Los algoritmos son reglamentos

Sobre la naturaleza jurídica de los algoritmos empleados por la Administración para la toma de decisiones

I. Introducción

La relación del Derecho público y en concreto del Derecho administrativo con las llamadas “nuevas tecnologías” de la información y de la comunicación no es ya tan nueva sino que lleva muchos años desarrollándose, por lo que es posible en estos momentos contar ya con sólidos indicios de cuáles son los problemas y riesgos no sólo presentes sino también futuros, así como los retos que plantea el necesario ajuste de aquél a éstas. Este ajuste, en tanto que jurídico, no opera en el vacío sino que lo hace con base en un mandato constitucional que, con independencia de los desarrollos a los que ha dado lugar con posterioridad, algunos de gran virtuosismo -incluso hemos extraído un nuevo derecho fundamental de ese precepto, como es de todos conocido, en forma de “derecho a la autodeterminación informativa” del art. 18.4 CE-, obliga a respetar una regla bastante sencilla que, la compartamos o no, es a día de hoy el Derecho vigente: le directriz constitucional que encontramos en ese precepto constitucional impone limitar los desarrollos de estas tecnologías siempre que se necesario para garantizar el pleno ejercicio de derechos por parte de los ciudadanos. Por otro lado, a nadie debería escapársele que con esta formulación de manera implícita, y a mi juicio muy acertadamente, el texto constituyente concibe la evolución tecnológica como potencialmente muy peligrosa para los derechos de los ciudadanos y pone el acento sobre la necesidad de garantías jurídicas (algo esencial en estas materias que, desgraciadamente, no siempre tiene en cuenta nuestro legislador a la hora de reformar el procedimiento administrativo). De alguna manera, como ya se ha recordado (Cotino, 2019), esto impone una suerte de traslación del principio de precaución en clave tecnológica.

La razón por la que señalo estos dos factores a efectos de enmarcar este comentario, por muy obvios que puedan parecer y por ello de innecesaria expresión, es porque, sorprendentemente, ni el legislador ni la Administración pública española parecen particularmente concernidos por ellos. El tratamiento que la ley 30/1992, de 26 de noviembre, del Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (LRJAP) da desde sus orígenes a esta cuestión es llamativamente pobre, por no decir prácticamente inexistente. Algo que, paradójicamente, como desarrollaré más adelante, tenía efectos positivos a mi juicio, en la medida en que, aunque sea cierto que se le puede reprochar a su texto original carecer de la “perspectiva dinámica” (Julián Valero, 2015), también lo es que las “pretensiones de amplitud en la regulación” de un precepto como el primigenio art. 45 LRJAP combinadas con reglas procedimentales expresadas con independencia del canal de comunicación empleado permitían aceptar ciertas soluciones con un grado de flexibilidad que quizás la práctica legislativa posterior, más ceñida a la regulación en concreto del fenómeno, ha debilitado. Adicionalmente, y de manera meramente principial, el mencionado precepto sí establece ciertas cautelas y recuerda la necesidad de preservar el contenido material de ls garantías sea cual sea el desarrollo tecnológico.

Una idea desaparecida de la actual Ley 39/2015, de Procedimiento Administrativo Común (LPAC) y a la que hemos de volver. La Ley 11/2007, de 22 de junio, de Acceso Electrónico de los Ciudadanos a los Servicios Públicos (LAE), por su parte, sí supuso un intento serio de, al menos, hacer frente al mandato constitucional de tratar de encauzar y limitar el uso de la informática de modo que no suponga mermas en la capacidad efectiva de los ciudadanos de hacer valer sus derechos. Sin embargo, ni su desarrollo fue demasiado satisfactorio ni la manera en que se ha procedido a integrar su contenido en la regulación común del procedimiento administrativo en la actualmente vigente LPAC son demasiado exigentes. Las críticas por las insuficiencias de esta integración han sido generalizadas entre quienes han analizado la cuestión (véase Baño León, 2015; Santamaría Pastor, 2015; o, por ejemplo, la entrada que dediqué a esta cuestión en este mismo blog).

A partir de estas ideas básicas de traslado de las garantías tradicionales en sentido material al nuevo contexto tecnológico y de su importancia capital a la hora de desplegar el empleo de medios tecnológicos por parte de las Administraciones Públicas vamos a tratar de justificar la necesidad de traducir algunas de las reglas tradicionales, de la forma más prudente posible, al empleo por parte de las Administraciones Públicas de algoritmos, utilización que a día de hoy cuenta con un marco jurídico más bien parco y peligrosamente generoso.

II. El código fuente es código jurídico y como tal hay que tratarlo

En una de las primeras obras que trataron de forma moderna y global la enorme significación jurídica de los cambios que las nuevas tecnologías nos iban a deparar, la primera edición de Code (Lessig, 1999), se avanza desde sus primeras páginas una reflexión que el tiempo no ha hecho sino confirmar: estamos ya de lleno en una sociedad en la que, cada vez más, el verdadero alcance de los derechos de los ciudadanos va a depender en mayor medida de los códigos de programación a partir de los cuales se articula el funcionamiento de todo tipo de aplicaciones informáticas que de los mismísimos códigos jurídicos tradicionales que tanto veneramos los juristas. La afirmación puede parecer exagerada –o quizás exagerada… de momento- pero apunta en una dirección interesante: la programación de las tareas, por definición automatizadas, de mayor o menor complejidad, son un elemento consustancial al aprovechamiento de las tecnologías actualmente disponibles que, además, está llamado a ir a más en el futuro. De hecho, no sólo a ir a más sino a ser, y conviene tenerlo bien presente, la parte cuantitativamente más relevante de la acción administrativa del futuro. Un futuro que, ha de tenerse bien presente, está ya aquí en materia de automatización y programación de actividades supuestamente complejas y no sólo en actividades privadas sino en muchas donde hay bien una supervisión pública intensa o un directo protagonismo “prestacional” por parte de la propia Administración –conducción de coches automatizada, drones que operan a partir de programación, trenes sin conductor, armas modernas que deciden cuándo activarse a partir de una programación previsamente determinada…-

Est dinámica será tanto más importante cuanta más inteligencia artificial haya implicada –y cada vez habrá más-. Así, probablemente, el estudio de las categorías clásicas es particularmente útil para mostrarnos su inutilidad hasta que no asumamos que hemos de, sencillamente, asumir que la inteligencia artificial es inteligencia a casi todos los efectos jurídicos y tratarla, en este caso sí, de un modo acorde a como tratamos a la inteligencia, digamos, “tradicional”. Las reflexiones en materia de inteligencia artificial y su evolución futura son numerosísimas en la actualidad. Valga la actualizada síntesis, con mucha información y planteando los retos de futuro, sobre los retos regulatorios de futuro que aparecen en las conclusiones de Asilomar (Tegmark, 2017) o las cautelas que recientemente han desarrollado en forma de principios de regulación las instituciones europeas.

Por la razón expuesta es por lo que es particularmente relevante, a su vez, asumir de una vez con todas las consecuencias que, como enunciábamos inicialmente, el código fuente es código jurídico. Lo es, de hecho, a todos los efectos. Lo es porque ese código delimita el efectivo marco de actuación de los particulares, marca los límites a sus derechos y genera una producción con efectos jurídicos que fácilmente podemos llamar “actividad administrativa” de forma automatizada a partir de esos parámetros previamente configurados, no tengo la más mínima duda de que estamos ante algo muy parecido a normas reglamentarias. Y lo es también porque es el reglamento que preordena los márgenes de la actuación de la inteligencia artificial que, más o menos modesta según los casos, ejecuta sus instrucciones, de un modo conceptualmente parangonable, de forma estricta además, a la actuación que nuestro Derecho presupone a una inteligencia humana convencional cuando ha de ejecutar una actuación adminitrativa normativamente enmarcada. Porque, como se ha dicho, el código fuente es, en efecto, código jurídico y como tal actúa. A efectos de la forma en que algoritmos, programación y código predeterminan deciciones puede constarse que toda programación no es sino una reglamentación (Harari, 2015; Tegmark, 2017) simplemente mucho más predeterminada y fiable.

Desde este punto de vista podríamos considerar que, sin duda, todo algoritmo usado por la Administración para adoptar decisiones no es sino un reglamento. O que todo algoritmo de apoyo opera como la parte reglada de un proceso de toma de decisiones. Que su «naturaleza jurídica», si así se quiere explicar, es la de un reglamento tradicional sin necesidad de añadir mucho más… y provocando la consecuencia jurídica de que hubiera que trasladar in toto la regulación tradicional que hemos ido decantando durante todos estos años respecto de las normas reglamentarias y su funcionamiento y encuadramiento en Derecho.

Ello no obstante, esta discusión sobre la naturaleza jurídica puede obviarse sin problemas en la práctica. A fin de cuentas, no es sino una cuestión conceptual y, si se quiere, dogmática, con pocas repercusiones prácticas… siempre y cuando se quede sólo en eso. Mucho más significativa, en cambio, y cuestión de la que en ningún caso se puede prescindir, es su derivada práctica y, en concreto, la ineludible necesidad de trasladar, como habría exigido el art. 45 LRJAP, todas aquellas garantías respecto de este tipo de “código” para proteger la posición y derechos de los ciudadanos de manera que queden en idéntica posición que cuando son afectados por actuaciones administrativas ordinarias.

III. La traducción de algunas garantías tradicionales a la regulación de la actividad automatizada y realizada por medio de algoritmos/programas… y sus problemas

Si analizamos con un mínimo de exigencia cuáles habrían de ser esas garantías, resulta que son estrictamente equivalentes a las que, más o menos, hemos ido decantando arduamente durante décadas como absolutamente necesarias en un Estado de Derecho para cualquier norma reglamentaria. Lo cual no es llamativo, pues, como se ha dicho, plantean materialmente los mismos problemas. Yendo un poco más allá en este punto, un régimen mínimo de garantías:

