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En este país nuestro de euforia ladrillista fuera de toda lógica y medida empiezan a aparecer propuestas de embridamiento jurídico a lo que, fíjate tú qué cosas, ha alcanzado tal grado de desmesura que empieza a inquietar a la ciudadanía. El régimen de tolerancia respecto de las edificaciones o las obras ilegales a pequeña escala, que tanto ha beneficiado históricamente a las clases medias españolas; la actuación anómica de los poderes públicos respecto de las prácticas predatorias de esos prohombres «creadores de riqueza»; la complacencia general con la subvención directa, a costa de los bolsillos de todos, para ciertos clubes de fútbol y la fauna que copa sus palcos… son episodios que se toleran muy bien… hasta cierto punto.
El ciudadano medio es bastante más consciente, está mucho más enterado de lo que muchos pretenden hacernos creer respecto de la verdadera naturaleza de los procesos económicos y problemas sociales y ambientales que se ventilan al calor del altar ladrillista donde los españoles venimos orando desde hace décadas (porque, no nos engañemos, lo de los últimos diez años es muy exagerado, pero responde a la tragicómica exacerbación de lo que ya padecíamos más que a un fenómeno de nuevo cuño). Más allá de la desinformación o la ignorancia, la explicación respecto de la falta de reacción ciudadana ha de ser explicada, más bien, a partir de las enormes fallas de una cultura cívica, la española, extraordinariamente deficiente y cuyo tímido afianzamiento es difícil y lento, abortada como se aborta casi cualquier iniciativa para mejorarla en todas y cada una de las ocasiones en que se ha pretendido tratar de fortalecerla. No es España un país donde la reflexión colectiva sobre el bien común o la ética de la responsabilidad y el esfuerzo hayan encontrado terreno abonado. Y seguimos penando por ello.
No suponen estas peculiaridades, no obstante, que vivamos en un país donde masas de analfabetos, menestrales que sólo cuentan con su fuerza de trabajo, agricultores que trabajan a jornal o pequeños propietarios de minifundios cada día menos rentables desconozcan qué se cuece y cómo funcionan los procesos de enriquecimiento de otros a costa del valor sobre un bien limitado como es el suelo. Ni es ésta la estructura social real del país ni es conocimiento o información lo que falta. De hecho, todos somos conscientes de cuáles son, a grandes rasgos, las claves de las operaciones de transformación que se operan sobre la tierra. Incluyendo a las personas que menos oportunidades educativas han tenido (por no decir, que a veces está uno tentado de hacerlo, que son estas personas quienes mejor se mueven en este cenagal). Entre otras cosas, porque no es tan difícil captar las cuatro ideas básicas que vehiculan el funcionamiento de todo este tinglado. Como, también, entender las bases programáticas, funcionamiento y efectos de las normas jurídicas que lo regulan. Por mucho que haya un ropaje técnico complejo que sólo dominen especialistas, la esencia del Derecho urbanístico la entiende cualquiera.
La alegre orgía ladrillística que a nadie ha hecho protestar se ha producido no por desinformación, sino porque hay un umbral de connivencia por parte de casi todo el mundo cuando las cosas se centran en el tipo de apaños que mentábamos arriba. La mayor o menor tolerancia se basa en un cálculo muy personal, que cada ciudadano realiza, resultando de la adición de estos posicionamientos personales la temperatura social general respecto del fenómeno, en el que entra en juego la percepción sobre los posibles beneficios personales y del entorno más cercano, en un modelo como el que entre todos consentimos en España, y los evidentes costes sociales del mismo. La generalizada abulia respecto de estos temas responde no tanto a que haya muchos chorizos o que la normativa sea una vergüenza como a que ésta responde y facilita lo que la sociedad en general percibe como mejor. Y, dado que la cultura española del último siglo nos ha educado a todos como nos ha educado, consecuencia de que todos llevamos dentro, en lo más recóndito de nuestros corazones (o no tan oculto) un pequeño especulador, un pequeño pícaro aprovechado, pues tenemos un modelo construido sólo a trancas y barrancas que dificulta mucho la persecución y garantía de objetivos de interés general.
