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Tres notas explicativas sobre el sentido y orientación de la Ley 27/2013 de racionalización y sostenibilidad de la Administración local: limitación de la autonomía local, recentralización y redefinición de los mercados de provisión de servicios locales
Sumario: I. Sentido y orientación de la reforma legal. II. La nueva ley como muestra de la debilidad de la garantía de la autonomía local en el ordenamiento jurídico español. III. La reforma como mecanismo de redefinición en clave centralizadora de las competencias sobre régimen local. IV. Planteamientos de fondo sobre eficiencia y gestión de servicios públicos: redimensionamiento de los mercados de servicios y gestión privada de los mismos. V. Algunas conclusiones y críticas al modelo plasmado en la ley de reforma local.
I. Sentido y orientación de la reforma legal
La tramitación parlamentaria de la Ley de racionalización y sostenibilidad en la Administración Local (en adelante, LRSAL) ha resultado, como es sabido, mucho menos azarosa y complicada, merced a la sólida mayoría parlamentaria con la que cuenta el gobierno, que todo el proceso previo de elaboración de la norma. A los cambios sucesivos que fueron padeciendo los diversos borradores presentados durante meses por los órganos que han diseñado la reforma, encabezados por el Instituto Nacional de Administración Pública (INAP), se añadió el varapalo que el Consejo de Estado por medio de su Dictamen de 26 de junio de 2013 propinó al Anteproyecto de la norma (en adelante, ALRASL) que finalmente había presentado el gobierno, lo que obligó a nuevas modificaciones. Finalmente, tras sucesivas rectificaciones, el texto remitido por el Gobierno como Proyecto de ley (en adelante, PLRASL) ha acabado convirtiéndose, sin excesivas modificaciones de calado, en la ley finalmente aprobada en Cortes. Una norma, la ya referida LRSAL, Ley 27/2013, de 27 de diciembre, de racionalización y sostenibilidad de la Administración Local (publicada en el BOE del 30 de diciembre de 2013) que se parece muy poco o casi nada a las primeras propuestas lanzadas por el Gobierno.
Conviene recordar que estas primeras propuestas que fueron acogidas con enorme escepticismo por casi todos los especialistas en régimen local español (escepticismo referido tanto a la conveniencia de una reforma planteada en esos términos como en lo que tenía que ver con su encaje constitucional) y que incluso en su formulación más suave, tras constatarse que tampoco las propias administraciones implicadas (las locales) ni las Comunidades Autónomas mostraban el más mínimo entusiasmo, recibió las severas críticas ya referidas del Consejo de Estado. De manera que han desaparecido algunas de las líneas de reforma con más fuerza inicialmente presentadas, tales como la forzosa desaparición masiva de entidades locales menores o de entidades locales de tamaño superior al municipio e inferior a la provincia de tipo colaborativo o asociativo; el establecimiento de procesos de fusión forzosa de los municipios más pequeños y con problemas para gestionar correctamente ciertos servicios; e incluso la previsión de que las Diputaciones provinciales pudieran a partir de la constatación de la ineficiencia en la prestación de ciertos servicios (medida a través de un difuso “coste estándar”) asumir directamente de forma masiva e imperativa la gestión de muchos servicios públicos locales de municipios de menos de 20.000 habitantes. En la norma finalmente aprobada todas estas propuestas iniciales han dejado un rastro evidente, pero en las soluciones finalmente adoptadas hay más de voluntariedad y menos de coactividad, por lo que muchas de ellas aparecen como ideas y principios a los que tender pero ya ayunas, en la mayor parte de los supuestos (aunque no en todos), de los mecanismos que permitían su imposición imperativa por parte del Gobierno con los que quedaban mucho más respaldadas en los primeros borradores. Sin embargo, conviene tener muy presente que los objetivos últimos no han cambiado tanto y, aunque sólo se aprecien en el texto finalmente aprobado algunos restos de esa pretensión de forzar ciertos cambios, el esquema último de régimen local que moldea la norma no es tan diferente[1]. Resulta por ello esencial prestarle atención teniendo en mente de dónde vienen algunas de las propuestas, por mucho que hayan quedado en algunos casos muy atenuadas.
Este proceso de transformación se enmarca, por otro lado, y como es sabido, en la necesidad de acometer reformas de calado en la Administración española en sus diferentes niveles. Un diagnóstico que además no es sólo interno o político sino que viene también desde fuera, por ejemplo en forma de condicionalidad por los fondos que los diversos mecanismos de rescate bancario han puesto a disposición, en forma de “crédito muy ventajoso”, de España para afrontar la reestructuración de algunas entidades financieras. Obligaciones que incluso son jurídicas y han sido contraídas con Europa y constitucionalmente integradas en nuestro ordenamiento, al menos en lo referido a la necesidad de ahorro –obviamente, no en cuanto a cómo conseguirlo o en cómo lograr mejoras de eficiencia, donde hay un margen político y de Derecho interno evidente-. Es en este contexto en el que se enmarcan los trabajos del INAP que han dado lugar a esta reforma local, junto a otros esfuerzos –de resultados también magros hasta la fecha- como los acometidos por la CORA (Comisión para la Reforma Administrativa), que se ha limitado hasta la fecha a proponer reordenaciones menores en la gestión interna de la Administración del Estado y a difundir informes sobre la conveniencia de eliminar “duplicidades” que siempre van en la línea de pedir la eliminación de entes autonómicos caso de que se entienda que existe una de ellas. La reflexión general sobre la reforma administrativa que de este proceso se deduce es, por ello, más bien pobre en sus contenidos y ambiciones, poco original y recentralizadora sin más en cuanto a su orientación política y por todo ello escasamente satisfactoria desde la perspectiva tanto del ahorro como de la eficiencia, que exigirían un análisis más matizado y fundamentado, por un lado, así como intervenciones con más contenido, por otro. Señala Muñoz Machado (2013) que, en este contexto, y ante la necesidad de lograr un ahorro de 8.000 millones de euros (exigido por la Unión Europea y que borrador tras borrador, proyecto a proyecto, han pasado de ser explicados por sus promotores como generadores de un ahorro anual a ser luego unas economías bianuales, para luego pasar a ser el ahorro del perído 2013-2016 y finalmente, a estas alturas, y por lo que se ha explicado en el momento de aprobar la norma, el ahorro de los años 2014-2019, pues como se deduce fácilmente una memoria económica seria ha brillado por su ausencia desde el primer momento, en lo que sigue siendo una práctica tristemente habitual) en gestión administrativa el expediente más fácil, constatada la nula voluntad de la Administración del Estado de autorrecetarse una cura de adelgazamiento que de verdad sea digna de ese nombre y las enormes dificultades jurídicas y políticas de ordenar una recentralización orgánica y funcional a las Comunidades Autónomas una vez ya se ha concretado la financiera y presupuestaria (con todo lo que ello ha supuesto, reforma constitucional incluida) a partir de mecanismos de legislación ordinaria, es reformar el régimen local, más intervenible. Cuestión distinta es que sea tan fácil obtener el mencionado ahorro, a la hora de la verdad (o siquiera una fracción del mismo) con la misma sencillez con la que se deciden y aprueban este tipo de reformas.
Parece, pues, que en definitiva el origen de la reforma no es tanto una evaluación particularmente negativa respecto del funcionamiento de nuestros órganos locales ni, como por otra parte es una evidencia contable, porque sea particularmente grave la situación de sus cuentas públicas en su conjunto (es más, se trata de las Administraciones públicas con menos deuda y de las únicas que no incurren en déficit público en la actualidad, como recuerda Carbonell Porras, 2013) sino simplemente porque es el expediente jurídicamente más sencillo de afrontar. Probablemente no pocos de los problemas de la reforma tienen que ver con este planteamiento de partida: pensar que lo jurídicamente fácil, por el mero hecho de serlo, pueda serlo también social y políticamente y, lo que es peor, entender que el camino más plano es, a su vez, el que ha de ser recorrido con independencia de que, haya más o menos dificultades, lo esencial debiera ser dónde queremos llegar.