  • Debiera obligar como mínimo a que todo proceso de elaboración de estos códigos se desarrollara de una manera estrictamente pautada, con información pública, participación ciudadana, y con respeto a una serie de reglas y procedimientos de elaboración para los mismos que aseguren su efectivo contraste y análisis profundo durante ese proceso de elaboración (y, por ejemplo, aplicarles todo el nuevo Título VI de la LPAC). Sólo de este modo puede lograrse que la producción de las normas que de facto van a gobernar cada vez más las relaciones interadministrativas y a enmarcar los derechos de los ciudadanos sean no sólo de la suficiente calidad técnica –pero también jurídica aunque estemos hablando aparentemente de la mera programación informática- sino que además pueda desarrollarse desde su origen un control adecuado sobre el funcionamiento de las aplicaciones y de los diversos sistemas automatizados. El régimen actualmente vigente en la ley 40/2019, de Régimen Jurídico de las Administraciones Püblicas, (LRJ) es francamente insuficiente a este respecto, pues se limita a exigir, únicamente, la identidad del responsable de la programación en la regulación, insólitamente escueta, del encuadramiento jurídico de la actividad jurídica automatizada (art. 41.2 LRJ). No se desconocen los problemas y dificultades que de esta posición más exigente se derivarían en cuanto a las exigencias para poner en marcha actuaciones automatizadas, pero las garantías de los ciudadanos justifican sobradamente que se actúe de este modo, como demuestra la lógica de la propia legislación vigente sobre la producción de normas reglamentarias que vayan a desplegar efectos sobre los ciudadanos.
  • En lógica correspondencia con esta necesidad de control, y una vez aprobada, la programación correspondiente, y todo su código fuente, debieran ser siempre públicos –del mismo modo que lo son, y de nuevo aparece una evidente identidad de razón, las normas reglamentarias-. Todos los ciudadanos debieran poder conocer y revisar hasta el último detalle esta programación, al menos en todos aquellos casos y en la medida en que tenga que ver con el ejercicio de sus derechos, de modo que se pueda entender por cualquiera con los conocimientos y el tiempo necesarios el exacto funcionamiento del código y que se puedan desentrañar tanto los efectos del mismo como, en su caso, sus posibles fallas y defectos. Como ha señalado la doctrina, tampoco a día de hoy tenemos garantías suficientes en este sentido, pues apenas si contamos con la externa y no pensada para resolver esta cuestión protección que aporta la LOPD al establecer que todo ciudadano ha de ser informado de que va a ser objeto de un tratamiento y decisión automatizada (Cotino, 2019). Tampoco mucho más exigente, aunque a falta de otras normas que encuadren la cuestión a ella se ha remitido hasta la fecha casi tofo el mundo, es en la práctica el Reglamento europeo General de Protección de Datos (RGDP). De hecho, una reciente e importante sentencia neerlandesa de la Corte del Distrito de La Haya de 5 de febrero de 2020 sobre empleo de algoritmos para realizar ciertas apreciaciones de riesgo que luego la Administración emplearía en inspecciones y controles, para prohibir el empleo del algoritmo en cuestión, ha de recurrir a las normas europeas del CEDH en materia de privacidad ante la ausencia de reglas verdaderamente exigentes en el RGPD. Incluso en el caso de que de ahí se derive alguna posibilidad de opting out, que por lo demás no parece que sea el caso combinado con el art. 41.2 LRJ vigente, es una garantías francamente insuficiente. Ninguna consideración de protección de propiedad intelectual o industrial, por otro lado, debiera poder oponerse a esta pretensión. De otro modo estaríamos aceptando una cierta “privatización” inadmisible de algunas normas y de sus mecanismos de funcionamiento, algo que no porque tenga ciertos precedentes en nuestros Derechos – es el caso de algunas normas privadas que tienen efectos públicos y que no son enteramente públicas, lo que con razón ha sido denunciado como contrario a nuestro modelo de Estado de Derecho- deja de ser inquietante y que además en este caso cuenta con el agravante de que la complejidad de este tipo de programación la hace especialmente opaca al escrutinio individual por cada ciudadano –razón por la cual es si cabe más importante que éste pueda ser realizado de forma general y constante por toda la colectividad, pero en realidad, estas barreras de entrada, aunque de diverso tipo, tampoco son, de nuevo, muy diferentes a las que el común de los ciudadanos pueden experimentar respecto de la mayor parte de las normas reglamentarias: la diferencia es que aquí los “legos” somos los tradicionales chamanes que las controlábamos en el pasado: los juristas-. Como es evidente, de esta posición se derivará un encarecimiento de la actividad administrativa, por cuanto el desarrollo o, en su caso, la adquisición de programas que incluya la propiedad del código y con ella su posible difusión y publicación es más cara que la compra de meras licencias de uso. Pero, de nuevo, la mínima precaución debida y los derechos de los ciudadanos justifican sobradamente la cautela.
  • Además, esta programación, reforzando la idea de que estamos ante una realidad con una clara identidad de razón con cualquier norma reglamentaria, debiera poder ser cuestionada y analizada en cada supuesto aplicativo concreto, y tras la constatación en su caso de la existencia de defectos en la misma o de confirmarse que su funcionamiento limita o cercena derechos de los ciudadanos, debiera poder ser impugnada por ello, con independencia de cuándo hubiera sido aprobada. De nuevo vemos que, más allá de la cuestión puramente terminológica y conceptual, las garantías materiales por las que vela el establecimiento de la posibilidad de un procedimiento de recurso tanto directo como indirecto contra reglamentos tienen toda la lógica que sean aquí replicadas porque los problemas prácticos y riesgos concretos que puede suponer una programación informática fallida, un código fuente erróneo, son los mismos que los que supone un reglamento ilegal.
  • En este sentido, ha de criticarse la posición defendida por Esteve Pardo (2007), que califica de ilusoria la pretensión de controlar por medio del Derecho “cada uno de los detalles y aspectos concretos del funcionamiento de las aplicaciones informáticas y los sistemas de información” (también Valero, 2015, parece escéptico en algún momento sobre la posibilidades efectiva de lograr hacer funcionar estos controles). Al menos, y en la medida en que nos refiramos a las aplicaciones y sistemas que está empleando la Administración pública, y más aún cuando se trata de las que ésta emplea en sus relaciones con los ciudadanos, esta aspiración no sólo no es ilusoria sino que debiera ser absolutamente esencial. Y con todo detalle y rigor, es decir, llegando a “todos los detalles y aspectos concretos”, sea el código propietario o no, razón por la cual, por cierto –y como desarrollaré más tarde, esta cuestión debiera ser reevaluada para garantizar la independencia de la Administración y su capacidad efectiva de hacer su labor-. En la medida en que, como se ha reiterado, estamos hablando de un código que es a la postre código jurídico, toda esta labor ha de ser completamente controlada y definida por la Administración pública, que es además la responsable a todos los efectos de la misma. Y ello con independencia de que pueda ser externalizada o de que normalmente sea realizada, en el mejor de los casos, por los servicios de informática de las respectivas administraciones públicas. Esta tarea, por mucho que pueda requerir de una capacidad y especialización adicional, es indudablemente jurídica y ha de ser tratada como tal.

IV. Efectos adicionales de la actividad algorítimica que refuerzan la necesidad de garantías

A corto plazo, es patente la necesidad de mayor control sobre el uso meramente accesorio y de apoyo (transparencia, qué, cuándo, cómo, por qué, en qué casos, con qué incidencia), por ejemplo en tareas de inspección, pero no ha de perderse de vista que, además, su carácter de actuación de apoyo es crecientemente una ficción. Además, esta pretensión es coherente con la reciente exigencia incrementada en el encuadre jurídico de la legalidad de estas actuaciones.

En general hay una gran potencia, y beneficios, en el empleo de algoritmos a la hora de permitir una mayor capacidad de disección y de control sobre las decisiones y situaciones en entornos predecibles (y la actuación administrativa y las decisiones judiciales, por ejemplo, lo son). No tiene sentido no aprovecharla (a este respecto la decisión polémica adoptada en Francia y la decisión 2019-778 DC du 21 mars 2019 del Conseil Constitutionnel francés que ha declarado inconstitucional la restricción sobre la publicidad y posibilidad de reutilización de identidad de jueces en sus decisiones y votos particulares (art. 33 código de justicia). Simplemente, ha de ponerse esta capacidad de disección y control a jugar en favor de la previsibilidad y el control ciudadano.

Previsibilidad y transparencia absolutas que, además, serán si cabe más necesarias para hacer frente a algunos cambios estructurales que las decisiones automatizadas o algorítmicas provocarán inevitablemente sobre los entornos de actuación informal, no reglada o incluso sobre las consecuencias de la acción no-legal, alegal o ilegal. A modo de síntesis rápida, piénsese en estos ejemplos:

  • la determinación de qué es o no parte del expediente administrativo (art. 70.4 LPAC), de qué ha de formar parte del él a efectos de transparencia, acceso… tiene gran importancia a la hora de determinar qué procesos algorítmicos forman o no parte del mismo;
  • los algoritmos y los programas van a generas decisiones siempre iguales y uniformes, ¿hay un valor en la no uniformidad y en la posibilidad de matizar, en la dispersión, en la informalidad decisoria (al menos, en algunos casos)? El uso de algoritmos y programas, en la medida en que la veda u obliga a programar de antemano las diferencias, nos sitúa frente a una necesidad de total transparencia decisoria que ha de ser totalmente pública;
  • en una línea semejante, la dureza o generosidad en las consecuencias jurídicas no admitirá modulaciones no previstas de antemano, lo que de nuevo exige una reflexión completa, detallada y totalmente transparente ex ante (sobre esto, también, Nieva Fenoll, 2018);
  • por último, y en esta misma línea, la imposibilidad de actuación en la ilegalidad o contra el algoritmo, ¿tiene valor en ocasiones, tanto particular como en ocasiones social la actuación no adecuada a la norma? ¿tiene sentido poder consentirla o aceptarla? ¿hay costes diferenciados en la ilegalidad que pueden señalar utilidad diferenciada que quizás es indicio de que pueda generar utilidad social si se pagan los costes diferenciados en que se puede incurrir?

Todas estas preguntas han de ser contestadas, una vez más, ex ante, y por ello requieren de transparencia y garantías propias de la elaboración de un reglamento.

V. A modo de conclusión (provisional)

Por todas estas razones, el actual régimen legal que contempla que estas programaciones han de ser aprobadas formalmente por la entidad pública que vaya a utilizarla “por ejemplo, a través de un acto administrativo, no siendo imprescindible una norma reglamentaria-, especialmente en aquellos supuestos en que su funcionamiento pueda afectar a los derechos y libertades de los ciudadanos” (Valero, 2015) es francamente insuficiente. Insistiendo en la necesidad de reconstruir las categorías y no pretender que haya de ser necesariamente posible una coincidencia exacta o una reconducción absoluta a conceptos surgidos para designar, sencillamente, otras realidades, podría decirse que no sólo es que sí deberían ser aprobados por medio de normas reglamentarias sino que debieran serlo como normas reglamentarias porque en la práctica y a efectos materiales es lo que son… o, al menos, debieran ser aprobadas con un sistema que garantice todos los mecanismos de participación, publicidad, control e impugnabilidad procesal propios de las normas reglamentarias, en la medida en que el código fuente plantea exactamente las mismas necesidades de control que el código jurídico, pues de aquél van a depender, exactamente en la misma medida que en el pasado dependían de éste, los derechos de los ciudadanos en sus relaciones con los poderes públicos y su efectividad. Ésta es una reflexión que, por lo demás, no está tan alejada, entiendo, del espíritu que late en trabajos como el de Valero (2015) que venimos citando cuando reclama con toda la razón “un derecho por parte de los ciudadanos a obtener toda aquella información que permita la identificación de los medios y aplicaciones utilizadas, del órgano bajo cuyo control permanezca el funcionamiento de la aplicación o el sistema de información; debiendo incluir, asimismo, en su objeto no sólo el conocimiento del resultado de la aplicación o sistema informático que le afecte específicamente a su círculo de intereses sino, además y sobre todo, el origen de los datos empleados y la naturaleza y el alcance del tratamiento realizado, es decir, cómo el funcionamiento de aquéllos puede dar lugar a un determinado resultado”.

La posición defendida, por lo demás, tiene muchas más implicaciones y somos perfectamente conscientes de ello. Por un lado, qué duda cabe, prácticas y sobre la dificultad evidente de una adaptación completa y exigente a la misma. Por otro, en cuantos a algunas repercusiones jurídicas adicionales. Porque si la actividad referida es jurídica y responsabilidad de las Administraciones públicas en toda su extensión, ello ha de suponer que lo será a todos los efectos. Pero no me parece una conclusión ni mucho menos descabellada y, es más, se trata de la única orientación que permite afrontar los problemas futuros a que nos vamos a enfrentar de modo satisfactorio –pensemos en la responsabilidad administrativa y la acción automatizada de drones militares y cuáles serían los centros de imputación jurídica de admitir unas tesis u otras y comprenderemos con facilidad lo inaceptable de un análisis que partiera de otro punmto de partida-. La asunción de lo cual, sin duda, complicará enormemente las cosas a muchos niveles y obligará a readaptar de modo mucho más profundo que lo realizado hasta la fecha nuestro Derecho público, pero generará efectos muy positivos a la hora de redefinir correctamente ciertas garantías jurídicas ahora puestas en cuestión por la imparable conversión tecnológica de nuestras Administraciones públicas y las capacidades que la misma le confiere.

– – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – –

Para quien quiera profundizar más en este tema desde una perspectiva completamente académica y dogmática, podéis consultar este artículo que he publicado recientemente en la Revista de Derecho Público. Teoría y Método:

A. Boix Palop (2020): Los algoritmos son reglamentos: La necesidad de extender las garantías propias de las normas reglamentarias a los programas empleados por la administración para la adopción de decisiones, en Revista de Derecho Público. Teoría y Método, nº 1, 2020, pp. 223-269.

