“La Leche del Diablo” – John A. Tully

“Una historia social del caucho”

Un rabino dijo que el mundo se sustentaba en tres cosas: la verdad, la justicia y el amor. Yahvé, ya ve usté, se conforma con poca cosa. El capitalismo, en cambio, es un poco más exigente que Adonai Elohim, y prefiere repartir el riesgo un poco más, sobre un número inmenso de bienes (si nos ponemos jugones, y de aquí al final del post no lo podemos descartar, hablaríamos de “mercancías”). Sin embargo, incluso el modo de producción prevalente tiene que aceptar ciertas limitaciones: hay algunas sustancias y bienes sin las cuales simplemente no puede funcionar. Aquí ya hemos hablado de la fuerza laboral y del azúcar, también del algodón (y tangencialmente del petróleo), y hoy vamos a acabar nuestro tríptico con la prima fea de estas dos: el caucho. Porque el algodón tiene sus semanas fashion en todo el mundo, y el azúcar es el rey de la cocina, pero el caucho es simplemente ese fastidio que nos obliga cada par de años a cambiar las ruedas del coche, razón por la que pasa más desapercibido. Sin embargo, ha sido durante siglos –y sigue siendo- uno de los mascarones de proa del capitalismo global.

John A. Tully trabajó muchos años como aparejador en la industria pesada de Australia, lo que hoy en día le da todas las papeletas para ser el ídolo de voxers y rojipardos, que celebran al blue-collar-worker de antaño, ya saben, el hombre de pelo en pecho con un trabajo de verdad, que ansía comer cuanta más carne mejor, aspira a comprarse un coche lo más grande y contaminante posible, y que con sus manos desnudas moldea el acero nacional. Pero Tully dejó el acero y el taladro de pernos para doctorarse en la universidad de Melbourne, lo que potencialmente le convierte en el ídolo de ciudadaners y lüberalles, ya saben, el individuo que virtuosamente progresa por su propio mérito y esfuerzo para labrarse un porvenir, de obrero a académico, de inmigrante a celebrado novelista (Tully nació en Inglaterra y emigró a Australia, aunque siendo blanco y yendo a un país blanco los voxers podrían perdonárselo), un símbolo de que la meritocracia en libertad funciona. Hay gente copando portadas en España con una hoja de servicios peor. Por desgracia para todos ellos, Tully (incluso antes de hablar de la necesidad de un eco-socialismo humanista) prefiere dejar las cosas claras a la tercera página:

 

[Este libro está] dedicado a Roger Casement [un irlandés ahorcado por los británicos por terrorista y traidor] y Steve Miletich, trabajador del caucho en Akron, Ohio, que murió en la Batalla de Belchite en España luchando contra Franco (quien tenía el apoyo de Harvey Firestone)…

 

¡Ay John, 30 años de esfuerzos arruinados en una sola frase!

 

El caucho es conocido, desde hace milenios, como una emulsión lechosa segregada por varias plantas, aunque solo unas pocas lo producen en cantidades económicamente viables. Estas variedades crecían originalmente en América Central, en un arco que va desde Yucatán hasta la Amazonia pasando por Colombia/Venezuela. Sus largos polímeros enroscados le dan la capacidad de comprimirse y estirarse como ningún otro material natural. También es un aislante insuperable, para líquidos, gases o electricidad. Estas propiedades le dieron una naturaleza casi sacra para los aztecas (los más famosos usuarios, aunque tenían que importarlo porque en su imperio no crecía), los cuales lo usaban para el juego de la pelota y para impermeabilizar ropas (aunque estos chubasqueros tendían a derretirse al sol). Se obtiene haciendo incisiones en el árbol, y recogiendo la sustancia blanca que estos segregan.

 

El inocente origen.

 

Los europeos empezaron copiando los usos aztecas, y luego añadieron unos cuantos más. Pero las limitaciones del caucho crudo lo mantuvieron como producto de nicho: a temperaturas muy bajas (o al envejecer) se vuelve quebradizo, con mucho calor se reblandece, es pegajoso… y sobre todo tiene un olor muy fuerte y desagradable. Pero en 1839 un joven químico en paro llamado Charles Goodyear (un genio que murió pobre, la famosa empresa de neumáticos se fundó 30 años tras su muerte) inventó el proceso de la vulcanización: se calienta el caucho a 120-160 grados, se le añade sobre un 2% de azufre, y el resultado es un material a la vez duro y elástico, no demasiado oloroso, insensible a frio o calor ambiente, y muy duradero: geólogos han encontrado caucho naturalmente vulcanizado de hace 55 millones de años que sigue siendo elástico. Vamos, lo que viene a ser un neumático moderno.

El resultado fue una explosión de productos en la segunda mitad del XIX, muchos de los cuales cambiaron profundamente el día a día de la gente. Por ejemplo, las bicicletas desarrolladas por Dunlop, los impermeables Mackintosh (alrededor de los cuales se desarrolló un fetiche sexual, antecesor de los ropajes de latex), o los zapatos de goma (Scotland Yard argumentó que Jack el Destripador sorprendía a sus víctimas “porque sus suelas de goma le hacen silencioso”). O los condones, que permitían un control de la natalidad fácil y barato, y se vendían con la efigie de la reina Victoria en el paquete. Los neumáticos de caucho tuvieron mucho que ver en el destronamiento del ferrocarril como medio de transporte universal, y el aislamiento de las líneas telegráficas submarinas mediante gutapercha permitió a los europeos controlar a distancia sus modernos imperios coloniales. El entusiasmo llevó al ejército británico a creer que con él se podían hacer chalecos antibala, pues se les disparaba y no había agujero: Thomas Hancock (nada que ver con Hankook) tuvo que mostrarles que el calor de la bala cauterizaba el caucho disparando contra un jamón envuelto en un Mackintosh. Para 1890, era ya imprescindible para la industria.

