Chau Chau
Se acabo lo que se daba.
(Todos los cuadros llegarán a su destino – amenazame@yahoo.es)
Se acabo lo que se daba.
(Todos los cuadros llegarán a su destino – amenazame@yahoo.es)
Me ha quedado la foto un poco borrosa, pero es igual, sirva para mayor gloria del impresionismo. Ésta es mi última creación pictórica. Se puede admirar en todo su explendor, por si hay algún estudioso del arte entre los lectores, en casa de Rafa Valdemar. Si le ofrecéis sexo sucio y chungo no creo que tenga problemas en dejaros subir.
«Alborozo en el sofá» 2007. Impresionismo hortalecense. Un travesti masturba a un caballero con los pies sobre un sofá.
Ahora mismo estoy con ganas de pintar. Resulta que tengo que escuchar mucho programa radiofónico de carácter balompédico para este proyecto (Todos los que disfrutéis con el balompié ponedlo ya en Favoritos) y, joder, no sé qué hacer con las manos mientras. Probé el otro día con un juego de ordenador actual: Nada, cero. Probé con el emulador de Amstrad CPC matando unos cuantos comunistas en el Ikari: Chungo. Con el Commando: Triste. Esos colores verdosos me envolvían en una profunda sensación de suave pero intensa tristeza. Un pataslargas de casi treinta años… No. Así que pinto. Y pinto para el pueblo ¡ole! Así que me ofrezco desde aquí para pintarle un cuadro a todo el que lo desee. Sólo le cobraré el marco, que los adquiero en los chinos de debajo de mi casa por entre 5 y 10 euros y los portes del envío, nos ha jodido. Os doy a elegir tres opciones: Travestis manejando pollas, Líderes carismáticos y futbolistas. Elegís una de las tres posibilidades y luego yo pinto lo que me salga de la polla. Peticiones aquí: amenazame@yahoo.es Sólo hay una claúsula, la de la abulia, que me exime de cualquier compromiso si caigo en sus brazos. Aunque me puedo comprometer y me comprometo a que mañana, me cago en tol´copetín, le envío al ganador de Eres Hombre o Eres Nena II su Óscar-petaca de He-Man. Lleva un año empaquetado en el hall listo para salir. Un año entero. Viéndolo todas las mañanas y diciendo: Mmmm… hoy no, mañana. Qué le vamos a hacer.
Por lo demás, estoy acabando un ladrillo muy novedoso, experimental. Un ladrillo MTC avant garde. A ver qué tal resulta.
Hace unos días estuve dando un paseo por El Retiro con un pariente de unos sesenta años de edad. Un manto de hojas caídas del otoño cubría el suelo como un vasto tapete sobre el que los niños, alegres y dichosos, corrían y reían jugando. Otros, sin embargo, hormigueaban alrededor de lindos puestecillos de títeres en los que vivarachos artistas perseguían sus pequeñas sonrisillas desplegando sus ocurrencias y cuentos de fantasía que alimentaban sus sueños e inundaban de ilusión sus corazoncitos. En el estanque, como en un cuadro animado, parejas de enamorados flotaban despacio en las viejas barcas sobre las que todo madrileño guarda el recuerdo de al menos un apasionante romance. El frío viento lograba que nos acurrucásemos dentro de nuestros abrigos, pero no terminaba de ganarle su batalla al sol mesetario, que de una forma u otra, siempre se las arregla para terminar calentando un poco. Íbamos así, en estas circunstancias, conversando un poco de todo, cuando llegamos a la Fuente de la Alcachofa, donde, de pronto, algo llamó la atención de mi acompañante, de provincias él, que con un gesto de sorpresa señaló al frente y dijo: «¡hostia! unos baños públicos, qué castizo». Acerquéme a los urinarios y expliquéle, no sin cierta arrogancia, que dada la ubicación de los servicios -como los buenos gatos sabrán, la Fuente de la Alcachofa está situada en una esquina del estanque y si trazamos una línea entre ella y la estatua al Ángel Caído, que está más adelante, y otras dos desde ambas hasta la verja que delimita el parque, tendremos el rectángulo de la zona gay donde varones de vida alegre ven como sus pollas son comidas por otros varones más maduritos aún que tienen a sus hijos jugando en los columpios a la manera descrita al principio de este texto- me sorprendía bastante que estuviesen abiertos al público, que yo siempre los había conocido cerrados y que ello se debía a que eran un lugar muy frecuentado no sólo por los moradores de la zona gay, sino por yonkis y demás fauna de toda índole que no iba a mear precisamente. Seguimos entonces nuestro agradable paseo, pero el hombre se tornó pensativo y meditabundo, se veía que aquellos váteres le habían recordado algo y rompió a hablar:
«pues yo, cuando estuve en París en el 68, en agosto, que me perdí lo de mayo (obsérvese la honradez del caballero, pocos de su quinta serían capaces de resistirse al relato ficticio de un polvo total con Simone de Beauvoir y todas sus amigas trisexuales entre cargas policiales, banderas negras y emocionantes consignas gritadas al viento) y resulta que todos los días iba a mear por las mañanas al mismo baño público. Allí me llamaron la atención unos tipos raros, oscuros, muy callados, que todos los días, todas las mañanas, estaban ahí troceando barras de pan y echando los pedazos al suelo. Nunca pude explicarme qué hacían estos tipos puntuales como un reloj echando pan por todos los rincones de forma minuciosa y, sobre todo, paciente. A las dos semanas de estar allí, y tras una serie de altercados con la policía, que andaba identificando a todo lo que era «joven», y si ya de paso era español, pues riéndose un rato a su costa acojonándolo bien, no podía soportar la curiosidad y decidí preguntarle a un amigo aborigen de las Galias: Oye ¿qué hace esta gente echando pan por el suelo todas las mañanas?
– ¡Ils sont les coprophages! -me contestó soprendido
– ¿Mande? – respondí en perfecto aragonés oscense.
Y entonces me explicó con calma y no sin condescendencia, como con pena, asumiendo que yo era de fuera, que esa gente echaba mendrugos de pan en el suelo todas las mañanas, para ir luego por la noche a recogerlos bien impregnados en orines al cabo de todo un día de meadas y comérselos a párpado caído y tiritante ahí mismo, en el parque que había ahí fuera».
Siguió nuestro paseo y la verdad es que yo me quedé sin palabras. España… ¿Cuánto le queda a España para estar al nivel real de la media europea? ¡Me duele España! -dijo Unamuno. Digolo yo hoy también.
