Ovación y vuelta al ruedo para el Tribunal Constitucional

Unos ¡veinte días! después de que fuera anunciada por medio de una nota de prensa (aunque la decisión ya había sido adelantada un par semanas antes por La Vanguardia), la web del Tribunal Constitucional ha colgado por fin a lo largo de esta semana la sentencia que anula la ley catalana de protección de los animales que prohibía las corridas de toros en Cataluña, junto a sus votos particulares (hay uno de Xiol Ríos y otro de Asua Batarrita y Valdés Dal-Ré). Recordemos que el art. 1 de la Ley catalana 28/2010 modificaba el art. 6 del Texto refundido de la Ley catalana de protección de los animales (RDL 2/2008, de 15 de abril) introduciendo un nuevo apartado f) que extendía la ya vigente prohibición de empleo de animales en determinadas actividades que pueden ocasionarles sufrimiento a las corridas de toros:

Art. 6.1 Ley catalana de protección de los animales: Se prohíbe el uso de animales en peleas y en espectáculos u otras actividades si les pueden ocasionar sufrimiento o pueden ser objeto de burlas o tratamientos antinaturales, o bien si pueden herir la sensibilidad de las personas que los contemplan, tales como los siguientes:
(…)
f) Las corridas de toros y los espectáculos con toros que incluyan la muerte del animal y la aplicación de las suertes de la pica, las banderillas y el estoque, así como los espectáculos taurinos de cualquier modalidad que tengan lugar dentro o fuera de las plazas de toros, salvo las fiestas con otros a que se refiere el apartado 2.

Se trata de una sentencia muy interesante por muchas cuestiones: porque supone un nuevo jalón del proceso recentralizador que las instituciones «centrales» del Estado llevan desde hace años acometiendo contra las instituciones «periféricas» de, recordemos, este mismo Estado; porque resultará sin duda en un agravamiento de las tensiones políticas entre Cataluña y el resto de España y en un incremento de la zanja emocional que separa al grueso de la sociedad catalana, tendencialmente animalista, con la del resto del país; y también porque el fondo del asunto plantea cuestiones jurídicas de un enorme interés sobre los límites que el legislador puede imponer legítimamente a los ciudadanos que desean desarrollar ciertas actividades privadas de tipo económico o artístico. Es interesante que una vez más estas tensiones se vehiculen a partir de discrepancias jurídicas, y no menores, sobre el modelo de reparto territorial del poder de la Constitución de 1978 y cómo lo interpretamos. Es una pauta que desde la STC 31/2010 sobre el Estatuto catalán de 2006 no ha habido manera de frenar y que, además, parece que el Tribunal Constitucional vive con agrado, como por ejemplo demuestra la casi coetánea STC anunciada ayer mismo que avala la legislación estatal recientemente aprobada que permite al propio TC actuar como órgano político de sanción a y suspensión de cargos públicos (autonómicos, por supuesto).

En realidad, más bien, se trataba de un caso muy interesante porque en él se mezclaban todos estos vectores. La sentencia, en cambio, lo es mucho menos porque deja sin tratar (o trata de forma muy simplista y apodíctica) la mayor parte de las cuestiones comentadas.

En efecto, podría decirse que el Tribuna Constitucional ha acabado por construir una sentencia «jurídicamente desganada» o lo que en términos taurinos suele considerarse una «faena de aliño». Por una amplia mayoría, conformada por el bloque de magistrados que lleva ya unos meses actuando de forma coordinada y que sentencia tras sentencia está imponiendo una visión recentralizadora más que notable respecto de cómo se relación Estado y Comunidades Autónomas a la hora de legislar, opta por resolver el recurso por el atajo de entender que consideraciones competenciales bastan para declarar la inconstitucionalidad de la pretensión catalana de prohibir las corridas de toros. Lo hace, además, con una argumentación extraordinariamente descuidada y simplista, que se puede resumir en que el Tribunal Constitucional considera que la competencia estatal ha de cubrir esta materia porque así lo considera el propio legislador estatal, sin necesidad de ulterior explicación ni de justificación respecto de la evidente alteración de la anterior jurisprudencia constitucional respecto de estos mismos títulos competenciales que ello supone. En consecuencia, y también sin aportar mayores explicaciones sobre por qué esa consecuencia es la única posible a la hora de articular la ley estatal con las autonómicas, la ley catalana queda anulada. La sentencia es pues de una importancia indudable, pues no podemos obviar que, resumiéndolo mucho, el Tribunal Constitucional nos está diciendo, una vez más, que el Estado puede aprobar leyes que dejen sin ningún efecto ni contenido normas aprobadas por las Comunidades Autónomas respecto de materias inequívocamente de su competencia exclusiva (como son, en este caso, tanto la legislación para la protección animal como la legislación en materia cultural).