 

¿Y esto quien lo paga?

Esto, en cuanto a los usos. Cuando nos vamos al abastecimiento, la historia ya no es tan bonita. Aquí, la primera parada es América Latina; concretamente, la Amazonia, de donde salió el 60% del suministro mundial durante el periodo 1890-1920. Originalmente el patio trasero de Brasil, la zona tuvo un crecimiento explosivo centrado en la ciudad de Manaus, pero curiosamente sin plantaciones, lo que no deja de sorprender: es como si el acero de la Revolución Industrial lo hubiesen proporcionado trabajadores autónomos, cada uno de ellos cavando su propio agujero en la tierra y haciendo coque en el horno de casa, en vez de grandes minas alimentando enormes fundiciones. Lo que no significa que los recolectores tuviesen vidas cómodas: trabajaban recorriendo un tramo asignado de la selva, donde “rascaban” los árboles que allí crecían salvajes (lo que a veces les obligaba a escalar alturas de varios metros) y recolectaban la “leche del diablo”. Para evitar la putrefacción de lo que seguía siendo un producto natural, trataban allí mismo el producto, en chozas donde quemaban unas nueces que entonces soltaban ácido carbónico y curaban el caucho. Hasta tres horas podía durar el proceso, entonces el trabajador tenía una bola consistente de unas 50 libras, su recolecta del día, que entregaba normalmente a un recolector en un río, el cual la llevaba a algún puerto fluvial cercano.

 

Fabricación de la bola diaria de caucho.

 

Pero la inmensa fortuna que esto trajo no se aprovechó: como nadie cultivaba o producía nada, todo se importaba. Los mismos barcos que se llevaban el caucho traían la maquinaria, la ropa, las herramientas, incluso la madera cortada y los alimentos, a un sobrecoste del 300 o 400%. En el bosque más grande y fértil del planeta, los trabajadores pobres se alimentaban de arroz hindú (los patrãos, en cambio, abrevaban con champagne a sus caballos y despilfarraron todo en proyectos faraónicos como la Ópera de Manaus). La esclavitud, formalmente abolida, persistía en los contratos y condiciones abusivos de los cerca de 200.000 falsos autónomos, recorriendo la selva para cumplir su cuota. Y esto pasaba en una zona más o menos abierta al mundo: río arriba, en los recónditos parajes de la frontera peruano-colombiana, sátrapas como Julio César Arana se montaron un imperio basado en el genocidio de los indios huitotos… y en la codicia de los intereses financieros británicos, reunidos en una compañía con el poético nombre de PACO (Peruvian Amazon COmpany), objeto de una furibunda investigación por parte de Roger Casement, quien estimó que cada tonelada de caucho de la mentada compañía había costado siete vidas humanas.

 

El caucho fue llamado primero “borrador [rubber] indio” porque venía de las Indias y el primer uso europeo era como borrador. Ahora se llama así porque borra a los indios.

Roger Casement, 1910

 

El río Amazonas proporcionaba la comunicación con el mundo exterior. Allí donde había salidas fáciles al mar, también hubo explotación. Se intentó llevar ferrocarriles a otras zonas interiores del continente, pero aquello solo sirvió para matar a la mitad de los obreros. Además, para cuando las vías (llamadas con tan expresivos nombres como “el ferrocarril del diablo”) se completaban, el caucho sudamericano ya estaba en declive por llegar a sus límites biológicas: la sobreexplotación de los árboles había llevado a la muerte del 80% de los mismos en Yucatán o Guatemala. La Amazonia aguantó un poco mejor por tamaño, pero incluso aquí había que meterse más y más adentro a la selva para encontrar árboles.

El otro gran río asociado al caucho es el Congo. También aquí Roger Casement redactó un ácido informe, no extraña que el hombre concluyera que la culpa de todo era del imperialismo y acabara tirando por la borda toda su ascendencia noble y protestante para unirse a los revolucionarios irlandeses de 1916 (posteriormente, los británicos intentaron hundir su reputación con el hecho de que había sido homosexual). El río Congo desemboca en el Atlántico inmediatamente después de las Cataratas Livingstone. Bueno, estas en realidad están unos cuantos centenares de kilómetros tierra adentro, y las “cataratas” son en realidad unos rápidos que se alargan otros centenares de kilómetros más, pero a partir de Kinshasa más o menos el río y sus afluentes son navegables y abarcan un área en el interior como la Unión Europea de grande. Por eso el territorio de la República Democrática del Congo ocupa casi todo el interior de África central, con solo un bracito extendiéndose a la costa: es la cuenca del río y su salida al mar.