Además de los paseos, otra cosa bonita de la Navidad son las bacanales que nos dan a los periodistas. Yo en esta ocasión he llegado a salir a aperitivo-cóctel, comida y cena por día un par de veces. En cierta ocasión, en el colofón del pasado año, no conocía a nadie en el convite. Ni siquiera a la empresa que me estaba dando de comer, pero el carpaccio de salmón estaba de putifa, eso que conste. Como no sabía quién era ni su puta madre, pues busqué a alguien que estuviese solo como yo y me puse a su lado. Se trataba de una señora algo mayor. Sesenta y tantos, calculé. Hablamos de lo humano y lo divino mientras íbamos tragando todo lo que nos echaban en el plato. Mientras nos narrábamos las vidas, me comentó que había estado muchos años dedicándose a los fascículos coleccionables. Según decía, en los que más le gustaba trabajar era en los de plantas, su hobby. Tampoco le disgustaban los de salud, belleza y demás variantes. El caso es que ese tipo de curro se hacía en verano casi siempre, pues en septiembre se lanzan todas las colecciones y sus campañas publicitarias. Por lo visto, el mundillo tiene que ser apasionante como la Guerra Fría, porque todo lo que va a aparecer en otoño es siempre alto secreto ya que, en cuanto hay alguna fuga de información, la competencia saca a marchas forzadas algo igual tirando de su stock sólo con la intención de joderle la vida a la empresa rival. En este mundo cruel, guerra sucia o lucha por la supervivencia, ocurren muchas desgracias monetarias, según dijo, pero añadió que existe una especie de colchón, un cinturón de seguridad para cuando andas puteado en el mundo de los fascículos coleccionables: sacar algo sobre la Segunda Guerra Mundial. Da igual lo que sea, armamento, grandes batallas, vehículos, maquetas de aviones, cualquier cosa… y apostilló, literalmente: «por alguna extraña razón que no sé cuál es, existe todo un universo de desgraciados que no deja pasar una». Entonces, resoplando, continuó con que no existía en este mundo mayor tortura para ella que trabajar en ese tema. «¡Qué coñazo!» -me susurraba al oído. «Pero, oye, hay que comer» -decía masticando. No vi oportuno hacérselo saber, pero me quedé con las ganas de decirle que conocía a más de un flipado, entre los que me incluyo -aunque yo tire de Cuesta Moyano para estas cosas- que forman parte de ese peculiar estrato de población fascinado por esa guerra. Es más, me imaginé a ese pequeño héroe urbano partidario de una Europa Blanca que le notifica a su compinche la aparición de «una colección de todos los cañones de punta perforante de la hostia de la Wehrmacht con réplicas de plastilina para hacer en casa a tamaño real» mientras el otro, en pleno ataque de palpitaciones por la emoción, sueña con que los fascículos se hayan elaborado con los archivos desclasificados de Leon Degrelle, cuando en realidad toda la obra está dirigida y supervisada por una viejecita ecopacifista experta en plantas que, con una mantita de cuadros en las piernas y bajo la luz de una lamparita con mampara de bordados sobre motivos navideños, corrige uno por uno todos los fascículos. Para más cojones, cuando giré el cuello para conversar con otra persona que tenía al lado, que también era de Dios, me enteré -era la encargada del convite- de que hay toda una caterva de especialistas en colarse en este tipo de actos a cochear canapés y hasta para sentarse a la mesa como uno más y debatir entre colegas con los expertos en cualquier cosa, por ejemplo, bioquímica y biología. Lo que sea con tal de cenar gratis. Pero que el otro día fliparon en colores, porque lo que se coló fue una anciana en silla de ruedas con la dominicana incluida y que, como no sabían si reír o llorar, la dejaron ahí sin decirle nada que se pusiera ciega. Dos semanas después, lo cierto es que no entiendo muy bien por qué estas chorradas me hicieron tanta gracia, pero es importante que el pueblo lo conozca, clame venganza y mate algún transeúnte a palazos.
A pesar de que la gastronomía está entre lo más elevado de mis preferencias, lo mejor de la Navidad ha sido «Me Llamo Earl». Es una serie que creo que echan la Sexta y la Fox. A mí me han pasado la primera temporada íntegra en un dvd. El caso es que tras el final de la última temporada de los Soprano y a la espera de que en ese apéndice que está por venir Tony reviente vísceras a dentelladas o sea lentamente abrasado con un lanzallamas por parte de cualquier rival mafioso -no me dejó del todo satisfecho la sexta temporada con tanto mimo, tíos- en Me llamo Earl he encontrado una pedazo de serie de toma pan y moja. Se dan en ella no sólo todos los iconos de la cultura basura americana que como un perfecto subnormal he adorado durante mi pre y post adolescencia, sino que además hace gala de un leitmotiv amoroso y buenrollista, que tampoco dista, por otra parte, del cristianismo rancio que a mí como avasallado en este valle de leolos me pirra, me pierde… me entusiasma. Hasta tal punto que un día en el metro, por un momento, me pregunté si no merecería la pena que yo hiciera algo parecido a la lista de Earl -una enumeración de todo lo malo que has hecho en esta vida y te propones, punto por punto, ir enmendándolo. Fue empezar a darle vueltas y que me viniera a la cabeza el recuerdo de un agravio cualquiera que había perpetrado hace muchos, muchos años. La cosa era que estaba en el portal de mi casa, dentro del ascensor, esperando a que alguien entrara para gastarle una broma infantil inocente y sin importancia. Una persona se acercó, vi que era una mujer y, cuando iba a abrir la puerta del elevador, yo abrí y cerré de un portazo dándole al botón y gritándole en la cara: ¡¡adiós hija de puta!!. Bien, esa mujer, víctima de mis heces mentales, era esposa de un vecino y madre de dos hijas, vecinas también ellas. La vida quiso que muriera a los pocos años, sin yo haber vuelto a intercambiar palabra con ella, de un derrame cerebral. Una cosa espantosa, era jovencísima. Pensé entonces, el otro día, si, al modo de Earl, llamar a la puerta de la casa del marido y explicarle al señor viudo -que lo ha intentado después con otras señoras, sin éxito debido al recuerdo de su mujer- que poco antes de que su esposa muriera de un derrame cerebral, yo la llamé hija de puta en la cara a voz en grito. Que a ver si podía hacer algo por él para reparar el daño con una enorme sonrisa. Lo pensé, sí, y deduje que mejor estarme quieto. Calladito. Tal vez sea esta reacción el pronto hierático que tenemos los europeos que no nos deja ser tan impetuosos y deliciosamente inocentes como Earl.
