La «Directiva de la Vergüenza», el signo de los tiempos y la democracia en la UE

Como a estas alturas sabe ya cualquier lector de este bloc, la ratificación del Tratado de Lisboa que acordaron los 27 países miembros de la Unión Europa hace bien poco para superar el impasse producido por el descalabro refrendatario del texto anterior (la llamada Constitución Europea) está a punto de acabar también muy mal. Irlanda, único país que a estas alturas osa planntear a sus ciudadanos un referéndum sobre la cuestión, ha visto cómo el «No» ganaba con contundencia, sin que ni siquiera sirva el consuelo de una baja participación que pueda hacer pensar que una nueva consulta fuera a solucionar el problemilla. Y aunque el Reino Unido, ratificación parlamentaria mediante, ha acudido presto a ratificar apenas una semana después, con la esperanza de que el guirigay no se incremente demasiado, los problemas van en aumento: la República Checa ya ha anunciado que, en estas condiciones, no tiene previsto de momento ratificar el Tratado y aunque se anuncien todo tipo de presiones es difícil a estas alturas imaginar cómo pueda acabar todo.

Mientras tanto, en España, escaldados por el papelón ingenuo en que muchos piensan que quedamos como consecuencia de nuestro entusiasmo en refrendar la Constitución Europea antes que nadie, a pesar de que estamos (Gobierno, oposición, medios de comunicación) muy a favor del Tratado de Lisboa, seguimos esperando a ver qué pasa, con la esperanza de acabar ratificando cuando el panorama se despeje. Es decir, que a estas alturas parece que lo acabaremos haciendo, más que nada porque la reacción de las instituciones comunitarias en estos casos suele ser tratar de hacer como si no pasara nada. Y, para ello, es básico que las ratificaciones continúen e Irlanda quede como un caso aislado, que ya se verá con qué tipo de apaños se puede solucionar.

Un recuento rápido de «sustos» al proceso de construcción europea arroja un panorama desolador. Desde el vértigo que generaron los ajustadísimo resultados en Francia del referéndum de Maastricht, completados por el «No» danés, a los problemas de Irlanda con Niza y ahora con Lisboa, pasando por los espectaculares «Noes» de Francia y los Países Bajos que enterraron, en su día, al menos formalmente, el Proyecto de Constitución Europea. Teniendo en cuenta que las consultas en referéndum no han sido tantas y añadiendo a ello la evidente y creciente desafección que generan en la ciudadanía las elecciones al Parlamento europeo (con índices de participación en constante y franco retroceso, que permiten cuestionar ya, a estas alturas, dada la irrisoria participación que como pauta general exhiben, su admisibiliddad como índice mínimamente exigente de democracia), el diagnóstico no es difícil de hacer.

Históricamente, la evidencia de la importancia de la construcción europea y de los avances que gracias a ella han obtenido muchos países en términos de crecimiento económico y de mejoras jurídicas ha logrado concitar cierta unanimidad en torno a la idea de que tampoco teníamos que preocuparnos demasiado por estos evidentes déficit, que se tomaban como algo consustancial a la complejidad del proceso de armonización cultural, social, económica y legislativa que un proyecto como el de la Unión Europea conlleva. De alguna manera, se apelaba al sentido de la responsabilidad de quienes valoraban en algo estos objetivos y sus múltiples repercusiones para la sociedad europea (especialmente en casos como el español, donde es tan evidente la responsabilidad del proceso de integración en Europa en que hayan cambiado muchas de las innumerables pautas, y ahora me refiero en concreto al mundo del Derecho, estrictamente premodernas que eran propias de nuestro ordenamiento y de la manera en que lo interpretábamos) para que se apoyara este modelo de construcción europea con dos argumentos complementarios hasta cierto punto: no hay otra manera que se pretenda eficaz de hacer las cosas, por un lado; los beneficios e importancia de proseguir con el proceso de integración son tantos, tan evidentes, tan importantes, que no podemos permitirnos arriesgarnos a perderlos por un quítame-allá-ese-procedimiento que apuesta por una alternativa diferente, que se tiene por más arriesgada.

Ambas razones están empezando a decaer. A estas alturas, empieza a ser más que cuestionable que el modelo de «pequeños pasos», dirigidos por una elite jurídica y política muy poco permeable a las exigencias ciudadanas, con un sistema de toma de decisiones muy indirectamente democrático y sin que se haya hecho el más mínimo esfuerzo de articulación política de la idea de Europa, vaya a ser en el futuro tan eficaz como lo ha sido hasta la fecha. Más que nada porque precisamente el éxito del invento es lo que lo condena a su futuro fracaso. La consecución, a estas alturas casi completa, de un mercado único perfecto y de una plena integración económica probablemente liquida la fase en que el crecimiento de Europa pueda hacerse sin un sistema que tenga más en cuenta los mecanismos clásicos de legitimación y representación. Más que nada porque el futuro de la Unión Europea pasa necesariamente, dado el éxito de la integración económica, por ir más allá, y eso significa tocar asuntos muy sensibles, sobre los que los ciudadanos europeos hemos aprendido a valorar que nuestra opinión sea tenida en cuenta.

