. Esta es la razón última de que en la actualidad las diversas regulaciones autonómicas y locales permitan todas ellas cosas como contratar conductores (el titular de la licencia ya no tiene por qué ser el taxista) y doblar o triplicar turno para que así un taxi pueda llegar a estar incluso 24 horas al día en la calle si es necesario (porque unos horarios de trabajo y descanso por persona sí se han de respetar, lógicamente). O que se acepte cada vez con más normalidad no sólo la transmisión onerosa inter vivos o mortis causa a los herederos, algo extravagante en un servicio público pero que los titulares lograron casi desde su inicio en este sector, sino otras liberalizaciones más recientes como que un mismo titular pueda tener varias licencias (hasta varias decenas se permiten en no pocas ciudades españolas) y convierta así la prestación en empresarial, etc. Con todo ello, sin duda, se gana en eficiencia y se facilita una mejor gestión de las flotas y que con el mismo número de taxis se puedan prestar más servicios (de las condiciones laborales de quienes llevan los taxis y las rentas para los titulares casi sin esfuerzo ni trabajo propio ya hablaremos otro día, porque lo de la apropiación de la plusvalía no es problema sólo de este sector).

Como a nadie se le escapa, esta solución es un win-win para quienes tienen licencia o licencias porque así no sólo es que puedan cubrir más servicios con éstas e ir haciendo frente al incremento de la demanda de servicios de transporte urbano (que como es obvio en estas décadas pasadas ha sido muy notable) sino que, a la vez, las rentabilizan todavía más. La divertida paradoja, y tremenda incoherencia regulatoria, es que  todo esto va contra la idea de servicio público. Si estamos en un sector donde la liberalización de la prestación permite ganar en eficiencia y no hacen falta normas de servicio público que disciplinen la prestación para garantizar el servicio en una calidad suficiente y condiciones de regularidad e igualdad, ¿por qué subsisten las barreras de entrada? Muy resumidamente, ésta es justamente la idea de fondo defendida en el trabajo: si no hace ya falta regular la prestación y antes al contrario, liberalizar internamente convirtiendo el sector en prestaciones empresariales porque así se es más eficaz y ello es imprescindible para atender a la demanda, pues entonces casi todas las razones para no liberalizar totalmente el sector decaen (la cuestión del precio de los servicios es el otro elemento que subsiste, y que sí tiene un sentido público, como analizamos en el trabajo con más detalle, pero hay soluciones regulatorias que pueden conciliar proteger a los ciudadanos con la liberalización también en este aspecto)…. salvo si lo que se pretende desde el sector público es blindar un oligopolio en beneficio de licenciatarios. Y resulta evidente que ésa no puede ni debe ser nunca la pretensión, pues a nadie beneficia, ni a la sociedad ni a los ciudadanos, ni a las Administraciones públicas, sino sólo a un pequeño grupo de titulares agraciados con un verdadero (e ingente) windfall regulatorio. Beneficios caídos del cielo que se visualizan a la perfección, como es obvio, en el exponencial crecimiento del precio de las licencias (que como no puede ser de otra manera reflejan en su precio el valor que tiene el mero acceso a ese oligopolio tan lucrativo por restringido). Comparar la evolución del precio de las licencias en España con el IPC o cualquier otro indicador en estos años resulta directamente obsceno. Las cifras absolutas también (300.000 euros por licencia en Madrid antes de la crisis, niveles que se están recuperando; entre 150.000 y 200.000 en ciudades como Valencia o Barcelona, etc.). Una aberración que se convierte en normal cuando, con las mismas licencias que hace décadas pero un bestial incremento de la demanda, los títulos hbilitantes se tornan más y más lucrativos, máxime cuando la liberalización interna permite optimizarlos más y más.