Finalmente, anduve por mi pueblo. Allí tiene la familia una casa. Es tocha, de cuatro plantas. Todas ellas, excepto la primera, están alquiladas a rumanos. Cuando tuvo lugar este sucedido aún no eran europeos, faltaban seis días. Vaya por delante que todos ellos son excelentes vecinos, gente agradable ¡y muy trabajadora! -que enfatizaría un octogenario. ¿Todos? No. Hay uno, un pequeño cabrón, que se hizo europeo bastante antes que los demás. Se trata de un camionero que cuando libra le da por beber y se gasta la nómina en las tragaperras. Uno, el típico, que es más despierto que los demás, se fija mucho y decide hacerse español antes de tiempo. Un precursor. Por otra parte, resulta que mi pueblo es cristiano viejo: español español español. Y la gente, borracha por las noches como suele ser habitual, cuando va por la rue y quiere mear no se conforma con una pared, ni con una esquina. Tiende a meterse en un portal y mear dentro, a resguardo de los elementos. Se ve que el programa aquel de Dragó con Arrabal danzando como una prea entre los invitados, en el que André Malby comentó que cuando era niño su padre le dijo que el Apocalipsis consistía en «mear contra el viento», causó hondo impacto entre los lugareños. Pero una cosa no quita la otra y el familiar mío residente todo el año en ese lugar está hasta la punta de la polla de que le meen en el portal. Está tan harto que ha llegado a pasar las noches al lado de la ventana, con la oreja puesta, agazapado, para cuando oye que alguien entra a orinar, rociarle desde arriba con aguarrás según sale al exterior subiéndose la bragueta. Aconsejado por toda la familia, desistió en su actitud guerrera y optó por dejar el portal cerrado a cal y canto con un pestillo que se compró de importación norteamericano de puta madre que se caga la perra. De esta manera todo fue maravilloso. Mi familiar dormía apaciblemente, el tiempo pasaba inexorable y la muerte se podía apreciar, a lo lejos, cada vez más cerca -el estado vital en el que más a gusto estamos nosotros, los castellanos. Pero resulta que con las fiestas, la regularización de inmigrantes, que si la abuela fuma, el vecino rumano antes mentado había cobrado la extra como todos los curritos del país. Ocasión que aprovechó raudo para dejarse hipnotizar por las lucecitas y soniquetes de la máquina recreativa y depositar en su interior, previo cambio en barra en moneda más pequeña, toda la extra, la nómina y, por qué no, los ahorros desde que llegó a España. A las dos horas y tres cuartos de botella de wisconsin, al ver que no obtenía nada a cambio, ni siquiera un llaverito con el rostro de Massiel y la leyenda «peor me fue a mí», el ciudadano salió a la calle en dirección al hogar profiriendo juramentos que combinaban al Altísimo con generosas defecaciones y Ceaucescu. Hasta aquí, mi familia y yo podemos firmar ante notario que nos suda la polla todo. Mas cuando el tronco llegó al portal de su vivienda, que es la nuestra, y comprobó que estaba cerrada con llave, podríamos atribuirlo a causas de carácter psicopatológico por una acumulación oclusiva de emociones adversas, podríamos decir que en estado de embriaguez se pierde el civismo, podríamos decir que el tipo estaba pidiendo que, atenazado con firmeza por cuatro recios brazos jóvenes y peludos, se le descubriera el cuello para que un tercer caballero le castigase la nuez con una barra de acero. Podríamos decir muchas cosas. El caso es que el señor, en lugar de abrir con su llave, rompió a patear la puerta con todo su corazón transilvano. A las patadas les siguieron gritos, sapos y culebras, escabechinas verbales y algarada en general. Mi familiar, medio en pijama, semidesnudo, pero con la botella de aguarrás con el pitorro recortado a punto para disparar, flipó cuando vio que el intruso era el puto inquilino, el vecino, nuestro amigo ¡nuestro hermano! Y preguntóle qué cojones pasaba. A lo que el otro contestó que si pagaba un piso, tenía derecho a que le abriesen las puertas cuando le saliese de la polla si éstas estuvieren cerradas. Conversaciones de borrachos aparte, el incidente tuvo que ser tratado en una reunión familiar de primer nivel. En ella, yo me callé y me limité a escuchar. La resolución final abogaba por agotar las vías legales. Y ahora no sabría decir cuál es, pero la que sí describiría con todo lujo de detalles es la opción que propuso otro familiar, de ochenta y dos años y que, ojo, aún sigue trabajando y de chófer además, basada en la experiencia de un lugareño que, ante la entrada furtiva de unos desconocidos en el portal de su casa, sacó la escopeta de repetición y disparó por el hueco de la escalera con terrible estruendo «para acojonarlos», objetivo que alcanzó fácil, aunque nunca se supo si el rapaz era el puto cartero. Todos estos trámites me resultaron muy europeos, se me ha salido Europa por las orejas en estas fechas. Aunque, con todo, degusté feliz el curso de los acontecimientos y la evolución de los míos en relación con el entorno. Hace poco más de un lustro los protagonistas de una historia similar fueron los gitanos, el patriarca, la Guardia Civil y las armas de mi casa, confiscadas ellas, las pobres.
2007 tiene pinta de buen año. El último siete, 1997, estuvo magnífico e inenarrable. Que Dios reparta suerte. Si he de pedir un deseo, me conformo con soportar no más de dos averías de metro por semana. Se me centrifuga el estómago cada vez que una me arranca tres cuartos de hora de mi vida, Esperanza. Ten un poco de consideración.
«Jamás se borró de la memoria de Ignacio el día en que tomado un horno de Begoña lo llenaron de hierba seca, a la que dieron fuego para contemplar el humo de la gloria. Los señores se quejaban porque los chicuelos con sus pedreas les interrumpían el paseo, los periódicos llamaban la atención de las autoridades hacia aquellos mozalbetes; todo lo cual hacía que redoblaran el ardor de sus luchas al verse objeto de la atención de los mayores, que eran su público. Y cuando algún caballero, levantando el bastón, los amenazaba con llamar al alguacil, redoblaban la pelea para que admirara su valor y su destreza, y los sacara en los papeles llamándolos mozalbetes.»
