La rigidez del marco constitucional español (y el derecho a decidir)

El texto que se publica a continuación se corresponde con la primera parte de mi capítulo «La rigidez del marco constitucional español respecto del reparto territorial del poder y el proceso catalán de ‘desconexión‘», que se ha publicado en el fantástico libro de reciente aparición sobre El encaje constitucional del derecho a decidir. Un enfoque polémico, que han coordinado los profesores de la Université de Tours, Jorge Cagiao y Conde, y de la Università de Napoli, Genaro Ferraiuolo. El libro puede comprarse muy fácilmente tanto en la web de la editorial como en Amazon, por ejemplo y, pues eso, que os lo recomiendo vivamente. Se trata de un conjunto de trabajos que ya han sido objeto de diversos comentarios, como el que acaba de publicar Ramón Cotarelo en su blog, de un enorme interés. En él, se analizan diversos aspectos del proceso de «desconexión» catalana iniciado con el fallido proceso de reforma estatutaria de principios de siglo y las crecientes demandas de reconocimiento del «derecho a decidir» de los catalanes sobre su permanencia en el Reino de España o independencia, siempre desde una perspectiva jurídica. Mi aportación a esta obra colectiva es una reflexión, que espero ayude a enmarcar el contexto de las cuestiones analizadas por el resto de trabajos, sobre el modelo constitucional español de 1978 y su extraordinaria rigidez y tendencia a la composición vertical entre elites como mecanismo para la resolución de conflictos. En este estudio se trata de entender cómo este modo de funcionamiento ha afectado indudablemente a la forma en que las instituciones españolas han afrontado este proceso de extrañamiento protagonizado por las instituciones representativas y una muy importante parte de la ciudadanía catalana. A partir de ahí, se aspira, también, a explicar que como consecuencia de estas características de nuestro ordenamiento e instituciones (del marco y del sistema jurídicos españoles) la respuesta jurídica que han recibido las diversas pretensiones llegadas desde Cataluña ha sido siempre mucho más rígida e inflexible de lo que las posibilidades del propio texto constitucional habrían permitido con una visión más abierta, agravando con ello el problema y fomentando más el conflicto que una solución al mismo. Cuando las normas que han de servir de cauce para la expresión de voluntades legítimas pero no convergentes y tratar de lograr una composición entre las mismas no cumplen con esta tarea sino que, antes al contrario, ciegan posibles soluciones que habían sido posible en otros ámbitos (por ejemplo, en el mundo de la política) está claro que bien esas normas, bien la interpretación que damos a las mismas tienen un problema.

Transición a la democracia transaccionada y reparto territorial del poder en España desde 1978

La comprensión de las tensiones territoriales en la España constitucional, esencialmente en lo que se refiere a la relación de Cataluña y País Vasco con el conjunto de ese entramado político en la actualidad denominado Reino de España, requiere previamente, para su mejor entendimiento, de una cartografía mínima del contexto. Un contexto que ilustra tanto la historia de los desencuentros y sus parcheos, compromisos y soluciones durante las últimas décadas como la situación actual y que, por lo demás, se plasma en el acuerdo político jurídicamente articulado en la Constitución española de 1978. No es, sin embargo, éste un buen momento para hacer una valoración crítica del proceso en sí mismo[1], como tampoco lo es para reflexionar en términos políticos sobre las ventajas o desventajas de ciertos elementos de este acuerdo constituyente[2]. En la medida en que este trabajo aspira a ser jurídico y versa pues sobre Derecho, vamos a limitar las referencias o juicios a este contexto a lo que consideramos imprescindible para entender cómo funciona el marco jurídico español producto de ese momento y dinámicas históricos y, sobre todo, para poder aspirar a analizar con rigor cómo reacciona y qué margen efectivo de maniobra tiene cuando se relaciona con ciertas demandas políticas muy concretas que son las que pretendemos entender en su vertiente jurídica: las de reconocimiento de ciertas especificidades culturales o políticas derivadas de la diversidad territorial con la que se manifiestan algunas de éstas. Demandas que pueden tener más o menos virulencia, ser más o menos compartidas, llegar al extremo de convertirse en “independentismo” ante la constatación (o mera percepción) de que son imposibles de atender y en consecuencia sólo ésta sería la única vía posible, pero que, en el fondo, responden siempre a esa misma dinámica política y a cómo la canaliza nuestro Derecho.

Así pues, y a modo de introducción, vamos a tratar, únicamente, de poner de manifiesto muy sintéticamente algunos de los elementos jurídicos básicos en los que se han movido y moverán las decisiones de los actores implicados en estos procesos y, en concreto, en todo el proceso que conduce a una creciente expresión de deseos de independencia por parte de un importante número de ciudadanos (y partidos políticos con representación parlamentaria) de Cataluña. Para todo ello, conviene apuntar brevemente algunas notas básicas del sistema jurídico edificado en España tras la muerte del general Franco y ,en general, de toda la arquitectura jurídica que se ha consolidado a partir del mismo, para así poder entender mejor las coordenadas en que opera el marco jurídico-constitucional español frente a las peticiones de más o mejor autonomía, mayor reconocimiento de ámbitos de decisión o diferenciación territoriales o, sencillamente, la independencia de partes del territorio nacional. 

  • El peculiar proceso de “transición” a la democracia española

España se incorpora al contexto democrático europeo tardíamente y por medio de un proceso político propio y singular. A diferencia de la mayor parte de las democracias de Europa occidental, donde el fin de la II Guerra Mundial condujo necesariamente a la democratización de la vida política, tanto en España como en Portugal la consolidación de un Estado democrático de Derecho más o menos homologable a lo habitual en Europa occidental y América del Norte no se producirá hasta cuatro décadas después. Una democratización no consolidada definitivamente, probablemente, hasta la integración en 1986 de ambos países en las entonces Comunidades Europeas (CECA; EURATOM y CEE), germen de la actual Unión Europea, siguiendo el camino que había transitado previamente Grecia, tras su interregno dictatorial militar, en 1982.

Este proceso de transición español tuvo unas características muy peculiares que han sido históricamente muy alabadas y que explican no pocas de las características, cuando no rarezas, de nuestro modelo constitucional[3]. Sólo recientemente se comienzan a valorar negativamente algunas de ellas, críticas que hasta la fecha habían sido muy minoritarias y poco difundidas. Evidentemente, el hecho de que ciertas costuras del régimen, consecuencia algunas de ellas de estas características, se hayan hecho más evidentes con las diversas crisis que está padeciendo el Estado español (social, de valores, económica, territorial…), se hayan hecho cada vez más visibles, tiene mucho que ver con ello[4].

Esta transición a la democracia en España, iniciada con la muerte del dictador el 20 de noviembre de 1975 (o, quizás, con la designación que éste había realizado unos años antes de Juan Carlos de Borbón y Borbón como su sucesor “a título de Rey” para el momento en que el “hecho natural” que diera lugar a esta sucesión) se realiza sin que se opere una ruptura constitucional, a diferencia de lo ocurrido, por ejemplo, en la República Portuguesa. El Reino de España, en su versión posterior a la muerte del General Franco, asume el bagaje jurídico del pasado en su totalidad, por mucho que sea perfectamente consciente de la necesidad de reformas de calado para homologar el país a sus vecinos europeos y para hacer frente a un larvado pero ya bastante evidente hartazgo en los sectores más dinámicos de la población con las restricciones en materia de libertades sociales y políticas. El leit-motiv del proceso de reforma es la conocida expresión “de la ley a la ley” de quien fue preceptor del Rey, presidente del Consejo del Reino en esos momentos y muñidor confeso y reconocido de la primera fase del mismo, Torcuato Fernández Miranda. La obsesión del régimen franquista y de aquellos agentes con el suficiente poder político y económico para imponer su voluntad, era lograr una “transición” a la democracia que se hiciera con respeto a la legalidad franquista, por medio de una paulatina reforma de sus leyes fundamentales; y así se desarrolló el proceso, que incluyó el conocido harakiri de las Cortes franquistas o la conversión de las primeras Cortes legislativas, elegidas democráticamente en 1977 por primera vez desde 1936, más de cuatro décadas después, en Cortes constituyentes por decisión de éstas[5].

Esta dinámica reformista, aunque claramente guiada desde arriba, contó con el apoyo de no pocos actores, incluyendo a la oposición política de la época. Su éxito fue posible porque, además de “transición”, fue también “transacción” por parte de las corrientes de oposición democráticas de corte europeo que reconocían la legitimidad del régimen republicano derrocado tras un golpe militar fallido (1936) y una posterior guerra civil (1936-1939). La efectiva realización de esta transacción, simbolizada por la aceptación por parte del Partido Comunista de España (PCE) de los pilares fundamentales del régimen que iba apareciendo y de la legitimidad de origen del mismo, explica en gran parte el hecho de que la transición española a la democracia fuera no sólo pacífica sino generadora de un enorme consenso social y político que ha durado muchos años. También explica, sin embargo, anomalías tan evidentes como la asunción por parte de la democracia española de todo el caudal de consecuencias jurídicas de dar por buena esta legitimidad. Consecuencias jurídicas que a día de hoy todavía duran, o al menos ciertos efectos derivados en cascada de las mismas, desde el Derecho privado y ciertas cuestiones tanto referidas a relaciones personales (el régimen franquista no reconoció ciertas actuaciones en materia de filiación o matrimonio de tiempos de la República) como patrimoniales (por supuesto, no se hizo revisión alguna de ciertos procesos de acumulación de capital producidos durante los años de la dictadura), a aspectos que van desde los que se pueden considerar anecdóticos pero igualmente simbólicos (si un equipo ganó la copa de fútbol en zona republicana, el trofeo sigue a día de hoy sin ser reconocido, como le ocurre al Levante U.D.[6]) a los más trágicos y dramáticos (todavía en la actualidad nuestro Tribunal Constitucional sigue considerando perfectamente legítimas las condenas que los tribunales franquistas realizaron por motivos políticos y niega, de forma coherente con la raíz legitimadora del proceso de transición a la democracia española y nuestra Constitución de 1978, que se puedan revisar las mismas, como por ejemplo la familia del represaliado poeta Miguel Hernández ha podido comprobar recientemente[7]).