Además, tenéis también a vuestra disposición una versión conferencia de estas ideas, desarrollada en el Seminari de la Facultat de Dret de València:



La defensa de la unidad de la patria violando la Constitución

Hace más o menos un año que no escribo en el blog sobre la cuestión catalana y la crisis constitucional consiguiente. Básicamente, no lo he hecho porque jurídicamente me parece que hay poco que añadir a lo que ya en su momento expuse cuando, con cierto detalle, intenté condensar cómo, en mi opinión, había que encuadrar jurídica y democráticamente la solución al conflicto. También más o menos hace un año alertaba de que, lamentablemente, estábamos empezando a ver una reacción estatal, liderada por el gobierno de entonces (y el Jefe del Estado), pero dócilmente seguida por instituciones que teóricamente han de actuar de contrapesos independientes, de respuesta al supuesto riesgo de ruptura y de quiebras constitucionales desde las instituciones catalanas por la vía de un revisionismo jurídico (y judicial) muy cuestionable y peligroso. Como en su momento traté de explicar, no se puede defender la Constitución violando la Constitución. Si la vía elegida para intentar solucionar la crisis social, política y constitucional en que se encuentra España en estos momentos era ésta en vez de dar cauce democrático a los conflictos entre prioridades y preferencias sociales, auguraba (sin mucho mérito) que a no mucho más tardar íbamos a acabar viendo cosas realmente horribles.

Pues bien, ya estamos ahí, desgraciadamente. Los escritos de Fiscalía y Abogacía del Estado, pidiendo condenas de hasta 25 años de prisión por delitos que incluyen la rebelión y la sedición a dos docenas de políticos catalanes independentistas y líderes sociales de movimientos separatistas, algunos de los cuales llevan ya más de un año en prisión provisional, son el mejor ejemplo de la degradación alarmante a que están siendo sometidos el Estado de Derecho y las garantías constitucionales en España en estos momentos. Una degradación que no pinta que se vaya a detener y que, es más, puede ir a más. Cuando se empieza a utilizar sin complejos del Derecho (penal, pero también otras ramas) del Enemigo, justificando su necesidad en que los así tratados son un peligro objetivo para la convivencia, la pendiente por la que las instituciones se enfilan es peligrosísima. Y se multiplica sin problemas a todas las esferas: ayer mismo el gobierno de España anunciaba su intención de presentar o no recursos ante el Tribunal constitucional frente a votaciones de instituciones democráticas españolas que habían reprobado al Jefe del Estado, el Rey Felipe VI, por su llamada a la confrontación de instituciones y sociedad contra los independentistas del pasado día 3 de octubre de 2017 dependiendo de si las mayorías que habían adoptado estos acuerdos eran sobre todo independentistas (parlament de catalunya, frente a cuya decisión sí se presenta recurso) o no lo eran (ajuntament de barcelona, frente a la que no). Cuando las instituciones abiertamente dejan de aplicar el Derecho y las garantías vigentes a los ciudadanos por su ideología el problema ante el que nos enfrentamos es enorme. Si además esta situación se produce con las peticiones de prisión, el encarcelamiento o la condena de los disidentes, estamos en la antesala de un Estado abiertamente autoritario y represivo con el disidente cuya implantación debiera generar escalofríos en cualquier ciudadano amante del modelo liberal y democrático de convivencia. Llamemos a los presos catalanes «presos políticos», «presos de conciencia» o como se prefiera, la cuestión es que estamos ante una manifestación muy clara de un trato diferente al que es debido en Derecho por parte de unas instituciones que, al tenerlos por enemigos oficiales de la patria y las instituciones, se ven legitimadas para actuar así. En medio, por cierto, de los generalizados aplausos de medios de comunicación (públicos y concertados), comentaristas-tertulianos oficiales y demás. Con la única opción abierta, como ya hemos señalado en otras ocasiones, del mundo de la Universidad, donde más de un centenar de especialistas y todo tipo de penalistas llevan meses dando la voz de alarma. Muy solos y sin que se les haga demasiado caso.

Visto el panorama, creo que puede ser útil tratar de clarificar mínimamente el panorama, distinguir hechos jurídicos de opiniones y valoraciones, a fin de establecer hasta qué punto la situación es grave (que, en mi opinión, como ya he dicho, lo es). Sobre la identificación de algunos hechos que creo que son objetivables por cualquier jurista informado y formado, además, trataré de ser extraordinariamente cuidadoso, deslindando con claridad lo que son éstos de lo que a continuación podemos construir valorativamente a partir de los mismos. Pero sin renunciar a dejar sentadas antes algunas evidencias, que pertenecen al mundo de los hechos, que no son discutibles (o no pueden serlo ni por nadie formado ni por nadie con buena fe). A saber:

–  Evidencia 1: Los hechos relatados por la Fiscalía y la Abogacía del Estado para justificar peticiones elevadísimas de penas de prisión por delitos como la rebelión o la sedición no se corresponden con el entendimiento tradicional, clásico y típico de la violencia que ambos tipos requieren en España (y en cualquier Estado de Derecho homologable al nuestro).

Que esta afirmación es cierta y difícilmente refutable es muy fácil de demostrar. Basta contrastar la lectura de los hechos considerados probados en ambos escritos (una manifestación esencialmente pacífica, por un lado, respeto de la que se reconoce que los organizadores en todo caso así la vehiculan, y donde hay unos disturbios concretos, que tampoco suponen en ningún momento más que daños materiales a dos vehículos; la jornada de votación del 1-O, por otro, donde lo que hace la población es oponer resistencia pacífica a la actuación de las fuerzas policiales) con toda la doctrina jurisprudencia y doctrinal en torno a lo que es la violencia que caracteriza la rebelión o la que supone que pueda considerarse que hay ese «alzamiento tumultuario» en que consiste la secesión para llegar a esa conclusión. Tenemos además la suerte de que el que es probablemente el gran especialista en la materia en España, el prof. Nicolás García Rivas, sintetizó en un tratado estas cuestiones precisamente en 2016, esto es, justo antes de que comenzara este lío, por lo que a partir de esa obra tenemos una foto fija muy precisa y concreta de lo que en esos momentos se entendía por rebelión y sedición… y el tipo de violencia requerida en ambos casos para que no estuviéramos ante unos meros desórdenes públicos sino ante algo más.

Adicionalmente, caso de que alguien considere que necesita más elementos para comprobar hasta qué punto nos hemos alejado de lo que ha sido el entendimiento tradicional de esos tipos, podemos recurrir a las exposiciones de Diego López Garrido (PSOE) o Federico Trillo (PP) en el Congreso de los Diputados en los debates sobre la aprobación de la reforma de estos tipos penales, que en 1995 se redefinieron precisamente para eliminar la tipicidad y carácter delictivo de algunas de sus variantes que no requerían de un empleo tan abierto y grave de la violencia. Por cierto, llama poderosamente la atención que justamente ambos políticos, y ambas formaciones mayoritarias, pretendan a día de hoy afirmar que las conductas cuadran perfectamente dentro de los tipos de rebelión y sedición cuando fueron precisamente ellos los que se encargaron de eliminar del Código penal cualquier elemento que pudiera conducir a emplear los mismos contra personas que no se hubiera alzado o levantado, en verdad, por medios claramente violentos. Algo que por lo demás se hizo para adatar estos tipos penales a lo que era y es habitual en el resto de Europa ya en esos momentos.

Sobre el resto de Europa, de hecho, tenemos en estos momentos al menos dos (por no decir cuatro) pruebas fehacientes de lo que en varios países europeos sus jueces consideran que supondría, de acuerdo a sus propios ordenamientos jurídicos, la conducta por la que aquí se imputa rebelión y sedición y se piden 25 años de cárcel: nada. Tanto la República Federal de Alemania (Schleswig-Holstein) como Bélgica han rechazado las extradiciones solicitadas por el Tribunal Supremo al entender, sencillamente, que los hechos por los que se les solicitaba la entrega por cargos tan graves como rebelión o sedición, entre otros, del principal cabecilla de la supuesta rebelión son  sencillamente conductas atípicas en esos países. El propio Tribunal Supremo, tras estos dos traspiés, optó por no exponerse a dos negativas más en Suiza y Reino Unido (Escocia), que tras los trámites iniciales parecían también claramente encaminadas a fallar en ese mismo sentido (de ahí precisamente la maniobra del Supremo). Y es que en el resto de Europa pasa como ocurría en España hasta 2017: había y hay un entendimiento pacífico y totalmente consolidado respecto de que los distintos tipos penales (diversos según los ordenamientos, pero que a la postre acaban castigando más o menos las mismas conductas) exigían y exigen para poder castigar la concurrencia de violencia en unos umbrales mínimos que en el caso analizado ni por asomo se dan. Si no, los hechos son atípicos. Como lo son (o lo eran, si se prefiere así expresado) en España según nuestro Código penal vigente tal y como se redactó y se había entendido y explicado siempre… hasta hace apenas unos meses.

Tan es así, recordemos, que el gobierno Aznar, enfrentado al reto jurídico y político que le suponía el Plan Ibarretxe (convocatoria de un referéndum declarado inconstitucional incluida), optó por introducir en el Código penal un delito específico (la convocatoria ilegal de referéndums, castigado con hasta 5 años de cárcel como máximo) para poder perseguir a quienes protagonizaran estas conductas. Y ello es así porque se sabía que en sí mismo nada asociado a celebrar un referéndum ilegal o inconstitucional podía, en ningún caso, ser considerado una «rebelión» o un «alzamiento sedicioso». El gobierno de Aznar, en este sentido, era mucho más respetuoso con las garantías penales y los principios de tipicidad y legalidad que los que han venido después de su partido, algo que parece bastante evidente a la luz de lo que hemos visto después. O, como mínimo, se sentía menos seguro a la hora de alejarse de los mismos… o menos confiado en que el resto de instituciones (esencialmente jueces y Tribunal institucional) fueran a seguirle caso de emprender otro camino. Tampoco está de más recordar que en tiempos de Rodríguez Zapatero este delito fue derogado por las Cortes, porque se entendió que no tenía sentido establecer represión penal para estas conductas, conscientes de la extravagancia que suponía el tipo penal (único en Europa occidental en castigar esas conductas). Asimismo, parece claro que no sólo ese gobierno, sino en general toda la sociedad española, tenían claro en esa época los límites con los que se podía emplear el Código penal. Algo que, de nuevo, no puede decirse del gobierno actual de ese mismo partido.

En todo caso, y por acabar con el recuerdo de hechos ciertos, verificables y no controvertidos, vale la pena mencionar que los más eximios defensores (en tertulias y redes sociales, en artículos de prensa… e incluso en escritos de acusación) de que tenemos hoy un delito de rebelión, hace apenas un año y medio se quejaban de que el Estado estuviera «indefenso» por culpa de las reformas penales sucedidas dede 1995 y la derogación de los delitos como el de convocatoria ilegal de referéndum. Se nos decía en esa época, ¡qué tiempos aquellos!, que en parte la grave amenaza que se cernía sobre España y lo que daba alas a los independentistas catalanes era la ausencia de instrumentos de represión penal de la suficiente fuerza que se pudieran oponer a este tipo de actuaciones. Motivo por el cual se reformó la LOTC, por ejemplo, para favorecer que se pudieran entender como desobediencias penalmente reprobables ciertas actuaciones. Pero no se modificó el Código penal, ni nada relativo a la rebelión o a la sedición, porque en ninguna cabeza jurídica entraba en esos meses siquiera la idea de que pudiéramos estar hablando de algo que ni se acercara a ello.

En cualquier caso, con este somero repaso creo que queda claro que el entendimiento tradicional y estricto de los tipos en materia de rebelión y sedición en España era el que era y que en ningún caso las acusaciones de rebelión o sedición a las que hacen frente los políticos catalanes hoy en día podrían ser sostenidas de acuerdo a esa interpretación, dominante durante décadas, pacíficas y aceptada por todos… hasta que ha habido que castigar como fuera a los líderes del independentismo catalán. Esto, que es un hecho jurídico indiscutible, es algo que sorprendentemente en el debate político español parece que todo el mundo ha optado por olvidar. Pero que conviene tener muy presente porque de esta constatación (que, insisto, es incontrovertida) se deducen consecuencias que, si bien ya abiertamente valorativas, son igualmente interesantes. Vamos pues a la parte de esta cuestión donde sí hay diferencias entre las posiciones de unos y otros.

