Capítulo CXIII: Pedro IV “El Ceremonioso”

Año de nuestro Señor de 1336

El largo reinado de Pedro IV (1336-1387) tuvo que enfrentarse a todo tipo de vicisitudes, internas y externas, debidas tanto a motivaciones reciamente españolas (repartir yoyah) como a aportaciones extranjeras (la Peste Negra) que debilitaron enormemente el reino. Pese a lo cual, Pedro consiguió salir bastante airoso, e incluso aumentó considerablemente los territorios de la Corona. Y, además, lo hizo con un donaire y una alegría dignos de encomio, montando todo tipo de performances protocolarias, para los asuntos más diversos, que le hicieron merecedor de tal título (“El Ceremonioso”).

¿Que había que declarar una guerra? Pedro se investía de los símbolos del mando (el manto, la corona real, el cetro, el peazo espada y/o garrote, según los casos) y en un plis plas montaba una pocholada de show en Palacio explicando cómo los enemigos de la civilización occidental, es decir, la masonería y el judaísmo, seguían intrigando incesantemente contra la parte de España que le había tocado en suerte, y que su moral y sus profundas convicciones religiosas le abocaban a usar la espada como única vía posible de resolución de conflictos y consumación de la paz. Acto seguido, todos los presentes en la sala rivalizaban en soltar discursos con aún más retoricismo vacuo, haciendo rendidos elogios a la nobleza del rey, su pureza de espíritu, su prestancia y masculinidad que resumían en un solo hombre, mitad monje, mitad soldado, todas las virtudes espirituales y viriles que definen a un español de pro. Luego la Corte en pleno rezaba un Te Deum, se arrodillaba frente al monarca y ejercitaba un complejo ritual de reverencias, escorzos, ademanes y cabriolas para expresar su honda devoción. Finalmente, todos se investían de sus ropas y demás aditamentos de armas y se disponían a soltar yoyah por doquier, que es de lo que se trataba. Y no se crean Ustedes que para cuestiones más del día a día las cosas eran sustancialmente más sencillas; si alguien brindaba por el Rey, lo hacía con todas las consecuencias; si alguien tenía que ir al baño, había de contar con un par de horas de margen para elaborar el rito peticionario correspondiente; y todo así. De hecho, Pedro IV es el orgulloso autor de una obra legal de tan bello título como “Ordenacions fetes per Le Molt Alt Senyor en Pere Terz [III Conde de Barcelona, IV Rey de Aragón] Rey D’Aragó sobre lo regiment de tots los oficials de la sua Cort”, reglamento en el que se describían pormenorizadamente todas las obligaciones, actividades y modelos de comportamiento de cada uno de los integrantes de la Corte, desde el más elevado noble hasta los cocineros y criados. Imagínense qué maravilla, esto es como el mito del Movimiento Perpetuo: ¡regular el ceremonial mediante textos ceremoniales! ¡La de documentos que firmaría! ¡Lo pondría todo perdido de pólizas!

El balance de la gestión de Pedro es contradictorio, porque aunque le salió casi todo bien, llegó al éxito con enormes dificultades, que revertirían negativamente en la salud del Reino. En la política exterior puede calificarse de éxito completo, puesto que venció total o parcialmente en todos los conflictos que mantuvo (que fueron, en tanto español, muchos y variados) y supo rodearse de los aliados adecuados en cada ocasión, aunque luego algunos (Enrique II de Trastámara) le traicionarian en plan mezquino cuando llegaba la hora de repartir las prebendas. En la parte inicial de su reinado, Pedro IV ayudó a Alfonso IX el Justiciero a tomar Algeciras, así como en el infructuoso sitio de Gibraltar. También se afanó en buscar el vasallaje de su cuñado el rey de Mallorca, Jaime III. Este, que estaba harto de los rollos ceremoniales de Pedro en las comidas familiares y del cariñoso apodo con el que era recibido (“vaya, ya está aquí el cuñado gorrón de la familia”) pero que, sobre todo, no podía soportar ni un minuto más las exigencias del ritual de vasallaje a Pedro (imagínense qué pedazo de humillación, y sobre todo qué humillación más larga, montaría Pedro IV a los efectos), se negó a otorgarle vasallaje, con lo cual Pedro, ante tal afrenta, y tal oportunidad de aumentar sus dominios a costa del pariente pobre, indignado le declaró la guerra.

El reino de Jaime (compuesto de las islas Baleares y el Rosellón) era extraordinariamente difícil de defender, en un bonito preludio, a pequeña escala, de lo que resultaría el Imperio español del siglo XVII, y además contaba con insuficientes recursos para enfrentarse a su insufrible cuñado. Así que, tras sucesivas victorias de Pedro IV, éste desembarca en Mallorca y en la batalla de Llucmajor (1349) desposee a Jaime III de todos sus territorios, haciéndose con el Rosellón y con las Baleares, que a partir de ese momento, y hasta la llegada de los alemanes en sucesivas oleadas a lo largo del siglo XX que finalizarían con la momentánea aparición de la Ecotasa, pasarían a formar parte de la Corona de Aragón y, por ende, de España.