Junto a las críticas jurídicas que pueda merecer esta manera de cubrir el expediente jurídico para dar carta de naturaleza no demasiado disimulada a una decisión muy claramente política (y que tendrá consecuencias indudables que quizás no se perciben del todo bien en la calle Doménico Scarlatti y aledaños), hay que señalar que al actuar así el Tribunal Constitucional nos priva, además, de poder enmarcar el debate en torno a dos cuestiones de un enorme interés jurídico. Ni analiza la creciente importancia de la protección jurídica de los animales y su bienestar por el Derecho, y cómo ello se ha producido por vías constitucionales muchas veces no convencionales pero a las que hay y habrá que atender cada vez más; ni se digna a considerar la cuestión, absolutamente clave, de hasta qué punto (y por qué mecanismos) puede el Estado impedir a los ciudadanos el desarrollo de actividades amparadas en derechos fundamentales (libertad de empresa, libertad de creación artística) a partir de la invocación por parte del legislador de bienes y valores constitucionales como el referido (la protección del bienestar animal) que se han incorporado a nuestra «conciencia constitucional» por las señaladas vías.

1. La cuestión competencial en la STC de 20 de octubre de 2016 sobre la prohibición de las corridas de toros en Cataluña

El recurso interpuesto por 50 senadores del Partido Popular consideraba, en primer lugar, que la ley catalana invadía los espacios competencialmente reservados al Estado por los arts. 149.1.28ª y 149.1.29ª CE, así como la competencia estatal del 149.2 CE.

En concreto, el precepto impugnado es una medida que los representantes de las instituciones catalanas consideran que se ampara en los títulos competenciales que el Estatut d’autonomia de Catalunya de 2006 contiene en materia de «protección de los animales» (art. 116. 1 d) EAC) o «juego y espectáculos» (art. 141.3 EAC), entre otros. El Tribunal Constitucional, en el Fundamento Jurídico Tercero de su sentencia reconoce sin problemas, como por lo demás es inevitable en Derecho (esas competencias fueron declaradas constitucionales en la STC 31/2010 del propio Tribunal y, por otro lado, es evidente que no se encuentran en el listado de materias competencialmente reservadas al Estado por el art. 149.1. de la Constitución), dado que materialmente es obvio que la ley catalana regula, al prohibir las corridas de toros, cuestiones íntimamente ligadas tanto al bienestar animal como a la ordenación de espectáculos públicos, que ambos títulos competenciales son en principio válidos para establecer una regulación como la analizada. Eso sí, tal conclusión provisional sólo será válida, a juicio del Tribunal Constitucional, si luego no va y resulta que tenemos alguna competencia estatal que pueda entenderse implicada. Y ya se sabe que, sobre todo últimamente, a las competencias estatales interpretadas por los gobiernos del Estado y el Tribunal Constitucional se les reconoce una vis expansiva cada vez mayor.