La reforma aprobada del régimen local, con estos defectos de partida, es además reflejo de algunas de las limitaciones constitucionales del encuadramiento jurídico de nuestras Administraciones locales. Así que aprovechando la coyuntura vale la pena hacer el esfuerzo de tratar de identificar las líneas generales que nos indican el sentido y objetivos de la reforma para, a continuación, intentar valorar la conveniencia de esas orientaciones y, sobre todo, las evidentes incoherencias que plantean si las contrastamos con la regulación que la Constitución española contiene en lo que se refiere a la autonomía local y al reparto competencial sobre el régimen local entre Estado y Comunidades Autónomas. O, al menos, las incoherencias y contradicciones que, por mucho que quizás ahora no parezcan tan graves en un contexto donde la comprensión de nuestro Derecho público se ha vuelto con carácter general más centralista y limitadora respecto de la idea y extensión de lo que es cualquier autonomía institucional, sí lo habrían sido con la interpretación constitucional dominante hace un par de décadas, más generosa con el entendimiento de lo que debía ser la autonomía local o con las posibilidades de acción competencial de las Comunidades Autónomas.
La LRSAL, más allá de que se haya ido dulcificando a medida que los borradores se iban sucediendo y las propuestas no concitaban sino un rechazo muy generalizado en el mundo local, entre casi todos los especialistas (véase, por ejemplo, la muy crítica evaluación que realizó Velasco Caballero, 2013) e incluso, como ya se ha comentado, en órganos consultivos no demasiado beligerantes –por lo común- con los proyectos de reforma que le remiten los sucesivos gobiernos como el Consejo de Estado, sigue respondiendo a tres ideas esenciales que, por mucho que suavizadas, todavía son reconocibles en el texto en estos momentos en el Senado. A partir de ellas vamos a vehicular estas reflexiones, dando ejemplos sobre cómo se van plasmando en el texto, porque de este modo es posible entender mejor la panorámica general de lo que pretende hacer la reforma.
Así, de una parte, la nueva ley refleja un entendimiento muy poco ambicioso de la autonomía local, por no decir francamente hostil a esta misma idea. Toda la reforma transmite desconfianza hacia los ayuntamientos, a los que se intenta limitar y constreñir en su actuación por muy diversas vías, así como predeterminar todo lo posible respecto de cómo han de organizarse hasta umbrales insospechados y, por ello, difícilmente conciliables con lo que habitualmente hemos entendido por autonomía local en España hasta hace muy poco. De otra, la consideración de que la organización del régimen local es cuestión que esencial, cuando no únicamente, concierne al Estado, sin que las Comunidades Autónomas tengan mucho más que decir, a efectos estructurales, sobre lo que sean los municipios, cómo deban organizarse y qué deban hacer más allá de ceñirse a concretar y desarrollar el esquema ordenador previamente diseñado por el Estado. La reforma planteada, a estos efectos, no sólo jibariza el régimen local español sino que lo desplaza hacia un control mucho más predeterminado por el Estado. Por último, y a partir de la interposición de una institución tan peculiar en muchos de sus trazos (elección democrática indirecta, inexistencia en la mitad del territorio estatal[2], connotaciones centralistas evidentes, desubicación constitucional tras la aparición de las Comunidades Autónomas) como es la Diputación provincial, la reforma aspira también, de forma muy poco velada, a crear mercados de ámbito provincial para la prestación de muchos servicios públicos, pues éste y no otro es el efecto de desplazar las decisiones de gestión de los entes locales de ámbito municipal a los entes locales provinciales. Todo ello, además, se realiza a partir de un entendimiento de la capacidad que tiene el Estado para legislar y supraordenar, ya sea para limitar la idea de autonomía local, ya para desplazar a las Comunidades autónomas en el ejercicio de sus competencias, que se ha incrementado notablemente tras la reforma constitucional de agosto de 2011 que dio una nueva redacción al artículo 135, las normas de desarrollo asociadas a la misma en materia de estabilidad financiera y muy especialmente, a partir de ahí, por la vía de un nuevo entendimiento de la competencia contenida en el artículo 149.1.14ª CE, sobre Hacienda general y deuda, que aparece convertido en una especie de vórtice que succiona todo lo que hay enrededor para acabar haciendo concluir todo en un mismo punto: el control del Estado y del Gobierno central sobre toda la acción pública y administrativa del país, que se entiende justificado constitucionalmente y competencialmente posible en cuanto se invoca la existencia de un riesgo de tipo financiero, por remoto o teórico que sea (como es el caso de la reforma local, de hecho, respecto de los municipios muy especialmente de los más pequeños, si atendemos a su nivel de endeudamiento, Carbonell Porras, 2013).
Vamos a tratar de desarrollar estas cuestiones con algo más de detalle para quienes prefieran, llegados a este punto, ir más allá de esta valoración inicial y analizar con más profundidad cada uno de estos puntos.
II. La nueva ley como muestra de la debilidad de la garantía de la autonomía local en el ordenamiento jurídico español
El elemento estructural más importante de la reforma, y el que más consecuencias puede acabar teniendo a largo plazo para la estructura global de nuestro sistema de reparto territorial del poder desde una óptica constitucional, es su entendimiento de la autonomía local como una barrera más bien testimonial frente a las pretensiones del legislador ordinario de despojar de funciones y servicios a los municipios, así como a la hora de poder establecer espacios de autonomía organizativa efectiva interna dignos de ese nombre (comparables, por ejemplo, a los que son los propios de las Comunidades Autónomas y que, en este punto, el Tribunal Constitucional, al menos hasta la fecha, ha defendido siempre con bastante consistencia). Se trata de una nota que se infería claramente de las versiones previas al Anteproyecto, pero que aun minimizado enhebraba el entendimiento de lo que era posible determinar que contenía el ALRSAL y que, incluso tras el proceso de poda a que ha sido sometido el proyecto final para acomodarlo a los planteamientos del Consejo de Estado, podía verse aún en el proyecto de ley (PLRSAL) finalmente presentado por el gobierno y a la postre ha acabado también reflehajada en la ley finalmente aprobada. Hay una evidente línea de continuidad entre considerar que el legislador puede eliminar muchas competencias hasta ahora propias de los entes locales (y algunas de ellas, de importancia no menor, como las que se refieren a su participación en la gestión de los servicios sociales, sanitarios y educativos) y llegar a pensar que incluso se pueden determinar procedimientos para forzar a su concentración en entes territorialmente superiores (algo que, por lo demás, se ha mantenido finalmente para algunos casos excepcionales, como es el caso del art. 116 bis en su redacción LRSAL para casos de incumplimientos del plan de estabilidad presupuestaria, que permite la retirada de competencias), con la posibilidad incluso de poder llegar a tener entes locales sin apenas competencias efectivas para la gestión de sus intereses propios. Aunque de los primeros textos a la ley aprobada la letra haya cambiado la música no ha dejado de ser la misma. Una música en la que, aunque se trate de una cuestión testimonial, la idea de autonomía local no es mencionada en la Exposición de Motivos más que en una sola ocasión en realidad más como apoyo argumental para justificar la competencia estatal para legislar la cuestión que para cualquier otra cosa (Jiménez Asensio, 2013). En este sentido, hay que señalar que existen dos planos diferenciados para la reflexión que hemos de diferenciar. En primer lugar, la efectiva existencia de posibilidades en la Constitución que, con base en la autonomía local, puedan limitar al legislador en este punto. En segundo término, y con independencia de lo que podamos concluir respecto del primer punto, habrá que analizar qué entendimiento de la autonomía local (más bien pobre, puede anticiparse ya) contiene el modelo efectivamente elegido por el legislador español con la aprobación de la LRSAL.
