El enfoque regulatorio para conciliar sharing privado, transporte público y movilidad sostenible a escala local

Una de los mayores retos a que se enfrentan nuestros reguladores en la actualidad es conciliar, como hemos comentado ya en otras ocasiones en este blog, las nuevas posibilidades privadas de sharing e intercambio, tanto en su vertiente menos comercial como en la que directamente pretende hacer de ello un negocio y ofrecer los servicios en el mercado, con la regulación tradicional de los mercados de transporte urbanos o metropolitanos. Los conflictos hasta la fecha aparecidos son variados: competición por el uso del (escaso) espacio urbano, cómo determinar o asignar la prioridad a unos u otros usos modales, problemas referidos a la necesaria protección de las redes de transporte público frente a una posible canalización de sus usuarios por alternativas de sharing más eficientes individualmente pero que quizás no lo sean globalmente y, sobre todo, el omnipresente conflicto entre los nuevos prestadores de estos servicios (o quienes desearían serlo si la regulación lo permitiera) y los actuales incumbentes, especialmente taxistas, con licencias o concesiones de lo que tradicionalmente se consideraba como un servicio público (impropio). Como es sabido, en la Universitat de València, tanto en el Grupo de Investigación Regulation como en la Cátedra en Economía Colaborativa y Transformación Digital hemos estado trabajando ya desde hace unos años en estas materias, lo que permite avanzar ya algunas conclusiones sobre cómo se podrían (y deberían) resolver algunos de estos conflictos.

Desde una perspectiva regulatoria, además, hemos de tener en cuenta los diversos instrumentos internacionales y nacionales que ponen en valor las decisiones a escala local en estos ámbitos y que, además, fijan objetivos y establecen hacia dónde han de ir, tendencialmente, las regulaciones del futuro en esta y otras materias. Por ejemplo, y sobre todo, es de una gran importancia el documento de Naciones Unidas sobre la Nueva Agenda Urbana, de 2017 (NUA, New Urban Agenda), que pone el acento, certeramente, en el papel protagonista de las autoridades locales a la hora de alinear las posibilidades de nuevas alternativas de movilidad compartida con los objetivos programáticos de la declaración. Aunque el marco legal nacional siempre jugará un papel importante, y es por ello que, por ejemplo, los pasos hacia la liberalización de ciertos servicios en países donde la tradición legal era significativamente más rígida -como es el caso de España, sin ir más lejos- pasan también por alinear la legislación nacional con estas ideas, es esencial reivindicar que esta legislación ha de dar un gran margen de maniobra, tal y como establecen los instrumentos nacionales e internacionales, a los gobiernos locales y regionales. Un margen que resulta de mucha utilidad para que las autoridades locales puedan establecer matices y las debidas diferencias en la regulación de todas las cuestiones relacionadas con la movilidad urbana sostenible de una forma que permita su adaptación a sus concretas situación y necesidades.

Ahora bien, a la hora de hacerlo, y para alinear las nuevas posibilidades tecnológicas y económicas con los desafíos planteados por la sostenibilidad ambiental y los objetivos principales en materia de movilidad sostenible de la NUA -proporcionar alternativas de movilidad asequibles y de calidad a todos los ciudadanos velando por el respeto al medio ambiente y tratando de integrar todas las posibilidades tecnológicas que permitan una mayor eficiencia, hay algunas cuestiones que deberían ser siempre tenidas en cuenta. A partir de ellas es ya posible establecer una suerte de «Carta de Principios Reguladores de la Movilidad Urbana para afrontar los Desafíos del Siglo XXI», que debería basarse, a mi juicio, en las siguientes notas.

  1. Regulación convergente de la oferta de servicios de movilidad de base privada. La regulación de los servicios de taxi tradicionales, independientemente de su consideración como servicio público, que puede variar según la tradición legal del país, ha de evolucionar y, con el tiempo, también debería converger con la regulación de los servicios de transporte ofrecidos por otros agentes privados, normalmente a través de las modernas plataformas de intermediación digital. Se trata exactamente del mismo servicio, a efectos materiales y funcionales, de manera que meras cuestiones de intermediación o la tecnología empleada para ello no debieran bastar para que haya una diferenciación en el régimen jurídico de unos y otros prestadores. Hay pues, que tender hacia evitar diferenciaciones artificiosas y buscar la convergencia regulatoria (obsérvese que esto es justo lo contrario de lo que ha hecho hasta ahora España, que recientemente ha legislado precisamente con la idea de ahondar en la diferenciación entre unos y otros servicios a partir de distinciones, cuando menos, artificiosas).
  2. Capacidad local para establecer restricciones sobre el tipo de vehículos empleados y sus emisiones. Las autoridades locales deberían disponer de plena capacidad regulatoria de establecer límites, cuando sea necesario, para evitar la congestión de las ciudades y sus negativas consecuencias ambientales, y muy especialmente en lo referido a los centros urbanos. Han de tener pues respaldo regulatorio para poder imponer límites que puedan referirse bien a toda la ciudad o sólo a las áreas más afectadas, dependiendo de la gravedad -debidamente justificada- de los problemas de contaminación y congestión. Adicionalmente, y en línea con lo que es cada vez más común en muchos países (Alemania, Dieselverbot) que han de poder discriminar entre los distintos tipos de vehículos y de servicios de movilidad ofrecidos, públicos y privados, evaluando sus efectos e incidencia de todo tipo en estos dos planos (congestión y polución), a fin de poder justificar que estas restricciones no sean necesariamente las mismas para todos ellos. Estas diferencias de trato, en todo caso, han de estar siempre debidamente justificadas y atender a razones ciertas, que permitan justificar tanto la adecuación como la proporcionalidad de la medida para lograr los objetivos perseguidos.
  3. Posibilidad de establecer requisitos diferentes, y más exigentes, para los vehículos que prestan servicios de transporte privado. Además, se han de establecer con carácter general requisitos cada vez más exigentes sobre la calidad ambiental de todos los vehículos que oferten servicios de transporte en áreas urbanas, que las autoridades locales deben también tener competencia para poder incrementar para hacerlos si cabe más estrictos en lo referido a la circulación por sus calles si hay una justificación ambiental suficiente. Los más importantes son los requisitos relacionados con la eficiencia en el uso del combustible y las emisiones. Ha de asumirse, por ejemplo, que las ciudades puedan establecer que la flota que ofrezca estos servicios garantice «emisiones 0» (al menos, las directas) si lo consideran oportuno, siempre y cuando no discriminen injustificadamente entre los prestadores del mismo servicio. Por el contrario, sí puede haber un trato diferente entre estas exigencias y las que afecten a vehículos privados por cuanto estos últimos, al realizar muchos menos viajes diarios (y no estar ejerciendo una actividad económica) plantean menos problemas de contaminación efectiva en el día a día precisamente por su menor uso (aunque éste menor uso comporte, desde otros puntos de vista, necesariamente una menor eficiencia).
  4. Capacidad jurídica de los entes locales para ordenar y restringir el tráfico tanto en ciertas áreas de la ciudad como para establecer medidas de reducción de otro tipo (peajes, prohibiciones de circulación alternas). Todas estas medidas han de hacerse compatibles, y deben decidirse en consecuencia, con otras regulaciones y disposiciones sobre movilidad privada que puedan afectar tanto al uso de vehículos a motor por parte de los ciudadanos como, y por supuesto, con el uso de otras alternativas de movilidad de base privada. Se trata de un problema, como es obvio, jurídicamente diferente, pues en un caso se está regulando una actividad privada que ofrece servicios en régimen de mercado y en el otro caso, simplemente, el uso privado de determinados bienes o alternativas de movilidad. Adicionalmente, y como es obvio, cualesquiera de las medidas ya detalladas habrán de promoverse de manera que sean coherentes con las posibles restricciones contenidas en el plan global de movilidad urbana, que puede restringir ciertas zonas a la circulación, así como con hipotéticas medidas como prohibiciones de entrada a la ciudad –o a ciertas zonas– o peajes urbanos, si se implantaren, en los términos en que en cada caso se disponga (matrículas alternas, peajes, etc.).
  5. Atención y prioridad al transporte público. Junto a la ordenación del transporte privado y de los servicios privados de movilidad ofertados en régimen de mercado, la autoridades públicas han de tener en cuenta de manera preferencial y prioritaria los sistemas de transporte público y sus necesidades, no sólo por su importancia ambiental (reducen contaminación y congestión) sino también social (son la única alternativa de movilidad disponible para muchos colectivos). Por ejemplo, las decisiones sobre cómo compartir el espacio urbano, que es limitado por definición, son una herramienta poderosa de acción local para promover algunos tipos de movilidad que pueden considerarse mejores que otros, y habrán de establecer en todo caso una clara prioridad de usos del espacio público en favor de la movilidad peatonal y del transporte público frente a cualesquiera medios de transporte, o alternativas de movilidad, privados.
  6. Posibilidad de normativas de transición para garantizar una adaptación más suave a la nueva realidad. En algunos casos, regulaciones transitorias o temporales pueden ser necesarias para hacer frente a ciertos desafíos planteados por problemas sociales o económicos derivados de la aparición de estas nuevas alternativas de transporte. Las autoridades locales pueden decidir, por ejemplo, optar por imponer cargas o impuestos a los nuevos prestadores de servicios de movilidad (por ejemplo, empresas de sharing) para promover o ayudar a realizar la transición a la competencia de los operadores ya instalados (por ejemplo, al sector del taxi), que en ocasiones pueden resultar problemática y que, de esta manera, puede realizarse de manera más ordenada. Se trata de la única excepción posible a la antedicha necesidad de convergencia regulatoria y de igual trato para todos los servicios de transporte -que podría excepcionarse, por ejemplo, imponiendo exigencias ambientales mayores durante un tiempo a los recién llegados mientras se da más margen de adaptación a los operadores ya instalados- pero sólo se justifican si se trata de medidas temporales y de transición. También es posible destinar parte de los precios públicos o peajes de entrada a la ciudad o tasas de congestión a un fondo de compensación que forme parte de este tipo de medidas de transición como, en un sentido más general, puede ser también el caso respecto de todos los impuestos pigouvianos en materia de movilidad. Con esta misma finalidad de favorecer una paulatina y menos traumática adaptación de los antiguos prestadores, beneficiados de las regulaciones tradicionales, a la nueva situación, también es posible establecer cláusulas o remedios temporales específicos, como ya se han experimentado en algunas ciudades, a fin de subsidiar indirectamente los servicios de taxis antiguos –o por medio de condiciones más suaves que los hagan durante un tiempo más rentables que la competencia, aunque éstas no deberían implicar derogaciones a las exigencias ambientales– mientras se permite a los nuevos competidores operar en lugar de poner trabas a su actividad. Ésta es una posibilidad a considerar detenidamente -y no está funcionando mal en los lugares donde se ha introducido-, aunque como ya se ha dicho sólo como una medida transitoria, cuando la Administración Pública ha creado un marco regulatorio que ha llevado a algunos agentes a realizar grandes inversiones, por ejemplo, en la compra de licencias de taxi, que pueden volverse menos rentables y valiosas por un súbito cambio de las condiciones regulatorias. Ha de quedar claro, sin embargo, que en la mayoría de los casos, cuando hablamos de regulación y condiciones estables y no de remedios temporales, estas diferenciaciones entre prestadores no tienen sentido legal ni económico.
  7. No hay que asumir que la movilidad compartida va a desplazar necesariamente a las alternativas basadas en la propiedad privada de los vehículos o medios de transporte -o, al menos, no a corto plazo-. Todavía subsisten cuestiones por resolver sobre el alcance de la transformación causada por la movilidad compartida. Por ejemplo, existen dudas sobre si tendría o no sentido desde un punto de vista estrictamente económico anticipar regulatoriamente una hegemonía de las alternativas compartidas frente al sistema tradicional de propiedad individual de los vehículos, como muchas veces es asumido. Algunos estudios recientes muestran cifras, sin embargo, que cuestionan esta suposición.
  8. Promoción municipal de los sistemas de sharing de base privada que no se basan en prestar el servicio sino de poner a disposición el vehículo. Todos estos servicios son a día de hoy ya una alternativa eficiente y que ayuda a la descarbonización de las ciudades si se impone que se trate en todo caso de vehículos eléctricos, como ha de ser el caso. Eso sí, teniendo en cuenta el hecho de que la viabilidad económica de los esquemas para compartir y sistemas de sharing es más fácil de alcanzar con  vehículos menos costosos que los automóviles –bicicletas, donde ya hay una historia y tradición en curso de actuación y regulación de los poderes locales para poner en marcha tales esquemas; patinetes o dispositivos de movilidad equivalentes–, estas muy interesantes alternativas para reducir los costes ambientales y el número global de vehículos dentro de las ciudades han de ser amparadas en primer lugar, sin que necesariamente ello obligue a realizar un mismo esfuerzo con los servicios de sharing de automóviles eléctricos, que aunque tiene sentido que se autoricen también y que no se les pongan trabas, ocupan más espacio público y pueden generar más problemas de congestión, por lo que probablemente no debieran merecer, en cambio, de incentivos regulatorios o económicos por parte de los poderes públicos locales para su implantación.
  9. Prestación pública directa de servicios de movilidad y sharing por parte de los entes locales. Las autoridades locales pueden, junto a su oferta tradicional de red de transporte público, crear sus propias plataformas públicas para compartir automóviles –u otros vehículos, como ya están haciendo en muchos casos, especialmente en materia de bicicletas– o subsidiar algunas iniciativas privadas equivalentes cuando respetan los intereses públicos en materia de movilidad y realicen funciones de servicio público. Para los competidores en régimen de mercado, a quienes se ha de permitir poder actuar y ofrecer estos servicios aunque haya un operados público -o uno privado subsidiado por las razones antedichas- se ha de establecer un marco regulatorio equitativo e igual para todos, equilibrado y que además tenga en cuenta las implicaciones de uso del espacio público, tanto en términos de posible congestión como para gravar ese uso común especial del mismo destinado a la obtención de una ganancia económica en beneficio de unos particulares. Esta tasa por la utilización del espacio público para ofrecer servicios ha de tener en cuenta los beneficios ambientales y de congestión que cada alternativa modal general -y, como es lógico, no tiene sentido aplicársela al servicio público directamente gestionado por los entes locales-.
  10. Todas las medidas de incentivo han de reservarse sólo para la movilidad compartida que no suponga emisiones directas, y se ha de tratar de desincentivar la oferta de sharing de movilidad privada que no implique descarbonización ni rebaja de la polución. Las evidentes ventajas de la movilidad compartida, tanto en sus versiones más colaborativas como en lo que supone la oferta de servicios privados de transporte, se incrementan en todo caso enormemente si se combinan con el uso de vehículos que no funcionen con combustibles fósiles, lo que implica hablar tanto de automóviles eléctricos como de otros vehículos y modalidades alternativas, desde las bicicletas tradicionales a otros aparatos y cachivaches eléctricos –bicicletas, patinetes…–. Cabe señalar que los automóviles/vehículos eléctricos pueden no ser alternativas completamente descarbonizadas en algunos casos, dependiendo de la fuente de energía eléctrica que utilicen para su propulsión. Aunque éste es un elemento también a tener en cuenta, con todo, no cabe duda de que las emisiones directas son un factor más importante en lo inmediato, por el impacto que tienen sobre la polución urbana. En cambio, si esos vehículos son autónomos o no –sin conductor–, aunque sin duda plantea otro tipo de problemas muy exigentes -cuestiones de seguridad y responsabilidad, junto a preguntas sobre el futuro del empleo para los seres humanos-, todas ellas muy interesantes, no es una cuestión de importancia jurídica respecto de la organización de la movilidad urbana, pues a estos efectos es una alternativa neutra.
  11. Promoción de otros modelos de movilidad, a pie, en bicicleta y la reducción de la movilidad innecesaria como aproximaciones estratégicas básicas. Por último, per probablemente mucho más importante, se ha de recordar que cualquier estrategia global coherente adoptada por los gobiernos locales dispuestos a cumplir con las exigencias derivadas de la Nueva Agenda Urbana debe adoptar una regulación que ante todo y por defecto busque promover otros tipos de movilidad más allá de las plataformas empresariales de sharing y el posible uso compartido de automóviles, como son los desplazamientos peatonales, que han de estar primados y preservados en todo caso, con la necesaria inversión en infraestructuras que los haga posibles, seguros y agradables. Iguales reflexiones pueden merecer, también, los desplazamientos en bicicleta y cualesquiera otros que no empleen fuentes de energía que de manera directa o indirecta generen emisiones. Además, ha de ser tenido en cuenta que en el futuro aparecerán sin duda también muchas oportunidades de mercado relacionadas con el uso compartido de bicicletas, eléctricas o no, y el uso compartido de otros dispositivos de movilidad. Para promoverlos, pero también para controlarlos, es necesario no solo la infraestructura adecuada para hacer factible un uso masivo de tales alternativas, sino también para realizar un reparto consciente del espacio público entre alternativas de movilidad a fin de ordenar el tránsito de dichos dispositivos. La mayoría de estas decisiones, más allá del marco legal muy básico que pueda existir a nivel nacional, serán adoptadas por las autoridades locales, que son y han de ser los principales responsables y protagonistas en la regulación y mejor del fenómeno de la movilidad urbana.