STC de 20 de octubre de 2016 (FJ3): En definitiva, la prohibición de espectáculos taurinos que contiene la norma impugnada podría encontrar cobertura en el ejercicio de las competencias atribuidas a la Comunidad Autónoma en materia de protección de los animales [art. 116.1.d) EAC] y en materia de espectáculos públicos (art. 141.3 EAC). La materia relativa a la protección del bienestar animal se proyecta sobre espectáculos concretos cuya exteriorización se quiere prohibir. Sin embargo, dicho ejercicio ha de cohonestarse con las competencias reservadas constitucionalmente al Estado (…)

Los posibles títulos competenciales estatales que el recurso de inconstitucionalidad invoca y que el Tribunal Constitucional analiza son los arts. 149.1.28ª, 149.1.29ª y 149.2 CE. Se trata de títulos competenciales que afectan a diversas cuestiones, y de ellos el Tribunal descarta rápidamente que el 149.1.29ª pueda considerarse afectado. Este precepto establece que el Estado es en todo caso competente en materia de «(s)eguridad pública, sin perjuicio de la posibilidad de creación de policías por las Comunidades Autónomas en la forma que se establezca en los respectivos Estatutos en el marco de lo que disponga una ley orgánica». Con cita en la jurisprudencia constitucional en la materia, que es muy clara al respecto (el voto particular de Xiol Ríos se detendrá más en resaltar hasta qué punto la jurisprudencia del Tribunal y la propia evolución normativa de todas las Comunidades Autónomas han dejado muy claro desde hace ya muchos años que en materia de seguridad y orden público asociadas a todo tipo de espectáculos, y también los taurinos, las competencias son claramente autonómicas y así son ejercidas, además, de forma pacífica e incuestionada), el FJ4 de la sentencia concluye sin mayores digresiones que «el carácter exclusivo de la competencia autonómica en materia de espectáculos junto con la existente en materia de protección animal puede comprender la regulación, desarrollo y organización de tales eventos, lo que podría incluir, desde el punto de vista competencial, la facultad de prohibir determinado tipo de espectáculo por razones vinculadas a la protección animal«.

Van a ser los otros dos títulos competenciales, el 149.1.28 y el 149.1.29, ambos relacionados con cierta capacidad estatal de tipo residual y muy concreta en materias culturales, los que permitirán al Tribunal Constitucional, sorprendentemente, declarar inconstitucional la norma catalana por violación de las competencias estatales. Conviene en este punto, para entender hasta qué punto es peculiar la decisión, transcribirlos y recordar, siquiera sea brevemente, el entendimiento constitucional que hasta esta semana había sido consolidado por jurisprudencia y doctrina sobre los mismos, que ha quedado totalmente transformado tras esta sentencia.

art. 1491.1 CE: El Estado tiene competencia exclusiva sobre las siguientes materias:
(…)
28ª. Defensa del patrimonio cultural, artístico y monumental español contra la exportación y la expoliación; museos, bibliotecas y archivos de titularidad estatal, sin perjuicio de su gestión por parte de las Comunidades Autónomas.

art. 149.2 CE: Sin perjuicio de las competencias que podrán asumir las Comunidades Autónomas, el Estado considerará el servicio de la cultura como deber y atribución esencial y facilitará la comunicación cultural entre las Comunidades Autónomas, de acuerdo con ellas.

Como cualquier lector puede constatar, se trata de competencias en materia cultural bastante residuales, por mucho que luego el Estado español haya considerado que el protagonismo de la administración estatal en la cultura, por la vía de los hechos y del talonario (que se reserva para sí, como es por lo demás habitual), haya de ser mucho. En primer lugar, el Estado es competente para defender el patrimonio cultural frente a la exportación y expoliación ilegales. Además, la Constitución permite al Estado, por mucho que las competencias exclusivas en la materia puedan ser asumidas (como así ha sido) por las Comunidades Autónomas, tener museos, bibliotecas y archivos de titularidad estatal, opción ésta que como es sabido se ha empleado profusamente, dotando a ciertas ciudades de España de impresionantes equipamientos culturales que tienen la consideración de «nacionales». Por último, el art. 149.2 CE parece querer decir, y así se ha interpretado siempre, que el Estado, más allá de lo que hicieran las CC.AA., y dada la importancia de la labor de fomento público en materia cultural, puede ir más allá y superponer su acción a la autonómica. De hecho, así ha sido interpretado siempre, como mecanismo de complemento y mejora al que iban asociadas capacidades de colaboración… y como mecanismo para garantizar que el Estado, si bien no a la hora de legislar, sí tenía un gran protagonismo a la hora de gastar y promocionar ciertos valores culturales por medio de todo tipo de mecanismos de fomento.