Resulta por ello necesario plantear, en primer lugar y a la luz de este proyecto de reforma, cuál pueda ser la sustantividad de la idea de autonomía local en la Constitución desde un punto de vista jurídico. Esto es, hasta qué punto constituye una garantía efectiva frente al legislador o si, por el contrario, estamos en un terreno donde todos los contenidos de la misma serían totalmente disponibles para el legislador (o casi totalmente). En este sentido, no puede negarse que el reconocimiento constitucional de la misma es ciertamente débil. Aunque el artículo 137 CE establece esta autonomía para la gestión de los intereses que le son propios en idénticos términos para las Comunidades Autónomas, provincias y municipios resulta evidente que no es la misma la situación en cada uno de esos casos. Las Comunidades Autónomas tienen después un anclaje competencial claro a partir de las listas de los artículos 148 y sobre todo 149 de la Constitución, que marca el límite máximo de competencias que pueden asumir sus Estatutos de Autonomía y establece, así, indirectamente, un ámbito posible de acción autonómica protegida claramente imbricado con el diseño constitucional. Por el contrario, los municipios han de conformarse con una apelación muy genérica en el artículo 140 CE, que si bien vuelve a reconocer su autonomía para la gestión de sus intereses (a diferencia de lo que ocurre luego con las provincias, por ejemplo), se limita a establecer una mínimas pautas organizativas y a mencionar, eso si, que “su gobierno y administración corresponde a sus respectivos Ayuntamientos” pero sin mayores concreciones y sin establecer, en ningún caso, un listado de competencias o de áreas que se corresponden con ese ámbito de “gestión de sus respectivos intereses” que pueda ser entendido como expresamente integrado en la Constitución. Serán los intérpretes de la Constitución, y por ello en primer término el propio legislador y en última instancia el Tribunal Constitucional los que hayan de definir y en su caso proteger el concreto contenido de la autonomía local constitucionalmente garantizada. En este punto, principios jurídicos como el de subsidiaridad (que en el fondo es un trasunto de principios constitucionales como el de democracia y participación en su intersección con la eficiencia, Boix Palop, 2013), al haber sido plasmados y desarrollados por el Derecho de la Unión Europea, podrían servir para dotar de cierta sustantividad jurídica a la autonomía local, pero ello requiere de una tradición de análisis constitucional más principalista y con un Tribunal constitucional más interventor (a la manera alemana, por ejemplo) de lo que, como es manifiesto (sea para bien, sea para mal) tenemos en España, donde el ámbito de libre determinación del legislador es en la práctica de nuestros particulares checks and balances mucho mayor.
Como es evidente, para acometer esta tarea existen instrumentos jurídicos interpretativos que pueden ayudar a densificar lo que constitucionalmente sea la autonomía local como barrera de defensa de esa esfera de actos propios. Por una parte, lo que ha señalado el Tribunal Constitucional que, sin embargo, tampoco ayuda en exceso pues más allá de reconocer, como no puede ser menos, que esta autonomía “es uno de los principios estructurales básicos de nuestra Constitución” tampoco la completa en exceso y, además, desde un primer momento la situó en un nivel diferente a la autonomía de las Comunidades Autónomas, que “gozan de una autonomía cualitativamente superior a la administrativa que corresponde a los entes locales” (STC 25/1981), del mismo modo que tampoco la autonomía, que en todo caso “resulta claro que (…) hace referencia a un poder limitado” (STC 4/1981), está al mismo nivel que la soberanía. Algo más de concreción encontramos, pero no demasiada tampoco, en la muchas sentencias que han repetido la idea de que la autonomía local es un “derecho de la comunidad local a participar a través de órganos propios en el gobierno y administración de cuantos asuntos le atañen, graduándose la intensidad de esta participación en función de la relación existente entre los intereses locales y supralocales en tales asuntos y materias” (STC 32/1981, idea luego repetida en innumerables sentencias). En definitiva, que el Tribunal Constitucional ha acabado dejando que el legislador defina con mucha libertad cuáles hayan de ser los intereses de los entes locales, señalando que “más allá de este límite de contenido mínimo que protege la garantía institucional, la autonomía local es un concepto jurídico de contenido legal, que permite, por tanto, configuraciones legales diversas, válidas en cuanto respeten aquella garantía institucional (STC 170/1989, idea también repetida después en muchas sentencias posteriores). Aparece pues aquí la idea de que el límite vendría definido por esa “garantía institucional” que recoge la Constitución, que impediría alterar o regular la institución de forma que pudiera quedar irreconocible pero poco más y, sobre todo, nada concreto más. Como dice la propia STC 170/1989, “sería contrario a la autonomía municipal una participación inexistente o meramente simbólica que hiciera inviable la participación institucional de los Ayuntamientos”, lo que por ser una obviedad de mínimos no ayuda nada, la verdad, a avanzar.
Cabe, eso sí, indagar en instrumentos normativos suscritos por España como la Carta Europea de Autonomía Local de 1985 para llenar de contenido esa garantía institucional, pero tampoco es sencillo extraer de ahí mandatos que vayan mucho más allá aunque algunas de sus notas sí pueden plantear puntuales problemas interpretativos de cierta entidad, caso de que sus planteamientos sean tomados en serio, respecto de la LRSAL. Así aunque el artículo 3 de la misma no va mucho más allá, y entiende por autonomía local el “derecho y la capacidad efectiva para las entidades locales de regular y administrar, en el marco de la Ley, bajo su propia responsabilidad y en beneficio de su población, una parte importante de los asuntos públicos», lo que no es mucho más de lo que suele decir el Tribunal Constitucional, en el art. 4 sí encontramos algunas obligaciones con más sustancia y concreción.
Así, el art. 4.1 obliga a que las competencias vengan fijadas en la Constitución o en la ley, pero también permite que existan atribuciones adicionales, lo que va contra uno de los principios básicos de la reforma española en curso, que aspira a limitar enormemente el ejercicio de cualquier competencia que no sea expresamente atribuida por ley (con excepción de algunas posibilidades de atribución autonómica que, además, han aparecido finalmente en el texto de ley tras su introducción en el PLRSAL pero que ni siquiera estaban en el ALRSAL, que era si cabe más restrictivo). Idea que, además, refuerza enormemente el art. 4.2 cuando señala que las entidades locales “tienen, dentro del ámbito de la Ley, libertad plena para ejercer su iniciativa en toda materia que no esté excluida de su competencia o atribuida a otra autoridad”, lo que directamente avala la interpretación extensiva de la cláusula general de competencia del art. 25 LBRL que, en cambio, el proyecto de reforma local pretende limitar y contener como una de sus explícitas orientaciones regulativas. La contradicción parece evidente, a poco contenido normativo efectivo que concedamos a la Carta y sobre todo si entendemos que no sólo integra el ordenamiento jurídico español sino que es un elemento esencial para interpretar en qué términos constitucionales deba entenderse el sentido de la garantía institucional de la autonomía local.
Adicionalmente, parece que el art. 4.3 de la Carta, al establecer una clara expresión del principio de subsidiaridad, está no sólo recogiendo el sentir mayoritario en este sentido desde el punto de vista de la conveniencia sino también fijando un determinado mandato que, por ejemplo, es dudoso que se cumpla si por motivos exclusivamente financieros se sustrae la competencia, como todavía permite hacer excepcionalmente el proyecto en casos de incumplimientos a las obligaciones de déficit público, al municipio para residenciarla en un nivel superior (véanse las posibilidades que el nuevo art. 116 bis 2 proporciona en este sentido, más allá de lo que ya en su momento preveía la LO 2/2012 de Estabilidad Presupuestaria). Paradójicamente, podría argumentarse que un mandato tan criticado como lo fue el que tenía el ALRSAL, cuando establecía además de estos mecanismos (coativos) otros que también abocaban competencias en niveles superiores pero por consideraciones de eficiencia (a partir de la idea de coste estándar luego desechada), era en el fondo más respetuoso con la Carta que el contenido finalmente aprobado en estos términos, que lo ordena como un castigo o consecuencia por el incumplimiento de obligaciones en materia de déficit, pero con independencia de que esos desvíos tengan o no que ver con la eficiencia en la prestación del servicio a escala local.
