27-M (III): Derecho de sufragio y listas de «terroristas» (1)

En una democracia como la española, cuando tenemos elecciones, los ciudadanos pueden votar o ser votados libremente. Los derechos de sufragio activo o pasivo, con las restricciones más o menos conocidas por todos (edad, nacionalidad), son parte inescindible del reconocimiento como miembro de la comunidad en cualquier Estado de Derecho. España no es una excepción. Se supone, además, que estos derechos no pueden depender del sentido en que vaya a orientarse su ejercicio. Esto es, que el reconocimiento de los mismos no está vinculado a que se vayan a defender unas u otras ideas (como elegible) o a apoyar éstas o aquéllas (como elector). Sin embargo, en España, desde hace unos años, cada vez que hay elecciones se monta un follón considerable a cuenta de la posibilidad de limitar en algunos casos el ejercicio de estos derechos. Con motivo de las elecciones del próximo 27 de mayo, por segunda vez, se ha actuado contra una serie de listas, quedando un número muy importante de ellas anuladas por los Tribunales Supremo (en primera instancia) y Constitucional (resolviendo los correspondientes recursos) tras la iniciativa de Abogacía del Estado y Fiscalía solicitando la adopción de estas medidas.

Voy a tratar, que ya veremos si sabré hacerlo, de contar la verdad sobre este enmarañado asunto a lo largo de sucesivos posts, más que nada por intentar de que la cosa sea ligerita (o lo menos pesada posible).

1. El reconocimiento de los derechos de sufragio activo y pasivo y su posible limitación

Las posibilidades de limitar los derechos de sufragio activo y pasivo no son desconocidas a la lógica de cualquier modelo representativo. Tampoco a la de nuestro orden constitucional. El artículo 23 de la Constitución reconoce a los ciudadanos «el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes, libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal» en su primer punto y, en el segundo, el derecho «a acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos, con los requisitos que señalen las leyes».

Desde un primer momento se observa una importante limitación de tipo simbólico-mitológico: votar y determinar cómo ha de conducirse el destino de la comunidad es labor reservada a quienes forman parte de ella y por este motivo los derechos son reconocidos con valor constitucional únicamente a los ciudadanos, lo que deja fuera a todos aquellos que no tengan la nacionalidad española (excepción hecha del caso previsto en el art. 13.2 CE que, atendiendo a criterios de reciprocidad, permite establecer por tratado o ley el derecho de sufragio activo y pasivo en las elecciones municipales, como ocurre por ejemplo con los ciudadanos que residen en España y son ciudadanos de países de la Unión Europea, que tiene por tratado reconocida la reciprocidad en el reconocimiento de este derecho). Esta restricción, que se explica a partir de una idea ya un tanto anticuada respecto a quién compone la nación y puede ser muy criticada porque ni integra a muchas personas que viven y trabajan con nosotros, que forman como el que más parte de la comunidad, ni permite a estas personas participar en la toma de decisiones que sin duda les afectan. Es por un tanto diabólico, porque se argumenta la no total integración de ciertas personas en el «cuerpo social de la nación» como razón para no darles el voto («todavía no forman parte, no están suficientemente…») y a la vez se les priva del instrumento más potente de integración, que no es otro que aceptarles y recabar su colaboración en el debate y toma de decisiones colectivas. Con todo, por cuestionable que sea el inmovilismo de nuestras leyes al respecto, la exclusión que comentamos no supone problema alguno de constitucionalidad.

Del mismo modo, la Constitución también permite ciertas modulaciones de tipo organizativo o procedimental. Por una parte, y vinculada formalmente a la idea de capacidad, el derecho al voto no se reconoce a menores ni incapaces. Se trata de una delimitación de tipo operativo que, en todo caso, puede plantear dudas respecto a su correcto empleo (es mi caso, por ejemplo, que veo anómalo que el ordenamiento considere a alguien maduro para trabajar o para casarse pero no le permita votar, como ocurre en algunos casos, como también me llama la atención que la degeneración neuronal que la vejez acarrea nadie ose entender que haya de tomarse en consideración). Pero es evidente que, de una forma u otra, guiados por la idea de que el sistema resultante sea lo más plural, participativo pero también eficaz posible, hay que ordenar el asunto. Ningún problema, pues, de constitucionalidad.