Movilidad urbana, convivencia y derechos en la Valencia del siglo XXI

Probablemente una de las facetas más visibles, quién sabe si porque se trata de una de las pocas que existen, donde los ciudadanos hemos podido constatar diferencias entre el desempeño de los gobiernos municipales conservadores de Valencia entre 1991 y 2015 y el surgido del “Pacte de la Nau” que hizo alcalde a Joan Ribó hace cuatro años es la que se refiere a las políticas de movilidad urbana. De hecho, la prensa local más conservadora y los partidos de la oposición (tanto C’s y PP como Vox; que ha entrado en tromba en campaña empleando también, precisamente, esta cuestión) se han ceñido en estos años prácticamente en exclusiva a este tema a la hora de criticar la gestión de Compromís (muy especialmente), PSPV y Podem. No parece que el resto de las políticas municipales desarrolladas, más allá de que la oposición siempre piensa que la ciudad podría estar más limpia, ser más segura o aprobar los desarrollos urbanísticos de manera más presta, generen excesivo desacuerdo estructural. En cambio, la apuesta del pacte de la Nau, y más en concreto de su concejal de movilidad Giuseppe Grezzi, por ampliar la red de carriles-bici de la ciudad a costa de espacio hasta ahora destinado al automóvil, junto a leves incrementos y adecentamientos de zonas peatonales, ha desatado una tormenta política y mediática de enormes proporciones y, la verdad, digna de mejor causa.

Esta polémica es tanto más sorprendente cuanto la política de movilidad que se ha desarrollado desde 2015 es, en contra de lo que pudiera parecer por la reacción suscitada, más bien modesta. Basta para ello comparar lo realizado, unos 35 km de carril-bici en estos cuatro años, con lo que preveía el Plan de Movilidad Urbana Sostenible de la ciudad de Valencia, aprobado en 2013, recordemos, por una corporación municipal donde el Partido Popular tenía una cómoda mayoría absoluta. En este Plan de Movilidad no sólo se contenían la mayoría de los carriles-bici que se han ejecutado (por ejemplo, el icónico carril, por cuanto todos los partidos de la oposición se han hecho fotos en él prometiendo su reversión caso de ganar las elección, de l’avinguda del Regne de València) y se especificaba que en el futuro todas estas infraestructuras deberían hacerse en calzada y nunca por las aceras, sino que además se preveían otros muchos más ambiciosos que, a día de hoy, no se han hecho: sirva de ejemplo la previsión contenida en el mismo de un carril-bici por las Grans Vies de la ciudad y, en concreto, también por la Gran Via del Marqués del Turia. Cualquier ciudadano con interés por estas cuestiones y lo que se preveía en el mencionado plan aprobado por el Partido Popular, por lo demás de una buena factura técnica y previo un estudio de la movilidad en la ciudad más que completo, lo tiene a su disposición en la web del Ajuntament de València, por lo que la consulta y comprobación de estos (y otros) extremos no puede ser más sencilla.

Pero no sólo los planes municipales aprobados hace ya 6 años para planificar la movilidad urbana en la ciudad, sino las propias promesas de partidos como PP y C’s en la campaña de 2015 muestran hasta qué punto lo realizado en la ciudad de Valencia por el gobierno de la Nau, por mucho que valiente a la vista de la reacción suscitada, no deja de ser una realización humilde. Así, el PP prometía en su programa electoral hacer en cuatro años 100 km de nuevo carril-bici ocupando espacio de la calzada. Ni más ni menos que el triple de lo que se ha ejecutado en medio de una escandalera enorme. Por su parte, C’s prometía hacer aún más carriles-bici segregados que el PP, hablando en ocasiones en algunos mítines de doblar esas cifras y abundaba en la idea de convertir Valencia en “la Ámsterdam del Mediterráneo”. Huelga decir que las restricciones al vehículo privado y al aparcamiento en el centro que son a día de hoy norma en la ciudad holandesa, incluyendo una casi completa peatonalización, están lejísimos de lo que tenemos en Valencia. Asimismo, los Países Bajos invierten casi 35 euros por habitante al año en infraestructura ciclista (con un excelente retorno, por cierto, en términos de salud y ambientales). Eso supondría, trasladado a Valencia (800.000 habitantes), una inversión anual de unos 28 millones de euros. Es decir, más de diez veces el dinero que se está dedicando en estos momentos en nuestra ciudad a infraestructura ciclista. Simplemente a partir de los programas y promesas electorales que presentaron PP y C’s en 2015 podríamos, pues, realizar muchas críticas al desempeño del govern de la Nau en estos años, pero en un sentido radicalmente contrario al que estamos leyendo y escuchando estos días. María José Catalá y Fernando Giner deberían explicar por qué no están exigiendo más inversión y más carriles-bici, cuando sus partidos y ellos mismos se afirmaban no hace tanto tiempo defensores de ir mucho más allá, pero mucho, de lo realizado estos años.

Algunas razones de peso para abandonar las viejas políticas y abrazar un nuevo modelo de movilidad

El caso es que no lo tendrían fácil, y quizás por eso no realizan el ejercicio, porque la postura correcta, como por lo demás muestran todos los ejemplos europeos comparados, era la que defendían hace unos años. Basta analizar la evolución de la movilidad urbana en el resto del continente, pero también en las ciudades españolas medianas, para constatar una evolución hacia un diseño urbano donde las peatonalizaciones en el centro son la norma y la circulación en coche por ciudad se restringe enormemente (siendo las avenidas de tres y cuatro carriles una absoluta excepción y las velocidades mayores a 30 km en zona urbana inconcebibles). En este sentido, la anomalía de Valencia es que tenemos todavía un centro accesible en coche, incluyendo la zona central de actividad de la ciudad, la hoy llamada plaza del Ayuntamiento, convertida en inmensa rotonda, lo que es algo absolutamente único ya a estas alturas en España, así como una red de avenidas generosísimas en carriles para los coches con una velocidades de circulación altísimas y peligrosas. No es extraño, por ello, que la tasa de siniestralidad y de muertes por atropello de viandantes y ciclistas en Valencia sea de las más altas de las ciudades de su tamaño entre los países de Europa occidental.

Junto a consideraciones obvias de seguridad y de reparto del espacio público, pues no puede permitirse que sea monopolizado en beneficio de la reducida fracción de ciudadanos que se empeñan en hacer uso del coche en todos sus desplazamientos y del aún más pequeño porcentaje que sí lo puede necesitar (a los que hay que ofrecer alternativas, que en parte pasan por impedir o dificultar a los del primer grupo señalado que sigan acudiendo en coche a todas partes), la dimensión ambiental supone otro vector obvio que nos empuja en la misma dirección. A estas alturas no parece necesario incidir en los retos que plantea el cambio climático a escala global. Pero como este tipo de problemas globales, que afectan poco al día a día de los ciudadanos y requieren que no sólo cambiemos nuestros hábitos sino que lo haga mucha más gente en todo el planeta son difíciles banderines de enganche, mejor recordar algunos de los efectos de la contaminación que sufre Valencia que inciden directamente sobre sus vecinos en forma de problemas respiratorios, alergias, asmas y demás. La incidencia de este tipo de dolencias se ha multiplicado en los últimos años en paralelo al aumento de la contaminación atmosférica y la relación causal entre esta última y aquéllas, además, está ya más que acreditada y establecida. El número exacto de muertes directamente vinculadas a esta situación puede ser discutible, pero nadie que haya tenido a una persona cercana aquejada de este tipo de problemas ignora ya hasta qué punto la contaminación las agrava. Otro colectivo particularmente afectado son los niños, en particular los más pequeños. Enfermedades prácticamente anecdóticas hace años, como las bronquiolitis, son ahora una plaga entre niños y niñas, como cualquiera que esté rodeado de parejas en edad reproductiva puede comprobar. La contaminación en la ciudad de Valencia, muy vinculada al enorme incremento del tráfico metropolitano y a la actividad del puerto (asunto éste sobre el que también habría que actuar a la mayor brevedad), ambas altamente nocivas, debería ser mucho menor de lo que es, por tener un régimen de brisas regular. Sin embargo, la ausencia de medidas decididas para atajar las fuentes de polución está provocando que, increíblemente, tengamos uno de los aires más contaminados de España e, incluso, de Europa.

Una nueva política de movilidad urbana para Valencia y su área metropolitana

Las políticas de movilidad que necesita una ciudad como Valencia, para mejorar la vida de los vecinos en todas estas vertientes, son bastante obvias y requieren de la defensa y profundización de los pasos ya acometidos. En este sentido, es también exigible a los medios de comunicación valencianos que, en lugar de difundir cuestionables y alarmistas informaciones sobre atascos puntuales en algunas vías (cuya fluidez es puesta de manifiesto a diario por los ciudadanos que pasean o circulan por ellas y comparten regularmente, atónitos, fotos que muestran hasta qué punto la catastrofista visión sobre la situación de las mismas que suelen difundir los grandes medios no se compadece con la realidad), pasen a informar sobre los efectos de la contaminación y la situación real de la movilidad urbana y metropolitana en Valencia, sus problemas y la imperiosa necesidad de reorientar no pocas inversiones que se hace cada día más patente. Resulta muy llamativo el desinterés de nuestros medios de comunicación, al menos hasta la fecha, por dar información completa y rigurosa sobre estas cuestiones, máxime cuando es relativamente fácil lograr datos y contrastarlos con el ejemplo comparado.

Así, y para una ciudad de unos 800.000 habitantes y un área metropolitana de millón y medio de habitantes, es llamativo el pésimo servicio de cercanías que ofrece Renfe y su estancamiento desde hace ya una década larga, en torno a 15 millones de pasajeros anuales que no se incrementan porque, sencillamente, el servicio ofrecido no es competitivo. Se trata de una cifra ridícula, que tiene que ver con una gestión tercermundista (trenes anticuados, frecuencias lamentables, tiempos de viaje de hace un siglo) de ejes como el de la A3 (líneas C-3 y C-4), la directa inexistencia de servicio digno de ese nombre en zonas como la del valle del Palancia (C-5) y la saturación y falta de frecuencias en las únicas líneas que sí dan un servicio más o menos digno a ejes de comunicación básicos, como el norte hacia Castelló (C-6), el sur hacia Gandia (C-1) y el sudoeste hacia Xàtiva (C-2). Al margen de la necesidad de invertir para evitar estos problemas, el hecho único de que una ciudad de casi un millón de habitantes siga careciendo de estación y túnel pasantes, esperados desde hace más de 30 años (ya fueron previstos en el PGOU de 1988) por la nula inversión estatal, limita además enormemente las posibilidades de la red de Cercanías. Por contrastar, y a pesar de sus carencias y la necesidad de inversiones y de mejoras (especialmente en las líneas que cubren el eje del Túria, con tiempos de viaje y frecuencias inaceptables), Ferrocarils de la Generalitat Valenciana (FGV) transporta a unos 70 millones de viajeros al año, con incrementos acumulados desde 2015 de más de un 10%. Mientras tanto, la mucho más humilde Empresa Municipal de Transports (EMT) de Valencia transporta al año casi a 100 millones de viajeros en sus autobuses, también con incrementos acumulados de más de un 10% de los pasajeros en los últimos cuatro años. El contraste con la dejadez de Renfe y sus cercanías es enorme. Habría que exigir inversiones en consonancia con estas necesidades, pues es inaceptable, además, que el Ministerio de Fomento del Gobierno de España se empeñe en dilapidar recursos públicos en obras de dudosa necesidad (ampliaciones de las diversas entradas en automóvil a la ciudad de Valencia o del by-pass, todas ellas ya en marcha) cuando hay carencias mucho más graves y, por ello, actuaciones que deberían ser prioritarias sin atender. Por supuesto, y como guinda, la integración tarifaria de los medios públicos de transporte en el área metropolitana sigue sin ser completa por culpa de… la negativa de Fomento a incluir a Renfe en la misma.