«Paz en la Guerra». Unamúnez
He visto una serie de sombras provenientes del exterior aquí, en mi caverna. Se dice que los púberes actuales están desbocados a la par que enajenados y se dedican a grabar con el móvil los actos violentos que perpetran. Sus fechorías incluyen clásicos de toda la vida como pegar al tonto, al débil o al tullido, fenómenos más viejos que la tos, y una novedad importante: zumbarle al profesor. En el púlpito que es el sillón de mi queo desde el que lanzo sentencias sobre lo humano y lo divino con un ducados y un jotabécola en una mano y la otra metida bajo el pantalón para acariciarme las partes como si fueran un lomo gatuno y extraer vello púbico que arrojo a izquierda y derecha con ademán de menear un incensario, yo superopino de que, o sea ¿sabes?: A mí me da que todo esto de pegarle al profesor ocurre porque los profesores son una cosa muy concreta cuya interpretación no admite lugar a dudas ni dobles sentidos: maricones. No homosexuales, maricones, que es distinto. Y creo que lo son porque seguramente, tal y como a mí me apetece inventar, estos pertenecen a las últimas camadas del baby boom, los que tenían en Milikito un referente pedagógico, de entretenimiento y de pederastia Friedmans Family style «percutiendo párvulos con voz aflautada y una gran sonrisa». Porque he hablado mucho sobre esto con mis colegas y puedo asegurar y aseguro que con mis gentes esto no va a suceder. Yo tengo dos amigos que han empezado hace poco a dar clase. Uno, Claudio, con servicio militar cumplido en aviación y hasta la polla de haber chupado guardias cuidando aviones en mitad de la pista a las cuatro de la mañana en Torrejón con menos siete grados y un perro a sus pies, temblando con decoro pero aullando suavecito y sin pausa por el extremo y creciente dolor que supone la progresiva congelación total de los testículos -pero es que el Ejército Español, si bien muy concienciado del problema, no puede permitirse el lujo de desplegar perros asesinos ataviados con braguitas- y el otro es Jesús, natural del norte de Andalucía, en concreto de Fuenlabrada, que habla perfectamente el suajili y podría echar patas ahora mismo hasta las praderas que rodean el Kilimanjaro y sólo llamaría la atención porque va en dirección contraria a de donde salen los cayucos y es, entre otras cosas, de color blanco. Pues bien, a estos dos colegas míos, les vienen unos mocos a pegar en clase y, máxime si esta acción se produce bajo la atenta mirada de la cámara de un móvil, les cogen uno por uno de la cabeza, asiéndola con las manos abiertas presionando en cada oreja, levantan la misma hasta estirar los brazos y que cada codo suene «cloc», para estamparles contra el suelo con todas sus fuerzas de modo que ya pueden llevar lo que les queda de vida unos hábitos formales, ordenados y saludables porque cualquier cosa, el humo de un porro de otro o una sola gota de un chupito de cerveza con limón, podría resultar fatal dado que tal habría sido la pérdida de masa craneoencefálica en el pedazo de hostión sufrido a manos del profe, que la muerte de una sola neurona significaría que, automáticamente, así como se convierten las ranas en príncipe y los príncipes en rana, se transformarían en downs. Y si a mis troncos esto les costase el puesto de trabajo, pues no quedaría otra que, tras vagabundear harapientos y desorientados por las calles preguntando a los transeúntes si han visto a su bebé, enrolarse en las Fuerzas Armadas e ir a pacificar el Oriente Medio haciendo derrapes al volante de un BMR en carreteras mitad arenisca, mitad miembros amputados, a noventa por hora, con Rose Tattoo a tope en los bafles y aplastándose latas de cerveza en la frente, así que eso que ganarían.
¡Arriba los corazones!
Dejando de lado este hipotético futuro, a día de hoy nuestros pequeños y adorables hijosputa están que lo tiran. A este fenómeno parece ser que los medios de comunicación y los actores sociales involucrados han decidido llamarlo «bullyng». Puestos a ponerle un nombre absurdo y gilipollesco, yo lo voy a denominar «aerosmith». Es difícil encontrar a alguien en cuyo colegio no hubiera motes por doquier, no sólo para los mataos, sino para todo Dios -Gayofa y Poti eran los más empleados-, un grupo de macarras que hubiese aterrorizado a los más débiles y donde las primeras mamas que brotasen del torso de una fémina hubieran sido objeto de chufla, lírica, cante jondo y, en casos extremos, incontenibles pellizcos con torsión. Todos hemos vivido el «aerosmith» y sólo nos diferencia de lo que ocurre ahora que las gestas de la guerrilla se grababan en la memoria en lugar de con tecnología punta. Y como esto no lo digo yo, que lo dice todo Dios en tertulias radiofónicas y en periódicos, si hasta el extremeño Ibarra se cagó en los lloriqueos que genera el «aerosmith», pues paso olímpicamente de entrar a valorar y analizar la situación y su gravedad repitiendo las mismas tonterías. Lo cual no quita que los actos de «aerosmith» que acontecen cada día empiecen a engordar la estadística y a superar con mucho a la auténtica violencia, la buena, la que necesitan los niños para hacerse Ombres, sin hache, sin mariconadas. Con lo que el día menos pensado nos vamos a encontrar con que toda la violencia juvenil se reduce a patear al débil, tímido y enfermito y grabarlo en el móvil, extinguiéndose las buenas costumbres violentas para siempre. Cosa que, dada la vocación ecologista, ante todo, de MTC, no queremos. Por eso voy a reivindicar, glosando su historia, naturaleza y objetivo, la violencia que necesita lasociedad.