A efectos de integrar la idea de garantía institucional, al menos si la queremos entender como jurídicamente dotada de significación que permita oponerse a ciertas regulaciones hechas por el legislador, y desde la perspectiva de que la misma cubre y protege la institución en la medida en que sea reconocible, cabe plantearse también, por ello, si el normal ejercicio de toda una serie de competencias y atribuciones desde 1986, desbordando incluso el listado competencial de la LRBRL (las llamadas “competencias impropias”, que no son sino demostración clara de la conveniencia de que los entes locales hagan más cosas incluso de las contenidas en la norma, pues su acción y esfera de intereses desbordaba manifiestamente la previsión legal, Carbonell Porras, 2013) no habría venido, de alguna manera, a dotar de unos perfiles concretos al ejercicio de la autonomía local que, quizás, no serían disponibles para el legislador. La propia reacción de la práctica totalidad de autoridades locales y sus instituciones representativas comunes dan buena prueba del alto impacto que la reforma, a su juicio, tenía en la manera en que estos entes vivían la autonomía local. ¿Puede entenderse por ello que esa idea de recognoscibilidad queda afectada por una reforma que limita seriamente facultades que no sólo estaban legalmente establecidas sino que se venían ejerciendo en la práctica de manera general y sin mayores problemas?
El hecho de que el gobierno, tanto en sus iniciales borradores como en el ALRSAL como finalmente en el PLRSAL que finalmente se ha acabado traduciendo en el texto aprobado en sede legislativa no hayan considerado problemática esta cuestión es buena prueba de la endeblez jurídica de la protección, por mucho que supuestamente la garantía institucional se haya visto reforzada con la introducción del conflicto en defensa de la autonomía local en la LOTC a partir de la LO 7/1999. La existencia de vías procesales de defensa, aun con sus limitaciones, es esencial para poder vehicular conflictos, pero lo cierto es que en estos casos lo realmente esencial no es tanto el procedimiento como la conciencia de efectiva fuerza jurídica de la idea de garantía institucional que la comunidad jurídica y particularmente el Tribunal Constitucional acredite. No parece que en nuestro caso sea ésta excesiva. Puede verse en el dictamen del Consejo de Estado, que siendo cierto que realiza apelaciones a la autonomía local en ningún momento considera que haya una quiebra normativa, y menos aún inspirada en la Carta o en la idea de una autonomía local vigorosamente instituida constitucionalmente como garantía institucional, sino que realiza una valoración principal en que el problema deriva de una superposición de factores (coactividad; desplazamiento masivo a unos entes, las Diputaciones provinciales, de los que se señala su falta de legitimación democrática directa, pero no tanto porque sea problemático el desplazamiento en sí como el hecho de a quién acaban allegándose las competencias; o la ausencia de una definición precisa del coste estándar que justificaba en el ALRSAL, más por problemas de seguridad jurídica que porque el Consejo de Estado entienda imposible que una mecanismo como este pueda existir sin quiebra de la autonomía local). Y, en general, parece claro que la idea de garantía institucional requiere de un intérprete constitucional más intervencionista, sea éste rasgo bueno o malo, que el Tribunal Constitucional español. No es extraño que haya surgido y tenga una evidente utilidad en un contexto diferente, como es el que proporciona el Derecho público alemán, cuyo Tribunal Constitucional es mucho más dado a enmendar la plana al legislador y a extraer soluciones concretas de principios constitucionales que enmarcan mucho más la tarea del legislador de lo que es habitual en España. Pero no podemos perder de vista que precisamente por esta razón, la efectividad que podemos esperar de esta idea como defensa frente a las pretensiones del legislador es más bien escasa.
Por esta razón, la ley de reforma local refleja con crudeza, en el fondo, esta realidad constitucional española consistente en el efectivo vaciamiento de contenido de la garantía institucional de la autonomía local. Ello permite que, incluso en su versión reformada, las medidas que se contienen en el texto que son problemáticas pero que es evidente que ni al gobierno ni a la mayor parte de la comunidad jurídica se lo parecen (en el sentido de que puedan ser anuladas por el Tribunal Constitucional) sean numerosas y formen parte, de hecho, de los contenidos más elementales de la reforma. Pero son problemáticas y cuestionables, muy probablemente, por consideraciones de oportunidad, por suponer un vaciamiento muy cuestionable de las efectivas esferas de actuación de los municipios, por liquidar en gran parte la efectiva autonomía local de los municipios (con lo que ello supone desde muchos planos: subsidiariedad, control democrático, posibilidades de participación…) pero no porque jurídicamente no pueda hacerlo, en nuestro modelo constitucional, el legislador democrático. Un legislador que ha optado decidiamente por definir un ámbito para esa autonomía local que va a los límites mínimos constitucionalmente posible, con un amplio abanico de medidas que jibarizan la efectiva (y hasta la fecha usual) acción de los entes locales:
– limitaciones competenciales en el nuevo listado del art. 25 LRBRL, donde desaparecen algunas competencias, significativas en no pocos casos, que venían siendo atribuidas a los entes locales;
– eliminación de la idea de competencias implícita general o extensión a otros dominios de interés del régimen local (la derogación del artículo 28 LRBRL por la LRSAL es ciertamente significativa de lo que supone esta visión de una “autonomía local limitada” que se deduce de la voluntad del legislador;
– regulación muy limitativa de la gestión de competencias inicialmente llamadas “impropias” (ahora competencias otras a las legalmente atribuidas, según expresión de la Exposición de Motivos, véase cómo queda la redacción del art. 7 LBRL) y sometida a mecanismos de control y autorización impropios de la gestión autónoma (el nuevo art. 27 LRBRL detalla los procedimientos y controles para el ejercicio de competencias que puedan delegar las Comunidades Autómomas o el Estado)
– todo ello establece un marco global que aspira a limitar las competencias que ejercen los entes locales (aunque ahora se permita, con matices, a las CC.AA. dar alguna más), lo que tiene la paradoja de que los entes locales municipales están más limitados que las provincias para asumir competencia (al menos, tal y como queda la regulación de éstas en la norma, Jiménez Asensio, 2013)
– mecanismos de delegación que degrada la autonomía local, tanto desde una perspectiva material (muchas competencias que aparecen como delegables podrían ser, y de hecho algunas eran hasta ahora, competencias propias de los municipios) como formal, en la medida en que establece tutelas para su ejercicio funcional (véase, de nuevo, la prolija regulación del art. 27 LRBRL en la redacción dada por la LRSAL y se comprenderá inmediatamente la profundidad del cambio, con la aparición, además, de tutelas adicionales en las DA 15ª, DT 1ª y DT 2ª respecto de cómo se realiza la “devolución” de competencias educativas, sanitarias y de servicios sociales).
Lo sorprendente es, en todo caso, la enorme amplitud con la que el gobierno parece concebir que puede operar el legislador en este campo y, quizás, que no le falte razón. Más allá de lo cual, por último, hay que mencionar que la ley, en la línea de lo que ya hizo en su días la LRBRL, pero de modo mucho más intenso va mucho más allá de lo que parece razonable al establecer normas de organización interna (normas introducidas por la LRSAL en forma de nuevos artículos 75 bis, 75 ter o 104 bis, que establecen el nivel retributivo de los cargos locales o cuántos pueden ser los liberados, así como el número máximo de personal eventual que se autoriza a cada municipio a partir de su población). Y si bien el TC siempre ha establecido que la autonomía local lo es a un nivel diferente a la municipal, no puede perderse de vista que, en este punto, al menos, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional español sí es bastante consistente a la hora de defender la estricta capacidad de autoorganización de las Comunidades Autónomas. De manera que, por ejemplo, nadie podría considerar constitucional una limitación de cargos públicos o retribuciones heteroimpuesta por una norma estatal a las Comunidades Autónomas. Sin embargo, parece evidente que la tradición de ordenación interna a cargo del legislador estatal permite esta injerencia. De hecho, nadie ha señalado que existan reparos constitucionales mayores a que así se haga, con el nivel de detalle e intromisión que propone la reforma, que es ciertamente notable. Por mucho que las exigencias derivadas de la sostenibilidad económica, ya sea con el nuevo enunciado del art. 135 CE y ley de estabilidad mediante o incluso sin estos instrumentos normativos, aconsejen medidas de ahorro de esta índole y que siempre y en todo caso un desproporcionado crecimiento de este tipo de gastos sea criticable, la cuestión es hasta qué punto hay que entender que el control sobre esta cuestión corresponde, también, al legislador estatal o si, por el contrario, debería ser una cuestión resuelta en el seno de la institución y a partir de los mecanismos de control democrático al uso. Parece evidente, en todo caso, que la respuesta que da nuestro ordenamiento jurídico a este interrogante nos sitúa en un plano muy particular, donde el entendimiento y dimensión de la autonomía local no son excesivamente acusados[3].