La casita ilegal construida por cuatro chavos, el chalet comprado a precio de risa porque lo ha hecho un promotor que ha prescindido de todos los permisos y de conectar el alcantarillado con la subsiguiente rebaja de costes, las reformas sin licencia, el disfrute de estrellas del fútbol en el equipo de mi corazón pagadas con recalificaciones, un par de Copas de Europa, las expectativas de ganar dinero vendiendo unos terrenitos de huerta si son recalificados. ¿Hace falta seguir? ¿Es tan complicado darse cuenta de que las cosas están como están, llevan estándolo mucho tiempo, porque los españoles en general valoramos las posibilidades de la regulación atendiendo a estos «beneficios» que creemos percibir en este estado de cosas? Frente a ello, sólo una conciencia éticamente informada de los costes colectivos, algo que para que aparezca requiere como mínimo de una explicación que no es frecuente encontrar en nuestros medios de comunicación (ni en nuestras escuelas, ni en las Universidades ni, por supuesto, en lo múltiples másters de Derecho urbanismo que menudean por doquier), puede aspirar a poner peros a un marco jurídico de tolerancia como el descrito, avalado por la idea de que con él, al menos aparentemente, todos ganamos. O potencialmente podemos aspirar a ganar. Lamentablemente, estos juegos en que todos ganan no suelen existir en la vida real. Pero explicarlo a masas que han visto excitada su codicia, siquiera sea hipotética, no es sencillo. Y convencerlas de ello todavía es más complicado. Hasta que se llega a tal punto que esta realidad empieza a brillar con luz propia. Es lo que ocurre ahora. La misma desmesura del fenómeno es lo que está permitiendo una mejor visualización de algo tan evidente. Y, a partir de ahí, cuando las patologías se acrecientan y se empieza a tener conciencia de ellas (pelotazos, cohechos, destrucción de recursos, problemas de sostenibilidad…), surge la reacción. Que una cosa es que yo pueda construirme una casita a la buena de Dios y otra muy distinta que sean otros los que estén forrándose con este marco jurídico. No, no, por ahí sí que no pasamos. Bienvenido sea el cambio de sensibilidad, aunque su origen, no nos engañemos, es el que es.
La labor del Derecho urbanístico que viene es dar satisfacción a estas nuevas exigencias de la ciudadanía. Lo cierto es que sería conveniente que fuera más allá e incluso aprovecháramos para establecer unas bases estructurales que permitieran una cierta pedagogía sobre lo que ha de ser una labor pública, en sus objetivos y, también, en la asunción de los correspondientes beneficios y cargas como es la de planificación. Lo cual no significa que no se pueda hacer partícipe de ellos (pero, ojo, de ambos) a la iniciativa privada, pero asumiendo que el grueso de la labor es y ha de ser pública. Para poder iniciar este giro, que es más pedagógico que otra cosa y ha de estar necesariamente centrado en valores y en sus explicación, es conveniente tener en cuenta con realismo qué es lo que genera escándalo en la ciudadanía, qué es lo que exige embridar y, a partir de ahí, aprovechar la ocasión para exponer que los mismos probleas y en esencia las mismas sinvergonzonerías son otras conductas que siguen «bien vistas».
No se pide de momento, por ejemplo, por parte de los escandalizados ciudadanos que se incrementen los controles sobre las construcciones ilegales o las obras sin licencia a pequeña pero masiva escala. Aún no hemos llegado a tal grado de conciencia cívica pues, a fin de cuentas, todo hijo de vecino sigue pensando que de tal estado de tolerancia pueden derivarse para él beneficios que superan las cargas que en tanto que miembro de la colectividad padece por tal descontrol. Pero empiezan a ofender derivaciones de esta misma realidad más notorias o exageradas. Pues bien, empecemos por enfrentarnos al problema.