Necesario
Queridos mozos, leed atentamente la siguiente lección porque es muy importante, en tanto en cuanto carece de todo rigor y sólo se sostiene porque mi rabo es un titán y sobre él podría construir la teoría de que los objetos se caen en realidad hacia arriba si me saliese de las pelotas, que no es el caso. Antiguamente la violencia no era mala. Era buena. Era saludable. La gente de antes no iba tanto al gimnasio. Siempre importó la «bola», siempre se decía «saca molla», pero no se pasó de ahí, no por nada, sino porque no tenían tiempo, tenía obligaciones tribales de las que hacerse cargo. No estaban preparados para repartir hostias y enviar al enemigo al hospital listo para una traqueotomía gracias al Ninyitsu y demás patochadas del ramo. Aquellos mozos precursores tenían una ocupación que se llamaba «pibitas». Las nenas pertenecían, como toda la vida de dios, al macho o grupo de machos; eran propiedad de la manada. Y como tal, objeto de conquista por otras manadas o machos heroicos en solitario. Así pues, a las tías las sentaban en un banco de la rue y los machos, alrededor, las contemplaban, vigilaban y cortejaban. Posteriormente, las hordas feministas lo intentaron todo para liberar a estas chatis, como la implantación de máquinas de comecocos en los bares e incluso, a la desesperada, incrustar salones recreativos en la calle para desviar la atención del tigre, aturdirlo, marearlo o anularlo, tal cual hizo la CIA en los sesenta con los jipis introduciendo heroína blanca y pura en el mercado. Pero todo fue baldío, las nenas fueron cogidas del brazo e introducidas por los machos en los recres, sentadas en una esquina, y controladas con reojo avizor ( “de reojo” o “ojo avizor”) mientras dos toretes medían sus nabos jugando al Pong, que no Pang!. Pero como la sociedad moderna es compleja, nunca se podía evitar que una de las titis tuviera una prima, una amiga, una compañera de curro de su madre, cualquier cosa que la hiciera moverse a otro barrio un fin de semana y conocer a otro macarra asqueroso que por allí morase. Al regresar, se lo comentaba a su mejor amiga. Ésta otra lo comentaba en su casa durante la cena y llegaba a oídos de su hermano, que ponía rápidamente al tanto a todos sus colegas para planear una incursión violenta en el terreno del otro rapaz. Nadie hacía Shinobi ni Yie Ar Kung-Fu, se limitaban a ir para allá y quitarse el cinto y estampárselo en el rostro al rival por el lado de la hebilla tras un somero interrogatorio que garantizase sus derechos democráticos: “¿Eres tú fulanito?”. En casos extremos, al que había pasado la poleo se le permitía una mariposa para que hiciese monerías con ella mientras los demás se astillaban las cornamentas y que nadie se le acercase, pues era manifiesta su indefensión. Pero por lo general, nadie salía malherido ni, por consiguiente, en los periódicos. Fue ésta una violencia ecopacifista motivada por el Poder del Coño, como el petróleo y las fuentes de energía actualmente a escala mundial. Ahora, pregúntate, generación del siglo XXI ¿por qué luchas cuando grabas al tullido recibir puntapiés en los costillares? No me seas, por favor, un esteta nihilista posmoderno. Sí, ya sé que te aburres. Toda violencia juvenil precisa de aburrimiento en primer grado, pero también de un Leitmotiv por el que, cual corona romana de laurel, luchéis tú y tu plebe. Sin esencia, sin objetivo, sin espíritu, serás violento, pero un violento incompleto.
Ésta para que juegues al rol, esta para que vayas al gimnasio, ésta para que entres en la tuna, ésta para que te molen los Dream Theater y ésta, que te va a dejar la nariz como una puta chancleta para el resto de tu puta vida, para que te des de alta en el meetic
El florecer de los motivos para triturar tabiques nasales
Con la Transición y la llegada del Monarca, Su Majestad el Rey Juan Carlos I de Borbón, que loado sea por el pueblo y agraciado se encuentre con dulces niñas de catorce años de piel aterciopelada y senos turgentes que encariñadas no se separen de él, en España penetraron de golpe las nuevas corrientes que emanaban de Londres y se llegó a la cúspide de la violencia cosmopolita y civilizada. Los adolescentes de finales de los setenta y principios de los ochenta no eran “ombres”, eran “megaombres” Actualmente, la población menor de veinticinco años está nutrida de cobardes miserables y cochinos. Hoy día asistimos al lamentable espectáculo de ver cómo el futuro de la civilización, los que han de honrar a la patria, ingresan como mariconas locas en las Fuerzas Armadas, en lugar de ir a morir a las obras. Esos andamios mortales plagados de trampas del vietcong, bombardeos de bloques de ladrillo embalados, corrimientos de tierra en las trincheras de las obras del metro… peligro donde dar el callo, pero no, los mocitos prefieren irse a la tropa profesional a barrer cantinas y hacer turismo. En aquellos tiempos remotos en los que Michael Jackson daba sus últimos pasos de baile junto sus hermanos antes de coronarse rey del pop, los jóvenes españoles iban tanto a la obra como a la mili, y encima les quedaba tiempo para ejercer con elegancia y garbo la violencia adolescente. Eran tiempos de los mods, los rockers y los punks. Era tan sencillo como, de la noche a la mañana, escribir en tu carpeta The Yam, The Straicats o The Clas (sin hache, como el insigne combinado velocípedo que unido a Cajastur terminó siendo Mapei) y quedar para siempre inscrito en la filas de una nueva religión, como una oscura secta oriental, pero más parecido a una logia masónica: su tribu urbana. Estos tres pilares de la urbe, mods, rockers y punks, eran como Inglaterra, Francia y Alemania. Todo el día declarándose la guerra de forma continua en permutaciones de tres elementos tomados de dos en dos. ¿Cuál era su motivo para saltarse las retinas a palazos? «Los otros», el enemigo era el «diferente», era «aquel», no «éste», eran «ellos», no «nosotros». Qué belleza arquetípica la de la naturaleza humana en su versión más chispeante y juvenil. Al poco de desatarse este fenómeno que sembró el asfalto de incisivos, surgieron otras dos subramas muy simpáticas: una, la de los gótico-siniestros, llegada Londres; y otra, la de los Aironmaiden que, joder, también venían de Londres. Los primeros tendrían plena vigencia hoy día, a mi juicio, porque a la hora de exhumar cadáveres nada como sacarse fotos con el móvil junto al fiambre en diferentes posturas a cada cual más risible, pero por lo visto su evolución les ha terminado situando en el cuarto oscuro de discotecas turbias. Y los segundos pues son dignos de un capítulo aparte, puesto que fueron adalides de la violencia más exquisita y su evolución les ha terminado situando en el cuarto oscuro de bibliotecas públicas jugando al rol. Pero los yevis, como Lentini, aquel futbolista del Torino que le costó al Milán tres mil millones y pico de pesetas de 1993 y al tercer día como rojinero se partió la pierna en doce trozos, por un momento, lo tuvieron. La gloria fue a verles, trató de abrazarles, pero rehusaron. El antiguo yevi no tenía absolutamente nada que ver con el actual. Hasta Cayetano Martínez de Irujo sería capaz de darse cuenta pues, gran aficionado a la equitación como es, sólo tendría que tirar del labio superior de ambos e identificar al nene de los ocres dientes de caprichosos contornos que brotan hasta del paladar, como el jevi de los ochenta. Tiempo ha, antes de un concierto, cuando se formaba mucha cola, los yevis se situaban en posiciones estratégicas como los húsares de Federico El Grande y arremetían ahí con todo contra la fila, generalmente a litronazos y pedradas, para generar pánico y caótica desbandada a fin de poder entrar los primeros y ocupar las primeras filas. ¿Cómo es posible que esta tribu de elite haya terminado formada por sinsangres que juegan al rol y leen las Sagas vikingas? Ni lo sé ni me importa, pero cuando me topo ahora con un yevi de los de ahora que me comenta que sus coetáneos no tienen interés ni inquietud por nada, le contesto que cuando las dos opciones de vida que se le plantean al treceañero son o ir a una discoteca puesto hasta el tuétano a bailar alrededor de unos pibones del cuarenta y ocho mil, que están ahí con la única intención y objetivo vital de elegir al propietario del coche mejor tuneado para ser folladas a cuatro patas en el interior hasta que les sangre la nariz, o elegir pasar el fin de semana revisitando por quinta vez en un mes la trilogía de «La diadema mágica perdida de la princesa Evelyn», independientemente de las inquietudes de la juventud, lo inquietante es que alguien tenga cojones de plantear la disyuntiva.