Es más o menos normal que, en un contexto como el descrito, el resultado de un proceso constituyente tan peculiar como el español blinde gran parte de las instituciones y no pocos usos políticos del pasado, comenzando por el respeto a la Restauración monárquica decidida personalmente por Francisco Franco y siguiendo por casi todas las estructuras de poder del Estado. Y ello es así incluso cuando las mismas chocan con las realidades emergidas del nuevo pacto constitucional. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la Administración General del Estado y sus instituciones, que no se diseñan para compatibilizar sus funciones con la nueva estructura de reparto territorial del poder que surge de la Constitución de 1978, como debería haber sido el caso si efectivamente hubiera habido una verdadera y coherente intención federal[8]. O, en ese mismo plano, la propia subsistencia de las provincias, tanto como circunscripción electoral (exactamente del mismo modo que ocurría durante el franquismo para la elección de los “procuradores en Cortes”) como en tanto que estructura administrativa, por muy absurda que pase a ser ésta con la emergencia tanto de las Comunidades Autónomas como de un régimen local generoso[9]. Gran parte de los problemas de coordinación y de coherencia entre el modelo de despliegue de poder territorial que tenemos en estos momentos en España, de los que nos ocuparemos con posterioridad, tienen que ver justamente con esta conservación de estructuras ya no sólo poco operativas o manifiestamente inadaptadas a las necesidades de gestión de una sociedad moderna sino, además, sencillamente incompatibles con algunas de las nuevas formas de reparto del poder que necesariamente han surgido del nuevo consenso.

  • Rigidez y verticalidad del modelo constitucional

Abundando en esta última idea, ha de ser destacado que la rigidez y verticalidad, declinadas ambas de muchas maneras, son también características esenciales del modelo español nacido entre 1975 y 1978. Rigidez que tiene que ver con esa conservación de estructuras, pero que se refleja sobre todo en el blindaje de ciertos elementos e instancias, algunos creados en esos años (véase el paradigmático caso del sistema electoral implantado entonces por Decreto, con la intención de primar a la España rural frente a la urbana y evitar nuevos sustos como el producido cierto 12 de abril de 1931 como consecuencia del voto urbano[10]), otros que venían ya de serie en el modelo de democracia que se iba diseñando y que explican algunas de las anomalías de la democracia española consolidada con la Constitución de 1978, sobre todo si combinamos esta realidad con la gran verticalidad del proceso de toma de decisiones y su control, convenientemente blindados de influencias excesivas de la ciudadanía, que son tenidas sistemáticamente por potencialmente peligrosas[11].

Así, hemos tenido ocasión de desarrollar por extenso la preocupación tanto de la Constitución española de 1978 como de todo el ordenamiento jurídico que se ha desarrollado a su alrededor (o directamente arrastrado del período anterior, en algunos casos, como por ejemplo ocurre con las normas esenciales que regulan el ejercicio del poder administrativo y el control del mismo por parte de los tribunales, que durante casi dos décadas continuaron siendo las normas franquistas de la década de los 50, juzgadas unánimemente como perfectamente compatibles con la nueva democracia española[12]) de alejar en lo posible a los ciudadanos españoles de la toma de decisiones de tipo político. Es cierto que todas y cada una de las soluciones restrictivas propias del régimen español tienen precedentes en el Derecho comparado y son perfectamente sólitas en otros ordenamientos jurídicos indudablemente democráticos. Lo llamativo del modelo español es que, prácticamente, punto por punto y caso por caso, se opta siempre por la solución más restrictiva y menos participativa, conformando así un menú globalmente muy “calórico” en frenos a la democracia y la participación.

Así, a nivel legislativo, tenemos, como es sabido, un procedimiento que dificulta como el que más la iniciativa legislativa popular (que es además sólo eso, mera iniciativa) o que no admite los referéndums derogatorios que tan útiles han resultado en países como Italia como recurso excepcional para evitar arbitrariedades por parte del legislativo. Restricciones plenamente coherentes con una general aversión al referéndum o consulta ciudadana, tanto a nivel estatal (donde más allá de los supuestos de reforma constitucional sólo se admite, como veremos posteriormente, con carácter consultivo y sometido a muchas cautelas[13]) como a nivel local (la norma exige tanto autorización estatal para llevarlo a cabo como que no verse sobre asuntos que puedan tener incidencia presupuestaria, esto es, excluye de poder ser consultados, precisamente, los asuntos más relevantes[14]) o autonómico (en principio imposibles, como comprobaremos posteriormente, lo que ha sido una de las fuentes de conflicto en el caso catalán[15]) y que choca con la práctica de países de nuestro entorno, incluso aquellos también reacios a la figura, como es el caso alemán (donde el Land de Baden-Württenberg, por ejemplo, no ha tenido dudas en consultar a la ciudadanía el controvertido proyecto Stuttgart-21 como forma democrática de solucionar el conflicto político referido a la realización o no del mismo[16]). A nivel judicial, de nuevo, el sistema español permite detectar una vez más la desconfianza en la ciudadanía, de manera que, por ejemplo, ésta es totalmente ajena al proceso de selección de la mayor parte de jueces y magistrados y sólo participa a través del Consejo General del Poder Judicial (y por ello de forma muy mediada por los partidos políticos), en una minoría de los procesos de selección o en la provisión de puestos para los más altos tribunales. Paradójicamente, el más claro ejemplo de nombramiento donde la legitimidad democrática del nombrado es más evidente se produce en el caso de los magistrados del Tribunal Constitucional español, órgano no jurisdiccional que tendrá un gran protagonismo en la resolución de los problemas que vamos a detallar de encaje del reparto del poder territorial en la España constitucional. Sin embargo, esta politización de la elección de estos magistrados es tenida como una anomalía en España, tanto por la falta de costumbre como por la manifiesta y creciente lottizzaccione con la que los partidos políticos afrontan este tipo de nombramientos (producto, muy probablemente, de nuevo, de esa falta de costumbre ya mencionada). Para completar este cuadro, y a diferencia de prácticamente todos los países de nuestro entorno, en España la presencia de la población en la justicia por medio de sistemas de jurado o escabinado es tan tardía como puramente testimonial. En lo que se refiere al poder ejecutivo, la situación es muy parecida: a diferencia de lo que ocurre en los países occidentales que cuentan con un Estado democrático y de Derecho consolidado y participativo, la acción administrativa en España, aplicando los parámetros definidos por Schmidt-Aßmann para identificar modelos de tradiciones administrativas, se ubica sistemáticamente entre los menos transparentes, más verticales, con más capacidad para el ejercicio discrecional del poder y menor capacidad de control del mismo de entre los países europeos, con muchas dificultades para asumir la participación ciudadana en la adopción de decisiones o, por ejemplo, la elaboración de normas reglamentarias[17]. Por último, y ésta también es una cuestión clave a la que nos habremos de referir más adelante, esta rigidez y desconfianza respecto de la participación ciudadana se manifiesta también en los mecanismos de reforma constitucional, cuya iniciativa está de nuevo muy mediada y que requieren además, como detallaremos al final de este trabajo, de unas mayorías cualificadas para que las reformas puedan ser finalmente aprobadas que dotan de una gran rigidez al texto constitucional español. Dado el actual contexto social y político español en relación al encaje de Cataluña en España y el marco jurídico en que nos movemos, ésta es una cuestión que está llamada a devenir absolutamente clave.