En todo caso, y como es evidente, parece, además, y así lo justifica la propia norma en su Exposición de Motivos, que la idea de autonomía local queda restringida a partir de las nuevas atribuciones y competencias constitucionales que como consecuencia del Derecho europeo en la materia, de la reforma constitucional del artículo 135 CE y de su vinculación con el art. 149.1.14ª, parecen haber expandido enormemente el ámbito de acción estatal y sus posibilidades, reduciendo enormemente, en proporción, otros. Es un cambio estructural de importancia en nuestro Derecho. Y no afecta sólo a la autonomía local, también lo hace al reparto competencial entre el Estado y las Comunidades Autónomas, como la reforma muestra también con claridad.
III. La reforma como mecanismo de redefinición en clave centralizadora de las competencias sobre régimen local
La tramitación de la ley y en general todo el proceso previo han puesto de manifiesto una evolución clara en la manera en que se entiende el reparto de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas que, en este caso, no afecta sólo al gobierno sino también al Tribunal Constitucional, que ya ha tenido ocasión de pronunciarse (STC 233/99, citada por la Exposición de Motivos de la ley) y que, aunque no ha planteado mayores objeciones a desarrollos competenciales generosos realizados por Comunidades Autónomas en sus Estatutos de Autonomía, con casos como el catalán o el andaluz con una regulación de sus régimen local interno muy extensa, tampoco ha puesto reparos a las manifestaciones de recentralización llevadas a cabo por el Gobierno sino todo lo contrario.
Es cierto que la STC 31/2010, que es la más relevante respecto de esta cuestión, al analizar las pretensiones estatutarias referidas al caso catalán, no planteó objeciones mayores a una regulación extensa siempre y cuando fuera más o menos acomodable a la manera de entender el régimen local contenido en la norma básica estatal. Con todo, la sentencia no se priva de señalar, eliminando mucha de la efectividad que podría tener este despliegue como norma capaz de crear dinámicas verdaderamente propias, que esta regulación es válida en tanto que acomodable a la del Estado, lo que abre la puerta a que cualquier cambio posterior de la misma, según en entendimiento que parece claro que está avanzando el Tribunal, pueda obligar a cambios por deseo del legislador estatal que, al parece, sería en todo caso legislador básico y con unas restricciones atendiendo a este factor que son cada vez menores. Así, por ejemplo, la muy reciente Sentencia 104/2013, en respuesta a un recurso de inconstitucionalidad interpuesto por el parlament de Catalunya contra la ley 57/2003 de reforma del régimen local, ha confirmado punto por punto esta intuición, recordando que incluso allí donde pueda pretenderse que hay una interposición de un Estatuto de Autonomía, como es el caso catalán (la STC 104/2013, aunque resuelve un supuesto que tiene su origen antes de la aprobación del Estatuto catalán de 2006, es posterior a la ya mencionada STC 31/2010, que no se priva de mencionar), ésta no es tal y que el Estado, siempre y cuando actúe dentro de sus competencias, puede llevar la norma básica allí donde considere, por lo que las normas autonómicas, incluyendo el Estatuto de autonomía en su caso, deberán adaptarse, incluso aunque sea a posteriori, a esta realidad[4].
En este punto no deja de ser interesante comprobar hasta qué punto ha cambiado el entendimiento, probablemente el general de la comunidad jurídica, pero en todo caso el del Tribunal Constitucional, respecto a las posibilidades de delimitación competencial que se reconocen de facto al Estado a partir de títulos competenciales generales y a partir de sus facultades para establecer normas básicas. Respecto de la primera cuestión es patente la creciente ampliación de lo que el Tribunal Constitucional entiende que puede hacer con amparo en títulos como el artículo 149.1.1ª o, respecto del tema que nos ocupa, con una invocación tan genérica como la del 149.1.14ª, invocada por la norma y que aparentemente puede acabar convirtiéndose, en conexión con el art. 135 CE en su nueva redacción, en un título competencial de enorme importancia que prácticamente habilitaría al Estado para realizar cualquier regulación sobre materias directa o indirectamente relacionadas con cuestiones de tipo económico, financiero o presupuestario. Por otra parte, como es patente, el otro título competencial invocado por la LRSAL, el 149.1.18ª, que permite al Estado desarrollar normativa básica en materia de régimen jurídico de las administraciones públicas, es patente que se interpreta en la actualidad con mucha mayor generosidad que, por ejemplo, cuando se enjuició la constitucionalidad de la ley 30/1992, donde toda una serie de preceptos fueron analizados con sumo cuidado por las SSTC 76/1996 y 89/1996 para sopesar hasta qué punto los preceptos eran o no efectivamente básicos. Entre que el TC en general ha acabado por conceder al legislador estatal carta blanca a estos efectos, con pocas excepciones como afecciones muy directas a la propia autoorganización de las Comunidades Autónomas, permitiendo incluso que normas reglamentarias o actos administrativos pasen en ocasiones por básicos y que concurren en este supuesto los anteriores títulos competenciales horizontales comentados (no así el art. 149.1.13ª, que el legislador estatal finalmente ha dejado de invocar tras las críticas del Consejo de Estado al respecto), estamos asistiendo, en general, a una ampliación de la capacidad estatal para establecer normas básicas muy importante (Bernadí Gil, 2010).
Sin embargo, quizás en este caso podamos asistir a una situación que pueda acabar generando cierto freno a esta dinámica. No se puede perder de vista que, incluso si comparamos la situación actual con los recursos de que fue objeto la LRBRL, hay varios elementos que han cambiado y que han contribuido a dotar de estabilidad al sistema de régimen local español y, con él, al concreto reparto competencial que recoge. No sólo es que la LRBRL no haya sido sustancialmente modificada en este punto en casi tres décadas, es que, además, durante ese tiempo los Estatutos de Autonomía han ido desplegando efectos, las Comunidades Autónomas han ido consolidando su poder institucional y poniendo en marcha sus aparatos burocráticos, así como dictando normas propias en materia de régimen local, en algunos casos con mucho recorrido, que a estas alturas es difícil, siquiera sea fácticamente, desconocer totalmente por parte del legislador estatal. Parte de este problema, en su vertiente política que no jurídica, ya la hemos visto. Así, frente a leyes de régimen local como la aragonesa, la valenciana, la andaluza o la catalana que regulan de manera amplia y claramente incentivadora la gestión de servicios a partir de mecanismos de voluntariedad por parte de los municipios de tipo asociativo (mancomunidades, consorcios, etc.) la norma estatal, en el ALRSAL, optaba por una vía radicalmente contraria, poniéndoles trabas y extremando exigencias para tratar de llevarlos a su extinción. En gran parte, la rectificación que el PLRSAL introduce y que explica la redacción final (no completa, como siempre, pero sí apreciable) de la norma de reforma finalmente aprobada en esta materia se explica por las dificultades evidentes de enfrentarse a estas prácticas consolidadas y los problemas políticos que supone pretender algo así en un sistema donde el reparto territorial del poder no sólo existe desde hace décadas sino que está plenamente normalizado e interiorizado. Pero no sólo es un problema político. Jurídicamente no es excesivamente aventurado señalar que años de práctica y de funcionamiento han permitido ir decantando cuál sea el concreto contenido de lo básico, más o menos fijado a partir de una experiencia, enmarcada en la LRBRL, que permite señalar lo que efectivamente lo ha sido y lo que no (véanse, en este sentido, por ejemplo, las reflexiones de Velasco Caballero, 2007). Pretender uniformizaciones más allá de esta realidad es jurídicamente osado cuando están en manifiesta contradicción con las prácticas consolidadas. Y, en todo caso, al existir ahora diferentes Comunidades Autónomas con capacidad de respuesta jurídica y los medios y la experiencia para desarrollarla de manera técnicamente muy competente, la aprobación de esta ley permite augurar un enfrentamiento que tendrá que dilucidar el Tribunal Constitucional y que perfectamente podría empezar a suponer un reencuadramiento de lo básico en nuestro orden constitucional so pena de inclinarlo definitivamente hacia un neocentralismo con desconcentración en la gestión que se alejaría mucho del modelo pretendido por el constituyente (o, cuando menos, del entendimiento general en décadas pasadas de lo que era el Estado de las Autonomías).
