No mucho tiempo ha, Enric Gonzàlez comentaba en su columna de El País que si el futbol inglés era un juego y el español un espectáculo (inserte aquí su sonrisa maliciosa), el calcio italiano era, primordialmente, trabajo. Yo no comparto esta opinión, el futbol italiano es primordialmente Guerra. No por bestia y sangriento, que también, sino porque aquí como en ninguna otra parte, se tiene claro que lo que se estan disputando esos 22 tios es ni más ni menos que la Victoria sobre el Enemigo. El Equipo Enemigo que representa, además, la ciudad con la que muy probablemente los tuyos han estado matandose desde que los barbaros inventaran en Roma el primer Heyssel allá por el siglo V.
Agonistica, tempismo, calcio (patada), catenaccio,… casi todas las aportaciones léxicas que la lengua de Cicciolina ha dado al lenguaje internacional del futbol son celebraciones churchilliano “Sangre, sudor y lágrimas”. No en vano el ancestro deportivo del calcio es el calcio fiorentino, un espectaculo muy ibérico en el que 54 tios se reunen en un campo de tierra para molerse a palos, tomando como excusa un balon, cuya unica finalidad es la de señalar al contrincante el objetivo preferente para sus más desaforados instintos homicidas.
Que no cojones, que no exagero
Lo importante en el calcio fiorentino es tener menos tios tuertos o sin brazos que el equipo contrario al final partido. En el fondo, en el futbol italiano moderno, esto es lo que sigue contando. Digamos que en italia, el deporte, y muy en concreto el futbol, no son como en otras partes una sublimacion del combate, de la guerra, sino mas bien -atencion estamos a punto de citar a Von Klausewitz- una continuacion de la guerra por otros medios. Esto, claro está, tiene su reflejo en las gradas. Los grupos de Ultras son numerosisimos, cualquier Ponferradina de la vida tiene sus barras bravas compuestas por sus 3000 o 4000 tíos, macerados todos ellos durante generaciones en el odio y el recelo al pueblo de al lado, que se comportan como disciniplinados grupos de adeptos nacionalsocialistas, con sus corillos, sus banderitas y sus 20-30 Kapos de aspecto taleguero girados de espaldas al terreno de juego para controlar que ninguno deje de cantar. De Nuremberg 1934 a la noche de los cristales rotos, como bien se sabe, no hay mucho. No ha lugar la improvisación, no se insulta al arbitro si no lo odrenan los Kapos, se canta, se canta gane o pierda tu equipo, se canta aunque se marque un gol, aunque los servicios médicos se lleven al capitán de tu equipo con la columna hecha trizas: disciplina cuartelaria. Si a todo esto le añadimos el factor Sur, sinonimo de hambruna, canibalismo y miseria en toda la parte norte de la cuenca mediterránea, tenemos un Catania-Palermo que acaba inevitablemente o con la viuda de un madero llorando al marido o con la madre de un ultras que casualmente “nunca se metía en problemas, le gustaba el futbol en plan sanote, iba con los ultras porque los amigos blablabla…” en la portada de todos los periódicos. En este caso en concreto fue la primera opcion. Qué le vamos a hacer.
La fiesta del futbol
El susodicho partido empieza en un ambiente de commovedor rechazo a la violencia. Se guarda un minuto de silencio en recuerdo del presidente de un club de aficionados, muerto apenas unos dias antes durante una reyerta en un campo de regional. Los ultras del Catania muestran su sentido rechazo a la violencia con un castillo de fuegos artificiales montado dentro del estadio. No un petardo, no una bengala: un puto castillo de fuegos articiales. Con dos cojones. A mitad del primo tiempo el campo parece la frontera Iraq-Iran a finales de los 80. Los gases invaden todo y el arbitro suspende el partido. Fuera del estadio se arma una Sicilian Love Parade, con sus algaradas, sus incendios, sus polis muertos. De postal. Al dia siguiente Italia entera se mira en el espejo de las portadas de los periodicos y se lleva las manos a la cabeza. Escandalo, en Italia la gente muere en los campos de fumbol! Hay que decir que la profunda raiz catolica se deja sentir en momentos de crisis: la contricción y la penitencia severa siguen cualquier escandalo, por otra parte, no poco frecuentes. Todo buen ciudadano salta a la calle en busca de una cámara ante la que gritar desencajado que “esto no puede seguir así, es una vergüenza, somos unos salvajes, tienen que tomar medidas, blabla”, que obtiene una rapida respuesta por parte de los responsables de tomar las decisiones, que compiten entre ellos para ver quien toma las medidas más drásticas. “Se cierran los estadios que no cumplan la ley, no se juega!” como ignorando que un par de días después, cuando la portada de la Gazzetta dello Sport la ocupe de nuevo Ibrahimovic y no el hijo del madero, va empezar de nuevo la espiral del perdón, comprensión hacia el pecador (de nuevo doctrina catolica en vena) y en definitiva, la carrera para sacudirse las responsabilidades en la que todos tomaran parte. Nada que no se haya visto ya antes, la ultima vez hace algunos meses cuando la mierda del Moggigate afloró a la superficie (histeria justiciera) que ha acabado con el proceso de canonización de la Juventus, ovacionada cual mártir en todos los estadios de la Serie B (perdón amnésico). La ultima nota cómica la da, como casi siempre, Don Silvio Berlusconi, presidente del Milan y, casualmente, Presidente del Gobierno que aprobó la llamada Ley Pisanu, que establecía las normas de seguridad que los estadios debían cumplir y que, en general se han pasado casi todos por el forro de los cojones, entre otros él mismo, pues San Siro no las cumplía. El buen hombre, cuando se encuentra que le cierran el estadio, engola la voz y suelta que esta es una medida –ojo al palabro mágico- “antiliberal”, pues impide que los abonados que han pagado para ver el futbol puedan ir al estadio. Pobrecitos. Pues págales tú la pasta que les has estafado por no tener un estadio ajustado a TU ley, so hijoputa.