Durante estos años, Pedro sufre dos problemas coetáneos que contribuyen a devastar su reino: el primero es la rebelión de los nobles de Aragón y Valencia, con un motivo tan español que casi me dan ganas de escribir un capítulo de la Histeria sólo sobre esto: Pedro había nombrado heredera del trono a su hija Constanza, y claro, como pueden Ustedes imaginarse, ¡cómo va a heredar el trono una mujer! Así que los nobles se ponen a coser boinas rojas y a fabricar escapularios como posesos y le mandan a Pedro IV una carta chulopiscinas denominada “el Privilegio de la Unión” en la que, en efecto, le exigen al rey que les dé un montón de privilegios y prebendas, dada su noble condición (de los nobles, claro). Pedro, arrinconado, no tiene más remedio que sancionar (firmar) el Privilegio en las Cortes de Zaragoza (1347), pero poco después, una vez conseguido el apoyo de Cataluña, el único de los tres reinos que no le había montado follones nobiliarios, monta, de nuevo en dichas Cortes, un espectáculo ceremonioso digno de verse: en mitad de la Corte, coge un puñal, agarra el Privilegio de la Unión y, con saña, lo rasga con un puñal. En ese momento, llevado de su fervor, Pedro se corta la mano con el puñal, lo cual le permite soltar una frase que pasaría a la historia y que completaría el ciclo lógico del ritual: “¡Privilegio que tanta sangre ha costado, no se debe romper sino derramando sangre!”, bello preludio de las yoyah que se disponía a asestar a los cabrones de la Unión (en realidad, probablemente la cosa fuera más del tipo “¡Ay, la hostia, que me he cortao con el puto puñal!”, pero claro, la frase oficial mola más).

Y damos fe de que el tío, lo que se dice derramar sangre, la derramó a mansalva. Venció a los nobles en repetidas contiendas, se los cargó prácticamente a todos y, por encima de otras consideraciones, montó en Valencia una representación ceremoniosa de chuparse los dedos: para eliminar a los nobles valencianos, en lugar del siempre vulgar método del cadalso o el espadazo, a Pedro IV se le ocurrió una brillante idea que, además, contaba en la Corona de Aragón con sólidos precedentes legales asentados por Ramiro II el Monje: cogió las campanas que utilizaban los nobles de la Unión como método de convocatoria, las mandó fundir y a continuación dio a beber a los nobles un brebaje al lado del cual incluso el más infame de los whiskies de garrafón palidecería: campana líquida. Que digo yo que aquí Pedro IV se pasó tres pueblos, porque, más allá de que la ingestión de un líquido ardiente de esta guisa fuera letal para el sistema digestivo de los nobles (y damos fe de que, en efecto, lo fue), se me antoja una barbaridad dar de beber metales pesados a la gente, con lo tóxicos que son. ¿Y si las campanas tenían plomo, eh? ¡Que puedes provocarles un cáncer, alma de cántaro, y aún peor, dejarlos estériles!

El segundo problema con el que se encontró Pedro fue la llegada de la Peste Negra en 1348, que golpeó en Aragón con particular dureza (no estamos en condiciones de decir si a causa de la ligereza con que en Aragón se llevaba todo lo relacionado con la higiene o si, además de a lo anterior, era debido a su carácter de reino comercial y cultura de intercambio, lo cual, naturalmente, generaba aún más brotes de peste) y que diezmó duramente la población, convirtiendo el conjunto del reino en un erial.

Para acabarlo de arreglar, poco después Pedro IV entra en conflicto con Génova por la posesión de Cerdeña, isla que nunca aportaría nada digno de verse a la Corona de Aragón (ni, en verdad, a nadie) y que no dejaría de ser fuente de problemas. Pedro se alía con Venecia y comienza a repartir yoyah, en mar y en tierra, a los genoveses y a los propios nativos de la isla, que, vaya Usted a saber por qué, no estaban de acuerdo con la gestión aragonesa (cualquiera diría que su isla es una porquería producto de nuestra gestión; ¡ya era una porquería mucho antes!). El momento cumbre del conflicto es 1354, en el que Pedro recupera L’Alguer de manos de los genoveses, lo devasta absolutamente todo y a continuación lo repuebla con catalanes. Este hecho resulta de excepcional importancia histórica y sus consecuencias siguen observándose hoy día, dado que gracias a esta repoblación generaciones y generaciones de licenciados en Filología Catalana han podido disfrutar del singular placer de hacer su viaje de fin de carrera a L’Alguer, con el objeto de escuchar a unas cuantas abuelas de 90 años parlotear el catalán más puro que se ha escuchado nunca (¡y en Italia, nada menos!), no en vano las señoras (dígase con rendida admiración) “nunca se han movido más de treinta metros a la redonda del pueblo y, claro, así su catalán ha preservado toda su pureza”. Podríamos decir que, en verdad, la bonanza económica de L’Alguer se asienta en el turismo sistemático de los licenciados en Filología Catalana, lo cual explica que siempre queden señoras de 90 años (aunque haya que traerlas de L’Empordà, si es preciso) dispuestas a hablar en catalán puro, purísimo, a los turistas rendidos de admiración (para qué irse a Cuba o a Praga de viaje, no me vaya Usted a comparar); y también explica, dicho sea de paso, que la bonanza de L’Alguer sea casi inexistente.