Allí sentó sus reales personales (porque legalmente empezó como una “colonia personal”, y no del país) el rey de los belgas Leopoldo II, ilustre representante del mayor criadero de sementales de la aristocracia europea, la casa de Saxe-Coburg-Gotha. (Aquí estamos bordeando los límites del humor, ya que el tátara-tátara-abuelo de Felipe el Preparado era de esta excelsa casa, pero como la relación es por vía materna y ya sabemos lo que nuestra Constitución opina de las mujeres en esto de las cosas aristocráticas, confiamos en que Fiscalía dé prioridad a encarcelar catalanes y nos deje tranquilos.) Posteriormente conservadores y hagiógrafos de toda laya han intentado lavarles la cara a las atrocidades (que se mueven en las magnitudes de “un Iosif Stalin y pico”): que si “mission civilisatrice”, que si “desarrollo económico”, que si “ej que Bélgica era un país muy joven y necesitaba de empresas conjuntas para dar firme unidad a flamencos y valones”… Esto último se lo podrían haber ahorrado: tres siglos de imperio donde no se ponía el Sol no han logrado dar unidad a España; además, como dijimos, era una colonia personal, Bélgica solo se hizo cargo del cotarro ante las insoslayables evidencias denunciadas por Roger Casement, de unos 10-15 millones de muertos.

 

Muy mal, señor activista, tiene que separar a la persona de la institución.

 

Leopoldo II era un codicioso rey burgués, un imperialista empeñado en convencer a sus escépticos súbditos que tener colonias era chupiguay, y que por ello puso especial empeño en que los beneficios redundasen a la industria patria (con él mismo llevándose una comisioncita, que una cosa es ser padre desinteresado de la patria y otra ser tonto). Para ello, señalaba al vecino holandés, que obtenía un tercio de su presupuesto público de la explotación de las Indias Holandesas: o explotación colonial, o subidas de impuestos (no queremos saber qué haría nuestra querida derecha si hoy existiese esa opción). Se hizo con el Congo posando como concernido humanista que quería luchar contra los esclavistas árabes y evitar un conflicto entre las grandes potencias, “me la quedo yo y así no os peleáis entre vosotros, ¿OK?”, y luego creó allí una –en palabras de Tully- “utopía capitalista”: libre comercio, nada de control estatal, nada de impuestos. Solo que al final no fue tan utopía (o quizás sí, ¡eso ya depende de su visión personal de lo que es el capitalismo!).

Leopoldo unió Kinshasa (llamada entonces Léopoldville, comme il faut) con la costa mediante un ferrocarril – y luego se encargó de que este diera prioridad a los belgas sobre los extranjeros, a quienes en general concedía lo justo para que sus gobiernos estuviesen tranquilos. La administración estaba en manos de criminales y gente sin escrúpulos, la teórica supervisión se realizada desde Bruselas, porque Leopoldo (quien nunca llegó a pisar el Congo) quería tenerlos cerca. Media Bruselas, de hecho, consiste de enormes edificios representativos y bastante inútiles edificados con los beneficios del Congo. Una Force Publique de 18.000 soldados, reclutados de las tribus más salvajes y con armamento moderno, se encargaba de aplicar los decretos. También practicaban el canibalismo y las violaciones masivas. La financiación inicial de 30 millones de francos la puso el parlamento de Bélgica mediante préstamo a Leopoldo (la deuda fue posteriormente condonada), quien posteriormente se inventó un préstamo de otros 5 millones e hizo que los belgas se lo “devolvieran”. Todo esto bajo el aplauso de los monárquicos, que dura hasta hoy.

Un decreto de Leopoldo declaraba que toda tierra no cultivada o edificada pertenecía al “Estado Libre del Congo” – incluyendo prados y bosques comunales, o tierras en barbecho. Por mucho que se argumentara que los africanos “no conocían la propiedad privada”, en esencia fue un robo. Con este título propiedad, el Congo fue dividido en concesiones para empresas, que extraían el caucho de la selva, que crecía salvaje en ciertas variedades de la Landolphia. Pero claro, estaba el problema de recolectar: los blancos no podían soportar el calor tropical. Sin embargo, los congoleños no tenían ninguna gana de trabajar por un salario, algo que veían como similar a la esclavitud (los “salarios” consistían en bolitas de cristal o telas). Así que muy a su pesar el pobre Leopoldo tuvo que introducir un impuesto en su utopía librecapitalista (pero solo a los congoleños, eh): el impôt en travail. Las aldeas tenían que cumplir con una cuota de caucho; si no lo hacían, podían ver sus casas y campos quemados. También se tomaban rehenes, y se cortaban las manos a quien no cumpliera con su cuota. No había ninguna supervisión, solo un perverso sistema de incentivos a los supervisores: cuanto más caucho, más bonus, sin preguntas incómodas. Un racismo atroz se encargaba de justificarlo todo. Los primeros informes denunciando todo fueron tachados de “mentiras financiadas por los mercaderes del caucho de Liverpool, que temen nuestra competencia”, “propaganda protestante contra nuestra labor misionera católica”, “conspiraciones socialcomunistas”, “leyenda negra”, u otros edificantes rocabareismos. Finalmente, tras 20 años de “utopía”, los elefantes estaban casi extinguidos y los árboles de caucho tan agotados que no había latigazos suficientes para mantener los beneficios. Leopoldo -previa compensación de 50 millones de francos- le traspasó la colonia al estado de Bélgica en 1908. Los administradores coloniales siguieron siendo los mismos.

