Divertido mapa-ficción aparecido en Google. Para mí Galicia nunca sería Eslovenia, también situaría Ceuta y Melilla en Kosovo y Bosnia sería el triángulo Álava, La Rioja y Navarra. Vojvodina sería Galicia-Asturias; Montenegro, León, y Serbia, Castilla en general.
Hay muchas teorías sobre la disolución de Yugoslavia. Y es normal porque en un chocho internacional que se precie cada potencia tiene sus intereses, pero antes de ver conspiraciones, rutas de abastecimiento energético o sistemas socialistas que amenazan la expansión benéfica del capitalismo, hay que quedarse con el orden de los acontecimientos. Porque en el país de los eslavos del sur surgió una generación de elites dispuesta a matarse de mala manera para lograr sus objetivos y que generalmente no tenía más fin ideológico que aferrarse al machito. Y eso fue, independientemente de lo que hubiera sucedido antes o a quién apoyaron las potencias después, la causa principal de las guerras.
De hecho, la Unión Europea les pidió por activa y por pasiva que por los clavos de Cristo no se disolvieran, que les daban entrada prioritaria en el mercado común –algo que sólo han logrado por ahora Eslovenia y en 2013 lo hará Croacia- pero no hubo manera. Los políticos con un mínimo de sensatez, que ya estaban enfrentados seriamente entre sí, fueron desplazados por tíos con huevos, que dicen las cosas como son, que se preocupan por los problemas reales, etcétera, etcétera. Fíjense qué cosa más curiosa que Milosevic llegó al poder con la llamada ‘Revolución burocrática’ que iba a acabar con los políticos profesionales, los viejos modos de hacer política y esas cosas que demandan en España ahora mismo desde los falangistas a los que tienen sexo tántrico en las acampadas del 15-M.
De todas formas, vayamos al tema. Repasemos paso a paso cómo llegó Eslovenia a independizarse con sólo media docena de tiros de un estado malévolo y opresor. Como dice Francisco Veiga, del “gigante torpe y brutal” que nos retrataban los medios de comunicación. Un viaje, el esloveno, que va del considerarse más europeos, productivos y guapos que el atrasado país en el que estaban encerrados, a esperar ahora en la cola del rescate, con todo el país lleno de huelgas y manifestaciones, cierre de empresas y lo que es, o ha terminado siendo, en definitiva, la plena integración en Europa ¡enhorabuena tíos!
El 11 de noviembre de 1945, después de haber echado a los nazis, los comunistas ganaron las elecciones en Yugoslavia con el 90% de los votos en un 90% de participación. Claro que sólo la lista del Frente Popular concurrió a los comicios, pero no vamos a perdernos ahora en detalles sin importancia. Sí que fue relevante, sin embargo, que en Sebia ganaron sólo con un 68%. Quédense con este dato que no les impidió, a partir de ahí, montar un tinglado a la española con capital en Belgrado. Y a la española porque, como nosotros, que tenemos un Rey republicano, o un estado federal centralizado, ellos hicieron una federación de repúblicas controladas por un partido más centralizado que el Vaticano. Encima con los planes de Tito sobre la mesa, que pensaba que aquello iba a ser una fase transitoria para la fusión en pocos años de todas las nacionalidades en una sola yugoslava. Pero nunca hubo feeling y la realidad fue que en Belgrado, capital de Serbia y Yugoslavia a la vez, estaba el poder económico y militar de todo el país. De modo que los comunistas eslovenos y croatas no tardaron en tener que lidiar con círculos de intelectuales y demás que denunciaban el centralismo.
Básicamente, croatas y eslovenos consideraban que la federación lastraba su desarrollo económico. Aunque bosnios, montenegrinos y macedonios tampoco estaban contentos, se sentían expoliados por los dos anteriores, tanto en mano de obra como en materias primas. Para acabar con estos desequilibrios, croatas y eslovenos tuvieron que financiar el desarrollo de las repúblicas pobres. Pero ‘desarrollar’ una región por el artículo catorce, como bien sabemos en España, no es tan fácil. Y pronto, según señala François Fejtö, eslovenos y croatas se quejaron de que ese desarrollo ajeno les salía muy caro, que se construían fábricas en esas repúblicas “sin justificación real”. Otros autores han dicho que los complejos industriales que se instalaban eran “antieconómicos”. Incluso muchos años después seguían apareciendo noticias que causaban gran impacto en las regiones de dinero, como que al menos una docena de gerentes de fábrica en Macedonia eran analfabetos. Así, la preocupación por las ‘balanzas fiscales’ se extendió a toda la ciudadanía.
