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Sadam Hussein, antiguo presidente del Irak dictatorial y totalitario, genocida y cómplice de algunas de las mayores agresiones a los derechos humanos que se han cometido en las últimas décadas, ha sido ajusticiado por las nuevas autoridades iraquíes.
Con este episodio se liquida por la vía rápida la farsa judicial alentada por Estados Unidos y protagonizada con entusiasta fruición por quienes tienen ahora el mando en plaza por delegación del ocupante. De manera muy conveniente, los hechos ¿juzgados? se refieren a una de las más anecdóticas matanzas protagonizadas por Sadam. Pero es que habría quedado un poco ridículo condenar al dictador a muerte (en otro proceso pseudojudicial de estos) alegando como prueba de cargo el empleo de armas químicas suministradas precisamente por el país que es el principal apoyo del aparente estado iraquí (e, incluso, utilizadas de acuerdo con las instrucciones dadas por los mismos estadounidenses que, años después, cuando el antaño aliado se volvió díscolo, han decidido derrocarlo y promover su juicio sumario).
El ajusticiamiento de Sadam es una prueba más de cuán absurda puede llegar a ser la pretensión de legitimar por medio de procesos judiciales, a través de una supuesta aplicación del Derecho, la pura y dura aniquilación del enemigo, del adversario. Es una prueba más de hasta qué punto los Estados Unidos y sus aliados han perdido el norte. Es una prueba más de que todo lo relacionado con Irak está siendo manejado con una indecente ausencia de inteligencia.
¿De qué sirve esta farsa, sino para deslegitimar (¿más todavía?) a los nuevos gobernantes, a quienes les patrocinan y a su pretendida Justicia? ¿Para crear un nuevo mártir? ¿Para afirmar nuevos agravios? ¿Para dejar claro que no tenemos, desde el Occidente silente o cómplice, el más mínimo interés en colaborar con el desarrollo cultural y cívico de los países árabes sino que sólo nos interesa que la barbarie, eso sí, esté moderadamente controlada en nuestro beneficio?
Como comentábamos hace poco, las nociones de justicia y retribución, la propia idea que el Derecho occidental y cualquier Estado que se reivindique de ese nombre tienen de sí mismos, obligan a plantear no pocos interrogantes cuando se trata de juzgar, años después, los excesos de cualquier dictadura. Y eso, incluso, cuando se hace mediante juicios (más o menos) de verdad, con respeto a las garantías y a un proceso mínimamente dignos de ese nombre. Sin pena de muerte, ni exaltación de la venganza o de la exterminación del enemigo.
No sé muy bien qué es lo que nos presentan hoy las nuevas autoridades iraquíes y las fuerzas de ocupación a las que se deben. Sí tengo claro, en cambio, lo que no es.
Amnistía Internacional me manda por correo electrónico la felicitación que más se lleva en estas fechas de recuerdo y conmemoración.
Antesdeayer por la tarde, desde las cinco hasta las ocho y media, en un ininterrumpido tour de force de enorme mérito porque contábamos con varios fumadores entre los ponentes, una serie de profesores e investigadores dedicamos la tarde a reflexionar sobre cuestiones de actualidad respecto a la situación de la radio y televisión digital en la Comunidad valenciana.
Analizar el panorama audiovisual, ya sea el digital o todo el conjunto, y estemos en el ámbito en que estemos (nacional, autonómico), obliga siempre, una y otra vez, en España, a volver a la misma constatación: son los poderes públicos, en un dudoso maridaje con los empresarios del sector (a veces con unos, a veces con otros, casi siempre con la aquiescencia tácita de todos los operadores ya instalados y más o menos dominantes), los que se dedican a perfilar y establecer, Boletín Oficial del Estado mediante, los trazos esenciales de la estructura del sector. Luego, inevitablemente, las consideraciones de tipo económico se imponen a su manera, y son las responsables en gran medida de cómo y de qué manera subsisten los medios, de sus opciones organizativas e incluso del tipo de programación que ofrecen. Pero todo ello se produce en un marco donde, con carácter previo, el Estado o la Comunidad Autonómica de turno ha intervenido desde el principio para dejar claro cuáles han de ser las reglas del juego y, sobre todo, de forma destacadísima, quiénes los participantes.
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Una de las facetas más reveladoras de la transformación de las labores que los poderes públicos desarrollan (y les son exigidas por los ciudadanos) en la actualidad es la que se refiere a la ordenación y control del mercado audiovisual. Al igual que ocurre en otros muchos mercados, ya no se acepta ni considera positivo que la Administración monopolice el sector. En la actualidad la actividad radio y televisiva se produce de acuerdo a un marco regulador que, por mucho que haya supuesto la participación del sector privado e incluso haya comportado la total liberalización de algunos mercados (cable, satélite), presenta numerosas particularidades y que, lejos de lo que pudiera pensarse, sigue fuertemente intervenido. A fin de cuentas, las licencias más importantes siguen dependiendo de administraciones locales, autonómicas o del Estado. Y de ellas dependerá la posibilidad misma de constituir (en torno a aquellas que por su rentabilidad económica y excepcional visibilidad mejor lo permiten, las televisivas) los grupos multimedia que conocemos. ¿Acaso hay alguien tan ingenuo como para creer que la estructura de los grupos de comunicación y del mercado de la información, con la importancia que tiene en nuestras sociedades, es ajena a decisiones adoptadas por los poderes públicos?
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A vueltas con Pinochet, a vueltas con la dictadura.
La muerte de Augusto Pinochet, más allá de permitir ciertas reflexiones sobre la condición humana, me lleva a recordar alguna lectura de hace tiempo, como la formidable obra de Carl Schmitt de 1921, antes de la deriva nacionalsocialista de su autor, Die Diktatur. Von den Anfängen des modernen Souveränitätsgedankens bis zum proletarischen Klassenkampf (existe traducción española en Alianza, al menos, con el título de La Dictadura, si no recuerdo mal). Se trata de un repaso a los orígenes de la figura del dictador, desde los orígenes de tipo comicial a las más recientes (en la época) experiencias de dictaduras del proletariado. La renuncia de gran parte de la sociedad chilena a cuestionar el golpe de estado, la falta de espíritu crítico de las elites más formadas del país, por muy dura o caótica que hubiera podido ser la situación, merecen una reflexión al hilo de lo que retrata Schmitt analizando casos de todo tipo y tiempo.
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