Respecto de las políticas estrictamente urbanas en materia de movilidad, las líneas básicas están ya plasmadas en el PMUS de 2013 (recordemos, aprobado por el PP), que habría de aplicarse en su integridad y desarrollarse de manera ambiciosa a la menor brevedad. Así, hay que completar todos los itinerarios y grandes ejes de movilidad peatonal que se preveían en el mencionado Plan, combinando esto con una generalizada ampliación de aceras y mejora de pasos peatonales, porosidad para el paseo y calidad urbana (sombras, seguridad…) que incentiven los desplazamientos a pie. Junto a ello, ha de proseguirse con la política de movilidad de estos años, en forma de construcción de carriles-bici, que han de ir siempre por calzada. El objetivo a corto plazo ha de ser que todas las vías de dos o más carriles de la ciudad cuenten con carriles-bici segregados en los dos sentidos de circulación antes de 2023, mientras que las vías de un solo carril deberían ser siempre vías con velocidad máxima a 20km/h que permitan la convivencia de todo tipo de vehículos (y la circulación en contradirección, como en el resto de Europa, de los vehículos que no son a motor). Se trata de objetivos sencillos y globales, fáciles de lograr a corto plazo y que conllevan un diseño de ciudad y de la movilidad coherente, que han de ir acompañados de la paulatina mejora (que requiere de más inversión) de la calidad urbana de estas intervenciones (arbolado, segregación blanda, mejora del pavimento) y, por supuesto, de la total restricción al tráfico a motor privado, salvo para residentes, de todo el centro de la ciudad (al menos, desde la ronda interior hacia adentro). Una movilidad urbana así diseñada, como es obvio, ha de ser completada por una reordenación ambiciosa de las líneas de la EMT, así como de una potenciación de su uso, ofreciendo tarifas reducidas para colectivos vulnerables que incluso debería tender a medio plazo hacia la gratuidad del servicio, en línea con lo que ya empieza a ocurrir en algunas ciudades europeas. Todas estas medidas, así como las propuestas a escala metropolitana, se complementan unas a otras y producen aún mejores y mayores efectos cuando se ponen en marcha conjuntamente, pero es evidente que ello no empece para que se hayan de ir desarrollando, al menos, todas aquellas que sea posible poner en marcha a partir de la disponibilidad presupuestaria existente en cuanto sea posible.

Sin embargo, nada de lo aquí señalado, sorprendentemente, está siendo tratado por los medios de comunicación ni forma parte del debate político. Ni del de campaña, más encendido; ni del ordinario, más estructural. Vivimos una situación surrealista donde se critica por supuestos excesos a quienes, si han pecado por algo estos años, ha sido más bien de prudentes (con una cautela quizás comprensible, dada la virulenta reacción y la escasez de fondos públicos disponibles, pero que sinceramente ha sido mayor de la deseable) y por no apostar con mucha más profundidad por una transformación global de la movilidad urbana en Valencia. Donde los medios de comunicación publican portadas casi a diario con quejas absurdas respecto de carriles-bici y medidas de pacificación del tráfico mientras nada se informa sobre los problemas graves de movilidad urbana y metropolitana y de contaminación que padecemos. Donde la ciudad oficial, el debate sobre la misma y la conversación pública de medios y políticos van en una dirección que nada tiene que ver con el signo de los tiempos, lo que se hace en todas las ciudades a las que nos querríamos parecer… ni con lo que hacen los ciudadanos en su día a día, que inundan de bicicletas, patinetes eléctricos y otros vehículos sostenibles cada carril-bici que se inaugura a las pocas horas de la puesta en servicio de la infraestructura, hasta el punto de que el anillo ciclista de la ronda interior, con puntos con más de 5.000 circulaciones diarias, se ha convertido ya muy probablemente (a partir de los datos disponibles) en la vía por donde más bicicletas pasan en alguno de sus puntos cada día de todos los países de la cuenca del Mediterráneo. Tarde o temprano tendremos que abandonar el estado de negación en que vive la Valencia oficial y hacer caso a esta Valencia real, porque la cosa cae por su propio peso. Tanto que, en el fondo, si hay un aspecto en que da un poco igual quién gane las próximas elecciones municipales es justamente este. Tanto el PSPV, a pesar de las manifiestas reticencias que ha venido expresando sobre estas políticas, como PP y C’s, con sus críticas abiertas al modelo, e incluso Vox, que las asume multiplicadas y ampliadas, caso de que ganaran las elecciones y fueran los llamados a regir los destinos de la ciudad de Valencia, tendrían que hacer exactamente lo mismo que se ha venido haciendo y acabarían por adoptar las líneas de acción señaladas. Quien gane las próximas elecciones, por ejemplo, y sea quien sea, deberá cerrar el centro urbano al tráfico de vehículos privados a motor tarde o temprano. Ni la dinámica europea ni la ciudadana interna permitirán otra cosa.

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Publicado en los «Arguments» de la edición valenciana de eldiario.es el pasado 20 de marzo de 2019



Taxis, VTCs y el papel de la regulación pública

La semana pasada el Congreso de los Diputados convalidó, finalmente como proyecto de ley, el Decreto-ley aprobado por el gobierno de España a la vuelta del verano que pretendía solventar el “conflicto” entre quienes prestan servicios en el mercado del transporte de viajeros en vehículos turismo como taxistas (con la correspondientes concesión administrativa tradicional, convertidas hace unos años en autorizaciones) y los que lo hacen por medio de autorizaciones para operar como Vehículos de Transporte con Conductor (VTC).

El referido “conflicto”, básicamente, se fundamenta en la pretensión de quienes tienen autorizaciones de taxi (unas 60.000 personas en toda España, número, además, que ha permanecido extraordinariamente estable desde hace 40 años, a pesar del incremento poblacional o del desarrollo económico) de seguir prestando estos servicios de transporte de viajeros en exclusiva, como ha sido tradicional hasta la fecha, gracias a un ordenamiento jurídico que no permite a nadie que no posea una autorización de taxi o equivalente entrar en este mercado. La única brecha existente desde hace años eran las licencias VTC, que la ley básica estatal y su reglamento de desarrollo concebían como servicios premium y de lujo, el clásico alquiler de un coche con conductor por unas horas o días, y que en todo caso limitaban también en número (la famosa proporción de una licencia de VTC por cada 30 licencias que no se habían de superar en ningún caso).

Dos factores han alterado el referido ecosistema en los últimos años. Por una parte, la aparición de mecanismos de intermediación digital (plataformas que usan apps y la omnipresencia de los móviles en nuestras vidas para ofrecer estos servicios de modo muy eficiente) que han reducido los costes de transacción y mejorado la eficiencia de la actividad de los VTC, que ahora, aun siendo un servicio más selecto, pueden contratarse por minutos y para un desplazamiento concreto de forma muy sencilla, incrementando así su rentabilidad y la variedad de servicios que pueden ofrecer. Por otra, los desajustes normativos que se produjeron en España como consecuencia de la adaptación de la norma básica y de su reglamento en materia de transportes a las reglas europeas derivadas de la Directiva de Servicios de 2006, una norma liberalizadora que en principio, y salvo excepción expresa y justificada, ampara la prestación de servicios económicos sin autorización administrativa previa. Estos desajustes provocaron que durante unos años la limitación de autorizaciones VTC a un máximo de una por cada 30 taxis desapareciera, con lo que ciudadanos avisados y empresas avispadas pudieron en ese paréntesis temporal solicitar autorizaciones en gran número que, aunque fueron en su mayoría denegadas por las diferentes Administraciones públicas implicadas, han acabado siendo reconocidas por los tribunales de justicia. Aunque el legislador español taponó el boquete regulatorio unos años después, las VTCs ya concedidas (y las que quedan por ser reconocidas por los tribunales) han alterado el equilibrio regulatorio de forma notable (la proporción entre taxis y VTCs en España ya no es de 1 a 30, sino más bien de 1 a 10, y aún puede reducirse más, como por lo demás ha ocurrido en la mayor parte de los países europeos con regulaciones semejantes a la nuestra, como Francia o Alemania, donde están ya casi a la par).

Obviamente,  la aparición de competencia (y de una competencia muy eficiente, además) en un sector donde, como hemos visto, durante cuatro décadas las autorizaciones de taxi garantizaban el disfrute de un mercado cautivo y en el que la oferta no ha crecido a pesar de que sí lo ha hecho la demanda, perjudica notablemente a los taxistas, habituados a que sus títulos jurídicos valieran muchísimo en el mercado (porque así lo provocaba esa regulación restrictiva… y así lo permitían las normas al consentir la transmisión de los títulos habilitantes). El valor de mercado del privilegio regulatorio concedido a esos 60.000 taxistas variaba dependiendo de zonas, pero como es sabido no era inhabitual que se hubieran de pagar 200.000 o 300.000 euros por una licencia de taxi en nuestras grandes ciudades. El cambio del ecosistema referido provocó la disminución de las posibilidades de rentabilización de la actividad y, en consecuencia, del valor de los mismos. Algo que ha hecho a los taxistas reaccionar con protestas numerosas, algunas especialmente visibles antes del verano, lo que ha llevado tanto al gobierno como a una mayoría del parlamento a adoptar una modificación legal en el sentido por ellos perseguido.

Esta modificación legal, intervenida por el Decreto-ley 13/2018, que ha sido analizado brillantemente por Gabriel Doménech, es una victoria indudable de los taxistas. Supone, en un plazo de 4 años, volver más o menos al equilibrio regulatorio anterior, pero no tanto por la vía de eliminar el exceso de autorizaciones VTC como convirtiendo las mismas en inútiles, pues a partir de ese momento sólo habilitarán para realizar servicios interurbanos (también se consideran urbanos los servicios dentro de un área de prestación conjunta del taxi que abarque varios municipios, como son las de las grandes conurbaciones españolas). Más allá de los numerosos problemas que plantea esta norma, tanto en su constitucionalidad formal (es dudoso que concurriera la urgencia que habilita para acudir al Decreto-ley) como también en lo competencial (la competencia para regular estas cuestiones es autonómica, y no estatal, sin que pueda intervenir el Estado para imponer una solución a las CCAA que éstas, además, no pueden alterar en lo sustancial por mucho que luego la norma pretenda decir que se delega en ellas la competencia) y respecto del fondo de la cuestión (las autorizaciones de VTC se están expropiando, en el fondo, sin que haya una indemnización mínima; y ello por no mencionar los problemas que esto supone desde la perspectiva del Derecho de la Unión en materia de prestación de servicios) hay una conclusión evidente y que nadie puede discutir: supone una victoria indudable de los taxistas, que han demostrado hasta qué punto su capacidad de presión es grande y cómo ésta les permite lograr soluciones regulatorias en su propio beneficio erradicando la incipiente competencia a la que tenían que hacer frente desde hace unos años.

Ahora bien, además de ser beneficioso para los taxistas, ¿esta cambio normativo sobrevenido es bueno para los intereses generales y los de la ciudadanía? Resulta bastante dudoso que así sea. Baste recordar algo obvio a estos efectos: que la razón de ser de las limitaciones cuantitativas en la prestación de estos servicios, tan tradicionales y con las que hemos convivido desde hace tantos años, nunca se han reconocido o concedido en beneficio de los taxistas, sino del interés general y de los consumidores. En otro contexto social y, sobre todo, tecnológico, el Estado entendía (en España y en todos los países de nuestro entorno) que esa limitación cuantitativa, siempre y cuando no fuera tan grande como para impedir que hubiera servicios suficientes para satisfacer la demanda, era la necesaria compensación a los taxistas, a quienes así se garantizaban unas rentas mínimas, a cambio de que éstos asumieran muchas cargas y obligaciones que las normas imponían para garantizar la calidad y la continuidad del servicio en beneficio del interés general y de los consumidores: tarifas fijas para evitar abusos, normas que obligaban a que hubiera un número mínimo de taxis en las calles en todo momento, reglas sobre emisiones o accesibilidad de los vehículos, etc. Por así decirlo, el Estado aceptaba ese oligopolio a favor de los que tenían una licencia de taxi porque a cambio obtenía unas garantías sobre cómo se podría prestar el servicio que, de otro modo, no habrían existido, comprometiendo la continuidad y calidad mínima del mismo.

Ocurre, sin embargo, que en la actualidad la tecnología permite cruzar de modo muy eficiente oferta y demanda, y el ejemplo comparado nos permite saber que en los ordenamientos donde no hay límites cuantitativos no suele haber problemas en este punto (antes al contrario, los problemas se dan más habitualmente en los países con límites al número de licencias). También sabemos cómo fijar precios justos, o limitar la variabilidad de los criterios algorítmicos que lo fijan en las modernas apps y plataformas de intermediación, sin necesidad de recurrir a regulaciones que limiten el número de prestadores. Y, por supuesto, es posible establecer medidas ambientales (por no hablar de las impositivas o las referidas a las condiciones laborales de los conductores) por medio del ordenamiento jurídico que garanticen las condiciones de prestación que consideramos adecuadas, siempre, y en todo caso. Todo ello sin alterar los equilibrios de mercado o las condiciones de rentabilización global del mismo, en beneficio de los consumidores. Pero, y como es obvio, sí afectando profundamente a la posición de quienes tenían autorizaciones de taxi.

La cuestión, pues, es que la regulación no ha de defender ni proteger a los taxistas, sino establecer unas condiciones de prestación que sean lo mejor posibles para toda la sociedad y, también, para cualquier persona que desee trabajar en este sector. En este sentido, además, la normativa habría de ser muy exigente en temas fiscales, ambientales y laborales, pero, y como es obvio, para cualquier vehículo que preste estos servicios. No se puede admitir que parte de las transacciones realizadas en España para contratar servicios tributen en paraísos fiscales, pero tampoco que quienes realizan estos servicios tributen a módulos, por ejemplo. Y las condiciones laborales de los empleados han de ser en todo caso exigentes y garantistas, pero para todos los prestadores por igual. La clave última que no hemos de perder de vista es que desde ningún punto de vista se puede defender que la consecución de estos objetivos públicos pase, a día de hoy, por restringir la actividad de las autorizaciones VTC… y menos aún  por la eliminación a efectos prácticos de toda capacidad de actuar en el mercado relevante, que es el del transporte urbano en las zonas de prestación conjunta, a las autorizaciones VTC ya concedidas. De hecho, y significativamente, en el debate público que se ha producido estos meses, tanto desde los sectores que han abanderado las protestas como desde los partidos políticos que tan receptivos a las mismas se han mostrado, estas cuestiones, sencillamente, no aparecen en el debate. Pareciera como si la regulación pública del taxi y de los mercados de prestación de servicios de transporte se hubiera de hacer atendiendo únicamente a cómo afecta la misma a un colectivo, el de los taxistas, sin que ni el interés general o el de los consumidores fueran elementos, siquiera a tener en la más mínima consideración.

A estos efectos, y como he defendido en otros trabajos con más extensión, solucionar este conflicto, si se hiciera desde una perspectiva de maximización del bienestar y de los intereses públicos, no habría de ser en absoluto complicado.  Bastaría con garantizar la libre prestación a todos los interesados en competir en este mercado con exigencias ambientales, de accesibilidad y de control de precios máximos que todos hubieran de cumplir en las mismas condiciones, así como estableciendo el mismo régimen fiscal y laboral a todos los prestadores. Junto a ello, si en algunos centros urbanos se apreciara un problema de congestión, se podrían establecer medidas de restricción del acceso a los mismos diversas y, en última instancia, incluso una limitación del número de autorizaciones en esos casos excepcionales y debidamente justificados, pero que debería solventarse empleando las reglas de la Directiva europea de servicios en estos casos. Por último, y dada la pérdida de valor de las autorizaciones de taxi, se podrían establecer mecanismos de compensación temporales que sirvieran para paliar los costes de transición a la competencia, como se ha hecho en otros sectores en España y se está haciendo en otros países en estos mismos mercados.

