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El Día D. La batalla de Normandía – Antony Beevor

Antony Beevor es uno de los mejores historiadores de la II Guerra Mundial con que cuenta la aparentemente inagotable cantera de la historiografía británica. Especializado en historia militar (no en vano Beevor fue cocinero antes que fraile en el ejército británico), su fama proviene de su capacidad para abarcar la complejidad de algunas de las batallas más importantes de este conflicto, como Stalingrado, la toma de Berlín o la invasión de Creta. También ha hecho sus pinitos en la historia más “general” con sendos libros, el primero sobre París después de la liberación (1944-49), escrito a medias con su mujer, y más recientemente el magno libro sobre la Guerra Civil Española, que es, después del mítico –por anticuado que pueda estar- estudio de Thomas, el mejor que he leído, y por el cual, como era previsible, Beevor se ha convertido en uno más de los historiadores odiados por la recua revisionista de Pío Moa [1] (o, como tuve el placer de escucharle hace algunos años a un ínclito catedrático de historia de la comunicación, “Pío Mora”) y sus seguidores.

La verdad es que los libros de historia bélica de Beevor son fascinantes, pero no resultan fáciles de leer. Y no porque el autor escriba mal, sino porque a veces uno se pierde en el tránsito entre las descripciones de la batalla en su nivel general, los movimientos de tropas y las operaciones tácticas a menor escala. Al menos, yo me pierdo, y agradezco la combinación de este tipo de descripciones con la narración de anécdotas, vivencias de los contendientes anónimos y, por supuesto, el trasfondo político y las grandes decisiones.

El libro que nos ocupa, publicado con un gran despliegue de medios [2], responde plenamente a las expectativas creadas. Narra pormenorizadamente el desarrollo de los acontecimientos, convenientemente contextualizados, desde el desembarco en las playas de Normandía hasta la liberación de París. Hace una excelente síntesis de cosas ya sabidas que combina con inteligencia con testimonios de participantes en la batalla y la valoración de Beevor de las decisiones adoptadas por los contendientes.

Se nota aquí, es cierto, un mayor hincapié en la visión de los Aliados, a los que se les dedica mucho más espacio que a Alemania; y, en el seno de los Aliados, constantemente aparece una dicotomía entre EE.UU. y Gran Bretaña. De los primeros destaca Beevor su valentía y disposición a arriesgarse, que se ven además coronados por el éxito al romper finalmente las líneas alemanas, mientras que de los británicos se critica el visible cansancio del conflicto existentes en el Ejército y la sociedad británicas (aunque también se ve como algo comprensible, tras cinco años de guerra), el conservadurismo y la falta de flexibilidad de los oficiales. Las críticas se centran en la figura del mariscal Montgomery, jefe supremo del Ejército británico, quien, a juzgar por lo que relata Beevor en este libro, no dio una a derechas a lo largo de la invasión, fracasando –relativamente, pero fracasando- en todas y cada una de las iniciativas que llevó a cabo, como preludio de su mayor fracaso tres meses después, en la batalla de Arnhem (el uso masivo de paracaidistas para tomar los puentes del Rhin), operación también diseñada por Montgomery.

De los alemanes se explica menos, pero también es cierto que no hay mucho que decir: a partir de Stalingrado Alemania cae en la absurda dialéctica de suplir con “la fuerza de voluntad” las carencias cada vez mayores; en el delirante proceso de toma de decisiones hitleriano, cada vez más alejado de la realidad; y en una inferioridad de armamento, efectivos, recursos estratégicos (sobre todo combustible) y, en particular, en una absoluta indefensión ante el apabullante poderío aéreo y naval de los Aliados [3] que decantarían claramente la victoria del lado de éstos desde mucho antes del desembarco.

Finalmente, Beevor se deleita, como haría cualquier hombre de bien, en relatar la actitud de los franceses, tanto de la Resistencia (aquello era increíble, pegabas una patada a una piedra y te salían cinco resistentes; siempre y cuando, claro está, los alemanes hubiesen huido del lugar al menos dos semanas antes) como de la Francia Libre y el general De Gaulle, consistente en pedir, pedir y pedir a los Aliados, protestar continuamente por todo, figurar como fuese en toda reunión en la que pudieran colarse y, tan pronto como lograban tomar posesión de algún pueblo recién liberado por los Aliados, arrugar la nariz, mirarles como a invasores y reivindicar que, en realidad, Francia se había liberado sola.