Ahora bien, lo cierto es que incluso con la liberalización interna a que nos hemos referido la limitación del número de prestadores acabó por generar problemas y conformar una oferta claramente por debajo de las necesidades reales. Y aquí entran las VTC, licencias de vehículo de transporte con conductor, inicialmente pensadas como servicio de lujo y premium para quienes querían alquilar el servicio de coche y chófer, normalmente de alta gama. De nuevo paradójicamente, inicialmente con estas licencias se ayudó inicialmente a cubrir el incremento de la demanda, pues atendían a un sector premium que cada vez se hizo mayor. Con la bajada de precios de estos servicios y el crecimiento económico (y también con la subida comparativa del del precio del taxi, alentada de nuevo por la escasez de licencias y capacidad de presión del sector) se tornaron competitivos paulatinamente incluso para servicios ya no tan de lujo, ampliando su radio de acción. En un primer momento, este sector de demanda que se cubrió con VTCs, más o menos, vino bien a todos: a las AAPP les quitaba presión, porque así la población no percibía del todo las insuficiencias del servicio gracias a la existencia de este parche que drenaba demanda… y para los empresarios del taxi a fin de cuentas esto no dejaba de ser una competencia menor en un nicho que nunca había sido del todo suyo y que por lo demás podía ser fácilmente controlada (donde además, por ejemplo, se podrían introducir ellos mismos con facilidad como insiders que a fin de cuentas eran y son en el sector. basta ver quiénes son los grandes propietarios de licencias VTCs en España, junto a algunos fondos de inversión, para comprobar la porosidad entre ambos sectores). En conclusión, y en un primer momento, esto parecía entrañar beneficio para todos: se lograba ir parcheando el tema y, sobre todo, ¡así no había ninguna necesidad de sacar más licencias pues la oferta medio cuadraba con la demanda y todos contentos!

Obviamente, al final esta situación ha hecho crisis, dado que con la digitalización y la llegada de apps que intermedian digitalmente la eficiencia de la prestación se multiplica hasta el punto de que los costes de transacción de lo que hace no tanto era un servicio de lujo o semi-lujo han bajado tanto que se da la paradoja de que en no pocas ocasiones puede salir más barato acudir al supuesto servicio premium que al del taxi tradicional. Con ello queda más que patente que las viejas reglas de servicio público (de las que en realidad ya sólo quedaba en pie la barrera de entrada y la restricción tarifaria) devienen totalmente innecesarias cuando el mercado te está proporcionando eso mismo que dice asegurar el servicio público (calidad de la prestación, igualdad, seguridad, continuidad…) a un mejor precio y de modo más eficiente. El problema, claro, es que esto se produce en un entorno donde las barreras de entrada subsisten (tanto para los taxis como para los VTCs, subsector para que el que tras algún vaivén se mantiene la regla estatal de limitar estas licencias a una por cada treinta de taxi). Unas barreras van contra toda lógica económica y de eficiencia, pero también de justicia y equidad social (¿por qué vedar el acceso a una actividad económica a cualquiera que quiera y pueda desempeñarla, obligándole a pasar por las horcas caudinas de unos señores que cuentan con el título habilitante a los que has de ofrendar parte de tus beneficios para trabajar), generando cada vez más problemas. Incluso para las Administraciones públicas y nuestros queridos gobiernos, que tras treinta y tantos años de sestear obviando el tema se van a ver obligadas tarde o temprano a definir una política (y medidas jurídicas coherentes con ella y con nuestro marco legal y constitucional).