Por último, la Constitución permite incidir y encuadrar más las formas de ejercicio del derecho de sufragio pasivo, que será ejercido, se dice expresamente, con los requisitos que señalen las leyes. Esta habilitación permite introducir medidas obviamente restrictivas en el fondo (si se tiene una visión amplia e incondicionada del derecho de sufragio pasivo) pero que permiten conformar el trámite electoral a partir de las notas y de las finalidades buscadas por la legislación electoral. Así, este derecho se ejerce por medio de listas cerradas y bloqueadas, cuya presentación requiere de la superación de una serie de trámites (y que no cualquier entidad puede satisfacer, tratando de encauzar la participación electoral a través de partidos o agrupaciones creadas ad hoc con esa estricta finalidad), por ejemplo. Y demás previsiones contenidas en la norma electoral (Ley orgánica 5/1985, de régimen electoral general), que más o menos todos damos por buenas. A las que, por cierto, con el apoyo de todos los partidos políticos, se han añadido recientemente nuevas restricciones y obligaciones para poder disfrutar de este derecho referidas a la paridad entre hombres y mujeres.

De alguna forma, todas estas medidas alteran el orden de estricta libertad que se supone que se habría de derivar del reconocimiento del derecho de sufragio pasivo si lo entendiéramos con toda su posible amplitud conceptual (me puedo presentar y que me voten, me presento a lo que quiera, como quiera, organizado de la manera que mejor me gusta y acompañado o no, según lo prefiera y me venga en gana). Sin embargo, nadie se ha planteado nunca su inconstitucionalidad. Siempre se ha entendido normal que la ley electoral regule la forma en que los ciudadanos hacen uso de estos derechos y que lo haga persiguiendo la consecución de ciertas finalidades (estabilidad institucional, prima al modelo de partidos, igualdad en la representación de hombres y mujeres más recientemente…). Aunque estas finalidades puedan no coincidir con nuestra visión de cómo se ha de ordenar una democracia, son limitaciones que parecen poder ser fácilmente encuadrables en la posibilidad regulatoria establecida por la Constitución. Quizá con la única salvedad, dado que el supuesto es al menos algo más dudoso (pero eso significa también que, por dudoso, resulta aventurado proclamar su inconstitucionalidad) de las recientes modulaciones para buscar la paridad, donde a lo mejor la alteración de las condiciones de ejercicio no tanto del derecho de sufragio activo como del pasivo son de una incidencia que puede resultar limitativa en algunos casos por lindar con la proscripción de la defensa de ciertos planteamientos de tipo ideológico (imaginemos que un colectivo de ideología amazónica desea presentarse en España: la ley de paridad le impediría de facto hacerlo salvo que renunciaran a alguno de los aspectos más esenciales de su cosmovisión política).

Mi opinión es sin embargo más modulada. Aunque creo que la ley que impone la paridad electoral cumple un fin noble y legítimo me parece que lo hace de forma un tanto maajadera y falsamente feminista. Entre otras cosas porque la feminización a que la ley obliga ya se había alcanzado sustancialmente por las propias dinámicas de mercado tan habituales en nuestras democracias. Y esto puede llevar a tener efectos perversos en el futuro, como la política se convierta en uno más de esos reductos femeninos que compensan que hay otras esferas donde el machismo sociológico sigue vedando o dificultando el acceso a las mujeres. Adicionalmente, no me gusta la medida porque me desagradan las medidas «dirigistas» en materia de representación del cuerpo electoral, es decir, todas aquellas que tratan de encuadrar más de lo estrictamente necesario el proceso de decisión de los ciudadanos. Me pasa también, por ejemplo, con las listas cerradas y bloqueadas. Nada de lo dicho, sin embargo, quita para que me cueste afirmar la inconstitucionalidad de la medida aprobada, dado que el supuesto de restricción ideológica que apuntaba parece más un caso de política ficción que algo que dada nuestras estructura social y política pueda ser real.

Pero, y aquí es donde mi interesa detenerme, un efecto limitador de esa índole sí sería no sólo indeseable sino también inconstitucional. Por mucho que pueda ordenarse y encuadrarse en el ejercicio del derecho lo que no puede en nigún caso es condicionarse el contenido político de los planteamientos que defienden los ciudadanos ni impedir que se manifiesten todos ellos.



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