La ley de reforma del régimen local español finalmente aprobada contiene elementos adicionales, más allá del tema competencial en sentido estricto en que se apoya, que van en la línea de reducir la tradicional participación de las Comunidades Autónomas en el modelo de régimen local español que siempre había sido calificado, casi de forma tópica, como “bifronte”. Así, recibió críticas generalizadas el mecanismo inicial del anteproyecto, que no sólo aspiraba a limitar las competencias locales a un listado fijado estatalmente sino a que éste no pudiera ser incrementado ni siquiera por las Comunidades Autónomas en materia de su exclusiva competencia. La pretensión era ciertamente llamativa, por cuanto, si las Comunidades Autónomas son competentes para el desarrollo legislativo de una materia, ¿qué razones pueden aducirse para no aceptar que puedan establecer competencias en esa materia a favor de los entes locales? Finalmente, tras las manifestaciones de generalizada perplejidad de la doctrina y del Consejo de Estado, el proyecto remitido a las Cortes pareció asumir la situación y abrió la mano, pero la norma ha acabado estableciendo toda una serie de cautelas respecto de cómo se habrán de realizar estas atribuciones competenciales que no dejan de resultar llamativas (art. 27 LRBRL según la versión del texto de la LRSAL).
Con todo, las pretensiones de predeterminación del ejercicio de competencias de las Comunidades Autónomas no quedan reducidas al establecimiento de estas peculiares normas respecto de cómo atribuir competencias aun en supuestos en los que el Estado, constitucionalmente, no debería tener nada que decir. También, vía diferentes Disposiciones adicionales o transitorias al proyecto de ley, aparecen indicaciones respecto de cómo han de actuar Comunidades Autónomas y entes locales a la hora de repartirse funciones en materia de servicios sociales, educación o sanidad (las ya referidas DA 15ª, DT 1ª y DT 2ª son ejemplos paradigmáticos). Las reglas son llamativas, por cuanto introducen elementos, incluso evaluación del coste de las transferencias que a partir de las atribuciones estatales en materia de Haciendas Locales y estabilidad presupuestaria acaban por permitir ciertos controles a cargo del gobierno central que, desde un punto de vista competencial, son extraordinariamente extraños por no decir directamente extravagantes.
De nuevo, en este caso, aparece el art. 135 CE como perfecta excusa para una interferencia referida al ejercicio de competencias autonómicas en relación con los entes locales. Pero es que las consideraciones de eficiencia económica, a partir de cómo es ésta entendida por el Estado, parece que se convierte por el proyecto en un instrumento jurídicamente omnipotente que permite al Estado entrar a regular cualquier aspecto. Es lo que ocurre también con el nuevo modelo de gestión de los servicios públicos locales.
IV. Planteamientos de fondo sobre eficiencia y gestión de servicios públicos: redimensionamiento de los mercados de servicios y gestión privada de los mismos
La reforma, en su pretensión de lograr ese ahorro económico tan publicitado (los famosos y quiméricos 8.000 millones de euros señalados por la Unión Europea), persiguen el objetivo de hacer más eficiente la Administración local española, como el propio nombre de la norma señala al hablar de “sostenibilidad y racionalización” de la Administración local. Ello se canaliza a partir de una serie de medidas que se pueden sintetizar en cuatro grandes ejes:
– Limitación de las competencias y gastos asociados a las mismas (como ya hemos visto, nuevos arts. 7, 25, 26, 27 LRBRL, supresión del art. 28)
– Establecimiento de normas de funcionamiento exigentes y limitadoras, entre las que se encuentran las referidas a sueldos o número de asesores, pero también otras que refuerzan ciertas funciones de la intervención y los funcionarios con habilitación estatal (nuevos arts. 75 bis, 75 ter o 104 bis LRBRL , entre otros).
– Obsesión por el tamaño de los municipios españoles y su excesivo número (son realidades conectadas, pues reducir el número de municipios incrementaría el tamaño de los resultantes, nuevo art. 13 LRBRL)
– Apuesta por un nuevo modelo de organización de la prestación de los servicios públicos locales, a partir de la creación de mercados de mayor dimensión territorial, tendencialmente provinciales (nuevo arts. 26.2 y 36 LRBRL).
Las cuestiones referidas a los dos primeros puntos han sido ya mencionadas al analizar las consecuencias de la norma respecto de la autonomía local y del reparto competencial entre Estado y Comunidades Autónomas. En cuanto al tamaño de los municipios, más allá de señalar que, de nuevo, el Estado incide al regular las fusiones en cuestiones que desde el despliegue autonómico venían reguladas por consolidadas normas autonómicas, de modo que se reproducen aquí algunos de los problemas ya expuestos, tiene sentido explicitar que la apuesta por municipios más o menos grandes, en tanto que elección política, va más allá de lo que el Derecho pueda decir al respecto en sí misma considerada. No es, sin embargo, neutro quién tome estas decisiones, por la cuestión competencial referida. Como tampoco lo es cuál sea el procedimiento establecido para la fusión o absorción de municipios.
En los términos del ALRSAL, y más allá de que pueda cuestionarse que algunos de los casos que permitían la fusión forzosa pudieran ser respetuosos con la autonomía local, discusión bizantina que parece hace tiempo resuelta entendiendo que los municipios pueden fusionarse o agruparse sin necesidad de contar con su acuerdo a partir del cumplimiento de unos mínimos procedimentales y participativos, la cuestión más interesante que suscitaba la norma en su redacción inicial era de oportunidad. Existen dudas respecto de que un modelo como el que se plasmaba en la norma respete el principio de subsidiaridad y, por ello, fuera en verdad eficiente. Al menos por la evidente contradicción entre la obsesión por incrementar el tamaño de los municipios y, a la vez, eliminarles competencias, lo que parece un contrasentido y además invalida el ejemplo comparado que solía aducirse a favor de la medida por cuanto los países de nuestro entorno que han procedido a incrementar el tamaño de los municipios no les han retirado competencias sino que, antes al contrario, suelen ser aquellos que no tienen entes intermedios entre el Estado y los municipios, razón por la cual ejercen no pocas competencias que en España, habitualmente, están en manos de las Comunidades Autónomas (véanse en este sentido las experiencias comparadas de dimensión y reforma recogidas en Moreno Molina, 2012). En todo caso, con las modificaciones introducidas finalmente, al volver a tratase este tema desde un prisma de voluntariedad, aunque sea con enormes incentivos económicos (medida, por lo demás, inteligente y muy apropiada en contextos de reparto del poder entre diversos niveles territoriales para tratar de orientar políticas públicas), las reticencias jurídicas que pudieran albergarse decaen en su mayoría. A este respecto, pueden subsistir únicamente dudas respecto de si en un sistema constitucional como el nuestro la aplicación del principio de no discriminación puede entenderse que padece por este tipo de medidas incentivadoras, pero es un debate complejo que se aleja de las reflexiones que ahora nos ocupan (en este sentido, es interesante, pero parcial y dándole más sentido legitimador del que realmente tiene, de la STC 103/2013 que hace la Exposición de Motivos de la norma: se trata, en todo caso, de un debate que en España acabaremos teniendo, como en otros Estados con el poder territorialmente compartido, si avanzamos en un entendimiento más federal e incentivador de ciertas acciones estatales sobre cuestiones donde intervienen varios niveles de gobierno).