 

Eso sí, el arco bruselense por los 50 años de reinado de Leopoldo aún se conoce como “el arco de las manos cortadas”, en afortunada expresión del líder socialista Vandervelde, que suponemos ya no recibiría el tradicional crismas de Casa Real deseando paz y amor a los hombres de buena voluntad.

 

Los límites biológicos de la explotación se alcanzaron incluso antes con la gutapercha, pues la savia de este árbol –que crece en el sudeste asiático- tradicionalmente se extraía talándolo. La gutapercha no es tan elástica como el caucho, pero aísla mejor, de modo que fue usada para los cables telegráficos submarinos. Unas rápidas cuentas de la lechera indican que, para las 200.000 millas de cable submarino existentes en 1900, se tuvieron que talar unos 88 millones de árboles. Una catástrofe ecológica –una más- del primer contacto entre el capitalismo salvaje y la naturaleza. Pero el final de esta rapiña estaba cerca (para dar paso a algo igual de malo).

 

Los británicos toman cartas: llegan las plantaciones

En 1876, el plantador y aventurero Henry Wickham llevó 70.000 semillas de hevea brasiliensis al Jardín Botánico de Kew, Londres. 700 libras cobró por ello. De allí iban a salir los árboles con los que los británicos iban a cultivar “científicamente” la planta en su imperio, en la India y Sri Lanka, pero principalmente en Malasia, donde se acabaría generando el 40% de la cosecha mundial, un proyecto de explotación capitalista que desde el primer momento contó con el apoyo, planificación y financiación del estado. Al principio los plantadores locales prefirieron seguir con tabaco o azúcar, pero la depresión de los años 1890, el uso de la remolacha azucarera en Europa, y la destrucción de amplias cosechas por ratas les convencieron de pasarse al caucho. En 1913 el caucho de plantaciones sobrepasó por primera vez al caucho “salvaje”. Pero no bastaba con las tierras, claro: también hace falta que alguien las cultive, ¡y eso no iban a hacerlo los blancos! Así que el caucho y sus plantaciones causaron algunos de los movimientos poblacionales más grandes del siglo XX. Donde más obvio resulta es en Malasia, donde hasta hoy un 23% de la población es de origen chino, y un 7% es hindú. En Sri Lanka, un 4% es Tamil.

La relación de la explotación capitalista con su fuerza laboral tiene unas cuatro variantes, que Tully nos detalla. Al principio, el “trabajo libre”: Se contrata a gente que vive cerca de las plantaciones, ¡y además LIBRE! ¡Empleador y trabajadores pactando EN LIBERTAD las condiciones laborales! ¡Como mola! Esta fase dura lo que los trabajadores tardan en darse cuenta que lo de cultivar caucho es una puta mierda y que los supervisores son una panda de violentos racistas, generalmente alcoholizados (las empresas no solían dejarles casarse hasta pasados cuatro años y les despedían si se casaban con nativas, pero a cambio había un suministro casi inacabable de alcohol). Y como tenían la aldea justo al lado, pues se volvían.

 

No tenía mucho de qué hablar excepto caucho y juegos, tenis, ya sabes, y golf y tiro al blanco; y no creo que leyese un solo libro en todo un año. Era el típico chico de una escuela privada. Tenía 35 años cuando le conocí, pero la mente de un chaval de 18. Ya sabes cuantos tíos parecen dejar de crecer en cuanto llegan aquí al Oriente.

Retrato de un plantador, por Somerset Maugham.

 

Pasamos a la fase dos, la esclavitud moderna indenture: se contrata a gente por varios años, y generalmente de algún lugar lejano, para que no puedan volver al pueblo andando. Si es posible, se les carga alguna deuda que no para de crecer, y así tienen que trabajar mientras la deuda exista. Y además se mezcla a gente de orígenes diversos en la plantación, chinos con javaneses con jemeres con filipinos… para dividirlos. Como esto es demasiado grande para ser montado por cada plantación por su cuenta, fue organizado a nivel estatal y colonial, con contratos estandarizados y una policía colonial al servicio de los plantadores. Esto alivió mucho el conseguir trabajadores, pero traía riesgos: tenías que coger a los trabajadores que te daba el sistema, incluyendo enfermos. Pasamos pues al tercer sistema: el kangani. La plantación le encargaba a algún capataz, siempre un nativo, llamado “kangani”, que reclutase alrededor de 20 trabajadores de su pueblo natal. Esta cuadrilla trabajaba entonces junta, y el capataz administraba los salarios. Si alguno enfermaba o moría (nota: una plantación con una mortalidad del 5% era considerada un lugar de trabajo bueno en 1905, en las peores podía morir un tercio, aunque con el tiempo mejoró – ¡que reemplazar trabajadores es caro!), la cuadrilla tenía que seguir cumpliendo los mismos objetivos, y como eran primos o se conocían entre ellos pues todos arrimaban entonces el hombro.

