“Catherine the Great” – Robert K. Massie

Eva Sannum en Leningrado

Hagamos un ejercicio de política-ficción: imaginen que Preparado, en vez de casarse con Letizia Ortiz (una mujer que -¿cómo decimos esto sin tener a la Fiscalía encima?- encaja perfectamente en la más Real de las Familias), se hubiese casado en su día con Eva Sannum, una extranjera, luterana y en general la antítesis completa de la mujer-mujer aznariana. Eva Sannum, supongamos que maltratada por la corte, se hubiese refugiado en los brazos de –por poner- Juan Carlos Monedero, teniendo un hijo de paternidad cuanto menos cuestionable. Posteriormente, en 2014, con la crisis económica amenazando el régimen, Eva hubiese aprovechado la abdicación de Campechano para dar un golpe contra su marido, gobernar con Pablemos de Primer Ministro, logrando convertir a España en una sociedad casi escandinava, con LPD como órgano oficial del nuevo régimen. Ya, suena demasiado fantasioso, pero estos son los paralelismos que me sugirió la lectura de esta biografía de Catalina la Grande.

Robert K. Massie, del que ya hemos publicado alguna cosita aprovechando que sus libros están a buen precio en Amazon, es experto en la dinastía Romanov. Escrito cuando Massie ya tenía 82 años, este libro contiene muchas de sus virtudes, especialmente su relato detallista y vívido, modelo “vieja escuela de periodismo estadounidense años 70” y guiado por la bella máxima de “to relate the facts and nothing but the facts in the most compelling way possible”. También el defecto, según gustos, de que Massie aquí proporciona menos contexto, se centra más en el personaje y menos en el país, y se mete tanto en la piel de los protas que a ratos parezca una novela. Resulta difícil creer que pueda tener un conocimiento tan detallado de la vida interior de personas que murieron hace más de dos siglos, pero se lo damos por bueno (también, porque dicho conocimiento deriva de leerse la sin duda ingente correspondencia de la humilde muchacha).

 

La humilde muchacha en la temprana adolescencia.

La humilde muchacha en la temprana adolescencia.

 

Sí, “humilde muchacha”: la mujer que algún día sería emperatriz y zarina de un imperio que se extendería desde Varsovia hasta el océano Pacífico empezó siendo una muchacha cualquiera que ni soñaba con tan altos honores. Nacida en 1729 como Sophie Friederike Auguste von Anhalt-Zerbst-Dornburg (vale, con ese nombre no eres precisamente una humilde muchacha, era por el efecto dramático), su padre era un príncipe alemán venido a menos, casado a los 37 años con una chavala de 15 para buscar un heredero. La adolescente madre de Sophie, la princesa Johanna, estaba emparentada con la realeza de media Europa, y en consecuencia odiaba ser la esposa de un simple comandante de fortaleza en una remota esquina del reino de Prusia. Sophie siempre le pareció un estorbo a su madre, la cual buscaba un heredero varón y se dedicó a machacar la autoestima de su hija, haciendo de Sophie una niña muy reservada, que se refugiaba en el estudio y en la cultura francesa, pero que también atesoraba perspicacia e inteligencia. Por lo demás, su infancia careció de interés, como ella misma reconoció en sus Memorias.

A los catorce años, su vida pegó el gran vuelco: la zarina Isabel, hija de Pedro el Grande y soltera, se trajo a su sobrino Pedro a la corte y lo adoptó como heredero, y buscándole una esposa pidió que le mandaran a Sophie (la sobrina de su difunto prometido, el hermano de Johanna). Federico II de Prusia, alias Viejo Fritz e icono pop en esta su página amiga, que por entonces estaba metido en las Guerras de Silesia con Austria, entendió la importancia de poner a Rusia de su parte, y tras una charla personal con Sophie -en quien reconoció a alguien de inteligencia y con una relación absolutamente tóxica con sus progenitores, como la que había tenido él- puso toda la carne en el asador para que la boda llegara a buen puerto. Sophie fue a Moscú, y a pesar de las intrigas de su entrometida madre se metió en el bolsillo a todo el mundo merced a su rápido aprendizaje de la lengua rusa, seguido de conversión exprés a la fe ortodoxa. Aprovechando el bautizo, la zarina Isabel le puso un nuevo nombre: Ekaterina (traducido como Catarina o Catalina, en honor a la madre de Isabel, esta sí una humilde muchacha campesina cualquiera).

 

Intrigas en la corte

El zarevitsch y futuro Pedro III era un chaval débil y pusilánime, con severas taras psíquicas producto de la educación a hostias proporcionada por los asesores militares de su padre. También era primo segundo de la ahora llamada Catalina, quien le había visto una vez sin que le gustara demasiado, entre otras cosas por su debilidad por la bebida (cuando se vieron tenían 9 y 10 años respectivamente), a lo que posteriormente se añadió una cara desfigurada por la viruela. Pero Pedro constituía su única vía de escapar de su madre o de un destino como solterona enclaustrada, así que hizo de tripas corazón. Ayudó que ambos fueran alemanes (Pedro era duque de Holstein y se había criado en Kiel, y echaba de menos su hogar) y que Catalina hacía lo imposible por caerle bien a Isabel, que era quien partía el bacalao en la corte.