A la lógica igualitarista que todo pequeño capitalista con vocación propietarista (o sea, que todo español) aplica, el hecho de que los beneficios de una recalificación se los lleve el propietario cuando éste ha podido adquirir muy recientemente el terreno le repugna. Y mucho. Al parecer, esta apropiación de una desmesurada plusvalía por parte de un señor que pasaba por ahí (bueno, en realidad, no suele limitarse a «pasar por ahí») es algo que empieza a tenerse por una sinvergonzonería y un rédito injusto y socialmente pernicioso dado que no proviene de una labor que merezca tan alta (si es que merece alguna) retribución. Todos pensamos en que el propietario que vendió (aclaremos, ya que estamos, que lo hizo porque quiso, porque le pareció que le pagaban bien o, pongámonos en lo peor, porque le expropiaron y le pagaron un precio de reposición justo por el bien expropiado; no vayamos a pensar que vendió por cuatro perras y fue estafado de manera flagrante) se ha visto de alguna manera burlado si luego llega otro y en unos meses multiplica por doscientos el valor de lo adquirido. ¡Vaya estafa! ¡Algo así no se puede consentir! ¿Puede imaginarse algo más repugnante que el que no nos beneficiemos todos en condiciones de igualdad de las orgías especulativas? Al igual que todos queremos y podemos poder construir casitas ilegales en nuestros terrenitos, ¿cómo es posible que no nos dejen disfrutar a todos por igual de los pelotazos? El problema, y no menor, es que en realidad es mentira que «todos» hayamos de de poder disfrutar de tanta tolerancia o de la participación en las plusvalías. Lo harán, lo haremos, únicamente los que tengamos tierras, aunque sea en pequeña medida. Y lo harán más los que más tengan. Adicionalmente, un segundo «problemilla» es que este tipo de actuaciones no son neutras respecto de la colectividad. Esto es, que no es que sólo se produzcan unos beneficios (construir así porque sí, obtener pelotazos o pelotazillos…) más o menos repartidos y si no nos toca mala suerte: además hay una serie de efectos perniciosos para la colectividad, quizás poco visibles en ocasiones (a pequeña escala, si tenemos en cuenta sólo cada uno de los casos…) pero en realidad muy graves.
Las soluciones imaginativas que propugnan los gobernantes responden, de momento, a esta infecta lógica propietarista. Es lo que de demandan los ciudadanos, por el momento y habrá que dárselo, piensan algunos. La Generalitat Valenciana acaba de decidir proponer (no sabemos muy bien, la verdad, si aspiran a ser competentes pra regular esta cuestión, pero parece que sí, dado que dicen que si la nueva ley del suelo no recoge la ocurrencia la aplicarán por su cuenta para la Comunidad Valenciana, haciendo caso omiso de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional que suele mantenerse firme en que estas cosillas del estatuto del suelo y los derechos y deberes de sus propietarios corresponden al Estado ex art. 149.1.1ª CE) que la plusvalía, en principio, podría ser compartida en un futuro, en estos casos, y de manera obligatoriamente proporcional al tiempo de posesión, por los propietarios del bien (del suelo), en los últimos 25 años. La idea es sencilla y responde a la lógica que reseñábamos: la plusvalía, ese maná llovido del cielo, ha de repartirse con justicia. Y la equidad demanda que sean los propietarios quienes dispongan de un marco jurídico que evite abusos o estafas. Porque a ellos ha de proteger la regulación urbanística y no es de recibo que mis bienes puedan verse revalorizados de manera radical y que yo no pueda sacar tajada de ello, sino que lo hagan otros, venidos después. Unos, en sentido estricto, advenedizos. La propuesta no es original del conseller valenciano del ramo, González Pons. Y es que como decíamos antes no hace falta haber estudiado mucho para entender cuatro cosas sobre esto. Un servidor ya había escuchado tal atrocidad en boca de algunos agricultores de Benissa, que ven lo que se les puede venir encima (y lo que pueden sacar). Y hace unas semanas, sin ir más lejos, la comentaban en alguna tele local de comarcas naranjeras en una especie de charla de casino televisada. El saber popular, es lo que tiene: cuatro llauros sin educación son perfectamente conscientes de por dónde han de tirar para defender sus intereses; todo un conseller doctor en Derecho y con funcionarios especializados en la materia sigue, en cambio, perdido respecto a qué es lo que beneficia al interés general y se limita a hacer de altavoz de las exigencias de ciertos grupos de ciudadanos (legítimas, por supuesto, pero nada beneficiosas para los demás, ni justas, ni preocupadas por el bien común).