En efecto, y dada esta situación, lo que han hecho Fiscalía y Abogacía del Estado es «reinventar», con la ayuda inestimable de los jueces instructores de al Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo (y en abierta contradicción con la interpretación que sobre esos mismos hechos han mantenido los tribunales de otros países que han conocido de la causa), las nociones de «violencia» o de «alzamiento tumultuario», rebajando y diluyendo los estándares exigidos  hasta dejar los tipos irreconocibles. A partir de aquí, como es obvio, nos adentramos en parcelas que son opinativas y valorativas (si esto es bueno o malo, conveniente o inconveniente… y si se puede hacer o no en Derecho y dentro del marco constitucional vigente en España), pero sobre las que también podemos establecer o fijar, junto a las valoraciones que pueden diferir, algunas ideas difícilmente cuestionables que van inevitablemente aparejadas a las mismas.

Por ejemplo, es un hecho que esa nueva interpretación, fundamentada en las tesis de que «a un golpe de estado posmoderno hay que responder readaptando interpretativamente los tipos que estaban pensados para golpes de estado tradicionales», sería manifiestamente contraria a la tradicional y que diverge sustancialmente de la misma. Diverge hasta el punto de que, como ha señalado Jordi Nieva comentando los escritos de acusación, acaba por considerar, directamente, que la pura y dura resistencia pacífica que se ha considerado ejemplar bandera de muchos movimientos de lucha por los derechos civiles, pasaría a ser en España violencia idónea para entender que hay rebelión por parte de quienes así actúan (todo ello enmarcado en extravagantes referencias a que proclamas a la defensa republicana de Madrid contra las tropas alzadas del general Franco suponen reconocer un ánimo guerracivilista y violento por parte de quienes las proclaman).

Asimismo, tampoco es complicado apuntar (uniendo a estas valoraciones las consecuencias inevitables asociadas a las mismas) a los muchos riesgos y problemas que estas nuevas interpretaciones suponen. En primer lugar, porque la evidencia de que esta interpretación se está realizando respecto de estas personas porque sus ideas políticas son tenidas por particularmente odiosas por gran parte de la población española (y por la mayoría de sus representantes institucionales y aparato policial y judicial) es bastante abrumadora. En segundo lugar, porque la interpretación expansiva de normas penales, o su extensión analógica para cubrir supuestos que el intérprete considera «semejantes» (eso de que hay que penar un «golpe posmoderno» con los tipos que tenemos, que son sólo los de los golpes clásicos, a fin de evitar que el Estado quede indefenso), no sólo es abiertamente contraria a la Constitución española o a cualquier ordenamiento jurídico democrático moderno (al menos, en lo que era la lectura de la misma tradicional y consensuada que hacíamos todos hasta la fecha). Es que, además, es también enormemente peligrosa. Tomando a este respecto las palabras con as que Santiago Muñoz Machado cerraba un artículo suyo de hace apenas dos días, «en todos los sistemas constitucionales se ha afianzado la exigencia de que la ley ha de ser clara y, cuando es restrictiva de los derechos individuales, debe ser necesariamente densa y completa, delimitando con precisión las conductas que limita o reprueba». Este avance civilizatorio, que todos los juristas españoles hemos tenido por obvio y esencial en los últimos años, ha sido hoy puesto fuera de la circulación por los escritos de acusación de abogacía del estado y fiscalía. Así de grave es la cosa.

Evidentemente, la gravedad de la cosa es una opinión (mía, en este caso) y forma parte de ese conjunto de valoraciones que, como decía, se desgranaban a partir del recordatorio de una serie de hechos y elementos que, en cambio, es más bien complicado que puedan ser cuestionados. Esta valoración, en cambio, sí puede serlo. De hecho, a la vista está, no es compartida ni por la Abogacía del Estado, ni por la Fiscalía, ni por el gobierno de España… ni por ninguno de los contrapesos y mecanismos de garantías que supuestamente tiene nuestro sistema. Lo cual puede querer decir dos cosas: bien que yo estoy (gravemente) equivocado; bien que la avería institucional, social y política que tenemos en marcha es de dimensiones colosales, porque participan de la misma todas las instituciones, incluidas las que han de hacer de control y contrapeso.

Un último apunte, también a partir de evidencias que nadie puede disputar y que componen parte del conocimiento jurídico compartido por cualquier que haya estudiado esto, sin embargo, por cierto, nos alerta respecto del enorme riesgo que estaríamos corriendo si fuera más bien es lo segundo y no es que yo esté equivocado (y muy solito por ello) sino que la gangrena se ha extendido ya mucho:

–  Evidencia 2: Las sociedades que transigen en sus garantías penales y abandonan un respeto estricto a los principios de tipicidad y de reconocimiento de garantías a todos los ciudadanos para pasar a permitir condenas contra los «enemigos del pueblo» sin base legal previa, estricta y escrita suficientemente clara y exhaustiva suelen acabar convirtiéndose en Estados autoritarios y donde las pérdidas de garantías se acaban por suceder, razón por la cual los ordenamientos democráticos modernos son particularmente escrupulosos en este punto.

En este caso, hay que recordar que las teorías schmittianas de «defensa de la Constitución» se basaban justamente en la necesidad de que el Führer, en tanto que depositario y expresión de la voluntad del pueblo alemán, quedara liberado de cualquier atadura formal o interpretativa a la hora de poder aplicar y evolucionar el Derecho, incluyendo la aplicación retroactiva en el sentido interesado del Derecho ya vigente, cuando de ello dependía la defensa del orden establecido, el interés de la nación /patria y, en definitiva, la vigencia del orden legal establecido a partir del puro decisionismo jurídico a cargo del poder establecido (en el caso de la Alemania de los años 30, ya sabemos quién). Estas teorías de defensa de la Constitución se parecen sospechosamente a la fundamentación última que encontramos estos días en quienes defienden, valorativamente, como positiva y saludable la necesidad de no limitar por «excesivos formalismos» las posibilidades efectivas de que nuestro ordenamiento jurídico ha de disponer para defenderse de una agresión que juzgan particularmente grave y sin precedentes (las acciones de los independentistas catalanes).

En definitiva, hace un año se podía ya percibir que íbamos a acabar viviendo y viendo cosas realmente horribles. Estamos en ello de lleno y, lamentablemente, no se atisban muchos asideros que permitan ser optimistas respecto de la evolución futura del conflicto a quienes creemos que, a la larga, el principal damnificado de todo esto va a ser la sociedad española en su conjunto y todo el régimen de garantías establecido, en armonía con el resto de ordenamientos europeos (de los que nos estamos alejando a marchas forzadas), a partir de la Constitución de 1978. En defensa de ese marco jurídico, de ese modelo de convivencia y de los derechos y garantías que reconocen para todos (repito, para todos) los ciudadanos, hay que alzar la voz contra lo que es, sin duda, el más grave atropello a las libertades políticas que se ha producido en los últimos cuarenta años en España. No sé muy bien qué opciones hay de que esto se detenga, ni por dónde pueda pasar la acción ciudadana para impedir el desastre al que nos lleva la entronización en nuestro sistema del Derecho penal del Enemigo como doctrina jurídica dominante asentada en una justificación abiertamente schmittiana. Pero sí creo que lo primero que hay que hacer, ante todo, es denunciarlo públicamente. Lamentablemente, no tengo nada claro que vaya a servir de mucho.

 

– – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – –

PS: Si por la razón que sea consideras que tu estatuto personal o condiciones sociales te permiten preocuparte poco de esto de que se protejan derechos y garantías básicas para todos los ciudadanos de modo exigente, porque crees que nunca correrás el riesgo de que esto se vuelva en tu contra (y oye, quizás hasta lo creas con toda la razón) y en consecuencia piensas que todo esto está bien porque, a fin de cuentas, la unidad de España es mucho más importante para ti que algo sin valor como esa cosa de los derechos… entonces tengo una mala noticia para ti: esto que está pasando también es malo para la unidad de España. ¿O acaso crees que una España menos libre y garantista, menos europea y democrática, va a ser más atractiva, también, para los catalanes que cada vez creen menos en el proyecto común? ¿Y acaso piensas que con cada vez más catalanes queriendo la independencia, si son una mayoría sólida que se mantiene estable e incluso crece, sería posible evitar tarde o temprano que la cosa se acabe por romper? Pues eso… (por cierto, que esto último, como creo que es obvio, es una opinión mía, y no tiene más valor que eso, pero en serio, yo me lo pensaría)



Verdades, mentiras y Derecho en la cuestión catalana

A lo largo de estos años, y especialmente en los últimos meses, todos hemos escuchado y leído mucho sobre materias aparentemente tan áridas y tan poco sexys como el Derecho público español o la forma en que organiza nuestra Constitución el reparto territorial del poder. Y, sin duda, una de las cosas que más ha sorprendiendo en este trance a mucha gente, hasta el punto de generar no poca frustración o descreímiento, es que en ocasiones da la sensación de que para los juristas cualquier posición pueda ser justificable, que dependiendo del bando en que se encuentre el intérprete de turno “todo valga” si beneficia sus intereses. Sin embargo, esto no es exactamente así. Es perfectamente posible identificar algunas bases jurídicas, aunque en ocasiones sean de mínimos, muy difíciles de discutir. Recordarlas, por ello, quizás no esté de más, dado que en ocasiones las perdemos de vista ante el aluvión de noticias, giros de guión y nuevos artículos constitucionales que van entrando en juego. Pero, sobre todo, porque a partir de esas bases mínimas donde todos, o casi todos, podemos estar de acuerdo a poco que tengamos un mínimo de honradez intelectual, es más sencillo ver claro. 

Además, también resulta más fácil, a partir de esas bases, desarrollar algunas opiniones. Ha de quedar claro, no obstante, que cuando se trata de explicar qué cosas son verdad o mentira en el encuadre jurídico que habitualmente hacemos o leemos sobre la “cuestión catalana” quien lo hace se expone a, sencillamente, equivocarse y errar. Lo que, en su caso, lo descalificaría como buen jurista desde un punto de vista técnico. Por el contrario, cuando de lo que se trata es de hacer una construcción valorativa, necesariamente política, a partir de esas bases, ya no se puede hablar de acierto o error, de corrección o incorrección del análisis a cargo de un especialista, sino de una opinión emitida por alguien, susceptible de ser sometida a crítica y cuestionamiento, pero que en principio no tiene más valor que los argumentos en que se apoya, labor para la que el jurista no está necesariamente mejor pertrechado que cualquier otro ciudadano.

Hecha esta aclaración previa, considero que puede tener sentido tratar de sintetizar algunos hechos ciertos y realidades jurídicas que creo pueden ser compartidas desde un punto de vista que pretende ser, si se me permite la expresión, “técnico”, con la intención de ayudar, por si hiciera falta a estas alturas, a aclarar mínimamente el panorama. A partir de ahí, expresaré también alguna opinión subjetiva con valoraciones personales que, creo, en cada caso quedará bastante claro que no son más que eso pero que, quizás, puedan resultar interesantes, aunque sea para que otros con diferentes y quizás mejores razones las cuestionen. Allá va, pues, un intento de dibujar cómo queda el paisaje una vez concluida, por lo que se atisba, la primera batalla.

1. Las instituciones catalanas representativas surgidas de las elecciones de 2015, tanto su Parlament como el Govern autonómico, han actuado en clara quiebra del ordenamiento jurídico español y de su Constitución de 1978. Tras una serie de primeras declaraciones donde ya se invocaba y reivindicaba el carácter soberano del parlamento catalán, cuyo valor y seriedad puede ser objeto de debate –esta gradación, como es lógico, sí es por definición valorativa- las leyes aprobadas los días 6 y 7 de septiembre de 2017 suponen una ruptura abierta y de incuestionable hondura. Son normas que no se aprueban incumpliendo el reparto de competencias contenido en el Estatuto de Autonomía y la Constitución, sino que directamente desconocen ese marco. Más allá de otras posibles infracciones en la tramitación de estas dos leyes, al aprobarlas y ordenar por medio de las mismas la realización de un referéndum de autodeterminación que el Tribunal Constitucional había afirmado en reiteradas ocasiones que era de imposible realización con el marco jurídico vigente en España y las medidas de legalidad transitoria para el caso de que el voto favorable a la independencia fuera mayoritario, el Parlament de Catalunya se declara claramente soberano de facto, ignorando artículos como el 1.2 o el 2 de la Constitución española y, además, actúa como tal con patente desparpajo.