A esto hay que sumarle el problema de las minorías. Cuando se produjo la ruptura entre Tito y el albanés Hoxa, comenzó una represión de los círculos albanokosovares que reivindicaban una república albanesa en Yugoslavia, que de propina extendía sus tentáculos sobre región de Tetovo, con mayoría albanesa, en Macedonia (recuerden que poco después del bombardeo de Solana, el UCK hizo en Macedonia lo mismo que en Serbia, aunque aquí sólo logró un acuerdo entre partes patrocinado por la OTAN). Es divertido, los macedonios no querían para su Tetovo lo mismo que reivindicaban ellos para las minorías macedonias de Grecia y Bulgaria. El caso es que el lugarteniente de Tito, el serbio Rankovic, impuso el orden y la ley con la policía en Kosovo. Y no llego a este punto por capricho. El problema kosovar se mantuvo latente, revuelta arriba revuelta abajo, hasta que a finales de los ochenta los eslovenos les dieron su apoyo.
Pero antes siguieron pasado muchas más cosas. Vladimir Bakarić y Edvard Kardelj eran los mandamases comunistas croata y esloveno, respectivamente. También partisanos allegados a Tito, lo más tope de la camarilla. Kardelj, además, era el inventor del socialismo autogestionario, teoría que ideó en un par de tardes cuando vinieron las prisas para diferenciarse de los soviéticos. Graciosamente, este sistema a principios de los sesenta empezaba a tener dificultades para producir media docena de tornillos, y él mismo, junto a su homólogo croata, fueron los que casualmente vieron la solución en descentralizar más la federación. Su lema era “federizar la federación”. Enfrente tenían al malvado serbio Rankovic, que veía la solución a los mismos problemas por el camino opuesto, centralizando más, el llamado ‘unitarismo’, eufemismo a lo ‘patriotismo constitucional’, pero perdió la batalla por una serie de intrigas palaciegas muy divertidas que detallaremos otro día. El caso es que en 1966 ganaron los periféricos y esto supuso que a partir de ahí, en Serbia, los intelectuales, militares y demás empezaran a sentirse incómodos en la Federación con el rumbo que estaban tomando los acontecimientos. En los ochenta, este descontento fructificó en la polémica del Memorandum, un informe de marcado carácter nacionalista serbio elaborado por intelectuales que se filtró a la prensa antes de haberse terminado. Luego iremos a él.
Porque antes viene el famoso 68. Lo que sucedió este año marcó el destino de la nación, o lo aplazó, según se mire. Por un lado, estaban las revueltas estudiantiles. En Serbia fueron acogidas con simpatía, pues los estudiantes venían a pedir lo mismo que en teoría predicaba el socialismo. Tito cedió ante los chavales y les dedicó unos parabienes. Al fin y al cabo se oponían a la ‘burguesía roja’, una mezcla de clases medias que medraba en la economía tanto privatizada como estatal y las clases acomodadas del partido. Algo que Tito no podía defender en público precisamente. Aquello fue casi un brindis al sol (luego a Milosevic le obsesionó que no se manifestaran los estudiantes por este antecedente, por el poder moral que les había conferido Tito) Por cierto, el autor del concepto de ‘burguesía roja’ fue Milovan Djilas, partisano montenegrino amigo personal de Tito, en su obra ‘La nueva clase’. Desde la vicepresidencia de la nación, casi designado como sucesor, criticó los privilegios de las elites del partido y lo que logró fue que le echaran del mismo y metieran siete años de cárcel. Pero como el hombre seguía, erre que erre, años después, como si de una universidad española se tratara, en lugar de putearle a él, por su prestigio, se cepillaron a sus discípulos como represalia. Luego, en los ochenta -el tío era incombustible- condenó que el país se encaminaba hacia el desastre e incluso la guerra y que la ‘burguesía roja’ ahora se estaba travistiendo en una peligrosa ‘burguesía nacionalista’. Tonto no era Dilas.
Pero volviendo al 68, las revueltas en Croacia no fueron como las serbias. Tenían un componente nacionalista importante y la cosa allí fue más grave. Hubo miles de presos, entre ellos el bueno del posteriormente presidente croata, Franjo Tudjman, que andaba escribiendo libritos en plan Pio Moa sobre que Jasenovac (el campo de concentración más escalofriante de la II Guerra Mundial donde murieron al menos 150.000 serbios a manos de fascistas, ustacha, croatas) no había sido para tanto.
A estas alturas, el psicoterapeuta de Tito empezó a sufrir problemas de estrés. El mariscal, que se había declarado solemnemente ‘el primero de los estalinistas’, que había purgado a todos los troskistas, cuando rompió con Stalin, inevitablemente se había tenido que poner a purgar estalinistas al ritmo que el resto de democracias populares se purgaban titistas. Y luego él, que era croata, estaba purgando croatas. Por no hablar de las críticas de elitistas y clase privilegiada que recibía su camarilla y correspondientes chupópteros, ellos que como partistanos habían echado a los nazis corriendo por el monte alimentándose de musgo y limpiándose el culo con la mano. ¿Por qué tanta crueldad? Por eso no es de extrañar que, como dice Francisco Veiga, resolviera los problemas cual Zapatero, dando una de cal y otra de arena. Si había reprimido las reivindicaciones nacionalistas croatas, luego se sacó de la manga la Constitución de 1974 que descentralizaba mucho más el país. Y a los serbios no les hizo maldita la gracia porque les colocaba dos autonomías en su república, Vojvodina y Kosovo, con voz propia y derecho a veto, lo que no ocurría con las minorías serbias en otras repúblicas. Semillas de odio para cuando estallase en todo su esplendor la crisis del socialismo autogestionario, no por nada teórico, que no se ofusque ningún carlista que votara a Carlos Carnicero, sino porque era autogestionario en teoría, pero controlado por el partido en la práctica, de modo que, como todo lo citado anteriormente, lo que en realidad era fue un engendro.