Por último, es extrarodinariamente importante señalar, como ha recordado Tejedor Bielsa (2013) que en el fondo una de las grandes claves de esta reforma local es la modificación, por un mecanismo indirecto, de la manera en que se prestan los servicios públicos locales. Por mucho que hayan desaparecido gran parte de los mecanismos que establecían sistemas que coactivamente residenciaba, gustara o no a los municipios afectados, la prestación de sus servicios públicos (o al menos de algunos de ellos) en las Diputaciones provinciales (y que dependían de una evaluación de costes y la supuesta superación de unos costes estándar que debían ser definidos reglamentariamente, mecanismo muy criticado incluso por el Consejo de Estado por su indeterminación), ello no quita para que la idea, ahora por vías indirectas (obligación de publicar costes efectivos de la prestación de los servicios en cada municipio y su control posterior por las diputaciones, así como su publicación), siga siendo la misma: tratar de ir llevando poco a poco la prestación de los servicios públicos locales de los municipios de más de 20.000 habitantes a unas estructuras de prestación de base provincial lideradas por las Diputaciones provinciales.
Las consecuencias de estos cambios no son sólo de orden de magnitud. También hay elementos cualitativos. No es lo mismo que se centralice la contratación de ciertos servicios a que lo hagan los ayuntamientos individualmente. El tamaño y origen de las empresas que van a concursar no será el mismo en un caso y otro. Incluso, como es obvio, este mecanismo no es neutro a efectos del modelo de gestión que acabará implantándose (resulta evidente que es mucho más factible la prestación directa municipio a municipio que por medio de una diputación provincial que deba hacerse cargo, a la vez, de muchos servicios en muchos municipios a veces separados geográficamente y con características y necesidades dispares). Hay quien ha señalado que dependiendo de unos servicios u otros, económicamente, tendrá más sentido un modelo u otro (Bel, 2013), pero sin que siempre la solución deba ser agregar territorialmente la prestación. Y, por último, es dudoso a partir de la evidencia empírica que la corrupción se reduzca sustancialmente por el simple motivo de elevar de nivel la gestión, como el ejemplo danés, por ejemplo, muestra (Cuñat, 2013). La conclusión que parece esbozarse a partir de estas coordenadas es que la reforma local llevada a cabo por la LRSAL, por la vía de fomentar la prestación del servicio a cargo de las Diputaciones (e incluso forzar en algunos casos extremos), está en la práctica incentivando un sistema de prestación más indirecto, más privado, más externalizado y en manos de empresas más grandes. Debe señalarse que esta conclusión contiene elementos paradójicos, alguno muy visible en preceptos como el nuevo art. 85.2 LRBRL, que para optar por ciertas modalidades de prestación directa de los servicios públicos locales exige una detallada memoria económica justificativa de la conveniencia, en términos de eficacia y economía, de la modalidad elegida pero que, en cambio, exime de este requisito cuando la opción elegida es la gestión indirecta. Algo que no plantearía problemas si pudiéramos asumir que esta última va a ser siempre más eficiente y económica que la gestión directa, pero la evidencia empírica no es esta sino, en muchos casos, la contraria (como por ejemplo el Tribunal de Cuentas ha demostardo en su reciente Informe de fiscalización de servicios públicos locales para el ejercicio 2010, donde se constata, antes al contrario, una generalizada situación de sobrecoste en los casos de servisios prestados por empresas privadas en comparación con los servicios homologables prestados por ayuntamientos equiparables de forma directa). Queda pues claro, con ejemplos como este, que la ley ha antepuesto en muchos casos una voluntad de reforma de los mercados que tiene como base otras razones antes que la pura eficiencia económica o el intento de eliminar incentivos para la corrupción.
La solución final de la reforma legal aprobada por medio de la LRSAL, salvo las excepciones reseñadas, va en la línea de no imponer sino fomentar o “forzar” por medio del soft-law (publicidad, comparación, promoción del Plan de coordinación de servicios provincial, medidas de fomento y atractivo de la gestión a cargo de la Diputación) el que cada vez más municipios pequeños opten por delegar en las Diputaciones provinciales más y más servicios. En principio, nada que objetar a que así se haga si efectivamente hay mejoras de eficiencia (y los mecanismos ahora dispuestos pueden ser útiles para detectar dónde puedan producirse). Únicamente es cuestionable si tienen sentido las transferencias coactivas justificadas en razones ajenas a la eficiencia (incumplimiento del municipio de sus obligaciones en materia de estabilidad financiera, que pueden no tener nada que ver, o no tener que ver directamente, con problemas de eficiencia en la prestación del servicio) y respecto de los costes efecivos si las dimensiones provinciales y, sobre todo, una estructura como las Diputaciones provinciales son las más adecuadas para llevar a cabo estas tareas. La literatura comparada (Bel, 2013), como es sabido, pone de manifiesto que las agregaciones en esta materia funcionan mucho mejor a partir de sistema de voluntariedad, pero quizás la voluntariedad debería también extenderse no sólo a querer entrar o no en el sistema sino a qué tipo de modelo de prestación y ámbito elegir. Por ejemplo, con una potenciación de mecanismos asociativos que, en cambio, la reforma sigue viendo como sospechosos y que cuentan no sólo con cierta tradición sino con el apoyo de las normas de régimen local autonómicas más modernas que, por lo general, han apostado más bien por estas vías.
Por último, hay que señalar que quedan no pocos problemas prácticos por resolver respecto de la concreta articulación de los mecanismos de asunción por parte de las Diputaciones de este tipo de prestaciones, esencialmente a la hora de determinar cómo imputar deudas pasadas o futuras al reparto del esfuerzo económico presente y futuro, por ejemplo.
V. Algunas conclusiones y críticas al modelo plasmado en la ley de reforma local
A partir de las consideraciones hasta aquí realizadas es fácil aventurar que la valoración global que merece la reforma de nuestro régimen local tan trabajosamente perfilada por el gobierno y finalmente aprobada parlamentariamente no es demasiado positiva. Es francamente dudoso que vaya a producir excesivo ahorro económico (al menos, a igual prestación de servicios públicos, otra cosa es si la traslación de ciertas competencias a las Comunidades Autónomas hace que lo servicios hasta ahora prestados por los ayuntamientos dejen de prestarse pero, al menos en teoría, se supone que no es ésa la idea) y manifiestamente imposible que se llegue a los famosos 8.000 millones de euros inicialmente planteados como objetivo de ahorro. Además, la norma plantea no pocas contradiciones internas de calado que convierten en sospechosas muchas de sus soluciones y permiten aventurar que pueden acabar por ser poco aplicadas. El ejemplo comparado en que dice inspirarse la norma, de hecho, no avala que la reducción del número de municipios y el incremento de su tamaño vayan de la mano de una drástica reducción de competencias. Tampoco parece que haya una elaboración realista de alternativas a la prestación de los numerosos servicios (por ejemplo, sociales, con la importancia que ello tiene para los ciudadanos) que están prestancoa los ayuntamientos y que la norma pretende que dejen de ser de su incumbencia, lo que induce a pensar que las famosas “competencias impropias” van a seguir teniendo una larga vida, mal que le pese al gobierno, por pura necesidad.