El cuarto sistema se aplicó en Papúa Nueva Guinea: entre que nadie quería ir allí, y que la administración colonial, británica primero, australiana después, eran unos racistas de tomo y lomo que no querían que viniera nadie (fueron ellos quienes lograron en 1919 que la carta de la Liga de las Naciones no se pronunciase contra la discriminación racial), pues solo quedaban para trabajar los nativos. Sin embargo, ¡estos no querían! Los papuanos ya tenían sus huertos, sus bosques, su pesca y todo lo necesario para vivir, y no veían ninguna necesidad de partirse el lomo para los blancos. Así que con gran pesar de su corazón la administración colonial británico-australiana les tuvo que imponer un impuesto de capitación. No tenemos dinero para pagarlo, dijeron los nativos. ¿Cómo que no, si hay trabajo en las plantaciones y allí podéis ganarlo? Ah, y a quien no lo pague le quemamos la choza, replicaron las autoridades. Así lograron trabajadores – pero también una mortalidad sin precedentes entre los nativos, muchos de los cuales se dejaban morir ante esta nueva vida que traían los blancos. La reacción oficial fue encogerse de hombros y rajar contra la “vagancia” y “degeneración” de los nativos, a quienes se estaba intentando “elevar”. El impuesto se mantuvo hasta 1945, por cierto. Les dejamos a ustedes imaginarse porqué lo quitaron.

 

Si van a usar estos párrafos para rajar contra los impuestos, solo recordarles que hay muchas maneras de obligar a partirse el lomo a poblaciones que estarían muy a gustito en el sofá sin molestarle a nadie.

 

Las plantaciones requerían una fuerte inversión inicial, y luego esperar seis años a que los árboles pudiesen cosecharse. Por ello, los pioneros fueron las grandes corporaciones del caucho, siempre temerosas de que sus fábricas se parasen por falta de material. Siguiendo el ejemplo británico de Dunlop en Malasia, Michelin se montó un pequeño imperio del caucho en la colonia francesa de Vietnam. Goodyear se implantó en Sumatra. Henry Ford lo intentó en el Amazonas, aunque le salió mal. Firestone, por su parte, hizo lo mismo en Filipinas, aunque la resistencia política (Manuel Quezón dijo que “cada dólar de capital americano es un clavo en el ataúd de la independencia”) la acabó llevando a Liberia, donde se montó una “satrapía comercial” sin ningún pudor: por 60.000 dólares anuales, adquirió un 4% del territorio nacional por 99 años; cualquier diamante u oro encontrado en estas tierras sería de Firestone; y sus exportaciones solo pagarían un 1% de impuestos. Todo esto se condicionó a que Liberia aceptase un préstamo de 5 millones de un banco subsidiario de Firestone (una deuda que aplastó al gobierno durante 30 años e implicó que sus asuntos financieros fuesen supervisados por EEUU; a los funcionarios encargados también tuvo que pagarlos Liberia). Firestone se aseguró el monopolio de la venta de productos de caucho en el país; a cambio, se comprometía a desarrollar infraestructuras (eso sí, subsidiadas con 300.000$ por el gobierno, que por cierto tenía que pagar 350.000$ anuales de intereses sobre el préstamo).

En todas partes, casi sin excepción, estas empresas fueron blindadas mediante códigos draconianos y legislaciones profundamente racistas, a sumar a prácticas a juego donde cualquier blanco valía diez veces lo que un nativo, y los supervisores de las plantaciones podían apalear, torturar e incluso matar impunemente a cualquier coolie (un término hindú, usado en el Sudeste asiático para cualquier trabajador). Códigos y leyes que parecen de otro mundo (y por eso generalmente “olvidados” cuando hablamos del capitalismo), pero mis padres y seguramente los suyos ya habían nacido cuando todo esto seguía alegremente en marcha. No es difícil entender que de esta explotación naciesen organizaciones y movimientos comunistas como setas, aunque finalmente solo el de Vietnam (porque allí había una homogeneidad étnica en los coolies que permitió al Vietminh explotar un sentimiento nacionalista) llegó a ser un movimiento de masas exitoso.

 

El procesamiento

Hasta aquí, el cultivo. Pasemos al procesamiento. Porque cuando el caucho llegaba a las fábricas en Europa y Norteamérica, el sufrimiento no acababa: los trabajadores estaban expuestos sin protección a un montón de productos químicos altamente tóxicos: nafta, sulfato de carbono, bencina… Las emanaciones hacían que los trabajadores se intoxicasen e intentasen volar cuando salían de trabajar. Fábricas enteras fueron a la huelga solo para exigir que los dueños dejasen las ventanas abiertas. En las fábricas de Goodrich usaban anilina, y la piel de varios trabajadores acabó azulada. Los médicos de la compañía descubrieron que unos pocos “hombres azules” no enfermaban (tampoco enfermaron de la Gripe Española de 1919, no está claro porqué) y los siguieron empleando pagándoles una pequeña prima. En 1898, una empresa londinense que había usado a un chico de 13 años para manejar los productos químicos fue llevada a juicio… y multada con 20 chelines más 25 de costas. Sus abogados defensores argumentaron que “sería imposible mantener el negocio con beneficios si tuviésemos que contratar a adultos para este trabajo”.