Esta verticalidad y la rigidez que va aparejada a la misma es uno de los elementos consustanciales al modelo español nacido en 1978. Explica algunos de las aparentes paradojas de un régimen que es extraordinariamente flexible en ocasiones, si hay acuerdo de las elites políticas, sociales y económicas, pero irreformable en la práctica contra los intereses y posiciones dominantes de las mismas. De ahí, entre otras razones, algunas de las dificultades que aparecen cuando desde ciertas Comunidades Autónomas, hace más de una década el País Vasco[18], en estos momentos Cataluña, se plantean, a partir de la expresión de mayorías políticas sólidas y reiteradas en esos territorios, ciertos cambios en el ordenamiento jurídico y en la relación de estos territorios con el Estado. Pero no sólo. Casi cuatro décadas de historia constitucional española no han hecho posible, por mencionar sólo dos ejemplos significativos en planos diversos, ni una ley de huelga que desarrolle el derecho constitucional a la misma recogido en el art. 28.2 CE, a pesar de las reiteradas peticiones en este sentido desde ciertos sectores sociales que sólo han cesado cuando ha pasado a ser evidente que casi sería, vista la evolución social y política del país, peor el remedio que la enfermedad; ni una ley electoral diferente en sus contenidos relevantes a la provisionalmente redactada y aprobada por Real Decreto por la Unión de Centro Democrático para las primeras elecciones. El significativo catenaccio institucional, económico y social que este modelo impone a las políticas públicas españolas salta, sin embargo, con una enorme facilidad cuando hay un “interés superior” que conduce a un acuerdo de las instancias verticales. Las dos únicas reformas constitucionales operadas hasta la fecha son muy probablemente el mejor ejemplo de lo que se comenta. Ambas han tenido su origen en la necesidad de adaptar nuestro texto constitucional a los nuevos tratados de la Unión Europea (en el caso de la reforma de 1992, que afectó al art. 13.2 CE, como consecuencia del Tratado de Maastricht[19]) o directamente a la presión informal de las instituciones europeas (si bien con cierto apoyo normativo posterior en los tratados en materia de estabilidad presupuestaria) que conduce a una reforma constitucional más impuesta desde fuera que generada internamente (la reforma de 2011 que, como es conocido, modificó el 135 CE para establecer en el mismo la prioridad del pago de intereses de la deuda[20]). En ambos casos, pero muy significativamente en el último de ellos, y por muy políticamente controvertida que fuera la imposición de dar prioridad a la estabilidad financiera y hacer frente a los acreedores internacionales sobre cualquier otro gasto público, el cambio constitucional fue tan jurídicamente fácil en el procedimiento que requirió como sencillo en su ejecución. En 2011, además, se ejecutó en poco más de un mes (agosto, para más inri), dejando claro hasta qué punto puede funcionar engrasado el sistema para su reforma, al margen de cualquier participación o debate público, y ello con independencia de cuán importante pueda ser la cuestión o su calado político, cuando la modificación en cuestión viene avalada por las instancias adecuadas.

No es de extrañar, por ello, que estas rigideces y la pretensión de solucionar cualquier cuestión conflictiva a partir de los tradicionales pactos en las alturas y mecanismos verticales propios de nuestras costumbres constitucionales, acaben trasladándose a, o hayan enhebrado desde un primer momento, la lógica con la que la Restauración borbónica de 1975 ha afrontado la realidad de la diversidad territorial española y el reparto del poder que se deduce de la misma.

  • El hecho nacional y sus derivadas

El momento de transición-transacción a la democracia condensa en la España de entonces, a mediados de la década de los años 70, diversos conflictos y líneas de fractura. Todos ellos han de ser afrontados por un régimen que aspira a lograr que esta transformación sea realizada desde dentro y sin perder el control sobre el proceso. Para ello es necesario atender a ciertas reivindicaciones, y por medio del pacto y de la transacción se logra alcanzar no pocos equilibrios, algunos preconfigurados incluso antes del pacto constitucional, como fueron los Pactos de la Moncloa en materia económica y social que inauguraron una tradición pactista entre gobierno, empresarios y sindicatos con pocos referentes en nuestro entorno comparado. Algunas de las fracturas políticas más complejas del momento se resuelven, por el contrario, con un cerrojazo absoluto por parte del régimen, como es la cuestión de la forma de Estado, no siendo la monarquía una cuestión negociable (el referéndum constitucional de 1978, como es sabido, era indiferente a efectos de la forma de estado del ya por entonces Reino de España, que habría sido la misma con cualquier resultado posible en tanto que previamente ya definida), pero el texto constitucional, aun posterior a las mismas, contribuirá a blindarlas de forma notable: así, a diferencia de lo que es habitual en las Constituciones de nuestro entorno, no sólo los derechos fundamentales quedan bajo el manto protector del art. 168 CE, previsto para la reforma constitucional agravada que requiere mayorías cualificadas, parlamentarias y populares, sucesivas, sino también todo el Título II, esto es, toda la regulación de la institución monárquica y el Título Preliminar, donde se contienen algunos preceptos en materia de distribución territorial del poder cuando menos “peculiares” tanto por su origen como por su contenido.

Una de las cuestiones más conflictivas políticamente en esos momentos, como ya lo fue en cada uno de los procesos de apertura democrática de la historia reciente de España, fue la referida al reparto territorial del poder. Se trata de una constante que se ha reproduce en todas y cada una de las ocasiones en que se ha producido una apertura democrática, lo que parece indicar de forma bastante clara que no es un asunto, ni mucho menos, zanjado[21]. Así ocurre en la primera de estas “brechas democratizadoras”, con la Gloriosa Revolución de 1968 y su continuación en la I República española, donde como es sabido esta cuestión fue política y constitucionalmente clave y su no resolución satisfactoria llevó al fin del breve experimento democrático. La historia se repitió, igualmente, en 1931 y ha de señalarse que, en general, tampoco la articulación de la convivencia en este campo fue particularmente exitosa en esta segunda experiencia republicana, con problemas sucesivos en relación a la ya por entonces conflictiva cuestión del “encaje catalán en España” (si bien ésta fue sólo una de las causas que coadyuvó al alzamiento militar que liquida, tras una cruenta guerra, la II República, conviene recordar que expresiones como “antes roja que rota” dejaban bastante claro cuáles era las líneas, éstas sí, rojas, de parte de la España más conservadora por encima, incluso, de cualquier disputa ideológica)[22]. Al igual que ocurrió en ese momento, también en 1975-1978 la cuestión territorial formaba parte de alguna de las demandas y de las negociaciones de la oposición democrática. Lo hacía, además, con un empuje y vigor nuevo, e íntimamente asociada a la misma idea democrática en lo que era una reacción lógica tras la experiencia recentralizadora de los años de la dictadura del general Franco. Algo que supone que no sólo sea en Cataluña, País Vasco y, menor medida, Galicia, donde aparezcan estas demandas. Otros territorios españoles, como por ejemplo el País Valenciano, hacen suyo el lema de que junto a la llibertat y a la amnistia también es esencial reclamar un Estatut d’autonomia que limite el opresivo centralismo con el que ha operado la dictadura. La reacción andaluza fue también enormemente significativa, paradigmático ejemplo de la emergencia de ese sentimiento de que la modernización pasaba por lograr una autonomía política de primer nivel en plano, además, de estricta igualdad con las más ambiciosas. Una reacción que logra incorporar a esa región a las Comunidades Autónomas de máximo nivel competencial e institucional desde el primer momento a partir de la presión ciudadana. Estas peticiones tienen un gran apoyo social a nivel municipal y entre los círculos ciudadanos más politizados, creando una suerte de caldo de cultivo hegemónico en el sentido de asociar las exigencias de democratización con las de descentralización política. En definitiva, en este contexto, y por mucho que la “unidad de la patria” sea absolutamente esencial para el pack de valores surgidos del régimen del 18 de julio de 1936, es evidente que las posibilidades de pacto y transacción requieren de la toma en consideración de las importantes oposiciones de cariz democrática de los movimientos nacionalistas, al menos, vasco y catalán; la transición española a la democracia sólo era posible por la vía de aceptar ciertas especificidades e iniciar un proceso de descentralización, como ya fue el caso, como se ha dicho, durante la II República. Un pacto, además, que habría de abrir la puerta, como también ocurrió en ese momento histórico, a estas mismas demandas realizadas desde otros territorios.

No es de extrañar, en este contexto, ni es jurídicamente baladí, que una vez más la solución aportada a esta cuestión sea, de nuevo, previa a la Constitución. La forma de lograr un cierto “encaje” se realiza por medio de la instauración, tras el pacto entre la oposición democrática catalana y vasca y el gobierno Suárez, de un sistema de pre-autonomías[23] que incluye incluso la llegada del exilio de un presidente de la Generalitat catalana, Tarradellas, que entronca (aunque más simbólicamente que de otro modo) con la legalidad republicana. La Constitución española de 1978, posteriormente, reconocerá una amplia autonomía competencial inmediata para aquellos territorios que plebiscitaron Estatutos de autonomía en la II República (DT 1ª), solución que permite la inmediata puesta en marcha de Comunidades Autónomas en Cataluña, País Vasco y, también Galicia (cuyo Estatuto llegó a ser plebiscitado aunque nunca aplicado en tiempos de la II República). Pero es que incluso el régimen de “pre-autonomías”, como hemos dicho, tras las elecciones de 1977, se generaliza y extiende por buena parte del territorio español, de manera que el diseño constitucional de 1978 que permite (aunque no impone) su generalización es también no sólo fruto de un acuerdo previo al texto constitucional sino negociado entre elites antes que resultado de un proceso constituyente con participación ciudadana. Cuestión distinta es que el pacto de las elites a la postre se “descontrolara” posteriormente y fuera este reconocimiento mucho más allá de lo inicialmente previsto o de lo que parece contener el diseño constitucional en sí mismo. Pero ése es otro problema (que también, por cierto, tiene que ver con ciertos mecanismos verticales de funcionamiento)[24].