Es cierto que, más allá de la reducida competencia para regular la exportación de bienes culturales (que manifiestamente nada tiene que ver en este caso) o de garantizar la protección de éstos frente a posibles expolios, el Tribunal Constitucional aceptó desde la STC 17/1991 una dudosa ampliación de la idea de «expolio» contenida en la Ley de Patrimonio Histórico estatal que, básicamente, permitía entender como «expolio», también, la destrucción (o riesgo de) de cualesquiera bienes culturales. Con todo, el desarrollo de esta posibilidad ha sido escaso y se ha limitado hasta la fecha a situaciones de colonialismo jurídico muy evidente (sustitución de la apreciación superior y del criterio del órgano del Estado a la determinación inferior y equivocada si no acorde con la misma del órgano en principio competente), como la ocurrida en el «caso Cabanyal» en Valencia, claramente motivada, además, por razones políticas: Unos gobiernos autonómico y local (ambos del PP) plantean una operación urbanística que es declarada en reiteradas sentencias ajustada a Derecho y plenamente conciliable con la protección de los bienes culturales y patrimoniales existentes en la zona. Frente a ello, un gobierno del Estado de signo político opuesto (PSOE) y contrario a la medida decide activar la cláusula de la protección frente al «expolio» entendiendo que jurídicamente lo constituye que un gobierno y un parlamento no den la debida protección a los bienes que ellos mismos han considerado que la han de merecer (y que podrían, perfectamente, haber considerado que no la merecían). Esta activación ha sido absolutamente excepcional y, aunque validada por el Tribunal Supremo, plantea no pocas dudas. En cualquier caso, y como ya he dicho, ha sido algo absolutamente excepcional, al menos hasta la fecha. Y la citada STC 17/1991 ya señaló, en todo caso, que «(e)l Estado ostenta, pues, la competencia exclusiva en la defensa de dicho patrimonio contra la exportación y la expoliación, y las Comunidades Autónomas recurrentes en lo restante, según sus respectivos Estatutos» (FJ3).

Adicionalmente, la competencia del art. 149.2 CE, como recuerdan Asua Batarrita y Valdés Dal-Ré en su voto particular, no era entendida hasta hace una semana como una competencia legislativa. Algo sobre lo que no cabe extenderse en exceso, pues resulta (o resultaba) bastante obvio, simplemente analizando el listado del 1491.1 CE y contrastándolo con el 149.2 CE: En definitiva, que estamos hablando de un ámbito en el que, en principio, y salvo estas capacidades jurídicamente excepcionales pero muy limitadas del Estado, el protagonismo era y debiera ser, según nuestra Constitución y su reparto de competencias, autonómico. El propio Tribunal Constitucional, en la sentencia que analizamos, con cita en parte de su jurisprudencia anterior, reconoce que éste ha sido el entendimiento tradicional y, como señala casi al final de su FJ 5, recuerda que «el Estado y las Comunidades Autónomas pueden ejercer competencias sobre cultura con independencia el uno de las otras, aunque de modo concurrente en la persecución de unos mismos objetivos genéricos o, al menos, de objetivos culturales compatibles entre sí.»

Sin embargo, en el FJ6 el Tribunal Constitucional, a partir de la constatación de que el Estado ha aprobado una serie de normas (posteriores a la ley catalana) en defensa de la tauromaquia, a la que declara como patrimonio cultural por medio de la ley estatal 18/2013, acaba saliendo al quite con notable desparpajo jurídico. Con base en que el Estado haya optado por realizar legislativamente esa declaración, que puede entenderse vagamente amparada por el art. 149.2 CE (como lo es la declaración de ciertos patrimonios culturales inmateriales), siempre y cuando se entienda como una medida de fomento o de acción conjunta con la de las Comunidades Autónomas, el Tribunal Constitucional acaba entendiendo que de la misma (capacidad para colaborar, para fomentar, para ayudar) se deduce una combinación-síntesis (no explicitada ni explicada, por lo demás, cómo se opera esta combinación y síntesis jurídica) con el art. 149.1.28ª CE que provoca que la norma estatal en la materia pase a desplazar a las normas competentes, que son las autonómicas, si éstas tienen un contenido diferente.