Sin embargo, parece que será más tarde que temprano. Y es que, por el momento, ahí tenemos a nuestras Administraciones públicas, a todas ellas (Estado, Comunidades Autónomas y entes locales bailan a un sorprendentemente coordinado mismo compás) y con independencia de los partidos que las gobiernen (en nada se parece más a un ayuntamiento o comunidad autónomas del PSOE o del PP, o incluso de Podemos o independentista, que en su aproximación a esto del taxi), totalmente capturadas, silbando mirando al techo, y pretendiendo que un servicio que han liberalizado internamente al 100% creando con ello un bonito oligopolio ha de seguir funcionando, en cambio, con barreras de entrada… ¡y con el mismo número de licencias que en 1980! Significativamente, las huelgas y demás protestas que se producen nunca lo son contra decisiones de las administraciones públicas en el sentido de liberalizar el sector o que traten de arreglar los problemas reseñados (por inexistentes hasta la fecha), sino frente a actuaciones de autoridades de competencia o judiciales que aplican las normas europeas en la materia para detener algunos excesos proteccionistas en defensa de los titulares de los títulos habitantes y licencias (que es la única reacción producida hasta la fecha en nuestro país, con diferentes manifestaciones).

Ahora bien, y desde un punto de vista jurídico las soluciones no son difíciles de poner en marcha. Como tampoco lo sería establecer un régimen nuevo y totalmente coherente tanto con el Derecho vigente y con las normas en materia de servicios que nos vienen de la UE como con las exigencias de una sociedad más justa y eficiente. El problema es que requieren de un cambio de chip político, que pasa por entender que el Derecho y la regulación económica no han de proteger a gremios o insiders, sino buscar soluciones eficientes que mejoren la vida de todos y que, además, permitan a cualquier ciudadano, y no sólo a unos pocos privilegiados, ganarse la vida bien con su trabajo y esfuerzo (antes que viviendo de rentas regulatorias). Para ello hay que asumir sí o sí, y cuanto antes, que:

  • 1) Hacen falta más prestadores en el sector (como demuestra la evolución del mercado) y no hay motivos para limitar la entrada de nuevos actores al mismo salvo que fundadas razones de congestión y de uso del espacio urbano pueden justificar limitaciones al número de prestadores a fin de garantizar que peatones, ciclistas y transporte público pueden disponer también de suficiente (y privilegiado) espacio en nuestras ciudades.
  • 2) Pero si se limitaran licencias por estas razones (lo cual ha de ser excepcional y justificado y normalmente sólo lo estaría en grandes ciudades), y como es obvio, habría que repartirlas de modo coherente con un mercado liberalizado (lo que pasa por atender a la eficiencia económica y dar las mismas oportunidades a todos los posibles interesados).
  • 3) Una forma alternativa de limitar la entrada pero velando por la equidad, la justicia y la eficiencia es, si cada vez hay más prestadores, aprovechar para incrementar las exigencias regulatorias sobre la prestación (esencialmente, cuestiones ambientales y de polución, que supondrían de paso internalizar parte de los costes ambientales de la actividad). Esto se puede hacer exigiendo vehículos eléctricos siempre, por ejemplo, y tiene la ventaja de que emplea parte de las ganancias de eficiencia no en bajar precios e incrementar la rentabilidad del prestador, sino en reducir las externalidades negativas de la actividad. Al decrecer la rentabilidad, además la oferta no sería tanta, alejando el riesgo de congestión. Y al repercutir la medida inevitablemente en el precio, tampoco drenaría competitividad al transporte público urbano, que por razones de sostenibilidad ambiental, reparto del espacio urbano y equidad social es esencial que se mantenga competitivo y prestando un cada vez mayor y mejor servicio.

Como puede comprobarse, no sería difícil desde un plano jurídico poner en marcha estas medidas. Quizás la mayor complejidad vendría de cómo garantizar un régimen de transición a quienes ahora son licenciatarios y adquirieron licencias a un enorme coste supuestamente amparados por un marco jurídico-público que les hacía tener expectativas de rentabilización. Para ellos se podrían diseñar normas de transición en que, por ejemplo, estos prestadores se vieran por unos años exentos de las más nuevas y exigentes normas de tipo ambiental o de accesibilidad que encarecerían el precio de la prestación del servicio para sus competidores, dándoles así una ventaja competitiva. También pueden establecerse medidas fiscales o de tipo semejante. En todo caso, y sin ser un tema menor, esta cuestión no deja de ser un problema coyuntural y que se puede resolver si se tienen claro hacia dónde se quiere ir. Lo cual, y de nuevo, depende de que un año de estos, por fin, logrero una orientación política decidida en la buena dirección por parte de los poderes públicos. Para ello, estaría bien que alguna comunidad autónoma o ayuntamiento tomaran la iniciativa y, entendiendo los condicionantes sociales y económicos en juego, se arriesgaran a promover un cambio regulatorio completo y coherente en la línea señalada. Sin duda, y vencidas las resistencias iniciales, se convertirían en ejemplo para el resto en cuanto se comprobaran los enormes y benéficos efectos de una política pública bien diseñada en este sector.