Queridos niños, aquí tenéis que sacaros el bate y castigarle bien el útero
Estas pandillas, aprended cretinillos de hoy, no pegaban a los enclenques. Al contrario, los acogían en su seno, les ponían una chapita y los soltaban por ahí como cebo, a ver si alguien les decía algo por el significado del emblema para tener un casus belli por el que partir un par de cejas y quebrar alguna que otra costilla. Pero como todo en esta vida, aquel crisol de culturas, mosaico sin igual, se fue a tomar por culo porque la gente empezó a ir a la universidad. El porqué, se desconoce. ¿Acaso iban a ganar más dinero que en la obra? La respuesta es no, pero oye, les dio por ahí y cayeron en las garras de la mayor plaga bíblica que jamás haya sufrido país alguno. Yo creo que fue por el Saco de Roma de 1527. Eso de tener al Papa prisionero y arrasar el Vaticano violando y matando todo a nuestro paso -en lo que constituye la hazaña histórica por la que más orgulloso me siento de ser español- Dios nuestro señor que desde lo alto nos contempla nos lo ha perdonado, sí, pero con su penitencia correspondiente enviándonos la lacra, la peste, el sarcoma: la puta tuna. Es posible que la tuna en sí misma no fuese la maldición, puesto que parece que es anterior al Renacimiento, pero si no es ello, lo que es seguro es que el hecho de que perdure hasta nuestros días es o castigo de Dios o consecuencia de un hechizo africano. A mi hacía años que la tuna no se me pasaba ni por la cabeza hasta que en la puta Noruega, repanchingado en una terraza tomando una birrilla mirando al mar, surgió una de la nada, rodeóme y tocóme un «Clavelitos» letal pensando que me trataba de un lugareño. No sé si fue por eso o por qué, pero ese mismo verano, en la Calle San Bernardo, por motivos que no vienen al caso y si te interesan no te los digo y si preguntas te mando a cagar y si te molesta te jodes, estuve a punto de pegarme yo con siete u ocho tunos. Y digo a punto porque si no me llega a pegar mi santa esposa a mí, me doy con ellos con épica y valor lo que me hubiera supuesto una paliza del quince, porque serán tunos, pero no mancos. De modo que al final sólo tuve que soportar el escarnio de un cardenal porque me había pegado mi chica por irracional. No creo que yo sea un tipo muy valiente capaz de pegarse con ocho tíos. Digamos que iba como una puta mona para que se comprenda todo mejor. No es algo muy mío, como una puta mona a todo el mundo le entran ganas de protagonizar heroicas gestas. Yo he visto con estos ojitos cómo un mozo jovencísimo que es uno de los mejores periodistas musicales que hay, si no el único de España con verdadero talento, tras salir de un concierto de Burning en el que mi coleguilla se había derramado lo que quedaba de una botella de whisky por los pezones invitando al resto del público a beber sorbiendo por sus mamas, gritarle a unos Redskins o sucedáneo, completamente ronco: ¡Viva España! ¡Que Viva España! tornándonos sus dos acompañantes más pálidos que Tom Verlaine y eso que mucho color no debíamos tener, que hacía un rato que habíamos dejado de ser bípedos. En fin, lo de que te pegue una mujer, un mal menor. Si me llegan a dar una paliza los otros, en el hospital, llegaría mi madre gimiendo preguntando qué desalmado me había hecho eso y al contestarle yo «Mamá, me ha dado una paliza la tuna», mi progenitora, con un pequeño diástole, hubiera cambiado radicalmente los lloros por un rictus serio y con recia mímica castellana, es decir, cara de sota, hubiera ido desconectando una por una todas las máquinas y artilugios que mantuvieran mis constantes vitales en orden para cogerme la mano, con fuerza, apoyarse sobre mi pecho para que no se notasen mis brutales espasmos y, en el momento de expirar en los albores de la muerte sintiendo como se escapa la vida entre los dedos, se entumecen las piernas y un frío atroz sube por el pecho, susurrarme al oído, vocalizando bastante bien: «Y no vuelvas». Así que es con estos infraseres y no con otra cosa con lo que se encuentran nuestros jóvenes rockers, mods y punks en la universidad, con los tunos. El enemigo de pronto se convierte en algo tan clamoroso e inconfundible que desaparecen las movidas entre ellos para dedicarse a fabricar preciosos monederos de colores chispeantes y juveniles con piel testicular de puto tuno hijo de puta de mierda que te pego leche. Tanto va el cántaro a la fuente que se acomodan, se hacen amigos, todo el día fumando porros, que si «no están, al fin y al cabo, tan mal los Whu, que si yo diría que son algo punks», que si «lo mismo me pasa a mi con los Yams, que los veo también muy punks» y patatín y patatán, cuando nos queremos dar cuenta, de la inacción, el reposo y el abrazar lo acomodaticio, todo ese chorro de energía juvenil se convierte en pocos años en legiones de tíos con rastas, bolsito y sandalias, quedando desarticulado el Poder de Greyskull de la forma más patética imaginable.
Alí Bombaye, que traducido del catalán quiere decir: ETA mátalos
«Vino la guerra de África; España entera se estremeció al grito tradicional de «¡al moro!, ¡al moro!» Unamúnez otra vez. De Paz en la Guerra también. Y para más cojones, se trata del párrafo que va justo después del que abre esta entrada.