Ninguna de esas medidas es difícil de poner en marcha y todas ellas incrementarían el bienestar social, además de ser mucho más acordes a nuestro marco constitucional y el Derecho europeo en la materia. Lamentablemente,  gobierno y el legislador estatales han optado por regular esta cuestión, impidiendo que las Comunidades Autónomas, que son las competentes, puedan hacerlo en este sentido, de un modo totalmente contrario a los intereses públicos. Tarde o temprano habremos de rectificar estas normas. Eso sí, da la sensación de que habrán de pasar varios años, y habremos de padecer sus perniciosos efectos de forma intensa hasta que sean tan patentes que no puedan obviarse, antes de que las fuerzas políticas mayoritarias en España vayan a enmendar el error cometido.



El lío del taxi y de los VTC es fácil de resolver… si se quiere

En este blog ya hemos dedicado algunas entradas a los efectos de la mal llamada «economía colaborativa» tanto en un plano más general como, por ejemplo, con propuestas concretas respecto de cómo regular el fenómeno para el sector del alojamiento. Ello se debe no sólo al interés de los efectos que la intermediación digital está trayendo a muchos mercados y a cómo afectan al equilibrio regulatorio tradicional, que se ha de ver modificado, sino también al hecho de que en la Universitat de València tenemos desde hace ya años un grupo de investigación que se ha dedicado intensamente a estas cuestiones (y que, casi casi, creo que podríamos decir con justicia que fue el primero que, ya desde hace un lustro, empezó a analizar estos fenómenos desde el Derecho público). A lo largo de estos años hemos estudiado y publicado mucho sobre estos temas, incluyendo no pocos trabajos y propuestas sobre el mercado del transporte (donde los estudios liminares de nuestro compañero Gabriel Doménech siguen siendo referencia inexcusable). Pero el caso es que últimamente al taxi y al VTC le hemos dedicado menos atención porque, sinceramente, el tema jurídicamente tiene menos interés que en otros sectores y debería ser mucho más fácil de resolver en Derecho si hubiera una dirección política que tuviera una serie de cosas claras. El año pasado publicamos una obra colectiva sobre el particular que más allá de que la coordináramos nosotros creo de verdad que es muy completa, La regulación del transporte colaborativo. En este libro lo que yo traté justamente de hacer fue un estado de la cuestión, evaluando las razones por las que el sector ha sido considerado tradicionalmente un servicio público y qué consecuencias regulatorias tenía esa condición, así como analizando por qué en la actualidad no se sostiene que siga siendo regulado como tal. Si quieren acceder a una versión en abierto del trabajo completo, pueden emplear ésta que tienen aquí.

En todo caso, y dado el lío que tenemos montado este verano, con ayuntamientos y gobiernos autonómicos pretendiendo añadir nuevas restricciones adicionales a las que el Estado ya ha impuesto a los vehículos VTC para tratar de contener esta posibilidad de competencia al sector del taxi, el Estado diciendo que quiere delegar la competencia regulatoria en las Comunidades Autónomas (para librarse del lío y con un indisimulado interés en que los poderes locales actúen tan capturados como lo han estado siempre) y una huelga salvaje en varias ciudades españolas que ha puesto el tema de actualidad, quizás pueda ser útil volver sobre los elementos esenciales de ese estudio y, de paso, simplificar un poco las propuestas que se deducen del mismo. No sea que haya por ahí algún legislador o poder público despistado que las lea y le puedan ser de utilidad, tanto más cuanto con más sencillez estén explicadas.

Si trato de resumir en una serie de ideas fuerza el trabajo en cuestión, he de decir que personalmente lo que más me impacta de la situación del sector es que llevemos, desde la aprobación de la Constitución de 1978, más de 30 años de desarrollo económico y social intenso en España, con una importantísima llegada de población a ciudades que incrementa las necesidades de transporte, todo ello en un país que ha pasado de unos 35 millones de habitantes a casi 50… y que, sin embargo, tres décadas después, haya más o menos, prácticamente, las mismas licencias de taxi en las grandes ciudades españolas que había entonces. ¿Por qué ha ocurrido esto? ¿Cómo ha sido posible algo así?

Las razones son de muchos tipos, pero básicamente confluyen dos elementos esenciales que han coadyuvado a que a todos los actores implicados (menos a los consumidores, a los que no se ha preguntado nunca en exceso por sus preferencias) les conviniera esta solución y que en consecuencia remaran en la misma dirección:

  • Por un lado, ni las propias CCAA (competentes para legislar sobre el sector desde que la CE78 les da competencias, si las asumen en sus Estatutos, en materia de transporte de proximidad) ni los ayuntamientos implicados (que en sus ordenanzas municipales tienen un amplio margen para concretar la regulación) creen lo más mínimo en el sistema de reparto que tienen regulado, y que si se sacaran licencias obligaría a unos complejísimos, absurdos y en el fondo tenidos por injustos por todos sistemas de reparto (las licencias en democracia, snif, y no digamos desde que estamos en la UE, snif, snif, ya no se pueden repartir como se hacía tradicionalmente en España, a modo de regalías por diversas razones, ya fueran de cercanía y afinidad o incluso atendiendo a criterios sociales), así que prefieren directamente no sacar licencias y de este modo no tener líos, al menos mientras la cosa pueda ir aguantándose;
  • Por otro lado, la otra parte esencial, los taxistas y titulares de licencias, obviamente, estaban encantados con esta situación. Nadie que tiene una licencia de estas características tiene mucho interés en que salgan más… y además los gremios del taxi a nivel local otra cosa quizás no, pero sí han exhibido durante todas estas décadas que tienen una gran capacidad de captura (más que acreditada) del regulador para, contando además con su aversión a meterse en líos, haber logrado que no salgan apenas nuevas licencias en casi ninguna ciudad española.

Pero claro, como decíamos la España del siglo XXI no es la de los años 80 del siglo pasado. ¿Cómo se ha logrado el milagro de que sin aumentar las licencias no colapse el servicio? Pues muy sencillo:  en una divertida y paradójica evolución para lo que siempre se ha vendido (y así se justificaban las restricciones) que era un «servicio público», la cuadratura del círculo se consigue aumentando paulatinamente la “liberalización interna” del sector y permitiendo a los titulares de las licencias cada vez más cosas con las mismas, desde comerciar con ellas a prestar los servicios sin ningún tipo de trabas regulatorias para lograr el máximo de eficiencia. Esta es la razón última de que en la actualidad las diversas regulaciones autonómicas y locales permitan todas ellas cosas como contratar conductores (el titular de la licencia ya no tiene por qué ser el taxista) y doblar o triplicar turno para que así un taxi pueda llegar a estar incluso 24 horas al día en la calle si es necesario (porque unos horarios de trabajo y descanso por persona sí se han de respetar, lógicamente). O que se acepte cada vez con más normalidad no sólo la transmisión onerosa inter vivos o mortis causa a los herederos, algo extravagante en un servicio público pero que los titulares lograron casi desde su inicio en este sector, sino otras liberalizaciones más recientes como que un mismo titular pueda tener varias licencias (hasta varias decenas se permiten en no pocas ciudades españolas) y convierta así la prestación en empresarial, etc. Con todo ello, sin duda, se gana en eficiencia y se facilita una mejor gestión de las flotas y que con el mismo número de taxis se puedan prestar más servicios (de las condiciones laborales de quienes llevan los taxis y las rentas para los titulares casi sin esfuerzo ni trabajo propio ya hablaremos otro día, porque lo de la apropiación de la plusvalía no es problema sólo de este sector).

Como a nadie se le escapa, esta solución es un win-win para quienes tienen licencia o licencias porque así no sólo es que puedan cubrir más servicios con éstas e ir haciendo frente al incremento de la demanda de servicios de transporte urbano (que como es obvio en estas décadas pasadas ha sido muy notable) sino que, a la vez, las rentabilizan todavía más. La divertida paradoja, y tremenda incoherencia regulatoria, es que  todo esto va contra la idea de servicio público. Si estamos en un sector donde la liberalización de la prestación permite ganar en eficiencia y no hacen falta normas de servicio público que disciplinen la prestación para garantizar el servicio en una calidad suficiente y condiciones de regularidad e igualdad, ¿por qué subsisten las barreras de entrada? Muy resumidamente, ésta es justamente la idea de fondo defendida en el trabajo: si no hace ya falta regular la prestación y antes al contrario, liberalizar internamente convirtiendo el sector en prestaciones empresariales porque así se es más eficaz y ello es imprescindible para atender a la demanda, pues entonces casi todas las razones para no liberalizar totalmente el sector decaen (la cuestión del precio de los servicios es el otro elemento que subsiste, y que sí tiene un sentido público, como analizamos en el trabajo con más detalle, pero hay soluciones regulatorias que pueden conciliar proteger a los ciudadanos con la liberalización también en este aspecto)…. salvo si lo que se pretende desde el sector público es blindar un oligopolio en beneficio de licenciatarios. Y resulta evidente que ésa no puede ni debe ser nunca la pretensión, pues a nadie beneficia, ni a la sociedad ni a los ciudadanos, ni a las Administraciones públicas, sino sólo a un pequeño grupo de titulares agraciados con un verdadero (e ingente) windfall regulatorio. Beneficios caídos del cielo que se visualizan a la perfección, como es obvio, en el exponencial crecimiento del precio de las licencias (que como no puede ser de otra manera reflejan en su precio el valor que tiene el mero acceso a ese oligopolio tan lucrativo por restringido). Comparar la evolución del precio de las licencias en España con el IPC o cualquier otro indicador en estos años resulta directamente obsceno. Las cifras absolutas también (300.000 euros por licencia en Madrid antes de la crisis, niveles que se están recuperando; entre 150.000 y 200.000 en ciudades como Valencia o Barcelona, etc.). Una aberración que se convierte en normal cuando, con las mismas licencias que hace décadas pero un bestial incremento de la demanda, los títulos hbilitantes se tornan más y más lucrativos, máxime cuando la liberalización interna permite optimizarlos más y más.

Ahora bien, lo cierto es que incluso con la liberalización interna a que nos hemos referido la limitación del número de prestadores acabó por generar problemas y conformar una oferta claramente por debajo de las necesidades reales. Y aquí entran las VTC, licencias de vehículo de transporte con conductor, inicialmente pensadas como servicio de lujo y premium para quienes querían alquilar el servicio de coche y chófer, normalmente de alta gama. De nuevo paradójicamente, inicialmente con estas licencias se ayudó inicialmente a cubrir el incremento de la demanda, pues atendían a un sector premium que cada vez se hizo mayor. Con la bajada de precios de estos servicios y el crecimiento económico (y también con la subida comparativa del del precio del taxi, alentada de nuevo por la escasez de licencias y capacidad de presión del sector) se tornaron competitivos paulatinamente incluso para servicios ya no tan de lujo, ampliando su radio de acción. En un primer momento, este sector de demanda que se cubrió con VTCs, más o menos, vino bien a todos: a las AAPP les quitaba presión, porque así la población no percibía del todo las insuficiencias del servicio gracias a la existencia de este parche que drenaba demanda… y para los empresarios del taxi a fin de cuentas esto no dejaba de ser una competencia menor en un nicho que nunca había sido del todo suyo y que por lo demás podía ser fácilmente controlada (donde además, por ejemplo, se podrían introducir ellos mismos con facilidad como insiders que a fin de cuentas eran y son en el sector. basta ver quiénes son los grandes propietarios de licencias VTCs en España, junto a algunos fondos de inversión, para comprobar la porosidad entre ambos sectores). En conclusión, y en un primer momento, esto parecía entrañar beneficio para todos: se lograba ir parcheando el tema y, sobre todo, ¡así no había ninguna necesidad de sacar más licencias pues la oferta medio cuadraba con la demanda y todos contentos!

Obviamente, al final esta situación ha hecho crisis, dado que con la digitalización y la llegada de apps que intermedian digitalmente la eficiencia de la prestación se multiplica hasta el punto de que los costes de transacción de lo que hace no tanto era un servicio de lujo o semi-lujo han bajado tanto que se da la paradoja de que en no pocas ocasiones puede salir más barato acudir al supuesto servicio premium que al del taxi tradicional. Con ello queda más que patente que las viejas reglas de servicio público (de las que en realidad ya sólo quedaba en pie la barrera de entrada y la restricción tarifaria) devienen totalmente innecesarias cuando el mercado te está proporcionando eso mismo que dice asegurar el servicio público (calidad de la prestación, igualdad, seguridad, continuidad…) a un mejor precio y de modo más eficiente. El problema, claro, es que esto se produce en un entorno donde las barreras de entrada subsisten (tanto para los taxis como para los VTCs, subsector para que el que tras algún vaivén se mantiene la regla estatal de limitar estas licencias a una por cada treinta de taxi). Unas barreras van contra toda lógica económica y de eficiencia, pero también de justicia y equidad social (¿por qué vedar el acceso a una actividad económica a cualquiera que quiera y pueda desempeñarla, obligándole a pasar por las horcas caudinas de unos señores que cuentan con el título habilitante a los que has de ofrendar parte de tus beneficios para trabajar), generando cada vez más problemas. Incluso para las Administraciones públicas y nuestros queridos gobiernos, que tras treinta y tantos años de sestear obviando el tema se van a ver obligadas tarde o temprano a definir una política (y medidas jurídicas coherentes con ella y con nuestro marco legal y constitucional).

Sin embargo, parece que será más tarde que temprano. Y es que, por el momento, ahí tenemos a nuestras Administraciones públicas, a todas ellas (Estado, Comunidades Autónomas y entes locales bailan a un sorprendentemente coordinado mismo compás) y con independencia de los partidos que las gobiernen (en nada se parece más a un ayuntamiento o comunidad autónomas del PSOE o del PP, o incluso de Podemos o independentista, que en su aproximación a esto del taxi), totalmente capturadas, silbando mirando al techo, y pretendiendo que un servicio que han liberalizado internamente al 100% creando con ello un bonito oligopolio ha de seguir funcionando, en cambio, con barreras de entrada… ¡y con el mismo número de licencias que en 1980! Significativamente, las huelgas y demás protestas que se producen nunca lo son contra decisiones de las administraciones públicas en el sentido de liberalizar el sector o que traten de arreglar los problemas reseñados (por inexistentes hasta la fecha), sino frente a actuaciones de autoridades de competencia o judiciales que aplican las normas europeas en la materia para detener algunos excesos proteccionistas en defensa de los titulares de los títulos habitantes y licencias (que es la única reacción producida hasta la fecha en nuestro país, con diferentes manifestaciones).