Sin embargo, y aquí viene lo bueno, pese a los parches el país permaneció muy unido, con puño de hierro y voluntad firme. Motivos no faltaron. Esa primavera de 1968 los soviéticos tuvieron a bien, como todo el mundo sabe, invadir Checoslovaquia, lo que dejó el mapa clarito y diáfano. A raíz de esto, en ese país los eslovacos se olvidaron de sus reclamaciones soberanistas porque preferían estar con los checos que ‘independientes’ y en la esfera de influencia directa de los rusos. En Yugoslavia pasó exactamente lo mismo. Eslovenos y croatas estaban mejor dentro de Yugoslavia que tratando de tú a tú con la Unión Soviética en, no olvidemos, el que era su corral o patio trasero. Hay que tener en cuenta el impacto que tuvo lo de Praga. El psicoterapeuta de Dubcek también lo pasó fatal. A este comunista eslovaco, que se describía a sí mismo como el más prosoviético de los prosoviéticos, le habían ido a buscar en tanque. Los países del Este con devaneos democráticos, con la vista puesta en las democracias occidentales, como el caso de Eslovenia y Croacia, gracias al paraguas de Yugoslavia podían conservar soberanía y sus conquistas de mercado, por las que no daban un duro lidiando de tú a tú con la Unión Soviética a la vista de los acontecimientos de Berlin, Budapest y Praga. Así que entonaron el virgencita que me quede como estoy. La cosa podía evolucionar con la misma alegría con la que podía involucionar.
Y así se siguió hasta los años ochenta. Con la Constitución de 1974 los croatas al menos pudieron controlar sus ingresos por el floreciente turismo, lo mismo que los eslovenos con su industria tecnológica, que encima vendía sus productos a un pueblo yugoslavo que no tenía opción de comprar otros –eso sí, me comunican por el interfono que una lavadora eslovena te duraba toda la vida, no como las mierdas de ahora, e incluso algunas siguen aún funcionando.
Dijo Fejtö cuando escribió su ‘Historia de las democracias populares’ allá por 1971, que Yugoslavia tenía muy mala pinta porque, en resumidas cuentas, estaba todo el país cogido con alfileres. Ya lo hemos visto. Pero es que además, había otro problemilla: los rusos, que no se daban por vencidos así como así, no eran como el Barça de Guardiola que cuando pierde te sonríe y te tiende la mano inclinando diez amorosos grados la cabeza hacia un lado. Difícilmente podían los soviéticos olvidar la herejía titista, el roto que les había hecho el mariscal en su bloque querido con el socialismo autogestionario y otros inventos aún más fabulosos, como los países ‘no alineados’ que el croata lideraba. El Kremlin se había puesto manos a la obra, cuenta este autor, a infiltrar espías, dobles agentes y toda esa fanfarria para azuzar el nacionalismo serbio aprovechando el potencial pucherito victimista-nacionalista, válgame la redundancia. Esa será la guinda del pastel, vino a decir Fejtö, y el cabrón no podía tener más razón.
En los ochenta, tras la muerte de Tito, se sucedieron una serie de cataclismos económicos que ni nosotros, los españoles actuales, podríamos concebir. El nivel de vida sufrió unos arreones terroríficos. Encima en Kosovo volvió el mambo con revueltas estudiantiles y, para rematar, apareció un político de los que llaman a las cosas por su nombre, que estaba ahí para resolver los problemas no como otros políticos ocupados en tirarse los trastos a la cabeza, era el serbio Slobodan Milosevic. Comunista de cuna, este buen hombre, que había viajado a Estados Unidos en un sin fin de ocasiones y que se le consideraba un tipo moderno, pergeñó un discurso mitad socialista Manu Chau, mitad nacionalista Arzallus. Le fue bien, ya que aprovechó el asunto del Memorandum que llevó a la opinión pública serbia la sensación de que su país era más víctima que un niño de Dickens, e inició la ‘revolución burocrática’ en plena crisis de todo el bloque socialista.Entonces sí, empezó la juerga buena:
En 1987, y ésta no es una crónica de Diego Torres, el presidente de la Generalitat de Catalunya, Jordi Pujol, hizo su primer viaje a oficial a un país socialista. Su destino, Liubliana, Eslovenia… (continuará)