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Para quien desee más información sobre estos temas y trabajos jurídicos detallados y exhaustivos sobre el particular, recomiendo una visita a la web del Regulation Research Group de la Universitat de València, donde hay muchos enlaces a artículos, libros y trabajos sobre estas y otras cuestiones relacionadas que hemos venido realizando estos últimos años:

https://www.uv.es/regulation/

Sobre cuestiones de movilidad colaborativa, en concreto, y además de los trabajos de Gabriel Doménech reverenciados en la web, es muy recomendable el libro colectivo que publicamos el año pasado:

Boix, A., De la Encarnación, A., Doménech, G. (eds.) (2017): La regulación del transporte colaborativo, Aranzadi – Thomson Reuters, Madrid.

Y, por último, y como ya he indicado al principio, las reflexiones de este post parten de un trabajo mío más amplio sobre el particular, que se puede encontrar en ese libro y que en una versión accesible en abierto tenéis aquí:

https://www.uv.es/regulation/papers/BoixPalop2017b.pdf



La capital de la bici

Seguimiento de la campaña electoral valenciana (día 2) para El País Comunitat Valenciana

Es muy sugerente la charla digital que Joan Ribó, candidato a la alcaldía de Valencia por Compromís, ha mantenido con los lectores de El País. No es una charla agotadora, y tampoco el candidato se larga con largos discursos. Habla de cosas concretas, transmite una serie de ideas claras, sensatas, fáciles de entender y que, a la postre, dibujan un modelo de ciudad muy concreto, claro y reconocible. Radicalmente diferente, de hecho, al que la realidad de los 20 años de mandato de Rita Barberá ha construido.

Ribó, además, se puede permitir establecer un programa no sólo coherente en sí mismo sino que el ciudadano que conoce su trayectoria intuye sincero, porque también es fácilmente compatible con su trayectoria personal y política. A veces con pocos eslóganes es suficiente para trazar una alternativa política. Compromís, en estas elecciones, lo hace en la ciudad de Valencia, un lugar donde tradicionalmente ha tenido enormes dificultades para lograr votos (lo que, de hecho, ha lastrado desde siempre enormemente sus posibilidades de obtener representación en el parlamento debido a que un resultado tan malo que como suele ser en Valencia hace necesario un número aún mayor de votos en el resto del país para llegar al 5% sin el que la ley electoral valenciana te deja fuera de les Corts).

Ribó es el candidato que, en resumen, y por oposición a lo que ahora tenemos, propone convertir a Valencia en la ciudad de la bici.

 La política de movilidad ciclista del Ayuntamiento de Valencia de Rita Barberá.

Puede parecer un programa, así resumido, magro. No lo es. La transformación radical que ha de operarse en Valencia será más o menos rápida, pero es necesaria y tarde o temprano se llevará a cabo. De hecho, ante la inoperancia municipal (apenas si paliada con servicios como Valenbisi, puestos en marchas a instancias de la empresa que lo gestiona), hemos sido poco a poco los ciudadanos los que, por las bravas, hemos ido llenando la ciudad de bicicletas. En un contexto de radical incomprensión por parte de las autoridades locales, que siguen enterrando millonadas en reformas con finalidades estéticas, como la actualmente en curso en las Grandes Vías de la ciudad, cuando podrían emplearse en mejorar la calidad de vida de vecinos, viandantes y ciclistas incluyendo itinerarios para bicis segregados, seguros, rápidos e integrados.