Producto de la guerra con Génova, y por si devastar Cerdeña no fuera suficiente, Pedro IV también entra en guerra con Pedro I el Cruel de Castilla (uno de los mejores reyes perturbados -o sea, de los más perturbados- que nunca ha tenido España). El conflicto comienza por unas naves genovesas apresadas por los aragoneses en Sanlúcar de Barrameda. Pedro I El Cruel exige que dejen libres a los genoveses o que, mucho mejor, le dejen quedarse con la parte del león del botín a él, no en vano las naves están en su territorio y, en consecuencia, son suyas. Pedro IV le dice que ni hablar, que las naves las ha apresado él, que necesita un montón de dinero para la organización del próximo show que quiere montar en la Corte, y que si tiene huevos que venga a buscarlas.

Así que Pedro El Cruel, tan español como el que más, se embarca en una flota y persigue a los aragoneses, y como no logra alcanzarlos se agarra un cabreo monumental y declara la guerra a Aragón. Ambos reyes se intercambian cartas desafiantes, hablando profusamente de la enormidad y grandeza de sus genitales y de cuántos pueden echar sin sacarla, hasta que Pedro IV desafía a Pedro I el Cruel a un combate singular, El Cruel (machote en tanto Cruel y en tanto español), naturalmente, acepta, pero no se ponen de acuerdo en cuanto al lugar del desafío, dado que cada rey quería imponer el suyo. Huelga decir que esto, que en un desafío entre extranjeros podría sonar a la típica excusa de “en realidad, me da miedo el desafío”, en el caso que nos ocupa era una razón totalmente justificable: ¡cómo va un español a humillarse y a aceptar las condiciones del otro en lo más mínimo! ¡Aquí las condiciones las pongo yo, por esas!

A partir de ese momento, Pedro El Cruel se dispone a demostrarle a su homónimo que, si bien éste puede darle lecciones en lo concerniente al refinamiento de las actividades y actos de la Corte, en lo que se refiere a repartir yoyah con manifiesta crueldad el maestro es él. Así que invade, en repetidas ocasiones a lo largo de su reinado, los territorios de Aragón y Valencia, destruyéndolo todo, conquistando plazas fuertes (entre ellas la metrópoli de Teruel) y aniquilando a los escasos pobladores que había dejado con vida la peste. Naturalmente, el Ceremonioso se alía con Enrique el Trastámara, hijo bastardo de Alfonso IX el Justiciero, y con Francia para hacerle la guerra a Pedro el Cruel (a cambio de la sexta parte de los territorios que logre conquistar Enrique). Por supuesto, cuando Enrique, en 1369, consigue asesinar a Pedro el Cruel y hacerse con el trono se olvida de todas sus promesas, hasta que en 1375 por fin se firma la paz con Aragón, sin ganancias territoriales por ninguna de las dos partes.

En sus últimos años, el gran rey consiguió hacerse también con Sicilia, por una vez sin que mediaran excesivas yoyah de por medio, mediante el matrimonio de su segundo hijo, Martín el Humano, con la heredera del reino (imagínense a los sicilianos, acostumbrados al gobierno autóctono, corrupto y mafioso donde los haya, aterrorizados ante lo único que podía superar los niveles de incompetencia, favoritismo y corrupción que ellos mismos se otorgaban: ¡la vuelta de los españoles!).

Sin embargo, aunque Pedro IV consiguió ampliar considerablemente su territorio, y salió airoso (total o parciamente) de todos los desafíos a los que se enfrentó), lo cierto es que a su muerte el reino era mucho más débil que a su llegada, sobre todo a causa de la peste, pero también de las guerras y del excesivo expansionismo, dados los recursos (menguantes) del reino. Por eso los siguientes reyes desmentirían su herencia española dedicándose a algo tan pernicioso como la cultura: “Martín el Humano”.google translate english to portuguese brazilianмошенничество статья украина


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