En agosto de 1745 se dieron el sí, y ahí terminó la vieja vida de Catalina. Jamás volvió a ver a su familia, ni volvió a salir de Rusia. Su padre ni siquiera había sido invitado a la boda (cuando murió en 1747, Isabel la dejó llorar una semana entera y luego le exigió recomponerse con una frase que peta nuestro borbonómetro: “al fin y al cabo vuestro padre no era un rey“). Su madre, tras provocar varios incidentes, volvió a Stettin y a la muerte de su marido fue desposeída (el Viejo Fritz nunca le perdonó su estupidez e incorporó Zerbst a la corona de Prusia; Johanna murió exiliada en Paris). Las amigas de Catalina fueron apartadas de ella por la camarilla imperial, que no quería una facción prusiana en la corte. Y su marido Pedro, lastimoso niñato que era, unió a ello la condición de miserable, humillándola, persiguiendo a otras mujeres, y acostándose cada noche borracho a su lado. Tardó ocho años en consumar el matrimonio (Massie no se decide entre problemas psicológicos ó una fimosis). Y detrás de todo lo que le ocurría a Catalina, estaba la zarina Isabel, campechana e iracunda a partes iguales, controlando cada detalle durante 17 años, durante los que Catalina fue tratada como lo que era: una vaca destinada a parir terneritos reales. Un trato ante el que Catalina se refugió en los libros, leyendo entre otros los Anales de Tácito y obras de Voltaire y Montesquieu.

Finalmente, el 20 de septiembre de 1754, Catalina da a luz a un niño, el futuro zar Pablo I. Según lo ha parido, Isabel y Pedro se lo llevan tan contentos y la dejan casi desangrándose, tirada en un colchón en el suelo con solo una sirvienta inexperta para atenderla; una vez producido el heredero, por ellos como si se moría. Tardó una semana en poder ver a su hijo (y se lo tomó tan mal que en sus memorias insinuó que el padre de la criatura era su amante Sergei Saltykov; dado el parecido de Pablo con Pedro muchos historiadores lo dudan, aunque Massie opta por creerla a ella), y nunca tuvo con él una relación afectuosa, pues Isabel lo secuestró para criarlo como si fuese suyo. Y las humillaciones no pararon:

 

La emperatriz entró en el dormitorio de Catalina, con un plato de oro sobre el que había una orden de mandar a la nueva madre cien mil rublos. […] Cuatro días más tarde, el secretario del gabinete fue a verla y le suplicó que devolviera el dinero temporalmente al tesoro; la emperatriz lo necesitaba para otro propósito. Catalina consintió, y finalmente recibió el dinero en enero. Con el tiempo, se enteró de que Pedro, habiendo oído del regalo de su tía a su mujer, se había enfadado y protestaba por no haber recibido nada. Alexander Shuvalov se lo habría transmitido a la emperatriz, quien inmediatamente envió al gran duque [Pedro] una suma igual a la de Catalina – que era la razón por la que hubo que pedirle a Catalina que prestara el dinero de vuelta.

 

Vamos: que Catalina fue borboneada a tope durante 17 años. Las anécdotas al respecto son un no parar, y uno está tentado de pensar que si la realeza está tan aislada tras muros y seguridad, no es por protegerla de los plebeyos sino al revés.

 

Así os lo digo: antes me meto a puta que aguantar 17 años de borboneo.

Así os lo digo: antes me meto a puta que aguantar 17 años de borboneo.

 

En realidad toda esta fase inicial Massie nos la relata en plan “porque hay que saberlo”, pero al contrario que con su biografía de Pedro el Grande no lo convierte en un relato unificado que lleva a alguna parte, más bien parecen anécdotas deshilachadas que se ponen por rellenar (aunque interesantes y bien contadas, eso sí). Ni siquiera se va creando tensión de cara a 1756, o 1762, o 1768, según cual crean ustedes es el momento cuando empieza “lo bueno” (como a nosotros nos mola la Guerra de los Siete Años, ansiamos 1756, aunque luego Massie apenas se mete en harina). Y no sé si es porque Massie a sus 82 años ha perdido garra, o porque a esa bíblica edad uno realmente ha llegado a una comprensión tan completa y zen del mundo que se niega a perder el tiempo con chiquilladas.

 

La Guerra de los Siete Años

Finalmente, en 1756 estalla la Guerra de los Siete Años, pero para Massie resulta más importante la llegada a San Petersburgo de Sir Charles Hanbury Williams, el sofisticado, amable e inteligente embajador británico. Primero, porque este hijo de la Gran Bretaña tiene que hacer unas divertidas piruetas diplomáticas (Gran Bretaña pasa de intentar aliarse con Rusia contra Prusia, a aliarse con Prusia contra todos los demás; uno de esos Juegos de Tronos que tan fáciles y divertidos resultan cuando juegas desde la seguridad de tu insularidad), y segundo, porque se trae como secretario a Estanislao II Augusto Poniatowski (que en aquello momento aún no tiene números en su tarjeta de visita y solo es el hijo menor de una ilustre familia polaca), que será el nuevo amante de Catalina.