En EEUU, a finales del siglo XIX emergió una nueva capital del caucho: Akron, Ohio. Situada al lado del río (el caucho demanda bastante agua), al lado de cuencas mineras de carbón, y cerca de Detroit, cuya incipiente industria automovilística estaba a punto de cambiar el mundo. Ha llegado a su barrio El Puto Coche, señora. Las viejas empresas del caucho de la coste este acabaron borradas por los Big Three, todos asentados en Akron: Goodrich, Goodyear y Firestone (una tendencia, la de los campeones nacionales asegurando un recurso esencial en comandita con el estado, que se repitió en todo el mundo por la época: Pirelli en Italia, Michelin en Francia, Dunlop en UK…). En 1915 EEUU consumía el 70% del caucho, y el 60% de eso iba a Akron – un 40% de todo el caucho cosechado en el mundo. El ganador de esta carrera fue Goodyear, mayor fabricante del mundo en 1926. Akron pasó de 40.000 a 200.000 habitantes en una generación; de ser una ciudad “donde un muchacho podía pasar una tarde hilarante en la librería municipal, y divertirse a las nueve de la noche viendo pasar el expreso a Columbus”, a tener burdeles, casinos y licorerías abiertos 24 horas, pues siempre había algún turno terminando en alguna parte. Se podía encontrar trabajo con solo darte la vuelta, pero la mitad del sueldo se iba en alquilar un sitio donde dormir de pie. La contaminación era tan brutal que los días eran más oscuros que en Pittsburg, y en Wooster, a treinta millas, podían oler el caucho si el viento soplaba fuerte.

 

¿Recuerdan a los Isótopos de Springfield? ¡Han vuelto, en forma de patos!

 

(Akron recibe su buena atención en el libro, la verdad es que a ratos todo lo demás parece mero acompañamiento a las luchas sindicales en lo que no deja de ser una simple ciudad de tamaño medio en mitad de Ohio. De todo el capítulo, la verdad, te quedas solo con la frase de Henry Ford: “a great business is really to big to be human”.)

 

La Segunda Guerra Mundial

Llegamos finalmente a la quinta parte del libro, con la que volvemos al grupo humano y al conflicto que tanto nos obsesionan: los nazis y la Segunda Guerra Mundial. Hitler llega con ganas de marcha, y en cuanto se ha estabilizado, en 1936, saca un plan cuatrienal para preparar a Alemania para la guerra. Y de todas las materias primas necesarias, identifica dos como críticas: el petróleo y el caucho. Un tanque medio necesitaba 826 libras de caucho, 409 un carro artillado, 146 un avión (sin neumáticos). El caucho ya había dado problemas durante la Primera, hasta el punto de forzar a la OHL a mandar submarinos a Baltimore a comprar algo. La empresa Bayer logró desarrollar un sucedáneo, pero requería de varios meses de “maduración”. Sin embargo, perdidas las colonias donde la Alemania Guillermina había cultivado su propio caucho, el desarrollo continúa, logrando un compuesto viable de butadina y natrio, comercializado como “Buna”, que permite alcanzar la afamada autarquía, así que los nazis deciden producirlo en masa en megafactorías por todo el Reich. Sucedáneos artificiales surgieron en todo el mundo, pero solo los nazis apostaron desde el principio tan consecuentemente por el suyo, y con buen resultado: para 1944, producían 100.000 toneladas, casi cubriendo las necesidades estimadas varios años antes.

Aparece aquí la Interessen Gemeinschaft Farbenindustrie (“Comunidad de Intereses de la Industria de los Colorantes”), más conocida como IG Farben, inocente nombre bajo el que se camufla un conglomerado químico que era probablemente la empresa más grande de Europa. Posteriormente en Núremberg sus directivos intentaron escurrir el bulto de su responsabilidad en genocidios varios, “solo éramos químicos, los nazis nos cooptaron, vamos, que no sé qué estoy haciendo aquí, ah, y por cierto, diríjanse a mi como Herr Doktor Ambros, por favor”, pero lo cierto es que la IG financió muy generosamente a la extrema derecha antes de que esta llegara al poder (y todavía más generosamente después), con 400.000 Reichsmark en cada proceso electoral, y purgaron entusiastamente a todos los judíos de la compañía. Y ya en 1935, representantes de la empresa se personaron en Dachau para explorar una ventajosa colaboración público-privada. En 1940, la colaboración con las SS culminó en una inmensa megafactoría en Monowitz, en Polonia, alimentada con mano obrera del cercano campo de concentración de Auschwitz. Como los 14 kilómetros de distancia tendían a agotar a los presos (que los tenían que recorrer a pie, incluso en invierno, sin más abrigo que el uniforme regular), se montó un subcampo solo para la fábrica, Auschwitz III. IG Farben accedió a gestionarla “por miedo a que el estado lo hiciese directamente, privándoles así de billones de marcos de beneficio”. El contrato original entre IG y las SS era para 40 años.

La fábrica formaba parte de los delirios de grandeza de Himmler, que quería crear un “segundo Ruhr” en el este con el que cimentar la expansión germana hacia los Urales (y también crearse un imperio personal al margen de Göring, que controlaba el Plan Cuadrienal). Las SS suministraban a los trabajadores (cobrando 4 Reichsmark por cabeza), pero IG era responsable de la salud, y a los directivos no les temblaba el pulso a la hora de “descartar” a trabajadores enfermos, todos los cuales acabaron en las cámaras de gas. El directivo de IG Farben Fritz ter Meer (sin relación con la diputada de VOX Rocío de Meer) declaró en Núremberg que ni siquiera había visto las torres de vigilancia de las SS cuando visitó el sitio en 1943. La esperanza de vida de un prisionero judío en Monowitz era de 3-4 meses; en las minas de carbón de Janinagrube de 4-6 semanas.

