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La cueva de los sueños olvidados (Werner Herzog, 2010)

Retorno al pasado

La subida del IVA en España ha supuesto un impacto, todavía no cuantificado, en el consumo cultural. Habrá que esperar la publicación de los primeros datos, pero uno de los sectores que seguro que saldrán más afectados será el del cine. Si ya las salas venían padeciendo una profunda reestructuración en los últimos años, las últimas medidas dinamizadoras y emprendedoras del gobierno de Mariano Rajoy pueden suponer la puntilla. Pero qué más dará si cierran salas de cine con la que está cayendo, pensarán muchos. Pues en ésas estamos, en una dinámica del sálvese quien pueda donde las manifestaciones culturales pasarán a ser algo secundario, un lujo disponible sólo para unos pocos. El que quiera una sala de cine, que se la instale en casa.

Estas ideas surgen de inmediato cuando uno ve la última película de Werner Herzog que se ha estrenado en nuestro país, La cueva de los sueños olvidados. Se trata de un documental que muestra las pinturas rupestres de la cueva de Chauvet, descubiertas en 1994 en el sur de Francia, y de acceso muy limitado. La cámara de Herzog consigue entrar, guiada por los espeleólogos que se encargan de la conservación y estudio de las pinturas, de 30.000 años de antigüedad y consideradas, por lo tanto, el primer arte rupestre conocido. La calidad de las pinturas y su excelente conservación hace que el espectador comparta la fascinación del cineasta al contemplar lo que en la película se cataloga como “una de las mayores obras maestras de la humanidad”.

 

 

No se confunda. Si alguien le invita a ver esta película, es irremediable que piense: ¿un documental de un director alemán sobre pinturas rupestres? Y que, a continuación, ponga cualquier excusa ante lo que parece una tarde coñazo en toda regla. No, no es una invitación gafapasta. De hecho, la cinta de Herzog ha pasado inadvertida entre la comunidad gafapasta porque todo en ella es antiguo: el director alemán, las pinturas rupestres, los espeleólogos, Francia. Todo suena a rollo, no suena a chic y sofisticado como un concierto de un grupo alternativo con un sonido monótono y actitud nihilista o como una película checa de los años 60 y con subtítulos en francés que pontifica sobre la lucha de clases. No, Herzog no entra en ese círculo y La cueva de los sueños olvidados es una de las reflexiones más lúcidas sobre el espectáculo cinematográfico y sobre la naturaleza del ser humano y nuestra relación con la cultura que se han visto en la pantalla.

Para empezar, el documental nos sitúa en los principios de la historia del cine. Así como los primeros espectadores de los Lumière se asustaron al ver cómo un tren se acercaba a la cámara, la visión de la película de Herzog nos causa un impacto hechizante. El cineasta decide filmar en 3D pero no como un artificio publicitario, no como un fin en sí mismo, sino como un medio de pensar, de situarnos en la piel de aquellos antiguos artistas del Paleolítico. Porque las pinturas que se muestran están realizadas en tres dimensiones, aprovechando las cavidades y relieves de la cueva, de manera que, en todo momento, nos sentimos allí dentro, acompañando al equipo de director alemán. Nos sentimos como si estuviéramos en 1895 y asistiéramos por primera vez a una proyección del cinematógrafo.

Pero Herzog no se conforma con hacer un documental expositivo, sino que lanza un mensaje político bien definido: nuestro proceso evolutivo está derivando en involutivo. Lejísimos también de creer en la ingenuidad de que se vivía mejor en las cuevas y sin televisor, el cineasta sí nos advierte de la espiral destructiva en la que estamos inmersos dentro de esta vorágine ultracapitalista: el final con la central nuclear situada a escasos kilómetros de la cueva y que ha generado un ecosistema mutante propio (con especies como cocodrilos albinos) resulta muy revelador al respecto.

La experiencia sensorial que busca Herzog va más allá de la mirada. Quiere que pongamos a trabajar nuestros sentidos y nos imaginemos la vida prehistórica: hace que escuchemos los sonidos y la música de entonces (con las flautas prehistóricas que han llegado hasta nuestros días), que oigamos el ruido de la naturaleza, que percibamos el silencio y los olores del interior de la cueva, que escuchemos el rugido de los animales en las pinturas, que sintamos cómo cazaban los humanos, cómo se vestían y, sobre todo, cómo y por qué pintaban. Y ése es el reto que nos lanza la película: ¿Por qué pintaban los seres humanos en aquella época? ¿Por qué, incluso, alguno de ellos dejaba impresa su firma estampando en numerosas ocasiones su mano pintada de rojo en la roca? ¿Por qué no se conformaban con representar escenas de caza sino que también pintaban figuras humanas? Responder a esas preguntas nos lleva al centro mismo del concepto de la cultura como una actividad humana fundamental, tan importante como comer, porque es lo que nos distingue como seres humanos, como entes que reflexionan sobre su propia razón de ser, más allá del instinto de supervivencia diario. Este hecho, que de tan obvio parece hasta cursi, es lo que están dinamitando las políticas de derechas actuales con un único fin: que dejemos de pensar y volvamos a las cavernas, a un sueño profundo desprovisto de ensoñaciones.