La pirueta acaba de operarse en el Fundamento Jurídico 7 de la Sentencia, que de jurídico tiene muy poco. No explica ahí el TC, en efecto, ni cómo se fusionan los títulos competenciales para provocar este mágico efecto, ni hace referencia a la lógica constitucional de reparto de competencias, sino que simplemente se limita a recordar la «dimensión cultural de las corridas de toros» (que por lo visto le parece muy obvia y consustancial, previa además a que así haya sido declarada por ley estatal) y a establecer que, por ser así declarada en ley estatal, ello hace que su «salvaguarda incumb(a) a todos los poderes públicos en el ejercicio de sus respectivas competencias«, conclusión tanto más sorprendente cuanto que absolutamente apodíctica y, sobre todo, nada matizada ni modulada. Con bastante sinceridad, por lo demás, remata la faena explicando que «se comparta o no, no cabe ahora desconocer la conexión existente entre las corridas de toros y el patrimonio cultural español, lo que, a estos efectos, legitima la intervención normativa estatal«. Es decir, que el reparto constitucional de competencias queda alterado en favor del Estado simplemente porque el Estado así lo considera. El bajonazo jurídico merece ovación y vuelta al ruedo. Y se culmina, como no puede ser de otra manera, con esta misma unilateralidad y falta de argumentación. Las cosas son como son:

STC de 20 de octubre de 2016 (FJ 7): «Por esa razón la norma autonómica, al incluir una medida prohibitiva de las corridas de toros y otros espectáculos similares adoptada en el ejercicio de la competencia en materia de espectáculos, menoscaba las competencias estatales en materia de cultura, en cuanto que afecta a una manifestación común e impide en Cataluña el ejercicio de la competencia estatal dirigida a conservar esa tradición cultural, ya que, directamente, hace imposible dicha preservación, cuando ha sido considerada digna de protección por el legislador estatal en los términos que ya han quedado expuestos».

Curiosamente, y de forma incoherente, el propio FJ 7 de la Sentencia, a continuación, y tras explicarnos que como el Estado declara que los toros son patrimonio cultural eso hace que el reparto competencial de la Constitución quede desplazado hacia el Estado y que sea éste quien haya de determinar lo que se ha de hacer y lo que no para protegerlos, impidiendo así la prohibición de corridas de toros en Cataluña, nos expone también que el Estado, en cambio, no puede llegar al extremo de obligar vía 149.2 CE (o vía art. 149.2 remix con 149.1.28ª) a las Comunidades Autónomas a promocionar y fomentar la tauromaquia. Magnánimo, el Tribunal Constitucional se saca de la manga una matización ponderativa, sin argumentarla y razonarla tampoco en exceso, que devuelve el art. 149.2 CE a su posición original en el ordenamiento constitucional en todo lo referido al fomento activo de la lidia del toro bravo. Esta matización, sin embargo, no hace sino poner más de manifiesto el exceso (y la nula argumentación con la que se opera el mismo) de que de repente, y a efectos de impedir la prohibición catalana, pase a entenderse que, en cambio, para esos casos sí sea título compentencial legislativo mayorcito de edad. Es decir, un título con capacidad para legislar, como el del art. 149.128ª CE… que, a pesar de ser invocado al principio como clave al transubstanciarse en título general con aspiraciones de operar en todo el ámbito del 149.2 CE, luego va y resulta que no aparece en toda el resto de la argumentación. La sentencia es extraordinariamente tramposa en esta parte. Lo denuncian en su voto particular Asua Batarrita y Valdés Dal-Ré de forma certera y concisa:

«Los títulos competenciales que amparan la acción legislativa del Estado están en el art. 149.1 CE. Si el Estado no tiene competencia para legislar con arreglo al art. 149.1 CE, no puede acudir como segunda opción al art. 149.2 CE, con la finalidad de “constatar” la existencia de una manifestación cultural presente en la sociedad española y, sobre esa base, desplegar una intervención estatal de contenido regulatorio que constriña las competencias autonómicas».