2. Frente a una situación como la descrita, como frente a cualquier incumplimiento del ordenamiento jurídico, el Estado y sus instituciones no sólo es que puedan reaccionar, sino que están constitucionalmente obligados a hacerlo de la mejor manera que puedan y sepan. Ello no obstante, hay que señalar que no todos los incumplimientos son, en Derecho, iguales. Varios factores convierten el que aquí analizamos en uno particularmente cualificado: en primer lugar, no es un incumplimiento inconsciente, sino buscado y consciente; además, no es un incumplimiento que se trate de ocultar para que no sea reprimido y que busque obtener ventajas en la ilegalidad de forma subrepticia, sino uno abierto y flagrante; en tercer término, es protagonizado por instituciones y no por particulares, lo que sin duda agrava también el problema; y en cuarto y más importante lugar, se trata de una quiebra que es realizada por estas instituciones a partir de un mandato democrático que no puede negarse: los partidos que lo protagonizan se presentaron a las elecciones que les dieron su mandato con la explícita intención de, si lograban una mayoría, declarar la independencia de Cataluña.  Que al menos todos estos elementos –y quizás alguno más- convertían la quiebra de la legalidad a que se enfrentaba el Estado en una particularmente grave y a la que se había de atender muy probablemente con mecanismos diferentes a los ordinarios para restaurar la legalidad ordinaria o castigar a quienes se la saltan en el día a día de cualquier sistema jurídico no parece fácil de desmentir.

3. El Estado tiene, para enfrentarse a una pretensión de ruptura como la descrita, muchos instrumentos constitucionales y legales a su disposición. Algunos se corresponden con la aplicación pura y simple, si bien adaptada a las circunstancias y al tipo y modalidades de incumplimientos, de herramientas de legalidad ordinaria. Tenemos aquí desde las medidas de control al uso, corrientes y molientes, de la corrección de la actuación administrativa a los controles de constitucionalidad a posteriori que realiza el Tribunal Constitucional sobre cualquier actuación normativa o ejecutiva de las instituciones españolas y, consecuentemente, de las catalanas. Disponemos también de la actuación de los jueces ordinarios predeterminados por la ley, que a instancias de la fiscalía actúan persiguiendo los delitos que puedan, en su caso, haberse cometido. Por último, aparece la labor de los cuerpos y fuerzas de seguridad que, tanto en sus labores de policía judicial como en sus tareas generales de indagación para la prevención de delitos, también puede y ha de ser desplegada. Como todos sabemos, la reacción estatal frente a lo que se ha dado en llamar el “desafío catalán”, hasta hace bien poco, ha sido vehiculada empleando exclusivamente esos medios. En algunos casos, tras haber ampliado sus perímetros, por medio de recientes reformas legales, respecto de lo que ha sido tradicional en nuestro Derecho. Por ejemplo, el control financiero sobre las Comunidades Autónomas se ha extremado en los últimos años; y el Tribunal Constitucional ha visto cómo desde 2015 sus potestades para velar por el cumplimiento de sus decisiones se ha ampliado notablemente. Junto a estas alternativas, la Constitución reconoce también a las instituciones del Estado la posibilidad de emplear mecanismos excepcionales para hacer frente a situaciones de necesidad, que van desde el empleo de la llamada “cláusula de coerción federal” contenida en el hoy ya famosísimo artículo 155 CE a la activación de los estados de alarma, sitio y excepción previstos en el artículo 116 CE. Las excepcionales características de las quiebras producidas en los últimos meses en Cataluña hacen que sea posible desde hace tiempo, como es evidente, el empleo al menos del primero de ellos –y así lo he defendido desde hace tiempo, junto a su mayor conveniencia frente al empleo de otros instrumentos jurídicos represivos-. Cuestión distinta es si estas mismas especiales características hacían y hacen aconsejable una reacción estatal que no se instrumente únicamente por medios jurídicos, ya sean ordinarios o extraordinarios. Esto es, por medio de una respuesta política a lo que, en el fondo, y a la postre, no es sino un problema político. Como se explica también en el texto antes citado, siempre he considerado que la respuesta estatal, si se pretendía eficaz a medio y largo plazo, no podía obviar este factor último, que a la postre es el determinante cuando una ruptura como la protagonizada por las instituciones catalanas tiene el apoyo de una parte tan considerable de la población. Pero tendremos ocasión de volver sobre esta cuestión.

4. Hasta aquí – y con la excepción del último apunte, obviamente valorativo- puede considerarse, o al menos eso espero, que lo expuesto sea una descripción más o menos afortunada pero sustancialmente correcta de la situación desde un punto de vista jurídico. A continuación viene el desarrollo de esa opinión personal, emitida por un jurista -pero que no tiene por ello mayor valor en sí misma- ya apuntada: frente a situaciones excepcionales como las reseñadas es conveniente acudir antes a los remedios constitucionalmente previstos para dar respuesta a las mismas que a una legalidad ordinaria que, por mucho que se trate de adaptar para hacer frente al reto, necesariamente sufrirá y será deformada si es empleada para contener algo que, por definición, le viene grande.  Como digo, se trata de una opinión personal, y sin más valor en principio que los argumentos que se den en su defensa, pero que en este caso se ve reforzada, a partir de una evaluación a posteriori, con un importante aval: hemos podido comprobar ya ex post cómo la sucesión de acontecimientos ha demostrado que muchos de los peligros de los que no pocos alertamos ex ante eran totalmente ciertos. Aunque algunos de los problemas y quiebras no han trascendido en exceso a la opinión pública –en parte por afectar a instituciones o garantías cuyo análisis suele ser relativamente especializado, aunque también porque los medios de comunicación en general han cerrado filas frente a cualquier crítica al respecto- es a estas alturas justo señalar que la legalidad ordinaria ha padecido en un grado que no debiera minimizarse ante la forma en que ha sido empleada para responder a la violación a la Constitución protagonizada por las instituciones catalanas. Por ejemplo, hemos asistido al poco edificante espectáculo de ver a jueces prohibir actos y debates públicos, siquiera sea cautelarmente. Se ha impedido tanto la difusión de carteles como de envíos de correspondencia con propaganda política. La Administración del Estado ha intervenido las cuentas de la Generalitat de Catalunya empleando desviadamente instrumentos diseñados para garantizar el control del déficit, pero cuya función no era tutelar la corrección o legalidad del destino de los fondos. Las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, en medio de un cierto descontrol en torno a la responsabilidad sobre el operativo, emplearon el pasado 1 de octubre de forma manifiestamente desproporcionada la fuerza contra ciudadanos que no estaban haciendo nada particularmente peligroso para el orden público -y ni siquiera ilegal la mayor parte de las veces-. La competencia judicial para el enjuiciamiento de ciertos delitos a favor de la Audiencia Nacional, a instancias de la Fiscalía, se ha afirmado en lo que es una quiebra bastante evidente de las normas vigentes, alterando la garantía constitucional sobre el juez natural predeterminado por la ley que habría de enjuiciarlos. Incluso la propia definición de algunos tipos penales está siendo reelaborada según conviene a la necesidad del Estado de dar respuesta a la situación, poniendo en riesgo cierto algunas importantes garantías inherentes al principio de tipicidad penal. Los ejemplos podrían ampliarse y, además, da toda la sensación de que lamentablemente nos esperan aún más quiebras en un futuro próximo. Pero creo que bastan los ya referidos para entender que, en efecto, la reacción por medio de la legislación ordinaria no sólo no ha sido particularmente eficaz sino que, además, enfrentada a la necesidad de dar respuesta a un reto excepcional sin estar diseñada para ello, conduce a su deformación. Esta alteración de los perfiles de instituciones y reglas de legalidad ordinaria que conforman una parte esencial del régimen de garantías jurídicas de que todo ciudadano ha de disfrutar es extraordinariamente peligrosa en un Estado de Derecho y habría de ser evitada.

5. Por el contrario, las medidas de necesidad que la propia Constitución contiene están específicamente diseñadas para hacer frente a situaciones, como es natural, excepcionales. Son por ello, y por definición, más flexibles, algo que es bueno para poder dar cumplida respuesta a retos que se salen de lo normal. Son, además, de naturaleza mucho más política, en el fondo, que jurídica, lo que es asimismo positivo. De este modo se logra que los gobernantes no se escuden a la hora de adoptarlas en una supuesta “ineluctabilidad legal” que les llevaría a aplicarlas sin tener otro remedio, tentación explicativa en la que se cae habitualmente cuando se aplican las medidas de legalidad ordinaria, aunque se haga de manera voluntarista y manifiestamente deformada –como hemos tenido ocasión de ver en esta crisis una y otra vez-. Antes al contrario, por ser flexibles y políticas quienes las adoptan han de explicar su necesidad, justificarlas, buscar acuerdos, consensos, así como soportar el debate jurídico -pero también mediático y social- sobre las mismas. Lo hemos visto cuando el gobierno se ha decidido, al fin, a aplicar el artículo 155 CE: para cubrirse políticamente ha buscado un acuerdo amplio, incluso más allá de los límites estrictos de lo necesario constitucionalmente y de lo que le garantizaba su mayoría parlamentaria en el Senado. Además, es manifiesto que el Ejecutivo ha tratado de aquilatar al máximo su reacción al emplear estos medios, y no es descabellado pensar que ello es precisamente consecuencia de que se hayan sometido a un escrutinio público exigente que, en cambio, ninguna de las medidas de legalidad ordinaria ha tenido. De hecho, han sido no pocos los juristas que, por ejemplo en esta misma publicación o en otros medios, han considerado excesivas e inconstitucionales las medidas finalmente adoptadas, y en especial la destitución de todo el gobierno catalán, la eliminación de los poderes parlamentarios de control sobre el ejecutivo que lo va a sustituir y la disolución del parlamento catalán por medio de una convocatoria de elecciones. Sin embargo, a mi juicio –y esto es, de nuevo, como puede verse, una opinión estrictamente personal y susceptible de crítica- la adopción de medidas de necesidad como las contenidas en el art. 155 CE no debe estar per selimitada a lo que una lectura rígida de la Constitución, defendida por algunos, pudiera dar a entender. Por definición, las medidas de necesidad han de poder ser amplias y no tiene sentido que queden limitadas a una lista prefijada en la Constitución. Y, de nuevo por definición, pero también porque así lo dice el propio precepto, lo esencial es que las mismas sean acordadas por el Senado y puedan superar un análisis mínimo de proporcionalidad. Pero ha de tenerse en cuenta que el órgano constitucionalmente designado para realizar este análisis es en primer y principal término el propio Senado y que, por esta razón, en principio su ponderación debería ser respetada, a salvo de la existencia de algún exceso manifiesto y grosero. Personalmente, no se me ocurre que en este caso haya claros ejemplos de ultra virescon la excepción de la eliminación de las capacidades de control del Parlament, que se antojan particularmente innecesarias al existir otros instrumentos que logran los mismos efectos que se pretenden conseguir por esta vía pero de modo menos gravoso. Ello no obstante, incluso en este caso es dudoso que lleguemos a ver en un futuro un reproche del Tribunal Constitucional al Senado al respecto. No es baladí a estos efectos señalar la amplia mayoría política –y, hay que entender, también social- que hay detrás de estas medidas y del entendimiento de las mismas como proporcionales. Factores sociales y políticos que el Tribunal Constitucional, sin duda, tendrá en cuenta cuando esté llamado a enjuiciar, si lo acaba estando, la constitucionalidad de las medidas acordadas por el Senado.

6. En apoyo de estas reflexiones, parece claro que tanto la excepcionalidad de las medidas como su amplio apoyo social y político, así como la prudente matización de las mismas producto de la necesidad del acuerdo político que ha dado lugar a las mismas –con una convocatoria rápida de elecciones que compensa la dureza de la intervención y da voto a los ciudadanos como inteligente solución de compromiso y de salida del impasse político- ha acabado por provocar una intervención extraordinaria más allá de la legalidad ordinaria y con un contenido claramente político que se ha demostrado mucho más eficaz que la reacción meramente jurídica por vías pretendidamente ordinarias que se había instrumentado hasta la fecha.  En este sentido, ha de ser señalado que la mayoría independentista no parece que tenga la intención de responder a estas medidas con una oposición activa contra su despliegue ni, mucho menos, violenta. Más allá de una Declaración de Independencia con un valor más proclamativo que real, y constatada la incapacidad efectiva de control del territorio y de la población por parte de unas autoridades catalanas que además parecen haber renunciado a llevar el conflicto al plano de la desobediencia efectiva, esta falta de respuesta demuestra también el evidente valor legitimador y simbólico que tiene, como vía de salida a cualquier crisis política, dar voz a la población, sea por el medio que sea… y hasta qué punto es complicado oponerse a la misma sin perder legitimidad a raudales.