Un modelo de ciudad diferente se construye a base de este tipo de diferencias estructurales. A partir de una apuesta por la pacificación del tráfico, la peatonalización, los itinerarios ciclistas… se acaba reconstruyendo el espacio y se redimensionan las relaciones sociales. La ideología en unas elecciones municipales se refleja en estas cosas. Porque aquí también hablamos de apropiación privada, de usos privativos y lucrativos, frente a un uso de la calle más de todos, menos deudor de las diferencias económicas y de clase, más igualitario. Un determinado modelo de plan urbanísitico y de usos beneficia el descontrol y a quienes más tienen, porque la falta de frenos y de restricciones (por ejemplo, para el coche privado, pero también para la proliferación de terrazas o bares que molestan a los vecinos) a quien acaba atacando y penalizando es a los que menos tienen. Una alternativa progresista también se construye, por ello, a partir de cómo repartimos bienes de todos como el espacio público. ¿Cómo si no?

Con un carril menos para los coches en la calle Colón tendríamos una vía pública
que casi parecería de una ciudad europea. ¿Es imposible en Valencia?

Es muy de agradecer, por tanto, que en estas elecciones los ciudadanos tengamos la posibilidad, al menos, de votar una alternativa bien planteada desde este punto de vista. Si luego va y resulta que no recibe mucho apoyo no tendrán nada que reprocharse Ribó y los suyos. Simplemente, les esperan cuatro años de trabajo en los que, esperemos, sigan en la brecha y logren convencer cada vez a más gente de que el futuro, sí o sí, pasa por convertirnos en un país de bicis y en la capital mundial de la bicicleta.  Es un objetivo más realista (porque contamos con las dimensiones, la orografía y el clima perfectos para ello) y mucho más atractivo, si lo pensamos bien, que ser la capital mundial de la vela y cosas por el estilo. Pero está claro que no todos lo ven así. Ribó y la gente de Compromís tendrán que explicar muchas cosas y convencer a muchos vecinos todavía de su misión. Pero que haya mucho por hacer y que el objetivo sea difícil no es necesariamente malo. Es un reto de transformación social y en eso precisamente consiste la política bien entendida.



Los números del AVE

Acaba de ser inaugurada la línea de Alta Velocidad Madrid-Valencia en medio de una gran fanfarria política y periodística que contrasta enormemente con la triste realidad. En un ejemplo más de cómo las políticas públicas en este país no son en absoluto fiscalizadas desde parámetros de eficiencia (y de hasta qué punto las matemáticas más sencillas como sumar y restar son un ignoto arcano para nuestros planificadores) nos hemos gastado una millonada entre todos en una obrita de una rentabilidad más que dudosa. Los expertos lo tienen claro. Afortunadamente, me da la sensación, hay una gran parte de la opinión pública (aunque sea casi milagroso que así sea dado el modelo informativo de publicitación del tema que se ha impuesto, convenientemente «regado» por el Ministerio de Fomento) que también. Basta leer los comentarios de los lectores a las noticias donde se glosa el tema a mayor gloria de Sus Majestades (el Rey, por cierto, ha demostrado en su discurso de hoy desconocer cuál fue la primera línea férrea que se construyó en España), del Presidente del Gobierno y de quien pase por delante para darse cuenta de cuánta es la distancia entre el discurso publicado y la percepción que tiene la gente de la calle de cuáles son sus necesidades y de cómo estarían mejor servidas.