La sentencia, por último, y como bien destacan de nuevo Asua Batarrita y Valdés Dal-Ré en su voto, ni siquiera se preocupa de explicar, una vez llegada a esa conclusión, por qué asumiendo que el Estado pueda tener competencia para imponer la protección de la tauromaquia en España eso haría imposible una norma autonómica catalana que la prohíba exclusivamente, en ciertas formas, en su territorio (donde es manifiesta la falta de tradición reciente en esa suerte y donde, además, a lo largo del último lustro previo a la prohibición, sólo se celebraban corridas de toros en una única plaza, y en un número muy limitado). De nuevo apodícticamente, el Tribunal Constitucional considera que la norma catalana estaría impidiendo la subsistencia de la tauromaquia en España y por ello oponiéndose a lo pretendido por la ley estatal, afirmación evidentemente fuera de la realidad, pero que es el único soporte a partir del cual subsume los hechos del caso en su nueva y revolucionaria doctrina general sobre el reparto de competencias.

En definitiva, el Tribunal Constitucional vuelva a sorprender (o ya no tanto, a estas alturas) concediendo al legislador estatal orejas, rabo y una competencia legislativa nuevecita que le permite desplazar a su gusto y según su mejor criterio, cuando lo considere oportuno, todas aquellas competencias autonómicas exclusivas (a estas alturas, el adjetivo parece más una buena que otra cosa) en la materia que le incomoden. La decisión es muy criticable jurídicamente porque altera el reparto constitucional con una argumentación cuestionable (tirando a inexistente), porque modifica toda la jurisprudencia constitucional anterior sin dar cuenta de ello ni explicar el giro habido y, por último, porque se inserta en una línea de recentralización operada desde este órgano que tiene muy magro soporte en la Constitución. La recentralización operada es tan salvaje, por lo demás, que está afectando ya a todas las Comunidades Autónomas (que por lo visto andan todas equivocadas, como no hace mucho comprobó también, por ejemplo, la Comunidad de Madrid con la anulación de su nueva ley de patrimonio cultural), y no sólo a las habitualmente consideradas como «díscolas» o «sospechosas». Sentencia tras sentencia, parlamentos y ejecutivos autonómicos ven cómo a las razones que aportan, en Derecho, para defender sus competencias, el Estado central les opone simplemente un Tribunal Constitucional totalmente entregado a la causa recentralizadora que, como vemos en esta sentencia, se siente ya totalmente eximido de toda obligación de argumentar y apoyar en Derecho sus giros argumentales recentralizadores.

2. La cuestión material: ¿puede el legislador prohibir los toros o eso supone una lesión inconstitucional de derechos fundamentales?

Una razón adicional por la que esta Sentencia del Tribunal Constitucional decepciona es porque, al zanjar la cuestión de una manera tan tajante, con bajonazo infame resolviendo la referida faena de aliño, como es la referida argumentación competencial, nos priva de un análisis de fondo sobre la cuestión, que habría resultado de un enorme interés. Básicamente, porque la prohibición de las corridas de toros nos sitúa ante un ejercicio jurídico de conciliación de derechos individuales y protección de valores como el bienestar animal que no tiene una solución clara y sencilla en nuestro Derecho. O, al menos, y ésa es mi opinión, que no la tenía hasta hace no mucho tiempo.

Junto a la apelación a bienes y derechos cuya afección era manifiestamente absurda (como el derecho a la educación del art. 27 CE, que los senadores recurrentes consideraban, con notable sentido del humor, que podía verse afectado por la prohibición de las corridas de toros) y que ni siquiera desarrollaron en su recurso, o al margen de la mención ritual a nuevos tótems recentralizadores como la invocación del riesgo para la ahora siempre sacrosanta unidad de mercado, la prohibición de la corridas de toros sí afecta, y de forma clara, a derechos fundamentales. Esencialmente, a dos de ellos: la libertad de empresa y la libertad de creación artística. Son, de hecho, los derechos habitualmente conflictivos y en colisión cuando hay legislación en materia de maltrato animal (junto a la libertad religiosa, en algunos casos), como estudió detalladamente mi compañero de la Universitat de València Gabriel Doménech.

