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David Bowie y las patochadas de la industria

Cualquier fan de Frank Zappa que se precie sabe que David Bowie es gilipollas. Es un hecho incontestable. Porque resulta que, en los años 70, Zappa descubrió a Adrian Belew en un concierto de poca monta y decidió ficharlo para su banda. Poco tiempo después, Bowie se lo quitó a Zappa en sus propias narices. Le birló a Belew, algo que le sentó fatal a Zappa, que lo percibió como una traición, como una maniobra rastrera. La leyenda ya se recrea añadiendo que Zappa se encontró a ambos, a Bowie y a Belew, comiendo en un restaurante mientras negociaban el nuevo fichaje. Belew acabaría recalando, algunos años después, en King Crimson, y Zappa arremetería contra Bowie en su canción “Be in My Video”, un ataque a canciones como “Let’s Dance” o “China Girl” en la venía a dar su opinión: que Bowie sólo sabe hacer el idiota en videoclips chorras y poco más. Vamos, que es gilipollas.

 

 

Luego uno va comprobando que esta opinión, lejos de lo que podría parecer, está más o menos asentada. Porque hay más historias que lo confirman, como ésa de fichar a Steve Ray Vaughan para que tocara la guitarra en “Let’s Dance” y luego salir el propio Bowie en el videoclip guitarra en mano y con guantes blancos, lo que provocó que Vaughan lo enviara a la mierda [1]. O el hecho de que le haya negado a Morrisey el permiso para usar una fotografía de ambos como portada de un single [2]. Este último hecho ya es más reciente, sucedió hace pocas semanas. Historias y anecdotillas del folklore del rock que vuelven a tener vigencia tras el anuncio de la vuelta del “Duque blanco” (hay que ser cursi para adoptar ese apodo) al negocio. Y lo hace con un disco titulado The Next Day que verá la luz el próximo mes. Como anticipo, hace poco dio a conocer, por sorpresa, el vídeo de una de las canciones, “Where Are We Now?”

La estrategia es bien conocida: se retira al artista de los escenarios durante unos cuantos años. Se le aparta totalmente, ocultando cualquier aspecto de su situación actual, favoreciendo la aparición de rumores (que si está enfermo, que si se va a morir, que si deja la música) y alimentando, por lo tanto, un cierto interés morboso. De repente, el artista ha desaparecido totalmente, como si fuera Greta Garbo, la actriz que estuvo más de cincuenta años totalmente escondida, en paradero desconocido. Después y sin avisar, vuelve a salir con un disco para desmentir todos los rumores. Para entonces, ya todo el mundo quiere poseer a Bowie, quiere su disco, quiere verle en directo porque se ha generado la necesidad: como puede que Bowie enferme y se muera, igual estamos ante la última oportunidad de verle y hay que decir en el futuro que nosotros también estuvimos allí. De esta idea de “igual ésta es la última ocasión” llevan viviendo los Rolling Stones más de dos décadas.

A todo ello hay que añadirle un calendario perfectamente calculado de reediciones. Hay que conmemorar casi cada año la grabación de Ziggy Stardust. O este año hay que sacar un disco que celebre los 40 años transcurridos desde la publicación de Aladdin Sane. En 2003 ya se editó un doble álbum conmemorativo porque se cumplían 30 años. Dentro de otros diez, sacarán un blu-ray triple con nuevas demos, extras y pedorretas de las sesiones de grabación. Y así la rueda puede seguir girando porque tenemos un artista que cumple con todo el ritual marcado por la industria: por un lado, un tipo que saca discos nuevos, un creador que edita nuevo material. Da igual que lo nuevo sea un coñazo, como los discos de Bob Dylan de los últimos 15 años. Porque, por el otro lado, el artista es también un auténtico clásico del que se puede seguir sacando tajada. Además, se le pueden añadir más cosas a este revival de resurrección: que si una película de la BBC [3], que si una versión de Beck para anunciar coches [4], todo lo que se ocurra.

El problema es que esta estrategia de marketing funcionaba muy bien antes, pero ya es algo insuficiente. Porque antes había revistas “especializadas” y periodistas a sueldo de los grandes sellos que ponían por las nubes lo que había que vender en ese momento. Es lo que explica esa persistencia en intentar vender los nuevos discos de Dylan como obras importantes. Pero eso ya no cuela. Y no cuela porque cada vez hay menos revistas que encima van perdiendo relevancia. Tampoco quedan ya periodistas que sienten cátedra, y ya no tienen calado sus opiniones. Porque, en definitiva, ya ni existe industria musical. Ya no se venden discos, las tarifas publicitarias en los medios de comunicación son ridículas (incluso en los medios generalistas importantes) y cada vez se asiste menos a los conciertos, que había sido la última estrategia desesperada de una industria totalmente desnortada. Por no haber, no hay en la actualidad súpergrupos de esos que convocan multitudes a millones: el último fue U2.

En definitiva, que ahora da igual que seas Bowie y que salgas en la portada de Rolling Stone. Porque sí, se te hace mucho caso a tu vuelta a la música cuando lo anuncias pero, una semana después, ya ha desaparecido todo el interés. Te puedes encontrar hasta críticas negativas pero ni siquiera furibundas, sino hablando del artista como alguien desangelad [5]o, como diciendo que no vale la pena nada de lo que está sucediendo en la actualidad. Con todo, la estrategia sigue adelante, y ya han empezado los rumores para tantear el ambiente, para ver si habría demanda suficiente para una gira de conciertos [6]. Eso sí, de haberla será para dejarse ver y punto. Hasta en eso ha perdido glamour la industria del rock: ni siquiera salen ya anécdotas como aquellas comidas secretas para robarse músicos unos a otros. Será porque Frank Zappa se fue y nos dejó aquí a todos los gilipollas.