La era de las expectativas limitadas – Paul Krugman
Paul Krugman se convirtió a finales de los años 90 del siglo XX en un economista conocido para el gran público. Y no sólo en los Estados Unidos sino también en Europa. De otra forma, como es evidente, nadie de LPD (ni, por supuesto, tampoco yo mismo) habríamos oído nunca nada sobre él ni sabríamos de su existencia ajenos como somos al mundo de la economía y de su star-system académico. Con posterioridad, además, Krugman ha dejado de ser un economista dedicado a la divulgación, y ampliamente conocido y acreditado por ello, para convertirse en un intelectual (o lo que sea que a día de hoy equivalga a esta antigua denominación). Publica regularmente en The New York Times, con opiniones comprometidas social y políticamente, y lo hace, por supuesto, yendo más allá de cuestiones económicas por mucho que preste una especial atención a las mismas o a las implicaciones a este respecto de diversas cuestiones de actualidad. Así, por ejemplo, sus posiciones respecto de la Operación Humanitaria del Trío de las Azores en Irak se convirtieron en 2003 en un interesante contrapunto a la versión dominante entonces en la opinión publicada estadounidense.
La obra que comentamos es otro de los best-sellers de Krugman que consideramos pueden ser interesantes para lectores sin excesivos conocimientos de economía, pero que han sido abducidos por las maravillas del capitalismo popular de nuestros días y, por la vía de ir invirtiendo unos ahorrillos en bolsa para sentirse propietarios de las antiguas empresas públicas colocadas en manos de esos gestores de bien de nuestros días y, de paso, hacer frente a las meléficas alzas del euríbor, aspiran a saber de qué va el asunto. Aunque sea para poder comprar y vender telefónicas o acciones del Santander teniendo la sensación de saber lo que hacen. Una primera fase al respecto es dedicarse a lecturas edificantes sobre blackjack, ruleta rusa y las bondades de la filatelia como producto de inversión. Pero los hay que, hartos de tragarse una pazguatada tras otra sobre análisis técnico, gráficos y demás maravillosas teorías astrológicas, acaban abandonando las consideraciones propias del mundo de la quiromancia, traicionan las lecturas sobre el particular, dejan que de ese negocio se encarguen las televisiones locales en horario de madrugada y pasan, en ese momento, a buscar explicaciones desde la Economía sobre cómo funcionan las cosas de verdad, para lo cual han de adentrarse en el proceloso y despiadado mundo real. Es menos elegante, mono y adictivo que los fuegos de artificio a los que uno se ha acostumbrado, peor más interesante. Observen, con todo, que no hablamos de Ciencia Económica, de momento, ni aspiramos a asegurar a quienes se inicien por esta senda que encontrarán algo que pueda presumirse válido con un cierto grado de confianza. Si quieren cosas fiables, dedíquense a las previsiones meteorológicas.
Krugman se ha especializado en producir estudios que sacian el hambre de este concreto comprador. Suministra alimento espiritual para el nicho de mercado “capitalistas con conciencia” con un arte y tronío equivalente al de Joaquín Sabina o los diseñadores de camisetas de Greenpeace. Con conciencia social, como decimos, y por una parte, hasta cierto punto. Pero, sobre todo, con conciencia de la necesidad de que subistan unas condiciones mínimas de igualdad y justicia, o al menos de posibilidades de que éstas se realicen o se aspire a alcanzarlas, para que el capitalismo pueda seguir funcionando. Porque, por supuesto, no encontraremos en Krugman una exposición radical o revoluncionada al respecto. Pero sí una interesante crítica, por así decirlo, desde dentro, provinente de la parte del entramado occidental donde encontramos habitualmente a los más firmes defensores de los pilares de nuestro sistema económico. Así, si en Vendiendo prosperidad Krugman exponía ciertas ideas económicas básicas y cómo pueden llegar a convertirse en el Santo Grial de los políticos merced a su eficacia como reclamos publicitarios, en esta obra se adentra en una construida crítica sobre el modelo económico norteamericano y en consecuencia occidental. Aunque, como decíamos, una crítica dentro de un orden, esto es, siempre sin abandonar las coordenadas del capitalismo occidental convencional. De lo que se trata es de enmendarlo un poruito, pulirlo y abrillantarlo, no crean. Para que sea más justo y, sobretodo, porque sólo así se garantizará su supervivencia. No vaya a ser que Marx, al final, tuviera razón con eso de las contradicciones ínsitas e insuperables del engendro. No es de extrañar su éxito, por ello, en esta época de reconversión y viaje hacia la socialdemocracia y más allá que ha emprendido prácticamente toda la izquierda europea y su equivalente americano (o lo que sea, si es que existe algo así).
A juicio de Krugman las cosas no son tan bonitas como nos las pintan y vivimos una situación que debiera hacernos meditar, pues estamos dando por bueno un crecimiento más bien limitado, sin que se detecte una exigencia mayor por parte de ciudadanos, políticos, sindicatos… Esto es, más allá de problemas de redistribución, en los que por otro lado también es posible adentrarse, la obra pretende iluminar sobre una negación más radical de la excelencia del sistema: ni se crece tanto como se pretende, ni se logra la bonanza que se publicita. Lejos de ser un sistema que, más allá de su justicia o injusticia, garantiza al menos un crecimiento más que notable en el que apoyar su defensa y a partir del cual se mejorará la condición de todos (en mayor o menor medida, pero con la idea de que siempre será mejor la situación de los desamparados en un entorno en que las cosas van fenomenal), parece que las últimas décadas señalan al capitalismo occidental como un alumno más bien torpón, lento de reflejos y cercano a la parálisis. Tan aparentememte revolucionaria afirmación, que debiera haber supuesto la expulsión del autor de la comunidad académica y de su país, los Estados Unidos, por la evidente tendencia marxista que implica, no le ha acarreado sin embargo perjuicios.