La lógica inherente a esta visión del mundo, de la propiedad, del suelo, del capitalismo, de la vida no puede ser más demencial. El sentimiento de engaño y de escándalo social es muy razonable cuando las plusvalías le llueven del cielo a un promotor u otro individuo privado. Pero la percepción dominante no entiende anómalo tanto que estas ganancias hayan de ir a quienes nada han hecho por merecerlas como que no estén vinculadas a la propiedad de la tierra, inveterada a ser posible y, en consecuencia, a que no se reparta con los antiguos propietarios, al hecho de que estos no vean un duro de más. Nuestras sociedades reaccionan con enfado, en una demostración de las fallas cívicas enormes que todavía padecemos, antes la posibilidad de que nos pueda tocar, llegado el caso, a cualquiera de nosotros, aspirantes a pequeños propietarios, proto-pequeñoburgueses del ladrillo, monaguillos de la religión de la reclasificación, la china de que nos expropien y luego se recalifique o nos compren y luego la cosa pase a ser urbanizable. La piedra de toque de nuestra honrada y ciudadan indignación es algo tan cutre y anómalo como nuestra exigencia: queremos un marco jurídico que asegure que no podamos sentir nunca que nuestras expectativas de hacernos con un piquillo especulativo, de ganar un dinerito sin trabajárnoslo (a la española manera de confiar en la intercesión de esos supuestos hados benefactores que reclasifican para que todo marche bien) se han visto defraudadas. Así que el Estado (o una Comunidad Autónoma, en este caso), con reformas como la señalada, lo que habría de hacer es acudir raudo a colmar las aspiraciones ciudadanas y garantizar a todos los ciudadanos (o, más bien, a todos los propietarios de suelo) la necesaria y tan solicitada tranquilidad y seguridad: no hemos de preocuparnos, ningún avispado tiburón se quedará con nuestra bendita plusvalía.
Lamentablemente, la plusvalía es tan socialmente deletéreo que acabe en manos de un especulador o de un promotor como que lo haga en los bolsillos de los pequeños (o no tan pequeños) propietarios de tierras. Más allá de los perversos efectos amortizadores sobre el suelo, dadas las tendencias tan caras a nuestros acumuladores de capital (y de suelo, y de viviendas) de retener los bienes para forzar los mecanismos de mercado, una medida como esta yerra el objetivo: tampoco retribuye a quien habría de beneficiarse de la plusvalía. Porque el propietario, por anterior y pequeño que sea, no tiene título para ello. No se la ha trabajado. La merece tan poco como el escualo de las promociones que a día de hoy, en muchos casos, se la está apropiado (menos, de hecho, que este último, a base de las artes dominantes en el ramo, ya sean buenas o malas, algo se lo ha «currado»). La propiedad ha de comprender el derecho a disfrutar de los bienes en cuestión, a poder emplearlos para los fines legítimos, a excluir a los demás en el uso y disfrute de los mismos si así lo disponemos, etcétera. Pero no incluye el derecho a beneficiarse de hipotéticas y siempre aleatorias plusvalías. Porque socialmente eso supone costes evidentes, injusticas patentes y la puesta en marcha de procesos de redistribución de rentas al margen tanto del mercado como de la justicia social. ¿Alguien cree de verdad, ya sea desde la izquierda o desde la derecha, que eso puede ser bueno? Ni mercado, ni justicia social: lotería. Y además lotería susceptible de ser modulada, legal o ilegalmente. Así pasa lo que viene pasando en España, único país civilizado (o pretendidamente civilizado) donde las nuevas elites económicas provienen no del esfuerzo, del genio creador, del mérito empresarial o industrial sino de saberse buscar la vida en medio de planes de ordenación y grúas.