Adicionalmente, un segundo vector de éxito del proyecto comunitario, su ampliación a prácticamente todo el continente, es causa de la agudización de esta crisis. El modelo de conciliación de intereses y progresivo aumento de la integración a base de «pequeños pasos» paulatinamente asumidos, de mejor o peor grado, pero asumidos, por todos (al menos como «mal menor») hace crisis a partir de que las voluntades a acordar sean demasiadas. Los riesgos de quedar paralizados entre la imposibilidad de lograr avances sustanciales a los que nadie objete y que para lograr acuerdos los objetivos tengan que ser cada vez más de mínimos se hacen cada vez más evidentes. Y conviene recordar, a estos efectos, que las pautas de legitimación al uso en las democracias liberales, los sistemas democráticos representativos, tienen precisamente, en parte, esa explicación histórica: fueron (también) la solución a la necesidad de superar la parálisis a la que un sistema de conciliación en que cada vez participaba más gente conducía.

Quiere decirse con todo ello, en definitiva, que el «así no» se basa no sólo en principios que no hace falta repetir: tiene también sentido como solución pragmática que cada día se entenderá como más inexcusable.

Por otro lado, y es algo que conviene recordar, tal y como está haciendo mucha gente, la segunda de las razones para apoyar el modelo de construcción europea radicaba, como decíamos, en la importancia y calidad de los «avances» que la UE suponía. Incluso si no acababa de gustarnos demasiado cómo se hacía Europa (o si pensábamos que se haría mejor de otra manera) la evidencia de la bondad de lo que suponía esa Europa tenía que espantar cualquier reparo. Sin embargo, es claro que este segundo puntal del proceso de construcción europea se está tambaleando a marchas forzadas. Aunque no tengan nada que ver con el «No» irlandés, nadie puede negar que éste ha coincidido con iniciativas de la Unión Europea que afirman la sensación de que nos encontramos ante una sede regulatoria poco controlada democráticamente a la que se desvían con facilidad toda una serie de asuntos «molestos» para los Gobiernos de turno. Si la sensación de los ciudadanos de que la UE es la puerta de atrás por la que se cuelan todo tipo de medidas que la población mayoritariamente siente como contrarias a sus intereses se acrecienta, no hace falta ser muy listo para concluir que el apoyo al proyecto europeo perderá la otra de las razones que históricamente le dieron vida («no importa demasiado cómo se hagan las salchichas mientras luego estén buenas»).

Recientemente, en paralelo a la existencia de una opinión pública más madura y consciente, se ha consolidado la sensación de que, a todos los niveles, la Unión Europea ya no es un espacio de mejora de los derechos y garantías de sus ciudadanos, ocupada por la mejora de su calidad de vida en un entorno de bienestar y justicia con una mirada solidaria y generosa con el resto del planeta, sino que desde sus órganos judiciales (con sentencias como Laval o Viking) a la Comisión o el Consejo, que aprueban «semanas laborales» de 65 horas o presionan en favor de cánones que la población percibe (y sin que le falten razones y argumentos) como indiscriminados y aberrantes, pasando por un Parlamento dispuesto a santificarlo, a la hora de la verdad, casi todo (como consecuencia de su endeblez institucional y de su escasa fuerza legitimidaora), se sigue una agenda que nada tiene que ver con los intereses reales de la ciudadanía (y sí, y mucho, en cambio, con otros).

Para rematar la faena, ni siquiera subsiste el buen sabor de las salchichas que nos preparan desde Bruselas en asuntos respecto de los que los ciudadanos podemos (y debemos) plantear reparos muy poderosos sin que nadie pueda oponernos, como en plan aberrante se hace en alguno de los casos arriba señalados, la crítica de que velamos por «nuestro propio interés» (¡como si eso fuera malo o deslegitimador! y, sobre todo, ¡como si fuera tan fácil y evidente que la semana laboral es sólo un interés privado y egoísta, sin más implicaciones generales, mientras que, en cambio, temas socialmente sensibles, siempre y cuando afecten a «otros», carezcan de interés para cada uno de nosotros!). La justamente denominada «Directiva de la Vergüenza» se ha convertido en el paradigma del triste estadio en que se encuentra la Unión Europea, con unas instituciones que, como señalábamos hace unos días, se han convertido en una de las cosas más patéticas que cualquier ser u obra humana puede llegar a ser: tristes ejecutores del trabajo sucio que otros prefieren no hacer para no mancharse las manos (patética la actuación de los parlamentarios socialistas españoles, apoyando la directiva con tres -sobre todo las de Borrell y Obiols- honrosísimas excepciones, mientras aquí el Gobierno mantiene un discurso buenista que a las primeras de cambio se muestra como falsísimo).