 

Ni siquiera invirtieron algo en publicidad vistosa.

 

Frente a la implacable maquinaria de caucho alemana, el caos aliado: En 1939 el caucho era la importación más importante (en dólares) de EEUU: importaba un 50% de la cosecha mundial, tres cuartas partes de la cual se cultivaba entre Malasia y Sumatra. La conquista japonesa de estos territorios en 1941 dejó a los Aliados totalmente secos (aunque los japoneses apenas lograron explotar las plantaciones). Solo un montón de intentos desesperados de última hora lograron con mucho dinero darle la vuelta a la situación: se invirtió mucho en Brasil (al parecer, porque un funcionario había leído en el Reader’s Digest que era viable), se escaló la producción en Liberia, y se montaron megafactorías para Buna tras pelear con el lobby agrícola, que exigía usar sucedáneos basados en productos vegetales. Entre 1941 y 1945, el caucho natural pasó del 99% al 11%. Se fabricaron cantidades enormes – que casi resultaron insuficientes tras el Día D, cuando el ejército americano empezó a gastar 5000 neumáticos diarios. Se acusó a la administración Roosevelt de practicar un “socialismo encubierto” con sus intervenciones en el mercado y la fabricación (se vetaron usos del caucho, y se redujo la velocidad máxima a 35 millas por hora), pero las grandes empresas del caucho se embolsaron unos beneficios colosales (aprovechando que los sindicatos habían prometido no hacer huelgas), y tras la guerra adquirieron a precio de saldo la mitad de las factorías gubernamentales. Entre ellas, Standard Oil, que antes de la guerra había tejido una alianza con IG Farben, se había negado a compartir patentes, y vendió keroseno y otro material militar a los nazis incluso después de 1939; Firestone, que había proporcionado combustible, neumáticos y camiones con fáciles créditos a Franco mientras el gobierno estadounidense afirmaba practicar la Política de no Intervención; y otros, que recibieron gratis una patente de los británicos de Dunlop, cambiaron ligeramente el proceso de fabricación – ¡e intentaron vendérselo de vuelta! Y por supuesto, mientras se luchaba por la democracia y contra esos malvados racistas y bla bla bla, en Akron había cafeterías para empleados blancos y otras para los negros.

Ah, sí: los directivos de IG Farben recibieron penas muy leves, propias de delitos de guante blanco. De 24 procesados en Núremberg, solo 13 fueron condenados, a penas de entre uno y ocho años. Otto Ambros, por ejemplo, que puso la “A” en el nombre del gas Sarin, solo recibió siete años de prisión (de los que cumplió tres) y murió honrado y respetado a los 89 años de edad.

 

Valoración

Pues muy interesante. Ameno no, claro, porque el tema la verdad es que da asco en cuanto te pones a investigar un poco el tema. Tema que sigue allí, por supuesto. Akron ahora es una amodorrada ciudad de tamaño medio, sin la infame “nieve negra” de sus días de caucho y rosas, y se ha unido al resto del “Rust Belt” en su lento declinar.

 

Como dijo el barbudo, “bajo el capitalismo, todo lo que parece sólido se diluye en el aire”.

 

Ya solo Goodyear mantiene 3000 testimoniales empleos de manufactura, el resto se han ido a China, donde el régimen ha potenciado plantaciones propias. Sí, entre un tercio y la mitad del caucho mundial siguen viniendo de plantaciones (por una parte, mejor huella de carbono, por la otra, se talan bosques y se detraen tierras para cultivar alimentos). Y es tan ubicuo que lo damos por sentado, pero mejor no confiarnos. Mientras exista, habrá explotación, y mientras exista explotación, ninguno de nosotros dormirá tranquilo

 

Salvo si eres amigo de Firestone, claro.


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  1. Comentario de emigrante (04/04/2022 12:43):

    Muchas gracias, no sé como no le da una gastritis con este tipo de lecturas que le hacen a uno perder la fe en la especie humana. Pero si quiere seguir para úlcera hay una buena biografía de Roger Casement, “El sueño del celta” de Vargas Llosa. Según el libro lo que más arruinó su reputación no fue la homosexualidad sino el ponerse de parte de Alemania durante la I Guerra Mundial, algo que ni sus compañeros revolucionarios irlandeses aceptaron.