Poniatowski fue con casi total seguridad el padre de la segunda hija de Catalina, Anna Petrovna, nacida en diciembre de 1757. Hija de nuevo “secuestrada” por Isabel, que solo le valió un regalo de 60.000 rublos, y que murió a los 15 meses de edad. Catalina nunca la volvió a mencionar. Mientras tanto, la Guerra de los Siete Años seguía, con la intervención rusa más pendiente de los tejemanejes en la corte que de otra cosa. Isabel era ferozmente antiprusiana pero estaba enferma, y todo el mundo sabía que su heredero Pedro pararía la guerra al momento, como admirador del Viejo Fritz que era. De modo que los ejércitos retrocedían y avanzaban según Isabel tuviese achaques o se levantase lozana. Al mismo tiempo, los posicionamientos de cara a la sucesión le costaron el puesto al canciller Alexey Bestuzhev, uno de los principales amigos de Catalina. Catalina, no obstante, se afianzaba gracias a haber parido un heredero varón y a la indolencia de su marido, que con gusto le dejaba el papeleo mientras se iba a jugar a los soldaditos. Así, Catalina empezó discretamente a reunir una camarilla de aliados en la corte y a pensar en posibles escenarios para el deceso de Isabel.

 

El breve reinado de Pedro III

Finalmente, el 25 de diciembre de 1761 (calendario juliano), la zarina Isabel muere a los 52 años sin cambiar el orden de sucesión. Pedro III, liberado al fin de su castrante tía, se las arregla para poner el imperio patas arriba y a todo el mundo en su contra en apenas cinco meses. Primero intenta reformar la Iglesia Ortodoxa siguiendo el modelo de la Iglesia Luterana, incluyendo la prohibición de iconos que no representen a Jesucristo. Luego rompe con sus aliados Francia y Austria firmando una paz con Prusia, seguida de una alianza (paz que renuncia a todo lo que el ejército ruso ha conquistado en cinco años de guerra durísima, aunque el ejército ya estaba en su contra debido a la chiquillada, sostenida durante cinco años, de filtrarle a Fritz -vía el embajador británico- los planes de guerra rusos). Aparece en público con uniformes prusianos. Horroriza al pueblo por no guardar luto por Isabel (mientras Catalina se arrodilla durante horas ante el ataúd, a la vista de todos). Por último, ofende a la Guardia Imperial colándoles un regimiento de su Holstein natal. La gota que colma el vaso es su deseo de empezar una guerra con Dinamarca para defender los intereses de Holstein sobre Schleswig (aunque el detonante de lo que ocurrió sería su pretensión de separarse de Catalina y casarse con su amante, Yelizaveta Vorontsova).

 

Cuando fueron a por Pedro, no le dieron tiempo ni para decir: “lo siento, me he equivocado, no volverá a ocurrir.”

Cuando fueron a por Pedro, no le dieron tiempo ni para decir: “lo siento, me he equivocado, no volverá a ocurrir.”

 

A los 186 días de reinado, la Guardia Imperial (comandada por Grigory Orlov, amante de Catalina y más que probable padre de la criatura de la que estaba embarazada, el futuro príncipe Alexei) da un golpe de estado y Catalina es proclamada emperatriz y zarina de todas las Rusias. Massie reparte la responsabilidad del golpe de estado entre todos, porque todos estaban más o menos de acuerdo en que Pedro era un inútil y que Catalina era un recambio mucho mejor, además de ser la madre del único bisnieto de Pedro el Grande, pero eso no me termina de explicar porqué Catalina no fue nombrada regente en nombre de su hijo, sino emperatriz por derecho propio. Tal vez para controlar mejor el trono. A la muchacha, desde luego, no le faltaron arrestos para -una vez asegurado San Petersburgo- ponerse al frente de catorce mil jinetes de la Guardia e ir a la residencia de Oranienbaum a “convencer” a Pedro de que abdicara voluntariamente. Para ello, se vistió con el uniforme tradicional de la Guardia, desechando los nuevos uniformes de estilo prusiano impuestos por Pedro. Solo le faltaba una empuñadura, que un joven oficial al que no conocía le ofreció al momento. ¿Su nombre? Grigory Potemkin. Anótenlo, que también terminará en la cama de Catalina.

En cuanto Pedro se enteró del golpe, intentó conseguir tropas, pero al ser rechazado en la base naval de Kronstadt se vino abajo y le mandó una carta a Catalina ofreciéndole ser co-regente. La muchacha dijo que nones y el mensajero se pasó a ella ipso facto. En una segunda carta Pedro ya ofreció la abdicación a cambio de poder retirarse a Holstein con su amante. Catalina lo pidió por escrito, así que Pedro, borboneado hasta extremos humillantes, escribió:

 

Yo, Pedro, por mi libre voluntad declaro solemnemente, no solo al Imperio Ruso sino al mundo entero, que para siempre renuncio al trono de Rusia hasta el fin de mis días. Nunca trataré de recuperarlo ni aceptaré asistencia de nadie en ello. Esto lo juro ante Dios.

 

El Viejo Fritz, cínico y mordaz, es quien mejor lo describió todo: “permitió que le destronaran como un niño al que mandan a la cama.”