Como anclaje frente a estas concesiones, inevitables para lograr una transición pactada a la democracia dada la fuerza de los movimientos nacionalistas vasco y catalán en los respectivos movimientos democráticos de oposición, el artículo 2 de la Constitución enunciará enfáticamente la unidad de la Nación española más allá de la declaración, constitucionalmente perfectamente sólita, de su artículo 1.2 expresando que la soberanía nacional reside en el “pueblo español”, al que se entiende y se trata como una unidad. El artículo 2 CE, sin embargo (y recordemos que protegido, como hemos señalado antes, por la cláusula agravada de reforma constitucional), va un poco más allá y establece que “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”. Como es evidente, lo más relevante del precepto es la tajante afirmación de “indisoluble unidad” de la nación española. Algo que no es de extrañar, en un contexto de proceso constituyente donde el debate parlamentario no fue siempre el lugar donde se acordaban y discutían los contenidos del texto constitucional, sino reuniones y cenáculos más reducidos, y si tenemos en cuenta que esta parte del texto, junto (significativamente) con el art. 8 CE que encarga como sorprendente misión expresa a las Fuerzas Armadas la defensa de la ”integridad territorial” de España, parece en sobre cerrado con un texto definido por, según cuentan los actores del proceso, ese poder fáctico del momento, muy obsesionado con la Unidad de la Patria por encima de muchas otras consideraciones, que era el Ejército[25]. La banda sonora de este Título Preliminar de la Constitución, por mucho que el propio art. 2 CE reconozca la existencia también de “nacionalidades” (que no “naciones”) y regiones en España, al menos interpretada a los compases dominantes a finales de los años 70, donde la música militar tenía aún gran predicamento en España, es la traslación jurídica de esas líneas rojas que el régimen franquista no estaba dispuesto a dejar traspasar en el proceso de transición a la democracia y de conversión de España en una democracia homologable a la de otros países de nuestro entorno y en la que, en última instancia y tendencialmente, los desacuerdos políticos habrían de, poco a poco, ser resueltos con toda la normalidad democrática por la ciudadanía.

Teniendo en cuenta, como ya se ha señalado, que ambos preceptos están en un Título preliminar de la Constitución que a efectos prácticos es casi irreformable, la ductilidad respecto de la interpretación de sus contenidos es la única manera de dotar de cierta flexibilidad a nuestro régimen constitucional y alejarlo del acompañamiento musical de tambores y clarines que lo sigue desde la gestación del texto. Algo que, por ejemplo, es esencial asumir si aspiramos a predicar una cierta plurinacionalidad del Estado español y que requiere de que los acuerdos interpretativos, y la visión de estas élites sociopolíticas y económicas en España, tan importantes para moldearlos, hagan un esfuerzo integrador y demuestren cierta capacidad de maniobra (que, como ya hemos señalado, se ha manifestado sin problemas en otras ocasiones). Pero esta ductilidad y flexibilidad, asimismo, y como es evidente, depende de la voluntad de los intérpretes y, por ello, la ausencia de las mismas permite la defensa de posiciones de bloqueo sobre cualquier proyecto de reforma y avance en ciertas direcciones. De hecho, este resultado es precisamente, sin duda, el deseado por el constituyente como garantía para evitar cierto “desbordamiento” no querido por las instancias que pilotan el proceso constituyente. Gran parte del problema actualmente desatado en Cataluña tiene mucho que ver con esta realidad y, por ejemplo, en la famosa sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010 que liquida en la práctica el proyecto de reforma estatutaria catalán de 2006 y a la que tendremos ocasión de referirnos después y el debate público que la acompañó, uno de los puntos de fractura más importantes fue si el art. 2 CE permitía entender entre su idea de “nacionalidad” la expresión, siquiera fuera declarativa y sin valor jurídico, de Cataluña como “nación”. La negativa por parte del Tribunal Constitucional a concebir siquiera esta posibilidad, anclado en una interpretación conjunta de ese precepto con el art. 1.2 CE que reafirmaba la unicidad de la nación española, fue saludada como un gran éxito para la unidad de la patria en un primer momento. El tiempo ha demostrado que tan enfática afirmación no ha hecho sino dotar a nuestro sistema de distribución del poder territorial y de reconocimiento de la diversidad en España de una rigidez, en pleno siglo XXI, directamente conectada con ese sobre que aportó en 1978 al constituyente el concreto contenido literal del precepto. Una rigidez que, en realidad, en nada ayuda a unir a una sociedad mucho más diversa y plural en lo simbólico… y en lo práctico.

Es interesante destacar, sin embargo, que más allá de consideraciones políticas y simbólicas, si se quiere un tanto evanescentes, sobre lo que pueda significar la idea de “nación” en un contexto político como el actual, tanto en el siglo XXI como en las postrimerías del siglo pasado, cuando se producen estos movimientos (en moto y sobre en mano), jurídicamente la significación de estas discusiones un tanto bizantinas sobre la existencia de varias naciones se acaba concretando en cuestiones mucho más prosaicas y sencillas pero, a la vez, probablemente mucho más importantes por conectadas con la vida de los ciudadanos y las posibilidades efectivas de desarrollo de ciertas políticas públicas: qué competencias han de gestionarse desde entes más próximos como serán las Comunidades Autónomas, con qué grado de autonomía política, con qué posibilidades de financiación… Jurídicamente, a nuestros efectos, estos elementos van a ser los que, a la hora de la verdad, definirán el modelo de Estado y el efectivo reparto del poder territorial en España, siendo mucho menos importante si estamos ante diferentes naciones o meras “nacionalidades” o “regiones” (por emplear la solución terminológica de compromiso del propio art. 2 CE) que si esos entes infraestatales van a ser agentes activos, autónomos y capaces de trasladar a la acción pública las pretensiones de los ciudadanos expresadas democráticamente. Y resulta muy revelador y jurídicamente clave señalar que es precisamente en este punto donde se produce el más significativo “desbordamiento” jurídico en todo el proceso de Transición respecto de la previsión inicial de las élites que diseñan el reparto de poder en ese nuevo Reino de España que se quiere homologar a cualquier Estado de Derecho europeo.

En efecto, y frente a un diseño constitucional inicial que como hemos dicho parecía inspirado en el modelo de “Estado integral” de la II República española y que no tenía por qué establecer autonomías políticas en todo el territorio del Estado, pudiendo quedar partes del mismo estructuradas a partir de un modelo de gestión centralizado, muy pronto las presiones ciudadanas en casi todo el país van a modificar sustancialmente el punto de llegada, hasta el punto de que se puede hablar de “perplejidad” a la vista del resultado final si lo comparamos con el texto constitucional de 1978[26]. Este desbordamiento se concreta, por un lado, en la aspiración desde un primer momento de Andalucía de equiparar su techo competencial con el de las tres Comunidades Autónomas (Galicia, País Vasco, Cataluña) que desde un primer momento lo tienen reconocido. Tras un proceso azaroso y con algunas sombras jurídicas, finalmente, lo logra, en un momento en que ya otras Comunidades Autónomas (País Valenciano, Canarias…) han iniciado también esa misma vía con enorme respaldo popular recabado a partir de la acción de los municipios. Ante la evidencia del desbordamiento, las elites de nuevo optan por un acuerdo y una ordenación vertical, concretada en una segunda consecuencia: generalización de la autonomía a todo el territorio del Reino (aunque en una primera fase se pretende que sea una generalización limitada, excepto para Canarias o Valencia, a quienes se compensa el cercenamiento de su vía de acceso a la autonomía con un incremento inicial de sus competencias)[27]. Esta segunda fase del proceso, además, y con el paso del tiempo, acaba generalizando un modelo de “café para todos” que convierte, tras sucesivos pactos entre los partidos mayoritarios a nivel estatal que uniformizan la estructura autonómica y techos competenciales a todas las Comunidades Autónomas, a España en un Estado uniformemente descentralizado con un grado de autonomía moderado de estos entes subestatales de gobierno pero un nivel competencial, por el contrario, considerable si atendemos al ejemplo comparado. Estos sucesivos pactos revelan la capacidad del Estado y sus actores de ceder competencias, pero, a su vez, el hecho de que no desean hacerlo por mecanismos individualizados territorio a territorio sino por la vía de acuerdos globales, que se concretan en los derivados, a principios de los 80, del Informe de la Comisión de Autonomías[28] y, a mediados de los 90, en la generalización para todas las Comunidades Autónomas, sustancialmente, del mismo techo competencial. Estos techos competenciales, más o menos homologables a los modelos comparados de Estados federales y en concreto a los europeos, no van acompañados, sin embargo, de atributos esenciales para una verdadera autonomía política, elemento esencial para poder considerar a un Estado como federal: mecanismos de composición de voluntades a nivel territorial, visualización de la diversa composición del Estado y, sobre todo, efectiva independencia en la gestión, no supervisada, de las competencias propias y capacidad de predeterminación del gasto y del ingreso[29].

En todo caso, la resolución que se hace del conflicto territorial tras la transición a la democracia iniciada en 1975 sí convirtió a España, en pocos años, en un país descentralizado a pesar de venir de una tradición extremadamente centralizada. La forma de hacerlo, sin embargo, no resuelve todas las aspiraciones de las regiones más ambiciosas (de nuevo, País Vasco y Cataluña) ni permite canalizar de forma flexible demandas de autonomía no homogéneas en las distintas partes del territorio nacional, lo que es fuente de problemas y conflictos que se prolongan hasta la actualidad y que se manifiestan en ocasiones de manera muy visible, como ha ocurrido con todo el proceso que ya dura más de una década en Cataluña y que se inició, en principio, como un mero proceso de reforma del Estatut d’autonomia de Catalunya. Un proceso que se inicia con la llegada al poder en 2003, tras las elecciones del 16 de noviembre de ese año, de un govern en Cataluña encabezado por Pasqual Maragall (Partir dels Socialistes Catalans, PSC, partido hermano en Cataluña del PSOE) y compuesto por una coalición de tres partidos de orientación globalmente progresista y catalanista, el comúnmente llamado como gobierno Tripartit, que tiene entre sus promesas electorales y plasma en el acuerdo de gobierno la redacción de un nuevo Estatut d’autonomia para Catalunya por la generalizada insatisfacción que generan, como hemos referido, las insuficiencias del modelo autonómico.