La invasión en sí vino precedida de un intenso bombardeo aéreo para destruir las comunicaciones con la costa y de un excelente trabajo propagandístico para confundir al enemigo, que seguía creyendo, semanas después del Día D, que lo de Normandía sólo era un desembarco de diversión (pero no diversión de “echar unas risas”, sino de la otra, de despistar al enemigo), y que el desembarco principal tendría lugar en el Paso de Calais (la zona más fuertemente defendida), lo que provocó que Alemania mantuviese inmovilizadas durante semanas tropas que le resultaban imprescindibles para tratar de contener la invasión. Este problema, la falta de autonomía de los oficiales en el frente respecto del Estado Mayor y de Hitler, sería una constante, a todos los niveles, a lo largo de la invasión, y desde el primer día (cuando se envió tardíamente a dos divisiones acorazadas que podrían haber rechazado el desembarco inicial, las cuales quedarían, además, muy diezmadas por efecto del bombardeo aéreo).

A continuación, tuvieron lugar varias semanas de impasse en las que los Aliados, aunque habían podido instalarse en la costa y penetrar unos kilómetros hacia el interior, tampoco lograban romper el frente, hasta que a finales de julio, muy poco después del atentado de von Stauffenberg contra Hitler [4], los americanos lanzaron su exitosa Operación Cobra, que les llevaría en menos de un mes a las puertas de París, donde, según Beevor, sucedió lo siguiente: “la parte más legendaria de la liberación fue lo que un joven oficial de la 2èmeDB describió como ‘les délices d’une nuit dédiée à Venus’. Las parisinas, que habían recibido a las tropas con el saludo sincero: ‘¡Llevamos esperándoos tanto tiempo!’, dieron esa noche la bienvenida a los aliados en sus tiendas y en sus vehículos acorazados y lo hicieron con una generosidad sin límites” (p. 642).

Resulta difícil exagerar la importancia de Normandía y de la subsiguiente liberación de Francia [5]. Los Aliados abrieron, por fin, un frente occidental; lograron que Europa Occidental volviera al redil del capitalismo, aunque hubiera que montar para ello espectaculares pucherazos en Italia; lograron incluso quedarse para sí la mayor parte de Alemania y de su pujante industria; y, por supuesto, abreviaron considerablemente la duración de la guerra, pues pasó menos de un año desde el desembarco (cuando Alemania era aún, no lo olvidemos, la dueña de casi toda Europa) hasta la capitulación final. Todo ello, por supuesto, sin menoscabo de que, como defendería cualquier rusófilo de pro [6] y como defenderemos aquí, en realidad Normandía fue una guerra de ZPs, una guerra de baja intensidad para señores con monóculo, mientras que fue en el Este (donde Alemania tenía volcado al 75% de sus tropas) donde se libraría la guerra de verdad, la que acabaría aplastando a Alemania y la que la habría aplastado de todas maneras incluso sin segundo frente.

En resumen, y reiterando lo dicho, se trata de un magnífico libro, que no llega a hacerse cansado en sus prolijas explicaciones de las operaciones militares por la ya comentada habilidad de Beevor para combinarlas con otros registros, de macro y microhistorias, muy agradecidas de leer. Ya puestos, y como conclusión, aprovecharemos la coyuntura para soltarle una buena yoyah al capullo de Ernest Hemingway [7], pésimo escritor y peor persona, pero que hoy día sigue contando con una absurda buena prensa en ambos parámetros (en plan: “mira, es como el malote de la clase, ¡qué majo es!”). Vean cuál fue la aportación de Hemingway a la liberación de París, vean:

“Ernest Hemingway, oficialmente corresponsal de guerra de la revista Collier, estaba mucho más interesado en actuar como soldado irregular al lado de la Resistencia local. No ocultaba una pistola automática pesada que llevaba, aunque los no combatientes lo tenían terminantemente prohibido. Según John Mowinckel, un oficial de inteligencia americano allí presente, Hemingway quiso interrogar a un patético prisionero alemán que le habían traído sus nuevos amigos de la Resistencia.

–    Yo le haré hablar –dijo en tono jactancioso-. Quitadle las botas. Le asaremos los pies con una vela.

Mowinckel dijo a Hemingway que se fuera al infierno y que dejara en paz al chico, que evidentemente no sabía nada” (pp. 621-622).

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