La pérdida de motivos de peso para hacerle tragar a uno sus propios premolares adheridos a un trocillo de encía, tales como que lleve tupé o no, supone el fin de la época dorada. Habéis, tontolhabines, de fijaros en que todo esto se hacía por principios. Hacer lo que te salga de la polla con el único fin de divertirse no es un principio, es una mierda arrabalera. Se nota todo esto hasta en los juegos de ordenador, en los nuestros, cuando los dos players del Double Dragon le metían hostias hasta en el carné de identidad a un desmembradillo, no era por abusar ni por joder, era porque pertenecía a una panda de andrajosos que habían secuestrado a tu novia. Hasta en el Street Fighter cuidaron de que cada personaje tuviese su rollito al final para explicar por qué había recorrido el mundo metiendo yoyas con el mismo gesto con el que Stoichkov celebraba los goles, el Oryuken de las pelotas. Actualmente, tan sólo bajan dos dibujos orientales de los cielos y, hale, a darse, porque sí, sin ton ni son. Es vital tener un motivo de peso para rasgarle la carne de la cara a otra persona. Y no lo digo yo, lo dicen los juristas. En el antiguo código penal existía la figura del parricidio, que era más que un asesinato, pero se dieron cuenta más adelante de que si un menda mataba a su propio padre, al que conocía de toda la vida, es que algo habría hecho el cabrón. Así que dejaron una coletilla legal llamada «parentesco», más pensada para que a la gente le salga mejor violar al hijo de otro en lugar de al suyo, fomentando así las relaciones e integración social y los intercambios culturales, que para penalizar los homicidios y la violencia. Recordad: siempre con un motivo. Motivos cuidados, trabajados… en los que pueda uno recrearse. Algo como lo que ocurrió en la siguiente fase de este hermoso viaje a través de historia urbana, cuando los motivos eran elevados y filosóficos a más no poder: tras la caída de la URSS, la defensa del IV Reich o una dictadura del proletariado multikultural y solidaria; los skinheads contra el mundo.
– ¿Qué pó?
– Richi que son cinco
– ¡QUE PÓ!
– ¡Que son cinco Richi por el amor de dios!
Sale uno de casa. Me da igual su signo. Esto es como los libros de “Elige tu propia aventura”: si quieres ser un pijito nacional, pon cara de estirado con mirada bovina que segrega serotonina al ritmo que el Real Madrid encadena victorias; si quieres ser multikultural y solidario, pon cara que alterne preocupación y desasosiego con ceños fruncidos revolucionarios por un mañana en el que se cumplirá el sueño utópico ¡tienes al sistema cogido por los huevos!; si quieres ser el brazo armado de los primeros, skinhead nazi, pon cara de comer tuercas, sin más; si quieres ser el brazo armado de los segundos, Sharp o Redskin, pon cara de paleta que lleva toda la mañana poniendo ladrillos soñando con echarle el diente al bocadillo kilométrico que le ha preparado su camarero favorito por la mañana. Estás en la calle. Giras una esquina. Has quedado con los amigos. De pronto, ves que te han visto. Son el enemigo. Se toquetean entre ellos preguntándose si van, vienen o qué. Vienen. Vienen corriendo a triturarte. Echas a correr. Saltas por encima de coches aparcados. Doblas esquinas agarrándote a las farolas. Crees que ya, pero de un vistazo rápido, compruebas que los tienes ahí. Podrías meterte a un bar, pero no lo haces. Tienes la experiencia, como yo, de que eso no vale de nada. En mi caso, una vez perseguía a un mozo, no recuerdo por qué, hace muchísimos años, y se metió en una zona de poblado que había cerca de mi casa. Tal era esa zona, que los niños bien íbamos ahí a hacer fogatas con maderos y cartones que hubiera por ahí tirados y siempre salía algún aborigen de su casa dando voces de espanto señalando los escombros que prendíamos, pues por lo visto eran sus enseres personales. Según se metió ahí el joven, como el Coyote del Correcaminos, giré 180º porque se vinieron como cuatro o cinco a por mí. Me introduje en la Galería de alimentación. Mi esperanza era el frutosequero. Colega mío. Era alcohólico y dormía en la tienda la mitad de los días, pero era buena gente. Me regaló cintas de Triana y de Camarón. Al gitano nunca le he pillado el punto, pero de Triana compré de mayor religiosamente los vinilajes. Llegué hasta su puesto. Le miré a los ojos. Pronuncié su nombre. Ahí me alcanzaron. Fui al suelo. Y puños y pies empezaron a castigarme los costillares. Estirando una mano hacia él, pretendía pedirle auxilio cuando, estupefacto, vi que se estaba partiendo la polla a mandíbula batiente. Por lo visto era más amigo de ellos que mío. Esa lección, que nunca olvidé, explica que si te persiguen para descalabrarte y te metes en un bar o lugar público para protegerte con el entorno, lo único que consigues es que te linchen en el interior, delante de todo el mundo. Y como todos sabemos, si te dan una paliza en un descampado alejado del mundanal ruido, bueno, te jodes, pelillos a la mar, pero si te la dan delante de la gente, al dolor físico has de añadir la vergüenza y la humillación. Tú lo sabes, por eso te dedicas a correr. Llegas a una avenida enorme. Todo recto. Al final, tu parque, con tus amigos. Sólo te queda una salida, correr, correr y correr, para o huir, o que si te atrapan, te golpeen babeando en el inconfundible azul marino del que está vomitando los pulmones. Corres, corres, corres y… lo lograste. Han parado y han dado media vuelta. Cómo corre el cabrón, dice uno de ellos. Cortes de manga y ahí se quedan. Te has salvado. En el parque, a salvo, echas la tarde. Bebes algo. Por alguna razón, decidís ir a casa de no sé quién a no sé qué. Vais tres. Tu colega Equis y el gordo. Equis es un tipo guay y el gordo el típico gordo campechano, siempre feliz, en su papel de gordo alegre. Andáis. Dobláis la esquina. Y, de cara, viene uno de los tres enemigos de antes solo. Le señalas, un grito. Salís a por él disparados. Le agarráis Equis y tú. Hostias en la cara. El costillar también. Se reboza por la pared y da media vuelta, cree que va a huir por el punto de fuga, pero de repente lo eclipsa el gordo, que venía rezagado. El gordo habla mucho de política, pero en realidad lo que nunca ha dejado de molarle son las películas de Bud Spencer, que sigue viendo y