Algo así no es de recibo porque los pelotazos no es que hayan de repartirse sino que han de, sencillamente, desaparecer. No se trata de que una recalificación no tenga que comportar beneficios sino de que éstos han de revertir en la comunidad. Dado que, no olvidemos, la razón última de la reclasificación es una decisión administrativa a cargo de los poderes públicos. Que disponen de esa potestad en tanto que legítimos depositarios de la voluntad ciudadana para adoptar las medidas que beneficien al bien común. De forma que de estas decisiones, y de sus costos, han de beneficiarse o no los ciudadanos en su conjunto. Y no los afortunados propietarios. De igual manera que, y eso lo tenemos todos muy claro, no sería de recibo que las cargas (por ejemplo, de una infraestructura) sólo se repercutieran en los propietarios del suelo necesario (para que ésta pasara por allí, en el caso comentado de una infraestructura, una vía férrea, por ejemplo). Y es que, en definitiva, son las Administraciones, son los poderes públicos, los que se trabajan las reclasificaciones. En cualquier país normal, en cualquier nación de nuestro entorno, esto se tiene claro desde hace al menos siglo y medio. Y la distribución de plusvalías, en consecuencia, se realiza de acuerdo con esta lógica elemental.
ACTUALIZACIÓN (16/11/2006): Ayer, en el tren, mientras leía la edición de la Comunidad Valenciana del siario El País pude descubrir estupefacto hasta qué punto desde todos los sectores implicados acogían con escepticismo la ocurrencia del conseller. Debe de tratarse de eso que comentábamos respecto a que en el fondo todo el mundo sabe bastante bien, se dedique a lo que se dedique, de qué va esto. El propio Consell de la Generalitat valenciana, es más, tampoco parece muy por la labor de presentar la ocurrencia como enmienda a la ley estatal del suelo en tramitación.
8 comentarios en La plusvalía, para quien se la trabaja
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Es bastante curiosa la coincidencia (aparente, no sé yo si al margen de lo que publique «El País» estará todo el mundo tan unánimente en contra de la idea) en la crítica, porque desde fuera, desde un planteamiento no técnico, tampoco parece ni tan demencial ni tan injusto que se repartan algo más estas plusvalías (siempre que sean más o menos razonables y no pelotazos brutales, que tendrían que estar limitados, no ser posibles).
Comentario escrito por Marta Signes — 16 de noviembre de 2006 a las 6:12 pm
Probando…
Comentario escrito por Garganta Profunda — 19 de noviembre de 2006 a las 8:19 am
Excelente Post.