En todo caso, estamos ante un ejemplo claro de un programa de recentralización jurídica que demuestra la desconfianza del gobierno en la autonomía (en este caso, particularmente, en la autonomía local). Con independencia de la (legítima) opinión que pueda tenerse al respecto y de que muy posiblemente la poca densidad constitucional de la garantía institucional de la autonomía local permite al legislador adoptar este modelo, es necesario identificar la clara orientación de las medidas contenidas en la LRSAL y no parece descabellado apelar tanto al ejemplo comparado como a ciertos principios comunes del Derecho europeo que también pueden rastrearse en nuestra Constitución, aunque sea in fieri en algunos casos (subsidiariedad, eficiencia, principio democrático, participación y control ciudadanos…) para considerarlas francamente poco acertadas. Es muy probable que estemos ante una norma que demuestre en el futuro, con contadas exceciones (los mecanismos de incentivo, de soft-law, de publicidad y transparencia no son criticables, antes al contrario), poca capacidad de intorducir mejoras efectivas en la gestión y vida diaria de nuestras Administraciones locales pero que, a cambio, pueda producir problemas prácticos de importancia si se pretenden llevar rígidamente a la práctica sus previsiones en materia de repliegue competencial de los ayuntamientos en unos momentos de ajuste presupuestario que muy probablemente dificultarán que las Comunidades Autónomas los puedan prestar en condiciones, con la consiguiente merma de atención a los ciudadanos en general y a los vecinos más desfavorecidos en particular.
VI. Referencias bibliográficas a los trabajos citados
– Bel, Germà (2013), “Local governement size and efficiency in capital-intensive services: what evidence is there of economies of scale, density and scope?, The Challenge of Local Government Size, Edward Elgar, 2013.
– Bernadí Gil, Xavier (2010), “La doctrina de la Sentencia 31/2010 sobre las competencias ejecutivas (sostenella e no enmendalla)”, en Revista de Dret Públic, nº extra 1-2010, pp. 262-270
– Boix Palop, Andrés (2013), Una nova planta per als valencians. Possibilitats i límits per a l’organització política i administrativa del País Valencià dins la Constitució de 1978, Fundació Nexe.
– Carbonell Porras, Eloísa (2013), “La planta del gobierno local”, La reforma local, Publicaciones AEPDA.
– Cuñat, Vicente (2013), “Corrupción municipal (¡en Dinamarca!)”, Nada es Gratis.
– Consejo de Estado (2013), “Dictamen sobre el Anteproyecto de Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local”, Boletín Oficial del Estado, Dictamen de 26 de junio de 2013.
– Jiménez Asensio, Rafael (2013), “El Proyecto de Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local: novedades más relevantes en relación con los borradores del LRSAL y principales enmiendas aprobadas en el Congreso de los Diputados”, Diario del Derecho Municipal.
– – Moreno Molina, Ángel Manuel (ed.), Local government in the Member States of the European Union: a comparative legal perspective, INAP, 2012.
– Muñoz Machado, Santiago (2013), “Ocho mil millones de euros de ahorro: la compleja reforma de la Administración Local”, Posiciones Círculo Cívico de Opinión, 7 de mayo de 2013.
– Tejedor Bielsa, Julio (2013), “Autonomía, economía y reforma local”, Agenda Pública, 10 de octubre de 2013.
– Tribunal de Cuentas (2012), Informe nº 959, Fiscalización del Sector Público Local (Ejercicio 2010)
– Velasco Caballero, Francisco (2007), “Autonomía local”, Actas II Congreso AEPDA.
– Velasco Caballero, Francisco (2013), “Sobre el Dictamen del Consejo de Estado en relación con el Anteproyecto de Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local”, Instituto de Derecho Local – Universidad Autónoma de Madrid.
[1] Así, por ejemplo, el artículo 26.2 de la norma local básica según la redacción dada por la LRSAL sigue estableciendo un sistema de prestación de ciertos servicios por parte de las Diputaciones provinciales para aquellos municipios que no logren acreditar que sus “costes efectivos” de prestación son menores que los que garantiza la correspondiente Diputación provincial (u órgano equivalente), por mucho que ahora el precepto diga finalmente que este órgano propondrá la forma de prestación “con la conformidad de los municipios afectados”; el artículo 13 en la redacción dada por la LRSAL dificulta enormemente la creación de nuevos municipios (y la imposibilita para entidades con menos de 5.000 habitantes) así como establece un programa de incentivos muy ambicioso (13.4) de fusiones; y las normas respecto de figuras de tipo asociativo que se han demostrado muy útiles en ocasiones como las mancomunidades o de mecanismos de participación de base y de acercamiento a los ciudadanos como las entidades locales menores, aunque no fuercen necesariamente a la disolución de las mismas, siguen manifestando una clara hostilidad (DT 4ª, DT 11ª…), al igual que ocurre con los consorcios y figuras afines.
[2] Como es obvio, que no existan Diputaciones provinciales no significa que no haya órganos equivalentes (desde las propias Comunidades Autónomas en las que son uniprovinciales a las instituciones de ámbito insular en los archipiélagos o las formas propios de los territorios forales) que vayan a encargarse de las mismas funciones que la reforma asigna a las Diputaciones provinciales. Pero vale la pena mencionar este punto a efectos de entender hasta qué punto la forma provincial de prestación de ciertos servicios y la necesidad de que exista una institución local de ese ámbito es constitucionalmente dudoso que sea ineluctable, como la propia inexistencia de Diputaciones provinciales en gran parte del territorio nacional pone de manifiesto en la práctica de forma patente (sobre esta cuestión, extensamente, Boix Palop, 2013).
[3] Se da la paradoja de que, en el fondo, una intervención de esta índole, tan evidentemente reductora de la autonomía local, por mucho que establezca supuesta y formalmente unos máximos, uns techos que no pueden superarse, al eliminar los controles autónomos y heteroimponer reglas está, de alguna manera, “marcando” niveles que, sin duda, harán que los muchos ayuntamientos que a día de hoy están por debajo de esos límites (tanto en sueldos, como en número de liberados y asesores) sientan que, de alguna manera, el legislador estatal les está indicando que deben incrementar ese tipo de gastos. Puede darse la paradoja de que, al final de la historia, los ahorros en esta parcela tras la entrada en vigor de la norma sean más bien pequeños… cuando no inexistentes.
[4] En este sentido, como resulta obvio, el legislador cuenta con cierto margen y puede optar, dentro de lo que es la referida doctrina del Tribunal Constitucional, por ser más generoso o menos con los desarrollos autonómicos previos y tratar de ser, en su caso, cuidadoso. La LRSAL establece, en este sentido, ciertas cautelas. Además de las típicamente relacionadas con territorios forales o Ceuta y Melilla sorprende la especial mención que se hace al respeto a los desarrollos en la materia realizados por la Comunidad Autónoma de Aragón (DA 3ª 3). Más allá de lo criticable que pueda ser políticamente que se establezcan estas asimetrías de modo explícito en la norma, consecuencia de pactos de gobierno entre partidos nacionales y minorías nacionalistas y regionalistas, podría llegar incluso a plantearse si esta mención contiene algún elemento de arbitrariedad, que como es sabido está proscrita también al legislador según el art 9.3 CE y que, por mucho que no haya sido sólito entender que ha de ser un tamiz constitucional aplicable al legislador, en este caso no es descabellado, como mínimo, considerarlo.
2 comentarios en Tres notas explicativas sobre el sentido y orientación de la Ley 27/2013 de racionalización y sostenibilidad de la Administración local
Comentarios cerrados para esta entrada.
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Creo que eres un poco exigente de más con nosotros. ¡Estas cosas no se cuelgan así como así un 1 de enero!
Estoy, con todo, muy de acuerdo en casi todo lo que dices. No acabo, sin embargo, de ver claro que haya que asumir con tanta naturalidad que la autonomía local dependa en su definición y extensión de lo que diga el legislador y nada más. Habría que intentar dotar de algo más de «densidad», por emplear tu expresión, al dictum constitucional.
Comentario escrito por Marta Signes — 02 de enero de 2014 a las 5:08 pm
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Trackback escrito por el poder de la mente — 09 de enero de 2014 a las 6:52 am