 

Primeros pasitos

Pedro fue encerrado en una residencia de verano. A los tres días, estaba muerto. Según el único relato, de Alexei Orlov (hermano de Gregory, que de morir Pedro tendría abierta la posibilidad de casarse con la emperatriz; Massie sospecha que los instigadores de todo fueron los Orlov sin consultarlo con Catalina, pero no hay forma de saberlo seguro), Pedro cenó junto a los oficiales encargados de vigilarle, y tras unas cuantas copas de más hubo una pelea y Pedro murió. Para acallar rumores, Catalina ordenó una autopsia, donde los médicos, je, solo buscaron restos de envenenamiento, y al no encontrarlos decretaron muerte natural por cólico; naturalmente, toda Europa creyó que ella era culpable. Posteriormente, Pedro recibió un funeral de estado, y su cuerpo fue expuesto en la catedral de Pedro y Pablo… con un uniforme de Holstein (y una corbata al cuello, como tapando marcas de estrangulamiento). Que era su traje favorito, vale, pero de lo que se trataba era de recordarle al pueblo ruso que Pedro era un extranjero (perdonable) que nunca quiso integrarse (imperdonable). Como le escribió Catalina a Poniatowsky: “el odio a los extranjeros fue el factor principal en todo el asunto, y Pedro III pasaba por extranjero.” Acto seguido, deshizo todo lo que Pedro había hecho durante su breve reinado: la desamortización eclesiástica, la alianza con Prusia (aunque no retomó la guerra), la luteranización de la Iglesia (aunque al mismo tiempo integraba a la Iglesia en la estructura del Estado). Y cumplió con las tradiciones desechadas por su difunto marido: una coronación en el Kremlin con todo el boato posible, y muchas peregrinaciones a monasterios. Pero los rumores no callaron: al año siguiente, moría Ivan VI, un zar legítimo que les he hurtado hasta ahora porque Isabel le encerró de niño en una prisión durante 20 años. Murió durante un intento de liberación por parte de un noble ucraniano que creía poder recuperar así sus tierras, expropiadas por Pedro el Grande. Parecía que la mosquita muerta de Catalina estaba purgando a toda la casa Romanov, así que se intentó acallar los rumores mediante una proclamación imperial:

 

Todos deben volver a su quehacer y abstenerse de todo inútil e inapropiado cotilleo y crítica del gobierno

 

La verdad, juntando esto con algunos comentarios de Catalina sobre la situación de los siervos:

 

Una sociedad civil requiere de un cierto orden establecido: debe haber quienes gobiernen y quienes obedezcan.

 

la buena señora resulta casi una figura del Siglo XX: todos a obedecer, ¡pero en vez de decapitaciones solo habrá censura y muerte civil! ¡Modernidad y progreso!

 

Borbón Seal of Approval.

Borbón Seal of Approval.

 

Musa de la Ilustración

En cuanto tuvo vía libre, Catalina intentó dar salida a sus ímpetus reformadores ilustrados. Para ello, escribió personalmente (en francés) el Nakaz, una especie de Código Civil/Constitución para Rusia, del que solo quedó una cuarta parte intacto cuando pasó el filtro de sus asesores, nobles todos ellos. Una Asamblea Legislativa, convocada ex profeso para aprobar el Nakaz, se lió en subcomités y sub-sub-comités, y solo logró reforzar la idea de que era necesario un poder autocrático para reformar Rusia. Lo único sustancial que aportó la Asamblea fue la concesión del título “La Grande” a Catalina (tras 5 años en el trono; Pedro el Grande tuvo que esperar 40 años para el mismo honor). Y por supuesto, en la Asamblea no había siervos, que constituían la mitad de sus 20 millones de súbditos y vivían en condiciones de esclavitud; Massie cita anuncios de periódico ofreciéndolos por 200 y hasta por 100 rublos. Y no era solo una sumisión feudal: había siervos propiedad de sociedades anónimas, por ejemplo las grandes compañías mineras en los Urales, y también en las tierras de la Iglesia, dueña de un millón de siervos. Salvando alguna pequeña mejora aquí y allí, Catalina no cambió fundamentalmente nada.

Pero eso no es óbice para que sea considerada una de las musas de la Ilustración, gracias sobre todo a su intensa correspondencia con los filósofos franceses, a los que además cubrió de regalos. Gregory Orlov, en un intento por congraciarse con ella, invitó a Rusia a Rousseau, que declinó.

 

Catalina probablemente estuvo aliviada de que Rousseau renunciara. Su gusto por filósofos ilustrados iba más por los Montesquieu, Voltaire y Diderot, que creían en el despotismo benevolente, más que Rousseau, que abogaba por un gobierno administrado por la “voluntad general” de la población en su conjunto.

 

Solo Diderot llegó a visitarla. Aunque ella le concedió numerosas audiencias, apenas aplicó sus enseñanzas, arguyendo que él trabajaba sobre papel y ella con seres de carne y hueso. Pese a ello, sus regalitos y subvenciones crearon una nueva imagen de Rusia entre la intelectualidad occidental. ¡El poder de los canapés pagados!

 

Que empiece el Juego de Tronos

Y con esto (y ya llevamos el 50% del libro, y eso que la segunda mitad incluye todas las notas y referencias) llegamos a fin al punto que realmente nos da morbillo aunque no queramos reconocerlo: cuando los cabronazos se sientan a una mesa y empiezan a dibujar de nuevo las fronteras de Europa. En color rojo sangre, mayormente.