viendo en la intimidad. El gordo, por puro instinto poético, junta los dos puños y le enchufa un revés al enemigo que casualmente impacta en su cara de lleno. Sale volando hasta la pared, donde rebota, y cae al suelo con una brecha de siete puntos en la frente y la sensación estremecedora de que peligra realmente su vida. “¡Qué cojones ha hecho el gordo!”, dice Equis. Tú también estás flipando, ha sido precioso. El gordo directamente ha eyaculado, ni se lo cree. La víctima, como un gamo, gritando muy agudo, cruza la calle corriendo, pero como tumbado, una forma muy rara de correr. Hay una pollería en la acera de enfrente. La casualidad quiere que de ella salga una vieja con toda la compra y éste se choque con ella. La vieja cae al suelo, toda la compra desparramada. Al susto, tiene que añadir el amago de infarto de ver que al chico con el que se ha chocado, le están dando patadas en la cabeza. Con las rodillas ensangrentadas, la vieja grita. El pollero, desde dentro, sabe que si no interviene será cuestionado por todo el barrio, pues piensa que están atracando a la vieja, no pegando al chaval. Con los ojos llorosos, temblándole la comisura de los labios, coge un cuchillo jamonero y sale pegando un grito que, muy lejos de la masculinidad, es entrecortado y lleno de gallos. Vosotros, ante semejante postal navideña, salís volando de allí para no volver a pasar por esa calle en la puta vida. El gordo, aún en la otra acera, también corre, pero desde su atalaya se ha fijado en el detalle más importante, en lo que vale la Laureada de San Fernando: el enemigo, en el suelo, envuelto en sangre, estaba llorando. Qué gol por la escuadra. Qué tarde inolvidable. Y vosotros, mocosos de mierda actuales ¿me vais a comparar esto con hacerle «aerosmith» a un pobre desgraciado? No tenéis ni mierda en las tripas. Habría que coger a vuestros padres y darles repetidas veces con un ladrillo, con el vértice de las aristas, en el pómulo. En los dos pómulos alternativamente.
– ¿Cómo te llamas, chaval?
– Richi
– Richi, te vamos a dar ocho puntos en la cara
– … jopetas
Finalmente, llega un momento en el que la gente, cansada, no sin cierto hastío, con fatiga crónica, intereses más mundanos, empieza a apreciar la belleza de un atardecer, la sonrisa de un niño… poco le queda por vivir, da incluso gracias por haber llegado a la vejez, añora a los que se quedaron en el camino, a veces se siente culpable por no haber hecho más por ellos y, ese día, el primer día de su vejez, cuando cumple dieciocho años, se jubila. Llegados a este punto, no es extraño encontrarse con parejas de jóvenes marujas -si quieres ser una pareja de jóvenes marujas multikultural y solidaria, que te huelan las ingles a jamón de york; si quieres ser una pareja de jóvenes marujas Dior, ponte una camisa España del Renacimiento de doscientos metros cuadrados y encima un jersey microcentésimoirrisorio todo prietecito- que en un paseo chorra matutino haciendo eso tan propio de las mentes desocupadas, hablar de las vidas ajenas, mantengan la siguiente conversación:
Ricarda: ¿Quién ese señor que jersey azul celeste con pelusos en hombros junto a sus dos hijos de dos años rubitos y preciosos y su perro labrador adorable y tierno compra el diario de Pedro Jota Ramírez y el de Polanco para contrastar más la vigésimo cuarta entrega de los fascículos coleccionables para construir una casa de muñecas gigante en tu propio hogar pieza por pieza y el Lib para su suegra que ha enviudado recientemente?
Rodriga: Pues hija, si es el Richi ¿no te acuerdas cuando estaba viendo al Atleti con los camaradas de Orden Blanco 88 en el bar y entró un moro de estos que había antiguamente que vendían alfombras por la calle y empezaron todos a escupirle y darle collejas y el moro tuvo la osadía de pegar una voz más alta que otra para mostrar su disconformidad con la denigración hacia su persona y Richi cogió y le metió una patada en la espalda con las botas militares de punta de acero y le partió una vértebra y cuando vinieron los municipales y los ambulancieros porque el moro se quedó en el suelo que no se podía mover y uno de los maderos era una tía y se puso a llorar porque los gritos de dolor insoportable que daba el moro mientras le ponían el collarín eran espantosos y terroríficos? pues ese es el Richi, mujer.
Ricarda: Acabáramos, el Richi de toda la vida. Lo estaba confundiendo con el Richi el que de pequeño nunca jugaba con los demás niños y estaba todo el día con el portero y un día fue su padre a buscarlo para no sé qué leches y salió el Richi de la portería con un goterón de lefa colgando de la ceja.
Rodriga: No, ese ahora es profesor de secundaria.
O bien, siguiendo un principio de equidad
Ricarda: ¿Te acuerdas del Franki, Rodriga, sí mujer aquel que una vez que jugaron el Madrid y el Español fueron a la estación de autobuses sabiendo que había tíos de las Brigadas Blanquiazules que volvían en buses de línea ellos solos y cogieron a dos les dieron una paliza de cojones y Franki llevaba la idea de meterle un navajazo en la pierna a uno pero el Choto como todos los jevis bonachones de mierda le dio un ataque de cristianismo y se puso en medio a parar la paliza porque decía que ya era bastante y el Franki se quedó con las ganas de apuñalarlo y le dio tanta tanta rabia que se le fue la olla y se fue luego a por el Choto gritándole que ahora al que iba a rajar iba a ser a él y navaja en mano fue a pincharle en la pierna y el jevi acojonado se cubrió como pudo y en esto que se encogió y en lugar de en el muslo debajo de la cadera le clavó el cuchillo en el costado que se llevó por delante un pulmón y le tocó el corazón y lo envió a la UVI que no daban un duro por su vida y sobrevivió de milagro?
Rodriga: Sí me acuerdo, sí.
Ricarda: Pues le han hecho consejero delegado de Arthur Andersen.
Fin. Y, troncos, me cago en vuestro corazón. Vais por la vida a pecho lampiño descubierto cortando gatos por la mitad y no tenéis ni mierda en las tripas. Hijos de puta. Estáis todos muertos de risa. Payasos. Mierdas.
PD1: ¿Sigue existiendo Arthur Andersen? PD2: Todas las escenas de violencia de este texto han sido representadas por especialistas y actores y figurantes del Canal Historia. Y las fotos guapas me las ha pasado mi tronco Xabi.