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Notas:

[1] Entre otras razones, porque esta valoración ha sido hecha ya mucho mejor de lo que podríamos aspirar a hacerla nosotros, y hace ya tiempo, en trabajos que permiten sintetizar parte de la crítica al proceso. Véase, a título de ejemplo, la obra de Gregorio Morán, El precio de la transición, reeditada recientemente (2015) por Akal más de veinte años después de la primera edición de 1992 a cargo de Planeta. La obra es muy interesante, además, por la introducción, en cursiva, de partes del texto que la editorial entendió conveniente no publicar en la primera edición, acotaciones en su mayor parte, pero que permiten detectar algunos de los puntos de tensión más notables (esencialmente, la Monarquía y la figura del propio Jefe del Estado) de la arquitectura política del régimen y su entendimiento cultural. Precisamente a analizar esta última cuestión, también desde una perspectiva más crítica pero muy ilustrativa, se dedicó la obra colectiva editada por Guillem Martínez, CT o la Cultura de la Transición, Debolsillo, 2012. Se trata de un texto muy posterior, pero con una sucesión de trabajos muy ilustrativos sobre los silencios e interpretaciones dominantes sobre el período y sus consecuencias a la hora de articular el imaginario colectivo de nuestra joven democracia.

[2] Respecto de esta cuestión, las valoraciones de tipo político del proceso de transición española son muy diversas, por mucho que en general hayan sido abiertamente positivas, cuando no directa y rendidamente entusiastas. No tiene mucho sentido recuperar ahora las incontables referencias con las que periodistas y algunos historiadores han difundido ese relato para el gran público. Sí es curioso, sin embargo, para comprender hasta qué punto el mismo tiene buena salud, leer el libro póstumo de Javier Pradera, La transición española y la democracia, con edición a cargo de Joaquín Estefanía (Centzontle, 2014), una obra escrita ya en medio de un momento de crisis institucional pero en la que aún así todavía se reivindican los valores del proceso, que habría logrado no sólo traer la democracia de forma pacífica a España sino hacerlo a partir de un consenso ciudadano muy bien articulado y prácticamente aconflictivo. En una línea de continuidad con esta visión, cabe recordar que la transición española, directamente, ha sido considerada habitualmente entre los juristas españoles como canon ideal de proceso de democratización de una sociedad y que el producto jurídico de la misma, la Constitución de 1978, es considerada de forma muy unánime como un producto de altísimo mérito y calidad. Así, por ejemplo, las interpretaciones de obras fundamentales y de gran calidad como, por mencionar uno de sus ejemplos más paradigmáticos, la síntesis para el gran público que hace Roberto L. Blanco Valdés, La Constitución de 1978, Alianza (2006), marcan la pauta de lo que es el entendimiento canónico de la cuestión. Las críticas a este proceso político y sus resultados jurídicos han sido mucho menos habituales y además han quedado normalmente confinadas a espacios ideológicos poco representativos, cuando no marginales (extrema izquierda, la poca producción ensayística de derecha más extrema) y sólo ha sido algo más común en círculos nacionalistas (entendiendo “nacionalistas” en la acepción habitual en España, esto es, referido el término únicamente al nacionalismo no español sino de alguna de las otras sensibilidades nacionales posibles en el Estado: vasco, catalán, gallego…) o en cierta literatura, si no marginal, sí poco puesta en valor por los medios de transmisión de referentes culturales más potentes (así, las obras del recientemente fallecido Rafael Chirbes, y especialmente sus libros La caída de Madrid o Los viejos amigos, que de manera nada casual obtuvieron mucho antes reconocimiento fuera de España que en nuestro país). Recientemente, sin embargo, comienza a ser más común que estas críticas afloren y ensanchen su público. A este respecto, por ejemplo, véase la obra colectiva editada por Juan Ramón Capella, Las sombras del sistema constitucional español, editada por Trotta (2003), que supuso una suerte de pistoletazo de salida a la posibilidad de difundir jurídicamente este pensamiento más crítico con la arquitectura del sistema y generar debate sobre la necesidad de su reforma.

[3] He tratado de analizar en otro lugar con cierto detalle los elementos diferenciales de este proceso desde un punto de vista jurídico y, sobre todo, las características que como consecuencia de ello pueden detectarse en nuestro ordenamiento jurídico y las “tradiciones jurídicas” que impregnan este peculiar modelo de construcción de un Estado de Derecho, así como su proyección en un trabajo publicado en una obra colectiva dedicada a estas cuestiones a nivel europeo editada por Matthias Ruffert, Administrative Law in Europe: Betwenn Common Principles and National Traditions, Europa Law Publishing (2013) y que analiza las “Spanish Administrative Traditions in the Context of European Common Principles” haciendo hincapié en lo que a mi juicio son los rasgos más destacables de nuestro modelo constitucional consecuencia, en gran parte, de este peculiar origen. Destaca, de una parte, el hecho de que el ordenamiento jurídico y constitucional español es muy permeable a la influencia europea si ésta es bien recibida y asumida por parte de las elites socioeconómicas y administrativas con más capacidad para moldear el Derecho vigente, dotándole de una flexibilidad y capacidad para el cambio (y para el cambio veloz) que otros ordenamientos no tienen. De otra, y paradójicamente, también resalta una cierta resilencia que emplea esta capacidad de adaptación para proteger ciertos elementos conservadores que benefician a las elites, muy resistentes a aceptar influencias foráneas que no puedan trasladar y asumir a estricto beneficio de inventario. Estos dos rasgos son muy importantes para entender las dificultades con la que nuestro sistema ha reaccionado frente a los retos planteados por las demandas de independencia de buena parte de la población catalana o, simplemente, ante la mera petición de convocatoria de un referéndum para poder decidir (¡o incluso opinar!) sobre el tema y la extraordinaria rigidez con la reiteradamente reacciona el sistema político e institucional español frente a estas demandas. No es tanto que no haya posibilidad de respuesta, pues la Constitución española de 1978 ha demostrado en muchos momentos su maleabilidad y ductilidad; es, simplemente, que no interesa, en este caso concreto, una interpretación flexible o la búsqueda y apertura de alternativas.

[4] En este sentido, por ejemplo, y al margen de la bibliografía ya citada, es muy significativo (y cuenta con análisis de la situación de un indudable mérito) el libro coordinado por Ignacio Gutiérrez Gutiérrez, La democracia indignada. Tensiones entre voluntad popular y representación política, Comares (2014). Sus estudios representan a la perfección el tipo de análisis crítico y constructivo que ha comenzado a aparecer estos años tratando de proponer alternativas para la mejora de nuestros mecanismos de representación y transmisión de la voluntad popular aplicados a la solución de los muchos problemas políticos, sociales y económicos de nuestra sociedad.

[5] Los estudios sobre esta cuestión son muy numerosos, pero por todos puede consultarse el sintético pero excelente resumen que han hecho recientemente Luis María Díez-Picazo y Ascensión Perales sobre La Constitución de 1978 en el marco de la colección Las Constituciones españolas, dirigida por Miguel Artola y editada en Iustel (2008), donde se explica tanto esta obsesión como el concreto procedimiento jurídico con el que se opera este proceso de cambio, formalmente dentro de la legalidad franquista, hasta llegar a un sistema democrático más o menos homologable a los europeos, así como quiénes fueron los principales actores del mismo y su actuación.

[6] Sólo en 2007 el Congreso, a petición de un grupo parlamentario aglutinador de diversas izquierdas no minoritarias, instó a las autoridades a reconocer este título, aunque sin que hasta la fecha este reconocimiento se haya producido (http://www.elmundo.es/elmundodeporte/2007/09/25/futbol/1190742388.html). Esta misma situación se da en otras disciplinas deportivas.

[7] Así lo entiende el Tribunal Constitucional en Auto de 26 de septiembre de 2012. Puede consultarse al respecto el comentario que realicé sobre esta cuestión con más extensión en mi blog jurídico: http://www.lapaginadefinitiva.com/aboix/?p=556

[8] Es habitual la crítica en este sentido (o la mención a la falta de estructuras federales coherentes con esta nueva distribución del poder público en la Constitución, que permiten cuestionar la coherencia y voluntad del diseño de reparto de poder autonómico), como por ejemplo en la ya canónica explicación de Eliseo Aja, El Estado Autonómico, Federalismo y hechos diferenciales, editado en Alianza (primera edición de 2003) y que precisamente incide mucho en esta cuestión. Recientemente, y retomando esta idea y las críticas que venía realizando en este sentido, Eliseo Aja ha publicado Estado autonómico y reforma federal, también en Alianza (2014), proponiendo como mecanismos para resolver la actual crisis territorial que vive España, precisamente, profundizar en esta vía de hacer coherentes ciertas estructuras del Estado autonómico ya presentes desde 1978 con las necesidades de un verdadero reparto del poder, sin algunas (no todas) de las tutelas en la actualidad existentes que controlan la acción autonómica y generando mecanismos de coordinación federal. En esta misma línea, como es sabido, un grupo de constitucionalistas preparó al PSOE un documento con propuestas de tipo federalizante no excesivamente ambiciosas pero bien encaminadas en su documento programático sobre esta cuestión, conocido como Declaración de Granada, de 2013 (el nombre oficial del documento aprobado por el Partido Socialista Obrero Español el 6 de julio de 2013 en Granada es Un nuevo pacto territorial: la España de todos y puede consultarse en: http://web.psoe.es/source-media/000000562000/000000562233.pdf).

