Capítulo CXII: Alfonso IV “El Benigno”

Año de nuestro Señor de 1327

Jaime II lo había dejado todo “atado y bien atado”: el Reino era próspero y estaba unido, el Papa terminaba sus homilías haciendo grandes alharacas de su amistad con el Gran Almirante de la Iglesia y los comerciantes italianos estaban acojonados ante el empuje aragonés, que no es que fueran por ahí engañando astutamente a la gente en los intercambios comerciales, sino que iban, se hinchaban a repartir yoyah, obligaban a los nativos a aceptar la mercancía a precios abusivos y luego les engañaban astutamente para que el beneficio fuera aún mayor. Así que Jaime II, “El Justo”, tenía motivos para estar satisfecho.

Por desgracia, el primogénito de Jaime, de igual nombre que el padre, renunció a sus derechos dinásticos para, con gran devoción y dignidad, ingresar en un monasterio (en lo que seguía los pasos de su antepasado Ramiro II el Monje). Así que Jaime no tuvo más remedio que nombrar heredero a su segundo hijo, el calavera de Alfonsito, conocido en todos los burdeles de la zona como “El Benigno”, porque pagaba bien y se conformaba con un misionero. Aunque otros historiadores dicen que el apodo le venía porque era muy bueno, Ustedes verán qué versión prefieren.

Lo cierto es que el chaval, aún en vida del padre, hizo méritos dirigiendo la conquista de Cerdeña, pero ya en esa primera expedición podía advertirse una preocupante falta de mano izquierda en la gestión del conflicto. Recuerden, 12.000 muertos, y además ni siquiera hubo ocasión de reírse un poco del Papa, ni un mísero cargo “Gran Pichabrava de la Iglesia” que llevarse a la boca. Y además, al poco de morir Jaime, Alfonso IV (1327-1336) tiene que enfrentarse a una rebelión en Cerdeña instigada por los genoveses y causada, fundamentalmente, por lo que en las fuentes consultadas se considera, crípticamente, “mala gestión de los administradores catalanes nombrados por el Rey”.

Téngase en cuenta que estamos hablando de Cerdeña, así que imagínense lo que sería esa mala gestión como para que cundiera el descontento: te compraban terreno rústico y al día siguiente no es que fuera recalificado como urbanizable, es que los alemanes ya habían desembarcado en la isla y a los chalets sólo les faltaba el estucado; el precio del soborno incluso constaba en todos los certificados expedidos por la Administración, y además te atendían tarde y de mala manera si no sobornabas al funcionario dos veces; las plazas de oposición salían en el B.O.E. con el nombre y apellidos que tenía que acreditar el candidato como requisito, y así todo. Todo esto, en principio, no constituye ninguna novedad, y de hecho puede considerarse parte del legado de Jaime II. El problema es que Alfonso colocó a sus amigotes sin molestarse en repartir algunas migajas entre los notables del lugar, y ya se sabe lo que pasa en estos casos.

En este estado de cosas, Génova vio su oportunidad, con la envidia hacia la supremacía hispánica que siempre ha caracterizado a los italianos, y juró solemnemente ante la población sarda, acreditando una vez más dicha envidia, que nunca alcanzaría en su gestión las cotas de corrupción e indignidad a las que había llegado Cerdeña durante el alfonsismo (lo cual, forzoso es decirlo, correspondía plenamente a la realidad). Con la isla en rebeldía, Alfonso IV tiene que meterse en una larga y, sobre todo, costosa guerra, que duró hasta 1336, año en el que se firmó una paz inestable (no en vano estamos hablando, recuerden, de españoles e italianos). Y aunque Aragón logra mantener la isla en su poder, lo hace a costa de la ruina y de la amenaza de hambruna (al interrumpir la flota genovesa el tráfico de cereales hacia la Corona de Aragón).

Pero, por si esto fuera poco, la gestión interna de Alfonso fue si cabe más nefasta. El hombre, rijosillo de natural, tuvo hasta nueve hijos de sus dos mujeres, y a la segunda de ellas, Leonor de Castilla, le faltó tiempo para intrigar en favor de sus hijos y contra el heredero, el futuro Pedro IV. Como Alfonso era muy bueno, el hombre cedió ante las súplicas de Leonor, otorgando a los hijos de ésta enormes dominios en tierras fronterizas con Castilla, particularmente en el Reino de Valencia. Todo se dirigía claramente hacia el desmembramiento de la Corona de Aragón, pero en ese momento el buen pueblo catalano-aragonés-valenciano dijo basta. Una cosa era que cada uno de los tres territorios odiase con todas sus fuerzas a los demás, y otra muy diferente permitir el secesionismo a manos de “Madrid”. Así que, al grito de “antes roja que rota”, en referencia a los ríos de sangre que iban a correr como parte de los actos previstos en las manifestaciones unionistas, el pueblo y buena parte de los nobles se amotinaron, y fueron a exponer educadamente sus súplicas al Benigno.

En concreto fue el valenciano Guillén de Vinatea quien se plantificó delante de los reyes haciéndoles saber que de secesión nada, ante lo cual el Benigno, alentado por su mujer, le dijo algo que no pasó a la historia pero que vendría a ser algo así como “haga como yo: no se meta en política”. Pero Guillén, echándole un par de huevos, le contestó que como no se atuviera a razones el pueblo entraría en el palacio y degollaría a todo el que estuviera dentro salvo a los reyes. Literalmente. ¿O qué se pensaban Ustedes? Cuando un español dice que otro español “le ha echado un par de huevos” no es retórica.

Ante tales argumentos, y a pesar de las protestas de la Reina, Alfonso IV consultó a sus consejeros, presentes en Palacio y extraordinariamente proclives a la posibilidad de tener en cuenta la opinión del pueblo. Siempre Benigno, Alfonso IV finalmente dijo algo así como “Mi Reina, mi pueblo no es como el tuyo, tiene más libertades y está acostumbrado a hablar a su Rey de igual a igual”, con lo que quedó como un estadista –sólo le faltó decir “vamos todos por la senda de la Constitución, y yo el primero”- y evitó en la práctica que el pueblo, expresando con vehemencia su disconformidad ante las decisiones del Monarca, los degollara a ellos también.

Poco después muere Alfonso “el Benigno”, muy llorado por su bondad por parte de todos aquellos súbditos que no estaban arruinados, muriéndose de hambre o, lo que es aún peor, desprovistos de sus raíces. Leonor de Castilla escapa al reino del mismo nombre y, como buena mujer española, sigue intrigando mientras hace calceta y reza el rosario en presencia de Alfonso XI el Justiciero, que pueden imaginarse que, con ese nombre, le crearía problemas al sucesor de Alfonso IV, su hijo Pedro, cuyo reinado sería un compendio de todo lo que define a esa gran obra común que llamamos España: “Pedro IV ‘El Ceremonioso’ “.how to be a caricature artistавтоматическая раскрутка сайтов в гугле


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