Dado que el Tribunal Constitucional no se ha detenido en esta cuestión y que ya la hemos comentado en otros lugares de forma más detallada, no tiene mucho sentido analizarla en extenso. Pero sí creo que hay que dejar constancia de que la crítica que habitualmente se podía hacer a medidas de esta índole, a saber, que no contaban con respaldo constitucional (el bienestar animal no aparece como valor en nuestra Constitución), ha decaído por la evolución misma de nuestro Derecho. No se trata sólo de la existencia de normas europeas en la materia, aunque sean parcas y establezcan excepciones por razones culturales, como la Directiva 93/119/CE. Una existencia que, como las excepciones son posibilidades a las que se acogen o no, según consideren, los Estados, sí permite ya fundamentar, si por contra eso es lo que se quiere, que el valor «protección del bienestar animal» ha impregnado nuestro Derecho con rango de valor constitucional. Es que, además, como recuerda el voto particular de Xiol Ríos de forma pormenorizada, tenemos ya legislación de protección ambiental a nivel autonómico e incluso estatal (con la inclusión de delitos de maltrato de animales domésticos en el Código penal) más que suficiente como para entender totalmente integrado, por distintas vías (interpretativas, influencia del Derecho europeo e internacional, mutación constitucional) en nuestro ordenamiento jurídico ese valor. Una vez asumido el mismo, es decisión del legislador emplearlo para limitar válidamente derechos fundamentales. De una manera mucho más extensa, argumenté esta posición ya en su día, cuando el parlament de Catalunya prohibió las corridas de toros. Considero, además, que desde esa fecha la evolución legislativa y constitucional en la materia, tanto en España como en Europa, no hace sino reforzar el argumento. Las leyes que establecen límites de esta índole, penales o administrativas, no han hecho sino sucederse. A día de hoy no creo que pueda argumentarse, siendo coherente y sistemático, que nuestro Derecho no le reconozca valor constitucional al bienestar animal y que, en consecuencia, no sea posible limitar derechos fundamentales exclusivamente en atención a su protección. Y en nada contradice esta opinión el que en determinados países (también en España, como es notorio), los toros sean constitucionales (así lo declaró recientemente Francia) si el legislador lo acepta: una cosa es no estar obligado a declarar algo como prohibido por respeto al bienestar animal y otra muy distinta que el legislador no pueda perfectamente, de forma válida y constitucional, hacerlo si así lo considera oportuno.

En este punto, por cierto, creo que es mucho más sensato, como casi siempre, permitir que sea el legislador quien «pondere» esta necesidad y opte por impedir o no espectáculos como los taurinos a partir de tomar el pulso a la evolución de la opinión social y el sentir ético y estético mayoritario, antes que a permitir a los juristas determinar, en cada caso, lo que resulta imperioso o no prohibir. Se trata de una forma sana y natural de permitir una evolución natural en estas cuestiones. Evolución que, además, se produce de forma dialogada y debatida cuando en un Estado compuesto se permite a las Comunidades Autónomas, a diferencia de lo que aparentemente parecen pretender Gobierno estatal y Tribunal Constitucional, que las diferentes asambleas legislativas de los distintos territorios vayan legislando de manera diferenciad a partir de sus peculiaridades a. Es lo que venía pasando, de forma pacífica, en España. Primero Canarias prohibió, sin polémica ni conflicto, la práctica de corridas de toros en esas islas, en coherencia con la falta de tradición en la región. Posteriormente fue Cataluña, donde ya habían prácticamente desaparecido de facto también, quien se unió a la prohibición. Parece una forma razonable de articular un debate social como éste: dejando que las diversas evoluciones sociales y políticas de diversas regiones y sensibilidades interactúen y se convenzan unas a otras. Sin embargo, el Estado y el Tribunal Constitucional han decidido cortar por lo sano y rigidificar jurídicamente la cuestión hasta el extremo. Se trata de un nuevo error.