Ahora bien, y desde un punto de vista jurídico las soluciones no son difíciles de poner en marcha. Como tampoco lo sería establecer un régimen nuevo y totalmente coherente tanto con el Derecho vigente y con las normas en materia de servicios que nos vienen de la UE como con las exigencias de una sociedad más justa y eficiente. El problema es que requieren de un cambio de chip político, que pasa por entender que el Derecho y la regulación económica no han de proteger a gremios o insiders, sino buscar soluciones eficientes que mejoren la vida de todos y que, además, permitan a cualquier ciudadano, y no sólo a unos pocos privilegiados, ganarse la vida bien con su trabajo y esfuerzo (antes que viviendo de rentas regulatorias). Para ello hay que asumir sí o sí, y cuanto antes, que:

  • 1) Hacen falta más prestadores en el sector (como demuestra la evolución del mercado) y no hay motivos para limitar la entrada de nuevos actores al mismo salvo que fundadas razones de congestión y de uso del espacio urbano pueden justificar limitaciones al número de prestadores a fin de garantizar que peatones, ciclistas y transporte público pueden disponer también de suficiente (y privilegiado) espacio en nuestras ciudades.
  • 2) Pero si se limitaran licencias por estas razones (lo cual ha de ser excepcional y justificado y normalmente sólo lo estaría en grandes ciudades), y como es obvio, habría que repartirlas de modo coherente con un mercado liberalizado (lo que pasa por atender a la eficiencia económica y dar las mismas oportunidades a todos los posibles interesados).
  • 3) Una forma alternativa de limitar la entrada pero velando por la equidad, la justicia y la eficiencia es, si cada vez hay más prestadores, aprovechar para incrementar las exigencias regulatorias sobre la prestación (esencialmente, cuestiones ambientales y de polución, que supondrían de paso internalizar parte de los costes ambientales de la actividad). Esto se puede hacer exigiendo vehículos eléctricos siempre, por ejemplo, y tiene la ventaja de que emplea parte de las ganancias de eficiencia no en bajar precios e incrementar la rentabilidad del prestador, sino en reducir las externalidades negativas de la actividad. Al decrecer la rentabilidad, además la oferta no sería tanta, alejando el riesgo de congestión. Y al repercutir la medida inevitablemente en el precio, tampoco drenaría competitividad al transporte público urbano, que por razones de sostenibilidad ambiental, reparto del espacio urbano y equidad social es esencial que se mantenga competitivo y prestando un cada vez mayor y mejor servicio.

Como puede comprobarse, no sería difícil desde un plano jurídico poner en marcha estas medidas. Quizás la mayor complejidad vendría de cómo garantizar un régimen de transición a quienes ahora son licenciatarios y adquirieron licencias a un enorme coste supuestamente amparados por un marco jurídico-público que les hacía tener expectativas de rentabilización. Para ellos se podrían diseñar normas de transición en que, por ejemplo, estos prestadores se vieran por unos años exentos de las más nuevas y exigentes normas de tipo ambiental o de accesibilidad que encarecerían el precio de la prestación del servicio para sus competidores, dándoles así una ventaja competitiva. También pueden establecerse medidas fiscales o de tipo semejante. En todo caso, y sin ser un tema menor, esta cuestión no deja de ser un problema coyuntural y que se puede resolver si se tienen claro hacia dónde se quiere ir. Lo cual, y de nuevo, depende de que un año de estos, por fin, logrero una orientación política decidida en la buena dirección por parte de los poderes públicos. Para ello, estaría bien que alguna comunidad autónoma o ayuntamiento tomaran la iniciativa y, entendiendo los condicionantes sociales y económicos en juego, se arriesgaran a promover un cambio regulatorio completo y coherente en la línea señalada. Sin duda, y vencidas las resistencias iniciales, se convertirían en ejemplo para el resto en cuanto se comprobaran los enormes y benéficos efectos de una política pública bien diseñada en este sector.

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Para quien desee más información sobre estos temas y trabajos jurídicos detallados y exhaustivos sobre el particular, recomiendo una visita a la web del Regulation Research Group de la Universitat de València, donde hay muchos enlaces a artículos, libros y trabajos sobre estas y otras cuestiones relacionadas que hemos venido realizando estos últimos años:

https://www.uv.es/regulation/

Sobre cuestiones de movilidad colaborativa, en concreto, y además de los trabajos de Gabriel Doménech reverenciados en la web, es muy recomendable el libro colectivo que publicamos el año pasado:

Boix, A., De la Encarnación, A., Doménech, G. (eds.) (2017): La regulación del transporte colaborativo, Aranzadi – Thomson Reuters, Madrid.

Y, por último, y como ya he indicado al principio, las reflexiones de este post parten de un trabajo mío más amplio sobre el particular, que se puede encontrar en ese libro y que en una versión accesible en abierto tenéis aquí:

https://www.uv.es/regulation/papers/BoixPalop2017b.pdf



Una propuesta de hoja de ruta para la regulación del alojamiento turístico-colaborativo en España

1. LA DIMENSIÓN RESPECTO DE TRIBUTOS, COTIZACIONES A LA SEGURIDAD SOCIAL Y DERECHOS LABORALES

Seguridad social: Cualquier actividad empresarial debería contar con responsables dados de alta en la Seguridad Social, a cuyos efectos tanto la legislación como el control respecto de su cumplimiento dependen del Estado. Ni entes locales ni Comunidades Autónomas tienen pues ni competencia ni margen de actuación al respecto, más allá de las campañas de información o concienciación que, en su caso, puedan considerarse pertinentes. Ha de ser señalado, en todo caso, que se trata de un aspecto relevante desde la perspectiva de la competitividad de estos nuevos modelos de negocio que es importante que sea bien resuelto para evitar competencia desleal y garantizar una contribución equitativa a la sostenibilidad del sistema.

Situación de los trabajadores y derechos laborales: Los trabajadores por cuenta ajena en este tipo de modelos de negocio han de contar con toda la protección, si bien a día de hoy es un nicho habitual de economía sumergida. Ello no obstante, ha de ser señalado que este trabajo remunerado no declarado, cuando se da, lo es todavía mayoritariamente por medios tradicionales, y no tanto por el empleo, a su vez, de plataformas de intermediación y mecanismos “colaborativos” para hacer acopio de la fuerza de trabajo requerida para las labores por cuenta ajena más habituales en estos casos (limpieza, atención a los turistas, etc.), si bien es posible que esta segunda alternativa gane peso en los próximos años. En todo caso, y como respecto de la Seguridad Social, la competencia tanto regulatoria como inspectora es exclusiva del Estado, sin que de nuevo entes locales o Comunidades Autónomas tengan más margen que el de ayudar a detectar y evaluar la posible incidencia del fenómeno o plantear propuestas de cambios normativos. En este sentido, ha de ser recordada, de nuevo, la importancia de una correcta protección de los trabajadores y que el empleo generado aflore debidamente a efectos de no agravar sesgos competitivos indeseables, como consecuencia indirecta a tener en cuenta junto a las más directas y obvias (necesidad de protección de los trabajadores).

En materia tributaria, la situación en la actualidad empieza a ser de un mayor control por parte de la AEAT. Todas las rentas que generan estas actividades, ya sean como actividad empresarial, ya como rendimientos del capital inmobiliario, han de ser declaradas y tributar a partir de los umbrales establecidos según la legislación estatal. No existen dudas jurídicas al respecto y, a día de hoy, ya existe una intensa labor de fiscalización para la que, además, las autoridades estatales han desplegado contactos con las plataformas de intermediación más habituales a efectos de lograr acuerdos para la obtención de los datos que permitan facilitar las labores de control. En estos momentos, está judicializada la controversia respecto de si las facultades de inspección de la AEAT habilitan suficientemente o no para obligar a estas plataformas de intermediación, tal y como pretenden las autoridades españolas, a suministrar todos los datos, incluidos los económicos, de las transacciones realizadas sobre inmuebles sitos en territorio español. No hay, desde una perspectiva estrictamente jurídica, demasiadas dudas de que finalmente la Justicia española considerará que, en efecto, esta obligación existe. Es todavía incierto, en cambio, cómo puedan reaccionar las plataformas frente a la confirmación de esa eventualidad. En todo caso, todas estas cuestiones tienen que ver más con la efectiva capacidad de exigir el cumplimiento de normas jurídicas ya en vigor antes que con la exploración de posibilidades de transformación del marco jurídico.

En cambio, sí es interesante indicar que hay una posibilidad de cambio regulatorio en manos, si no de los entes locales, sí de la las Comunidades Autónomas: el establecimiento de un impuesto sobre las estancias turísticas en la línea de los ya existentes en Catalunya e Illes Balears. Hay una serie de elementos que avalan la conveniencia de esta iniciativa:

  1. El turismo es una actividad económica que genera riqueza, pero crea numerosas externalidades negativas y afecciones ambientales, que de este modo se puede aspirar a internalizar, siquiera sea en parte.
  2. La regulación del turismo es competencia autonómica, y los costes en que incurren las AAPP como consecuencia del mismo se residencian esencialmente en los niveles autonómico y local, por lo que tiene lógica que la tributación que pueda establecerse lo sea a este nivel;
  3. Incrementar la tributación de actividades turísticas las hace marginalmente menos rentables, lo que puede bajar los costes de oportunidad de otras actividades que compiten con ellas por ciertos recursos materiales y personales, incentivando que se emplee más inversión y capital humano en actividades de más valor añadido; respecto del mercado de la vivienda residencial, cualquier medida que encarezca comparativamente el alquiler turístico y reduzca con ello su rentabilidad beneficia a que se destinen más viviendas de alquiler al mercado residencial, lo que puede ser interesante en un contexto en que hay mucha presión sobre el precio de la vivienda y del alquiler residencial (siempre, como es obvio, en tanto que medida complementaria de otras que puedan adoptarse, pues por sí sola no tiene capacidad para resolver esta cuestión).

Hay que tener en cuenta, además, que un impuesto de esta naturaleza, aunque esta vía hasta el momento en España esté inexplorada, podría ser un modelo muy interesante de corresponsabilidad fiscal entre entes locales y autonómicos, en la medida en que se podría establecer, a diferencia de lo que han hecho otras CCAA (impuesto autonómico) o de lo que propone el Informe de Expertos en Materia de Financiación Local del Ministerio de Hacienda (centralizar el impuesto como estatal y conceder su rendimiento exclusivamente a los entes locales), como un tributo compartido, con un tramo autonómico común a todo el territorio autonómico (que podría servir para internalizar ciertos costes ambientales o costes sanitarios que genera la actividad turística) y otro tramo estrictamente local, que cada municipio podría decidir libremente si activar o no, así como modular en su cuantía. Las ventajas de esto son evidentes, pues permiten a cada municipio operar de un modo u otro según la llegada de turistas sea deseable en todo caso (zonas rurales, por ejemplo) y aquellas localidades más saturadas o donde los costes sociales que genera la actividad son mayores. Obviamente, también las ccaa podrían modular su tramo, e incluso dejarlo en un primer momento sin activar si lo consideran más conveniente.

 

 2. LA REGULACIÓN ADMINISTRATIVA DEL FENÓMENO A ESCALA AUTONÓMICA Y LOCAL: NORMAS SOBRE EL DESARROLLO DE LA ACTIVIDAD Y LA CALIFICACIÓN URBANÍSTICA

Modalidades de la actividad: Como reflexión previa, hay que señalar que conviene tener en cuenta si se quiere regular la actividad de forma global, como si siempre tuviera los mismos perfiles y planteara idénticos problemas, o por el contrario si se entiende más apropiado diferenciar entre situaciones que puedan tener perfiles suficientemente identificativos. En este sentido, y frente a las alegaciones tradicionales de que las innovaciones que están apareciendo en el mercado tienen un componente per se “colaborativo” y de puesta en uso y en valor de las viviendas (o partes de las mismas) vacías o sin uso en determinados momentos del año, aparece una realidad donde lo cierto es que gran parte de este nuevo mercado emergente se corresponde con una actividad empresarial con perfiles claros: propietarios que tienen uno o más inmuebles que los destinan a su alquiler de corta duración por medio de plataformas que les permiten casar esta oferta con demanda suficiente como para asegurar la flexibilidad del modelo y altas rentabilidades, lo que lleva a la profesionalización, a la aparición de modelos de gestión empresarial de tipo empresarial y a una fuerte presión competitiva. Ello no quita, sin embargo, que puedan convivir en estas plataformas nichos donde quienes las emplean no sean profesionales ni empresarios y busquen sólo completar sus rentas o poner en valor sus propiedades en momentos del año en que están infrautilizados.

Constatada esta situación, parece razonable establecer una distinción entre ambas tipologías de actividad. La manera de hacerlo en ordenamientos comparados difiere (por ejemplo, hay casos donde se pone el acento en el control en propiedad o alquiler sobre más de un inmueble dedicado a la actividad, aunque este sistema facilita fugas por medio de diversificar la titularidad formal del negocio), pero en principio parece que la más eficaz es la que toma como base la propia dinámica de cada inmueble. Así, en primer lugar, se puede diferenciar entre el alquiler temporal de una o varias habitaciones (actividad que de suyo plantea muy pocos o nulos problemas de seguridad, salubridad o molestias a vecinos si no conlleva la sobreocupación de la vivienda y que por ello puede ser regulada desde una perspectiva muy liberal, en contra de la tradición española) y el del inmueble completo. Y, a su vez, respecto del inmueble concreto, se puede establecer un umbral a partir del cual la intensidad en estos usos pasa a ser considerada como más potencialmente generadora de problemas y costes sociales, por un lado, y, por otro, más claramente síntoma de una dedicación de tipo empresarial a la actividad. Ambos factores, tanto la profesionalización como la mayor capacidad de generar molestias, justifican plenamente un posible mayor control.

Si se desea establecer esta regulación diferenciada, los umbrales en días de uso para esta actividad que suelen aparecer en el entorno comparado van de los 30 a los 90 días. En un territorio con buena parte de sus CCAA muy turísticas hay que tener en cuenta que es relativamente habitual que se empleen inmuebles propios, en ciertas épocas del año, para su alquiler turístico (apartamentos en zonas costeras), lo que quizás hace aconsejable que una hipotética ley autonómica fije el umbral a partir del cual se considera que abandonamos la mera gestión patrimonial con poca incidencia y no merecedora de excesiva regulación de la actividad en un número de días más bien elevado (60-90 días).

La determinación de regímenes jurídicos diferenciados para el uso de viviendas para su alquiler para estancias de corta duración cuando la vivienda se emplee para esa actividad más de esos 60-90 días al año o cuando no llegue a esa cifra comporta, como es natural, una tensión inevitable, por cuanto habrá quien pretenda acogerse al régimen menos regulado aun superando a los umbrales. Para evitar esta situación es necesario un control e inspección, tal y como por lo demás ocurre ya en la actualidad con la normativa en materia de apartamentos turísticos o para cuestiones fiscales, que ha de recaer en los servicios administrativos correspondientes. En cualquier caso, y para lograrlo, sería conveniente contar con la colaboración de las plataformas, a efectos de que suministraran los datos respecto del uso efectivo, en días, de cada vivienda al año. A partir de la recopilación de datos en diversos portales y su agregación es relativamente sencillo detectar incumplimientos. En cualquier caso, el instrumento normativo ha de prever la situación y hacer explícita la obligación de colaboración de las plataformas en el suministro de este dato.