Es el signo de los tiempos, dicen. Sinceramente, me da la sensación de que quienes no entienden el signo de los tiempos son quienes dejan pasar la ocasión de comportarse con un mínimo de decencia y dignidad y apuestan siempre, sistemáticamente, a lo que creen que es «ganador». Mientras tanto, la ciudadanía pierde toda empatía con el proyecto de construcción europea y es cada vez más difícil sentirse orgulloso de sus actuales logros. Pero, como casi siempre, no hay peor ciego que el que no quiere ver. La Unión Europea del futuro sólo puede aspirar a construir algo positivo haciendo las cosas mejor, mucho mejor, que hasta ahora. Habrá que enfrentarse cuanto antes a esta realidad. O eso, o podemos travestir una vez más el Tratado de Lisboa, o aprobarlo con algún protocolo raro para Irlanda que permita una ratificación parlamentaria en ses país o alguna burla semejante. Y todos tan contentos.



9 comentarios en La «Directiva de la Vergüenza», el signo de los tiempos y la democracia en la UE
  1. 1

    felicidades por el articulo.

    Comentario escrito por laló — 20 de junio de 2008 a las 2:20 pm

  2. 2

    En definitiva: Otra Europa es posible. Tal vez los únicos que no se dan cuenta, o que no quieren darse cuenta son los políticos y los banqueros y empresarios que los manejan por detrás.

    Comentario escrito por l.g. — 20 de junio de 2008 a las 4:07 pm

  3. 3

    No puedo estar más de acuerdo con lo expresado.

    Comentario escrito por klapton — 20 de junio de 2008 a las 4:38 pm

  4. 4

    Personalmente, soy un paso más que «euroescéptico» en el sentido de que no veo verdadera iniciativa con cuajo de construir una Unión Europea de verdad. Hay demasiadas cosas que unificar, destruir, reedificar y crear, y aunque el poso cultural es parecido, al final somos muy distintos en muchas cosas como para alcanzar una uniformidad jurídica, por ejemplo. Por cierto, y a pesar de ello, los irlandeses han dicho «no» y empiezan a recelar de Europa cuando en vez de recibir, deben empezar a prestar ayudas. Esa visión del europeísmo no deja de tener su gracia …

    Respecto a la Directiva «de la vergüenza», es cierto, humana y jurídicamente es una aberración retener a una persona año y medio, sobre todo porque supongo que si en unos días o semanas no se ha logrado averiguar su procedencia, difícilmente se conseguirá a los quince o dieciocho meses.
    Al hilo de todo ello, me gustaría preguntar al Profesor Boix Palop por sus posibles propuestas en materia de inmigración. Es un tema en el que no consigo formarme una opinión sólida ni alcanzar una idea mínima de cómo resolver las cosas.

    Un saludo.

    Comentario escrito por piterino — 20 de junio de 2008 a las 6:21 pm

  5. 5

    El PSOE ya ha abierto expediente disciplinario a los dos que votaron en clave socialista. Se podría titular «Inmigración, de entrada, sí».

    Saludos,

    Comentario escrito por popota — 20 de junio de 2008 a las 8:06 pm

  6. 6

    Si la dureza de la política inmigratoria de la UE responde ahora a las preocupaciones de la ciudadanía, normalmente sensible a la demagogia en este tema, ¿por qué se produce la desafección?

    Comentario escrito por Tvrtko (Berengario) — 21 de junio de 2008 a las 9:37 am

  7. 7

    Andrés, estás tardando en hacer un artículo del Congreso del PP. Ya me falta, ya me tarda!

    (Yo la hice, por cierto… pica en mi nombre)

    Comentario escrito por Sin ánimo de Nada — 24 de junio de 2008 a las 8:46 pm

  8. 8

    No mezcles churros y churretes en el mismo artículo, Andrés. De acuerdo en que «la sensación de los ciudadanos de que la UE es la puerta de atrás por la que se cuelan todo tipo de medidas que la población mayoritariamente siente como contrarias a sus intereses», con respecto a la semana laboral de 65 horas. Ahora bien, no aproveches para colar de rondón tu repulsa a la nueva normativa anti-inmigración, porque sabes de sobra que eso sí es algo que la población mayoritariamente siente como, por fin, acorde a su interés.

    A no ser, claro, que tales medidas sean democráticas si y sólo si concuerdan con tus intereses, dogmas y opiniones, sin tener en cuenta lo que piensen los demás, sea a favor o en contra.

    Comentario escrito por bocanegra — 26 de junio de 2008 a las 4:53 pm

  9. 9

    Vidente «Bocanegra», ¿realmente SABES que a los europeos nos gusta la directiva sobre emigración?, ¿quien lo ha medido eso?
    ¿hay algún referéndum al respecto?, ¿lo va a haber…?

    Anda, aplícate lo que tú dices en tu último párrafo y no vayas de «vidente casero».

    Comentario escrito por Enric Pastor — 25 de julio de 2008 a las 3:20 pm

Comentarios cerrados para esta entrada.

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