7. Para concluir estas reflexiones, es preciso retomar el hilo que dejábamos al principio suelto y sin enhebrar del todo. La quiebra constitucional protagonizada por las instituciones catalanas tiene origen en una serie de reivindicaciones de gran parte de la población catalana –la independencia, por ejemplo-, que además es muy mayoritaria, según todas las encuestas y el voto expresado en las elecciones realizadas desde hace años, al menos en cuanto a la voluntad de poder votar en torno a la cuestión de la pertenencia de Cataluña en España. Esta situación cualifica en muchos órdenes los incumplimientos y sitúa el conflicto en un plano, el de la legitimidad, que no se puede desconocer. Tampoco la reacción estatal, en mi opinión, puede permitirse perder de vista este elemento. Por ello es inteligente que la solución finalmente acordada –una solución política, recordemos- tenga como ingrediente la convocatoria de unas elecciones para permitir que la actual situación de crisis se canalice dando cauce democrático a la expresión de la voluntad de los ciudadanos. Los efectos legitimadores de esta decisión han sido, de hecho, inmediatos. No sólo han dificultado una respuesta de la mayoría política catalana secesionista, sino que además han rebajado la tensión social de forma inmediata y perceptible. Ahora bien, analizado este efecto con frialdad, no deja de resultar paradójico hasta qué punto da la razón a los independentistas que reclaman desde hace años el voto como medio para resolver, siquiera sea por unos años –provisionalidad inherente a todas las soluciones en torno a cuestiones relativas a la convivencia potencialmente conflictivas-, el problema: y es que votar es sin duda la mejor forma de conllevar conflictos sociales enquistados sobre disputas organizativas –y también sobre algunas otras de muy diversa índole-. O, al menos, la que tenemos constatado históricamente que suele dar mejores resultados e impedir la agravación irremediable y desastrosa de ciertas discrepancias. Basta comparar cómo evolucionaron las situaciones en Escocia o Quebec tras sus referéndums con lo vivido en Cataluña para constatar hasta qué punto esta realidad se ha vuelto a poner de manifiesto estos meses con toda su fuerza. Curiosamente, al menos en la fase final de esta crisis, algunos independentistas parecieron olvidar esta idea central: quien de verdad defiende el “derecho a decidir” de los ciudadanos, y por mucho que las dificultades que hicieron imposible que la votación del día 1 de octubre fuera un verdadero referéndum no fueran achacables a las autoridades catalanas, no debiera contentarse con los resultados de ese día como ejercicio suficiente y satisfactorio del mismo. La expresión de la voluntad de los ciudadanos, y más sobre cuestiones esenciales, es demasiado importante como para que quepan atajos. 

8. Como coda final conviene recordar, una vez más, que la propia convocatoria de elecciones decidida por el Ejecutivo español para Cataluña tiene la gran virtud de poner en valor la necesidad de dar la palabra a la población para, al menos, tratar de encauzar este conflicto a corto plazo. Pero, más allá de esta paradójica reivindicación de la democracia como vía de solución, no deberíamos perder de vista que, en los últimos meses, nada de lo instrumentado como reacción estatal permite augurar que la “cuestión catalana” vaya a quedar zanjada únicamente con estos comicios. Los efectos taumatúrgicos del voto no son tantos. Sólo el cansancio coyuntural de los independentistas o la frustración por el resultado provisional del proceso pueden conducir a deserciones, con pinta a día de hoy de ser más provisionales que otra cosa. Lo cual quizás sirva –o no, pero en todo caso en breve lo sabremos si finalmente se celebran las elecciones convocadas para el 21 de diciembre de 2017- para lograr una precaria mayoría unionista a corto plazo, pero es dudoso que pueda impedir una reagrupación de las fuerzas independentistas a medio término si no hay cambios sustanciales en la organización del Estado y la Constitución española de 1978. El acuerdo a este respecto es a día de hoy enorme entre casi todos los juristas, al menos en todos y cada uno de los muchos a los que todos hemos tenido ocasión de leer estos días –por ejemplo, el reciente monográfico de la revista El Cronista, donde los participantes no eran por lo general ejemplos de empatía con las posturas independentistas, es una muy buena muestra de ello-. Sin embargo, no da la sensación de que el debate político y social esté ni mucho menos mínimamente maduro para una reforma federalizante de las dimensiones y ambición mínimas que podrían aspirar a desatascar las cosas. Desatender este último elemento, desconocer que ciertas quiebras a la Constitución no sólo son jurídicas sino también políticas y que por ello requieren de soluciones también políticamente excepcionales –y no sólo jurídicamente fuera de lo ordinario- es una muy mala receta de futuro que entraña, además, muchos peligros. Riesgos que, quizás, habrá una enorme tentación de obviar en medio de la euforia subsiguiente a poder haber resuelto a corto plazo el desafío, máxime si las elecciones de diciembre favorecen los intereses de sus convocantes. Ahora bien, y como es obvio, esta última aseveración es, creo que a nadie se le escapa, de nuevo una mera opinión personal. No se pretende, pues, hacer creer a nadie que constituya una verdad absoluta o un juicio técnico que se haya de asumir. Ello no hace, sin embargo, que deba ser menos atendida. Porque si olvidamos la imperiosa necesidad de una reforma constitucional de calado que dé acomodo en una España diferente a muchos catalanes que hoy se sienten crecientemente desplazados por causa de ciertas derivas –y derivas ciertas- centralistas y recentralizadoras, y si no somos capaces de un amplio acuerdo que haga sentirse cómodos en la misma también al resto de ciudadanos españoles, los problemas que hemos vivido estos meses están llamados a reproducirse, incluso, con mayor gravedad.

– – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – – –

Publicado originalmente en CTXT el 31 de octubre de 2017



La prohibición de burkas y burkinis para el TEDH

El culebrón del verano en toda Europa en materia de derechos y libertades, gracias a la adopción por parte de numerosos alcaldes conservadores franceses -una treintena de ellos tras la première en la materia a cuenta de Cannes-, con el entusiasta apoyo del gobierno socialista Hollande-Valls, de ordenanzas municipales asumiendo el credo tradicional en la materia del Frente Nacional francés, se ha centrado en la conveniencia sociopolítica y en la posibilidad constitucional de prohibir en las playas y oros lugares públicos prendas de baño que cubren casi todo el cuerpo femenino como los llamados burkinis. Estos peculiares bañadores, aunque al parecer no son muy del agrado de las interpretaciones más fundamentalistas y discriminatorias contra la mujer del Islam -que directamente no permiten que las mujeres se bañen en público-, son consideradas por buena parte de la opinión pública occidental como una manifestación de sometimiento de la mujer al hombre propia del fundamentalismo islámico, que le impondría bañarse tapándose casi todo el cuerpo -aunque, en este caso, no el rostro-. La solución para «liberar» a las mujeres musulmanas del yugo opresor religioso y machista pasaría, al parecer de ciertos alcaldes franceses, porque otros hombres -y mujeres- impongan a las mujeres musulmanas que emplean estas prendas un código en materia de vestidos de baño diferente y más al gusto de los valores occidentales por medio de todo un arsenal de medidas legales que incluyen multas para quienes desobedezcan la prohibición.

Como es evidente, podemos discutir largo y tendido sobre si tiene sentido o no la medida desde un punto de vista político y social y a eso llevamos dedicado parte del verano. Mi opinión, por si a alguien le interesa, es bastante contraria a la que han venido dándonos los medios supuestamente liberales y progresistas españoles estos días -para muestra, aquí van uno, dos y tres ejemplos de empatía con la prohibición publicados por el diario El País, donde en cambio no pude encontrar esos días críticas a la evidente restricción de libertades que suponía la medida y los peligros que conllevaba-, y va más en la línea de la prensa republicana francesa, por lo que intuyo que puede ser minoritaria en un país como España donde, como es por lo demás habitual en Europa, la prensa conservadora está situada hace tiempo en la intransigencia frente al islam. Sin embargo, en este blog esta discusión me preocupa menos. Lo que me interesa, en cambio, es analizar si la medida, estemos o no de acuerdo con ella, tiene un encuadre jurídico fácil en un régimen de libertades propio de los Estados de Derecho occidentales o si, por el contrario, es más bien difícil de cohonestar con nuestro ordenamiento jurídico.

Las coordenadas constitucionales en que se mueve esta cuestión no son muy distintas, a la postre, en Francia, España o el resto de países europeos, y ello como consecuencia de la gran convergencia de nuestros ordenamientos jurídicos a casi todos los niveles. Una convergencia que en todo lo referido a derechos y libertades fundamentales es si cabe mayor como consecuencia de la actividad del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en aplicación del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos y las Libertades Fundamentales (CEDH). De modo que casi cualquier reflexión que hagamos sobre si el ordenamiento francés admite una prohibición semejante a la que está ahora en discusión la podemos trasladar fácilmente a España, razón por la que este conflicto nos interesa doblemente. Por lo demás, un debate parecido ya se ha producido, aunque hace un tiempo, en nuestro país en relación al velo integral o burka, cuyo uso fue prohibido en la vía pública por ordenanzas municipales declaradas inconstitucionales por el Tribunal Supremo en una sentencia de 6 de febrero de 2013 que confirmaba pronunciamientos anteriores del TSJCataluña en esa misma línea. Estos tribunales dejaron claro que una restricción de tal calado, caso de ser constitucionalmente posible -extremo sobre el que no se pronunciaban-, sólo lo sería por medio de una intervención del legislador, sin que un ayuntamiento pudiera en ningún caso ser competente para ello por respeto a la reserva de ley que la Constitución española requiere para cualquier intervención en materia de restricción de derechos y libertades. Con carácter previo a esa sentencia del Tribunal Supremo ya nos ocupamos del tema en este mismo blog, con un extenso análisis de fondo sobre la posible prohibición del burka en España que sigue plenamente vigente y que se puede resumir en dos ideas fundamentales: constitucionalmente sólo sería posible prohibir el burka atendiendo a razones de fondo que permitieran sostener que supone un riesgo cierto para el orden público que en espacios públicos haya gente velada de tal modo que sea imposible o muy difícil su identificación -algo que, sin duda, se defendía que podía en efecto ser considerado- y ello únicamente si la medida prohibía igualmente cualquier tipo de indumentaria o embozamiento equivalente, por producir idénticos efectos y riesgos, sin que cupiera en ningún caso limitar la prohibición sólo a ciertas vestimentas.

Como puede verse, la prohibición del burkini no se acomoda demasiado bien a estos parámetros jurídicos. Por una parte, porque resulta más que difícil atisbar dónde puedan estar los problemas de orden público ciertos que pueda provocar una mujer por estar en la playa en parte cubierta pero con el rostro perfectamente a la vista. Por otra, porque las prohibiciones francesas no han tenido el más mínimo escrúpulo al identificar como objeto de la prohibición estas determinadas prendas portadas por mujeres musulmanas -los burkinis– sin pretender en ningún caso que se aplique el mismo tratamiento a formas de vestir estrictamente equivalentes muy habituales en las playas -buzos, surfistas, personas con ciertas alergias o simple deseo de protegerse mucho del sol suelen desplegarse por la arena de las playas mediterráneas tanto con el torso cubierto como muchas veces con pañuelos, gorros o sombreros que también cubren en gran medida el rostro-. Las razones de la prohibición, además, en no pocos casos, hacen directamente referencia a la salvaguarda de unos evanescentes valores republicanos y laicos, una suerte de «moralidad occidental respecto de la decencia en el vestir» o, como dice la primera ordenanza municipal suspendida (la de Villeneuve-Loubet), a reglas sobre la «tenue correcte, respectueuse des bonnes mœurs et du principe de laïcité». Y es que, al parecer, habría vestimentas contrarias al principio de laicidad y otras que se adecuan mejor al mismo y a las buenas costumbres que de él se han de deducir.