[9] Sobre este tema, me remito a la cuestión y al análisis de las posibilidades de hacer desaparecer la institución que realizo en una pequeña obra, Una nova planta per als valencians, Nexe (2013), donde se pone de manifiesto, una vez más, la efectiva maleabilidad y capacidad de adaptación flexible de nuestro régimen constitucional cuando existe un interés de amoldar el texto a ciertas realidades: así, cabe recordar que de hecho y de Derecho no hay a día de hoy Diputaciones provinciales ya en muchas partes de España (País Vasco, archipiélagos canario y balear, así como en todas las CC.AA. monoprovinciales). En todos esos casos se ha asumido con perfecta naturalidad y sin quebranto constitucional el hecho de que las funciones de estas administraciones provinciales sean asumidas por otros órganos mejor adaptados a las necesidades de cada territorio o a su efectiva complejidad demográfica o geográfica. Sin embargo, parece inconcebible a día de hoy permitir que cada Comunidad Autónoma decida al respecto libremente, algo para lo que bastaría una mera reforma de la Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local que lo contemplara, facilitando así que regiones como Cataluña, que desean deshacerse de ellas y establecer otro sistema de distribución territorial del poder intrautonómico (vegueries y comarques), puedan llevar a cabo esta transformación de su régimen local interno.

[10] Como es sabido, la proclamación de la II República española el 14 de abril de 1931 en diversos lugares de España y posterior salida del territorio nacional del entonces rey Alfonso XIII por el puerto de Cartagena se producen tras unas elecciones municipales donde la clara victoria de los votos republicanos en las ciudades españolas es suficiente, con independencia del sentido del voto rural claramente monárquico todavía por entonces, para generar un cambio político de esta magnitud a pesar de que quizás no fuera absolutamente mayoritario.

[11] Véase el significativo estudio de Miguel Ángel Presno Linera sobre el tradicional miedo del modelo español a la participación ciudadana y las manifestaciones de democracia directa consideradas “no controlables” y “peligrosas” en “La democracia directa y la falacia de sus riesgos”, en el libro colectivo dirigido por Ignacio Gutiérrez, La democracia indignada, Comares (2014), al que ya nos hemos referido antes.

[12] Las normas de 1958 y 1956, respectivamente, no son reformadas hasta 1992 (ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, todavía en vigor aunque ya ha sido sustituida por la Ley 39/2015 que entrará en vigor a finales de 2016) y 1998 (ley 29/1998, Reguladora de la Jurisdicción Contencioso Administrativa). Es sin duda una anomalía considerable que los instrumentos por excelencia de acción del poder público de las autoridades de una dictadura y los mecanismos de control judicial de las actuaciones de las mismas sólo hubieran de sufrir modificaciones menores para entenderse plenamente adaptados a la Constitución y coherentes con un Estado de Derecho.

[13] El análisis del artículo 92 de la Constitución española sobre el referéndum y sus limitadas posibilidades será realizado posteriormente, en relación a las posibilidades de uso del mismo como mecanismo para solucionar el problema del encaje territorial de Cataluña en España de estos años.

[14] Esta paradoja tanto de la regulación del régimen local español como, sobre todo, de cómo se ha interpretado, he tenido ocasión de estudiarla, poniendo de manifiesto el escaso uso de las consultas locales, en un trabajo sobre “Transparencia, participación y procedimiento de elaboración de disposiciones reglamentarias para un modelo de open government” publicado en una obra colectiva editada por Lorenzo Cotino, José Luis Sahuquillo y Loreto Corredoira, El paradigma del Gobierno Abierto. Retos y oportunidades de la participación, transparencia y colaboración, editado por la Universidad Complutense (2015). La situación en España es particularmente sangrante si atendemos a la absoluta normalidad con la que estos mecanismos son empleados a nivel local en otros países y cómo, en cambio, en España las restricciones legales hacen que las autorizaciones que se pidan sean muy escasas y, además, se autoricen sólo las consultas para cuestiones manifiestamente poco relevantes. Hace un año el diario El País publicó un interesante mapa con las 35 consultas autorizadas desde 1985, así como con las peticiones de consultas rechazadas, que habla por sí mismo: http://politica.elpais.com/politica/2014/10/24/actualidad/1414175529_233720.html

[15] De nuevo, nos ocuparemos más adelante de esta cuestión, al tratar las alternativas que han tratado de buscar tanto el gobierno como el parlamento catalán para consultar a sus ciudadanos.

[16] El referéndum se realizó, por cierto, con el aval del BVerfG, pues hubo un recurso planteando justamente que existían dudas constitucionales sobre la posibilidad de realizar consultas a escala de Land, de estado federado, que afectaran a cuestiones presupuestarias, planteamiento restrictivo que fue rechazado. Como consecuencia del proceso de consulta popular, hay un sitio web oficial con muchísima información sobre el proyecto y que incita al debate sobre todo el proceso de realización de la obra: http://www.bahnprojekt-stuttgart-ulm.de/english/

[17] El trabajo al que nos referimos de Eberhard Schmidt-Aßmann es “Administrative Law in Europe: Between Common Principles and National Traditions” y a partir de los parámetros definidos en ese trabajo por el profesor alemán tratamos de definir la ubicación relativa del sistema español en el marco de los modelos de Derecho público y control del poder europeos comparados en el trabajo de 2013, ya comentado “Spanish Administrative Traditions in the Context of European Common Principles”. Ambos trabajos pueden encontrarse en la obra colectiva editada por Mathias Ruffert, Administrative Law in Europe: Between Common Principles and National Traditions, Europa Law Publishing (2013).

[18] El proceso iniciado con el llamado Plan Ibarretxe (proceso de reforma estatutaria de cariz radicalmente confederal iniciado por el lehendakari vasco que da nombre al mismo) a principios de siglo XXI aporta muchas claves sobre la situación en Cataluña, en la medida que algunos de los elementos que dieron lugar a la situación política vasca (incremento de la presencia independentista en el parlamento y cierta preponderancia en la sociedad de pretensiones de lograr un mayor grado de autonomía) se repiten ahora. Incluso, se repite el hecho de que tras un primer bloqueo de la pretensión de reforma autonómica propuesta se aspira a realizar una consulta a la ciudadanía, que tampoco es admitida. Sin embargo, hay una diferencia sustancial que probablemente explica la relativa facilidad social con la que, una vez abortado jurídicamente el proceso vasco, la sociedad vasca ha asumido la rigidez constitucional española: el hecho de que el País Vasco, en una manifestación más de la capacidad del modelo español de conceder espacios generosos de diferenciación y flexibilidad, obtuvo constitucionalmente, por la vía de la Disposición Adicional 1ª CE, que dice “amparar y respetar” los derechos históricos de los territorios forales, un muy particular y beneficioso régimen de autonomía política y fiscal que no tiene Cataluña. Sobre el iter jurídico del proceso de propuesta de reforma estatutaria en el País Vasco, véase el trabajo de Eduardo Vírgala Foruria, “La reforma territorial en Euskadi: los Planes Ibarretxe I (2003) y II (2007), en los nº 54-55 de la revista que edita la Universitat de València, Cuadernos Constitucionales de la Cátedra Fadrique Furió Ceriol.

[19] Véase la Declaración 1/1992 del Tribunal Constitucional sobre la necesidad de este cambio para apreciar la facilidad con la que jurídicamente, también, se acepta en nuestro país la supeditación de nuestra Constitución a las normas europeas, en lo que se reitera con la Declaración 1/2004, de forma si cabe más significativa, pues el TC entiende en esta ocasión, en contraste con otros regímenes constitucionales como el alemán, que no hace falta modificación constitucional alguna para asumir con problemas jurídicos la modificación en ciernes de los tratados que pretendía constitucionalizar a nivel europeo el principio de primacía del Derecho europeo. Por contraste, y para entender el caso español a la luz del alemán, véanse los trabajos de Agustín José Menéndez, “Defensa (moderada) de la Sentencia Lisboa del Tribunal Constitucional Alemán”, en El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, nº 17, pp. 32-45 (2011) y Miguel Azpitarte Sánchez, “Las relaciones entre el Derecho de la Unión y el Derecho del Estado a la luz de la Constitución Europea”, en Revista de Derecho Constitucional Europeo, nº 1, pp. 75-96 (2004).

[20] A efectos de entender el calado de la reforma constitucional y su importancia política, pero también las transformaciones jurídicas que se deducen del mismo, tanto de forma mediata como inmediata, es muy interesante el conjunto de trabajos en el monográfico publicado sobre esta cuestión por la revista electrónica Documentación Administrativa, en el primer número de su nueva era (2014), con trabajos de Francisco Javier García Roca, Antonio Embid Irujo, José Esteve Pardo, José María Baño León o Agustín José Menéndez y una serie de aportaciones adicionales de otros profesores. Puede consultarse todo el ejemplar on-line: http://revistasonline.inap.es/index.php?journal=DA&page=issue&op=view&path%5B%5D=684

[21] Ni lo zanja el “justo derecho de conquista” que invoca Felipe V en 1707 en sus Decretos de Nueva Planta cuando impone la eliminación de los particularismos jurídicos a los Reinos de Valencia y Aragón, ni tampoco las posteriores victorias militares sobre Cataluña (1714) y Mallorca (1715) que concluyen la Guerra de Sucesión española y preconfiguran el germen de un Estado unitario español; ni lo hace el proceso de construcción de la identidad nacional en clave moderna, para desarrollar una idea de España, a lo largo del siglo XIX, como ha explicado José Álvarez Junco en su Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Taurus (2001) o su traducción jurídica, estudiada por Alejandro Nieto en su trabajo Los primeros pasos del Estado constitucional español, Ariel (1996), que se dedica a estudiar el proceso de construcción de un Estado más o menos moderno para ese ente, España, que comienza a aparecer efectivamente a lo largo del siglo XIX.