Todo empezó con un clásico: “mi Jesucristo es mejor que tu Jesucristo”. Resulta que en Polonia, un cuarto de la población no comulgaba con el catolicismo oficial. Este cuarto, los llamados “disidentes”, dividido a partes iguales entre luteranos en el norte y ortodoxos en el este, se veía cada vez más discriminado y perseguido. Como Catalina había apoyado a su amante Estanislao Poniatowski como candidato a rey de Polonia (último rey que tendría Polonia jamás, por cierto), creyó poderle exigir que pusiera fin a esto. Poniatowski intentó explicarse, “mira Cati, que esto desde Rusia se ve mu fácil, pero para mi gente el catolicismo es algo mu jondo, que no se pueden cambiar estas cosas de la noche a la mañana, que Polonia aún no está preparada, tía”, pero Catalina insistió. Necesitaba congraciarse con la Iglesia Ortodoxa, quería ver algún tipo de retorno para la pasta que había invertido en sobornos para hacer rey a Poniatowski, y finalmente quería hacer algo ilustrado, ya que con los siervos rusos como que no. ¡No fuera a ser que Diderot se mosquease y escribiese un “Todo lo que era Vodka”, preguntándose cómo Rusia ha devenido autocrática sin que nos diésemos cuenta, ocupados como estábamos trabajando de libreros de la emperatriz a cambio de mil rublos al año, una puta miseria que apenas te da para comprar diez siervos de ná!

La cosa escaló, hubo que mandar tropas, las tropas persiguieron a unos rebeldes polacos hasta territorio turco, los turcos aprovecharon para exigir la retirada rusa de Polonia, y ya tenemos montada la Primera Guerra Ruso-Turca en 1768. A primera vista, un caso perdido, porque Francia apoyaba a su aliado tradicional, Turquía, mientras Austria apoyaba a Polonia. Pero cuando ganas un nuevo enemigo, también ganas nuevos amigos: Gran Bretaña, deseando debilitar a Francia, ayudó a la flota rusa a llegar desde el Báltico al Mediterráneo, incluyendo una parada en Menorca. Alexei Orlov, rata de agua dulce pero con más cojones que incultura, cayó sobre los sorprendidos turcos y destrozó su flota en el Egeo, al tiempo que el general ruso Piotr Rumyántsev les daba unas palizas de campeonato en tierra. En el tratado de paz, Rusia ganó acceso al Mar Negro y predominio del mismo, mayores libertades para los súbditos ortodoxos del Sultán, paso libre por los Estrechos para los barcos rusos, y territorios hasta expandirse hasta el Cáucaso. Crimea se independizó del Sultán para ser un estado satélite de Rusia que esta se incorporó en 1783.

Como las victorias rusas se sucedían tan deprisa, el Viejo Fritz se acojonó un poco y empezó a sondear la posibilidad de repartirse trozos de Polonia. Catalina, temiendo con razón que si intentaba quedarse con todo aquello pudiese acabar siendo un Flandes en el que quemar oro y Tercios, accedió. Ya solo hubo que convencer a María Teresa de Austria, que se hizo un poco la remilgosa (al fin y al cabo, estaba interviniendo en Polonia, nación católica y hermana, para preservar su indivisibilidad territorial), pero se impuso la razón de estado y en 1772 la primera de las Particiones de Polonia era un hecho. Federico se embolsó lo que vendría a ser el corredor polaco, poblado por alemanes luteranos, unificando así sus dominios, Austria-Hungría se llevó Galitzia, y Catalina obtuvo más o menos Bielorrusia, donde estaban los ortodoxos. ¡Se acabaron los problemas religiosos en Polonia!

 

Impagable como el Viejo Fritz caló la actitud de la remilgosa austriaca: "Lloró, pero tomó."

Impagable como el Viejo Fritz caló la actitud de la remilgosa austriaca: “Lloró, pero tomó. Y cuanto más lloraba, más tomaba.”

 

Hacia el final de la guerra, a Catalina se le vinieron encima dos marrones de aúpa: epidemias de viruela y peste negra por un lado, y una revuelta por otro. Revuelta liderada por un cosaco, Yemelián Pugachov, que en un divertido giro del destino afirmaba que era el desaparecido Pedro III y que Catalina, en comandita con las familias nobles, había intentado asesinarle por pretender liberar a los siervos de Rusia. A mil kilómetros de Moscú, a nadie le extrañó que el presunto príncipe alemán fuese bajito, musculoso, moreno como un labriego, careciese de varios dientes, y hubiese aguantado escondido casi diez años, y la cosa duró dos años hasta que las tropas que habían vencido a los turcos pudieron ser enviadas a los Urales. Pugachov fue capturado y condenado a ser descuartizado vivo (aunque los jueces, conociendo como le horrorizaban a Catalina la tortura y la crueldad, ordenaron al verdugo decapitar “accidentalmente” a Pugachov antes de empezar el despiece). Massie pinta esta revuelta como mucho más grande que las revoluciones de 1905 y 1917, que fueron sobre todo urbanas, y asegura que reforzaron una vez más la idea de Catalina de que para acabar con la servidumbre había que educar primero al pueblo ruso, y que su apoyo era y siempre sería la nobleza. Desde entonces, todos sus esfuerzos fueron a culturizar Rusia (y bueno, a expandirla territorialmente, ¡que aún no hemos terminado!)

 

Corazón, corazón

En lo personal, Catalina finalmente terminó cortando en 1771 con Grigory Orlov por las continuas aventuras de este. Al principio le sustituyó Alexander Vasilchikov, más por despecho que por otra cosa, pero pronto se hartó de él por ser una nulidad intelectual: tras quince horas de trabajo al día, Catalina ansiaba algo más que una cara bonita. En 1774 entra de nuevo en escena Grigory Potemkin, el atento y apuesto oficial de caballería proveniente de una familia que desde hacía generaciones servía a los zares. Su abuelo había sido embajador en Madrid (donde le había exigido al rey de España que se quitase el sombrero cada vez que se mencionase el nombre del zar) y su padre había combatido en Poltava, la mítica victoria de Pedro el Grande sobre los suecos. Potemkin era un joven vivaz, bizarro y excéntrico (y como tal el más indicado para encender la pasión de Catalina), pero también ambicioso. Cautivó a la emperatriz con su personalidad, su teatralidad y sus actitud de drama queen, siempre montando la escenita de “ya no me quieres”, “te desharás de mi como de tus quince amantes anteriores” o “no quiero que me veas, me voy a meter a monje”; no me pregunten si el hombre venía así de casa o si se metió en el papel para tener a Catalina comiéndole de la mano.