Así pues, no es de extrañar la respuesta jurídica del Conseil d’État, en cuanto ha tomado cartas en el asunto, haya sido contraria a estas prohibiciones. Máxime cuando, además, y desde hace al menos dos años, tenemos ya una clara jurisprudencia en esta materia por parte del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que en una decisión de 1 de julio de 2014 validó la ley francesa contra el porte de burka en lugares públicos (Decisión S.A.S. contra Francia), pero lo hizo dejando muy claras una seria de reglas, por lo demás bastante obvias a la luz del Convenio, para enmarcar estas prohibiciones que van justo en la línea de lo que venimos defendiendo. En concreto:

  • – El TEDH considera que la ley francesa que impide que se porte burka en lugares públicos es posible dentro del Convenio porque es una ley que no impide llevar esa concreta vestimenta sino cualquiera, sea del tipo que sea, que cubra el rostro e impida dificulte en consecuencia la identificación de la persona en cuestión (excepto si hay razones de seguridad, médicas, profesionales o de obligación legal que amparen ir así vestido) y la interacción social. Es decir, resulta absolutamente clave que la ley no sea una ley particular contra el burka sino general contra cualquier vestimenta que produzca un efecto equivalente: «Nul ne peut, dans l’espace public, porter une tenue destinée à dissimuler son visaje«. De hecho, de los debates en la asamblea nacional francesa, del dictamen consultivo del Conseil d’État en su momento, de la propia decisión de los órganos franceses de control de la constitucionalidad durante la aprobación de la ley se deduce que los poderes públicos franceses eran muy conscientes de que la ley se redactara y concibiera de esta forma para poder superar los distintos filtros.
  • – El TEDH estima por lo demás que una prohibición como la de portar prendas equivalentes al burka –o el propio burka– puede estar en contradicción con algunos de los derechos del Convenio (sobre todo, con los derechos a la vida privada de su artículo 8 y a la libertad de conciencia de su artículo 9) y que supone una evidente afección a los mismos, pero que la misma quedaría justificada porque el Convenio establece que uno de los elementos que permiten su restricción es, precisamente, apelar como lo hace la ley francesa a consideraciones de orden público y seguridad (párrafo 115 de la STEDH), que en este caso se estiman justificadas, así como la necesidad de establecer restricciones para garantizar los derechos de los demás. Y es que, en efecto, sólo a partir de estas razones pueden aceptarse (o no, si son desproporcionadas) restricciones de este tipo:
    • 115. S’agissant du premier des buts invoqués par le Gouvernement, la Cour observe tout d’abord que la « sécurité publique » fait partie des buts énumérés par le second paragraphe de l’article 9 de la Convention (public safety dans le texte anglais de cette disposition) et que le second paragraphe de l’article 8 renvoie à la notion similaire de « sûreté publique » (public safety également dans le texte en anglais de cette disposition). Elle note ensuite que le Gouvernement fait valoir à ce titre que l’interdiction litigieuse de porter dans l’espace public une tenue destinée à dissimuler son visage répond à la nécessité d’identifier les individus afin de prévenir les atteintes à la sécurité des personnes et des biens et de lutter contre la fraude identitaire. Au vu du dossier, on peut certes se demander si le législateur a accordé un poids significatif à de telles préoccupations. Il faut toutefois constater que l’exposé des motifs qui accompagnait le projet de loi indiquait – surabondamment certes – que la pratique de la dissimulation du visage « [pouvait] être dans certaines circonstances un danger pour la sécurité publique » (paragraphe 25 ci-dessus), et que le Conseil constitutionnel a retenu que le législateur avait estimé que cette pratique pouvait constituer un danger pour la sécurité publique (paragraphe 30 ci-dessus). Similairement, dans son rapport d’étude du 25 mars 2010, le Conseil d’État a indiqué que la sécurité publique pouvait constituer un fondement pour une interdiction de la dissimulation du visage, en précisant cependant qu’il ne pouvait en aller ainsi que dans des circonstances particulières (paragraphes 22-23 ci-dessus). En conséquence, la Cour admet qu’en adoptant l’interdiction litigieuse, le législateur entendait répondre à des questions de « sûreté publique » ou de « sécurité publique », au sens du second paragraphe des articles 8 et 9 de la Convention.

  • – Por el contrario, el TEDH manifiesta claras dudas respecto de que las otras justificaciones a las que apela el legislador francés, el respeto a la igualdad entre hombres y mujeres, a la dignidad de las personas o a las exigencias mínimas de la vida en sociedad («le respect de l’égalité entre les hommes et les femmes, le respect de la dignité des personnes et le respect des exigences minimales de la vie en société«) puedan ser razones que justifiquen la prohibición de portar el burka, pues no se corresponden con fines legítimos reconocidos por el tratado que permitan restringir derechos fundamentales (párrafos 116 y siguientes de la STEDH).
    • 116. À propos du second des objectifs invoqués – « le respect du socle minimal des valeurs d’une société démocratique et ouverte » – le Gouvernement renvoie à trois valeurs : le respect de l’égalité entre les hommes et les femmes, le respect de la dignité des personnes et le respect des exigences minimales de la vie en société. Il estime que cette finalité se rattache à la « protection des droits et libertés d’autrui », au sens du second paragraphe des articles 8 et 9 de la Convention.

      117. Comme la Cour l’a relevé précédemment, aucune de ces trois valeurs ne correspond explicitement aux buts légitimes énumérés au second paragraphe des articles 8 et 9 de la Convention. Parmi ceux-ci, les seuls susceptibles d’être pertinents en l’espèce, au regard de ces valeurs, sont l’« ordre public » et la « protection des droits et libertés d’autrui ». Le premier n’est cependant pas mentionné par l’article 8 § 2. Le Gouvernement n’y a du reste fait référence ni dans ses observations écrites ni dans sa réponse à la question qui lui a été posée à ce propos lors de l’audience, évoquant uniquement la « protection des droits et libertés d’autrui ». La Cour va donc concentrer son examen sur ce dernier « but légitime », comme d’ailleurs elle l’avait fait dans les affaires Leyla Şahin, et Ahmet Arslan et autres (précitées, §§ 111 et 43 respectivement).

Por lo demás, el TEDH también acepta que ciertas exigencias de convivencia, de orden público no ligadas estrictamente a medidas de seguridad, pueden imponer ciertos hábitos de vestimenta , en concreto, que el rostro sea visible. Curiosamente, y aunque lo hace de una forma muy limitada, será esta razón la que a la postre valide la prohibición del burka (las razones de seguridad se estima que podrían, a la luz de un análisis de proporcionalidad, ser mejor resueltas de otras maneras, o que el gobierno francés no ha justificado suficientemente que sea imprescindible por esa razón la prohibición). Pero lo que importa a nuestros efectos es que este razonamiento fundando una idea de «orden público» que integra ciertas exigencias de «interacción» y de «convivencia» en común cuando estamos en el espacio público se asume por el TEDH dando gran importancia justamente a un elemento justificador de la prohibición  -que el rostro con el burka queda velado y dificulta ese «vivir juntos»- que en el caso del burkini lejos de suponer un aval para su prohibición la deslegitimaría  totalmente -pues ese efecto de embozamiento no se produce en este caso-:

122. La Cour prend en compte le fait que l’État défendeur considère que le visage joue un rôle important dans l’interaction sociale. Elle peut comprendre le point de vue selon lequel les personnes qui se trouvent dans les lieux ouverts à tous souhaitent que ne s’y développent pas des pratiques ou des attitudes mettant fondamentalement en cause la possibilité de relations interpersonnelles ouvertes qui, en vertu d’un consensus établi, est un élément indispensable à la vie collective au sein de la société considérée. La Cour peut donc admettre que la clôture qu’oppose aux autres le voile cachant le visage soit perçue par l’État défendeur comme portant atteinte au droit d’autrui d’évoluer dans un espace de sociabilité facilitant la vie ensemble. Cela étant, la flexibilité de la notion de « vivre ensemble » et le risque d’excès qui en découle commandent que la Cour procède à un examen attentif de la nécessité de la restriction contestée.

Con esta jurisprudencia, casi totalmente coincidente con las reflexiones que hicimos aquí años antes, resulta muy sencillo determinar que las ordenanzas francesas que se han venido aprobando este verano no cumplen con las exigencias mínimas de respeto a los derechos y libertades exigibles a todo Estado de Derecho liberal parte del Convenio y por ello parte integrante del consenso jurídico occidental liberal en la materia. Y ello, al menos, porque:

  1. No respetan el principio de legalidad, al restringir gravemente libertades por medio de una mera decisión administrativa – de los respectivos alcaldes franceses- carente de base legal -por mucho que los alcaldes franceses tengan amplias competencias en materia de orden público-.
  2. No son estas prohibiciones, además, materialmente aceptables, de modo que tampoco podría haber una ley que replicara su contenido, por no identificar razones de orden público que justifiquen mínimamente una norma restrictiva tal. Además, es complicado argumentar que dificulten la interacción siendo como son estrictamente equivalentes a otros ropajes habituales en las playas.
  3. Tampoco podría en ningún caso ser aceptada una regla que vetara burkinis pero no vestimentas que supusieran riesgos, existentes o no, estrictamente equivalentes en materia se seguridad.
  4. Y, por último, estas prohibiciones no serían adecuadas porque no es aceptable prohibir determinadas vestimentas con base únicamente en una supuesta incompatibilidad de las mismas con valores laicos o cierta moralidad de Estado que, si bien es indudable que puede amparar ciertas actividades de difusión y defensa de los valores en cuestión, no es un motivo de suficiente peso para restringir tan gravemente la libertad personal.

A partir de estos elementos no sorprende en modo alguno que el Conseil d’État haya resuelto como ha resuelto su primera aproximación al tema, suspendiendo provisionalmente la primera ordenanza sobre la que se ha pronunciado en una decisión que anticipa, además, de forma clara, cuál será su posición de fondo. Si analizamos los argumentos aportados por el órgano de control de la legalidad de la actividad administrativa francesa, vemos que dejan claro que el fumus boni iuris –en el modelo francés de control administrativo esta cuestión, como es la norma en Europa, es más importante que en España, donde las leyes son más deferentes con la Administración y se han basado históricamente en la idea de que suspender ha de ser casi excepcional salvo si ello pusiera en riesgo cierto el sentido del pleito, aunque la interpretación jurisprudencial ha ido «europeizándose» algo más en los últimos años- del asunto no da la razón a los ayuntamientos ni en el hecho de prohibir por medio de ordenanzas municipales ni en el fondo del asunto -aunque no se menciona la STEDH S.A.S. v. Francia sobre el burka, resulta evidente que el Conseil d’État la tiene muy presente-.

También es muy significativo que el Consejo de Estado francés haya elegido una ordenanza particularmente desafortunada (la ya referida de Villeneuve-Loubet), que hacía mucho hincapié en cuestiones referidas a la moralidad republicana y la laicidad, como la primera sobre la que ha actuado. Otros municipios franceses se habían esforzado más en argumentar que la medida se adoptaba por medidas de seguridad, por lo que algunos de ellos incluso han anunciado que aspiran a mantener la prohibición. Una vía que aunque es también de muy dudosa aceptación -el argumento es enormemente débil porque cuesta ver qué riesgos de orden público puede entrañar un burkini– tiene, al menos, en su apoyo el haber interpretado correctamente en qué marco jurídico de actuación han de moverse los poderes públicos en esta materia.

No obstante, da la sensación de que el órgano de control de la actividad administrativa francés, aprovechando que su decisión era muy esperada, y no sólo en Francia sino en toda Europa, ha optado por cortar por lo sano y que mantendrá el sentido de la decisión de ayer. También en esta línea se han de entender los fundamentos de fondo ya comentados, innecesarios para suspender y que van mucho más allá de lo que una mera decisión de suspensión provisional harían necesario -más todavía en un modelo como el francés, donde jurisdicciones como el Consejo de Estado son parcas en palabras- y que anticipan claramente tanto la decisión final en este caso como el camino a seguir en los que vendrán.