Por último, y para cerrar este comentario acelerado y de urgencia, no me parece que sea razonable hacer reposar la constitucionalidad o no de una medida como la prohibición de las corridas de toros, en última instancia, en una ponderación bien respecto de si la competencia es o no en realidad invasiva a partir de un análisis de proporcionalidad (voto particular de Xiol Ríos), bien respecto de si tal prohibición es materialmente arbitraria o no en cada caso (como hace Gabriel Doménech en su comentario). Considero, como el voto particular de Asua Batarrita y Valdés Del-Ré, que la competencia se tiene o no se tiene a partir de reglas previas que nada tienen que ver con ello y que, sencillamente, en este caso, estamos ante una competencia autonómica, sin que el reparto competencial deba «modularse» o entenderse de un modo u otro a partir de una «ponderación» sobre los efectos de las normativas aprobadas por unos u otros. ¿O en serio vamos a aceptar que sea el contenido de una normativa, y si sus efectos nos parecen mejores o peores, lo que determine la competencia? Tampoco me parece que, en este caso, haya de extremarse el juicio de coherencia de la ley catalana de prohibición incluyendo elementos de «ponderación». Si la ley es objetivamente irracional y arbitraria por tratar de forma diferente situaciones materialmente idénticas, anúlese. Pero exigir, como hace Gabriel Doménech, al legislador catalán un ejercicio de justificación adicional porque no prohibe todos los espectáculos taurinos sino sólo aquellos en que se da muerte al animal es, a mi juicio, expandir innecesaria e inconvenientemente la posibilidad que tiene el Tribunal Constitucional de controlar la arbitrariedad del legislador. Hacerlo con argumentaciones de tipo «ponderativo», además, tiene el riesgo de que ocurra, como en este caso, que donde Doménech ve elementos sospechosos (el trato desigual a «correbous» y corridas de toros) Xiol entiende que lo que hay, por el contrario, son elementos positivos que hablan bien en términos ponderativos de la ley (la prudencia del legislador que sólo ha prohibido aquello que no cuenta con apoyo social y ha preferido ir poco a poco). Entiendo que no tiene sentido que concedamos a los juristas y tribunales constitucionales esta enorme capacidad de revisar con estos parámetros tan poco jurídicos las decisiones políticas y legislativas. Mejor dejemos, en mi opinión, estas «ponderaciones» (¿es bueno prohibir una actividad para proteger otro valores?) al legislador si estamos dentro de los márgenes de lo constitucionalmente determinado como su margen de actuación (es decir, si hay otro valor constitucional que requiera del sacrificio para su mejor protección).

Una nota más personal para acabar: la sentencia del Tribunal Constitucional es muy criticable por muchas razones. No es la menor de ellas, a mi juicio, su patente desprecio al bienestar animal, que no es ni siquiera tenido en cuenta frente a razones supuestamente culturales y de primacía estatal. No tengo ninguna duda de que dentro de unas décadas esta sentencia se considerará una aberración jurídica y un atentado a la propia dignidad de los seres humanos, que se resiente enormemente cuando se consiente y jalea el maltrato de seres que no se pueden defender. Aberración tanto mayor cuanto el Tribunal la emite en un momento histórico en que, lejos de ser esta sensibilidad algo exótico, es ya a día de hoy muy mayoritaria en nuestra sociedad. Frente a ello, el autismo de un Tribunal donde la extracción de sus miembros (social, territorial y también generacional) probablemente explica muchas cosas sobre esta sentencia, pasará a la Historia, me temo, junto a lamentables manifestaciones de otros tribunales que también fueron contra el signo de los tiempos, cuando ya empezaba a atisbarse muy claramente hacia donde iban las cosas, empeñándose en no reconocer dignidad o derechos a colectivos o seres que posteriormente la han visto reconocida. Porque, se quiera o no se quiera, y aunque jurídicamente no sea ése el tema tratado (en parte porque el propio Tribunal se niega a hacerlo) esta sentencia será recordada como la que pretendió obligar a un territorio del Estado que se negaba a ello a validar y reconocer actividades consistentes en tratar como espectáculo la tortura y muerte de un animal indefenso y digno.

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