Poco puedo añadir a este certero análisis, salvo dos o tres puntillas…(una de caracter técnico, la otra de caracter «berlanguiano»)
1. El otro día apareció un informe donde se daban los primeros avisos en cuanto a la desaceleración inminente en el sector de la construcción. Parece que en un futuro la demanda de viviendas va a caer considerablemente (la mano invisible del mercado haciendo de las suyas), y por mucho que gente tan detestable como Paco el Pocero (este fulano merece capítulo aparte) coaccione a sus trabajadores para que se manifiesten delante de los ayuntamientos en plan «queremos más licencias!!», el sector en unos años comenzará a vivir un periodo de vacas flacas. Ojo, eso no quiere que toda esta recua de promotores mangantes vayan a quedarse en la calle de la noche a la mañana, que va, estos ya han acumulado tanta pasta como para no pegar ni brote el resto de sus días. El problema será ver donde se colocan la gran mayoría de trabajadores sin cualificación (y empleos secundarios) responsables de aquello que se ha venido en llamar «El Milagro Español», lease que en la 8ª economía del mundo, el 15% del PIB provenga del «ladrillo» y que gracias a ello crezcamos irrealmente. ¿Diversificar la economía? Dejese de pamplinas. Tenemos probablemente las generaciones de jovenes españoles mejor formadas de todos los tiempos, capaces de emprender aventuras en campos tan diversos como la Biotecnología, la alta tecnología, etc… y seguimos empecinados en ponerle las cosas fáciles al «ladrillo»…Ya verán que divertido será todo esto, cuando pase como en el Reino Unido hace unos años (la famosa explosión-implosión de la burbuja)…donde el precio de tu casa si la sacabas a la venta podía ser mucho menor que el precio por el que la compraste…la gran mayoría de clase media española aprendiz de capitalista que juega al Monopoly comprando casas para especular con ellas se lo va a pasar teta!!
2. Apunte Made in Berlanga. La fiebre por los PAI (Plan de Acción Integral) ha provocado que un buen numero de llauros de la Comunidad Valenciana se haya enriquecido ostensiblemente de la noche a la mañana gracias a la venta de aquellos improductivos bancales de naranjas. De ahí que en muchas bodas de pueblos de la costa sur de Castellón, donde los desmanes urbanísticos no tienen nombre), ademas de vitorear a los novios, en los banquetes se proclamen cosas como «¡¡¡Vivan los PAIs!!»…ya que han sido como maná caido del cielo. Otra cosa es explicarle a este buena gente las consecuencias que tendrán para su localidad el crecimiento ad nauseam…
Podríamos estar hablando mucho más tiempo, pero no añadiríamos nada que no sabemos de antemano.
Un saludo.
PD. Y mi apoyo más sincero al alcalde de Seseña. Ningún responsable político del gobierno central ha hecho lo posible para echarle un capote…Pais…
Comentario escrito por Garganta Profunda — 19 de noviembre de 2006 a las 8:38 am
A me me da que lo que la administración autonómoica persigue es eliminar las suspicacias de los antiguos propiertarios del suelo a dejar paso al hormigón repartiendo vaselina en forma de una «poliza de seguro» para repartir en forma de pedrea la plusvalía del pelotazo.
Más valdría que se preocupasen por tener, como bien dices, una élite económica sustentantada en la grúa. Le veo larga vida a los mileuristas.
Comentario escrito por alejo — 19 de noviembre de 2006 a las 9:19 am
Todo lo dicho está muy bien pero hay algo importante que falta decir, y que está detrás de la lógica de la propuesta del conseller.
La generación de plusvalias brutales con el suelo no se dan por que el ultimo comprador del suelo sea un lince y el anterior un estùpido. No señor.
Voy a explicar el mecanismo del pelotazo que tanto abunda y tanto ha contribuido a la popularidad de las consejerias y concejalias de urbanismo.
El suelo rústico abunda. Sin expectativas urbanisticas conocidas no vale mucho. Es decir si el propietario del erial o el olivar no conoce, ni puede conocer , ni puede prever razonablemente que ese suelo será recalificado su precio es muy moderado.
Pero hete aquí que el concejal de urbanismo, o el alcalde, o como ha pasado en la CAM el mismísimo señor Director General de Urbanismo se pone de acuerdo con determinados promotores y/o inversores (?!?) para hacerse con unos milloncejos sin sudar demasiado.
Tiran del mapa catastral del municio y acuerdan qué zona recalificar. Por supuesto la jugada se basa en el secreto, en que los propietarios de suelo actual ni se lo huelan. A continuación mediante sociedades interpuestas se dedican a comprar un suelo sobre el que no hay expectivas urbanisticas, a precios de erial o de campo de naranjos.