Mientras tanto, las Administraciones Públicas y los partidos políticas se están gastando millones de euros en una obscena competición por ver quién logra convencernos de que esto se lo «debemos a ellos». Da igual que haya crisis y que la indecencia de este brutal gasto publicitario sea si cabe más obvia en este contexto. Ministerio de Fomento, Generalitat Valenciana, e incluso el PSPV (aunque aquí hay que reconocer que en este caso gastan «su» dinero; que viene también de los ciudadanos, vaya, pero que al menos no son fondos estrictamente públicos) se pelean por decirnos que son ellos los que «nos traen el AVE». Así, en plan señor feudal u obispo medieval que te coge el dinero, se lo gasta en lo que le parece y, encima, te da lecciones sobre lo agradecido que has de estar. De vergüenza.

Por lo demás, conviene recordar que, para mayor escarnio, todas estas inversiones, como bien ha demostrado y documentado Germà Bel en su reciente, y fantástico, libro España, capital París, nada tienen que ver con las necesidades reales de comunicación y transporte del país. Responden únicamente a una política de construcción nacional, de refuerzo económico del centro del país frente a la periferia, nada ingenua y, sobre todo, articulada siempre con exaccciones públicas forzosas e implicación del poder estatal porque de otra forma (es decir, con inversión que aspirara a una remota recuperación de la inversión) no habría manera. Para lo cual se drenan constantemente recursos que podrían (y deberían) dedicarse a mejorar el lamentable estado en que se encuentran ejes de comunicación con mucha más demanda y estratégicamente más importantes a partir de criterios de eficiencia (al menos, si hablamos desde un punto de vista económico, no, claro, si se trata de potenciar el centralismo económico) o socialmente mucho más necesarios (cercanías, regionales) atendiendo a factores de servicio público, cohesión social o igualación territorial.

Baste un ejemplo demoledor. Desde hoy, Valencia está unida con Madrid (a unos 350 kilómetros de distancia) por dos autovías de peaje gratuitas (una en línea recta, otra por Almansa) y por hasta cinco vías de tren (las dos vías de altísimas prestaciones y carísimas del AVE hoy inaugurado, más las dos de la vía doble electrificada que va por Albacete y que permite circular a 200 km/h, más la línea única sin electrificar que hace el recorrido por Cuenca). En cambio, la conexión de Valencia con Barcelona (también unos 350 kilómetros a pesar de lo cual sigue moviendo tantos viajeros como la primera y muchísimas más mercancías) se realiza a través de una autopista de peaje (pues este eje, con mucho más tráfico, no ha recibido inversiones estatales y ha debido ser pagado por los usuarios) y por una línea ferroviaria que, en el tramo entre Castellón y Tarragona, llega a tener varias decenas de kilómetros de… ¡una vía única! Como dijo un Ministro de Transportes, ¡no sé de qué se queja esa gente de Levante, pero es que son así de pesados! ¡Si esa vía hasta está electrificada! (y quizás no le falta razón, oiga, pues la conexión con Murcia o Zaragoza sigue siendo en vía única y, efectivamente, sin electrificar). Por no mencionar el tema de las conexiones ferroviarias de cercanías y regionales de Valencia y las ciudades medias valencianas, que es un tema de echarse a llorar. Uno sale a Alemania o Francia, países a los que compramos la tecnología que nos permiten tener más AVEs radiales que nadie a precio de oro, y comprueba que allí las prioridades son otras: una red tupida, una verdadera malla de comunicación ferroviaria que permite ir a cualquier parte en tren, con cercanías y regionales mimados por la inversión pública y una red de alta velocidad reducida, construida poco a poco y sólo en tramos de altísima demanda. Debe de ser que esta gente es mucho menos inteligente que nosotros y ni siquiera saben sacar tanto prtido a su propia tecnología como aquí. En fin…

Sobre estas cuestiones escribí el artículo que esta semana me publicó El País en su edición de la Comunitat Valenciana, donde los comentarios que se produjeron son buena muestra, de nuevo, de hasta qué punto la gente empieza a estar harta de que le tomen sistemáticamente el pelo. Se lo copio a continuación:

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