    Y dicho esto sigamos con nuestras obsesiones personales (no siga leyendo si no le apetece) sobre ese imperio del que usted me habla y el “si nos hubieran conquistado los ingleses estaríamos mucho mejor”. Porque dóde va a comparar la prosperidad y oportunidades que nos ofrece el liberalismo capitalista al lado del oscurantismo e inquisición del antiguo régimen. Sino vea un extracto de las maldades que se le ocurrieron a los Reyes Católicos para consumar el genocidio mediante las Leyes de Burgos:

    “2. Los indios dejarán voluntariamente su tierra para venir a las “encomiendas” para que no sufran de ser desalojados por la fuerza.
    5. Se construirá una iglesia equidistante de todas las fincas. Los domingos se celebrará la misa y se comerá una banquete.
    9. Quien tenga cincuenta indios debe elegir un niño que el encomendero crea capaz, para que le enseñen a leer y escribir, y también la importancia del catolicismo. Este niño luego enseñará a los otros indios.
    13. los indios en una encomienda deben buscar oro durante cinco meses al año y al final de los cinco meses se les permite descansar durante cuarenta días.
    14. Debe permitirse a los indios realizar sus danzas sagradas.
    15. Todos los ciudadanos que tienen indios están obligados a alimentarlos con pan, ñame, pimientos y los domingos deben darles platos de carne cocida.
    18. Las mujeres embarazadas no deben ser enviadas a las minas ni obligadas a plantar cultivos. Una vez que nace el niño, puede amamantarlo hasta que tenga tres años. Después de este tiempo, puede regresar a las minas y otras tareas.
    24. Los indios no deben ser abusados ​​física o verbalmente por ningún motivo.
    25. Los indios no deben utilizarse en el comercio privado ni para ningún otro interés económico.
    Bola extra 3. Los niños indios no tienen que hacer el trabajo de los adultos hasta que cumplen los catorce años.
    Bola extra 4. Después de dos años de servicio, los indios pueden irse. Para entonces serán cristianos civilizados y adecuados, capaces de gobernarse a sí mismos”

    Servicio voluntario y limitado en el tiempo, vacaciones, programa de alfabetización, prohibición del trabajo infantil, permiso de maternidad… De los domingos no dice nada porque ya se da por hecho que no se trabaja. Hay que ver qué bárbaros eran estos españoles! No se puede comparar esta esclavitud con la libertad de poder elegir entre no trabajar o conservar las manos.

    Yo no me creo que estas leyes se cumplieran debidamente y parece que las autoridades tampoco y por eso añadieron las Leyes Nuevas de 1542:

    “Que no hubiera causa ni motivo alguno para hacer esclavos, ni por guerra, ni por rebeldía, ni por rescate, ni de otra manera alguna.
    Que los esclavos indios existentes fueran puestos en libertad.
    Que los indios no fueran llevados a regiones remotas.
    Que las encomiendas dadas a los primeros conquistadores cesaran totalmente a la muerte de ellos”

    Y para remate la Constitución de 1812 le daba los mismos derechos a los indígenas que a los españoles (tanto de origen como criollos) y los libertadores dijeron que hasta aquí podíamos llegar y decidieron independizarse y ponerse al amparo de Inglaterra que seguro que a partir de entonces les iría mucho mejor.

  2. Comentario de uruk (04/04/2022 15:44):

    fitzcarraldo de werner herzog
    sobre ópera y caucho
    magnífica banda sonora

  3. Comentario de Lluís (04/04/2022 18:05):

    #1

    Es que si hemoe de discutir las bondades de la colonización española, podríamos hablar de lo guay que es que vengan unos señores con arcabuz, se instalen en tus tierras y te obliguen a trabajar para ellos, porque no creo que a las minas fuesen todos por gusto. Y en las zonas donde se requeria mucha mano de obra, una vez exterminados todos los nativos (en el Caribe español quedan tantos como en el Caribe de las otras potencias), empezaron a traer esclavos de África.

    Otrosí, si el imperio español no se hubiese derrumbado antes de la revolución industrial, igual se habría hecho lo mismo, que ingleses, franceses y demás, pero en el siglo XVII no había una industria en ninguna parte que requiriese tantas cantidades de materia prima procedente de las colonias.

  4. Comentario de tabalet i dolçaina (05/04/2022 11:26):

    Joder con el comunismo y sus 100 millones de muertos

  5. Comentario de emigrante (06/04/2022 10:08):

    Son tantos los horrores de esta historia que los nazis casi parecen los buenos. La diferencia más apreciable entre los trabajadores de una fábrica de Buna y los de una plantación de caucho es el color de su piel. Porque las condiciones y la mortalidad eran muy parecidas. Bueno, también está la intención. Los capitalistas no querían hacer daño porque sí, solo ganar dinero mientras que el objetivo primario de los nazis era la exterminación. Y de paso aprovechar la mano de obra mientras esperaban turno para entrar en la cámara de gas.

    Incluso se puede decir que con su invento los nazis salvaron de la extinción unas cuantas selvas y tribus indígenas. Es una historia parecida a la del petróleo, que sí, es muy malo, contamina mucho y no vemos el momento de dejar de depender de él, pero en su día salvó de la extinción a las ballenas. Todos los derivados del aceite de ballena ahora se sacan del petróleo. Si se siguieron cazando hasta mediados del s. XX fue por la inercia de la costumbre, como todavía hacen noruegos y japoneses, no por necesidad. De no haber tenido alternativa se habría cazado a hasta la última de ellas.

    Y ahora que parece que hay intención de pasar la página del petróleo se vislumbra en el horizonte problemas de abastecimiento de litio, tierras raras y otras cosillas que traerán en el futuro más guerras, desastres ecológicos y explotación laboral y neocolonial.

  6. Comentario de el guru (14/04/2022 14:40):

    ¿Habrá porra sobre la GroKo este año, no? Hay que empezar a reservar esos libros de Vizcaíno Casas, no sea que se agoten.

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