 

Como diría un amigo mío: “el pavo lo está haciendo todo perfecto, ¡la tiene como loca!”

Como diría un amigo mío: “el pavo lo está haciendo todo perfecto, ¡la tiene como loca!”

 

Catalina le ascendió a general, virrey, gobernador, y puede que marido en una ceremonia secreta en 1774. Massie sentencia que, en todo caso, lo que le gustaba a Potemkin era el poder, y que cuando tuvo que elegir entra la mujer y el poder, eligió lo segundo, separándose sentimentalmente de Catalina pero siguiendo unido políticamente a ella. Incluso le reclutó a nuevos favoritos, a los que Massie pasa revista. Doce fueron en total, a lo largo de la vida de Catalina, y casi todos jóvenes oficiales de la Guardia. Massie los interpreta como una búsqueda de Catalina de algo que nunca tuvo desde que la arrancaron de su familia y la llevaron a Rusia: algo de calor humano y recuperación de una juventud perdida entre borboneos. Un Elixir de la Eterna Juventud, vaya, aunque lo que proyectaba sobre los favoritos nunca incluyó sus decisiones políticas ni su sano juicio personal.

Luego estaba el asunto de su hijo Pablo, que a estas alturas empezaba a preguntar por qué su madre era emperatriz y no regente, y que qué había pasado con su padre. Catalina intentó congraciarse con él (fue una de las razones para alejar a los Orlov), y ya de paso le buscó una mujer. Como no hay que cambiar algo que funciona, imitó a Isabel y se trajo a una princesa alemana de una corte menor, Guillermina de Hesse-Darmstadt (como señal de amor maternal y respeto a su hijo, Catalina se trajo a las tres hermanas y le dejó escoger). La cosa fue mal desde el comienzo: la trajo a Rusia el hijo del almirante Razumovsky, y ya durante el viaje hubo algo. En los siguientes tres años, hasta que Guillermina murió en 1775 durante un parto (tenía una malformación del útero y el niño era demasiado grande para salir), le dio tiempo a granjearse la enemistad de la corte y seguir su lio con Razumovsky, que encima era el mejor amigo de Pablo. Relación que su madre le reveló como forma de ayudarle a superar el dolor de la pérdida. Cinco meses más tarde, Pablo se casaba con la siguiente, otra princesa alemana, Sofía Dorotea de Würtemberg, esta con las caderas más anchas y más receptiva a las indirectas de su imperial suegra. Para evitar problemas en la entrega, Pablo fue en persona a buscarla a Berlín, donde el viejo zorro Fritz le recibió como a un jefe de estado. La chavala, esta sí, cumplió, aprendió el lenguaje y las costumbres rusas, y parió nueve hijos sanos que llegaron a adultos. Tres de ellos, a emperadores de Rusia.

 

”Buen linaje, dará muchos terneros, te la dejo barata”: lo que queda de una boda real cuando le quitas el boato.

”Buen linaje, dará muchos terneros, te la dejo barata”: lo que queda de una boda real cuando le quitas el boato.

 

Por lo demás, Pablo sufrió toda su vida la desconfianza de su madre. Encima en virtud de una ley de Pedro El Grande, cada zar podía elegir a su sucesor, sin siquiera ser este un Romanov, con lo que Pablo estuvo temblando hasta el último momento si su madre iba a dejarle la corona o si la sucesión iba a saltar directa a su hijo Alejandro. Una de las primeras cosas que Pablo cambió en cuanto llegó al trono fue esa: primogenitura masculina a tope. Jamás una mujer volvió a gobernar Rusia.

 

Catalina triunfante

Pero mientras tanto, Catalina seguía viva y coleando. Su Virrey en el sur (y ocasional ministro de asuntos exteriores que, entre otras cosas, le ofreció ayuda a Gran Bretaña en la Guerra de la Independencia Americana a cambio de la isla de Menorca), Grigory Potemkin, administraba juiciosamente las nuevas provincias conquistadas al Sultán fundando famosas ciudades por doquier (vale, la única que me sonó fue Sebastopol) y construyendo una flota para el Mar Negro. Su mayor triunfo vino cuando Catalina realizó una visita con todo el boato imperial bajando por el Dniéper en 1787. Existió la leyenda de que todo lo visto por Catalina eran decorados fake (en lenguas germanas aún existe la expresión “aldeas potemkinas” para describir escenarios huecos montados para engañar a la vista), pero Massie lo deshecha: con ella iban los embajadores extranjeros, y ellos habrían dejado constancia. La principal consecuencia del viaje, en todo caso, fue una declaración de guerra del Imperio Otomano, que con Potemkin al mando se saldó con un nuevo agrandamiento de Rusia (todo el sur de Ucrania hasta el Dniéster entró/volvió a la madre Rusia), celebrado a la manera tradicional: repartiéndose Polonia con Prusia. Aunque esto Potemkin ya no lo vio: murió, probablemente de malaria contraída en Crimea, en 1791.