Se espera el tiempo conveniente , para que la cosa no apeste demasiado y se recalifica la zona comprada. Ya está hecho. Lo que valia, un suponer 6 euros por m2 vale, por un simple acto administrativo 60 0 100.
El mecanísmo es más simple que un botijo. Este mecanismo está , señores y señoras , generalizado. Y es la forma más rapida y segura de hacerse rico. Vox populi entre los señores politicos de nuestro pais.
Y es , en mi modesto entender contra esta practica muy, muy habitual que va la propuesta esta. Creo que con esto se aclara bastante por donde suelen ir los pelotazos. Y lo que falta subrayar en el articulo es esta corrupción generalizada en «nuestra» clase politica.
Comentario escrito por casio — 20 de noviembre de 2006 a las 9:57 am
Efectivamente, tanto alejo como casio apuntan a lo que es el único efecto que podría ser positivo de la norma: en atención a que esta especie de herencia retroactiva para los antiguos propietarios haría que los beneficios de la actividad que tan bien ha descrito casio sean ucho menores, quizá se reduciría algo la tendencia a recurrir a este expediente.
Lo que ocurre es que, actuaciones como las señaladas, que todos conocemos, que no requieren de gran «capacitación» técnica para ser puestas en práctica (como yo decía en el post, obviamente, los que compran no suelen limitarse a esperar a que les caiga del cielo la recalificación), no habrían de ser combatidas así: se combaten con el Código penal. Y no con nuevos delitos sino con los antiguos, los de toda la vida, como el tradicionalisímo cohecho.
Así se combaten actuaciones impresentables socialmente, fraudelentas y no paradelictivas sino pura y sencillamente criminales. No alterando a partir de una visión propietarista los frutos de una especulación.
Porque todo esto se acabaría también si las plusvalías no acabaran en los propietarios, sean los de toda la vida o los recientes (que hacen lo que dice Casio). Y es lo razonable porque, como decía, no se justifica ni desde la lógica de mercado ni desde la justicia social que estos réditos no vayan a la colectividad.
En la lógica capitalista de mercado, el que obtiene la plusvalía es el que hace algo que dota de valor al bien (el que arregla un campo y lo moderniza, por ejemplo), y aquí es la Administración (representante de la colectividad) la que lo hace persiguiendo un objetivo público. Que esta plusvalía vaya a los propietarios responde a una injerencia en los mecanismos redistribuidores pura y duramente de mercado. Y dado que el origen es una alteración por una «intromisión» pública, que es que aporta valor, algo así sólo se entendería si con ello se pretendiera realizar algún tipo de política redistributiva. Pero vamos, que es como de risa plantear que la justicia social consiste en que, entre todos, beneficiemos a los propietarios de suelo. Así que la cosa se explica sola.
Comentario escrito por Andrés Boix Palop — 20 de noviembre de 2006 a las 6:49 pm
Estoy de acuurdo Andrés. En el fondo esta propuesta es lo de siempre. En vez de hacer que se cumplan las leyes existentes, que cuesta dinero, hacer que la administración funcione, y tocar intereses de gente con poder, pues se saca una nueva ley, se ganan unos minutos de Publicidad y arreando.
Aunque, por otra parte no sé que pais sería mas invivible, aquel donde no se cumplen las leyes o aquel en el que se cumplieran a rajatabla.
Comentario escrito por casio — 21 de noviembre de 2006 a las 12:02 pm
Este mismo sistema podría ser igualmente aplicado a otros mercados. Por ejemplo, al de las patatas, que se venden a duro en el terreno y llegan al mercado a euro.
En función del precio final del producto al consumidor, ¿podría el labrador pedir su parte de la plusvalía que se quedan los marchantes, intermediarios diversos, almacenistas y grandes superficies?
Comentario escrito por Palentino — 30 de noviembre de 2006 a las 6:04 pm