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El maestro Juan Martínez que estaba allí – Manuel Chaves Nogales

Manuel Chaves Nogales no es un hijo del ex presidente de la Junta de Andalucía colocado en algún consejo de administración de alguna empresa semipública para que pueda esnifar allí a gusto veinte gramos diarios de cocaína, como en principio pudiéramos pensar. Se trata de un periodista español de los años 20 y 30, que llegó a dirigir, ya en la II República, el diario Ahora, de inspiración azañista. Fiel a Azaña y a sus postulados políticos, Chaves Nogales colabora con la República una vez comenzada la guerra civil, pero va distanciándose conforme comprueba que su supuesto bando comete salvajadas al por mayor. Acaba exiliándose en 1937 y publica un libro sobre la Guerra Civil, A sangre y fuego, en el que comete el desatino antiespañol de denunciar los excesos de ambos bandos, también el suyo, y ubicarse en una perversa indignación moral proetarra que defiende el ideario democrático y el cese de la violencia contra la población civil. ¡Sí, incluso contra la población civil del enemigo!

Chaves Nogales entrevistando al presidente de la II República, Niceto Alcalá Zamora,

Tal es la catadura moral de este hombre, que acaba muriendo en el exilio en 1944 y del que nunca habíamos oído hablar. Porque en España, si no te afilias a un bando, de una vez y para siempre, con firmeza no exenta de constantes peticiones de cobro por los servicios prestados, sencillamente tu nombre desaparece del mapa. O conmigo o contra mí.

El libro que nos ocupa, El maestro Juan Martínez que estaba allí, adolece de los mismos problemas morales que la trayectoria de este periodista. El libro habla de la revolución bolchevique y la posterior guerra civil rusa (1917-1923), período convulso como pocos. Chaves Nogales utiliza la alucinante historia de un bailarín de flamenco español, Juan Martínez, y Sole, su mujer (narrada al autor años después por el propio artista en cuestión), a los que la revolución les pilla actuando en San Petersburgo. Ambos se ven atrapados en Rusia durante años, la mayor parte del tiempo en la capital ucraniana, Kiev, que además está constantemente cambiando de manos entre las diversas facciones en conflicto.

Su testimonio, exento de entusiasmo político por ninguna de las partes (bolcheviques, blancos, independentistas ucranianos), acaba comunicándonos una certidumbre: la miseria moral de todos los bandos en conflicto. Y aquí encontramos el problema. No hay buenos, sólo violencia desatada y la desesperada voluntad de sobrevivir por parte de aquéllos a los que les pilla en medio (la población civil). Y téngase en cuenta que esto se publica en 1934, cuando aún no ha quedado claro lo hijoputa que podía llegar a ser Stalin. Cuando, en todo caso, la izquierda mundial tiene una visión totalmente idealizada e irreal de la Revolución Rusa (y continuará teniéndola durante décadas, e incluso ahora).

La plana mayor bolchevique, dispuesta a pillar las poltronas del poder, talmente como si fueran un miembro del PPSOE instalándose en un consejo de administración de una empresa para asesorar sobre un tema del que no tiene ni puñetera idea

Es una novela que, en consecuencia, se ve abocada, durante décadas, al olvido, como el propio autor, que perdió la Guerra Civil y ni siquiera tuvo la delicadeza de hablar bien de los perdedores, los “suyos”. Y la verdad es que es una pena que hayamos tardado tanto en redescubrirlo, porque este libro podría haberse convertido, muy fácilmente, en el libro favorito de Aznar: ¡una durísima crítica a los bolcheviques escrita por un azañista, como él!