Massie dedica unos cuantos capítulos a la Revolución Francesa, que pilló a Catalina tan de sorpresa como la aparición de Podemos a Campechano. A consecuencia de la misma, la “Semiramis del Norte”, como excelsa representante del despotismo ilustrado, instauró en su reino la censura, expulsó a todos los franceses que no hiciesen juramento de lealtad a Luis XVI, y mandó al exilio de Siberia a Alexander Radishchev, que había escrito su “Viaje de San Petersburgo a Moscú” denunciando la situación de los siervos en los siguientes términos:

 

Podemos estar tan vacíos de sentimiento humano […] que tengamos a nuestros camaradas, nuestros conciudadanos, nuestros hermanos en la naturaleza, en las pesadas cadenas de la servidumbre y la esclavitud? La bestial costumbre de esclavizar a los nuestros iguales […], una costumbre que indica un corazón de piedra […] ¿Os dais cuenta, conciudadanos, de la destrucción que nos amenaza y el peligro en el que estamos? Una corriente parada en su curso crece en poder. Una vez que se rompa la presa, nada podrá detener la riada. Eso son nuestros hermanos esclavizados. Esperan una oportunidad y un tiempo favorable. […] Muerte y destrucción serán la respuesta a nuestra dureza e inhumanidad. Cuando más demoremos el aliviar sus cadenas, más violenta será su venganza.

 

Catalina pensó que Radishchev estaba animando una rebelión. Su creciente paranoia la llevó también a las particiones finales de Polonia (1793 y 1795) para aplastar “el nido de jacobinos” que según ella era Varsovia merced a la constitución del 3 de mayo. Y ya de paso les ganó otra guerra a los suecos, que aunque no agrandó a Rusia si dejó claro que mejor no meterse con ella.

 

Catalina triunfante.

Catalina triunfante.

 

Y poco más. Catalina fundó el Hermitage y compró grandes colecciones de arte, además de enviar a jóvenes rusos a estudiar en las universidades europeas (entre ellos alguno que volvió con ideas raras, como Radishchev). En el fondo, aunque por necesidad política cumplió con todas las obligaciones tradicionales de un zar, siempre vivió en esa burbuja artificial dentro de Rusia que era San Petersburgo. Igual que Pedro el Grande, pero él al menos podía decir que la burbuja la había construido él. Catalina también escribió su propio epitafio, que quizás explique mejor que todo lo demás lo que ella quería proyectar:

 

Aquí yace Catalina II

Nació en Stettin  el 21 de abril de 1729.

En el año de 1744, partió hacia Rusia para casar con Pedro III. A los catorce años tomó la triple decisión de complacer a su esposo, a [la emperatriz] Isabel y a la nación. No regateó el menor esfuerzo para lograrlo. Dieciocho años de aburrimiento y soledad le dieron la oportunidad de leer muchos libros.

Cuando llegó al trono de Rusia, deseaba hacer el bien para su país y trató de ofrecer la felicidad, la libertad y la prosperidad a sus súbditos.

Perdonaba pronto y no odiaba a nadie. Era de natural bondadosa, de trato fácil, tolerante, comprensiva y de temperamento alegre. Tenía un espíritu republicano y un corazón amable.

Era sociable por naturaleza.

Hizo muchos amigos.

Disfrutaba de su trabajo.

Amaba las artes

 

El libro, bien escrito y documentado, es un razonable retrato de una mujer que se esforzó por convertirse en la más rusa de las rusas, pero por desgracia no es tan bueno como el de Pedro el Grande. Esto puede deberse simplemente a que Pedro es un personaje que trae más yoyah mucho más interesante que Catalina, y que aquí Massie se centra demasiado en la corte, que es solo una burbuja dentro de San Petersburgo, que a su vez es solo una burbuja dentro de Rusia. A nadie amarga un buen borboneo en cabeza ajena, pero demasiado no, gracias, que venimos a divertirnos y aprender, no a llorar.


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  1. Comentario de Mr. X (17/11/2016 08:23):

    De chavalín, leí La hija del capitán, una novelita histórica ambientada durante la rebelión de Pugachev muy maja de Don Alexander Pushkin, que como comprobé cuando estuve en Moscú, es un señor que tiene una estatua en algo así como la mitad de las plazas rusas.

    Gran artículo.

  2. Comentario de Trompeta (17/11/2016 09:09):

    “Potemkin era un joven vivaz, bizarro y excéntrico (y como tal el más indicado para encender la pasión de Catalina), pero también ambicioso. Cautivó a la emperatriz con su personalidad, su teatralidad y sus actitud de drama queen, siempre montando la escenita de “ya no me quieres”, “te desharás de mi como de tus quince amantes anteriores” o “no quiero que me veas, me voy a meter a monje”; no me pregunten si el hombre venía así de casa o si se metió en el papel para tener a Catalina comiéndole de la mano.”
    Cuando tratas con hembras, si sabes de su hipergamia, tienes que hacer como Potemkin MONTAÑA RUSA EMOCIONAL A TOPE.
    A ver si los manginas que leen por aquí tomais nota , pringaos.

    “El Viejo Fritz, cínico y mordaz, es quien mejor lo describió todo: “permitió que le destronaran como un niño al que mandan a la cama.”