Por último, establecida esta diferenciación, puede considerarse si habría o no de eximirse del pago del tributo propuesto para estancias turísticas a las realizadas en inmuebles que no sean empleados más de 60-90 días al año para estos usos. Razones de equidad fiscal y la conveniencia de no diferenciar el mercado respecto de este elemento aconsejan que a efectos de fiscalidad el tratamiento dependa en exclusiva de la manifestación de capacidad económica, sea realizada ésta en la forma en que sea realizada. Para ello habría que garantizar la existencia para estos casos de un procedimiento de autoliquidación on-line sencillo y funcional, así como pactar con las plataformas que pueda realizarse directamente a través de éstas.

 Normas jurídico-administrativas sobre el desarrollo de la actividad: La regulación pública sobre el ejercicio de esta actividad ha de estar lógicamente (por razones materiales) contenida en las normas en materia de turismo. El legislador autonómico es competente en exclusiva para ello, tanto por sus competencias en materia de turismo como por la remisión contenida en la LAU en materia de arrendamientos turísticos. Ello no obstante, ha de regular el fenómeno teniendo en cuenta que las normas tanto españolas como europeas no consienten regulaciones de actividades económicas que no respondan a la satisfacción de un interés general de suficiente relieve y supongan limitaciones innecesarias a la libertad de empresa. Desde este punto de vista, cualquier restricción que se establezca ha de poder ser justificada a la luz de la Directiva de Servicios con base en su oportunidad, necesidad y proporcionalidad. En este sentido, hay que recordar que las actuales regulaciones autonómicas en la materia tienden a establecer una exhaustiva regulación en materia de apartamentos turísticos que, aprovechando la coyuntura, habría que revisar, eliminando muchos de sus elementos superfluos que, sin duda, no soportarían hoy una revisión mínimamente rigurosa con las normas europeas.

En concreto, parece sensato entender que por debajo del umbral que se considere oportuno no es preciso que la actividad, por sus perfiles más “colaborativos” y su menor incidencia en la vida vecinal, se adecúe a norma alguna en este materia: ha de pagar impuestos y si genera empleo cumplir con las obligaciones laborales y de SS, pero no debiera requerir de nada más. Además, este mismo régimen es razonable para el alquiler de habitaciones de corta duración en inmuebles habitados. Hay muchas razones que avalan esta decisión, desde la poca relevancia de las molestias vecinales en estos casos (que se pueden contener y resolver, si se dan, por otras vías al no ser demasiado graves) hasta la inexistencia de preocupaciones de seguridad, más allá del establecimiento y respeto a un límite máximo de ocupación de las viviendas según su capacidad fijada en las normas urbanísticas y de edificación.

En cambio, superado el umbral (60-90 días) se incrementan las posibilidades de molestias, el uso del inmueble por tipologías de turistas de control menos sencillo se incrementa y, además, la propia habitualidad y profesionalización de la actividad justifica una exigencia de mayor rigor. Para estos casos habría que exigir una regulación que coincidiera con la de los apartamentos y viviendas turísticas, que habría de ser en todo caso aligerada y ceñirse a:

  1. Exigencia de una notificación de la actividad a la Administración para su inscripción, con efectos informativos y sin que pueda impedir el desarrollo de la actividad el que la Administración tramite el efectivo registro, que deberá ser público y estar a disposición de los usuarios. Este número de registro se puede obligar a que sea exhibido tanto en la plataforma de intermediación como en el propio inmueble, a efectos de lograr un mayo control vecinal y de los consumidores.
  2. Normas de seguridad estrictas (ocupación máxima de la vivienda, extintores, indicación de vías de evacuación, así como la adecuada revisión y certificación de las instalaciones de agua, electricidad y gas, si lo hubiera).
  3. Normas de salubridad y acondicionamiento de mínimos: exigencia de baño funcional en la vivienda con unos equipamientos mínimos y poco más.
  4. Existencia de seguro obligatorio para los daños que puedan sufrir terceros en la vivienda como consecuencia de accidentes domésticos o equivalentes.
  5. Certificación de estar al día en obligaciones tributarias y de SS.
  6. Obligación de acatamiento de un protocolo de atención a vecinos u otros afectados por molestias ocasionadas por los inquilinos temporales, que permitirá una respuesta y contacto rápido con los responsables y la adopción de medidas de urgencia, si son necesarias, por parte de la Administración.
  7. Licencia urbanística para el desarrollo de la actividad, sí así lo exige el planeamiento urbano de la localidad en cuestión (vide infra).

Más allá de este tipo de medidas, cualquier norma referida a cuestiones de ornato o comodidad o calidad del alojamiento han de ser obviadas, dado que las plataformas de intermediación constituyen a día de hoy mecanismos de control de esa calidad y cuestiones anejas mucho más solventes que el control administrativo que, además, salvaguardan mejor la libertad de consumidores y prestadores en la línea de lo deseado por la Directiva de Servicios.

Calificación urbanística necesaria para el desarrollo de la actividad: Aprovechando la distinción realizada, por encima y por debajo del umbral propuesto (60-90 días), es posible también emplear ese mismo umbral para no exigir licencia urbanística cuando los usos no lleguen a ser tan intensos pero, en cambio, usar el planeamiento para, como se realiza con toda normalidad con muchas otras actividades económicas, establecer zonas urbanas donde la actividad más potencialmente problemática (la actividad más profesional y habitual, así considerada por superar el umbral fijado de 60-90 días) se puede llevar a cabo y otras donde no. La incorporación a las normas urbanísticas autonómicas de previsiones que ampararan que cualquier actuación ordenadora realizada por medio de un instrumento de planificación urbanística local en este sentido pueda ser realizada daría cobertura al tema.

Hay que tener en cuenta respecto de esta cuestión que hay ayuntamientos que han intentado actuar en esta dirección, entendiendo que estas actividades eran prestación de servicios que debían ser realizadas sólo en las zonas donde el plan prevé y permite actividades terciarias (bajos comerciales, edificios enteros, primeras plantas), lo que fue rechazado por el TSJCV por considerar que esta limitación no podía operar sin previsión expresa en el PGOU ni en la ley urbanística, al entender los jueces que suponía equiparar una mera prestación patrimonial a una actividad terciara. Hay otras sentencias, notoriamente del TSJCanarias, que se expresan en un sentido semejante. Con todo, cabe notar que estas objeciones jurídicas decaen desde el momento en que la actividad esté expresamente regulada y desarrollada como actividad de servicios y más aún además la legislación urbanística prevé su sometimiento a licencia urbanística. Conviene, además, que se prevea como situación diferenciada a la del resto de actividades terciarias, a fin de permitir una regulación distinta, si así se prefiere, a la del resto de éstas. Se dota así al sistema de una mayor flexibilidad, al permitir mayor diferenciación (puede tener sentido que las exigencias de licencia urbanística para estas actividades sean menores que para las de otras actividades terciarias más intensivas y generadoras de molestias, de hecho). Asimismo, ha de valorarse que un sometimiento a licencia de estas características puede permitir la incorporación de algún trámite de consulta vecinal o equivalentes que permita por vía indirecta ciertos controles vedados por la legislación básica estatal a las CCAA (pues la ley de propiedad horizontal exige unanimidad en una comunidad de propietarios para excepcionar ciertas actividades).

Además, el empleo del planeamiento urbanístico para regular la actividad espacialmente tiene una ventaja adicional, por cuanto da protagonismo a los municipios en la determinación de los usos más convenientes para el espacio urbano local. Así, y partiendo de la base de que se aplique el umbral de los 60-90 días de uso al año como delimitador, por debajo del mismo (o para el alquiler de habituaciones en viviendas habitadas) la actividad sería patrimonial y no tendría regulación alguna de esta índole ni sería necesario el sometimiento a licencia urbanística. Sin embargo, y por encima del umbral, sería posible que el ayuntamiento adoptara varias estrategias sobre la misma:

  • autorización en todo el suelo urbano de uso residencial y terciario
  • autorización sólo en las zonas terciarias o donde se permita el desarrollo de actividades de prestación de servicios
  • autorización sólo en ciertos barrios y zonas de la ciudad (ya sea en modalidad 1 o en modalidad 2), pero exclusión de la misma en zonas donde se considere que hay una tipología urbana o de usos que haga no conveniente que esta actividad sea prestada.

Este modelo de limitación de la actividad en ciertas zonas de la ciudad tiene la ventaja de ser flexible, de permitir que cada ente local adopte estrategias diferenciadas (a partir bien de sus problemas y peculiaridades propias, bien de la diferente orientación política y establecimiento democrático de prioridades) y, con ello, cierta experimentación y diversidad de enfoques que asegurará un más completo conocimiento futuro de qué alternativas regulatorias funcionan mejor. La justificación de las restricciones, siempre y cuando quede vinculada a molestias y problemas derivados de actividades económicas, por lo demás, tiene tradición en el urbanismo europeo y comparado y no debiera plantear problemas de encaje en esquema de la Directiva de Servicios si se realiza con un mínimo de rigor y cuidado.

Adicionalmente, una propuesta como la relatada, que ampara el establecimiento de limitaciones a partir de las decisiones de los entes locales con base en criterios de zonificación urbana es mucho más respetuoso con la libertad individual y el modelo europeo de directiva de servicios que las moratorias o las restricciones cuantitativas (número máximo de actividades admitidas), que plantean cuestiones como su efectiva capacidad de resolver el problema a medio y largo plazo y, sobre todo, obligan a establecer medios de asignación de prioridad para el desarrollo de la actividad complejos (primar a los ya instalados frente a los nuevos que pretendan competir es anticompetitivo, contrario a la equidad y abiertamente infractor del derecho europeo; sistemas de sorteo y concursos son poco satisfactorios para quienes no acceden al mercado; modelos de subasta de las licencias son poco habituales en nuestro sistema y generarían reticencias).

 



Algunas ideas para una buena regulación de la economía colaborativa del alojamiento para economías turísticas (como la valenciana)

La evolución de las sociedades, de su economía y de las tecnologías que se emplean para el trabajo, los intercambios y el ocio comporta inevitablemente disrupciones periódicas. Muchas innovaciones quedan en nada, pero otras prosperan y cambian hasta tal punto las cosas que alteran, inevitablemente, toda una serie de equilibrios anteriores que no sólo reflejaban una determinada forma y capacidad técnica de hacer las cosas sino además, muchas veces, un sutil proceso de composición de voluntades sobre la manera más justa de organizar nuestras sociedades y establecer mecanismos de reparto. En estas situaciones de disrupción, y al menos durante un tiempo, es ineluctable que las tensiones sean abundantes. Por esta razón, en tanto que mecanismo de mediación para hacer frente a las mismas, el papel de la regulación dictada por los poderes públicos determina, en no pocos casos, si la transición es más o menos eficiente, traumática, rápida y, a la postre, socialmente productiva. Un buen entendimiento por parte del poder legislativo y de las Administraciones públicas del valor añadido que aportan las nuevas posibilidades y, por ello, de cuáles de sus consecuencias sería conveniente incentivar, así como de sus posibles riesgos y de cómo pueden afectar las innovaciones a situaciones y equlibrios ya asentados de forma que estos efectos sean, además de más eficientes económicamente a corto plazo, socialmente beneficiosos a la larga, resulta clave para poder regular esta fase de transición tratando de extraer las mayores ventajas posibles y minimizar los costes de las disrupciones.

Las novedades que está trayendo consigo la irrupción de la llamada “economía colaborativa” son un caso de libro que permite ilustrar el fenómeno descrito con ejemplos que afectan, además, a nuestro día a día en mucha mayor medida de lo que ha sido en el pasado el caso con otro tipo de cambios, en ocasiones mucho más profundos, pero que no incidían en tantos mercados o en tantos tipos de intercambios con los que tenemos un contacto cotidiano. Por sharing economy o collaborative economy solemos entender aquellas actividades que, gracias a la eficiente intermediación que permite la tecnología digital –en la que se están especializando ya muchas plataformas on-line– ponen en contacto a quienes ofrecen un bien o un servicio y quienes necesitan del mismo. Lo cual permite, precisamente por su alta eficiencia, emplear capacidades hasta ahora infrautilizadas e incentiva la “colaboración” de personas que no tienen por qué dedicarse profesionalmente y a tiempo completo a ciertas actividades, pero que a partir de ahora van a poder participar de las mismas y extraerles un rendimiento con más facilidad. Sus efectos más directos son por ello un incremento de la oferta de bienes y servicios, incrementando la competencia. Lo cual tiene indudables consecuencias sobre quienes extraían unas rentas adicionales como consecuencia de la existencia de menos competencia efectiva en los mercados en que actuaban… y una reducción de precios para el consumidor final. Por ello las autoridades de competencia en la Unión Europea y también en España son tendencialmente muy favorables a permitir su implantación y expansión con pocos frenos. Ahora bien, resulta evidente, a su vez, que de la misma se deduce una más que notable reducción de la capacidad de generaer rentas de los prestadores tradicionales, que no sólo son ciertas empresas, que también, sino trabajadores a tiempo completo en determinados sectores que, de improviso, asisten a la irrupción de una competencia de una fuerza de trabajo potencialmente global –pues puede en muchos casos ofrecer los servicios desde cualquier punto del planeta- que hasta la fecha había pasado inadvertida y que, de repente, es un actor clave a ser tenido muy en cuenta. Actor que muchas veces emplea estas actividades para completar sus rentas, o por consideraciones lúdicas o ideológicas… o por necesidad en un mercado de trabajo cada vez más fragmentado y precarizado en no pocos sectores.

Estos efectos, por lo demás, varían ligeramente depediendo de la estructura social y productiva de cada sociedad, no tanto porque las consecuencias de la generalización de estas actividades digitalmente intermediadas sean muy diferentes en las distintas partes del mundo –que no lo son- como porque, como es evidente, el peso relativo de algunas actividades u otras en una concreta economía hace que se sientan más o menos –y con más o menos crudeza- los efectos de estos cambios. En el caso valenciano, donde tenemos una importante terciarización de nuestra economía que no ha ido precisamente acompañada de la especialización en sectores de alto valor añadido, y que además es cada vez más dependiente del sector turístico –también en sus derivadas residenciales-; y donde los esfuerzos por lograr más desarrollo económico a través de actividades más innovadoras están, por el momento, cosechando resultados más bien discretos, el impacto que están ya empezando a suponer las puntas de lanza de la llamada “economía colaborativa” –actividades de transporte, alojamiento o posibiliad de la contratación de la realización de pequeños servicios más o menos especializados vía on-line– es notable y está llamado a serlo más. Es urgente por ello comenzar a diseñar una mínima estrategia sobre cómo convendría regular las mismas en este período de transición, por una parte; y, por otra, en torno a qué querríamos obtener de las mismas en el medio y largo plazo.