La novela se lee con delectación, porque el estilo directo, aséptico, sin concesiones a la interpretación o evaluación de los hechos (más allá de la que ya nos comunica el narrador, es decir, el bailarín flamenco), resulta sumamente eficaz, dado que nos ofrece, al mismo tiempo, una historia fascinante y un gran reportaje periodístico. Porque, aunque el testigo material de los hechos no es, obviamente, muy de fiar, al menos tampoco es partidista: su fabulación se limita a dejarle a él en buen lugar en términos españoles (ser más macho, con más honor, y con más chulería que nadie). A pesar de que invente y exagere, da la impresión de que el espíritu de la historia es totalmente fiel a la verdad. Y el contraste entre las macarradas cotidianas que nos cuenta el maestro flamenco y la narración de los hechos y el comportamiento de los revolucionarios (y también de los “caballeros” blancos, defensores del zarismo) resulta, además, muy divertido. Ya desde el principio, cuando Chaves Nogales nos cuenta las andanzas de Juan Martínez en París, previas al estallido de la Primera Guerra Mundial:

Él era todo un hombrecito, y navegaba bien por aquellas sirtes del Montmartre cabaretero del año 1914, entre maquereaux, apaches, cabotinieres, agentes del chemin de Buenos Aires, pederastas, traficantes de neige, policías que les chantajeaban y honestos y sencillos ladrones. En este mundillo de la delincuencia parisiense, los españoles encuentran siempre la leal protección de ilustres compatriotas que gozan de un bien ganado prestigio (pág. 4)

La grandeza de la patria, la solidaridad entre los compatriotas, el fulgor de los ojos al percibir algo que recuerde remotamente a España, recorren también toda la obra, y también resultan curiosos, por exagerados (y extemporáneos). Así se nos narra el encuentro de tres españoles en Rusia:

Una tarde estaba charlando con Sole, cuando se nos acercó un individuo que nos preguntó en castellano:
– ¿Son ustedes españoles?
– Sí, señor –le contestamos-. ¿Y usted?
– También; madrileño por los cuatro costados.
– ¡Ole! –dijo Sole, que hacía un siglo que no veía a nadie que fuese como Dios manda (pág. 122)

Llegados a Rusia, los dos españoles se encuentran con el caos y la muerte consustanciales a la revolución, que vienen seguidos por el hambre, cada vez más acuciante, y la especulación, controlada por los judíos (odiados por los “blancos”, que los masacraban cuanto podían, y más o menos protegidos por los bolcheviques). La prolongada guerra civil cuenta con rojos, blancos y separatistas ucranianos, en principio aliados de los blancos. Pero el zarismo no puede soportar por mucho tiempo la alianza con pérfidos independentistas que quieren destruir España Rusia y… ¿Adivinan qué acaba ocurriendo? En efecto: se enfrentan entre ellos y le hacen el trabajo sucio a los bolcheviques. ¡Rusia, antes roja que rota! Sólo la llegada de los polacos, que conquistan Kiev y se disponen a esclavizar a toda la población con un entusiasmo y crueldad que dejan en mantillas a todo lo que ésta había padecido hasta entonces por parte de blancos, rojos y separatistas, logra que el pueblo ruso (al menos, el pueblo de Kiev) se una en pos de un objetivo: ayudar a los bolcheviques en su conquista definitiva (Kiev, antes roja que extranjera).

En general, el protagonista no recibe la llegada de los bolcheviques con demasiado entusiasmo. Fundamentalmente porque él, como artista del espectáculo, necesita clientes acaudalados dispuestos a gastar y divertirse. Es decir, los “blancos”, la burguesía y los oficiales zaristas. Con los bolcheviques y su obsesión reglamentista, siempre imponiendo normas, decretos, excepciones regladas y documentos por triplicado, no se podía hacer mucho. Su única salvación, a partir de determinado momento, es incorporarse al Sindicato de Artistas, que, como todo el mundo, trabajan para el Estado, a cambio de un salario de mierda y un pan negro grumoso y repugnante (entre susto y muerte por inanición, siempre mejor susto). Ellos y muchos otros, algunos claramente ajenos a ese mundo, incorporados cuando convenía a las estructuras bolcheviques para salvar la vida:

Era un hombre de unos cuarenta años que se presentó diciendo que era payaso. Se le admitió gracias a las propinas que repartió entre los directivos, a sabiendas de que se trataba nada menos que del señor Pabirchenko, uno de los banqueros más fuertes de Kiev, conocido en toda Rusia (…) Todas las mañanas el señor Pabirchenko, banquero, llegaba al circo, se quedaba en camiseta y se ponía a dar saltos y hacer volatines hasta caer rendido. ¿Querrá usted creer que llegó a ser tan buen clown como si toda su vida se la hubiese pasado en la pista? Era simpático y emocionante ver a aquel hombre, joven todavía, fuerte, con un aire inconfundible de persona importante, de burgués adinerado, embadurnarse la cara de yeso y salir a que le abofeteasen los mozos de pista que, con una mala sangre de criados rencorosos, se vengaban, dándole guantazos con toda su alma (pág. 170)

Conforme confían más en Juan Martínez y en su inquebrantable compromiso con la causa del proletariado, los bolcheviques le dan alguna responsabilidad de tipo político. La más apasionante es su labor como intérprete del delegado español de la Tercera Internacional, que está visitando Rusia. Y, desde luego, no decepciona: Impertinente y chulo, mantiene una actividad frenética, en la que concierta citas a las que luego no va y solicita documentos que luego no lee. Para rematar, es un embustero. ¡Viva España!

Una noche, durante uno de los últimos ataques blancos, se entró como Pedro por su casa en el salón donde estaban reunidos los comisarios y los jefes del ejército rojo para estudiar nada menos que la retirada de Kiev, que en aquellos momentos de peligro parecía inexcusable. Sobre una mesa tenían extendidos varios mapas, y cada cual iba dando su opinión con graves palabras. El camarada Galano, con un aplomo formidable, cogió una silla, se acodó sobre los mapas y se puso a opinar (…) En el curso de la discusión uno de los jefes militares bolcheviques paró mientes en él y se le encaró:
– Y tú, ¿quién eres? ¿Qué haces aquí? (…)
– Los proletarios españoles tienen preparada la revolución, y me interesa conocer la estrategia revolucionaria.
– Que la aprendan los españoles como la estamos aprendiendo nosotros: haciendo la revolución primero.
– La revolución está en marcha, y vendrá en vuestro auxilio. A estas horas debe de haber estallado ya –gritó Galano.
Me di cuenta en aquel momento de lo embustero que era aquel tío y del impresionante aplomo que tenía para mentir. Se puso a decirles falsedades sobre España y los revolucionarios españoles con tal desvergüenza que yo estaba asustado. La marina de guerra, toda entera, desde los almirantes a los grumetes, era bolchevique; los comunistas españoles eran dueños de los ayuntamientos; un formidable ejército comunista estaba preparado en España… (pág. 247)

Tras varios años de sufrimiento y un sinnúmero de peripecias, el maestro Juan Martínez y su mujer logran salir de Rusia, una vez finalizada la guerra civil. Su relato nos muestra, con toda claridad, los excesos de los bolcheviques. La ineficacia de su gestión. La ausencia absoluta de compasión para con los enemigos (y con la propia población civil), plasmada, en su grado extremo, en las brutalidades de la cheka, muy presentes ya entonces, quince años antes de las purgas de Stalin. La arbitrariedad con que se ejercía un poder casi absoluto. En resumen: la evidencia de que la revolución fue, en términos marxistas, un engaño y un fracaso desde sus mismos inicios, y continuaría siéndolo (y empeorando) conforme el bolchevismo se asentaba en el poder. ¡Qué gran novela se perdió el Caudillo, en el caso de que hubiera leído alguna en su vida, de no ser por la abyecta filiación izquierdista de su autor y por los desagradables comentarios que también depara a las fuerzas del orden confesional-aristocrático!