    “Impagable como el Viejo Fritz caló la actitud de la remilgosa austriaca: “Lloró, pero tomó. Y cuanto más lloraba, más tomaba.”

    Si Adolf aka GROFAZ que lo admiraba hubiese tenido la mitad de vista que el viejo Fritz (y suerte) a estas horas estamos media Europa hablando alemán.

  3. Comentario de Trompeta (17/11/2016 09:23):

    “Catalina le ascendió a general, virrey, gobernador, y puede que marido en una ceremonia secreta en 1774. Massie sentencia que, en todo caso, lo que le gustaba a Potemkin era el poder”

    O en otras palabras:
    https://www.youtube.com/watch?v=NrxQkXU-xp0

    Y eso es así en Rusia, España, USA, en el 300 ac, en el XVIII, XIX o en el XXI.

    Si ni estas delante pero ella esta pensando en ti en su mente, si consigues que una hembra invierta más en ti que en los demás siempre estarás en mejor posición ante el resto.El tema es manejarla para que no sepa por donde vas a tirar, así es mas difícil que pueda saber que pretendes o por donde vas, lo que realmente estas consiguiendo es descuadrarla y que este el mayor tiempo pensando en ti y dándole vueltas a la cabeza, además de obligarla a cambiarse las bragas varias veces al día por empapamiento.
    Es cansado y por eso para relajarse conviene irse de putas de vez en cuando o darle la patada cuando le has sacado todo el beneficio a a la hembra.

  4. Comentario de Armin Tanzarian (17/11/2016 10:25):

    SIento bajar el nivel, pero eso de “ser una vaca destinada a parir” y refugiarte en los anales…

  5. Comentario de Pablo Ortega (18/11/2016 20:32):

    Menos mal que Trompeta ya dijo lo que yo iba a decir cuando leí las hazañas de Potemkin, claro en términos más razonables. Sobre todo con mujeres de poder que se creen (y se saben) las reinas del mundo, teniendo a mil y un hombres que matarían a sus padres por tener la oportunidad de llevárselas una sola vez (en TODA la vida) a la cama. Una cosa es no ser misógino y otra no tener ni idea de cómo tratar al sexo femenino.

    Ya que estamos, pongo la cita completa del Viejo Fritz, que queda más bonito y elegante:

    “La emperatriz Catalina y yo somos meros ladrones, pero me gustaría saber cómo la emperatriz María Teresa calmó a su confesor. Lloró y luego participó en la partición. ¡Y cuanto más lloraba más territorio se anexionaba!”

    En este país Catalina II la Grande, a diferencia del 90% de otros zares y emperadores rusos (con suerte conocen a Nicolás II y a ella), es conocida por el sencillo motivo que en su larga lista de amantes estaba el precursor de la independencia americana, Francisco de Miranda. Hay incluso quien considera a Miranda “más macho” que Bolívar (otro Casanova de dar y tomar) porque logró tirarse a una zarina.

    Miranda sería digno de un artículo en esta Casa, pero seguro ya saldría el primer defensor de Fernando VII a defender a Bayona o a Boves…

  6. Comentario de Pablo Ortega (18/11/2016 20:36):

    Por cierto, los griegos sí tenían a un “grande”, Justiniano I el Grande, aunque no sé si ese colará por ser ilirio. También está Antíoco III Megas, pero el muy estúpido terminó siendo derrotado por Roma y muriendo linchado por la turba en Elam por saquear un templo. Además, era descendiente de un general de Alejandro, ergo era macedonio.

  7. Comentario de Lluís (20/11/2016 12:03):

    #5

    Eso lo tiene fácil, escriba un libro sobre Miranda, publíquelo y puede que alguien de por aquí se lo reseñe (o publíquelo con seudónimo y luego haga la reseña vd. mismo). Y por Fernando VII no se preocupe, creo que ni siquiera Felipe VI saldría a defenderlo.

  8. Comentario de emigrante (21/11/2016 10:08):

    Hablando de emperadores hoy 21 de noviembre se cumple el primer centenario de la muerte de Francisco José I de Austria y Hungría. Fue el penúltimo de los Habsburgo pero como si hubiera sido el último. Consiguió lo imposible, mantener unido un imperio con multitud de etnias y nacionalidades y con doce lenguas oficiales en plena época de exaltaciones nacionalistas. Su mayor error fue vivir demasiado, si se hubiera muerto un par de años antes le habrían puesto en un altar de la Historia en lugar de incluirlo en la lista de culpables de empezar la Gran Guerra.

  9. Comentario de Mr. X (21/11/2016 10:53):

    8-En ese sentido, reivindicado a posteriori, viendo la masacre que vino después, le pasa lo mismo en el ámbito balcánico a Tito.

  10. Comentario de maca (21/11/2016 19:25):

    Leyendo entre lineas el articulo parece una crónica rosa de la vida de Catalina la grande,y como en realidad no hizo nada, ni modernizo Rusia ni nada es lo único que hay para decir.

  11. Comentario de Pablo Ortega (30/11/2016 03:18):

    Sin duda esto le interesará a Trompeta: https://twitter.com/alvaro_ims/status/802115631025885184

    Según los índices, España está en niveles nórdicos de desaprobación de la violación “en ciertas circunstancias”, muy por debajo de Alemania, Francia o Gran Bretaña. Y aún así las feminazis tildan a España de país machista, carajo. Es que nada las satisface. Y después se preguntan porque nos oponemos a ellas.

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