Para ello conviene partir de la base de que, al menos idealmente, en un futuro el crecimiento económico y bienestar de los valencianos no puede seguir dependiendo ni de actividades de bajo valor añadido ni cenrarse cada vez más, como parece intuirse que es la pauta en marcha, en la extracción/utilización/consumo desaforados de bienes de gran valor, pero frágiles y difícilmente recuperables, como son los recursos naturales y nuestro patrimonio ambiental. A expensas de lo que la recién creada Agencia Valenciana de la Innovación pueda lograr para revertir esta tendencia, el último informe decenal de la Unión Europea sobre la capacidad para la innovación de las regiones europeas situaba a la Comunidad Valenciana en posiciones de retraso sin duda preocupantes y, lo que es ciertamente más inquietante, que lejos de evolucionar positivamente, van a peor. Como es evidente, esta estructura productiva conlleva inevitablemente un incremento de la ya apuntada tendencia a la precarización, en cuanto a los tipos de empleo y sus condiciones, que es por lo demás ya excesivamente frecuente en nuestra economía en la actualidad. Adicionalmente, es indudable que hay sectores que se van a ver particularmente afectados por ella, y muchas de las actividades dependientes del turismo y cierto tipo de terciarización son parte de las que están llamadas a sufrir más su impacto. Algunas de ellas, de nuevo, y a su vez, pueden ser transformadas en un futuro no muy lejano como consecuencia de la generalización de las posibilidades de rentabilización o micro-rentabilización que permite en la actualidad la tecnología de intermediación que hace posible la llamada “colaboración” como forma de actividad económica. Dada esta situación, las administraciones valencianas habrían de comenzar a diseñar una estrategia de intervención para encauzar esta evolución de manera que se minimicen los problemas disruptivos que se empiezan a intuir y se oriente la mejora de la eficiencia posible que permiten estas nuevas posibilidades tecnológicas para lograr ciertos objetivos sociales y económicos.

El primer y más importante mercado en el que la economía colaborativa ya está dejando sentir sus consecuencias es el del alojamiento, especialmente el de corta duración. Como es sabido, el éxito de plataformas de intermediación como AirBnB y equivalentes está cambiando el turismo residencial, tanto el de corta duración como, incluso, las estancias medias. El impacto de estos cambios en la economía valenciana es enorme, al menos por dos rasones. En primer lugar, porque el atractivo turístico, sobre todo, de nuestras zonas costeras y de nuestras ciudadades medias y grandes –especialmente la ciudad de València- hace que sean destinos particularmente buscados. La demanda, sin duda, como no hace falta que expliquemos, es mucha y es previsible que siga siéndolo. Pero en segundo lugar, además, porque la oferta también es considerable y está llamada a seguir siéndolo: la crisis económica y la situación de precarización en un entorno económico poco innovador y con un tejido empresarial débil, dedicado a actividades productivas de escaso valor añadido y por ello no particularmente bien pagadas, refuerza el atractivo comparativo de destinar tanto el poco o mucho capital –inmobiliario- con el que se pueda contar como los esfuerzos y el tiempo disponibles a estas actividades: sus rentas pueden ser muy superiores a otras que requieren de muchos más esfuerzos y, a la postre, no compensarían económicamente.

El problema, no obstante, es que una regulación que apueste sin trabas por dejar que esta oferta y demanda, ya considerable en la actualidad y que puede crecer más, se crucen sin problemas, supone incentivar un cierto modelo económico que plantea algunos inconvenientes que han de ser contemplados. En primer lugar, drenará recursos de todo tipo –capital y humanos- hacia actividades, de nuevo hay que recordarlo, de un escasísimo valor añadido y con un componente innovativo nulo. En segundo lugar, supone consagrar un modelo de sociedad donde un patente desequilibrio de recursos de entrada perpetúa y amplía esas diferencias de partida (es cierto que hay pequeños propietarios que podrán emplear el “alojamiento colaborativo” para completarse sueldos magros, pero el sector está cada día más colonizado por pequeños y medianos propietarios o empresas que directamente operan como ofertadores de vivienda turística residencial por estos canales en lugar de por otros). En tercer lugar, dar rienda suelta sin trabas a estas actividades supone potenciar una actividad, la turísitica, particularmente depreadadora y de poco valor añadido, que además se orientará, mayoritariamente, a un turista que no deja muchas rentas en nuestra economía. Hay, pues, y per se, razones para preconizar normas que impongan ciertos límites.

Pero es que, adicionalmente, la economía colaborativa del alojamiento plantea problemas en su relación con otras actividades económicas y sociales que han de ser, también, tenidos en cuenta. Así, ha de señalarse inicialmente el indudable riesgo de competencia y canibalización respecto del sector hotelero que puede derivarse de que se pueda operar sin necesidad de cumplir ciertos estándares de calidad –y de garantías jurídicas y protección a los consumidores- que sin embargo sí se imponen, por descontado, no sólo a hoteles sino también a alojamientos turísticos. ¿Se trataría esta aceptación de estándares diferenciados de lo que podríamos considerar una “competencia desleal”? Muy probablemente lo sería. Ahora bien, y en cualquier caso, se trataría de una evolución del mercado que, como no interesa socialmente, debería ser regulada de modo no incentivador incluso en caso de que pensáramos que es un caso de competencia no problemático. A este factor hemos de añadir otro, no menor, que es el referido a las indudables molestias que la concentración de actividades de alojamiento turístico de corta duración, y destinadas a perfiles de turistas que aportan poco valor añadido, supone para los vecinos. Molestias que se multiplican, lógicamente, tanto más la concentración de este tipo de actividades se incrementa. Algunos barrios de muchas ciudades europeas sufren ya este problema, y en España ciudades como Barcelona, Palma o Valencia son ejemplos de entornos donde la tensión es notable a día de hoy y los conflictos se multiplican. Por último, hay que señalar que las posibilidades de rentabilización que permite el alojamiento colaborativo de corta duración, debido a la misma enorme eficiencia de las plataformas de intermediación digital, son tan desproporcionadamente elevadas que desincentivan que las viviendas en ciertas zonas de alta demanda turísitca se destinen a otros usos habitacionales. Esto recrudece, a su vez, algunos de los problemas ya señalados, como el de la concentración de estas viviendas y los conflictos a causa de las molestias, alentando además a los propietarios de estas zonas a mudarse a lugares más tranquilos… y dedicar sus viviendas a estos lucrativos negocios. Lo cual no es probablemente bueno. Pero es que, además, de ello se derivan incrementos en los precios del alquiler residencial que han llevado ya a muchas ciudades norteamericanas y europeas a tomar medidas restrictivas para paliar el fenómeno.

En este contexto, sería de esperar algún tipo de actuación por parte de las autoridades autonómicas y locales valencianas, pero de momento no se detecta estrategia alguna mercedora de ese nombre. Las reacciones son poco coordinadas, adolecen de una manifiesta falta de planificación estratégica conjunta, son las más de las veces incoherentes y, además, por todos estos defectos, están encontrando problemas jurídicos para ser implantadas.. Hace falta, sencillamente, una estrategia propia que trate de ordenar el fenómeno y esta transición a otro modelo de rentabilización económica en el sector.

A la luz de lo aquí señalado, parece razonable, como línea de principio, tratar desincentivar estas actividades por la vía de obligarlas a internalizar algunos de los costes que generan, cuando no todos, y convertirlas, de este modo, no sólo en económicamente menos rentables sino en socialmente sostenibles. Una opción bastante evidente para ello parece que debiera ser homologar las exigencias jurídicas y de calidad de los alojamientos así ofrecidos a los turísticos, algo que ya ha empezado a hacerse pero sin una estrategia clara y decidida. Sin embargo, actuar en esa línea únicamente, a la vista está, no es suficiente. Como suele decirse, es complicado eso de poner vallas al campo. Urge por ello una reflexión sobre la forma y finalidad última de establecer restricciones adicionales, como algunas de las que ya son habituales en otros países. Algunas de las más usuales son:

  • restricciones cuantitativas, como impedir el empleo de una vivienda para estos usos durante más de un determinado número de días al año (por ejemplo, así lo hace San Francisco, incluso siendo la patria de AirBnB) o imponer unos días de estancia mínima para minimizar molestias y elminar presión sobre los vecinos (como también hace Nueva York);
  • obligación de contar con el permiso de los vecinos de aquellos inmuebles dedicados a estas actividades (como ocurre en Amsterdam), lo que reduce sin duda riesgos de molestias vecinales e introduce, además, una dificultad evidente para realizar la actividad que la hace menos frecuente y más dispersa;
  • prohibiciones de la actividad en ciertas zonas (por ejemplo, es la solución de Berlín) o llevando la zonificación a la determinación de que esta actividad sólo puede realizarse, además, en inmuebles donde puedan desarrollarse actividades terciarias (minimizando las molestias y equiparando esta actividad a un negocio; como trató de hacer el ayuntamiento de Valencia hasta que los tribunales se lo impidieron o está empezando a desarollar la propuesta de reforma legal de las Islas Baleares).

Como puede verse, la búsqueda de soluciones de todo tipo, algunas muy imaginativas, para tartar de encontrar una mejor regulación de este período de transición es intensa en los países de nuestro entorno. Llama por ello doblamente la atención la falta de impulso en un territorio como el nuestro, donde los problemas que plantea el alojamiento colaborativo son particularmente intensos… e importantes para nuestra economía. A modo de modesta propuesta que se avanza en sus grandes líneas aquí, podría ser razonable una regulación que, por un lado, y dados los mayores efectos perjudiciales de la actividad cuando se desarrolla con estos perfiles –y su cuestionable catalogación ética como “colaborativa”-, estableciera muchas restricciones para esta actividad cuando es claramente “empresarial” o “pseudoempresarial” (esto es, cuando se realiza con inmuebles dedicados excluisvamente a la misma), forzando a que en estos casos se unan para la realización de la misma tanto las exigencias de calidad equivalentes a las que han de cumplir los servicios hosteleros o de apartamentos tradicionales como, y a su vez, prohibiendo por zonas la actividad y exigiendo que se desarrollen sólo en inmuebles para uso terciario. Esto es, convirtiendo en perfecamente equivalente la actividad, en Derecho, a lo que ya es en la práctica: una actividad empresarial pura y dura, se comercialice por el canal que se comercialice. Para el resto de casos, esto es para inmuebles que sólo ocasionalmente se destinan a estos usos, en cambio, podría ser adoptada con carácter experimental y tentativo una regulación más permisiva en materia de zonificación si se combinara con algunas de las restricciones cuantitativas habituales en otros países (por ejemplo, no más de 45 días anuales o 90 días en zonas costeras; quizás con el establecimiento adicional de períodos de estancia mínima cuando se considere necesario, cuestión en la que habría de permitirse un margen de apreciación municipal importante). Con el tiempo habríamos de analizar si estas medidas están provocando los efectos deseados, si son suficientes, si han de ser modificadas enmendadas. Es siempre una buena idea, especialmente en estas materias donde la sociedad está experimentando transformaciones aún lejos de estar totalmente asentadas, experimentar con regulaciones que busquen combinar diversas soluciones y evaluar sus efectos. Por supuesto, caso de que no funcionaran correctamente, no debiéramos tener miedo alguno a cambiarlas. Pero, por esa misma razón, tampoco habríamos de exhibir la prevención que mostramos hasta el momento a regular.

Los problemas que genera el alojaminto colaborativo y la disrupción que está provocando en nuestra economía no son, sin embargo, los únicos. Y tampoco son los únicos que afectan a nuestra economía, tanto en presente como en cuanto a sus perspectivas de evolución. Pensemos en el otro ámbito estrella en materia de maduración de la “economía colaborativa” –y con la maduración, por descontado, se ha producido la llegada de empresas con vocación claramente orientada al beneficio-: el transporte. En materia de transporte la irrupción de Uber y otras plataformas equivalentes, que parece inminente en la Comunitat Valenciana tras la ampliación por sentencia judicial de las licencias VTC disponibles, está llamada a suponer nuevos trastornos y disrupciones. Contamos, sin embargo, con una ventaja para afrontar la situación en nuestro entorno: no es el primer sitio en que ocurre y además ya contamos con una serie de soluciones que se han ido decatando en otros países y ciudades que permiten intuir por dónde puede ir la solución más equilibrada y eficiente. Llama la atención, a estos efectos, la escasa atención que ha prestado a este fenómeno la nueva ley del taxi tramitada en les Corts valencianes. Una ley que, en línea con la que también es la situación en el transporte interurbano de pasajeros por carretera -en autobús-, regula estas actividades, cada vez más esenciales en las economías modernas, de forma llamativamente tradicional (por no decir directamente “antigua”) y poco atenta a las novedades que, tanto en lo tecnológico como en lo jurídico, se están produciendo ya en Europa. Haría falta una aproximación completa a las necesidades de movilidad y urge para ello entender que las exigencias de servicio público que todavía se imponen son muchas veces muy razonables, a la hora de reglar cómo y en qué condiciones se ha de prestar el servicio, pero tienen cada vez menos sentido si se trata de restringir la competencia y el número de actores potenciales en el mercado. La Comunitat Valenciana haría bien en replantearse esta situación, y hacerlo teniendo en cuenta todas las formas de movilidad en su conjunto y los recursos públicos que se destinan a las mismas, y hacerlo además cuanto antes. Las posibilidades de dinamización económica y de liberación de recursos que podrían derivarse de una buena regulación en esta materia no son pocas. Cuestión distinta, y obvia por lo demás, es que ello habría de hacerse regulando, en todo caso, tanto las obligaciones fiscales como de seguridad social, como de calidad del servicio y de derechos de los usuarios de estos servicios, y siempre de manera tan exigente como cuando las prestaciones se realizan empleando otros canales. Se trata, sin embargo, de problemas objetivamente diferentes. Una cosa es que haya que garantizar todas estas cuestiones, lo que es perfectamente posible por medio de una regulación adecuada, y otra bien diferente –y absurda- que se considere que la mejor manera de evitar posibles riesgos sea no regular o directamente prohibir que determinadas actividades se lleven a cabo por medio de las plataformas y a partir de las dinámicas de tipo económico que las hacen a día de hoy más eficientes. Reflexión, por lo demás, que no es válida sólo para el alojamiento o el transporte sino que habría de extenderse a todas las actividades donde detectemos una suficiente maduración de las actividades que damos en llamar de “economía colaborativa”.

No se entiende, en definitiva, la manifiesta reticencia de nuestras Administraciones públicas (y de nuestro legislador) a afrontar los retos que las posibilidades tecnológicas plantean a día de hoy –permitiendo una gestión del servicio muy eficiente por medio de la participación de agentes privados y de tecnologías cada vez mejores que incrementan espectacularmente la eficiencia de los intercambios-. Una pereza regulatoria que, a la postre, lo único que está provocando es que no se adopten medidas que podrían audar a asegurar una transición ordenada a un nuevo entorno que, por lo demás, tarde o temprando, nadie duda ya a estas alturas que se ordenará en todos estos sectores a partir de la inciativa privada en libre competencia en la que el papel de estas plataformas digitales será muy importante y donde las micro-actividades -por ocasionales o por nimias material y económicamente- adquirirán un protagonismo inusitadamente importante. Esta nueva situación ha de ser debidamente regulada, como por lo demás con toda normalidad ya lo está la actividad económica en otros sectores, por los poderes públicos. No hay que tener miedo a relajar exigencias que son excesivas para las micro-actividades y que, de otro modo, quedarían al margen de la legalidad, con perjuicios tanto para los actores –problemas de seguridad jurídica- como para el interés general –que perdería cotizaciones e impuestos asociadas a las mismas- si se las fuerza a seguir en la alegalidad por la incorrecta adaptación de las normas a sus características. Por lo demás, si la Comunitat Valenciana no actúa decididamente en esta dirección en las materias de su competencia, lo acabará haciendo el Estado o al propia Unión Europea. Mejor actuar cuanto antes, ganar en eficiencia y garantizar una transición ordenada, en la medida en que esté en nuestras manos. Nos hace falta, pues, una estrategia valenciana para la regulación de la economía colaborativa que sea cuidadosa y a la vez vele por canalizar sus ventajas. Pongámonos manos a la obra.