Parece, pues, que el Conseil d’État ha zanjado definitivamente qué pueden y no pueden hacer en este ámbito los ayuntamientos franceses, dejando claro que no pueden prohibir prendas como el burkini, ni por cuestiones de competencia ni, parece, tampoco de fondo. Hay quien ya ha expuesto que ello no impide a Francia recuperar estas prohibiciones por medio de una ley, pero sinceramente parece complicado que así sea. En primer lugar, porque la STEDH de julio de 2014 ya comentada deja muy claro cuál es el reducido ámbito de actuación que tienen los poderes públicos, legisladores incluidos, si quieren limitar la libertad de conciencia o decisiones propias de la vida privada en estos ámbitos si no quieren extralimitarse e ir más allá de lo que permite el Convenio. En segundo lugar, porque es también más que dudoso que medidas tan claramente orientadas contra una prenda concreta puedan pasar siquiera, en un futuro, los filtros de la propia Asamblea nacional francesa y del Conseil Constitutionnel, que de forma nada gratuita, cuando prohibieron el burka, lo hicieron por medio de una disposición legal de tipo general, bien aquilatada, con una base consistente que permitía la limitación y en ningún caso diseñada únicamente como medida de caso único contra una determinada vestimenta propia de personas que practican una religión. De esto parece ser muy consciente ya la clase política francesa. Incluido el ínclito Manuel Valls, que parece al fin haber comprendido que si quiere luchar contra el burkini deberá hacerlo por otras vías y no restringiendo de forma notable la libertad individual de sus portadoras. Afortunadamente.



11-S al País Valencià

1378918414000Ahir va haver una gran manifestació independentista a Catalunya. Tota la qüestió sobre l’origen del cabreig català i sobre tot sobre la possibilitat de la independència un tema molt interessant i jurídicament amb moltes coses a dir. Peró, com que ja n’hem parlat, hui preferiria comentar una altra cosa, més concreta però també important: el greu perill de convertir en normals certes reaccions que no són justificables dins una democràcia i el joc normal en un Estat de Dret. No parle de les evidents impresentabilitats de quatre (o els que siguen) imbècils. Perquè no estem parlant, tots ho sabem (benauradament), d’una majoria i menys encara de gent que fa aquestes coses amb suport institucional. Parle d’una cosa molt més greu, que és el que tenim quan un Govern, representant de tots els ciutadans, deixa d’actuar per respectar els seus drets i acaba convertint-se en agent de part, tractant d’utilitzar els mecanimes del poder per als seus objectius, a costa del que siga, fins i tot dels drets polítics i cívics més importants en qualsevol democràcia, com són els d’expressió lliure d’idees polítiques, quan es fa de forma pacífica, per part dels ciutadans. Això és, senzillamt, el que va fer el Govern valencià demanant la prohibició de la manifestació independentista a Vinarós i això és exactament el que va fer el Sots-delegat del Govern central a Castelló quan hi va accedir en una decisió jurídicament impresentable, que cap jurista i cap demòcrata pot justificar. Per això, malgrat que quasi ningú sembla que ho veja així (ni tan sols l’oposició polític al govern valencià sembla massa preocupada per aquesta deriva), a mi l’actuació sí em sembla molt, molt inquietant: el sotdelegat del govern no va cometre una errada en prohibir una manifestació absolutament legal que després li va corregir el jutge corresponent; va fer una barbaritat impròpia en qualsevol democràcia i, a hores d’ara, hauria d’haver estat ja remogut del seu càrrec.

Continúa leyendo 11-S al País Valencià…



¿Obligarme a llevar casco cuando voy en bici es constitucional?

Como es sabido, porque hay mucha información al respecto desde hace unos días en los medios de comunicación, el Gobierno de España está preparando una reforma importante en una norma reglamentaria, el Reglamento de Circulación, que va a incorporar una medida polémica: la generalización de la obligación de portar casco para ciclistas, que a día de hoy la Ley sobre Tráfico circunscribe a la circulación por vías interurbanas. Más allá de la polémica sobre si llevar casco por la ciudad tiene sentido o no, es interesante plantear el marco jurídico en que se ha de analizar si, sea buena o mala la prohibición, es posible jurídicamente en nuestro marco constitucional y legal vigente.

Puede ser importante, sin embargo, dejar claro que la reflexión al respecto no tiene nada que ver con la conveniencia de llevar casco o no por ciudad. Por ejemplo, puede tener sentido señalar que, como ciclista urbano, mi tendencia natural desde hace años es a llevarlo casi siempre, aunque es cierto que haber vivido en culturas jurídicas donde el casco en los desplazamientos urbanos es un elemento exótico, como es el caso de Alemania (es curioso, y probablemente indicativo de cómo las condiciones de la circulación importan a estos efectos, que no sólo me pasa a mí, como puede comprobar cualquiera que cuente el porcentaje de ciclistas con casco que circulan por Valencia y los compare con los de Fráncfort del Meno o Múnich, por poner ejemplos de ciudades que conozco bien), ha hecho que no sea en esto tan estricto como cuando era más joven. Una cosa es que el casco me pueda parecer una buena idea y otra diferente que me parezca bien que sea una obligación que el Estado nos imponga. Y una cosa es que me pueda parecer bien (o mal) que el Estado nos imponga una determinada obligación y otra que piense que tiene la capacidad jurídica, a partir de lo que dicen la Constitución y las leyes, para hacerlo.

Igualmente, conviene aclarar que no significan las críticas que vienen una descalificación global del proyecto de reforma. Con algunas excepciones, muchas matizaciones y muchas críticas (por ejemplo, aquí están las muy interesantes propuestas de enmienda que ha hecho la red Ciclojuristas liderada por Paco Bastida al borrador de Reglamento y aquí las en parte coincidentes que ha realizado ConBici, como ejemplos mucho más avanzados de lo que podría ser una regulación de la circulación de bicicletas) es cierto que, en parte por cómo venía el proyecto y en parte por las cosas que se han aceptado a partir de las propuestas de grupos ciclistas, se va a avanzar bastante en cosas importantes, la más esencial de todas, a mi juicio, una muy obvia pero que increíblemente no estaba hasta la fecha asumida normativamente en España: que las vías urbanas de un carril o de un carril por sentido no son aptas para circular a 50 km/h y que, como máximo, han de quedar limitadas a velocidades de 30 km/h. Sólo una medida como esta, que abre la puerta a circulaciones pacificadas, ciclocalles, circulación en dirección contraria y todas las consecuencias derivadas de la pacificación de la circulación en ciudad como pauta general ha de ser saludada como esencial.

Dicho lo cual, ¿me pueden obligar a llevar casco en bici cada vez que salga a la calle? Pues, la verdad, creo que no.

Continúa leyendo ¿Obligarme a llevar casco cuando voy en bici es constitucional?…



Policías sin identificar y ahora encapuchados

Al tradicional abuso policial en materia de incumplimiento de su obligación legal de ir uniformados e identificados (que, como es sabido, es una manifestación del derecho del ciudadano a saber con qué autoridad pública está lidiando, algo que como principio general recoger nuestro Derecho y se manifiesta en muchas normas) se ha unido, como hemos comentado en Twitter para después acaber teniéndolo confirmado a partir de las propias versiones de la policía española, una novedad si cabe más inquietante en algunos de los interrogatorios posteriores a las manifestaciones y movilizaciones sociales de los últimos tiempos: interrogatorios en comisaría hechos por policías encapuchados, con una clara finalidad amedrantadora y obviamente en nada cubiertos por las reglas en materia de uniformidad policial (ni, por lo demás, por el sentido común).

Las razones y excusas que se dan para una y otra actitud son grotescas. En Derecho y en cuanto a su razonabilidad. Porque las normas sobre identificación son claras y no cabe alegar algo tan peregrino como que se cumple con la norma si uno lleva la identificación aunque sea «debajo» de un chaleco o cubierta por una chaqueta. Y porque el Derecho español no sólo regula cómo han de vestir los agentes del orden (y la capucha no aparece por ahí, y por mucho que pueda entenderse que eso no la prohíbe es obvio que ello requiere que su uso, en su caso, sea muy razonado y proporcional a la necesidad de evitar daños de gravedad, algo que obviamente no se da en el caso de las labores de interrogatorio) sino porque, además, hay una serie de derechos fundamentales que protegen al ciudadano del trato inhumano, degradante y amdedrantador, máxime cuando está en una situación de particular desamaparo como es estar detenido. Las razones extrajurídicas, igualmente, no se sostienen, pues el supuesto temor a denuncias contra policías por ir identificados no se compadece con una realidad donde las exigencias de prueba para poder sancionar a agentes del orden son muy exigentes y revelan, únicamente, voluntad de impunidad. Asimismo, la alegación de que los interrogatorios hechos por encapuchados son necesarios por la falta de efectivos que obliga a realizarlos a agentes que después se van a infiltrar de nuevo entre ciertos grupos suena a excusa barata y, en todo caso, no deja de ser, caso de ser cierto, un problema organizativo interno que la policía debiera resolver sin que pueda hacerlo a costa de los derechos de los ciudadanos.

El tema es importante porque, como bien señala Eduardo Melero en este magnífico análisis, estamos ante la imposición, poco a poco, de un Estado de Derecho muy particular, con categorías de ciudadanos que tienen más o menos derechos según decida, libérrimamente, la policía, que designaría como enemigos a ciertas personas y colectivos que, a partir de ese momento, pasarían a carecer, en la práctica, de muchos de los derechos propios de una democracia occidental liberal por su condición y filiación debido a una interprtación muy restrictiva de las garantías que se hace efectiva, como es obvio, según ante quién estemos.

En todo caso, no voy a analizar con detenimiento en Derecho la cuestión porque como he dicho ya lo ha hecho, de una forma clara, didáctica y sensata Eduardo Merelo Alonso en su fantástico blog. Les pongo de nuevo el enlace recomendándoles que se pasen por allí si el tema les interesa y les copio un par de párrafos muy significativos.

(…)

Como parte de su uniforme, los miembros del Cuerpo Nacional de Policía están obligados a mostrar el «distintivo de identificación personal», en el que se recoge su número de funcionario (así lo establece la Orden INT/1376/2009, de 25 de mayo). Esta obligación da contenido al derecho de los ciudadanos a identificar al personal de la Administración, reconocido en la Ley 30/1992 de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. Es además un mecanismo de protección frente a la actuación arbitraria de la policía, un instrumento modesto pero al fin y al cabo una medida garantista. El incumplimiento de esta obligación ha de considerarse como falta grave, que implica una sanción de suspensión de funciones desde cinco días hasta tres meses, según la Ley Orgánica 4/2010 del régimen disciplinario del Cuerpo Nacional de Policía.

(…)

Mucho más preocupante que la falta de identificación es el hecho de que se están realizando interrogatorios por policías vestidos de paisano y encapuchados. Así, en la Comisaría de Moratalaz, un auténtico agujero negro de nuestro Estado de derecho, se realizaron interrogatorios de este tipo a los detenidos tras las protestas contra la reforma laboral en febrero de 2012 y tras la huelga general del 14 de noviembre.

La Dirección General de la Policía ha pretendido justificar los interrogatorios por policías encapuchados en que se trata de una medida de protección de seguridad de los agentes ante posibles atentados y en la eficacia de la acción policial; partiendo de que no está prohibido el uso de prendas que cubran el rostro de los agentes. El uniforme reglamentario de la policía no recoge ninguna prenda que cubra el rostro, según la Orden INT/2160/2008. Además de impedir el ejercicio del derecho a identificar a los funcionarios públicos, la realización de interrogatorios por policías encapuchados contribuye a crear una atmósfera intimidatoria en las comisarías. Pero sobre todo, vulnera el derecho de defensa que es parte integrante del derecho a la tutela judicial efectiva reconocido en el artículo 24 de nuestra Constitución. Así lo ha señalado el Defensor del Pueblo en una recomendación formulada en diciembre de 2012, en la que se indica que debería prohibirse expresamente el uso de prendas que cubran el rostro dentro de las dependencias policiales.

(…)



No se trata de hacer leer | RSS 2.0 | Atom | Gestionado con WordPress | Generado en 0,815 segundos
En La Red desde septiembre de 2006