Y es que, bien mirado, tampoco es para tanto lo que se afirma. Llama la atención vale, pero en realidad sólo porque a día de hoy hay cosas que no se cuestionan y sorprende mucho, mucho, que se insinúe un leve bemol, por mínimo que sea, sobre cómo son en realidad las cosas. Un 3% de crecimiento del PIB en un país cualquiera es un enorme éxito político, aunque caiga la productividad, la renta per capita aumente únicamente un 0’3% y casi todo el crecimiento se explique por el aumento de mano de obra y del empleo, esencialmente barato, no cualificado y suministrado por inmigrantes. Así son las cosas, así vienen siéndolo en España, por ejemplo, desde hace más de una década (1995 en adelante) que se tiene por excepcional en lo que se refiere a la prosperidad y bonanza que ha traído consigo. Que las desigualdades hayan crecido, que el poder de compra de buena parte de la población haya, de hecho, menguado, no parece tan importante. Mientras uno pueda entramparse con la hipoteca y los créditos al consumo para tener una casita con parquet de imitación y la última generación de videoconsola, mientras un mileurista cualquiera pueda disfrutar del acceso al paraíso que supone la generalización en casi cada capital de provincia de centros como Ikea, Media Markt, FNAC o las diversas franquicias de Inditex ¿habrá algún ingrato capaz de quejarse?, ¿acaso se puede pedir legítimamente más a la vida?
Vivimos en una sociedad extrañamente complaciente y acrítica respecto de sus condiciones de vida y las bases de que puedan seguir siendo las que son o ir a mejor. De las de la colectividad, en primer lugar, máxime cuando los principales desfavorecidos (o los más claramente perjudicados) ni habitan en nuestro país ni pertenecen a nuestro grupo étnico ni han disfrutado del titulillo medio o superior que a casi cualquier europeo le garantiza (de momento) su pequeño nicho de mercado al margen de las embestidas de la mano de obra barata. Pero también, y esto es más anómalo, de las propias. Parece que tampoco pedimos demasiado, quizá por una latente y subterránea conciencia de lo que viene por detrás, que nos hace vivir en el “Virgencita, virgencita…”. Contamos con un sorprendente y bien engrasado sistema de gestión de la cosa pública y sus implicaciones que parece funcionar a la perfección en piloto automático y que no genera demasiadas críticas ni preocupaciones. Con eso nos conformamos y se conforman nuestras sociedades. Está bien como está, siempre y cuando uno se medio apañe. Y el modelo de bienestar, si no excesivamente eficaz a la hora de colmar expectativas ambiciosas (esto es, aquellas no limitadas), sí lo es y de forma notable cuando de aquietar o hacer pasar inadvertidas las visiones más críticas o comprometidas se trata. Forma parte de esta era de expectativas controladas el que cuando un elemento plantea cuestiones incómodas o molestas, como hasta cierto punto puede ser la señalada reflexión, la cosa no pasa a mayores. No hace falta, de hecho, ni siquiera represión de tipo alguno. La propia estructura social en que vivimos se encarga de diluir este molesto ruido. Y así quienes hubieran de preocuparse por cargo, responsabilidad o temor a las consecuencias ni lo hacen ni se verán nunca exigidos a hacerlo. Y ello porque por una parte son conscientes de que la resonancia de afirmaciones vertidas en libros como el de Krugman son mínimas pero también porque, además, parten de la base de que la gente a la que pueden ir destinados sus escritos, a priori, ya está más o menos peligrosamente desencaminada, con lo que no vale la pena esforzarse por evitar nuevas desviaciones. No está la cosa como para inquietarse en exceso por las obsesiones tradicionales de los peligrosos socialdemócratas y asimilados.
En cualquier caso, más allá del interés del libro y de su valor como llamada de atención sobre la complacencia actual respecto de unas condiciones que no hace tantos años habrían sido consideradas de una forma mucho más crítica, sorprende la constatación, una vez más, de la dulzura del debate de ideas en este nuestro mundo civilizado y desarrollado. Porque no hemos de olvidar que nos encontramos ante lo que hoy en EE.UU. es tenido por un “economista de izquierdas”. Concepto que, claro, tiene poco que ver con lo que un despistado pudiera creer, sobretodo si el despistado es europeo y se ha formado en los años sesenta, setenta e incluso ochenta aprovechando el decadente sistema de educación pública existente en el Viejo Continente. Básicamente, y de forma resumida, Krugman manifiesta una cierta preocupación por las familias con rentas más bajas y la creciente ampliación de las diferencias sociales, pero nada de eso le impidió formar parte del equipo de asesores de Ronald Reagan. Günther Grass, nos dirán, también estuvo con 17 años en las SS y eso no significa demasiado. El problema es que, aunque Krugman se haya desviado paulatinamente del buen camino, tampoco lo ha hecho tanto. El problema es que ni la Administración Reagan estaba tan lejos de entender el mundo y sus relaciones económicas de manera que pueda compadecerse con ideas como las expresadas. De forma que, siendo todo ello cierto, también lo es que el libro que comentamos no sólo puede ser interesante y formativo en cuanto al análisis económico que contiene, sino que también ayuda a asumir y a intuir que estamos llamados a vivir en una sociedad en la que las diferencias ideológicas serán cada vez más sólo de matiz. Si es que no lo son ya, o en lo que no lo son ya.
Lo que no quita para que haya matices que tengan su importancia, no crean.
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