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A estudiar todas estas cosas, en los próximos años, nos vamos a dedicar desde el Grup d’investigació REGULATION GIUV2015-233 que conformamos un grupo de profesores de la Universitat de València gracias a una proyecto de investigación del Plan Nacional de I+D+i del Gobierno de España que tenemos concedido para trabajar hasta 2019. En este blog iré aprovechando para subir información o reflexiones al hilo de la evolución de los trabajos que vayamos haciendo. Una primera aproximación general al fenómeno en términos generales ya la publiqué en este mismo blog hace unas semanas.



Los retos jurídicos de la economía colaborativa

En los últimos años oímos y leemos hablar de la “economía colaborativa” (sharing economy, collaborative economy) cada vez más. Hay quienes inciden, y con razón, en las ventajas que para los consumidores supone la aparición de nuevas plataformas que ayudan a encontrar servicios de todo tipo, como alojamiento económico en otras ciudades para hacer turismo o la posibilidad de compartir los costes de un viaje en coche a otra ciudad para que sea mucho más asequible . Otros, especialmente desde aquellos sectores económicos históricamente dedicados a proveer de estos servicios de forma profesional, apuntan a las disrupciones y problemas que generan estos nuevos modelos de “colaboración económica”, donde ven muchas veces intrusismo y menos controles que pueden perjudicar a los consumidores y a la sociedad. Por último, hay quienes destacan los valores de sostenibilidad e incluso éticos de estas nuevas actividades, que ayudarían a poner en uso capacidades hasta ahora no aprovechadas, reduciendo el impacto ambiental y fomentando la reutilización de recursos. Pero, de ¿qué estamos hablando en realidad cuando nos referimos a la economía colaborativa?

En realidad, cuando nos referimos a la economía colaborarativa, estamos cubriendo un fenómeno con muchas vertientes, algunas más claramente empresariales, otras donde ese supuesto componente colaborativo está, en cambio, mucho más presente. Hay que tener en cuenta que con esta misma etiqueta, a día de hoy, se denomina a una pluralidad de fenómenos, que van desde prácticas que tienen muchos años de antigüedad y que se realizan en pequeñas comnidades en muchos lugares del mundo, como los bancos de tiempo o modelos de trueque tradicionales, donde hay quienes intercambian servicios o bienes producidos por ellos con otros participantes en el sistema de formas muy variadas, a la actividad de plataformas digitales de alcance global, extraordinariamente desarrolladas y tecnificadas para facilitar los intercambios y lograr el mejor cruce entre oferentes de servicios y posibles interesados en los mismos, con capacidad para actuar potencialmente a escala planetaria. La actividad de unos y de otros es, en ambos casos, se nos dice, “colaborativa”. Y es verdad, en el fondo, que así es. Entre otras cosas porque, como sabemos, todo intercambio económico, a la postre, es una actividad colaborativa: toda la actividad económica lo es, en defintiva, de alguna manera. Sin embargo, esta etiqueta demasiado general no nos permite identificar qué hay de nuevo en las nuevas formas de intercambiar que se están generalizando, de modo que hemos de establecer elementos que nos permitan distinguir entre modos de intercambio y colaboración tradicionales -de mayor o menor importancia pero que no suponían disrupción alguna y estaban interioriados y asumidos por nuestro sistema productivo- y aquellos que se han comenzado a extender en los últimos años que sí han comportado movedades.

Es la tecnología, estúpido

El gran catalizador de los cambios que estamos viviendo es tecnológico. Comunidades que compartían recursos con la intención de aprovecharlos al máximo y ahorrar, más allá de la pretensión de con ello cultivar ciertos vínculos sociales o no, han existido siempre. El car-sharing, por ejemplo, es una realidad cotidiana desde hace décadas, sobre todo en países con un mayor grado de conciencia ambiental, en empresas y centros de estudio o trabajo que mueven suficiente número de personas como para permitir una coordinación sencilla y que sea fácil encontrar compañeros de trayecto. También es algo que todos hacemos con toda la naturalidad del mundo con amigos y conocidos cuando hemos de ir a un mismo lugar. Sin embargo, los tablones de anuncios de un centro de trabajo o una red de amigos no son demasiado eficientes a la hora de detectar personas que puedan estar interesadas en compartir un trayecto con nosotros. No logran agregar eficazmente toda la potencial demanda de servicios o productos que podrían ser compartidos, porque no son capaces de articular una red suficientemente amplia. La tecnología ha venido a eliminar este problema, pues por medio de la intermediación digital una plataforma bien diseñada es capaz, potencialmente, de contener toda la posible demanda común, así como medios alternativos de oferta que puedan estar disponibles, lo cual facilita enormemente a sus usuarios encontrar una solución conveniente. Al ampliarse la red, un comportamiento colaborativo que tenía limitados ámbitos donde demostrar una verdadera eficacia frente a la prestación profesional pasa a ser extraordinariamente competitivo: detectamos muchos más conductores posibles que estarían interesados en llevar más gente en su coche, así como más posibles viajeros interesados en hacer ese trayecto pero que no disponen de coche o no quieren emplearlo para ese trayecto. El cambio que hemos vivido estos últimos años no es, pues, tanto cultural ni jurídico, ni siquiera económico, como, simplemente, tecnológico. Todo lo demás ha venido, de forma natural, a continuación.

Colaboración vs. economía

La extraordinaria eficacia de las plataformas digitales de intermediación crea un nuevo panorama donde esas actividades de colaboración y puesta en común de recursos son cada vez más sencillas y eficientes. Inevitablemente, ello ha conducido a una explosión de estos mecanismos, que hacen las veces de brokers, casando digitalmente oferta y demanda, para estas actividades. Cada vez se emplean más. Cada vez crecen más las actividades “colaborativas”. A este fenómeno se le llama en sus inicios “economía colaborativa” y sus numerosas virtudes son puestas de relieve por casi todo el mundo: en efecto, permiten un mejor y más intenso uso, ya sea de vehículos, de herramientas, de alojamientos… que de otro modo pasarían mucho más tiempo sin ser utilizados y, además, fomentan una relación directa entre las personas que permite estrechar vínculos sociales. Ambientalmente, los efectos de tener menos coches en el mercado, gracias a usar más eficiente e intensamente cada vehículo, por ejemplo, son evidentemente positivos. O los derivados de que haya que construir menos casas o apartamentos porque a los ya existentes se les da un uso más intenso durante más semanas del año.

Sin embargo, y como ocurre en toda sociedad capitalista con una economía de mercado, allí donde hay intercambios hay posibilidad de beneficio… y empresarios y empresas que van a tratar, legítimamente, de aprovecharla. Precisamente por esta razón las plataformas de intermediación, que inicialmente fueron rudimentarias y gratuitas, puestas en marcha muchas veces por activistas convencidos de las ventajas de la colaboración altruista, han acabado compitiendo por ofrecer mejor servicio y se han sofisticado, en una carrera por ser las mejores en cada campo y atraer con ello a más y más usuarios que las otras disponibles gracias a ofrecer un mejor entorno y un más eficaz sistema de cruzar oferta y demanda… y con ello sientan la bases de un modelo económico de rentabilización de su actividad, pues cuando se hacen hegemónicas y ofrecen un servicio efectivamente mejor que el del resto pasan a estar en condiciones de cobrar un porcentaje del intercambio por el servicio que ofrecen.

Esto es lo que hacen todas las grandes plataformas en estos sectores, desde Uber y Blablacar en el del transporte, a AirBnb en el del alojamiento, por nombrar sólo las más conocidas. Además, y una vez estos entornos de intercambio maduran suficientemente, al concentrar tanta demanda de servicios, comienzan a ser atractivos para quienes ofrecen no la capacidad vacante que tienen respecto de bienes que consumen habitualmente -espacio en mi coche para un trayecto que voy a hacer, días de estancia en mi casa en períodos en que no la habito- sino, directamente, bienes o servicios específicamente destinados a proveer de oferta a estos mercados. Aparecen así personas que pasan a trabajar muchas horas al día como conductores de Uber o empresarios que ofrecen viviendas en AirBnb como servicio empresarial. En estos casos, y como es obvio, toda la retórica sobre las virtudes éticas que contiene la economía colaborativa, que supuestamente la haría superior a los intercambios realizados por los canales de comercialización habituales, sencillamente, decae. Estamos ante una mera forma diferente, tecnológicamente intermediada y mucho más eficaz en no pocos casos, de cuadrar oferta y demanda en ciertos mercados de bienes y servicios. Y, por ello, con toda naturalidad, como tal se ha de tratar al fenómeno. También para regularlo y para decidir con qué controles y autorizaciones, en su caso, han de permitirse o no estas actividades.

Trabajadores de la economía colaborativa y cumplimiento de obligaciones como las fiscales

Por ejemplo, parece fuera de toda duda que estas actividades han de pagar impuestos cuando generen un beneficio económico suficientemente relevante y, por supuesto y en todo caso, cuando supongan una actividad profesional. Es cierto que su origen “colaborativo” en muchos casos ha provocado que esto no siempre sea así, al menos en el pasado, y también lo es que nuestras normas y reglas, por ejemplo las tributarias o en materia de Seguridad Social, no están bien adaptadas al feómeno. No es, sin embargo, complicado rediseñarlas y, por ejemplo, establecer umbrales mínimos a partir de los cuales podemos entender que estamos más allá de la mera “colaboración” y entramos en actividades que están claramente orientadas a la obtención de beneficios y que, por ello, han de tributar. Igualmente, adaptar las normas en materia de seguridad social no debiera ser difícil. En ambos casos, además, la propia existencia de plataformas digitales, que dejan traza de todos los intercambios, lejos de suponer una difcultad para el control del cumplimiento de estas obligaciones es, al contrario, un mecanismo que favorece y facilita enormenente que las Administraciones Públicas puedan fiscalizar muy eficazmente el comportamiento, y cumpliento de sus obligaciones, de los actores en estos mercados.

Algo más complicado es el reconocimiento de derechos laborales de quienes han acabado por desarrollar una actividad a tiempo completo aprovechando las posibilidades que les dan estas plataformas, pues es evidente que si la plataforma se limita a casar oferta y demanda no se la puede considerar una empleadora. Para estos casos, eso sí, lo que habrá de hacerse es regular los derechos de los usuarios de las plataformas, tanto de quienes ofertan servicios como, también, de quienes los demandan, a fin de proteger a ambas partes frente a un posible ejercicio arbitrario del enorme poder que van ganando las plataformas. Sin embargo, si se va más allá de la mera intermediación, como por ejemplo hace Uber con sus conductores, y se imponen muchas condiciones -de habitualidad en la prestación y de condiciones respecto de la misma, incluyendo el precio a cobrar- para poder ofrecer los servicios en la plataforma, la discusión sobre si estas personas puedan ser consideradas trabajadores queda abierta.

Los diferentes modelos de negocio y sus problemas

La economía colaborativa, además, plantea problemas muy diferentes según los diferentes mercados en los que opera. Tomando como ejemplo sólo aquellos en que se ha generalizado más en España en los últimos tiempos, que son además sectores de gran relevancia económica como el transporte o el alojamiento, vemos que la regulación en uno y otro caso deberá diferir porque los problemas planteados son muy diferentes en cada sector y según el modelo de negocio de cada plataforma. Así, un sistema como el de Uber, orientado al transporte urbano de proximidad con conductores habituales, es mucho más conflictivo que Blablacar, donde los conductores hacen algo mucho más parecido al car-sharing ocasional de toda la vida, pero de manera mucho más eficaz. En el primer caso, como es sabido, la actividad desarrollada es materialmente equivalente a la del taxi, que está intensamente regulada. Las autoridades habrán de asumir que en el futuro esta regulación, pensada para evitar fallos de mercado y hacer más eficiente el servicio, ha quedado obsoleta porque la tecnología permite resolver esos fallos mejor. Habrá que modificar las normas poco a poco y ordenar una transición… sabiendo además que en futuro no muy lejano estos vehículos ni siquiera tendrán conductor -y Uber dejará de ser una plataforma de intermediación para prestar directamente el servicio-.

En el sector del alojamiento, en cambio, los problemas son muy diferentes y de más difícil resolución, pues el éxito de las plataformas de intermediación fomenta una utilización muy intensiva de inmuebles para ciertos usos -turísitcos y de temporada- que, además de competir con operadores económicos ya establecidos y muy reglados para garantizar la calidad del servicio y los derechos de los usuarios, son generadores de muchas molestias para los vecinos y provocan problemas de saturación turística que ya están siendo muy criticados. En este caso, la ciudadanía y los poderes públicos habremos de llegar a acuerdos sobre qué modelo de negocio y de convivencia queremos, asumiendo que todos ellos tienen beneficios pero también costes, a fin de lograr un equilibrio satisfactorio. Este equilibrio, por lo demás, puede variar dependiendo de ciudades y de la mayor o menor presión turísitica que tengan, o de cómo sea su mercado de alojamiento. Por ello en todo el mundo están apareciendo ya, a escala local, reglas muy distintas que ordenan o limitan estas actividades, con límites máximos o mínimos de días de estancia, o estableciendo exigencias equivalentes a las de los hoteles y apartamentos turísticos tradicionales, o incluso prohibiendo la actividad en ciertas zonas que presentan una notable disparidad en las soluciones aplicadas. Es inevitable que así sea, porque los problemas que plantea el alojamiento colaborativo en un destino turístico costero no son, por ejemplo, los mismos que aparecen en una población rural, ni los mismos que los retos que plantea su conciliación con el mercado del alojamiento en una gran ciudad. La labor de ajuste por parte de las Administraciones Públicas habrá de ser aquí muy fina y adaptada en cada caso al entorno, y habrá de asumir la necesidad de experimentar y copiar soluciones hasta dar con un equilibrio adecuado, que no siempre se alcanzará a la primera.

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A estudiar todas estas cosas, en los próximos años, nos vamos a dedicar desde el Grup d’investigació REGULATION GIUV2015-233 que conformamos un grupo de profesores de la Universitat de València gracias a una proyecto de investigación del Plan Nacional de I+D+i del Gobierno de España que tenemos concedido para trabajar hasta 2019. En este blog iré aprovechando para subir información o reflexiones al hilo de la evolución de los trabajos que vayamos haciendo.



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