[22] Sobre la continuidad entre ambos períodos y, muy particularmente, sobre el modelo de la II República española, se ha escrito mucho. Desde la famosa obra de José Ortega y Gasset, España invertebrada (1922), que, resignadamente, acaba famosamente concluyendo que sólo la “conllevancia” permite hacer frente a una cuestión, la catalana, per se irresoluble y que no hay integración exitosa posible en un Estado nacional español de modo a la vez satisfactorio para las aspiraciones nacionales de Cataluña y para el proyecto de creación nacional y estatal español. Lo cierto es que Ortega, que juega todavía con la idea más “moderna” (en sentido estricto) de nación y que no ha contemplado el desarrollo de los Estados de Derecho y su capacidad de adaptación y ductilidad para la resolución de problemas sociales e integración satisfactoria de los intereses en conflicto de individuos y grupos es quizás muy cómodamente escéptico respecto de las posibilidades de encaje… o quizás tenga razón en el diagnóstico final, pero ello no validaría tampoco en ningún caso la resignada falta de intentos para mejorar las condiciones de la referida “conllevancia”. También escéptico, como es sabido, acaba siendo Azaña tras la segunda experiencia republicana, como se desprende de la evolución de sus discursos parlamentarios o de las anotaciones en sus Diarios, una evolución que estudió no hace mucho entre nosotros con cuidado y detalle Eduardo García de Enterría en un trabajo introductorio a los propios textos de Manuel Azaña, Sobre la autonomía política de Cataluña, Tecnos (2005). Esta constante histórica que asocia inevitablemente la emergencia del conflicto territorial con las experiencias democratizadoras y que, además, lo focaliza históricamente sobre Cataluña en cada una de sus ocasiones (y, en menor medida, en el País Vasco), se puede rastrear también en aproximaciones más recientes y con las que se puede trazar la evolución del debate sobre la cuestión en nuestro país de gran capacidad sintética, entre las que se pueden destacar, desde un plano jurídico, las realizadas por Santiago Muñoz Machado en los últimos años. El primero de ellos, muy orteguiano desde el título pero indudablemente más optimista, es La vertebración del Estado en España (del siglo XVIII al siglo XXI), Iustel (2006), y estudia la aparición de este problema de encaje y la articulación de la distribución territorial del poder y su particular incidencia en los períodos democráticos españoles. Asimismo, permite trazar con detalle los enormes paralelismos entre el enfoque con el que se aspira a resolver la cuestión en la Constitución de 1978 y lo que ya en su momento trató de ser realizado en tiempos de la II República. Un relato similar, aunque reflejando en ambos casos la evolución política española, con propuestas de las que tendremos que dejar constancia posteriormente, encontramos en sus obras posteriores, el Informe sobre España. Repensar el Estado o destruirlo, editado por Crítica (2012) en un primer momento de respuesta a la crisis institucional y política con propuestas de corte más recentralizador y el posterior y última aportación al debate Cataluña y las otras Españas, también en Crítica (2014), con una serie de sugerencias más flexibles y abiertas, en línea con algunas de las propuestas de profundización en una suerte de federalismo asimétrico que, por primera vez, se alejaría de las soluciones con las que se ha pretendido afrontar esta cuestión durante todo el siglo XX español.

[23] Directamente creadas desde el gobierno, transfiriendo ya ciertas competencias de contenido muy escaso (por ejemplo, promoción cultural), pero previas tanto a la Constitución española como al proceso supuestamente voluntario, libre y espontáneo de creación (o no) de las Comunidades Autónomas, tras las elecciones de 1977 se establecen estos entes con los parlamentarios elegidos en el territorio de cada una de ellas. El mapa de las mismas, por cierto, coincide sustancialmente con el de las actuales Comunidades Autónomas, lo que da idea de hasta qué punto la construcción de las mismas también, en ciertos casos, se operó de modo bastante vertical, aunque la arquitectura de las dos Castillas no se corresponde en este momento inicial (existe una división entre León y Castilla la Vieja, donde todavía se integran Santander y Logroño mientras que Castilla la Nueva aún integra Madrid y, por su parte, Albacete no es aún provincia manchega sino que aparece junto a Murcia) con lo que serían posteriormente la actuales Comunidades autónomas de Castilla y León y Castilla la Mancha.

[24] Conocida es la analogía que realiza bien pronto Pedro Cruz Villalón con la perplejidad del protagonista de las famosas Lettres persanes de Montesquieu en su trabajo “La estructura del Estado o la curiosidad del jurista persa”, en la Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, nº 4, pp. 53-63 (1981), donde relata precisamente la llamativa circunstancia de que un régimen que, aparentemente, leído el texto constitucional, parece más bien voluntario y excepcional y en ningún caso destinado a ser empleado en todo el territorio nacional, se acabe convirtiendo en la práctica en el modelo de reparto territorial del poder entre un Estado y unas Comunidades autónomas que, a la postre, aparecerán en todo el territorio español y lo harán, aunque en tiempos del escrito de Cruz Villalón aún no se tuviera claro ese resultado final, además, con una estructura y competencias perfectamente simétricas, algo que tampoco parece desprenderse de las posibilidades del diseño constitucional como la solución final más probable.

[25] Así lo relata Gregorio Morán en el libro que ya hemos referido sobre el proceso de transición a la democracia, a partir de un relato que no sólo cuenta con buenas fuentes sino que se ha convertido en explicación ordinaria sobre cómo llega ese contenido a nuestro texto constitucional.

[26] De ahí, como hemos explicado antes, la “perplejidad del jurista persa”… y de muchos españoles que aún en la actualidad siguen sin comprender del todo cómo fue el proceso que condujo a esa generalización. Valga, por todas, la explicación de este fenómeno y la descripción del trayecto en que se concreta jurídicamente que realiza Santiago Muñoz Machado en su Informe sobre España (2012).

[27] Junto a una explicación más detallada del muy significativo caso andaluz, que demuestra que las “nacionalidades” o, si se quiere, “sentimientos nacionales” en un entorno democrático igualitario y un Estado de Derecho no dependen de la Historia y los derechos que se presenten acarrear de la misma sino de la acción e identidad política de un pueblo y su vocación de definirse como tal y reclamar un tratamiento acorde a esa significación, trato también extensamente el caso valenciano (equivalente en cierta medida al canario, y ambos muy significativos en sentido contrario) y la frustración del proceso autonómico ambicioso que se da en el mismo, en mi trabajo Una nova planta per als valencians, editado por Nexe (2013).

[28] El llamado “Informe de la Comisión de Expertos sobre Autonomías” de mayo de 1981 fue editado por el Centro de Estudios Constitucionales y está disponible en la web del Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas para su consulta: http://www.mpr.gob.es/servicios2/publicaciones/vol32/

Los expertos que lo redactaron, bajo la dirección de Eduardo García de Enterría, son los responsables de una propuesta que facilita que se produjera el pacto político entre la Unión de Centro Democrático (UCD) y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), que en ese momento representan a la derecha e izquierda hegemónicas en el país, en esta materia. Este acuerdo, aun no siguiendo muchas de sus recomendaciones, sí optó por lo que era una de las ideas de la Comisión: crear Comunidades Autónomas en todo el territorio español institucionalmente equivalentes, con pocas diferencias entre ellas en cuanto a su organización y funcionamiento y copiando en general el modelo más parecido al de la dinámica institucional de las CC.AA. con aspiraciones de convertirse en sujetos políticos de primer orden. Posteriormente, además, los pactos entre PSOE-Partido Popular (PP, partido de centro-derecha que sucede a la UCD en el espacio político conservador) de los años 90 completan el cuadro igualando competencialmente, a efectos prácticos de manera casi absoluta, a todas estas CC.AA.

[29] De nuevo, y por todos, nos remitimos en este punto a la obra de Eliseo Aja ya mencionada, que ha tratado durante años de explicar estas insuficiencias y ha peleado por convencer a doctrina, opinión pública y política, de la necesidad de una evolución del Estado autonómico que las superara a fin de dotar a los gobiernos autonómicos no sólo de competencias sino de una verdadera capacidad autónoma de gestión equivalente a la de los Estados de una Federación. En los últimos años, además, estas limitaciones, sobre todo las económicas (por encima incluso de las jurídicas o simbólicas), han ido ganando peso y presencia, en un contexto crítico alentado por la crisis económica, que ha permitido que los ciudadanos visualicen de forma mucho más clara hasta qué punto la existencia de competencias sin capacidad efectiva de gasto asociada o una Hacienda del Reino que retiene las cuerdas de la bolsa y la afloja o no según su voluntad política convierte a las Comunidades Autónomas, por mucha pompa que desarrollen en su actuación, más en meros “gestores” de políticas decididas en otras instancias que en actores políticos de primer nivel. Esta nueva y aguda comprensión de las insuficiencias financieras del estado autonómico, muy propia de una sociedad democráticamente madura y pragmática, tiene una gran importancia en el desarrollo del proceso de alejamiento y extrañamiento de la sociedad catalana respecto del modelo español de articulación del reparto del poder surgido de la Constitución española. No es de extrañar, por ello, que libros o reflexiones de reputados economistas como Jordi Galí, Carles Boix o Andreu Mas-Colell hayan jalonado cada vez más el debate, con innumerables e influyentes posicionamientos públicos tanto políticos como en prensa. Entre las obras más destacadas que con cierta amplitud desarrollan esta cuestión desde este prisma resultan muy interesantes y claves para entender el caldo de cultivo en Cataluña los libros de los también economistas de enorme prestigio Germà Bel, Anatomía de un desencuentro, editado por Destino (2013) y Xavier Sala i Martí, És la hora dels Adéus?, editado por La Rosa de los Vientos (2014). En ambos casos cristalizan razones, económicas esencialmente, para justificar la independencia de forma muy pragmática y nada apegada a ideas “nacionales” decimonónicas sino, sencillamente, consecuencia de la constatación la incapacidad del Estado de las Autonomías creado (o plasmado) por la Constitución de 1978, para ordenar un modelo de convivencia eficiente agregando las voluntades democráticamente expresadas de los ciudadanos y satisfactorio en términos de capacidad efectiva de actuación y despliegue de políticas públicas.



7 comentarios en La rigidez del marco constitucional español (y el derecho a decidir)
  1. 1

    Hay bastantes cosas que se podrían comentar pero:

    – eso de la rigidez del modelo español, por mucho que esté tratado de explicar a partir de referencias culturales y literarias, no deja de ser algo discutible, ¿de verdad lo es más que otros? Y en concreto, en materia de reforma constitucional, ¿lo es en serio más de lo normal? En el post sobre la reforma constitucional de hace unos meses, tras las elecciones, ya hablasteis de eso y no parecía que la cosa fuera para tanto;

    – no se entiende por qué habría que aceptar esa interpretación más flexible que propones. Vale, puede ser posible, no lo discuto. Tú sabes más de esto y además no parece descabellado. Y es verdad que hay otros ejemplos de otros momentos en que sea sido flexible. pero, ¿por qué serlo ahora? ¿qué ventajas tiene? Ésa no deja de ser una decisión de «política constitucional» y no se entiende por qué, por definición, las elecciones hechas hasta ahora, respaldadas muy unánimemente, como tú bien dices, tanto por la derecha como por la izquierda, serían peores que la más flexible.

    – por último, y en relación a tu mapa de la última parte de tu trabajo, si ¿sólo en tres o cuatro regiones de españa quieren más autonomía no es lo normal y lo sensato que nos e conceda más? Así funciona la democracia

    Comentario escrito por J.J. — 15 de abril de 2016 a las 11:49 am

  2. 2

    – Ya lo comentamos en su momento, en efecto. No es que sea escandalosamente rígida. Es que lo es combinada con otros elementos (un sistema electoral desequilibrado que refuerza a ciertas minorías de bloqueo, una cultura constitucional muy vertical… y un art. 168CE de procedimiento agravado que sí es muy, muy, muy, muy rígido y que en nuestro entorno comparado puede tener parangón para la protección de los derechos fundamentales pero que aquí, además, se extiende a la protección de cosas como la monarquía y símbolos nacionales del T. Preliminar).

    – De acuerdo con lo que dices. Es una cuestión, si quieres, política. O de «política constitucional». O político-jurídica. Aunque a mi entender no es tan claro que se pueda desechar la idea, más jurídica, de que no tiene sentido decir que la CE prohíbe más cosas o impide más cosas de las que en realidad prohíbe o impide. Eso ya no es político: es jurídico. Si hacemos decir a la CE que limita más cosas o prohíbe más cosas de las que en realidad prohíbe e impide es verdad que hacemos política y creamos problemas políticos, pero también hacemos mal análisis jurídico.

    Por lo demás, y en el plano meramente político, la respuesta a tu pregunta de por qué seria mejor adoptar el análisis más flexible sería obvia: para evitar los problemas que estamos teniendo, agravados por la interpretación rígida.

    – Así funciona, vale. Pero, en tal caso, lío garantizado. Sobre todo si tienes unas regiones donde muy mayoritariamente los deseos son otros. Si el sistema no logra componer mejor esas voluntades que diciéndoles «os aguantáis, porque en el resto de España somos mayoría y nunca sumaréis votos para lograr una mayoría que os dé lo que pedís» tenemos un problema evidente: esas mayorías verán, con razón, que la única forma de lograr lo que quieren y el único modo de alcanzar sus objetivos organizativos es la independencia. Justo eso trato de explicar: que esa gran rigidez, apuntalada además por ese reparto de las preferencias en clave territorial, lleva a incrementar las tensiones si no se flexibiliza y se abre el campo.

    Comentario escrito por Andrés Boix Palop — 15 de abril de 2016 a las 12:04 pm

  3. 3

    Pues te falta en el artículo una cosa que alguna vez te he oído en conferencias y que es muy reveladora: tras años y años de tener a todos los profes de Derecho público repitiendo la letanía de que el constituyente había dejado el tens autonómico por resolver en la Constitución, ante la ausencia de acuerdo, dejando su concreción a un acuerdo posterior del legislador… ¡luego va y resulta que cuando parlamento catalán, cortes españolas y referéndum realizan un acuerdo de esos todo estaba prefijado en la Constitución y cualquier cosita que se aleje de un diseño muy concreto y rígido es inconstitucional!

    ¿No es fascinante?

    Comentario escrito por Cantarina — 17 de abril de 2016 a las 6:58 pm

  4. 4

    XDDDDDD!!!!

    Es verdad que se me ha olvidado usar ese argumento!!!!

    Comentario escrito por Andrés Boix Palop — 17 de abril de 2016 a las 7:00 pm

  5. 5

    Bueno, señor Boix aquí estoy de nuevo. He leído tu capítulo del libro, el comentario del Blog de Cotarelo y ,muy por encima, este artículo.
    Tu tesis es que la rigidez de la Constitución Española (De ahora en adelante CE) impide el encaje de Cataluña en España. Por tanto, la CE debe ser reformada para poder así encajar a Cataluña en España. De ahí el título de vuestro libro: «El encaje constitucional del derecho a decidir».
    Para mi es difícil rebatir tus ideas porqué me gusta la fantasía pero no hablar seriamente de fantasía. Me explico: ¿En «El Señor de los anillos» los trolls tienen la piel negra o marrón?¿Las elfas tienen vagina?¿Los trolls nacen de máquinas subterráneas?…
    El problema no es que la CE sea demasiado rígida. No, el problema es que la CE no es una Constitución, sino que es una carta otorgada, hecha en unas Cortes franquistas por diputados franquistas. Ese es el problema. Lo que tiene que haber en España es una ruptura con el régimen actual. Tiene que haber un Proceso Constituyente para confeccionar una Constitución que traiga a España la democracia.
    El llamado «Derecho a Decidir» o «Derecho de Autodeterminación» no se puede aplicar al caso de Cataluña. Porqué España ha sido una metrópolis. ¿Qué hizo Jaume I? Colonizar Valencia. ¿Qué se hizo en Atenas? Lo mismo. ¿Qué se hizo en América? Lo mismo. Cataluña no ha sido una colonia sino parte de una metrópolis. Los catalanes han sido colonizadores… No somos negritos de Africa, ni filipinos, ni aborígenes. Somos blanquitos. Sinceramente Andrés: mirate en el espejo. Es lo que hay.
    El verdadero problema es el Estado de Partidos. Si los partidos están al margen de la sociedad, van por su cuenta. Lo que les interesa son recursos para repartirse. Ese es el verdadero problema. Quieren más dinero y no hay dinero. El límite es físico, puramente físico. Este régimen ha fracasado porqué durante su vigencia las tensiones territoriales han aumentado y el modelo económico es un fracaso.
    No me voy a gastar 17€ en un libro de teología.

    Comentario escrito por POCHOLO — 21 de abril de 2016 a las 12:24 pm

  6. 6

    Los catalanes no tienen derecho a ningún referéndum no son negros, ni moros ni nada de eso. Si la clase política catalana cree que va a ganar más dinero (Hacienda propia, Justicia propia, embajadas propias) montando un Estado para ellos, pues que declaren la independencia. Puigdemont lo puede hacer mañana mismo: sale a la Plaza Sant Jaume y proclama la independencia y manda a los Mossos de Esquadra a montar puestos fronterizos en las carreteras, en las vías de tren y en los aeropuertos y puertos. Manda mossos a desarmar al ejército que hay en los cuarteles catalanes. Ya está. Luego puede negociar con Rajoy, que como siempre estará pasivo esperando que le llame, para negociar los flecos que hayan quedado pendientes. Cataluña puede convertirse en un Estado asociado como Puerto Rico en los EEUU.
    Vuestro libro es teología (Hablar de dios), fantasía (Hablar de hadas, elfos, enanos, árboles mágicos)…

    Comentario escrito por POCHOLO — 21 de abril de 2016 a las 12:35 pm

  7. 7

    Llevo más de 30 años oyendo todas estas historias en TV3, en el cole, en el insti, en la universidad, en el trabajo… Dejadme en paz de una vez. Sed valientes como el «avi Maciá» y dejad de molestar con su «Estat catalá» y «Volem un Estat propi». Que los demás ya sabemos que tienen empresas en Panama y cuentas por todos los paraisos fiscales. Que los demás ya sabemos que lo unico que quieren es poder robar más y mejor. No da para más esto es el oasis catalán, el establishment del levante español. La facción de la burocracia de los partidos que controla la administración estatal española de la zona. Que quiere ser libre del resto de jefes de los partidos para poder robar más y mejor.
    MÁS Y MEJOR. INDE, INDE, INDEPENDENCIA YA.

    Comentario escrito por POCHOLO — 21 de abril de 2016 a las 12:50 pm

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